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Sócrates
Autor: Miguel Pérez de Laborda
Que la expresión “filósofos presocráticos” se haya hecho común para referirse a una larga serie de pensadores, no sólo precedentes a Sócrates, sino también contemporáneos, nos da idea de la importancia que este filósofo ha tenido en la historia del pensamiento. Sócrates señala el inicio de una nueva época, un punto de inflexión, tanto por el descubrimiento de algunas ideas filosóficas que iban a determinar el posterior desarrollo de la filosofía, como por su peculiar modo de vivir la filosofía, por el que iba a convertirse en un modelo del filosofar.
Índice
1. Sócrates como persona y personaje
2. Su noción de filosofía: examinar las almas
2.1. Fuentes para conocer su pensamiento
2.2. La filosofía desciende del cielo
3.2. El diálogo como modo de filosofar
A la hora de determinar cuáles son las doctrinas de Sócrates nos encontramos con una primera dificultad: puesto que él mismo no escribió nada, debemos acudir a los testimonios de otros autores.
La más antigua obra que nos habla de él es una comedia de Aristófanes, escrita en el 423 a.C. Todos los años en Atenas se celebraban las fiestas en honor del dios Dionisio, y con esa ocasión se organizaban concursos, procesiones y sacrificios. En el certamen de teatro del 423 a.C. se presentaron dos comedias que tenían a Sócrates como personaje principal: Connos de Amipsias y Las Nubes de Aristófanes. Ninguna de las dos ganó, pero nos demuestran igualmente que Sócrates era entonces, cuando tenía ya casi 50 años, una figura muy conocida.
La obra que nosotros conservamos no es la comedia presentada al concurso, sino una segunda versión escrita pocos años después. En ella, Sócrates aparece reunido con sus discípulos en el Pensadero, es decir, «la casa de los charlatanes», donde les enseña a «sostener las ideas contrarias a las justas»; él mismo, según la comedia, es «capaz de vencer a todos los que en su camino se crucen» [Las Nubes 1315-19].
Ésta no es la idea que tiene de Sócrates quien ha oído ya hablar de él. Y no es tampoco la que nos transmiten otras fuentes. Las principales para conocer el pensamiento de Sócrates son tres: Platón, Jenofonte y Aristóteles. Los dos primeros le conocieron personalmente; Aristóteles no lo hizo, pero, por su talla intelectual y su relativa cercanía temporal, suele ser considerado como fuente primaria. Contamos además con otras innumerables fuentes secundarias: diversos diálogos platónicos no auténticos (escritos por personas cercanas a Platón), algunos pocos fragmentos de otras obras también antiguas (algunas son comedias), y otros escritos posteriores.
El personaje Sócrates aparece en casi todos los diálogos platónicos (el único importante en el que falta es Las Leyes), y es quien lleva la voz cantante en la mayoría de ellos. Jenofonte, por su parte, escribió cuatro obras con Sócrates como personaje central: Recuerdos de Sócrates, Apología, Banquete y Económico. Las dos primeras son explícitamente una defensa del maestro, escritas para mostrar que era una persona justa y que todos los que a él se acercaban se beneficiaban de sus enseñanzas. En Aristóteles, al contrario que en otros testimonios precedentes, no encontramos ni las deformaciones propias de una comedia ni los intentos de exaltación de sus fieles discípulos. Pero, por desgracia, no son muchas las ocasiones en que habla de Sócrates.
A partir de estas fuentes, la tarea de formarse una clara idea de la persona de Sócrates y de su pensamiento, es muy compleja, pues los testimonios no siempre concuerdan. Ello ha dado lugar a la llamada “cuestión socrática”, es decir al problema de determinar, a través de la multiplicidad y variedad de las fuentes, qué podemos saber acerca de Sócrates. Si los testimonios son contradictorios, la tarea principal será establecer si alguno de ellos puede ser considerado especialmente fiable.
Dejando para más tarde la cuestión de qué podemos saber acerca de su pensamiento, vamos ahora a tratar de determinar qué se puede conocer sobre Sócrates como persona, es decir, sobre su apariencia exterior, costumbres, carácter, capacidades intelectuales y virtudes.
Una primera serie de testimonios son las comedias. Los fragmentos que se conservan nos presentan un personaje similar al de Las Nubes: Sócrates aparece como un mendigo parlanchín con una mirada espectral, que nunca se lava, y va habitualmente descalzo y vestido con un lúgubre manto.
Pero para conocer a Sócrates como persona, más que a las comedias debemos acudir a los que han sido llamados “diálogos socráticos” (de los que los diálogos platónicos son los más apreciados), que aparecen al inicio del cuarto siglo a. C., es decir, pocos años después de la muerte de Sócrates. Aristóteles habla de ellos en la Poética (1447b 2) y la Retórica (1417a 19ss), y señala una propiedad que tienen en común: a través de ellos se pueden expresar bien los caracteres de las personas de quienes se habla. En efecto, al ser escritos en forma de diálogo, además del pensamiento, pueden también presentar la personalidad de Sócrates, mostrándola a través de sus acciones y del modo de comportarse en la situación que narra el diálogo.
Es cierto que en las obras de Platón se percibe un deseo de defender a toda costa la persona del maestro, y que nunca nos habla de sus defectos o sus malas acciones. De todos modos, no hay motivos válidos para dudar de que la descripción que Platón hace de Sócrates a lo largo de sus diálogos, coincide en buena parte con una auténtica descripción del Sócrates histórico. Él ciertamente conoció muy bien la vida de su maestro, directamente y a través de los innumerables testigos con que contaba, entre sus familiares y amigos. Y el Sócrates del que nos habla es, a grandes rasgos, el que él había conocido. Como ha señalado Taylor, si el Sócrates platónico «es la libre invención de un artista ansioso de trazar la pintura imaginaria del sabio ideal, resulta inexplicable por qué hubo de imaginar Platón una hueste tal de detalles biográficos mínimos, y los imaginó tan bien, que por dispersos que puedan estar en una serie de libros cuya composición (no hay quien lo niegue) llevó alrededor de medio siglo, con todo esto no hay discrepancias entre los diferentes trozos» [Taylor 1990: 108].
A partir de estos escritos, sabemos que Sócrates nació en el año 470/469, puesto que Platón nos informa [Apología 17d] que al morir en el 399 tenía 70 años. Es hijo de Sofronisco y Fenáreta, «una excelente y vigorosa partera» [Teeteto 149a], miembro de la tribu Antióquide [Apología 32b] y del demos (barrio) de Alópece [Gorgias 495d]. Su mujer se llamaba Jantipa, y sus hijos Lamprocles, Sofronisco y Menéxeno.
Sobre su condición social los datos son contrastantes. Diógenes Laercio recoge un testimonio antiguo, que afirma que su padre era un artesano. Pero en realidad no parece que sus orígenes sean humildes: así lo prueba la posición social elevada que es patente en el Laques, su participación en la batalla de Delión como hoplita —que implicaba proveerse personalmente de un armamento completo— y los nombres de su mujer Jantipa y su hijo Sofronisco, que parecen ser aristocráticos [Taylor 1990: 68].
En cuanto al aspecto exterior, hay que reconocer que en parte las comedias lo describen acertadamente, pues el propio Platón lo presenta poco preocupado de su aspecto exterior, yendo habitualmente descalzo [Fedro 229a], de modo que al inicio del Banquete Aristodemo manifiesta su sorpresa por ver a Sócrates bien aseado y con sandalias nuevas (174a). Fue además un hombre de extraordinarias condiciones físicas, que le permite, durante la expedición de Potidea, marchar descalzo sobre el hielo [Banquete 220a-b]. Es también de gran sobriedad en las comidas y nada preocupado por las riquezas.
Son muchas las anécdotas que se cuentan de su vida, para mostrar sus capacidades humanas y sus virtudes morales. Pero, más que por su vida, Sócrates ha pasado a ser una figura mítica a causa de su muerte: en el 399 fue condenado por un legítimo tribunal de Atenas, y algunas semanas después de la condena cumplió la sentencia bebiendo la cicuta.
El texto de la acusación lo conocemos, pues ha sido recogido por Diógenes Laercio, Jenofonte y Platón. Así lo presenta este último: «Sócrates delinque corrompiendo a los jóvenes y no creyendo en los dioses en los que la ciudad cree, sino en otras divinidades nuevas» [Apología 24b-c].
Tres son, por tanto, los aspectos incluidos en la acusación: no reconocer los dioses en los que la ciudad cree, introducir nuevas divinidades y corromper a los jóvenes. Pero en realidad, como el propio Platón escribe al inicio del Eutifrón, la acusación consiste en corromper a los jóvenes a través de sus nuevas ideas religiosas [Eutifrón 3a-b]. Una acusación que, exactamente en los mismos términos, estaba ya presente 24 años antes en Las Nubes de Aristófanes.
Según los testimonios que fueron recogidos por Diógenes Laercio [Vidas de filósofos ilustres II, 5, 38], la acusación fue presentada por Meleto, el discurso fue redactado por Ánito (o por el sofista Polícrates) y pronunciado por Polieucto, y todos los preparativos procesales corrieron a cargo del demagogo Licón. Pero el principal instigador, por lo que parece, fue Ánito, uno de los políticos más influyentes del partido democrático al final del siglo V; un hombre poco religioso (el motivo de fondo de la acusación no era, como veremos, de carácter religioso) y con gran capacidad de manipular la opinión pública.
Tras el discurso de acusación, tuvo lugar el de defensa, pronunciado por el propio Sócrates, que fue una Apología de su vida al servicio de la ciudad. Igualmente apologético fue su segundo discurso, pronunciado después de haber sido declarado culpable. En él, en vez de fijar una pena alternativa suficientemente elevada para que pudiese ser aceptada por los miembros del tribunal (que debían elegir entre las dos penas, propuestas respectivamente por el acusador y el acusado), sigue insistiendo en su inocencia, de un modo que podría considerarse provocativo, pero que en realidad era consecuencia de no querer de ningún modo reconocerse culpable [Jenofonte, Apología, 23].
Por lo que nos cuentan Jenofonte [Recuerdos IV, 8, 2] y Platón, la espera hasta la ejecución de la condena se prolongó un mes, pues no podía llevarse a cabo hasta que volviese la nave que había ido en peregrinación a Delos, cumpliendo una promesa que se renovaba todos los años [Fedón 58b].
Las últimas horas de vida de Sócrates son narradas por Platón en el Fedón, en unas páginas verdaderamente conmovedoras, y de gran contenido filosófico; aunque sabemos que muchas de las ideas allí contenidas son del mismo Platón, no debemos dudar que, de todos modos, trata de transmitirnos el espíritu con el que Sócrates afronta la muerte. Así nos lo confirma Jenofonte, cuando señala «que ninguno de los hombres de los que se tenga memoria soportó su muerte de una manera más bella» [Recuerdos, IV, 8, 2].
En esos últimos momentos, Platón lo presenta sereno y alegre, bromeando incluso acerca de su entierro, confiado ante la suerte que le aguarda después de la muerte, amable al responder a las preguntas de los que estaban con él, atento hacia los demás (tratando de evitarles, por ejemplo, que tuviesen que lavarle después de muerto), sabiendo disculpar al encargado de ejecutar la condena, obediente a las indicaciones de quien le trae el veneno.
Pero aparece, sobre todo, como una persona que también en ese momento difícil es plenamente coherente con sus pensamientos, al renunciar a huir antes del proceso (o después de la condena) y a evitar la pena a través de medios inmorales o ilegales. Y no lo hizo por un doble motivo: su deseo de no cometer una injusticia y el estar convencido de que su muerte no era un mal ni para él ni para la ciudad. Pero para comprender estos motivos tendremos que ver primero cuáles eran su concepción de la justicia y el peculiar papel de Sócrates en su ciudad.
Sócrates era pues una persona de elevada talla moral. Pero ello no basta para explicar la extraordinaria influencia que ejerció sobre la filosofía griega posterior: Sócrates fue un gran hombre, y también un gran filósofo.
Es bien cierto que en una historia de la filosofía se ha de hacer especial hincapié en el pensamiento de los autores, más que en su vida. En nuestro caso, esta labor resulta casi imposible: en Sócrates no se pueden separar las enseñanzas y su personalidad, puesto que la mayor parte de los testimonios fidedignos de cuáles eran las doctrinas socráticas nos las transmiten de un modo concreto, mostrándolas a través de anécdotas, reales o inventadas. Ello no es de extrañar, pues, como veremos, su filosofía consiste precisamente en un modo de vivir: vivir filosofando, de modo que cuando Platón, Jenofonte u otro filósofo nos hablan de la vida de Sócrates, nos están intentando explicar cómo su pensamiento se encarnó en su propia vida.
En un pasaje de la Apología escrita por Platón, Sócrates presenta la acusación contra él de un modo un poco diverso a la formulación oficial: «Sócrates comete delito y se mete en lo que no debe al investigar las cosas subterráneas y celestes, al hacer más fuerte el argumento más débil y al enseñar estas mismas cosas a otros» [Apología 19b].
Como se ve, los acusadores de Sócrates — como el mismo Aristófanes — interpretan su pensamiento en continuidad con el modo precedente de hacer filosofía: lo ven, como los físicos jónicos, dedicado a estudiar los cielos y la tierra; y, al igual que los sofistas, como experto en confundir al interlocutor. Los discípulos de Sócrates, cuando salen en su defensa, intentarán destacar, por el contrario, la marcada diferencia entre su maestro y los filósofos precedentes, mostrando que en Sócrates se da una nueva concepción de la actividad del filosofar.
¿Cuál es entonces el verdadero Sócrates?, ¿qué pensaba en realidad el Sócrates histórico? Para responder debemos en primer lugar ocuparnos de la credibilidad de los diversos testimonios.
El problema de las fuentes, que nos ha aparecido ya a la hora de hablar de la vida de Sócrates, se presenta de nuevo cuando se intenta determinar cuál es su pensamiento.
La primera cuestión se refiere a los géneros de los escritos que son nuestras fuentes acerca del pensamiento de Sócrates: unos son defensas [Apologías], y por tanto tratan de exaltar la figura de Sócrates; otros son comedias, en las que la realidad resulta voluntariamente deformada; y en muchas ocasiones son diálogos y, por tanto, aunque los escritos recogiesen fielmente las conversaciones de Sócrates (cosa que nadie admite), seguiría existiendo una gran dificultad: a lo largo de esas conversaciones tenemos la impresión de que Sócrates intenta no tanto exponer y fundar su propia posición, como simplemente convencer a su interlocutor de que su opinión no es coherente. De este modo, nos queda la sutil idea de que Sócrates no fundaba sus propias opiniones, sino que las poseía de un modo más bien intuitivo.
A pesar de las dificultades relativas a los géneros literarios, podríamos tener una idea clara del pensamiento de Sócrates si Jenofonte, Platón, Aristóteles y otras fuentes secundarias fueran más o menos concordes al respecto. Pero esto no siempre ocurre: a causa de la novedad de la enseñanza de Sócrates y de no haber sido puestas por escrito, era inevitable que fuese comprendida por los oyentes de modos diversos, de acuerdo a los intereses y capacidades intelectuales de quienes recogían los pensamientos de Sócrates [Reale 2001: 30].
Para solucionar nuestro problema, lo más lógico parece ser seleccionar un testimonio que consideramos especialmente fiable, y aceptar los demás en la medida en que aporten datos que concuerden con él. Pero, por si fuera poco, son varios los motivos que tenemos para dudar de la verdad de cada una de las fuentes. Todas ellas, si son vistas con ojos críticos, parecen igualmente sospechosas de parcialidad, por venir de sus admiradores o de sus detractores, o por otras razones; todos nuestros testigos parecen igualmente perseguir, con su presentación de Sócrates, un objetivo concreto.
El más fácil de desestimar es el testimonio de Aristófanes, un comediógrafo que pretende sólo divertir al público, usando el instrumento de la sátira y la caricatura. Pero siendo el único testimonio escrito en vida de Sócrates, Giannantoni sugiere no prescidir de él con demasiada precipitación [Giannantoni 1986: ix]. Ciertamente hay que reconocer que es una caricatura, pero también que está fundada sobre algunos datos objetivos; si no, hubiera sido difícil que divirtiera al público. De hecho, es una fuente fundamental para conocer la primera fase del pensamiento de Sócrates, dedicada al estudio de la filosofía de la naturaleza, y también para conocer la semejanza que, a los ojos de los no expertos, había entre su modo de comportarse y el de los sofistas.
Pero tenemos también motivos para dudar de las demás fuentes.
Por lo que respecta a Platón, el problema fundamental está en que, después de haber madurado su propio pensamiento, y haber desarrollado en muchos puntos las ideas que había aprendido de Sócrates, siguió poniendo en boca de éste doctrinas que no eran ya suyas. Después de muerto, Sócrates siguió evolucionando en el pensamiento de Platón, como un personaje de sus obras.
Dejando de lado por qué decidió Platón hacer esto, lo que ahora nos interesa saber es cuáles de las enseñanzas puestas en boca del Sócrates que es personaje de los diálogos platónicos, fueron verdaderamente del Sócrates histórico. Necesitamos un criterio para discernir qué doctrinas son originales de Sócrates y cuáles son en cambio sólo del proprio Platón. Está claro que, no habiendo ninguna información en el propio Platón, tendremos que responder a la pregunta desde fuera, es decir, teniendo en cuenta lo que otros autores dicen de Sócrates.
Jenofonte tuvo oportunidad de escuchar a Sócrates sólo durante un breve periodo, en su juventud, antes de salir de Atenas para participar en la expedición de Ciro contra el rey de Persia (en el 401), que él mismo narra en su famosa Anábasis. Para escribir sus obras, por ello, hubo de utilizar en buena parte algún intermediario (por ejemplo, para redactar su Apología de Sócrates se basa en el testimonio de Hermógenes, que había acompañado a Sócrates durante sus últimos días). Además, es un acuerdo casi común entre los especialistas el considerar que es un hombre de poca talla intelectual, lo cual le dificulta en muchas ocasiones comprender las enseñanzas de Sócrates: «Uno difícilmente se puede imaginar un hombre que en gustos, temperamento y bagaje crítico (o falta de él) se distinga de los miembros principales del círculo íntimo socrático tanto como Jenofonte» [Vlastos 1991: 99]. De hecho, el Sócrates que nos retrata parece moverse por motivos egoístas y utilitaristas, sin ser en absoluto un hombre peligroso; por ello, muchas veces se ha señalado que difícilmente los atenienses hubieran condenado a muerte a un Sócrates tan pacífico, moderado y conciliador como el que Jenofonte nos presenta [Burnet 1981: 120].
Aristóteles, por último, es señalado muchas veces como un hombre poco interesado en el rigor histórico cuando recoge las ideas de otros, pues intenta más bien, según se dice, ajustar las opiniones de los demás dentro de un esquema que él ha previamente concebido. Además, no conoció personalmente a Sócrates, y cuando escribía habían pasado ya más de 50 años de su muerte.
Se comprende muy bien, por ello, que los primeros estudios sobre la cuestión socrática (el problema de las fuentes) llegaran a un cierto escepticismo respecto a la posibilidad de conocer el Sócrates histórico. Sin embargo, después de un cierto tiempo, cada vez más expertos reconocen que podemos tener algunas convicciones acerca de su vida y su doctrina, si no exigimos a la cuestión una evidencia y un rigor mayor del que se exigen en el caso de otros personajes igualmente lejanos en el tiempo [Calvo 1997: 115].
Otra tesis radical fue formulada por la llamada Escuela Escocesa (Burnet y Taylor) que sostuvo, al inicio del siglo XX, que tenemos que tomar como válidos todos los testimonios de Platón respecto a Sócrates; de modo que, por ejemplo, serían de Sócrates incluso las tesis puestas en su boca en los escritos de madurez. También, por tanto, la teoría de las ideas del Fedón, a pesar de la opinión contraria de Aristóteles.
Teniendo presentes estos datos, ¿cuál podrá ser el criterio para determinar el pensamiento de Sócrates? Deberá ser necesariamente complejo. Por un lado, es importante no privilegiar exclusivamente ninguna de las fuentes, teniendo en cuenta la peculiar aportación de cada una de ellas. Al mismo tiempo, ya desde Burnet y Taylor se suele hacer una observación muy útil: cuando en la época filosófica de Sócrates se registran una serie de novedades de orden intelectual (hacen su irrupción nuevas ideas que previamente no eran presentes), y tales ideas son después admitidas por todos los discípulos de Sócrates, podemos estar convencidos de que esas doctrinas son originales suyas. Sobre todo si, como en ocasiones ocurre, algunos testimonios declaran que tales doctrinas efectivamente eran socráticas.
Por otra parte, es lógico que consideremos algunas fuentes como privilegiadas: los testimonios de quienes son verdaderamente filósofos, capaces por tanto de comprender las enseñanzas de Sócrates. Eso nos hace sospechar de muchas de las aportaciones del comediógrafo Aristófanes y del militar Jenofonte, y subraya en cambio la importancia de los testimonios de Platón y Aristóteles.
Ahora bien, puesto que algunas doctrinas que encontramos en los diálogos de Platón sabemos con certeza que no son de Sócrates, es importante fijar un criterio para poder valorar lo que en los escritos platónicos es del proprio Platón, y lo que se trata por el contrario de enseñanzas de su maestro. Para ello es especialmente relevante la distinción entre los diálogos escritos por Platón en su juventud y los diálogos posteriores. Aquéllos, en efecto, recogen de un modo más literal las doctrinas de Sócrates, pues en ellos Platón o intentaba presentar en modo fiel el pensamiento —no las palabras exactas— del Sócrates histórico, o intentaba presentar su propia filosofía, todavía cercana a las doctrinas de su maestro.
Es evidente que Platón sabía cuáles de las afirmaciones que había puesto en boca de Sócrates eran sólo sus propias respuestas a los problemas socráticos. Es lógico pensar, por tanto, que en los primeros años de la Academia había también una conciencia clara de tal distinción. Si no olvidamos que Aristóteles pasó sus primeros veinte años de dedicación a la filosofía en la Academia, y que fue una persona de grandes dotes intelectuales, podemos estar seguros de que tenía información de primera mano sobre las auténticas doctrinas de Sócrates. En principio, por tanto, no hay por qué dudar de sus testimonios, sobre todo cuando confirmen las informaciones que proporciona la distinción entre diálogos juveniles y diálogos de madurez.
Teniendo en cuenta las dificultades señaladas, no podemos pretender resolver definitivamente la cuestión socrática. De todos modos, es evidente que en una historia de la filosofía hay diversas razones para centrarse en la interpretación tradicional, basada sobre todo en los testimonios de Platón que son confirmados por Jenofonte y Aristóteles; sobre todo, que es ésta, y no otra, la que ha tenido una gran influencia a lo largo de toda la historia. Además, no hay motivos que nos hagan sospechar que no refleja el pensamiento del propio Sócrates.
Volviendo ahora a la acusación de dedicarse a investigar “las cosas subterráneas y celestes”, debemos reconocer que tenía un cierto fundamento en la realidad, pues diversos testimonios nos aseguran que, en una primera fase, Sócrates se ocupó de esos temas.
Ya en Las Nubes de Aristófanes, Sócrates aparece asimilado a los filósofos de la naturaleza, dedicados a estudiar las cosas que están en el cielo y bajo tierra. También Jenofonte [Recuerdos IV, 7] y Diógenes Laercio (II, 16) lo confirman; pero el testimonio más completo es el de Platón. Muchos de los escritos en los que presenta a Sócrates teniendo un cierto conocimiento científico, son diálogos de la madurez de Platón, y por tanto no pueden tomarse como testimonios fidedignos de las doctrinas de Sócrates; de todos modos, no hay motivos para dudar de que Sócrates se dedicó un cierto tiempo a esos estudios, como lo hicieron, por otra parte, muchas de las personas bien educadas de esa época.
El pasaje más interesante se encuentra en el Fedón (un diálogo de madurez), donde el personaje Sócrates cuenta algo de su juventud: «Cuando era joven estuve asombrosamente ansioso de ese saber que ahora llaman “investigación de la naturaleza”. Porque me parecía algo sublime conocer las causas de las cosas, por qué nace cada cosa y por qué es» [Fedón 96a]. Después de haberse ocupado durante un tiempo de cuestiones como el desarrollo de los seres vivos o si pensamos con la sangre, el aire o el fuego, llegó a la conclusión de que tales investigaciones no le satisfacían [Fedón 96c]. Tampoco en la lectura de un libro de Anaxágoras encontró las respuestas que buscaba [Fedón 98b].
Por lo que parece, aunque Sócrates se ocupó durante un tiempo de cuestiones naturales, lo hizo sólo de modo privado [Guthrie 1971: 103]; y no es ciertamente por ellas por lo que se hizo famoso. Llegó un momento en que vio claro que debía dedicarse exclusivamente a otro tipo de problemas: las cuestiones éticas. Cicerón, por ello, afirmó que Sócrates «hizo, el primero, descender del cielo a la filosofía y la colocó en las urbes y la introdujo también en las casas y la obligó a investigar sobre la vida y las costumbres y las cosas buenas y malas» [Disput. Tusc., V, 4, 10]. El mismo esfuerzo racional que otros habían aplicado a los problemas de la naturaleza, Sócrates comienza a dirigirlo hacia la vida ordinaria, hacia la reflexión acerca de las virtudes y los vicios, y la moralidad de las acciones.
Desde entonces, se le ve siempre conversando sobre temas humanos [Recuerdos I, 1, 16], de modo que medio siglo después Aristóteles podía afirmar que Sócrates se ocupa «de los problemas morales y no de la Naturaleza en su conjunto» [Met A, 6, 987b 1-2]. Habían pasado tantos años desde la juventud de Sócrates, que pocos se recordaban ya de sus aficiones juveniles. Se comprende entonces que Sócrates pudiese afirmar, en la Apología de Platón: «Os pido que cuantos me habéis oído dialogar alguna vez os informéis unos a otros [...] de si alguno de vosotros me oyó jamás dialogar poco o mucho acerca de estos temas» [Apología 19d].
La transformación del modo de pensar de Sócrates tiene como detonante un acontecimiento (probablemente histórico) que nos ha sido narrado tanto por Jenofonte como por Platón. Cuando Sócrates superaba ya los treinta años y comenzaba a tener fama de sabio (no sabemos qué tipo de sabiduría era la suya entonces), su amigo Querefonte fue al santuario de Apolo en Delfos, para preguntar a la pitonisa si había algún hombre más sabio que Sócrates. Según nos cuenta Platón, la respuesta fue que nadie había más sabio que él [Apología 21a]. Jenofonte [Apología 14] lo matiza así: Apolo respondió que «ningún hombre era ni más libre, ni más justo, ni más sabio» que Sócrates.
La Apología platónica (22d) narra que Sócrates trató de interpretar este oráculo, esforzándose por encontrar una persona que fuese más sabia que él. Buscó entre los políticos, los poetas y los artesanos, pero se dio cuenta de que todos ellos, poseyendo algunos conocimientos particulares relativos a las materias en las que eran expertos, caían en el mismo error: esa certeza les inducía a considerarse sabios, creyendo poseer también los conocimientos más importantes, acerca de las cuestiones fundamentales. Los conocimientos o habilidades de esas personas eran ciertamente auténticos; y al menos en este aspecto eran más sabios que Sócrates [Apología 22d]. ¿Por qué entonces Sócrates, que afirma no saber nada, era considerado el más sabio? La conclusión a la que llega Sócrates es que él es el más sabio porque es consciente de no poseer la verdadera sabiduría, mientras que las demás personas interrogadas creen poseerla, aunque carecen de ella. Por ello, en un pasaje de la Apología de Platón, Sócrates afirma: «Es probable, atenienses, que el dios sea en realidad sabio y que, en este oráculo, diga que la sabiduría humana es digna de poco o nada» [Apología 23a].
Además de esta sabiduría humana, Sócrates reconoce una sabiduría mayor [Apología 20e], un saber algo que tenga auténtico valor [Apología 21d], saber las cosas más importantes [Apología 22d]. Pero ¿cuáles eran estas cosas importantes? La respuesta la encontramos también en el templo de Delfos, donde había una inscripción que aconsejaba: “Conócete a ti mismo”. En las obras de Platón y de Jenofonte, Sócrates hace diversas referencias a esta inscripción, y queda claro que la entendía como un consejo de conocer la propia alma y todo lo que a ella se refiere. Esta es, de hecho, la actividad a la que desde entonces Sócrates se dedicó por completo.
Así lo presenta Jenofonte cuando cuenta cómo, recordando tal inscripción, Sócrates trató de convencer a Eutidemo de que examinara su propio modo de ser [Recuerdos IV, 2, 24]. Pero es Platón en su Apología quien concreta mejor en qué consiste este “conocer el alma”. Por una parte, exige unas determinadas preocupaciones, que explica en esta imaginaria exhortación:
Mi buen amigo, siendo ateniense, de la ciudad más grande y más prestigiada en sabiduría y poder, ¿no te avergüenzas de preocuparte de cómo tendrás las mayores riquezas y la mayor fama y los mayores honores, y en cambio no te preocupas ni interesas por la inteligencia, la verdad y por cómo tu alma va a ser lo mejor posible? [Apología 29d-e].
A este interlocutor imaginario, Sócrates reprocha que «tiene en menos lo digno de más y tiene en mucho lo que vale poco» [Apología 30a]. Y lo que vale mucho no es otra cosa que la bondad del alma, es decir, la virtud. Por eso el mayor bien del hombre es «tener conversaciones cada día acerca de la virtud» y otros temas relacionados con el bien del alma [Apología 38a].
No tenemos motivos para dudar de la historicidad del oráculo, es decir, de que Querefonte haya efectivamente hecho tal pregunta y que le hayan dado esa respuesta, aunque Sócrates, como la mayor parte de sus compatriotas, no creería en tales adivinaciones. Probablemente el oráculo simplemente coincidió con un momento de crisis, de reflexión profunda sobre el sentido de su actividad como filósofo; y quizá las conversaciones con Querefonte sirvieron como detonante de sus nuevas reflexiones sobre la verdadera sabiduría.
De todos modos, Sócrates interpretará el oráculo de un modo todavía más personal: el dios no hacía ver sólo que la sabiduría humana nada vale, sino que le estaba pidiendo vivir filosofando, es decir, examinándose a sí mismo y a los demás [Apología 28e]. Esta es la vida que vale la pena vivir, y por ello recuerda también que «una vida sin examen no tiene objeto vivirla para el hombre» [Apología 38a].
A partir de entonces su examen se concreta en tratar de que los hombres den cuenta de su modo de vida [Apología 39c]. Consciente de que el mayor tesoro del hombre es su propia alma, Sócrates piensa que es una locura que alguien no se empeñe con esfuerzo en cuidarla, reflexionando acerca de las virtudes y todas las demás cuestiones relativas. En sus conversaciones, tratará de mostrarles que todavía no saben las cosas más importantes y que por tanto están construyendo su conducta, y su propia vida, sobre bases poco sólidas.
Un problema que se plantea es cómo puede Sócrates pretender ayudar a poseer esa forma más perfecta de sabiduría, que constituye el conocerse a sí mismo, si afirma ser él mismo ignorante. Como ha señalado Gómez-Lobo, para resolver la paradoja hay que reconocer que el “sólo sé que no sé nada” forma parte de lo que se llama ironía socrática, una especie de técnica de diálogo que utiliza el reconocimiento de la propia ignorancia como un instrumento para desenmascarar la pretensiones de sabiduría de algunos políticos, sofistas o retóricos [Gómez-Lobo 1999: 39].
A la luz de lo ya dicho, podemos comprender que Sócrates reconoce la dificultad de encontrar respuestas a las cuestiones fundamentales, la necesidad de volver una y otra vez sobre las mismas cuestiones, para aclarar algunos puntos, hacer nuevas distinciones, matizar afirmaciones. Todo ello implica un cierto conocimiento de las cuestiones morales, reconocer «que algunas de sus opiniones o convicciones son verdaderas (de otro modo sería un hombre sin guía moral, algo muy difícil de concluir de nuestras fuentes)»; lo que niega Sócrates es «que posea un conocimiento firme e inamovible» de qué son las virtudes morales [Gómez-Lobo 1999: 67], criticando, por ejemplo, la absurda seguridad de Eutifrón, que afirma conocer con exactitud todo lo que se refiere a qué es la piedad [Eutifrón 4e]. El verdadero filósofo es pues quien es consciente de no saber suficientemente [Apología 29b], reconoce sus propios sus límites y está abierto a revisiones, porque sabe que la búsqueda no tiene fin.
En definitiva, el momento en que Sócrates escucha que según la pitonisa de Delfos él era la persona más sabia, coincide con su descubrimiento de cuál era su misión respecto a la ciudad de Atenas. Pero en ese momento descubre también una nueva noción de filosofía; una filosofía que exige una renuncia total a todo lo demás, en la medida que sea incompatible con su misión, y que consiste, en primer lugar, en un examen continuo de la propia alma, y, a continuación, en un ayudar a otras personas a que examinen también su propia alma. Sócrates está convencido de que su misión era un regalo del dios para la ciudad de Atenas [Apología 30d], y no está dispuesto a renunciar a ella, ni siquiera ante el peligro de muerte.
Toda la actividad de Sócrates como educador de jóvenes, y su pensamiento ético y político, se comprenden sólo desde su peculiar visión sobre qué es el hombre, cuáles son su naturaleza y fin. Que su modo de comportarse y de educar fuese radicalmente distinto del de los sofistas, se debía precisamente a que Sócrates tenía una nueva concepción de lo que el hombre es. En él no se da todavía una antropología desarrollada, pero aparece por primera vez uno de los elementos fundamentales de ella: la noción de alma.
En su estudio sobre Sócrates y el nacimiento de la concepción occidental del alma, Sarri ha señalado que quien hoy día acepta o niega esta noción, entiende por ‘alma’ un principio vital que es al mismo tiempo nuestra conciencia personal y origen de nuestro pensamiento; una sustancia espiritual que se contrapone al cuerpo (dimensión ontológica), que permanece después de la muerte y que merece un premio o castigo, según se haya comportado en vida (dimensión escatológica) [Sarri 1997: 7-8].
Este concepto de alma, difundido después por el cristianismo, tiene su origen en el mundo griego. Las diversas dimensiones que lo componen fueron apareciendo poco a poco, desde Homero hasta Aristóteles. La tesis de Sarri, que refleja las precedentes investigaciones de Burnet y Taylor, es que el punto de inflexión en el desarrollo de esa noción es el pensamiento de Sócrates.
En su origen, la expresión existía con un significado bastante diverso: era algo que puede abandonar el cuerpo temporalmente (como en el caso del desmayo), no tiene consistencia y no es el sujeto de la inteligencia [Burnet 1990: 29-30].
Más tarde, gracias al orfismo y a las investigaciones naturalistas de los filósofos jónicos, el concepto de alma recibe importantes modificaciones. El orfismo, en efecto, insiste en la necesidad de purificar el alma. Pero para ellos el alma no era, como para nosotros, algo que se identifica con la personalidad y el yo, sino «un extraño del otro mundo que habita en nosotros por cierto tiempo» [Burnet 1990: 48-49], que nada tiene que ver con el carácter propio del individuo. Por tanto, cuando hablan de purificación, dan a esta expresión un sentido peculiar: cada alma es un dios caído, que a través de la purificación puede volver a ocupar el lugar que le corresponde [Burnet 1990: 35]. Y al hablar de inmortalidad no se refieren a una inmortalidad personal, sino a algo que está en el hombre mientras éste vive [Sarri 1997: 258].
Por su parte, las escuelas jónicas identifican por primera vez el alma con la conciencia, y la asocian con la inteligencia. Pero estas doctrinas, que por otra parte no habían penetrado en la cultura ateniense, no se interesan por el carácter individual del alma y no sacan las consecuencias éticas, sino que simplemente la consideran, desde una perspectiva cosmológica, como una porción de aire [Burnet 1990: 37].
Burnet y Taylor habían señalado ya que la doctrina del alma era de Sócrates, usando el criterio explicado: al estudiar primero qué se entendía por alma antes de Sócrates, muestran que nadie la había identificado con la conciencia personal ni la había hecho sujeto de la inteligencia y la voluntad. Al analizar después las doctrinas que aparecen en sus principales discípulos (Platón, Jenofonte, Isócrates y los llamados socráticos menores), se comprueba en cambio que ésta es ya una doctrina pacíficamente asumida por ellos, y, por tanto, que ha de tener su origen en el pensamiento de Sócrates.
No hay que pensar, de todos modos, que en Sócrates se da una plena identificación del hombre con el alma, con el consiguiente menosprecio del cuerpo y el deseo de separarse de él (purificarse). Tal identificación y las consecuencias que de ella derivan, serán más bien doctrinas platónicas, fundadas sobre una concepción metafísica del alma, que faltaba en Sócrates. Por ello, en este caso el mejor testimonio es Jenofonte, que manifiesta con claridad el modo moderado en que Sócrates se ocupaba también de su cuerpo, y enseñaba a otros a hacerlo: «nunca descuidó su cuerpo, y reprochaba su descuido a los que se abandonaban» [Recuerdos I, 2, 4]; y en otro lugar concreta mejor este cuidado:
Insistía mucho a sus seguidores en el cuidado de la salud, haciéndoles aprender de los entendidos cuanto era posible, prestando cada uno atención a sí mismo durante toda su vida sobre qué alimento, qué bebida, qué clase de trabajo le convenía, y qué uso debía hacer de ello para conservarse sano [Recuerdos IV, 7, 9].
Este pasaje podría hacernos pensar que Sócrates era un hedonista, siempre preocupado en sus placeres. Pero debemos recordar que él afirma la superioridad del alma respecto al cuerpo; una tesis probablemente no demostrada por Sócrates, sino asumida como algo evidente [Jaeger 1990: 416], pero que tiene como consecuencia inmediata que es más necesario cuidar el alma que cuidar el cuerpo. La gran originalidad de Sócrates está, en efecto, en «combinar la doctrina órfica de la purificación del alma caída con la teoría científica del alma como la conciencia vigilante» [Burnet 1990: 46]. La noción de purificación, por tanto, no era ya entendida como el cuidado que los órficos «reclamaban para el dios caído que los hombres albergan en su interior» [Burnet 1990: 46], sino del alma individual propia de cada hombre.
Las reflexiones socráticas acerca del alma tuvieron una extraordinaria importancia en la historia de la filosofía, a pesar de que Sócrates mismo no había considerado todas sus exigencias e implicaciones, pues estaba interesado sobre todo en sus consecuencias éticas. La tarea de fundar la noción de alma sobre bases metafísicas, determinando qué es (si es una substancia, si es separable del cuerpo), será emprendida por Platón, y encontrará en Aristóteles su respuesta más completa, cuando dice que el alma es la forma sustancial del cuerpo. En Sócrates tampoco aparece claramente expuesta lo que Sarri llama la dimensión escatológica de la concepción del alma, que tiene origen en las doctrinas órficas. En particular, es difícil saber si creía que la inmortalidad del alma se podía demostrar.
Sería ciertamente extraño que quien habla del alma como lo hace Sócrates no creyese en su inmortalidad, pues nuestro concepto de alma (que tiene en él su origen) parece ser incompatible con el no ser inmortal. Pero los dos pasajes claves de los diálogos platónicos plantean serias dudas al respecto. Por un lado, en la Apología Sócrates parece dudar de qué sucede después de la muerte:
La muerte es una de estas dos cosas: o bien el que está muerto no es nada ni tiene sensación de nada, o bien, según se dice, la muerte es precisamente una transformación, un cambio de morada para el alma de este lugar de aquí a otro lugar [Apología 40c].
Por otra parte, nos crea cierta perplejidad el diálogo Fedón, escrito por Platón en su madurez, narrando las últimas horas de la vida de Sócrates. Cuando afronta el argumento de la inmortalidad del alma (el más apropiado para quien está esperando la muerte), Platón ofrece una prueba que está fundada en una doctrina del propio Platón: la Teoría de las Ideas. La conclusión que surge espontánea es que Platón no conocía ninguna prueba socrática de la inmortalidad del alma, o al menos que no conocía una que fuera suficientemente satisfactoria.
Pero todo parece indicar que Sócrates, aunque no pudiese dar una prueba racional que fuese convincente a los ojos de Platón, creía que el alma es inmortal; o, como dice Reale, que esperaba que lo fuese [Reale 2001: 214]. El pasaje de la Apología mencionado no es una prueba contraria, pues allí trata sólo de argumentar dialécticamente, mostrando que, en ambos casos, la muerte sería una ganancia, y no tiene por tanto que temerla. Tampoco lo es el que en su defensa no trate de probar la inmortalidad del alma, pues claramente no era ése el lugar para hacer una reflexión mostrando sus propias opiniones (los miembros del tribunal eran personas normales, que no hubieran apreciado disquisiciones filosóficas).
De todos modos, si hubiera tenido ocasión de presentar su pensamiento, probablemente hubiera recordado las muchas cosas bellas (mezcladas con otras no admisibles) que son recogidas en las religiones tradicionales; y hubiera reconocido que no sabe «suficientemente sobre las cosas del Hades» [Apología 29b], sin por ello querer decir que no tuviera razones, e incluso buenas razones, para pensar que el alma es inmortal.
Una de las acusaciones más antiguas contra Sócrates lo presenta como uno más entre los sofistas: Sócrates, según dice Aristófanes, enseña a «sostener ideas contrarias a las justas, [y hace] capaz de vencer a todos los que en su camino se crucen, aunque argumente con bellaquerías» [Las Nubes 1315-20]. Años después, Sócrates comenzará su Apología señalando que le había producido extrañeza que el discurso de acusación hubiese precavido a los miembros del tribunal del peligro de ser engañados por la habilidad retórica de Sócrates, e indicando que una de las acusaciones contra él, que no estaba presente en la formulación oficial, era que enseña a «hacer más fuerte el argumento más débil» [Apología 18b]. Tantos años después de Las Nubes, muchos seguían confundiendo a Sócrates con los sofistas.
Es verdad que, como ellos, también Sócrates daba gran importancia al conocimiento de las grandes capacidades del lenguaje; y que también por fuera se parecían: conversaba frecuentemente con algunos de ellos, tocaba temas similares (la virtud, la ley) y reunía en torno a sí muchos jóvenes, de cuya formación se preocupaba. Pero quien se fijaba bien podía entrever la radical diferencia que había entre ellos. Una señal, que Sócrates hace presente en su defensa, es que él no cobraba dinero a cambio de las enseñanzas [Apología 31b-c].
La sofística es ciertamente un movimiento muy amplio, que resulta difícil caracterizar en pocos rasgos. Pero cuando se habla de ella en contraposición a Sócrates, se pueden considerar como rasgos propios el relativismo y escepticismo, y una desmesuraba preocupación por aprender a engañar o a convencer. Lo que intentaba Sócrates con sus conversaciones era algo bien diverso.
Por lo que sabemos, Sócrates era una persona de gran inteligencia y de extraordinaria capacidad de reflexión (son paradigmáticos al respecto los dos episodios narrados por Platón en el Banquete, 175a-b y 220c-d); y era también grande su amor al diálogo, como el mismo Platón nos cuenta: no le gustaba dejar a mitad sus conversaciones [Protágoras 314c], hacía todo lo posible por intentar hablar con interlocutores interesantes; no le gustaba salir de la ciudad, porque más que de los campos y de los árboles, era de los hombres de quienes creía poder aprender [Fedro 230d]. El Sócrates platónico llega incluso a definirse como un «maniático de escuchar discursos» [Fedro 228b].
El diálogo no es considerado por él simplemente como el mejor modo de convencer a otros: como veremos, es a través de él como desarrolla su tarea educativa; y, asimismo, considerar las respuestas a todas las posibles objeciones (cosa que en cierta medida puede hacerse también en la soledad, sin necesidad de un interlocutor) es para Sócrates el mejor modo de pensar.
La forma de las conversaciones en las que participaba era bastante peculiar, a juzgar por las que recogen (sin pretender ser transcripciones literales) sus discípulos Platón y Jenofonte, que reflejan la forma de conversar del propio Sócrates. En ellas no pretende enseñar, pues Sócrates no se considera alguien a quien los demás hayan de creer, fuente de un conocimiento definitivo sobre cómo se debe actuar. Él puede sólo ayudar a otros a descubrir por sí mismos la racionalidad o irracionalidad de un determinado modo de actuar. No podemos ciertamente negar que Sócrates tuviese previamente una cierta opinión acerca de las cuestiones tratadas (a pesar de su declaración de no saber nada). Pero está claro que Sócrates cree que manifestar su opinión no es el mejor modo de ayudar a los demás: es más eficaz que lo descubran por sí mismos, con su colaboración. No quiere simplemente dar soluciones, prefiere ayudar a encontrarlas.
El diálogo es para ello el método ideal. A través de las preguntas y respuestas se juzgan las propias opiniones, se plantean dudas, aparecen nuevas cuestiones todavía no tenidas en cuenta, se resuelven objeciones.
Pero no hay que olvidar que el contexto en el que aparece el diálogo es el vivir filosofando, es decir, examinar la propia alma y las almas de los demás, para ver si poseen las virtudes. Para ello, será necesario saber qué son éstas, y, por tanto, el objetivo de muchos diálogos será la búsqueda de la definición de una virtud. El testimonio de Aristóteles es a este respecto muy claro, cuando afirma [Met 1078b 17-32] que Sócrates, interesándose por las virtudes éticas, buscó sus definiciones para conocer sus esencias, y que el método socrático para formular tales definiciones consistía en examinar primero los casos particulares, decidiendo cuándo se puede aplicar la expresión de la que se busca la definición, y posteriormente discernir cuáles son las propiedades presentes en cada uno de los casos: ése será el modo de dejar de lado las propiedades accidentales y centrarse sólo en las esenciales [Guthrie 1971: 112-13].
Otro testimonio coherente con el de Aristóteles es Jenofonte. En algunos de sus escritos encontramos a Sócrates tratando de dar definiciones de virtudes. También subraya la importancia que tenía para Sócrates el «examinar el concepto de cada cosa» [Recuerdos IV, 6, 1], y pone después algunos ejemplos de cómo con sus diálogos trataba de formular definiciones.
El testimonio de Platón, por el contrario, parece ser opuesto. Es cierto que el Sócrates de los primeros diálogos platónicos discute definiciones de algunas virtudes, como el valor (Laques), la piedad (Eutifrón), la amistad (Lisis), la sensatez (Cármides) o, en general, de la propia virtud (Protágoras). Pero leyendo esos diálogos platónicos tenemos la sensación de que ninguno «llega al resultado de definir realmente el concepto moral que en él se investiga» [Jaeger 1990: 444], pues intentan sólo rebatir las definiciones propuestas por los interlocutores, enseñándoles así que están todavía llenos de ignorancia.
A causa de ello, han sido muchos los estudiosos que han negado las opiniones de Jenofonte y Aristóteles, que afirman que Sócrates intentaba encontrar definiciones de las virtudes.
Es ciertamente verdad que el método socrático tiene sobre todo una intención ética y pedagógica, y que no puede sostenerse que Sócrates haya sido el descubridor de la doctrina del concepto (y de la teoría del conocimiento que exige) o de la teoría lógica de la definición: no tenía los instrumentos gnoseológicos y lógicos necesarios para formularlas con precisión. Pero es imposible que quien vivió del modo como él lo hizo no tuviese un cierto conocimiento de qué es vivir una vida moralmente buena y de qué son las virtudes. Por tanto, a pesar de que su objetivo era más práctico que especulativo [Guthrie 1971: 111], no podemos dudar que de algún modo intentaba dar una justificación racional, y fundar en la naturaleza humana, las virtudes que estaban en la base de la convivencia cívica (justicia, fortaleza, valor, templanza, etc.), y que habían perdido buena parte de su credibilidad como consecuencia de la sofística, que las consideraba meras convenciones.
En su monumental obra sobre la educación en el mundo griego, Jaeger sostiene che «Sócrates es el fenómeno pedagógico más formidable en la historia del Occidente» [Jaeger 1990: 403-4]. De hecho, como hemos visto, la cuestión pedagógica estuvo ya presente desde Las Nubes de Aristófanes, teniendo también gran importancia en el proceso a Sócrates.
La acusación oficial había sido muy vaga al respecto, sin explicar en qué modo o a qué jóvenes había corrompido Sócrates. En realidad, como hace presente Jenofonte, todo parece indicar que tal acusación pretendía recordar a los miembros del tribunal que
Al menos dos contertulios que tuvo Sócrates, Critias y Alcibíades, hicieron muchísimo daño a la ciudad. Pues Critias fue el más ladrón y violento de cuantos ocuparon el poder en la oligarquía, y Alcibíades, por su parte, fue el más disoluto e insolente de los personajes de la democracia [Recuerdos, I, 2, 12].
Platón y Jenofonte, en sus escritos, tienen especialmente presente la relación de Sócrates con estos dos personajes. Platón, al final del Banquete hace reconocer a Alcibíades que no ha sabido estar a la altura de la educación que había recibido de Sócrates [Banquete 216b], lo cual es señal de que, para Platón, Sócrates no tenía ninguna responsabilidad en las malas acciones cometidas por Alcibíades. También el primer y segundo Alcibíades (de cuya autenticidad se duda, pero que recogen de todos modos las opiniones de la Academia), se ocupan de estas cuestiones. Critias, por su parte, aparece en el Cármides platónico teniendo en alto valor la consideración que otros tienen de él, incapaz de contestar bien a las preguntas que le dirige Sócrates, y lleno de un orgullo que no le permite reconocer que ha sido confutado.
También Jenofonte se ocupa por extenso de las relaciones de Sócrates con Critias y Alcibíades, afirmando que se acercaron a Sócrates llevados por su propia ambición [Recuerdos I, 2, 12-16] y que «mientras estuvieron con Sócrates, Critias y Alcibíades pudieron dominar sus malas pasiones utilizándole como aliado», pero una vez lejos de él se dejaron arrastrar por ellas [Recuerdos I, 2, 24-25]. Por lo que respecta a su opinión sobre la influencia que ejercía Sócrates sobre otras personas, basta citar el inicio del cuarto libro de sus Recuerdos:
Tan útil era Sócrates en toda circunstancia y en todos los sentidos, que para cualquier persona de mediana sensibilidad que lo considerase era evidente que no había nada más provechoso que unirse a Sócrates y pasar el tiempo con él en cualquier parte y en cualesquiera circunstancias. Incluso su recuerdo cuando no estaba presente era de gran utilidad a los que solían estar con él y recibir sus enseñanzas, pues tanto si estaba de broma como si razonaba con seriedad hacía bien a los que le trataban.
Teniendo tan presente la preocupación de defender a Sócrates de la acusación de corromper a los jóvenes, Platón y Jenofonte nos han transmitido episodios suficientes para poder hacernos una idea de cómo era el sistema educativo socrático.
Debemos destacar, en primer lugar, que, siendo su preocupación enseñar a examinar la propia alma, Sócrates no intenta transmitir a quienes escuchan una serie de conocimientos preestablecidos, sino despertar sus inquietudes para que se ocupen de las cosas más importantes. Lo que pretende es transmitir sobre todo un modo de vivir: vivir filosofando. No debemos entender, evidentemente, que intente convertir a todos en filósofos, en el sentido en que hoy damos a esta expresión. Les quiere sólo convencer, y no es poco, de que su preocupación más importante debe ser que su alma sea lo mejor posible, es decir, que posean las virtudes morales de un modo lo más completo posible.
Con la aparición de esta idea, que es consecuencia de la nueva concepción del alma, «se ilumina de un modo nuevo la misión de toda educación», que «consiste en poner al hombre en condiciones de alcanzar la verdadera meta de su vida» [Jaeger 1990: 450].
En sus conversaciones, con las que Sócrates realiza su misión, se suelen señalar dos fases. La segunda es la constructiva, que Platón llama mayéutica, como el arte de las parteras. En ella, son las almas, y no los cuerpos, los que deben dar a luz [Teeteto 150c-d]: Sócrates ayuda a alumbrar pensamientos, siendo los discípulos mismos quienes los engendran.
La primera fase tiene como objetivo preparar el terreno: examinando las opiniones del interlocutor, Sócrates intenta que reconozca que no sabe nada, lo cual es condición necesaria para que pueda aprender. Desenmascarar la falsa sabiduría es pues uno de los objetivos fundamentales del diálogo, ya que la ignorancia propia de «los que no saben, pero creen que saben» es para Sócrates «la causa de los males y la verdaderamente censurable [...] Y cuanto más importantes sean los temas, será tanto más perjudicial y vergonzosa» [Alcibíades I 118a].
Si tenemos en cuenta ese objetivo, se comprende que Sócrates insista tanto en que nada sabe: de este modo es más fácil conseguir que quien cree saber algo dé razón de su sabiduría, para hacer partícipes de sus conocimientos a los demás. Sócrates, con gran paciencia, le hará darse cuenta de que en realidad es incapaz de resolver las objeciones planteadas por los demás, de modo que, si se trata de un honesto interlocutor, será fácil que se percate también de que no era verdad que poseía tal sabiduría.
Pero no todos están dispuesto a admitir la propia ignorancia. Quienes se acercan al coloquio llenos de amor propio, no buscan la verdad sino el mostrar que tienen razón, y son entonces incapaces de aprender. Sócrates era consciente de que en las conversaciones con estas personas engreídas y soberbias hay que poner gran cuidado, para que no piensen que uno mismo se mueve por los mismos motivos que ellos, y que pretende sólo parecer sabio e inteligente. Esta experiencia de Sócrates es bien recogida por Platón en el Gorgias. Al comenzar una conversación con este sofista, Sócrates le pregunta qué clase de hombre es, para saber cómo se deberá comportar con él en el diálogo:
Si tú eres del mismo tipo de hombre que yo soy, te interrogaré con gusto; si no, lo dejaré. ¿Qué clase de hombre soy yo? Soy de aquellos que aceptan gustosamente que se les refute, si no dicen la verdad, y de los que refutan con gusto a su interlocutor, si yerra; pero que prefieren ser refutados a refutar a otros, pues pienso que lo primero es un bien mayor, por cuanto vale más librarse del peor de los males que librar a otros; porque creo que no existe mal tan grave como una opinión errónea sobre el tema que ahora discutimos [Gorgias 458a].
En otros diálogos, Platón intentará recoger las condiciones necesarias en quien desea aprender, con la contraposición entre dos personajes paradigmáticos: Eutifrón, que no está dispuesto a reconocer su ignorancia, y Teeteto, paradigma del discípulo amante de la verdad. Las conversaciones que recoge Platón son ciertamente inventadas por él. Pero no cabe duda que la actitud que encontramos en Teeteto (que aparece en el Teeteto, el Sofista y el Político) es precisamente la que Sócrates trataba de promover en quienes le escuchaban: ser consciente de no saberlo todo, estar siempre dispuesto a reconocer sus errores y cambiar las propias opiniones si hay motivos para ello, y estar contento de que se le corrija.
Si ambos interlocutores obran de este modo, en la conversación se puede reflexionar con serenidad, sin enfados por parte de ninguno y sin enzarzarse en discusiones inútiles. Sócrates, por ello, trata de crear un clima de amistad, necesario para que el maestro pueda influir positivamente sobre el discípulo. Sólo así se pueden suscitar en él las condiciones morales necesarias para preocuparse con decisión de mejorar la propia alma.
En el Critón, Platón narra un diálogo de Sócrates con su viejo amigo Critón, ambientado después del proceso, cuando estaba esperando en la cárcel la ejecución de la condena. Allí se cuenta que el amigo había dispuesto ya todo para que Sócrates pudiese escapar. Cuando lo comunica a éste, comienza un diálogo sobre si sería o no justo comportarse de esa manera, en el que Sócrates le recuerda que también en esas difíciles circunstancias deben reflexionar sobre «si esto debe hacerse o no. Porque yo, no sólo ahora sino siempre, soy de condición de no prestar atención a ninguna otra cosa que al razonamiento que, al reflexionar, me parece el mejor» [Critón 46b]. Y, por tanto, no dejándose convencer por la opinión de la mayoría, deben continuar convencidos de que «no hay que considerar lo más importante el vivir, sino el vivir bien» [Critón 48b].
De acuerdo con estos principios, a la pregunta de si no le da vergüenza haberse dedicado a una ocupación que le ha procurado la condena a muerte, el Sócrates platónico responde:
No tienes razón, amigo, si crees que un hombre que sea de algún provecho ha de tener en cuenta el riesgo de vivir o morir, sino el examinar solamente, al obrar, si hace cosas justas o injustas y actos propios de un hombre bueno o de un hombre malo [Apología 28b].
Sócrates estaba convencido de que el mayor mal que le podía suceder era cometer una injusticia, no en cambio el padecerla, y de que, por tanto, no valía la pena cometer una para escapar de la muerte.
Su comportamiento en esta ocasión, que dejó a sus discípulos maravillados, se puede sólo comprender teniendo en cuanto su visión de lo que es el hombre, qué es lo mejor para el alma y qué es la virtud. Estaba fundado, en definitiva, en una ética filosófica. No se puede negar a algunos sofistas el mérito de haber planteado ya algunas de las cuestiones propias de la ética filosófica, pero su finalidad era más bien práctica, es decir, «la formación de hombres de estado y dirigentes de la vida pública» [Jaeger 1990: 425], y el escepticismo era una consecuencia casi inevitable de sus doctrinas.
La ética de Sócrates gira en torno a su concepción de la virtud. Por un lado, Sócrates afirma que la felicidad se encuentra en la virtud. Por otra parte, identifica la virtud con el conocimiento y el vicio con la ignorancia (con la consecuencia de que, entonces, el pecado resulta siempre involuntario). Estas tesis pueden resultar al lector un poco extrañas, y por ello tendremos que considerar con detenimiento cuáles son los motivos que llevan a Sócrates a defenderlas, y cuál es el sentido que les da.
Sócrates cree que la felicidad del hombre está en la virtud, y que no la procuran en cambio el placer, la salud, la fama, las riquezas, ni ninguno de los otros bienes que muchas veces se consideran la clave de la felicidad. En el Gorgias platónico, por ello, Sócrates defiende «que el que es bueno y honrado, sea hombre o mujer, es feliz, y que el malvado e injusto es desgraciado» [Gorgias 470e]. Por lo que parece, no es una tesis que haya sido probada por el mismo Sócrates, aunque estaba convencido de ello, quizá a causa de su experiencia de sentirse más feliz después de haber obrado bien, y de ver hasta qué punto pueden cerrarse en sí mismas otras personas, creando alrededor de ellos una especie de infierno, de soledad, envidias, rencillas y egoísmo.
Esta tesis, de todos modos, debía ser completada con una explicación de qué es la virtud. Es especialmente importante al respecto el testimonio de Aristóteles, que en varios lugares afirma que para Sócrates la virtud es conocimiento [Etica a Nicómaco 1144b 18-31; Ética Eudemia 1216b 2-8]; pero tenemos confirmación también en otras fuentes: los diálogos platónicos de juventud, en los que se definen como conocimiento diversas virtudes (el valor, la piedad, la sensatez), y los Recuerdos de Jenofonte (III, 9).
Otra tesis, paralela a la que define la virtud como conocimiento (y el vicio como ignorancia), es la involuntariedad del pecado, recordada en innumerables lugares por Platón, y también por Jenofonte [Recuerdos, III, 9, 4] y Aristóteles [Etica a Nicómaco 1145b 23-27].
Para valorar estas afirmaciones, hay que tener en cuenta, en primer lugar, que Sócrates no hablaba de cualquier tipo de conocimiento: Sócrates no estaba pensando en la ciencia teórica, sino más bien en el arte o técnica; por tanto, se refería a un conocimiento que incluye el dominio práctico, adquirido después de una rígida disciplina [Guthrie 1971: 136-37]. Evidentemente, el conocimiento en que consiste la virtud será algo más importante que el conocimiento propio de la técnica: se trata ahora de poseer «la ciencia de lo que es el hombre, y de lo que es bueno y útil para el hombre» [Reale 2001: 242]; pero en ambos casos se incluye una dimensión práctica.
Aunque no pensemos en el sabio despistado que vive en las nubes, sino en quien se preocupa de comprender todas las implicaciones teóricas y prácticas de sus elecciones, las tesis socráticas siguen siendo para nosotros difícilmente comprensibles. Las indicaciones siguientes, de todos modos, nos servirán al menos para entender su sentido.
En primer lugar, no podemos olvidar la gran importancia histórica del intento socrático de fundar la virtud no sobre las costumbres tradicionales, sino sobre sólidas bases racionales [Reale 2001: 241]. Es verdad, como dice Sócrates, que la razón debe siempre acompañar la virtud, pues para obrar bien es necesario saber qué es lo que tenemos que hacer. Y es también evidente que quien elige mal se equivoca siempre, al menos en una cosa: en creer que lo mejor, para él, en este momento y dadas las circunstancias, es elegir lo que elige. Aunque pudiese decir, en general, que sabe que está obrando mal, es también verdad que en el momento en que obra así es como si olvidase que esa acción es mala, y se fijase sólo en sus aspectos positivos (el placer, la utilidad, etc.). Quien dice saber qué es la virtud, pero no la pone en práctica, en un cierto sentido aún no lo sabe: no se ha percatado todavía de algunas de sus propiedades o de sus implicaciones; por ejemplo, que procura la felicidad al hombre y, por tanto, que vale la pena vivirla.
En definitiva, en un cierto sentido esta doctrina socrática es un precedente de la afirmación aristotélica de que el bien es lo que todos desean, pues «la tesis de que nadie yerra voluntariamente lleva ya implícita la premisa de que la voluntad se encamina hacia el bien como hacia su telos» [Jaeger 1990: 450].
De todos modos, como ha explicado bien Gómez-Lobo, la identificación de virtud y conocimiento no deja lugar para la incontinencia:
Esto es lógicamente equivalente a negar la akrasia, la “incontinencia”, es decir, hacer lo que uno sabe que es malo para uno o dejar de hacer aquello que uno sabe que es bueno para uno. Como en ciertas ocasiones efectivamente hacemos cosas que son malas para nosotros, la negación de la incontinencia sólo permite atribuir las opciones equivocadas a la ignorancia del agente. La persona que hace una elección equivocada lo hace porque no sabe que lo que hace es malo o que lo que deja de hacer es bueno. Desde este punto de vista, el error en la acción se reduce a un error intelectual [Gómez-Lobo 1999: 32].
Por eso Aristóteles, tras reconocer que Sócrates indagaba bien al relacionar la virtud con la prudencia y la razón práctica, le critica el no limitarse simplemente a decir que toda virtud va “acompañada de razón”, y reducir en cambio la virtud al saber qué es lo que debemos hacer [Etica a Nicómaco 1144b 18-31].
A la tesis socrática, por lo que vemos, le faltan algunos elementos importantes, que manifiestan que no había desarrollado todavía una teoría completa de la acción moral. Le faltaba, por ejemplo, una clara distinción entre inteligencia teórica e inteligencia práctica, una explicación detallada de la interacción de la inteligencia y la voluntad en la elección, una diferenciación satisfactoria de las distintas facultades del alma, y en especial del papel que juegan los apetitos irascible y concupiscible en la elección. En definitiva, para matizar sus afirmaciones, Sócrates necesitaba profundizar en la articulación de las diversas facultades propias del hombre. Pero fue ésta una tarea que no pudo acometer, y que quedaría para sus inmediatos discípulos.
Debemos reconocer, sin embargo, que la acusación de intelectualismo y de no dejar espacio a la noción de incontinencia pierde parte de su fuerza al examinar la insistencia socrática en que el alma ejerza el dominio sobre el cuerpo. En esta tesis, en efecto, está presente el dominio de la razón sobre los apetitos; y, por tanto, está también presente la posibilidad de que los apetitos no sean dominados.
Jaeger ha mostrado que la noción de autodominio, moderación o templanza es de origen socrático, pues «se presenta simultáneamente en dos discípulos de Sócrates, Jenofonte y Platón, quienes la emplean frecuentemente, y además, de vez en cuando, en Isócrates» [Jaeger 1990: 432]. La necesidad de tal dominio tiene una especial importancia en Sócrates, pues en su ética no rechaza simplemente todo aquello que no sea virtud (entendida como conocimiento), sino que admite un cierto lugar también para los bienes materiales, la preocupación por el cuerpo, los placeres o la amistad. Sólo con Platón y los platónicos aparece el desprecio del cuerpo, el hablar de la vida corpórea como de una cárcel de la que hay que escapar, y de la filosofía como un “ejercicio de muerte” (en cuanto el alma comienza ya a separarse del cuerpo, a través de la purificación). Esta actitud platónica es, usando la expresión de Guthrie, “no-socrática”.
El incontinente es, según el Sócrates de Jenofonte, el que es «esclavo del estómago y del vino y de los placeres del sexo, de la fatiga o del sueño» [Recuerdos I, 5, 1], que es «incapaz de controlarse a sí mismo» (I, 5, 2), «que busca por todos los medios hacer lo más agradable» y por tanto no se diferencia «de la más irracional de las alimañas» (IV, 5, 11). Al destacar así la necesidad de dominar las propias pasiones, y de no caer prisionero de ellas, la noción de libertad sufre una radical transformación, pasando de ser un concepto político a aplicarse también en el ámbito moral, para referirse a «la antítesis de aquel que vive esclavo de sus propios apetitos» [Jaeger 1990: 434].
Quien se deja guiar por los propios placeres será por tanto esclavo de ellos. Pero esto no conlleva que el hombre justo, que vive armónicamente el dominio sobre su proprio cuerpo, deba renunciar absolutamente al placer: son aceptables los placeres “verdaderos y puros”, y que sean compatibles con el pensamiento [Platón, Filebo 63d-e], y no al contrario aquellos que aprisionan al alma en sus pasiones y le quitan la libertad. En palabras de Jenofonte: «el dominio de uno mismo es el único [...] que nos permite disfrutar dignamente de los placeres» [Recuerdos IV, 5, 9]; y, según narra, esto fue algo que el mismo Sócrates logró vivir:
Sólo comía lo necesario para comer a gusto y se dirigía a las comidas dispuesto de tal modo que el apetito le servía de golosina. En cuanto a la bebida, toda le resultaba agradable, porque no bebía si no tenía sed. Y si alguna vez le invitaban y se mostraba dispuesto a acudir a una cena, lo que para la mayoría es más difícil, a saber, evitar llenarse hasta la saciedad, él lo resistía con la mayor facilidad [Recuerdos I, 3, 5-6].
Sócrates era también consciente de que la fuerte intensidad de los placeres sexuales los hacen especialmente difíciles de dominar, y ayudó a sus discípulos a dominarlos dándoles oportunos consejos. Según cuenta Jenofonte, a Critobulo aconseja huir precipitadamente ante las situaciones peligrosas, comparando la persona deseada con una fierecilla más dañina que la tarántula, pues desde lejos «inocula algo que hace enloquecer» [Recuerdos I, 3, 13]; y le avisa de los peligros de dejarse arrastrar hacia tales impulsos: «¿No serías al punto esclavo en vez de libre, derrocharías mucho dinero en placeres funestos, no te quedaría tiempo para pensar en nada noble y hermoso?» [Recuerdos I, 3, 11].
Nuestras fuentes no nos dan muchos más datos acerca del contenido de la ética socrática; por ejemplo, acerca de las definiciones de cada una de las virtudes. En los diálogos platónicos de juventud, la tarea de Sócrates es más bien negativa: criticar las definiciones que otros presentan. Y ni Jenofonte ni Aristóteles nos informan de modo claro acerca de, por ejemplo, qué es lo que el propio Sócrates entendía por justicia, templanza o piedad. Pero las indicaciones que nos transmiten son suficientes para dar gran valor a su esfuerzo por fundar la ética: aunque sólo conozcamos algunos aspectos de ella, tenemos la impresión de que Sócrates pone cada elemento en su lugar. Al mismo tiempo, el equilibrio entre los diversos elementos parece inestable (por carecer de buenas bases metafísicas), de modo que se comprende que Sócrates haya podido ser acusado de intelectualista, hedonista o utilitarista, y que los llamados socráticos menores, creyendo todos ellos interpretar bien al maestro, hayan podido fundar escuelas éticas de tan diversas tendencias.
Al inicio de sus Recuerdos, Jenofonte manifiesta su perplejidad de que hubiese muerto, acusado de impiedad, el más piadoso de los atenienses:
Me sorprende que los atenienses se dejaran convencer de que Sócrates no tenía una opinión sensata sobre los dioses, a pesar de que nunca dijo o hizo nada impío, sino que más bien decía y hacía respecto a los dioses lo que diría y haría una persona que fuera considerada piadosísima [Recuerdos I, 1, 20].
Esta acusación, que no era nueva (en Las Nubes ya aparece Sócrates enseñando a Fidípides a negar la existencia de Zeus, e introduciendo nuevas divinidades), parece ser el núcleo central de la acusación oficial. En ella se dice que Sócrates delinque «corrompiendo a los jóvenes y no creyendo en los dioses en los que la ciudad cree, sino en otras divinidades nuevas» [Apología 24b]. Pero su modo de corromper a los jóvenes sería principalmente, como ya había dicho Aristófanes, enseñarles sus nuevas ideas religiosas [Apología 26b].
Sócrates evidentemente no era acusado de ateísmo, pues no puede ser ateo quien “introduce nuevas divinidades”; lo que irritaba a algunos era más bien sus originales ideas acerca de Dios y la religión, que consideraban peligrosas en la educación de los jóvenes. En efecto, había tratado en muchas ocasiones de purificar la noción de Dios propia de la religión tradicional, criticando concepciones de Dios demasiado naturalistas. Así lo recoge Platón, cuando presenta el diálogo entre Sócrates y Meleto delante del tribunal:
Sócrates: ¿Luego tampoco creo, como los demás hombres, que el sol y la luna son dioses?
Meleto: No, por Zeus, jueces, puesto que afirmas que el sol es una piedra y la luna, tierra.
Sócrates: ¿Crees que estás acusando a Anaxágoras, querido Meleto? ¿Y desprecias a éstos y consideras que son desconocedores de las letras hasta el punto de no saber que los libros de Anaxágoras de Clazómenas están llenos de estos temas? [Apología 26d].
Criticó también las concepciones antropomórficas de la divinidad, negando sobre todo que los dioses pudiesen cometer acciones que serían impropias hasta de los hombres: guerras y enemistades entre ellos, desacuerdos y discusiones sobre qué es el cometer injusticias, y toda clase de acciones inmorales [Eutifrón 5-7]. El dios de Sócrates, por el contrario, «es invariablemente bueno, incapaz de causar ningún mal a ninguno, de ningún modo y en ningún momento» [Vlastos 1991: 173].
En este caso, el testimonio más completo de las doctrinas socráticas nos lo presenta Jenofonte. En sus Recuerdos, recoge dos conversaciones acerca de la divinidad, que tienen como interlocutores Aristodemo (I, 4) y Eutidemo (IV, 3). En ellas, aparece una Inteligencia Ordenadora, que ha creado el mundo del modo más perfecto. Se ha preocupado de un modo especial del hombre, pues ha dotado al cuerpo humano de todo lo que necesitaba: los diversos órganos de nuestro conocimiento sensible, oportunamente protegidos para que puedan cumplir bien su función, la posición erguida de su cuerpo, las manos, una boca que puede articular los sonidos del lenguaje. Asimismo, ha preparado el mundo para que en él pudiese vivir del modo más adecuado, instaurando el día y la noche, que rigen el trabajo y el descanso, las estrellas y la luna, que le guían en la noche, los productos agrícolas para que se alimente, las animales domésticos para que le ayuden, las estaciones anuales, el agua y el fuego.
Otorgó también al hombre «un alma perfectísima», «capaz de reconocer la existencia de los dioses», que usa de los sentidos, como los demás animales, pero que fue también dotada de razón y lenguaje. Todo ello es para Sócrates manifestación de «un gran amor a la humanidad» y de su Providencia [Recuerdos IV, 3, 5-6].
A pesar de la cercanía que se manifiesta en este modo de dotar al hombre de todo lo necesario, Sócrates sostiene también la divinidad es máximamente perfecta: «es de tal grandeza y tal categoría que puede verlo todo al mismo tiempo, oírlo todo, estar presente en todas partes y preocuparse de todo al mismo tiempo» [Recuerdos I, 4, 18].
Sócrates afirma también que ha quedado un reflejo de su grandeza en las cosas visibles, y que por tanto a través de éstas podemos tener un cierto conocimiento de la Inteligencia que las ha ordenado, aunque no podamos conocerla directamente:
El dios que ordena y abarca todo el universo, en quien reside toda bondad y toda belleza y las mantiene continuamente para nuestro uso intactas, sanas y sin vejez, sirviéndonos sin fallo más rápidamente que el pensamiento, este dios se deja ver como realizador de las más grandiosas obras, pero como regente de todo es para nosotros invisible. Reflexiona que hasta el sol, que parece que todos lo ven, no permite a los hombres mirarlo con fijeza, y si alguien intenta mirarlo desvergonzadamente, le quita la visión [Recuerdos IV, 3, 13-14].
Al leer estos pasajes de Jenofonte, y compararlos con las escasas informaciones que proporciona el Platón de los primeros diálogos, muchos se han preguntado cuál es la razón por la que Platón no presenta en modo desarrollado la teología de Sócrates. Algunos han creído ver en ello una prueba de que tales doctrinas eran del propio Jenofonte, o de que las había tomado de otros autores (algunas, en efecto, estaban ya presentes en pensadores anteriores a Sócrates). Pero algunos testimonios de Platón y Aristóteles nos permiten suponer que, al menos en sus rasgos fundamentales, eran de Sócrates. Por ello, la respuesta más convincente para explicar las ausencias en las obras platónicas me parece que la da Reale: el tipo de argumentación que Sócrates presentaba acerca de los dioses no era metafísico, sino más bien intuitivo; un razonamiento por tanto que podía parecer convincente a un hombre como Jenofonte, pero que dejaba insatisfecho a Platón, que creyó conveniente fundar de un modo nuevo estas doctrinas [Reale 2001: 267-8].
No hay que olvidar, de todos modos, que el propio Platón presenta ya algunos de los elementos de esta teología: el mandato divino del que habla en la Apología presupone un dios inteligente y atento a las necesidades de la ciudad; y afirma además que los dioses no se desentienden de las dificultades del hombre bueno [Apología 41d].
En cualquier caso, es evidente no sólo que la piedad era compatible con esta concepción de la divinidad, sino que Sócrates le daba un contenido al mismo tiempo más racional y más religioso. Quedan ciertamente rastros del politeísmo, pues se sigue hablado de una pluralidad de fuerzas de carácter divino (que algunos intérpretes han visto como diferentes manifestaciones del único espíritu supremo, matizando entonces la admisión socrática del politeísmo). De todos modos, se da ya la tendencia a hablar de un Dios uno, y, sobre todo, se interpreta de un modo nuevo la relación entre el hombre y la divinidad.
A este respecto, es paradigmático el diálogo que Platón presenta entre Sócrates y Eutifrón, acerca de qué es la piedad. Al inicio del diálogo que lleva su nombre, Eutifrón se dirige hacia el tribunal, para acusar de impiedad a su propio padre. Si se atreve a hacer tal cosa, tendrá que estar muy seguro de lo que es la piedad; mucho más seguro que cualquier otro, por ejemplo, que los que acusaban a Sócrates mismo. Pero a lo largo del Eutifrón Platón muestra que ese hombre no sabe qué es la piedad, y con ello nos ofrece un ejemplo concreto de la confusión que acerca de esta cuestión había en la ciudad.
El diálogo no concluye (pues Eutifrón tiene prisa por escapar de Sócrates, que le hace ver su propia ignorancia), pero en él aparecen claras algunas ideas interesantes acerca de la piedad: que no tiene sentido hablar del cuidado de los dioses [Eutifrón 12a], como si pudiésemos hacer mejores a los dioses con nuestros cuidados, y que la piedad tampoco es el saber «decir y hacer lo que complace a los dioses, orando y haciendo sacrificios» [Eutifrón 14b], como si fuera una especie de comercio entre los dioses y los hombres. Como ha visto bien Vlastos, a lo largo del diálogo Sócrates estaba defendiendo una precisa definición de piedad: «hacer una obra divina para beneficiar a los hombres»; y la oración que se corresponde con este tipo de piedad, no sería un egoísta «que Tú hagas mi voluntad», sino un «que yo haga tu voluntad» [Vlastos 1991: 176].
Desde esta perspectiva, la Apología escrita por Platón es una gran prueba de la piedad de Sócrates, pues en ella muestra constantemente el deseo que ha acompañado gran parte de la vida de Sócrates: poner en práctica su vocación divina en servicio de la ciudad. Toda su actividad pública no es más que obediencia a lo que le «ha sido encomendado por el dios por medio de oráculos, de sueños y de todos los demás medios con los que alguna vez alguien, de condición divina, ordenó a un hombre hacer algo» [Apología 33c].
El modo en que Sócrates trata de cumplir los mandatos divinos se concreta en la obediencia a lo que llama el daimonion: una voz o señal divina que, según el testimonio de Platón, le indica lo que no debe hacer, de modo que el hecho de no escucharla cuando está a punto de emprender una acción es para Sócrates un indicio suficiente de que está haciendo lo que debería. En la Apología, por ejemplo, cuando Sócrates explica la causa de que no se hubiese ocupado de cuestiones políticas, afirma:
La causa de esto es lo que vosotros me habéis oído decir muchas veces, en muchos lugares, a saber, que hay junto a mí algo divino y demónico [...] Está conmigo desde niño, toma forma de voz y, cuando se manifiesta, siempre me disuade de lo que voy a hacer, jamás me incita. Es esto lo que se opone a que yo ejerza la política [Apología 31c-d].
Cuando Jenofonte habla de esa voz [Recuerdos I, 1, 4], afirma que no tiene sólo un carácter negativo (señalar lo que Sócrates no debe hacer), sino también positivo: es una especie de don profético, que le ayudaba a aconsejar bien a sus amigos. En cualquier caso, es también un ejemplo concreto de su servicio a los dioses, obedeciendo a todo lo que le piden. Pero Jenofonte añade también que éste sería precisamente el verdadero motivo de la acusación: «Se había divulgado que Sócrates afirmaba que la divinidad le daba señales, que es la razón fundamental por la que yo creo que le acusaron de introducir divinidades nuevas» [Recuerdos I, 1, 2].
En realidad, la acusación de impiedad, que no había sido suficientemente fundada durante el proceso, no debió de pesar de un modo especial en el momento de la decisión de los miembros del tribunal. Y menos todavía el daimonion: cuando los atenienses oían hablar de él, pensarían sólo que Sócrates era una persona un poco excéntrica; pero estaban demasiado habituados a los casos de “posesión” para acusar por ello a Sócrates de impiedad [Burnet 1981: 149].
La causa de la condena tampoco podía ser el introducir nuevas divinidades, puesto que no parece que nadie haya explicado con un mínimo de detalle cuáles eran tales divinidades introducidas por Sócrates. Además hay que tener en cuenta que en Atenas no había una religión oficial, con una serie de dogmas comúnmente admitidos por todos. No existía por tanto la figura del hereje, y había una gran libertad para introducir divinidades. Tampoco sus críticas a las mitologías que transmitían los poetas eran motivo suficiente para su condena, pues en realidad pocos creían en ellas: las personas educadas las tomarían como una creación de los poetas; los incultos en buena parte las desconocían [Burnet 1981: 148].
De todos modos, aunque el motivo de fondo de la condena fuese otro, no se puede dudar que la impiedad era la excusa. Y ciertamente no era difícil presentar la actividad educativa de Sócrates como peligrosa para la ciudad.
Hay que reconocer que muchas de las especulaciones de los filósofos precedentes habían demolido las antiguas ideas religiosas tradicionales; pero la gran capacidad crítica de ellos no había ido acompañado de nuevas propuestas, más racionales. Va surgiendo por tanto un generalizado pensamiento pragmático, que justifica la búsqueda exclusiva del placer y los honores personales. Todo ello, como es lógico, minaba en lo más profundo los fundamentos de la polis ateniense, totalmente incompatibles con la nueva actitud individualista que se estaba difundiendo.
Por ello, los más conservadores veían también con malos ojos la nueva situación de confusión religiosa, y consideraban que ésa era una de las causas del declive de la ciudad, acusando a los sofistas de haber hecho caer sobre la ciudad la cólera de los dioses, por culpa de la impiedad que enseñaban y practicaban, y de ser por tanto la causa de la decadencia del estado.
Asimismo, las investigaciones de las cosas del cielo y de la tierra, propias de los físicos, eran vistas por muchos como manifestaciones de ateísmo:
Estudiar “las cosas subterráneas y celestes” [...] debe entenderse como el intento de construir explicaciones naturalistas de fenómenos geológicos, como terremotos y erupciones volcánicas, por un lado, y de fenómenos meteorológicos (concebidos muy ampliamente) como la lluvia, el trueno o los eclipses, por otro. Esta forma de especificar el ámbito de la filosofía natural es muy significativa, porque abarca precisamente los fenómenos que la tradición suponía que revelaban la voluntad de los dioses. Adivinos y profetas, quienes debían interpretar tales sucesos de forma religiosa para los miembros de la comunidad, no miraban con buenos ojos la nueva física, que suponía una amenaza a su oficio y, si se adoptaba en gran escala, una amenaza a la religión del estado [Gómez-Lobo 1999: 46-47].
A este respecto es claro un pasaje de Las Nubes, en el que el Sócrates deformado por la comedia muestra que Zeus no existe. Estrepsíades le pregunta entonces extrañado: «¿Y entonces quién hace que llueva?». A lo cual Sócrates responde, señalando las nubes: «¿Quién sino éstas?» [Las Nubes 366-69]. Y después explica del mismo modo el origen del trueno. Como ya hemos visto, Sócrates había abandonado las investigaciones naturales a las que se había dedicado en la juventud. Pero no hay que olvidar que la mayor parte de los atenienses no distinguían entre la filosofía de Sócrates y la de los sofistas o los físicos jónicos. Podemos comprender, por tanto, que muchos miembros del tribunal pudiesen creer que las doctrinas teológicas de Sócrates eran también una amenaza para el estado.
Platón nos cuenta que, en su defensa delante del tribunal, Sócrates afirmó que la voz divina de la que hemos hablado se oponía a que ejerciese la política. En ese momento definitivo, Sócrates manifiesta comprender perfectamente por qué: «no hay hombre que pueda conservar la vida, si se opone noblemente a vosotros o a cualquier otro pueblo y si trata de impedir que sucedan en la ciudad muchas cosas injustas e ilegales» [Apología 31e]. El motivo por el cual era preferible que no se dedicase a la política era el poder cumplir mejor su misión al servicio de la ciudad, a través de la preparación de aquellos que se iban a dedicar a las actividades de la vida pública.
Según las noticias que nos han llegado, el propio Sócrates se comportó de modo impecable en sus obligaciones ciudadanas. Platón lo presenta responsable hasta el heroísmo en sus participaciones en las expediciones militares de Potidea (el año 431), Delión (424) y Anfípolis (422), a pesar de que la edad de Sócrates era ya entre 38 y 47 años: en Potidea salvó la vida de Alcibíades [Banquete 220d-221a], y en Delión, cuando el ejército huía en retirada, Sócrates se retiró junto a Laques con pleno dominio de sí mismo [Banquete 221b-c].
Pero lo que más llama la atención, de las noticias que nos han llegado, es que Sócrates puso siempre la justicia por delante de sus intereses personales. Ello es patente en su renuncia a escapar de la cárcel, que narra Platón en el Critón, como una manifestación concreta de la importancia de buscar siempre hacer lo más justo, no cometer nunca injusticias, y no hacer daño a la ciudad y sus leyes. Y es también claro en dos episodios en los que participó, que muestran el modo ejemplar en que ejerció los cargos públicos, cuando le tocó hacerlo. Esos acontecimientos estuvieron a punto de causarle la muerte, tanto a manos del partido democrático como del oligárquico [Apología 32b-d]. En una ocasión, cuando en Atenas aún había un régimen democrático, le tocó en suerte presidir la asamblea; al ver que una resolución tomada por la mayoría era injusta y contraria a las leyes, se opuso a ella con insistencia. En otra ocasión, cuando ya se había instaurado el gobierno oligárquico de los Treinta, le ocurrió otro percance que a punto estuvo también de costarle la vida: se opuso esta vez a la orden recibida de ir a detener a León de Salamina, para condenarle a muerte.
En ambos casos, lo que le movió a oponerse respectivamente a la mayoría y a los tiranos, era que no consideraba las decisiones justas. Es patente, por tanto, que él mismo no se dejaba someter por el miedo a quien ostenta el poder de un modo violento. Pero en estos episodios también resultan claros algunos trazos de su modo de pensar en cuestiones políticas: estaba por encima de todo partidismo (no inclinándose unilateralmente ni por el sistema democrático ni por el oligárquico), pues trataba de valorar los acontecimientos de la vida pública desde la perspectiva de qué es lo justo, usando su propia razón para descubrirlo: Sócrates trata de juzgar racionalmente todas las tradiciones sociales e instituciones políticas.
Tenemos también varios testimonios de sus críticas a la democracia ateniense. Por un lado, no estaba de acuerdo con el sistema de sorteo para elegir los magistrados [Recuerdos I, 2, 9], que tenía su base en la mentalidad religiosa de la época: de este modo, en efecto, se creía dejar la decisión a los mismos dioses [Guthrie 1971: 92]. Si Sócrates se oponía a ello, era porque consideraba que en política era necesario tener un conocimiento especializado, antes de tomar las decisiones:
Veo que, cuando nos congregamos en la asamblea, siempre que la ciudad debe hacer algo en construcciones públicas se manda a llamar a los constructores como consejeros sobre la construcción, y cuando se trata de naves, a los constructores de barcos [...] Pero cuando se trata de algo que atañe al gobierno de la ciudad y es preciso tomar una decisión, sobre estas cosas aconseja, tomando la palabra, lo mismo un carpintero que un herrero, un curtidor, un mercader, un navegante, un rico o un pobre, el noble o el de oscuro origen, y a éstos nadie les echa en cara que intenten dar su consejo [Protágoras 319b-d].
No podemos sacar la impresión, por estos testimonios, de que Sócrates fuese antidemocrático, sobre todo si damos a esta expresión el significado que tiene hoy en día. Él intentaba simplemente señalar los límites de la democracia entonces vigente, bien diversa de la nuestra; y señalaba igualmente los errores en que incurría el sistema contrario: la tiranía.
Si Sócrates no participa activamente en la vida política es por que cree que cada uno ha de ocupar el lugar que le corresponda dentro de la sociedad. A este respecto, es interesante notar que él valorizaba cualquier tipo de trabajo, hasta afirmar que «el trabajo es una bendición y la ociosidad una desgracia» [Recuerdos I, 2, 57], y en especial el que pueden desarrollar las mujeres en la administración de la casa [Jenofonte, Económico 3, 15] o en otros tipos de labores [Recuerdos II, 7].
Pero consideraba especialmente importante la tarea a la que se sentía llamado: la formación de los políticos, es decir, de aquellos jóvenes que están especialmente dotados para la política, y creen que deben dedicarse a ella, pero no han recibido todavía la preparación adecuada. Se comprende entonces que el Sócrates platónico, a pesar de haber rehuido esas actividades públicas, llegue a presentarse como el mejor político, cuando dice: «Creo que soy uno de los pocos atenienses, por no decir el único, que se dedica al verdadero arte de la política y el único que la practica en estos tiempos» [Gorgias 521d-e].
La formación que deben recibir los políticos es doble. Por una parte, como hemos visto, han de tener la suficiente formación específica para poder resolver los problemas que se presenten; así lo recuerda también Jenofonte, que en sus Recuerdos (III, 6) presenta a Sócrates mostrando a Glaucón que no está todavía preparado para la vida política, pues no conoce la técnica que le es propia. Por otra parte, esos jóvenes se deberán esforzar por adquirir la virtud, sin la cual no podrán desarrollar bien su tarea. Ayudarles a hacerlo, era precisamente parte de la misión que Sócrates creía haber recibido. Jenofonte nos explica que, de este modo, su influencia política era todavía mayor que si se hubiera ocupado activamente de ella:
En otra ocasión, al preguntarle Antifonte cómo pensaba en hacer políticos a los demás, mientras que él no se dedicaba a la política, si es que sabía algo de ella, respondió: ‘¿Cómo podría dedicarme más a la política, interviniendo yo solo en ella o preocupándome de que haya la mayor cantidad posible de personas capaces para ello?’ [Recuerdos I, 6, 15].
De hecho, Jenofonte dedica buena parte de sus Recuerdos de Sócrates a mostrar que Sócrates fue efectivamente un don divino para la ciudad, en especial por su modo de educar a los jóvenes con más talento. También Platón recuerda en muchas ocasiones el incomparable servicio de Sócrates a la ciudad de Atenas, y explica la función social de su actividad de un modo gráfico, cuando hace decir a Sócrates en su Apología:
Si me condenáis a muerte, no encontraréis fácilmente —aunque sea un tanto ridículo decirlo— a otro semejante colocado en la ciudad por el dios del mismo modo que, junto a un caballo grande y noble pero un poco lento por su tamaño, y que necesita ser aguijoneado por una especie de tábano, según creo, el dios me ha colocado junto a la ciudad para una función semejante, y como tal, despertándoos, persuadiéndoos y reprochándoos uno a uno, no cesaré durante todo el día de posarme en todas partes [Apología 30e].
Sócrates cree que la más importante contribución a la sociedad es la transformación de las almas. Fue de él, por tanto, de quien «Platón recibió la idea de que el renacimiento del estado no podría conseguirse por la simple implantación de un poder fuerte exterior, sino que debía comenzar por la conciencia de cada cual, como hoy diríamos, o, como se diría en el lenguaje de los griegos, por su alma» [Jaeger 1990: 451].
Si su labor era comparable a la del tábano que mantiene despierto al caballo de raza, o, como también dice Platón, a la del médico que corta y cauteriza por el bien de los pacientes [Gorgias 521e-522a], podemos comprender bien que muchos de los pacientes quedasen enfurecidos con Sócrates. Algunos por motivos personales (pues Sócrates había demostrado la ignorancia de ellos), otros por motivos aparentemente más nobles:
Los guardianes del estado creen descubrir, detrás del papel que este pensador levantisco se arroga, la rebelión del individuo espiritualmente superior contra lo que la mayoría considera bueno y justo y, por tanto, un peligro contra la seguridad del estado. Tal y como es, éste pretende ser el fundamento de todo y no parece necesitar de ninguna otra fundamentación. No tolera que se le aplique una pauta moral que se considera a sí misma como absoluta [Jaeger 1990: 452].
Es muy posible, en efecto, que el motivo real de la condena fuese que algunos consideraban el pensamiento de Sócrates peligroso para el delicado equilibrio en que se encontraba el sistema democrático: muchos sofistas eran claramente desestabilizadores, partidarios de un sistema cosmopolita poco centrado en la defensa de los intereses de la propia ciudad; y algunos discípulos de Sócrates (Critias y Alcibíades) se habían comportado en modo claramente deshonesto, traicionando la ciudad u oponiéndose a la democracia. Podemos comprender, por ello, que políticos que no estaban dispuestos a aceptar ningún género de críticas a la recién restaurada democracia, y eran incapaces de comprender las razones que movían a Sócrates, se opusieran frontalmente a él. En el proceso buscaban por tanto una condena ejemplar, que pudiera servir como escarmiento a todos los que eran considerados corrosivos.
Pidiendo la pena de muerte, la acusación obligaba a la defensa a proponer como alternativa una pena suficientemente dura como para asegurar que los jueces la eligiesen, y no en cambio la pena de muerte. El desenlace lógico del proceso era por tanto el exilio, o una multa suficientemente elevada. Ello bastaba a sus enemigos para cumplir su objetivo principal: desacreditar a Sócrates y a todos los que se comportaban como él, e impedirles seguir haciendo daño a la ciudad. Pero eso hubiera sido, para Sócrates, reconocer que la actividad que le había siempre ocupado, vivir filosofando, no había sido un bien para la ciudad ni para él mismo.
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Pérez de Laborda, M., Sócrates, en Fernández Labastida, F. – Mercado, J. A. (editores), Philosophica: Enciclopedia filosófica on line, URL: http://www.philosophica.info/archivo/2006/voces/socrates/Socrates.html
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© 2006 Miguel Pérez de Laborda y Philosophica: Enciclopedia filosófica on line
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