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Platón
Autor: Ignacio Yarza de la Sierra
Platón es, sin duda, un pensador de primera grandeza que ha contribuido como pocos a la configuración de la cultura occidental. Muchas de sus imágenes, alegorías y mitos forman parte del patrimonio literario y cultural de nuestro mundo; sus diálogos continúan vivos y, más allá de las previsiones que el mismo Platón pudiera haber formulado, continúan sirviendo a la formación intelectual de las nuevas generaciones y siguen alimentando el pensamiento actual.
Índice
1.3.4. Las doctrinas no escritas
2. Visión de conjunto de la filosofía platónica
5. Teoría del conocimiento y antropología
Aristocles, apodado Platón (de platos, anchura) a causa de sus grandes espaldas, nació en Atenas el 427 a.C. De familia noble, concibió en su juventud el ejercicio de la política como la actividad adecuada a la que dedicar su vida: su nacimiento, aptitudes personales y la educación recibida le empujaban en esa dirección. «Antaño, cuando yo era joven, sentí lo mismo que les pasa a otros muchos. Tenía la idea de dedicarme a la política tan pronto como fuera dueño de mis actos» (Carta VII, 324 b). Sin embargo, su larga convivencia con Sócrates y, sobre todo, la injusta condena a muerte de su maestro cambiaron el rumbo de su vida.
Para comprender mejor la vida de Platón y su decisión por la filosofía, puede ser conveniente recordar brevemente la situación social y política de Atenas en su tiempo. Platón nació pocos años después de iniciarse, en 431, un largo período bélico, la guerra del Peloponeso, que con algunas interrupciones duró 26 años y puso fin a la edad de oro de Atenas, comenzada el 478. Platón fue testigo en su juventud del régimen de los Cuatrocientos (411-410), del régimen oligárquico de los treinta tiranos (404), en el que participaron algunos parientes suyos, y de la sucesiva restauración de la democracia (403), período en el que Sócrates fue juzgado y condenado a muerte (399). La vicisitudes políticas de Atenas y las inevitables discusiones sobre la justicia y la mejor forma de gobierno marcaron seguramente su pensamiento político. Si bien Platón escribió sus diálogos en el siglo IV a.C., tuvo siempre presente la experiencia política de la segunda mitad del siglo anterior.
Platón permaneció siempre en Atenas dedicado a la investigación filosófica y científica y a la educación de los jóvenes, especialmente desde la fundación de la Academia. Sólo abandonó su ciudad en los períodos de los viajes, que emprendió con una finalidad casi siempre política. Únicamente el primero de ellos tuvo motivaciones distintas. En efecto, el 399, después de la muerte de Sócrates, quizá para evitar posibles persecuciones, se dirigió junto con otros socráticos a Megara, donde fue huésped de Euclides. De allí viajó a Creta, Egipto y Cirene, retornando a Atenas hacia el 396.
Los otros viajes se explican teniendo en cuenta su ideal político filosófico, que el mismo Platón expone en la Carta VII: «Entonces me sentí obligado a reconocer, en alabanza a la filosofía verdadera, que sólo a partir de ella es posible distinguir lo que es justo, tanto en el terreno de la vida pública como en la privada. Por ello, no cesarán los males del género humano hasta que ocupen el poder los filósofos puros y auténticos o bien los que ejercen el poder en las ciudades lleguen a ser filósofos verdaderos, gracias a un especial favor divino» (326 a-b).
Platón fue un filósofo que conservó durante toda su vida un gran interés por la política, entendida –así lo manifiestan sus palabras– como una actividad estrechamente ligada a la filosofía; la política debe apoyarse en ella como en su mejor fundamento. Este ideal y las particulares circunstancias que le llevaron a trabar amistad con Dión, cuñado de Dionisio I tirano de Siracusa, en su primer viaje a Sicilia (388-387), explican sus otros dos viajes a la ciudad siciliana con la intención de convertir a la filosofía, primero, al tirano Dionisio I y, después, a su hijo y sucesor en el trono, Dionisio II.
Platón fundó la Academia al regreso de su primer viaje a Siracusa, en 387. Volvió posteriormente a Sicilia el 366 y el 361, sin lograr nunca hacer realidad su proyecto; es más, sus intentos por educar filosóficamente a Dionisio II fracasaron por completo. En la lucha por el poder de Siracusa Dión se enfrentó con su sobrino y consiguió vencerle, pero su victoria fue efímera. Dión murió asesinado el 355. Platón tuvo noticia sin duda de la triste suerte de su amigo y de las turbulentas circunstancias que agitaron el reino que había pretendido modelar según sus ideales políticos. Después de su último viaje a Siracusa, Platón permaneció en Atenas hasta su muerte, en 347, a la guía de la Academia.
Aristóteles afirma en la Metafísica que Platón, todavía joven, fue amigo de Crátilo y seguidor de la doctrina heraclítea (cfr. Met., I 6 987 a 32-33). La afirmación es verosímil y explica hasta cierto punto la visión platónica de la realidad física, la condición cambiante e inestable de nuestro mundo. Además del pensamiento de Heráclito, los diálogos de Platón testimonian un amplio conocimiento de casi todos los filósofos físicos, desde Tales hasta Anaxágoras. De todos ellos los que probablemente mejor conoció, y quienes más influyeron en la formación de su pensamiento, fueron, junto a Heráclito, Parménides y los pitagóricos, transmisores los últimos de un pensamiento de fuerte connotación matemática y de la antigua doctrina órfica, que ponía al centro de su enseñanza la inmortalidad y la trasmigración de las almas.
Platón, sin embargo, conoce y dialoga sobre todo con los filósofos contemporáneos, los sofistas y los retóricos, desde una posición cercana a la de Sócrates.
Sin duda fue Sócrates su principal maestro, de quien recibió su modo de concebir la filosofía, contrapuesto tanto a la sofística como a la retórica. La dialéctica practicada por Sócrates necesitaba, sin duda, un ulterior fundamento, pero estaba decididamente orientada al descubrimiento de la verdad, que para Sócrates ni puede ser relativa, como pretendían los sofistas, ni simplemente convencional, como enseñaba la retórica de Isócrates en su intento de conservar los valores transmitidos por la tradición cultural griega.
Platón desarrolla el pensamiento socrático dotándolo de un fundamento metafísico. Platón no se ocupa sólo, como su maestro, de cuestiones éticas; sus intereses temáticos resultarán notablemente ampliados, como veremos, y las soluciones que su filosofía propone, recogiendo los grandes problemas recibidos no sólo de Sócrates sino de la gran tradición filosófica precedente, van mucho más allá de la filosofía en buena parte intuitiva de su maestro. Platón, sin embargo, será siempre socrático por su modo de concebir la filosofía, actividad no sólo educativa, académica en sentido moderno, sino sobre todo forma de vida; Sócrates encarna para Platón el ideal del filósofo no tanto por el conjunto de su doctrina, sino sobre todo por su apasionada búsqueda de la verdad.
Platón es el primer filósofo de quien poseemos un conjunto de escritos completo, en los que abarca áreas distintas del saber y con los que contribuye a configurar la filosofía como una disciplina específica que unifica ámbitos de interés y de conocimiento distintos. Platón supera las limitaciones temáticas de los filósofos precedentes, afrontando y procurando articular campos del conocimiento cultivados hasta entonces casi de modo exclusivo; Platón no es, como Sócrates, un filósofo sólo ético, pero tampoco, como los filósofos presocráticos, un filósofo de la naturaleza, un físico.
El fuerte influjo que Sócrates ejerció sobre Platón se manifiesta tanto en el modo de exponer su pensamiento como, al menos al inicio, en su contenido. Las obras de Platón, los diálogos, no son sino la adaptación escrita e idealizada de los diálogos que tantas veces escuchó a su maestro, que por otra parte es el principal protagonista de la mayoría de ellos. Platón acepta el método de Sócrates, el diálogo, la dialéctica, y presenta su filosofía como una doctrina viva, no sistemática; si en cada diálogo hay un tema dominante, eso no impide que aparezcan otros y que se solucionen cada vez de un modo al menos parcialmente distinto, aportando nuevas razones. En la explicación de cada cuestión, susceptible siempre de nueva revisión, es posible, además, emplear, como en el diálogo hablado, todos los medios útiles que ayuden a su comprensión: alegorías, comparaciones, fábulas y, en algunas ocasiones, también el mito. Platón es sin duda un gran escritor, que no renuncia, sin embargo, al verdadero filosofar sino que quiere servirse de su arte para hacer más comprensible la verdad que expone. En el caso del mito, su función filosófica es clara: elevar el espíritu humano a aquellas esferas a las que la razón no puede llegar. Es, por tanto, el complemento intuitivo de los argumentos racionales.
El mito platónico requiere, sin embargo, mayores precisiones. Antes, dos observaciones respecto a los diálogos. La primera, hoy no más discutida, es que su contenido, aun cuando sea puesto en boca de Sócrates, es propiamente platónico. De Sócrates es el método que Platón no sólo pretende reproducir por escrito, sino propiamente revivir, entablando con el lector un verdadero diálogo y, como antes se ha señalado, dotarle de un fundamento más sólido. Platón acoge la dialéctica de su maestro para desarrollarla y darle la solidez que a aquélla faltaba. Entrar en diálogo con Platón requiere en el lector de sus escritos, y ésta sería la segunda observación, una actitud activa; es a él a quien corresponde encontrar en muchas ocasiones la solución que el diálogo contiene, pero no formula. El saber no se impone desde fuera, el saber crece en el interior del hombre capaz de dialogar, de pensar con seriedad.
Respecto a los mitos platónicos, es preciso no confundirlos sin más con las figuras metafóricas, las comparaciones o cualquier expediente expositivo inventado por el arte del narrador. Para Platón, aun cuando a veces se sirve del mito para aclarar algún concepto metafísico o como narración probable sobre la realidad sensible, en su sentido estricto el mito tiene un significado bien preciso, distinto de cualquier narración fantástica, no verdadera. El mito, más allá del lenguaje en que venga descrito, reproduce una historia con un contenido verdadero; una historia que se desarrolla entre la esfera divina y la humana, relativa al origen del hombre y del mundo y al destino final de los seres humanos. Los mitos transmiten, pues, verdades sobrehumanas, divinas, que se saben no por propia experiencia ni por reflexión, sino por haberlas oído; en definitiva, por fe: son verdades que merecen el asentimiento de los hombres, pues si no fueran oídas, si no hubieran sido transmitidas desde antiguo, no podrían ser conocidas; no hay otra vía de acceso a ellas. Por tanto, más que fuga hacia respuestas de tipo fideísta o puramente religioso, el mito indica la conciencia de que las verdades más altas no pueden ser demostradas racionalmente. Paradójicamente Platón es muy severo a la hora de juzgar las narraciones míticas tradicionales y, sin embargo, no duda en confiar a otros mitos las grandes cuestiones sobre el origen del mundo, del alma humana y de su destino.
El modo habitual de citar los diálogos de Platón es el establecido por la edición preparada en 1578 por Henricus Stephanus, que estructura cada página en cinco secciones, a, b, c, d y e. Ocupando la edición de Stephanus varios tomos e iniciando la paginación en cada uno de ellos, no basta citar los textos según el número de la página, la letra correspondiente y, eventualmente, la línea, sino que se hace necesario señalar siempre el título del diálogo.
La doctrina platónica, especialmente en sus primeros diálogos, está estrechamente ligada a las enseñanzas de Sócrates. Sin embargo, con el paso del tiempo y la reflexión sobre otras doctrinas, Platón va madurando su pensamiento. A los problemas éticos suceden otros de contenido epistemológico y antropológico, cosmológico y metafísico, que Platón buscará solucionar a lo largo de toda su vida con una doctrina que, distinguiéndose cada vez más de la socrática, constituye su propia filosofía, reflejada sobre todo en los diálogos de la madurez y de la vejez.
No obstante, aunque sean éstas las líneas generales de la evolución del pensamiento platónico, establecer con precisión el orden cronológico de los diálogos no es una tarea fácil, aunque sí importante para comprender en su conjunto la filosofía de Platón.
Pasando por encima de los múltiples problemas que los intérpretes han debido afrontar, podemos considerar como bastante rigurosa la siguiente reconstrucción cronológica de los diálogos y, por tanto, del pensamiento de Platón.
Los primeros diálogos de Platón tienen un contenido fundamentalmente ético y es expuesto, además, desde una posición enteramente socrática.
A este grupo de diálogos, escritos después de la muerte de Sócrates y antes del año 390, pertenecen: Apología de Sócrates, Critón, Cármides, Eutifrón, Hipias Menor, Ion, Laques y Eutidemo. Los temas tratados hacen referencia a las principales virtudes, como la justicia, la templanza, la piedad, la valentía y la sabiduría. Igual que su maestro, Platón sostiene en estos diálogos que la virtud puede enseñarse, como cualquier otra ciencia, y que la causa de las malas acciones es la ignorancia. Por el contrario, para obrar el bien se precisa la sabiduría, que constituye la virtud propia y única del alma.
Después del año 390 y antes del período de madurez, suelen situarse un grupo de diálogos que, aun manteniendo una temática preferentemente ética, representan la etapa de maduración y el paso de la fase juvenil a otra más original. A esta época pertenecen Protágoras, Gorgias, Hipias Mayor, Lisis, Menéxeno, el libro I de la República, Menón y Crátilo.
El segundo período de Platón supone el retorno a los antiguos problemas metafísicos, cuya solución se hacía necesaria como fundamento de las cuestiones éticas. Las preguntas sobre el hombre y su conducta no pueden quedar filosóficamente resueltas si carecen de una base metafísica. Sócrates construyó una ética apoyándose en una nueva concepción del alma, pero no supo ir más allá y dejó sin determinar su naturaleza específica, causa de su inmortalidad y de su primacía sobre el cuerpo. Sin el fundamento de la metafísica, por otra parte, la dialéctica socrática resultaba inacabada, capaz sólo de manifestar las contradicciones de las distintas opiniones, pero incapaz de lograr una respuesta definitiva a las preguntas éticas que Sócrates incesantemente proponía; tales respuestas exigían el apoyo de un conocimiento cierto y verdadero, no sólo de las opiniones. Para defender a Sócrates Platón tuvo que afrontar cuestiones epistemológicas y metafísicas.
Esta vuelta de Platón a la especulación sobre el conocimiento, sobre el ser y la naturaleza de las cosas, le llevará a descubrir la realidad trascendente, suprasensible, las Ideas, punto de apoyo firme de toda su filosofía.
La realidad que trasciende el mundo sensible, las Ideas, reflejada de modo distinto en los diálogos de este período, lleva a Platón a revisar los antiguos problemas planteados por Heráclito y Parménides, a la vez que le presenta otros nuevos de los que tratará y profundizará tanto en los diálogos de este período como en los del período sucesivo.
Los diálogos de madurez, escritos entre 387 y 367, son los siguientes: Fedón, Banquete, República, Parménides, Teeteto y Fedro.
Son los diálogos escritos entre los años 367 y 348. En ellos Platón aborda con más profundidad tres cuestiones: el problema metafísico de las Ideas: Sofista y Filebo; una cosmología que explique el mundo físico –Timeo– y los problemas políticos ya tratados en la República, que ahora reelabora en el Político y en Las Leyes, el último de sus diálogos. A este período pertenece también Critias, diálogo incompleto en el que Platón narra el mito de la Atlántida, ya mencionado en Timeo (24 d-25 d).
Platón había separado el mundo sensible del inteligible, cuya realidad suprema es –según la República– el Bien; la única unión entre ellos la establecía Platón, de momento, a nivel cognoscitivo. Quedaba por resolver, en el plano ontológico, la realidad del mundo físico y su relación con las Ideas.
Ya en el Parménides, Platón se pregunta por la realidad de lo sensible y la naturaleza de su origen trascendente. ¿Debe afirmarse la unicidad del ser, como proponían los eléatas, y privar en consecuencia de realidad a lo sensible o más bien debe reconocerse el ser de lo múltiple y negar entonces la unicidad parmenídea? Platón resuelve, como veremos, esta cuestión en el Parménides y en su continuación el Sofista y el Filebo. En estos diálogos reelabora su doctrina de las Ideas, hasta dar forma a los géneros supremos o comunidad de las Ideas. Así puede, quizá más en el plano lógico que real, conservar el mundo de los fenómenos sin renunciar a las Ideas.
El Timeo contiene la cosmología platónica, explicada desde las Ideas y sirviéndose de una materia original y del Demiurgo o Hacedor, agente ordenador de la materia.
Además del contenido de los diálogos hay que tener en cuenta las doctrinas no escritas de Platón, a las que Aristóteles se refiere en la Física (IV 2 209 b 14-15) y de cuyo contenido habla sobre todo en la Metafísica. Tales enseñanzas esotéricas, reservadas a la enseñanza oral de Platón en la Academia, contendrían una nueva explicación, no presente en los diálogos, de la doctrina de las Ideas: la doctrina de los Principios –el Uno y la Díada grande-pequeño– en los que tendrían su causa y origen las Ideas mismas y toda la realidad.
El testimonio de Aristóteles y otros platónicos no deja lugar a dudas sobre la existencia de tales enseñanzas platónicas. El problema que los intérpretes se han planteado es el valor de tales doctrinas, es decir si constituyen sólo una fase más, la última, del pensamiento platónico o si forman, como algunos estudiosos han propuesto, su núcleo central, presente ya en los años de madurez, en base al cual deben leerse los diálogos de ése y del sucesivo período. En este caso los diálogos no quedarían invalidados, pero tendrían que ser completados para su cabal entendimiento con la teoría de los principios y ser considerados, en consecuencia, no la exposición completa del pensamiento platónico, sino como una síntesis en cierto modo velada para quienes no hubieran frecuentado la enseñanza oral. Los diálogos hablarían de modo diverso a unos lectores y a otros; si para los lectores ajenos a la Academia eran el instrumento propedéutico y educativo que les disponía al diálogo filosófico real, a la dialéctica, quienes ya conocían las doctrinas expuestas oralmente por Platón encontrarían en los diálogos múltiples referencias y reenvíos a lo no escrito, alusiones a la exposición y discusiones mantenidas en la Academia sobre las doctrinas que Platón consideraba de más valor y no susceptibles de ser transmitidas por escrito.
Esta última interpretación ha sido defendida por la escuela de Tubinga –H. Krämer y K. Gaiser– y acogida en Italia sobre todo por G. Reale. El fundamento de su interpretación serían las mismas afirmaciones platónicas sobre el valor de la escritura (cfr. Fedro 274 b-278 e) y su intención de no escribir sobre las cuestiones centrales y más abstractas de su filosofía (cfr. Carta VII 341 b-342 a). La mayoría de los intérpretes, sin embargo, considera excesivo el peso que se otorga a estas doctrinas y se demuestra reacio a aceptar la nueva imagen de Platón que emerge de tal interpretación.
Es difícil sintetizar el pensamiento de Platón y presentarlo de modo ordenado y orgánico, a menos que se acojan las doctrinas no escritas como el núcleo teórico de su filosofía, capaz –como veremos– de conferir a su pensamiento la unidad del sistema.
La interpretación tradicional, centrada en los diálogos, se ve obligada a señalar los cambios de interés temático, las variaciones y correcciones, las revisiones que Platón introduce con el pasar del tiempo, la vivacidad y, en definitiva, la maduración de su pensamiento.
Es cierto que el centro del pensamiento platónico, que confiere una cierta unidad a toda su filosofía, es la doctrina de las Ideas; pero Platón no habla de las Ideas una única vez ni siempre de la misma manera. De todos modos, el gran descubrimiento platónico, su más profunda convicción, es la existencia de una realidad que trasciende y causa el mundo físico. Su conocimiento y su justificación son necesarios para afrontar el resto de los problemas, de orden epistemológico, antropológico, físico y ético-político.
Ésta será la estructura de la presente exposición del pensamiento platónico, advirtiendo sin embargo del riesgo de dar una visión de Platón menos viva de la que se desprende de la lectura de sus escritos. Sus diálogos, en efecto, encierran más que un pensamiento acabado y fijo, la búsqueda de un saber que parece nunca concluido.
De alguna manera, de Platón existen dos imágenes quizá excesivamente polarizadas, que se corresponden en buena medida a la doble interpretación antes señalada. Por una parte el Platón de los diálogos, problemático y siempre insatisfecho de las soluciones que sucesivamente propone. Por otra, un Platón propenso a una visión sistemática de la realidad, fundada en la doctrina de los principios, desde los que sería posible explicar cualquier ámbito de lo real, suprasensible y físico.
Obviamente esta doble imagen de Platón no es fruto de interpretaciones arbitrarias, sino que cada una de ellas encuentra en sus diálogos y en las doctrinas no escritas elementos suficientes para sostenerse. De todos modos, quizá sea más correcto pensar en un filósofo en el que conviven, a veces de modo quizá no completamente equilibrado, por una parte la tendencia a la dialéctica, entendida como saber definitivo y completo de la realidad y, por otra, la tendencia erótica, el anhelo siempre insatisfecho de infinito, de un saber en esta vida inalcanzable y dominio exclusivo de los dioses.
El descubrimiento de la realidad suprasensible, de las Ideas, constituye el centro de la especulación platónica. Desde esta perspectiva Platón revisará la filosofía de sus predecesores, también la de Sócrates, dando nuevas soluciones a sus problemas a la vez que deberá resolver las cuestiones que las Ideas le plantean.
Es el mismo Platón el primero en considerar la validez e importancia de su descubrimiento, que a pesar de las múltiples dificultades que le presenta, no abandonará jamás.
En el Fedón expone Platón su hallazgo. Señala, haciendo hablar a Sócrates, su preocupación por conocer la causa de lo sensible. «El caso es que yo, Cebes, cuando era joven estuve asombrosamente ansioso de ese saber que ahora llaman ‘investigación de la naturaleza’» (Fedón 96 a). Sócrates, después de mostrar el intento de los presocráticos por comprender la generación de lo sensible y señalar la imposibilidad de que las causas por ellos indicadas –agua, tierra, aire, fuego…– fueran las verdaderas, presenta su propia solución, el descubrimiento de la realidad suprasensible como causa de lo sensible, descubrimiento que denomina segunda navegación.
¿[Q]uieres, Cebes, que te haga una exposición de mi segunda singladura en la búsqueda de la causa, en la que me ocupé? […] Voy, entonces, a intentar explicarte el tipo de causa del que me he ocupado, y me encamino de nuevo hacia aquellos asertos tantas veces repetidos, y comienzo a partir de ellos, suponiendo que hay algo que es lo bello en sí, y lo bueno y lo grande, y todo lo demás de esa clase. […] Me parece, pues, que si hay algo bello al margen de lo bello en sí, no será bello por ningún otro motivo, sino porque participa de aquella belleza (Fedón 99 c-100 c).
Para Platón, por tanto, existen dos planos de la realidad, uno sensible, material, y otro inmaterial e invisible, que sólo puede ser captado por la inteligencia. El plano suprasensible está compuesto por las Ideas. Sin embargo, al hablar de Ideas no se refiere Platón al concepto, al universal, al que estaría otorgando subsistencia; más bien Platón piensa de un modo opuesto: la Idea no es pensamiento, concepto, sino ser, lo verdaderamente real, aquello a lo que el pensamiento se dirige cuando piensa y sin lo cual no habría pensamiento. Idea significa para Platón esencia, causa, principio de las realidades físicas; una esencia que es inteligible y como tal puede ser captada por el pensamiento, pero no producida por él.
Platón comprende que para poder resolver los problemas físicos de los primeros filósofos, así como las cuestiones éticas que Sócrates planteaba, era inevitable admitir una realidad necesaria e inmutable, distinta de la realidad física contingente y mudable que nuestros sentidos perciben. El mundo físico no se justifica por sí mismo, tiene necesidad de una causa, pero ésta no puede ser una realidad también física, contingente y mudable. En el plano epistemológico, la estabilidad que nuestro conocimiento reclama, exige también un fundamento inmutable. Prestar atención exclusiva a lo que nuestros sentidos perciben, afirma Platón, sería actuar de modo semejante a quien mira fijamente al sol durante un eclipse, es decir correr el riesgo de perder la vista y, de consecuencia, la posibilidad de conocer la realidad (cfr. Fedón 99 e-100 a).
En nuestro lenguaje y en la común opinión, afirmamos que existen muchas cosas grandes, pesadas…, muchas cosas bellas, justas…, de forma cuadrada o triangular… y, sin embargo, somos conscientes de que no lo son de modo absolutamente pleno; siempre podremos encontrar alguna otra cosa más grande, más pesada; lo que nosotros consideramos bello, quizá no lo sea para todos y, además, podría tratarse de una belleza efímera, pasajera; del mismo modo, quien se comporta de modo justo hoy, podría comportarse injustamente mañana… Platón comparte, hasta cierto punto, la visión de Heráclito sobre la mutabilidad de la realidad física y comprende también el relativismo de Protágoras. Sin embargo, Platón heredó de Sócrates la profunda convicción de la inteligibilidad de lo real y de la exigencia para el conocimiento y la conducta humana de la verdad. Superar la mutabilidad heraclítea y el relativismo sofista, exigen para Platón anclar la realidad sensible en una realidad trascendente e inmutable, las Ideas.
Para Platón las Ideas tiene realidad por sí mismas y en sí mismas, y son la causa de la determinación y de la inteligibilidad de la realidad sensible; si el mundo físico no es pura indeterminación, como pensaba Heráclito, si la medida de la realidad no es el hombre, como pretendía Protágoras, es porque existe una realidad en sí y por sí que causa y determina la consistencia de la realidad sensible: «[E]s evidente que las cosas poseen un ser propio consistente. No tienen relación ni dependencia con nosotros ni se dejan arrastrar arriba y abajo por obra de nuestra imaginación, sino que son en sí y con relación a su propio ser conforme a su naturaleza» (Crátilo 386 e).
Las Ideas son, por tanto, realidades inmutables, en sí y por sí (cfr. Fedón 65 d; 74 c), esencias idénticas a sí mismas; en ellas no está presente el más y el menos, el antes y el después. Cambian las cosas sensibles, pero la Idea que es su causa, no.
– Admitiremos entonces, ¿quieres? –dijo–, dos clases de seres, la una visible, la otra invisible.
– Admitámoslo también –contestó.
– ¿Y la invisible se mantiene siempre idéntica, en tanto que la visible jamás se mantiene en la misma forma?
– También esto –dijo– lo admitiremos (Fedón 79 a).
La concepción platónica de las Ideas recuerda, al menos parcialmente, el pensamiento de Parménides, pues, como para él, el ser, lo propiamente real, las Ideas, son, a diferencia del mundo físico, inmutables, inmóviles e inaccesibles a los sentidos.
Platón presenta, por tanto, una visión dualista de la realidad. Además, a partir sobre todo del Fedón, se detiene a considerar el aspecto trascendente de las Ideas, el mundo inteligible, ontológicamente distinto del sensible, despreocupándose casi por completo de la realidad física. No puede olvidarse, sin embargo, la otra característica que Platón atribuye a las Ideas –remarcada más en los primeros diálogos–, el hecho de ser causa de las cosas y, como tales, presentes en ellas haciendo que sean aquello que son.
Es precisamente la dimensión trascendente de las Ideas lo que plantea a Platón las más graves dificultades que deberá afrontar. Porque si las Ideas trascienden el mundo físico, ¿de qué modo pueden ser su causa? ¿Cómo lo inmóvil puede ser causa del devenir, lo idéntico causar lo diverso, lo eterno lo efímero? Es claro que entre la causa y lo causado, inteligible y sensible, debe haber algún punto de contacto, pero ¿cómo entender la tangencia entre los dos planos sin comprometer la dimensión trascendente de la causa? Platón lo explicará sirviéndose de diversos conceptos que aparecen modificados en los sucesivos diálogos; aludirá, a veces, a una relación de imitación o participación entre lo sensible e inteligible; en otras ocasiones hablará de comunidad y de presencia. De todos modos, como veremos, las diversas soluciones propuestas resultarán siempre problemáticas.
Platón con su doctrina de las Ideas ha podido solucionar, al menos en parte, algunas de las aporías presentes en la filosofía de sus predecesores. La multiplicidad del mundo físico debe ser reconducida, como a su causa, a la unidad de cada Idea. Sin embargo, todavía le queda una tarea por realizar: unificar la multiplicidad de las Ideas, de otro modo su doctrina resultaría, como después criticará Aristóteles, un inútil desdoblamiento de la realidad sensible.
Las Ideas para Platón son múltiples; hay Ideas de valores morales, estéticos, de todo lo sensible y también de las cosas artificiales. Existe una Idea de todo lo que es, pero entre ellas debe haber una jerarquía, un orden, una primera de las que las demás procedan. Al establecer tal orden, Platón no podía sin embargo ignorar la doctrina eleática, que con base en un único principio, el ser, inmutable e ingénito, anulaba la multiplicidad de lo sensible.
El orden que Platón establece entre las Ideas no es siempre el mismo, cambia en los diferentes diálogos y tiene siempre como fondo la problemática suscitada por Parménides: ¿cómo de lo uno puede proceder lo múltiple? ¿Cómo una identidad puede causar la diversidad?
La estructura de la realidad suprasensible deberá ser necesariamente racional, pues de ella depende la estructura inteligible del mundo sensible y nuestra misma capacidad cognoscitiva. El hombre no impone su pensamiento a la realidad, sino, al contrario, es la realidad con su propia estructura la que determina su pensamiento. El pensamiento alcanza la verdad en la medida en que es capaz de penetrar la estructura, el orden y las relaciones de lo real, de las Ideas. Para Platón tal estructura obedece al criterio de la identidad: cada Idea es una identidad universal que unifica la multiplicidad de las cosas sensibles que causa. No todas las identidades tienen, sin embargo, la misma universalidad; entre ellas existe una jerarquía, una dependencia de unas respecto de otras.
Platón señala en la República un orden jerárquico entre las Ideas. En la cumbre de todas ellas sitúa el Bien, principio incondicionado de todo, fuente de verdad y de ser de las demás Ideas. La imagen que Platón emplea es elocuente.
– Entonces, lo que aporta la verdad a las cosas cognoscibles y otorga al que conoce el poder de conocer, puedes decir que es la Idea del Bien. Y por ser causa de la ciencia y de la verdad, concíbela como cognoscible; y aun siendo bellos tanto el conocimiento como la verdad, si estimamos correctamente el asunto, tendremos a la Idea del Bien por algo distinto y más bello que ellas. Y así como dijimos que era correcto tomar a la luz y a la vista por afines al sol pero que sería erróneo creer que son el sol, análogamente ahora es correcto pensar que ambas cosas, la verdad y la ciencia, son afines al Bien, pero sería equivocado creer que una u otra fueran el Bien, ya que la condición del Bien es mucho más digna de estima. […] Pienso que puedes decir que el sol no sólo aporta a lo que se ve la propiedad de ser visto, sino también la génesis, el crecimiento y la nutrición, sin ser él mismo génesis.
– Claro que no.
– Y así dirás que a las cosas cognoscibles les viene del Bien no sólo el ser conocidas, sino también de él les llega el existir y la esencia, aunque el Bien no sea esencia, sino algo que se eleva más allá de la esencia en cuanto a dignidad y a potencia (República VI 508 e-509 b).
Sin embargo, con la imagen del sol, señalando la función del Bien respecto a las demás Ideas, Platón no expone cómo tal función es efectivamente realizada, no explica la relación entre las Ideas, ni su dependencia de una primera. Quizá más que la solución concreta, Platón transmite en este texto la presencia del problema, que se hará más agudo en los posteriores diálogos.
En el Parménides Platón no habla del Bien, sino del Uno. En la primera parte del diálogo presenta los problemas que quiere resolver. Sócrates, todavía joven e inmaduro, opone a la defensa que Zenón hace de su maestro, Parménides, la doctrina de las Ideas. El problema de la unidad y de la multiplicidad, tal como lo presenta Zenón, no es un problema serio; es evidente que la realidad física puede ser, a la vez, una –en cuanto conserva su propia identidad– y múltiple, en cuanto compuesta de partes distintas. La doctrina de las Ideas sirve a superar esta dificultad; admitida la existencia de Ideas opuestas, como la semejanza y la desemejanza, no existe dificultad en aceptar que una misma realidad participe en dos Ideas distintas y sea, a la vez, semejante y desemejante (cfr. Parménides 128 e-129 c). El problema de la unidad-multiplicidad adquiere su verdadera dimensión cuando se pone en ámbito metafísico; la verdadera dificultad es entender en qué modo el Uno puede ser a la vez múltiple: «si pudiese mostrarse que los géneros en sí o las Formas reciben en sí mismos estas afecciones contrarias, eso sería algo bien sorprendente; pero si alguien demostrara que yo soy uno y múltiple, ¿por qué habría de sorprendernos?» (Parménides 129 c).
Parménides hace ver a Sócrates que la doctrina de las Ideas, tal como él la expone, si bien soluciona algunas cuestiones, da origen a otras más graves, pues ¿qué significa participar? ¿Cómo debe pensarse la presencia de las Ideas en las cosas? (cfr. Parménides 130 e-131 a). En esta parte del diálogo Platón presenta, en boca de Parménides, una dura crítica a la doctrina de las Ideas que, de todos modos, no le impide reafirmar su convicción en el valor de su propuesta.
Pero, sin embargo, Sócrates –prosiguió Parménides–, si alguien, por considerar las dificultades ahora planteadas y otras semejantes, no admitiese que hay Formas de las cosas que son y se negase a distinguir una determinada Forma de cada cosa una, no tendrá adónde dirigir el pensamiento, al no admitir que la característica de cada una de las cosas que son es siempre la misma, y así destruirá por completo la facultad dialéctica (Parménides 135 b-c).
El problema que la segunda parte del Parménides afronta es el antes señalado: ¿de qué manera pensar el Uno, la identidad, para que sea posible la multiplicidad, la diferencia? Platón se opone de una manera directa al Uno eleático. Si se quiere mantener la multiplicidad de lo sensible, y por tanto de las Ideas que lo causan, el ser de Parménides –convertido ahora en el Uno– no puede existir de manera absoluta, incomunicado e incomunicable con lo múltiple; es necesario romper su unidad. Para ello Platón se sirve de una argumentación lógica. Afirmar la subsistencia del Uno, y evitar que quede encerrado en una identidad vacía e irreal, exige que el Uno comunique con el ser y, como consecuencia, con lo múltiple; el Uno, el principio, no puede ser pensado si no en relación a lo múltiple, del mismo modo que lo múltiple no puede pensarse si no a partir del Uno.
Rota de esta manera la identidad del ser, del Uno parmenídeo, Platón puede afirmar la multiplicidad de las Ideas: las Ideas son muchas y todas dependen de una primera que, sin embargo, no puede ser pensada al modo del ser de Parménides. Queda, sin embargo, otro problema por resolver, el del movimiento. Aun siendo múltiples, las Ideas gozan de una inmutabilidad no menor que la del ser parmenídeo. ¿Cómo explicar entonces la articulación entre las Ideas y, en ámbito físico, el movimiento?
Platón continúa en el Sofista su intento de superar a Parménides; para ello deberá modificar su propia doctrina, introduciendo ahora los géneros supremos de las Ideas. Es precisamente el Extranjero de Elea, protagonista del diálogo, quien después de investigar las opiniones de los antiguos filósofos sobre el ser, se enfrenta con los amigos de las Ideas.
– ¿Decís que el devenir está separado de la esencia, no es así?
– Sí.
– ¿Y que nosotros, gracias al cuerpo, comunicamos con el devenir a través de la sensación, y gracias al alma, a través del razonamiento, con la esencia real. Vosotros decís que ésta es siempre inmutable, mientras que el devenir cambia constantemente?
– Así decimos (Sofista 248 a).
Del examen de la doctrina platónica y los problemas que presenta, surge la necesidad de admitir los géneros supremos de las Ideas: Ser, Reposo y Movimiento. El Ser, para ser aquello que es –lo mismo que el Reposo y el Movimiento– debe ser idéntico a sí mismo y distinto de los demás géneros. Para que sea de este modo, Platón introduce dos nuevas Ideas: lo Idéntico y lo Diverso. Cada una de estas Ideas es diferente de las demás por participar de lo Diverso, e idéntica a sí misma por su participación en lo Idéntico.
De esta manera, mediante la participación en estos cinco géneros supremos, Platón da cabida al movimiento. El Movimiento es, por participar en el Ser, pero a la vez, por su participación en lo Diverso, se distingue del Ser –como de las otras Ideas– y, por tanto, de algún modo no es, es no-ser.
– ¿No es acaso evidente que el movimiento es realmente algo que no es, aunque también sea, pues participa del ser?
– Es evidentísimo.
– Es, entonces, necesario que exista el no-ser en lo que respecta al movimiento, y también en el caso de todos los géneros. Pues, en cada género, la naturaleza de lo diverso, al hacerlo diferente del ser, lo convierte en algo que no es, y, según este aspecto, es correcto decir que todos ellos son algo que no es, pero, al mismo tiempo, en tanto participan del ser, existen y son algo que es (Sofista 256 d-e).
Sin embargo, no todo participa de todo. La participación entre las Ideas es limitada, como las letras del alfabeto que no pueden unirse de cualquier modo. Sólo al filósofo corresponde conocer el modo en que se produce la comunicación entre las Ideas.
Platón vence a Parménides –«nos atrevemos a afirmar que el no-ser existe» (Sofista 258 e)– dialécticamente; la unicidad del ser parmenídeo es superada con la admisión junto al Ser de los otros géneros supremos, que participando del Ser son, a la vez que por distinguirse del Ser no son, son no-ser; y de este modo desaparece también su inmovilismo, porque el Movimiento es. Además, la participación entre las Ideas hace que éstas pierdan la estabilidad e inmovilidad que antes les caracterizaba.
Sin embargo, no es ésta la última configuración de las Ideas. En el Filebo, y bajo el influjo de las doctrinas pitagóricas, Platón habla de lo Ilimitado y del Límite. El Límite delimita lo Ilimitado en virtud de una causa inteligente, y de ello se origina una mezcla, un mixto de límite e ilimitación. De este modo toda la realidad aparece ahora agrupada en cuatro géneros supremos (cfr. Filebo 27 c).
Las doctrinas no-escritas de Platón, tal como nos las ha transmitido Aristóteles, ponen como principios el Uno y la Díada grande-pequeño. Todo ser –en cada uno de los ámbitos en que el ser se presenta: Ideas, Ideas Números y realidad sensible– procederá de los dos principios, constituyéndose en ser a través del Uno y de la multiplicidad ilimitada de la Díada. El mundo sensible, como el inteligible, quedaría explicado en base a la Díada, que podría ser considerada como el principio material, y el Uno, principio de determinación formal. Todo lo que es, es un algo concreto, determinado, distinto de lo demás, idéntico a sí mismo y permanente, en cuanto participa de la Unidad originaria, pero para poder ser algo y uno mediante la participación en la Unidad, salvando a la vez la multiplicidad y evitando así el monismo parmenídeo, necesita también participar en el principio opuesto de la multiplicidad ilimitada.
Si tales doctrinas no fueran el último estadio del desarrollo de la metafísica platónica, sino su núcleo teórico, podría entenderse mejor el contendido de los diálogos de la madurez y de la vejez. Así, el Bien de la República –cuya esencia Platón no revela– no sería sino el Uno de las doctrinas esotéricas, explicándose mejor su función de causa del ser, de la esencia, de la verdad y de la cognoscibilidad de las Ideas. El Parménides, con su admisión de lo múltiple junto al Uno, del no-ser junto al ser, indicaría la necesaria dualidad de los principios. El Sofista non trataría, como el Parménides, de los primeros principios, sino de algunos problemas más concretos que, no obstante, supondrían la admisión de tales principios. Los géneros supremos de las Ideas, en cuanto limitados, hacen pensar que por encima de ellos deben encontrarse los géneros verdaderamente supremos, esto es, el Uno y la Díada que, en consecuencia, estarían más allá del ser. También detrás de lo Ilimitado y el Límite del Filebo sería fácil ver la sombra de los principios supremos.
En consecuencia, la doctrina de los principios –protología– haría la filosofía platónica mucho más sistemática. Más que revisiones críticas de una misma teoría inconclusa y no concluyente, expresión de la parábola evolutiva del pensamiento de Platón, los diálogos presentarían la exposición a niveles diversos, desde perspectivas y con objetivos distintos, la doctrina de los principios, que constituiría la segunda etapa de la segunda navegación, más allá de las Ideas y presente ya desde el período de la madurez. Tal doctrina, explicando la estructura ontológica de todo lo real como unidad en la multiplicidad, como de-limitación, fundaría también la gnoseología y la axiología platónicas. Sólo lo que es determinado es cognoscible; la unidad es fundamento del ser y, por ello, del conocer y de la verdad; y esa misma unidad es causa del orden y de la estabilidad, de la armonía de las cosas, de su bondad y belleza.
En más de una ocasión hemos hecho referencia al dualismo platónico, aunque de momento sólo nos hayamos ocupado de la naturaleza y estructura del mundo inteligible, de las Ideas. Debemos, por tanto, completar el estudio de la filosofía platónica considerando ahora el otro plano de la realidad, el mundo físico.
La consideración parmenídea de lo real era también, en cierto modo, dualista; la verdadera realidad es para él el Ser uno e inmutable, y fijándose en él debe apartar el eléata la mirada de lo sensible, que aun no negándolo, no puede explicar.
Platón, en su interpretación del pensamiento de Parménides, habría identificado el Ser con las Ideas, y el no-ser con la realidad sensible. Si el eléata no deja espacio al no-ser, al mundo físico, Platón sí. Ciertamente la realidad de lo sensible y mudable no puede ser la misma que la de las Ideas; sólo éstas son en sentido propio, mientras el mundo de lo sensible, sin constituir la realidad primera, sin identificarse con el ser, también es. El ser de lo sensible es, pues, para Platón un intermedio entre el ser y el no-ser. No es el ser, pero tiene ser, y lo tiene por su participación en lo inteligible, en las Ideas.
Nos quedaría por descubrir aquello que, según parece, participa de ambos, tanto del ser como del no ser, y a lo que no podemos denominar rectamente ni como uno ni como otro en forma pura; de modo que, si aparece, digamos con justicia que es opinable, y asignemos las zonas extremas a los poderes extremos y las intermedias a lo intermedio (República V 478 e).
Lo sensible, objeto no ya del verdadero conocimiento, sino de la opinión, es en cuanto participa de las Ideas y, a la vez, no es por su participación en la materia. Es, efectivamente, la materia, por su indeterminación e ininteligibilidad, lo que comunica a los objetos sensibles esas mismas características, diferenciándolos radicalmente de las Ideas en ellos presentes. Platón da una explicación completa de su cosmología en el Timeo.
En este diálogo describe la materia como «la madre y receptáculo de lo visible y completamente sensible» (Timeo 51 a), cuya naturaleza es «una cierta especie invisible, amorfa, que admite todo y que participa de la manera más paradójica y difícil de comprender de lo inteligible» (Timeo 51 a-b). La materia tiene, por tanto, una cierta realidad; siendo indeterminada, sin medida ni orden, no se identifica, sin embargo, con el no-ser. No alcanza Platón a precisar bien su entidad, pero sí intuye lo que después Aristóteles establecerá con más claridad, la potencialidad de la materia, su estatuto ontológico.
Pero si la materia nunca aparece en su forma originaria, sino ordenada y como elemento del que todo procede, ello es debido a la intervención del Demiurgo, un Dios artífice que piensa y quiere, un Dios personal que tomando como modelo al mundo de las Ideas, plasma en la materia las formas, ordenando lo que en origen era desordenado y caótico.
[El cosmos] es generado, pues es visible y tangible y tiene un cuerpo y tales cosas son todas sensibles y lo sensible, captado por la opinión unida a la sensación, se mostró generado y engendrado. Decíamos, además, que lo generado debe serlo necesariamente por alguna causa. Descubrir al hacedor y padre de este universo es difícil, pero, una vez descubierto, comunicárselo a todos es imposible. Por otra parte, hay que observar acerca de él lo siguiente: qué modelo contempló su artífice al hacerlo, el que es inmutable y permanente o el generado. Bien, si este mundo es bello y su creador bueno, es evidente que miró el modelo eterno. […] A todos les es absolutamente evidente que contempló el eterno, ya que este universo es el más bello de los seres generados y aquél la mejor de las causas (Timeo 28 b-29 a).
Éste es el esquema de la cosmología platónica: hay un modelo, las Ideas, una copia, el mundo sensible, y un artífice que realiza la copia sirviéndose del modelo y de la materia. Sólo el ser que es siempre, la realidad suprasensible, no está sujeto a la generación y al devenir. Tal ser sólo puede ser conocido con la inteligencia a través del razonamiento. El mundo del devenir, en cambio, captado por la percepción sensible, es objeto de opinión. Además, a diferencia de la realidad suprasensible, el mundo físico, generado y mutable, exige para Platón una causa eficiente que él señala en el Demiurgo. El Demiurgo no es, por tanto, una fuerza mitológica, sino la causa eficiente requerida por el peculiar estatuto ontológico de la realidad sensible.
También la cosmología platónica puede ser reconducida a la doctrina de los principios. Si la protología, como se ha indicado, contuviera el núcleo explicativo de la estructura ontológica de la realidad en todos sus niveles, no podría estar ausente de la cosmología platónica. Y ciertamente no es difícil reconocer profundas semejanzas entre la khôra o materia informe del Timeo, y la Díada grande pequeño de las doctrinas no escritas. La khôra, el principio material, es como la Díada de naturaleza indeterminada, amorfa, principio de la multiplicidad de la realidad sensible. No deben, sin embargo, identificarse la Díada y la khôra; la khôra sería un aspecto de la Díada, precisamente el que reviste en el ámbito de la realidad sensible.
El Demiurgo con su acción introduce orden en el desorden del principio material. Tal operación es, sin embargo, compleja y realizada –así es descrita en el Timeo– a través de dimensiones y operaciones geométricas y matemáticas. De este modo, el Demiurgo genera los cuatro elementos –tierra, agua, aire y fuego–, poniendo de relieve que también el principio del orden podría tener como último fundamento el Uno de las doctrinas no escritas. La medida suprema, el Bien, en el que el Demiurgo concentra su atención, sería pues la Unidad absoluta, de la que dependerían tanto las Ideas como los Números Ideales, a los que Aristóteles se refiere como doctrina platónica, en base a los cuales produciría los elementos. De esa misma unidad suprema dependería también la unidad del cosmos y su forma esférica. Un cosmos al que el Demiurgo dota de alma, creada por él de naturaleza intermedia, como realidad mediadora entre lo inteligible y lo sensible.
El Demiurgo, por tanto, no es el Bien ni el Uno; el Demiurgo actúa el bien y lo plasma, ordena el mundo según formas y números, lleva la medida a lo desordenado teniendo por encima de sí la regla o medida perfectísima, el Bien o el Uno. La bondad del Demiurgo se manifiesta por su obrar en función del Bien-Uno y por querer para su obra la unidad, el orden y la belleza del principio primero: «quería que todas las cosas fueran buenas» (Timeo 29 e); ésta es la razón última para Platón de la existencia del mundo.
El dualismo platónico se hace presente también en su concepción del hombre. Para Platón, como para Sócrates, el hombre es sobre todo su alma. Y el alma pertenece al plano de lo suprasensible, mientras que el cuerpo es de naturaleza sensible.
Esta visión dualista del hombre presentará a Platón problemas semejantes a los señalados al tratar de las Ideas, pero a su vez ilumina el entendimiento de las cuestiones que al hombre se refieren, su conocimiento y su obrar, ético y productivo.
Comenzaremos hablando de la teoría platónica del conocimiento para estudiar después su concepción del alma que, a causa precisamente de las cuestiones éticas, Platón se ve obligado a profundizar, introduciendo distinciones que permitieran, hasta cierto punto, superar el rígido intelectualismo de su maestro.
Como ya ha quedado señalado, Platón considera que sólo el conocimiento de lo permanente y estable, las Ideas, genera ciencia; la realidad sensible puede causar sólo opinión. Ahora bien, ¿cómo puede el hombre entrar en contacto con lo invisible y eterno, con las Ideas? Sólo en virtud de su alma, que antes de su unión con el cuerpo tuvo conocimiento de ellas.
El alma, pues, siendo inmortal y habiendo nacido muchas veces, y visto efectivamente todas las cosas, tanto las de aquí como las del Hades, no hay nada que no haya aprendido (Menón 81 c).
Por lo tanto, el conocimiento sería sólo un recuerdo, anámnêsis, sacar a la luz aquello que desde siempre estaba presente en el interior del alma. Esta doctrina del conocimiento, fundada en la creencia de la trasmigración de las almas, no puede dejar de recordar la doctrina órfico-pitagórica, así como la mayeútica practicada por Sócrates.
Las nociones que poseemos, argumenta Platón en el Fedón, son exactas, precisas, y no pueden, por tanto, proceder del conocimiento sensitivo, pues en el mundo de los fenómenos nunca se dan con tal exactitud. En nuestra inteligencia hay algo más que en la realidad sensible, algo que para Platón sólo puede tener origen en una primera contemplación de las Ideas.
Sin embargo, Platón considera que en nuestro conocimiento, además de distinguir la opinión y la ciencia, es posible introducir ulteriores subdivisiones, cada una de las cuales en correspondencia con los diversos grados de realidad, que irían desde las sombras de los objetos sensibles hasta las Ideas y el principio. De un modo gráfico, sirviéndose de una línea subdividida en diversos sectores, explica Platón en República VI 509 d-510 b los diversos grados de la realidad y los correspondientes tipos de conocimiento que originan: la doxa u opinión, que comprende la imaginación y la creencia, y la epistêmê o ciencia, que incluye la dianoia o conocimiento de los objetos matemáticos y la noêsis o intelección de las Ideas y del principio.
Más allá de la exposición de la gnoseología platónica, puede ser útil detenerse a remarcar sus líneas centrales. Y, en primer lugar, la estrecha dependencia que guarda con su ontología. Siendo la realidad sensible causada y enteramente dependiente de las Ideas, el conocimiento sensible no refleja sino una realidad derivada, relativa. La experiencia sensible no es suficiente para el conocimiento del ser verdadero; éste sólo puede ser aprehendido por el alma, capaz de alcanzar la realidad objetiva, idéntica e inmutable. La verdad, pues, para Platón no es sino el conocimiento de la realidad íntima de las cosas, las Ideas de las que las cosas sensibles dependen ontológicamente. Y sólo una vez conocida la Idea podrá comprenderse la realidad sensible: lo múltiple no puede explicarse y conocerse sino desde la unidad que lo causa.
Platón continúa recorriendo el camino abierto por Parménides, que establecía una estrecha afinidad entre el ser y el pensamiento: el pensamiento es del ser y el ser es adecuado al pensamiento. Sólo separándose de los sentidos y permaneciendo en sí misma, puede el alma elevarse al conocimiento de lo idéntico e inmutable, las Ideas. Es entonces cuando se logra la ciencia, el conocimiento pleno, la inteligibilidad más profunda de la realidad. La perfección del saber, la ciencia, más que del método depende de su objeto. Si el ser no fuera idéntico en sí e inmutable, no sería cognoscible; el ser mudable y perecedero, la realidad sensible, puede sólo generar opinión, conocimiento que no es ciencia, saber verdadero.
La ciencia es para Platón el conocimiento propio del filósofo, que alcanza su meta cuando es capaz de descubrir, después de un largo entrenamiento, el principio anhipotético, «el principio del todo, que es no supuesto [anhupothétos]» (República VI 511 b), la última causa, más allá de toda hipótesis, más allá de las Ideas. El camino que conduce al principio tiene para Platón un nombre: dialéctica. «Por consiguiente, el método dialéctico es el único que marcha, cancelando los supuestos [hupótheseis], hasta el principio mismo, a fin de consolidarse allí» (República VII 533 c). Una vez alcanzado el principio supremo podrá el filósofo, también dialécticamente, descender a considerar las Ideas y la realidad sensible que de ellas depende. El principio primero, el Bien o el Uno, además de principio ontológico, constituirá el fundamento de la ciencia, la raíz última de la verdad, anterior a las Ideas mismas, pues el Bien-Uno es siempre anterior a lo múltiple y las Ideas son muchas. El primer principio, concebido por Platón como identidad, es principio formal de todo conocimiento y de toda verdad, más allá él mismo de toda verdad, como la luz que permite conocer todo.
Para Platón la ciencia, el verdadero conocimiento, es la filosofía, que él identifica con la dialéctica, esto es, el conocimiento de la realidad trascendente, de su estructura y de las relaciones que existen entre las diversas Ideas y, por último, del principio.
Platón debió adquirir una convicción profunda sobre la inmortalidad del alma siguiendo las enseñanzas de Sócrates y su trágica muerte; sin embargo, Sócrates, desconociendo la naturaleza del alma, difícilmente podía dar una respuesta mejor que su propia muerte a su creencia en la inmortalidad.
Sócrates, en lo demás a mí me parece que dices bien, pero lo que dices acerca del alma les produce a la gente mucha desconfianza en que, una vez queda separada del cuerpo, ya no exista en ningún lugar, sino que en aquel mismo día en que el hombre muere se destruya y se disuelva, apenas se separe del cuerpo, y saliendo de él como aire exhalado o humo se vaya disgregando, voladora, y que ya no exista en ninguna parte. Porque, si en efecto, existiera ella en sí misma, concentrada en algún lugar y apartada de esos males que hace un momento tú relatabas, habría una inmensa y bella esperanza, Sócrates, de que sea verdad lo que tú dices. Pero eso, a la vez, requiere de no pequeña persuasión y de fe, lo que el alma existe, muerto el ser humano, y que conserva alguna capacidad y entendimiento (Fedón 69 e-70 b).
Platón intenta demostrar la inmortalidad del alma, presente ya a nivel de creencia en otros filósofos anteriores. Las pruebas que aduce se encuentran en Fedón (70 c-80 b), Fedro (245 c-e) y República (X 608 d-611 a), y casi todas ellas tienen como fundamento la doctrina de las Ideas. No nos detendremos en su examen; baste señalar, en continuidad con cuanto ya dicho sobre la teoría del conocimiento, que para Platón el alma, por su capacidad de conocer las cosas inmutables y eternas, debe tener una naturaleza afín a ellas. Si prescindimos del hecho de que, para Platón, las Ideas son subsistentes y nos fijamos sólo en su universalidad, el argumento adquiere notable consistencia, pues efectivamente debe existir una cierta proporción entre la naturaleza del alma y su capacidad de concebir y conocer entidades universales, de por sí incorruptibles.
Pero Platón no se conforma sólo con demostrar la inmortalidad del alma; se ocupa también de su destino ultraterreno, que describe de diversos modos, pero haciendo intervenir siempre un juicio, un premio y un castigo en conformidad con la vida transcurrida en esta tierra (cfr. Gorgias 523 a-527 e; Fedón 113 d-115 a; República X 614 a-621 d). De este modo concluye el Fedón su discurso sobre la suerte de las almas una vez separadas del cuerpo:
Desde luego que el afirmar que esto es tal cual yo lo he expuesto punto por punto, no es propio de un hombre sensato. Pero que existen esas cosas o algunas otras semejantes en lo que toca a nuestra alma y sus moradas, una vez que está claro que el alma es algo inmortal, eso me parece que es conveniente y que vale la pena correr el riesgo de creerlo así –pues es hermoso el riesgo–, y hay que entonar semejantes encantamientos para uno mismo, razón por la que yo hace un rato ya que propongo este relato mítico (Fedón 114 d)
Si en sus primeros diálogos Platón parece aceptar la ética de Sócrates y la psicología en la que se apoya, en los diálogos de la madurez comprende la necesidad de introducir elementos no racionales que permitan explicar mejor la conducta humana. Platón comparte la opinión de Sócrates de que todo hombre desea y busca la felicidad; a diferencia de su maestro, sin embargo, Platón admite que no todo deseo se dirige necesariamente hacia el verdadero bien. El hombre en su conducta no manifiesta seguir siempre la guía del conocimiento o de la recta opinión; somos testigos de la fuerza de otras instancias y de la frecuente contraposición entre la razón y los deseos. Tampoco resulta evidente que baste el conocimiento para actuar bien ni que sea sólo el error la causa de la mala conducta. Platón parece, pues, obligado a acoger, como señala la experiencia y contra la opinión de Sócrates, la akrasía, la incontinencia, la debilidad de la razón frente a los impulsos del deseo. Por estos motivos, Platón vio la necesidad de introducir en su concepción del alma humana algunas distinciones.
En el cuarto libro de la República Platón presenta, en efecto, una visión compuesta del alma humana; además de una parte racional, el alma humana poseería también una parte irracional y concupiscible (alogiston – eputhimêtikon) y otra irascible (to thumoidés), tendente por naturaleza a colaborar con la razón (cfr. República IV 439 d-441 a). La imagen de la que Platón se sirve en el Fedro es la del auriga, la razón, que guía una biga arrastrada por dos caballos, uno rebelde, que se resiste a obedecer al auriga persiguiendo, en cambio, la brama de las pasiones concupiscibles, y el otro dócil a las órdenes de la razón (Fedro 253 c-e). Resulta claro que el deseo del bien, radicado en el conocimiento o la recta opinión, puede entrar en conflicto con los apetitos.
De esta manera Platón comienza a introducir en el razonamiento una distinción que Sócrates no tuvo en cuenta; Platón entiende que no existe sólo el conocimiento teórico, el saber en sus diversos niveles, sino también el peculiar razonamiento que guía el actuar del hombre, que para ser recto debe lograr armonizar las diversas partes del alma humana, la razón con los impulsos.
La tarea de la parte racional del alma es precisamente la de guiar al hombre en su conducta; para ello debe formar deseos que se apoyen en el conocimiento de lo que es verdaderamente bueno para él. La peculiaridad de la parte racional del alma es precisamente ésta, su capacidad de elevarse sobre lo inmediato y alcanzar una visión de conjunto de la vida humana y de la felicidad; las otras dos partes del alma, al contrario, gozan sólo de una visión parcial y circunscrita del bien. Si la parte racional puede elaborar deseos en base a una correcta visión de lo que es bueno y malo para el alma en su conjunto, las otras dos partes sin la guía y el dominio de la razón quedarían sometidas al fin inmediato de su propia tendencia, el placer o el ímpetu.
Platón no elabora una doctrina precisa sobre el alma y sus partes o facultades; es más, su modo de referirse a ellas e incluso la localización de cada una en una diversa parte del cuerpo, resultarán problemáticas para la comprensión de la unidad del hombre.
Además de las tendencias concupiscible e irascible, Platón introduce en el Banquete el erôs, el amor, un elemento que podría llamarse volitivo y que concibe como un impulso hacia la belleza, la sabiduría y el bien, hacia la felicidad y lo absoluto. Platón presenta su doctrina sobre erôs de modo poético e intuitivo, sirviéndose de Diotima, «una mujer de Mantinea […] que era sabia en éstas y otras muchas cosas» (Banquete 201 d). Diotima narra en su discurso el nacimiento y los rasgos principales de erôs, un daimôn indigente siempre y siempre a la búsqueda de remediar su penuria. Su naturaleza es intermedia entre lo divino y lo humano, inmortal y mortal, rico y pobre, sabio e ignorante… Con la figura de erôs, Platón propone la presencia en el hombre de un impulso, un anhelo creador, el amor, el deseo de poseer siempre el bien y de alcanzar la inmortalidad (cfr. Banquete 206 a-207 a), que no reside necesariamente en la parte racional, sino que está presente en toda el alma. En el Fedro Platón señala diversos tipos de erôs, tanto irracionales como racionales. Sin embargo, en su dimensión auténtica erôs persigue el fin último del deseo racional, la felicidad.
En el Banquete Platón manifiesta el encenderse del amor a causa de la belleza, y su ascensión progresiva desde la belleza sensible hasta la contemplación de la verdadera belleza. Así concluye Diotima su discurso sobre erôs:
Pues ésta es justamente la manera correcta de acercarse a las cosas del amor o de ser conducido por otro: empezando por las cosas bellas de aquí y sirviéndose de ellas como de peldaños ir ascendiendo continuamente, en base a aquella belleza, de uno solo a dos y de dos a todos los cuerpos bellos y de los cuerpos bellos a las bellas normas de conducta, y de las normas de conducta a los bellos conocimientos, y partiendo de éstos terminar en aquel conocimiento que es conocimiento no de otra cosa sino de aquella belleza absoluta, para que conozca al fin lo que es la belleza en sí. En este período de la vida –dijo la extranjera de Mantinea–, más que en ningún otro, le merece la pena al hombre vivir: cuando contempla la belleza en sí (Banquete 211 b-d).
Entender el erôs platónico supone haber comprendido la naturaleza del alma, pues es precisamente el recuerdo de su origen y la nostalgia de su destino la raíz del amor platónico. La conmoción erótica, que prende en el alma al encontrar la belleza sensible, no debe ser confundida con la satisfacción del deseo concupiscible; el encuentro con la belleza más que satisfacción procura esperanza e incrementa la capacidad creativa del alma; más que posesión de un bien finito, erôs –siempre insatisfecho– es apertura e impulso del alma hacia una plenitud que no cabe lograr en esta vida. En esta vida es posible sólo el recuerdo y la nostalgia.
Platón, como hemos tenido ocasión de comprobar, es un consumado artista, un gran poeta y escritor; y, sin embargo, su juicio sobre la poesía, y más en general sobre el arte, es particularmente severo. Es probable que en su juicio sobre el arte haya pesado la experiencia de la habilidad de los sofistas y retóricos; los retóricos, como los poetas, eran conscientes del poder de su arte: hacer creíble lo increíble, persuadir y fascinar. Platón entendía que el arte podía ser producido tanto por la habilidad –que a su modo de ver no merecía ser considerada ni siquiera una técnica– como por el saber; es decir, el arte puede tener la capacidad de persuadir, fascinar y también de entusiasmar. El arte tiene el poder de conducir hacia la verdad, el bien y la belleza o, por el contrario, puede desconcertar y engañar, exaltando las pasiones, el placer y el dolor, en lugar de nutrir a la razón. Platón rechazó el arte producido exclusivamente por la habilidad; apreció la belleza pero no el arte, o al menos no todo el arte gozó de su estima.
La belleza es para Platón un valor trascendente que es captado sólo por el filósofo, no por el artista, o que el artista puede aferrar en la medida en que es raptado por el poder de los dioses, entusiasta, es decir, en la medida en que también él es filósofo y conoce el fundamento de lo que dice. Platón rechaza la habilidad artística porque presenta una belleza que no es verdadera. Platón medía la belleza por su relación con la verdad, y la belleza producida por la habilidad de los poetas no era una belleza verdadera.
Se podría, pues, afirmar que Platón distingue el arte mimético, que juzga con severidad tanto en los primeros diálogos como en República y en las Leyes, del arte inspirado, que le merece un juicio más positivo, en el Banquete y en el Fedro.
La dimensión del arte como habilidad es considerada por Platón mímêsis, imitación, pero tal imitación contiene una visión de la realidad demasiado pobre y limitada, notablemente distante de su profunda riqueza. Si lo verdadero, lo real, es la Idea, el arte, en cuanto imitación de la realidad sensible, no puede ofrecer otra cosa que la reproducción de algo que de suyo es ya un derivado, una copia; el arte deviene entonces copia de copia. Así concebido, el arte mimético más que manifestar la verdad, llega por el contrario a encubrirla, a esconderla. No sirve para mejorar y educar a los hombres, sino que entraña más bien, con su fuerza fascinante, el riesgo de alejarlos de la verdad, de encadenarlos a la oscuridad de la caverna. El artista mimético imita lo que no sabe; su habilidad no constituye propiamente un hacer técnico, pues copia sin saber y, por ello, su imitación debe considerarse una actividad que resulta tan poco seria como el juego (cfr. República X 600 b; 602 a-b).
En consecuencia, es necesario expulsar a los artistas de la ciudad. La educación de los jóvenes no puede ser confiada a estos poetas; un estado no se puede fundar sobre las bases de la habilidad poética, sobre un saber tan poco serio. La verdadera autoridad para Platón es la de los filósofos, no la de los poetas; la verdadera autoridad fue encarnada por Sócrates, porque permitió que la verdad fuera la medida de su vida incondicionalmente, convirtiéndose, por ello, a los ojos de Platón en una verdadera obra de arte, en una verdadera tragedia. El ideal estético de Platón es, a la vez, ideal filosófico, medido por el ser, por el universal que se hace presente más que en la imitación de los poetas, en la vida y la muerte de Sócrates. El verdadero arte, la verdadera tragedia es la vida filosófica, encarnada por Sócrates y narrada por Platón en sus diálogos. El arte verdadero –y no faltan referencias en sus escritos– sería el que él mismo presentó en sus diálogos, dirigidos a la inteligencia y no al placer (cfr. República III 398 b; Leyes XII 957 d). Según Platón, pues, la verdadera poesía debe hablar a la razón, ni al corazón ni a los sentimientos.
Todo esto lleva a pensar en la pretensión platónica, más o menos velada, de suplantar la tragedia como fuente de educación moral con sus propias obras –«vosotros sois autores y también lo somos nosotros, de la misma clase de poesía» (Leyes VII, 817 b)–, haciendo creíble su teoría estética por medio de su arte, cuyos discursos aparecen, como él mismo declara, «al calor de una cierta inspiración divina», pues, mirando hacia ellos tenía «la impresión de que se parecían a un poema» (Leyes VII 811 c).
Platón rechaza el arte en cuanto habilidad, y considera verdadero sólo el arte que procede de la inspiración divina; los verdaderos poetas son inspirados, invadidos por una potencia divina, theia mania, entusiastas, poseídos por los dioses. Sin embargo, la inspiración poética es situada en Fedro (245 a) en tercer lugar, por debajo de la inspiración filosófica.
También los filósofos están inspirados y su entusiasmo es mayor que el poético, porque conduce al saber, verdadera nostalgia de verdad y de belleza. Son pocos quienes poseen la verdadera inspiración, «y éstos, en mi opinión –dice Sócrates en el Fedón– no son otros que los que se han dedicado a la filosofía en el recto sentido de la palabra» (Fedón 69 d). Para Platón son los filósofos, a fin de cuentas, los verdaderos artistas, porque son capaces de captar –como narra el mito del Fedro– «la realidad que verdaderamente es sin color, sin forma, impalpable, que sólo puede ser contemplada por la inteligencia» (Fedro 247 c).
Las dificultades que Platón encuentra cuando quiere explicar la relación entre las dos clases de realidad, sensible e inteligible, se agudizan en el caso del hombre y su doble componente inmaterial y sensible, debido en buena parte a los elementos órficos pitagóricos que hace intervenir. Alma y cuerpo constituyen para Platón dos elementos no sólo distintos, sino opuestos e irreconciliables.
El cuerpo sería la cárcel del alma, su tumba –como afirma en Gorgias 492 e-493 a–, y mientras el hombre permanezca ligado al cuerpo, se encontrará como muerto, pues la esencia del hombre es su alma. La raíz de todo mal –pasiones, luchas, ignorancia…– es el cuerpo. La ética platónica, al menos en sus primeros diálogos, está condicionada por estos presupuestos y mirará a liberar al alma del cuerpo, a buscar la purificación de lo sensible, a vivir con la mirada puesta en la muerte, que permite iniciar la verdadera vida (cfr. Fedón 66 c-e).
El Fedón es el diálogo en el que Platón manifiesta de modo más radical su antihedonismo, rechazando todo placer sensible por considerarlo la antítesis del bien.
Platón, como hemos señalado, parte de la ética de Sócrates y como él se opone al positivismo de Isócrates; el hombre persigue la felicidad y la felicidad requiere la virtud, que Sócrates, como Platón en sus diálogos de juventud, identifican con el conocimiento. Con el pasar del tiempo, sin embargo, Platón introduce importantes cambios matizando el fuerte intelectualismo socrático. Como hemos visto, Platón deja espacio en el alma humana, junto a la razón, a las instancias desiderativas y afectivas.
Tampoco acepta Platón la tesis socrática de la unidad de la virtud. En República IV distingue las cuatro virtudes después llamadas cardinales: fortaleza, templanza, sabiduría y justicia (427 e-428 a). Sólo la sabiduría es una virtud de la parte racional del alma; la otras tres requieren, además del conocimiento, la buena disposición de las otras partes del alma, concupiscible e irascible. Es más, la virtud más completa es para Platón la justicia, porque logra la armonía del alma en cada una de sus partes (cfr. República IV 443 c-444 a). En su búsqueda de la felicidad el hombre no sólo se guía por la inmediata promesa de felicidad del bien presente, sino que gracias a su capacidad racional puede y debe concebir el bien de la vida en su conjunto para perseguirlo después con sus acciones.
Ser justo, y más en general ser virtuoso, requiere por tanto no sólo la educación de la parte racional, sino también de las partes concupiscible e irascible; no basta pues para ser feliz el conocimiento, sino también la conformidad e incluso la cooperación de las otras partes del alma con la razón.
Por consiguiente, cuando el alma íntegra sigue a la parte filosófica sin disensiones internas, sucede que cada una de las partes hace en todo sentido lo que le corresponde y que es justo, y también que cada una recoge como frutos los placeres que le son propios, que son los mejores y, en cuanto es posible, los más verdaderos (República IX 586 e).
Platón identifica en diversas ocasiones la persona justa con el filósofo; sería el filósofo la persona más adecuada para gobernar la ciudad, manifestando de este modo que la virtud no confiere simplemente una felicidad egoísta, sino que implica también una preocupación positiva por el bien ajeno. Como veremos, el fin de la política es la felicidad, la virtud, de los ciudadanos.
Todo esto significa que el antihedonismo de los primeros diálogos es posteriormente corregido. Platón se ocupa expresamente del placer en el Filebo, donde entre otras cosas distingue los placeres buenos y malos. Es claro que el placer no constituye nunca para Platón el máximo bien, pero tampoco puede reducirse la felicidad sólo a conocimiento: la felicidad no puede prescindir del placer. Es más, la felicidad, la vida virtuosa, será para Platón la vida más placentera, porque guiada por la razón sabe integrar los placeres puros y buenos.
En Leyes III Platón confiere a la virtud soberana –la prudencia, phrónêsis, inteligencia o facultad racional– la capacidad de regular los placeres y las penas, mediante lo que en el libro I del mismo diálogo llamaba, con una imagen, «el hilo de oro sagrado» (Leyes I 645 a).
No puede, sin embargo, olvidarse que el ideal ético de Platón es, a la vez, un ideal religioso. Platón sitúa la divinidad en la esfera de lo trascendente; las Ideas, como también el Demiurgo y el alma, tienen carácter divino y la vida más feliz es para él la vida más propiamente divina.
Ahora bien, según nosotros, la divinidad ha de ser la medida de todas las cosas y en el mayor grado posible; mucho más que el hombre, como suele decirse por ahí. Así, pues, para llegar a ser amados por este dios es necesario que uno se haga a sí mismo, en la medida de sus propias fuerzas, semejante a él […] Como consecuencia de este razonamiento hemos, pues, de llegar a esta norma, la más bella y la más verdadera, a mi modo de ver, de todas las normas: para el hombre de bien el sacrificar a los dioses, el estar en continua relación con ellos por medio de sus oraciones, de sus ofrendas y de todas las cosas que forman parte del culto divino, es lo más hermoso, lo mejor, el camino más seguro para la felicidad y, al mismo tiempo, es lo que más especialmente le corresponde (Leyes IV 716 c-e).
Sócrates no quiso dedicarse a la política activa; en cambio, Platón se sintió siempre atraído hacia ella, aunque los acontecimientos políticos de su tiempo y la muerte de su maestro le hicieron desistir de ello. No obstante, el interés por la política permanecerá durante toda su vida, ligado eso sí a su pensamiento filosófico.
Para él los auténticos políticos sólo pueden ser los filósofos, que por tener el verdadero conocimiento pueden llevarlo a la práctica. Platón expone sus ideas políticas en República, Político y en las Leyes.
En República diseña lo que debería ser el verdadero estado para poder formar al hombre perfecto. En la descripción de tal estado señala las distintas clases de ciudadanos –trabajadores, guardianes y políticos– que se corresponden a las tres partes del alma. Del mismo modo que el hombre justo es quien consigue armonizar las partes distintas del alma, bajo la guía de la razón, la ciudad justa será aquella en la que las tres clases de ciudadanos conviven armonizadas, realizando cada ciudadano la tarea que le corresponde.
Los guardianes deberán tenerlo todo en común, renunciando a la familia y a toda forma de posesión privada. Este punto ha llamado siempre la atención de los intérpretes y ha sido entendido de muy distintas maneras. Obviamente es criticable y fue desde el inicio muy criticado. El error de fondo de Platón en estas páginas no es otro que el de someter al individuo al interés del grupo, de la raza, de la sociedad.
En los diálogos posteriores Platón atenúa la visión de República que también a sus ojos se presentaba como un ideal utópico. En las Leyes el poder de la ciudad estaría no en manos del filósofo, sino del Consejo nocturno que debería legislar en vista de la felicidad de los ciudadanos: «El criterio que inspiraba nuestras leyes era el siguiente: que todos los ciudadanos pudieran gozar de la máxima felicidad y de la máxima concordia recíproca» (Leyes V 743 c).
Tanto en las Leyes como en el Político, Platón continúa pensando que el verdadero político puede ser sólo el filósofo, aquél que gobierna según la virtud y la ciencia. Pero como no es fácil contar siempre con tales hombres extraordinarios, la supremacía reposará en las leyes. La ciencia del legislador deberá en consecuencia tener como ideal la ciencia política del filósofo. En base a ella estudia Platón los distintos tipos de constituciones e instituciones políticas, así como la legislación más oportuna para la educación de los ciudadanos y la regulación de las principales cuestiones que afectan a la vida de la polis.
La conocida narración de la República, la alegoría de la caverna, puede servir para retener la visión de conjunto del pensamiento platónico.
Represéntate hombres en una morada subterránea en forma de caverna, que tiene la entrada abierta, en toda su extensión, a la luz. En ella están desde niños con las piernas y el cuello encadenados, de modo que deben permanecer allí y mirar sólo delante de ellos, porque las cadenas les impiden girar en derredor la cabeza. Más arriba y más lejos se halla la luz de un fuego que brilla detrás de ellos; y entre el fuego y los prisioneros hay un camino más alto, junto al cual imagínate un tabique construido de lado a lado, como el biombo que los titiriteros levantan delante del público para mostrar, por encima del biombo, los muñecos.
– Me lo imagino.
– Imagínate ahora que, del otro lado del tabique, pasan sombras que llevan toda clase de utensilios y figurillas de hombres y otros animales, hechos en piedra y madera y de diversas clases; y entre los que pasan unos hablan y otros callan.
– Extraña comparación haces, y extraños son esos prisioneros.
– Pero son como nosotros. Pues en primer lugar, ¿crees que han visto de sí mismos, o unos de los otros, otra cosa que las sombras proyectadas por el fuego en la parte de la caverna que tienen frente a sí? (República VII 514 a-515 b).
De esta manera alegórica describe Platón los diversos grados de la realidad, desde las sombras de las imágenes, reflejadas en la pared de la caverna, hasta el sol que brilla fuera de ella. En correspondencia con ello, representa también los diversos grados de conocimiento, desde la vida de los prisioneros, basada en las apariencias, hasta la visión del sol, cuyo acceso presupone el conocimiento de los demás objetos: es la dialéctica. A la visión del sol, la ciencia, no puede llegarse sino después de haberse liberado de las cadenas que aprisionan, indicando así su concepción ética, que implica la liberación del dominio del cuerpo y de sus pasiones. Por último, quien ha contemplado el sol, no puede sino volver a la caverna con el intento de liberar a los demás prisioneros, mostrándoles la verdad y su error. Ésta es la función del filósofo gobernante, aunque tal tarea pueda suponerle un grave riesgo e incluso la muerte, como a Sócrates o como en la narración alegórica, en la que los prisioneros intentan matar a quien busca liberarles de su cómoda pero falsa existencia.
– Piensa ahora esto: si descendiera nuevamente y ocupara su propio asiento, ¿no tendría ofuscados los ojos por las tinieblas, al llegar repentinamente del sol?
– Sin duda.
– Y si tuviera que discriminar de nuevo aquellas sombras, en ardua competencia con aquellos que han conservado en todo momento las cadenas, y viera confusamente hasta que sus ojos se reacomodaran a ese estado y se acostumbraran en un tiempo nada breve, ¿no se expondría al ridículo y a que se dijera de él que, por haber subido hasta lo alto, se había estropeado los ojos, y que no siquiera valdría la pena intentar marchar hacia arriba? Y si intentase desatarlos y conducirlos hacia la luz, ¿no lo matarían, si pudieran tenerlo en sus manos y matarlo? (República VII 516 e-517 a).
Las líneas sucesivas se limitarán a señalar, brevemente, las principales novedades de su filosofía, así como los problemas que de ellas se desprenden.
La grandeza de la filosofía platónica radica sobre todo en su profunda convicción de la existencia de una realidad trascendente, suprasensible, como causa y explicación del mundo sensible. Tal convencida afirmación, defendida con fuerza desde enfoques distintos en sus diálogos, supuso una revolución para la historia del pensamiento y marcó la posterior comprensión filosófica de la realidad: el mundo sensible, también el hombre y su alma, es entendido desde una nueva perspectiva, porque causado, derivado de la realidad trascendente; el problema del conocimiento adquirió una dimensión más precisa y también la felicidad humana, la ética y la política se vieron notablemente enriquecidas; Dios y lo divino son pensados, por primera vez, como realidades inmateriales.
Si éste fue el gran descubrimiento de Platón, muchos son también los problemas que de él se originan y que Platón afronta sin conseguir resolver de modo completamente satisfactorio. Tales problemas tienen como núcleo común la relación entre sensible e inteligible, entre el mundo físico y las Ideas, y se manifiestan en los diversos ámbitos de su filosofía: cosmología, antropología, gnoseología, ética y política.
Hemos hecho alusión a la interpretación que desde las doctrinas no escritas, tal como las presenta sobre todo Aristóteles, se da del pensamiento platónico. Considerar los principios, la protología, el Uno y la Díada, el núcleo de su pensamiento maduro desde el cual leer los diálogos, ayuda sin duda a dotar de mayor unidad y coherencia a su filosofía. Se ha dicho también que buena parte de los intérpretes consideran forzada esta lectura de Platón. Sin pronunciarnos sobre la veracidad de la reconstrucción del pensamiento platónico desde las doctrinas no escritas, sí aparece con claridad no sólo en tales doctrinas sino en buena parte de sus diálogos, la tendencia platónica a la unidad del saber, la aspiración –como última etapa del recorrido dialéctico– a un saber del principio, del anhipotético, en el que se resuelve cualquier otro saber. La tendencia, en definitiva, a recapitular en la filosofía cualquier otro conocimiento. El político, el artista, el justo… se identifica siempre con el filósofo, con el dialéctico que ha logrado elevarse y conocer el principio del que todo depende.
Junto a esta tendencia señalábamos al inicio la otra dimensión del espíritu y de los escritos platónicos, la dimensión erótica, es decir el anhelo de verdad y de infinito que resulta siempre insatisfecho. Detrás de ella y como su representante paradigmático se entreve la personalidad filosófica de Sócrates.
La filosofía de Platón parece oscilar entre estos dos polos, o más bien mantener un ambiguo equilibrio entre ellos; subrayar sólo uno de estos aspectos no haría justicia a su compleja figura.
Por otra parte, la resolución de su entera filosofía en la dialéctica presenta serios problemas de orden teórico que Platón no podía ignorar. Una vez que Platón concibe el ser como identidad –las Ideas–, resulta ciertamente problemático alcanzar un primer principio que trascienda toda la realidad, también el ser, las Ideas, por él causada. En efecto, si el ser en sí, las Ideas, son pensadas como identidad, como consistencia, el primer principio y la causa de todo, el Bien o el Uno, deberá, en consecuencia, ser la identidad máxima. La verdad y el pensamiento exigen para Platón la perseidad, la identidad del ser, y el primer principio deberá dar razón de su identidad y multiplicidad, excluyendo, sin embargo, de sí mismo toda alteridad. Ahora bien, tal identidad primera no podrá trascender la multiplicidad de las Ideas a no ser que venga situada –como Platón afirma en República VI 509 b– más allá del ser y de la esencia, a no ser que su identidad sea no determinada, no limitada, y sea pensada, por lo tanto, como no-Idea, arriesgándose así a convertirse en una realidad inefable, pero sin contenido, sin espesor ontológico o, al contrario –y ésta parece ser la vía seguida por Platón–, concebir el principio, el Bien o el Uno, como totalidad que incluye en sí todo lo demás, las diferencias, la multiplicidad o, al menos, en relación necesaria con el principio de la multiplicidad: lo Diverso del Sofista, lo Ilimitado del Filebo o la Díada de las doctrinas no escritas. Pero de este modo la trascendencia del principio queda comprometida, pues no escapa al condicionamiento de lo múltiple y no puede decirse verdaderamente incondicionada, anhipotética, y, por tanto, trascendente.
La dificultad de entender la naturaleza y el conocimiento del principio primero, y la exigencia de su condición trascendente, explican también, sin necesidad del recurso a una doctrina esotérica, el silencio de Platón al respecto y la presencia, junto al empeño dialéctico, de la tensión erótica, del anhelo siempre insatisfecho de un conocimiento del principio primero que en esta vida no es posible lograr. Precisamente porque el primer principio trasciende el ser, trasciende también el pensamiento; el hombre puede desear y buscar conocerlo, pero debe también aprender a reconocer sus propios límites y no olvidar la gran lección socrática, la sabiduría de quien es consciente de la propia ignorancia.
El problema de la naturaleza del primer principio y su relación con la realidad por él causada, continuará vivo en la filosofía sucesiva. Y aun cuando Aristóteles critique a su maestro por su manera de pensar el ser, la posterior tradición filosófica preferirá durante siglos la vía abierta por Platón que no las correcciones introducidas por Aristóteles. El pensamiento de Platón, en efecto, revivirá siglos más tarde, en los albores de nuestra era y en la tarda antigüedad, con los autores medioplatónicos y neoplatónicos, y será también el pensamiento más influyente en los primeros autores cristianos. En la filosofía y teología cristianas dominará, sin duda, la tradición platónica al menos hasta la recepción, en el siglo XIII, del aristotelismo. En los siglos posteriores la filosofía platónica volverá a adquirir nueva actualidad sobre todo en el renacimiento italiano y en la moderna metafísica alemana.
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Aunque incompleta, la edición española más útil de las obras de Platón es la emprendida por el Instituto de Estudios Políticos (actualmente Centro de Estudios Constitucionales). Dicha editorial ha publicado los siguientes títulos: Cartas (bilingüe, 1954), Critón (1957), Fedro (bilingüe, 1957), Gorgias (1951), Leyes (bilingüe, 1955), Menón (bilingüe, 1955), Político (bilingüe, 1955), República (bilingüe, 1969), Sofista (1969).
Señalamos, por último, la traducción de todos los diálogos de Platón, realizada por diversos autores para la Editorial Gredos: Diálogos, 9 vols., Madrid 1981 ss.; los textos de Platón citados en estas páginas proceden de esta edición.
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Yarza de la Sierra, Ignacio, Platón, en Fernández Labastida, Francisco – Mercado, Juan Andrés (editores), Philosophica: Enciclopedia filosófica on line, URL: http://www.philosophica.info/archivo/2008/voces/platon/Platon.html
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© 2008 Ignacio Yarza de la Sierra y Philosophica: Enciclopedia filosófica on line
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