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VERSIÓN DE ARCHIVO 2024
María Zambrano
Autor: Manuela Moretti
María Zambrano (Vélez-Málaga 1904- Madrid 1991) es una de las filósofas más originales del siglo XX. Discípula de Ortega y Gasset y Xavier Zubiri, ha desarrollado un pensamiento auténticamente fecundo, capaz de unir razón y sentir. La larga experiencia del exilio, vivido por más de cuarenta años, se refleja en el carácter liminar y fronterizo de su obra, que dificulta cualquier tentativo de calificación previa. El ligado de esta pensadora se puede hallar justamente en el desafío teórico que su escritura deja al lector, gracias a su capacidad de abrir a una infinidad de posibilidades, siempre generadoras de sentido. A través de un método que sustituye a los límites de los conceptos el utilizo de imágenes y metáforas experienciales, la filósofa nos muestra la posibilidad de un pensamiento que, uniendo filosofía, poesía y religión, es capaz de llevar a palabra la vida misma.
Índice
1.2. Formación y años juveniles
1.3. El matrimonio y la estancia en Chile
2.7. Fenomenología de lo divino
3.2. En fidelidad a su propio ser
4.1. Obras Completas de María Zambrano
4.3. Bibliografía secundaria citada
4.3. Obras relevantes sobre María Zambrano y otras publicaciones aquí citadas
María Zambrano nace en Vélez-Málaga, ciudad de Andalucía en la provincia de Málaga, el 22 abril 1904. Es hija de doña Araceli Alarcón Delgado (1878-1945), y don Blas José Zambrano García de Carabantes (1874-1939), ambos maestros de escuela primaria. Al momento de su nacimiento sus padres trabajan en la Escuela Graduada de Vélez.
De naturaleza física muy débil, María Zambrano se encuentra en la lucha entre la vida y la muerte ya desde los primeros instantes de su existencia. Si bien nació el 22 abril de 1904, la fecha de su nacimiento fue erróneamente registrada como 25 de abril ya que su padre, a la luz de la precaria situación de salud de la niña recién nacida, estuvo más atento a que su hija viviera que a inscribirla en el juzgado [Colinas 2019: 364-365 y Ortega Muñoz 2006: 15-16]. De su primera infancia, María recuerda la oblicua luz de la tarde de lo que debió de ser el patio de su casa natal de Vélez-Málaga cuando, en brazo de su padre, él mismo le ofrece un limón que enseguida se le escapa rodando. Este recuerdo, corroborado por una foto que retrae don Blas Zambrano con la niña en brazo, se transformará en el símbolo de esa absoluta obediencia hacia el Padre a la que quedará fiel durante toda su vida.
En el abril de 1906 doña Araceli Alarcón obtiene una plaza como maestra en una escuela elemental de niñas en Madrid, y María pasa momentáneamente al cuidado de los familiares de la madre. Es en este periodo de su infancia, en un pequeño pueblo de Jaén donde vivía con el abuelo materno Francisco Alarcón, teólogo y comerciante de uvas, que la pequeña sufre un colapso, una cierta catalepsia de varias horas donde la dieron por muerta. María Zambrano recordará durante toda su vida este episodio de su vida, ocurrido precisamente el 16 de julio de 1906, el día de nuestra Señora del Carmen, cuyo escapulario le dieron a besar al “despertar” alzándolo de su pecho sobre su traje de amortajada, como relatará ella misma, muchos años más tarde, a su amigo teólogo Agustín Andreu, en una carta fechada 16 de julio 1975 [Zambrano 2002: 245]. Ese estado de puro abandono, experimentado por primera vez en su primera infancia, marcará significativamente toda su vida, y será de primaria importancia para el sucesivo desarrollo de su pensamiento.
En 1909 el padre de María Zambrano es nombrado regente en el Colegio de San Esteban de Segovia. Después de ese encargo, la familia se traslada a esa ciudad, donde la niña crece y donde cursará, más tarde, su bachillerato.
Existe otro episodio significativo de la infancia de María Zambrano niña, que ella misma recordará en su vejez, en uno de sus últimos escritos, que merece ser recordado en su biografía: la visita al Santuario de la Fuencisla en Segovia, donde yacen los restos de san Juan de la Cruz. Fue Gregoria, la criada que cuidaba de ella, a llevarla a ese lugar. Ella le leía los versos del santo español, y es justamente en ese momento que nace su primer acercamiento a la mística y a la poesía, que tanto influirá en su pensamiento posterior.
El 21 abril de 1911 nacerá su única hermana, Araceli. Con ella, María quedará profundamente unida a lo largo de toda su existencia. En 1913 María es entre las pocas mujeres que ingresan al “Instituto Nacional de Segovia”. En 1914, a la vigilia de la primera Guerra Mundial, con solamente 10 años, publica su primer artículo que tiene como tema Europa y la Paz. El escrito, fruto de las lecturas en la biblioteca paterna, contiene el germen de su futura concepción espiritual y trágica de Europa.
En los primeros años de la adolescencia María amplía su universo literario gracias a su primo Miguel Pizarro, que la joven conocerá en Segovia en 1917, a la edad de 13 años. A través de esta amistad, que se transformará en una relación intelectual y sentimental en los años siguientes, Zambrano conocerá a Nietzsche, Goethe, Schiller y Schopenhauer, además del místico español Miguel de Molinos, la poesía del “Siglo de Oro” y el sufismo medieval. Miguel Pizarro también le regala el libro de Mehemmed-ali-Aïnî La quintessence de la philosophie de Ibn-i-Arabî, con una Introducción de Louis Massignon, teólogo católico y profundo conocedor de la mística islámica, que tanta influencia tuvo en el pensamiento de la filósofa. Miguel Pizarro se marchará a Japón en 1921, en el año en que probablemente María Zambrano conoce a Gregorio del Campo, el novio con el cual la joven tuvo un hijo.
Gregorio del Campo, alférez de artillería originario de Ambel, destinado a la guerra del Rif en esos años, será fusilado en 1936 durante la guerra civil española. El hijo que el joven tuvo con María Zambrano morirá pocas horas después de haber nacido, como testimonia una carta con membrete de luto dirigida al niño muerto [Zambrano 2012: 104]. Conocer este acontecimiento, al que la pensadora hará referencia en un escrito bajo el titulo Los sueños. Enterrar el pasado donde nombra su “frustrada maternidad” [Zambrano 1957: VI, 421], nos permite una lectura de la obra de la filósofa más profunda y completa, con referencias implícitas a esta prematura pérdida, que marcó profundamente su pensamiento.
En 1921 la joven empieza sus estudios de Filosofía como alumna libre en la Universidad Central de Madrid, donde se traslada con frecuencia desde Segovia acompañada por su madre, debido a sus precarias condiciones de salud. En estos años conoce a León Felipe, Miguel de Unamuno, Gregorio Marañón y Posadillo y Federico García Lorca. En 1924 completa sus estudios de Filosofía asistiendo a las clases de di García Morente y Julián Besteiro Fernández; conoce a José Ortega y Gasset, que posteriormente reconocerá como su maestro, y asiste a las clases de di Xavier Zubiri. En estos años empiezan las lecturas directas de la Ética de Baruch Spinoza, de la Crítica de la razón pura de Immanuel Kant y de numerosos ensayos de Henri-Louis Bergson. En 1927 empieza los estudios de doctorado y entra en contacto directo con Ortega. A este periodo remonta la primera, profunda crisis de su vocación filosófica.
En efecto, asistiendo a las clases, tan diferentes, de Ortega y Zubiri, la joven tiene la sensación de encontrarse entre dos polos opuestos: por un lado, la excesiva claridad de Ortega, que en ese momento explicaba las categorías kantianas, y por el otro la obscuridad del pensamiento de Zubiri. En ese momento, tuvo una revelación fulgurante: mirando la luz que filtra desde las cortinas del aula, entrevió una “penumbra tocada de alegría”. Y entonces, en la penumbra, «se fue abriendo como una flor el discernido sentir» [Zambrano 1950: II, 428] junto a la convicción que quizás no tenía por qué dejar de estudiar filosofía.
Siempre en 1927 su primo Miguel Pizarro regresa de Japón, y no obstante que la relación sentimental no se consolide nuevamente, gracias a él Zambrano lee a Tanizaki y se acerca a la espiritualidad japonesa. En este mismo año termina su relación con Gregorio del Campo. La joven se concentra en actividades intelectuales y políticas, y participa a las reuniones de la Federación Universitaria Española (FUE) y de la Revista de Occidente. Entra en contacto con algunas jóvenes intelectuales madrileñas, entre las cuales recordamos Concha de Albornoz, Rosa Chacel e María Teresa León, la poeta Concha Méndez y la pintora Maruja Mallo. En 1928 empieza a escribir en los diarios madrileños Libertad y El liberal, y en este último publica sus primeros artículos sobre el tema de la mujer en la sección “Aire Libre”. Participa a diversos actos públicos y es durante una de estas conferencias, en el Ateneo de Valladolid, que tiene un desfallecimiento. El novio de su hermana Araceli, el médico Carlos Díez Fernández, le diagnostica la tuberculosis. La joven tendrá que aguardar un periodo de total reposo y aislamiento, que durará desde el otoño de 1928 hasta la primavera de 1929. Es en este estado de total aislamiento que empiezan sus primeras reflexiones sobre el “sentir originario”.
El 20 de enero de 1930 vive la caída del dictador Primo de Rivera y se aleja por primera vez de su maestro Ortega, como testimonia una carta donde critica duramente su artículo Organización de la decencia nacional. En 1930-31 es nombrada profesora ayudante de la asignatura de Historia de la Filosofía en la Universidad Central, sustituyendo al amigo Pedro Caravia Hevia. Empieza su nunca acabada tesis doctoral, de la que ha quedado solamente un artículo bajo el título La salvación del individuo en Spinoza. El 14 de abril de 1931 asiste en la Puerta del Sol a la proclamación de la Segunda República Española, acontecimiento recordado en varios escritos a lo largo de su vida.
1932 es uno de los años más críticos, donde su salud vuelve a ser precaria. En ese año firma, animada por Ortega, el Manifiesto del Frente Español. En este contexto, la joven Zambrano se rebela a la dictadura del marxismo y del capitalismo a la vez, proclamando la «defensa de los valores universales del espíritu frente a los materialismos que amenazan destruirlos» [Ortega Muñoz 2006: 55]. No obstante, percibe casi enseguida las tensiones dentro del Frente Español (F.E.), y el peligro de que la misma Falange pudiera usar sus siglas y, como tenía poder para ello, ella misma lo disuelve. Después de esta crisis, asistimos a un retorno prolífico a la escritura.
En 1936, cuando en España estalla la Guerra civil, María Zambrano, autora de importantes ensayos, es ya una voz reconocida. El 14 de septiembre de ese mismo año se casa con el historiador Alfonso Rodríguez Aldave, que es designado como secretario de la Embajada de España en Chile. En el viaje de ida conoce, en La Habana, a José Lezama Lima. Desde su pequeña oficina en la embajada María Zambrano organiza eventos en favor de la República y publica tres obras: Los intelectuales en el drama de España, Antología de Federico García Lorca y Romancero de la guerra española. La estancia de Zambrano en Chile non durará mucho, y el 19 junio 1937, al ser llamado su marido a filas, los dos regresan a España. Su marido se incorpora al ejército republicano y ella colabora en la defensa de la República como “Consejero de la República” y “Consejero Nacional de la Infancia Evacuada”. Escribe para «Hora de España» y se integra en su Consejo de Redacción donde también se refuerza su amistad con Emilio Prados.
A comienzos de 1938 María Zambrano se traslada a Barcelona. Aquí muere su padre, Blas Zambrano, el 29 de octubre 1938. A él, Antonio Machado —muy amigo suyo— le dedica un artículo parcialmente publicado en el número XXIII de «Hora de España». A finales de enero de 1939, al poco de capitular Barcelona, María Zambrano decide exiliarse y abandona la ciudad. Junto a ella, están su madre, su hermana y sus primos José y Rafael Tomero, que en aquel entonces eran niños.
María Zambrano vivió en exilio entre 1939 y 1984. Fueron los años más difíciles de su vida, pero también los más prolíficos. Ese desgarro, intensamente sufrido, le trajo la necesaria distancia para pensar auténticamente, sin quedarse atada al pensamiento de sus maestros.
Transcurridos los primeros días de exiliada, se reúne con su marido y ambos marchan a París. Poco después, se pondrá de nuevo en viaje hacia México, invitada por “La Casa de España”. Conoce a Cosío Villegas y a Alfonso Reyes, con quien se unirá en amistad. Durante un año imparte clases de Filosofía en la “Universidad de Hidalgo” de Morelia donde, además de impartir cursos de nivel medio superior, publica Pensamiento y poesía en la vida española y Filosofía y poesía. La actividad de docencia en esta Universidad es obstaculizada por las excesivas horas de trabajo y por la obligatoriedad de seguir una línea marxista, a la que Zambrano no se conforma.
Hacia finales de 1939 acepta de dar unas conferencias en La Habana sobre Séneca y el estoicismo. En la isla cubana se enferma y, llamada nuevamente por la Universidad de Morelia, en condiciones de salud precarias, decide no regresar a México. María Zambrano se queda a La Habana donde enseña a la Universidad y en el “Instituto de Altos Estudios e Investigaciones Científicas”. Desde allí, se traslada con frecuencia a Puerto Rico, donde imparte cursos y seminarios. En 1943 es nombrada profesora en la “Universidad de Río Piedras” en Puerto Rico. En este mismo año publica La confesión, género literario y método, uno de sus libros más significativos.
En agosto 1946 María Zambrano recibe, desde en París, la noticia de la grave enfermedad de su madre. Después de una larga espera para el visado y la obtención de una plaza para el vuelo, cuando llega a la capital francesa no solamente descubre que su madre ya había sido enterrada, sino que se entera también de las torturas que su hermana Araceli había sufrido por la Gestapo, a causa de la vinculación con su compañero Manuel Muñoz.
Después de estos acontecimientos, las dos hermanas irán a habitar juntas en un apartamento de rue de l’Université. En marzo de 1947, su marido Alfonso Rodríguez Aldave llega a París. Es el momento en que la pareja se separa.
María y Araceli enlazan amistades con algunos intelectuales franceses como Albert Camus y René Chart. Con frecuencia María visita el Café de Flor, donde es presentada a Sartre y a Simone de Beauvoir, con quienes no congenia. Conoce al pintor español Luis Fernández, al matrimonio Baltasar Lobo y a Mercedes Guillén, que le permite hacer visita a Pablo Picasso en su estudio parisino.
En 1948 las dos hermanas vuelven a Cuba y en 1949 se establecen en México, donde a María Zambrano le ofrecen la cátedra de Metafísica de García Bacca, que había quedado vacante después de su muerte. Ella renuncia a esta oferta, por razones que no conocemos, y se traslada nuevamente a La Habana. Allí permanece hasta finales de 1949, cuando regresa a Europa, primero a Roma, donde quedará hasta enero de 1950, y posteriormente a París, donde conoce a Emil M. Cioran. En 1951 las dos hermanas viajan nuevamente a La Habana. Antes de llegar a la isla, hacen etapa a La Guaira, puerto cercano a Caracas, como testimonia De regreso al nuevo mundo, el último de sus escritos recogido en Delirio y destino, texto autobiográfico de 1952.
En 1953 las dos hermanas regresan nuevamente a Europa. Empieza en estos años el periodo romano. El primer domicilio en la capital italiana es en un apartamento en Piazza del Popolo, donde María y Araceli quedarán hasta 1959. En estos años las dos hermanas conocen diversas figuras intelectuales de la época, entre las cuales figuran la amistad con Elena Croce, Elémire Zolla, Vittoria Guerini (conocida con el seudónimo de Cristina Campo) y con algunas destacadas personalidades españolas, como Ramón Gaya, Jorge Guillén, Diego de Mesa, Enrique de Rivas y Rafael Alberti. Este grupo de amigos e intelectuales se reunía habitualmente en el Caffè Rosati, en el mismo edificio donde vivían las dos hermanas. En estos años se publica El hombre y lo divino, obra editada por primera vez en 1955. A pesar de la riqueza de las relaciones intelectuales, María Zambrano sufre estrecheces económicas muy importantes. La vida en Roma se hace, a lo largo, insostenible y las dos hermanas, después de cuatro mudanzas en diferentes apartamentos por causa de los numerosos gatos que llevaban consigo, deciden abandonar la capital italiana.
El 14 de septiembre 1964, María y Araceli abandonan Roma y, con la ayuda del primo Rafael Tomero, se mudan a La Pièce, una pequeña localidad en el Jura francés. En esa casa en medio del bosque María Zambrano trabajará intensamente, cuidando siempre de su hermana, cuyas condiciones físicas y psíquicas se van agravando. Araceli morirá el 20 de febrero 1972. María Zambrano le dedicará una de sus obras más significativas, Claros del bosque.
En 1973, después de la muerte de la hermana, María regresa a Roma, donde recibe la ayuda económica de Timothy Osborne. En la primavera de ese mismo año viaja a Grecia con el matrimonio Osborne. Los resultados de ese viaje se verán reflejados en el capítulo Los templos y la muerte en la antigua Grecia, publicado en la segunda edición de El hombre y lo divino.
De 1974 a 1978 vuelve María Zambrano a residir a La Pièce, como testimonia su larga correspondencia con el filósofo y teólogo Agustín Andreu, cuya amistad se reforzará en estos años. A esta época remonta también la amistad con Edison Simons, poeta y traductor, que irá a visitarla en su casa en medio de los bosques del Jura francés en 1977. En 1978 se traslada a Ferney-Voltaire, y en 1980 a Ginebra.
El 25 junio de 1981 le es concedido el “Premio Príncipe de Asturias” «por su larga labor filosófica y literaria realizada durante medio siglo».
En 1983, la salud de María Zambrano se hace más débil, mientras empieza a tomar forma la decisión de regresar a España. El lugar escogido al principio es el “Convento de las Madres Agustinas di Valdepeñas de Jaén”, en Andalucía. Cuando todo está listo para su regreso, se enferma muy gravemente. Ciega por ambos los ojos a causa de las cataratas, con una fuerte anemia y acuciada por la artrosis, se ve internada en la clínica ginebrina privada de Beaulieu, gracias al apoyo económico de Timothy Osborne. Los médicos que la atienden no le dan esperanza de vida. Sorprendentemente, María Zambrano se recupera y el deseo de regresar a España se hace, nuevamente, realizable.
María Zambrano retorna a España el día 20 de noviembre de 1984. Para recibirla está el hijo de su amigo Pedro Salinas, Jaime Salinas, en ese entonces “Director General del Libro” en el Ministerio de Cultura, además de amigos, familiares y varios periodistas. Se instala en Madrid, en calle Antonio Maura, 14, donde sigue con sus trabajos y publicaciones. Su casa se transforma de inmediato en lugar de encuentro de intelectuales y amigos.
Los reconocimientos institucionales se multiplican en estos años. El 28 de febrero de 1985 es nombrada “Hija predilecta de Andalucía”, y en 1987 recibe el título de Doctora honoris causa por la “Universidad de Málaga”. En ese mismo año, se constituye oficialmente la “Fundación María Zambrano”, en el Palacio de Beniel de Vélez-Málaga. En 1988 es la primera mujer en recibir el prestigioso Premio Miguel de Cervantes.
En 1991 sus condiciones físicas se agravan nuevamente y viene ingresada en el “Hospital de la Princesa”. Pocos días antes de morir, dirige al amigo Edison Simons las siguientes palabras: «Estamos en la noche de los tiempos, Edison Simons. Hay que entrar en el Cuerpo Glorioso» [Simons - Zambrano 1995: 112].
Muere al 16 de febrero 1991. Según su deseo, es amortajada con el hábito de la Orden Tercera Franciscana. Reposa en el cementerio de Vélez-Málaga, cerca de un árbol de limón y en compañía de diversos gatos que acuden a su tumba. Una lápida la recuerda, como ella misma quiso en vida, con estas palabras del Cantar de los cantares: “Surge, amica mea, et veni”. Un himno que, en el lugar de su sepultura, abre a la vida.
El pensamiento de María Zambrano se caracteriza por una forma de filosofar antitética al tradicional método sistemático de la filosófica occidental, mostrando la posibilidad de seguir una lógica diferente, que se radica en el sentir.
A través de una severa crítica a la filosofía racionalista, culpable de haber pretendido alcanzar la verdad con el utilizo de una razón puramente abstracta, la pensadora muestra la posibilidad de emprender otros caminos, capaces de unir nuevamente razón y sentir, pensamiento y experiencia. Se trata de la posibilidad de seguir un camino filosófico que no divorcia de la vida misma, capaz de ofrecer la razón desde un nuevo sentido. La filósofa propone, de esta forma, una “reforma del entendimiento” capaz de sanar la fractura que había pretendido separar el pensamiento de la vida misma.
Abandonando cada intento de sistematización argumentativa, el logos que aquí intentamos mostrar no se expresa entonces a través de las categorías de una razón abstracta y apartada de la realidad, sino que se acerca más a las “razones seminales” del estoicismo, que son como «semillas que, en el acto creador, si lo hubo, fueron arrojadas para que la creación no sólo se sostuviera sino que no tuviese fin» [Zambrano 1986: IV-I, 285]. Se trata de un método no terminado, no definido de cultivar el pensamiento, que se muestra siempre en estado naciente.
María Zambrano nos muestra la posibilidad de un pensamiento que es «camino, cauce de vida» (Hacia un saber sobre el alma) [Zambrano 1950: II, 435] y nos lleva hacia la revelación de una nueva razón. Para mostrar la originalidad del pensamiento zambraniano, así como el camino desde el cual este mismo se desarrolla, puede ser útil mostrar como la adhesión a la realidad que encontramos en su filosofía lleve al extremo esas creencias que Ortega y Gasset señalaba como el sustrato más profundo de nuestra vida. Si, para para su maestro «el estrato más profundo de nuestra vida, el que sostiene y porta todo los demás, está formado por creencias» [Ortega y Gasset 1940: 669], para la filósofa española hay algo más fundacional, un suelo último de la realidad que coincide con esa confianza que, aunque depositada en las creencias, no depende de ellas. Se trata de una fidelidad a la realidad que implica al mismo tiempo una abertura hacia ella, cuya amplitud determina nuestra misma capacidad de aceptación, condición indispensable para pensar y vivir auténticamente. Escribe Zambrano en Hacia un saber sobre el alma:
Toda creencia está fundada, en lo que a nosotros hace, en esta apertura íntima a lo que hay, cuya mayor o menor amplitud delimita la mayor o menor realidad con que contamos. Las almas mezquinas lo son por la estrechez de esta inicial confianza, pues la realidad, en su mayor plenitud, está ligada a esta capacidad de aceptación de olvido y de amor, a este tesoro divino de confianza y entrega. Olvido y entrega que llegan, en los que han sido llamados místicos y santos, también en algunos filósofos, a una verdadera esclavitud con respeto a la realidad o a algún género de realidad que sólo así se muestra en su solitud [Zambrano 1950: II, 496].
Si Ortega señalaba la falta de creencias como causa de la crisis histórica en un horizonte dominado por la sobreabundancia de ideas, Zambrano distingue así, más sutilmente, las creencias de una confianza más profunda, que no es simple ingenuidad, sino que coincide con un estado de inocencia que es pura adhesión a la realidad y trascendencia a la vez. De esta forma, la filósofa no marca una simple distancia con el idealismo, sino que muestra la posibilidad de un gesto mucho más radical, capaz de penetrar en las entrañas oscuras y sagradas de la realidad.
Es en este camino, marcado por la capacidad de aceptación de olvido y amor a la vez, que sentimos la necesidad de un “saber sobre el alma”, un orden de nuestro interior que Zambrano encuentra expresados de forma emblemática en los escritos póstumos de Max Scheler, allí donde hallamos un orden del alma que el racionalismo, más que la razón, desconoce.
La cultura moderna parece, para Zambrano, haber olvidado la totalidad del ser del hombre, cuidándose solamente de su pensamiento, a partir de la división, operada por Descartes, del hombre como res cogitans. Como leemos en Hacia un saber sobre el alma:
Desde el descubrimiento del hombre como res cogitans, se fue cada vez más abandonando lo que no era este cogitans a ciencias que no eran filosofía. Descartes escribió todavía un Tratado de las Pasiones, y algo después, Spinoza una ética donde la psicología es metafísica aún […] Y enseguida el proceso se acelera, se precipita. Ya Leibniz y los ingleses —Hume y Locke— no escriben sino sobre el Entendimiento Humano. Kant hará su filosofía de la razón y de la persona ética. Aún en ellas está el hombre, y quizás habrá que decir que desde ellas comienza a estarlo, pero es en otro sentido del que ahora nos ocupa [Zambrano 1950: II, 435-436].
Zambrano muestra, a partir de estas evidencias, como el concepto de “alma” haya terminado por ser involucrado en el campo de psicología, aplicando a ella su método científico, incapaz de adentrarse en sus profundos meandros. Es urgente entonces descubrir nuevamente otro sentido del “alma”, otro camino que no es el marcado por el puro intelecto, sino que es capaz de unir razón y sentir a la vez, hacia una comprensión del hombre en su entereza.
El camino hacia el “saber del alma” que María Zambrano nos indica, nos sugiere entonces de adentrarnos en esos profundos meandros del ser donde habita la parte más íntima y auténtica del hombre, cuya ilimitada riqueza nos hace suponer que sea inagotable. Una confianza originaria, a la que aquí aludimos, que coincide con el substrato primero de nuestro ser, y que exige fidelidad a la realidad y trascendencia a la vez.
El carácter trascendente de nuestro mismo ser encuentra en la Aurora la metáfora más adecuada para expresar el “saber sobre el alma” anteriormente citado, donde el vínculo profundo que ata el hombre a la realidad no es ignorado, sino que abre siempre hacia un nuevo íncipit.
La claridad tenue y temblorosa del amanecer se hace expresión de un conocimiento que no se impone sobre la realidad homologándola, como la luz cegadora del Sol del Mediodía, sino que surge lentamente, desde la oscuridad más profunda, y se muestra solamente después de haber atravesado los obscuros abismos de la noche. Esa luz, que nace desde las entrañas obscuras de la tierra sin nunca desligarse de su matriz, es justamente símbolo de un conocimiento que antecede a todo razonamiento, de ese “sentir originario” que caracteriza todo su pensamiento. La aurora simboliza entonces la capacidad de adentrarse en la realidad para volver a nacer siempre y nuevamente hacia un nuevo día.
Esta metáfora, que simboliza la «clave de la φύσις, del cosmos […] y de este su habitante» [Zambrano 1986: IV-I, 229], se hace también guía que permite al hombre no solamente conocerse a sí mismo, sino también trascenderse.
La Aurora misma es justamente entonces el “alma del sentir originario” [Zambrano 1986: IV-I, 229], metáfora universal que indica un “primum”, un estadio anterior al mismo ser.
Solamente a través de un pensamiento auroral, fiel al “sentir originario”, sustenido por esa insoslayable atención frente a la realidad que permite la abertura a dimensión trascendente, será posible acercarse a la “razón poética” de María Zambrano.
La filósofa nos guía a través de un saber que se basa sobre el enamoramiento y que encuentra en el lenguaje poético un medio de expresión adecuado para expresar un pensamiento nunca desligado de la experiencia. Frente a la rigidez del lenguaje puramente racional, la poesía muestra la generatividad de una palabra que se hace expresión de lo originario gracias a la potencia creadora de la metáfora, capaz de expresar, mediante imágenes, lo intuido. A la abstracción del concepto, se sustituye la irradiación de la imagen, que ilumina desde el interior, desde un centro, desde esos “espacios abiertos” que encontramos en su paradigmática obra Claros del bosque.
La poesía es entonces, para María Zambrano, una verdadera fuente de conocimiento, capaz de adentrarse en la realidad preservando razón y sentir a la vez. La filósofa desarrolla su “razón poética” desde la “razón vital” orteguiana, pero yendo más allá de sus intuiciones. Sin el intento de superar a su maestro, y abandonando el deseo de seguir su mismo camino, María Zambrano nos presenta de esta forma una nueva razón, más ancha, que se nutre del lenguaje poético y del método de la mística, experiencia, más que doctrina, largamente olvidada.
En fidelidad a la experiencia y a su propio ser, sin olvidar esa autenticidad que solo los grandes maestros son capaces de transmitir, la pensadora desarrolla un conocimiento auténticamente generativo. La “reforma del entendimiento” que María Zambrano propone, se realiza entonces mediante una razón sentiente y razonante a la vez, que encuentra en el lenguaje poético la capacidad de expresar más adecuadamente un pensamiento que no ha renunciado al vínculo profundo que une el hombre a la vida misma.
En la “razón poética” zambraniana el amor hacia la realidad es representado, de forma paradigmática, por el mismo poeta, un hombre que ha sido siempre un «enamorado del mundo, del cosmos, y de la naturaleza y de lo divino en unidad» [Zambrano 1939: I, 570]. Es justamente desde este amor sin medida hacia el mundo, hacia la materia, que la “razón poética” se expresa, indicando entonces una forma de racionalidad que es también maternal, si por materialismo entendemos «el apego maternal a lo concreto, al hombre real, la renuncia a la abstracción por no despegarse de las entrañas humanas» [Zambrano 1944: II, 206].
La “razón poética” —y “maternal”— de María Zambrano nos muestra una sabiduría prolija, que se aleja de las definiciones no por falta de rigor científico, sino por su capacidad de adentrarse en la realidad, mediante un saber que no se hace aprisionar en ninguna armazón lógica.
El trayecto de la razón poética indica entonces la necesidad de un descendimiento previo al movimiento de ascensión y generación. Solamente después de haberse adentrados en las obscuras entrañas de la realidad, en un atravesamiento no exente de dolor, el hombre podrá renacer y encontrar nuevamente su integridad gracias al conocimiento poético. Un proceso de transformación que no excluye la filosofía, sino que al contrario muestra la fecundidad misma del pensamiento. Estamos enfrente a un proceso de “poetización del discurso filosófico”, que nos lleva hacia un nuevo saber, que no es ciencia en el sentido puramente racional, sino un saber fecundo y generativo, capaz de unir realidad y pensamientos, razón y sentir.
Si el lenguaje poético se muestra particularmente apropiado para expresar una forma de pensamiento que no ha renunciado al sentir, es en la vía negativa de la mística que podemos encontrar el método adecuado para expresar el pensamiento generativo que María Zambrano ofrece. Para la pensadora mística y poesía han de ir siempre unidas, justamente porque el conocimiento poético ha de mantener siempre una relación no solamente con la realidad, sino también con algo que lo trasciende, ya que, como escribe Zambrano en el ensayo dedicado a san Juan de La Cruz, «la poesía ha sido siempre conocimiento de la carne, de la interioridad de la carne, de las entrañas, más en una relación, en un comercio con algo, que está fuera de ellas [Zambrano 1939: I, 293].
Si en el conocimiento poético existe el riesgo que la palabra quede aprisionada en la inmanencia de la realidad, sin posibilidad de expresión, reduciéndose a puro gemido existe, otro, análogo peligro que encontramos en el conocimiento filosófico y que consiste en que la palabra, reducida a puro concepto, quede diseñada solamente en la mente, lejos de la realidad. La palabra poética, ha de seguir entonces un movimiento inmanente y trascendente a la vez, sin quedarse aislada de uno u otro modo.
Es justamente en el lenguaje poético de la mística española que María Zambrano encuentra el método adecuado para adentrarse en la realidad sin renunciar a su dimensión trascendente.
En los versos de san Juan de la Cruz María Zambrano encuentra, de forma paradigmática, un camino practicable. El poeta y santo español muestra, a través de su poesía, esa vía del negativo propria de la mística capaz de deshacer sin anular, de conducir hacia un vacío que no coincide con la nada nihilista, sino que al contrario se hace espacio generador y generativo a la vez, capaz de acoger lo otro. El místico realiza una destrucción, paradójicamente, fecunda, ya que, como escribe Zambrano en el ensayo dedicado a san Juan de la Cruz, él mismo «ha puesto en suspenso su propia existencia para que […] otro se resuelva a vivir en él» [Zambrano 1939: I, 289] (cursiva nuestra).
Una vía, la indicada por la mística, particularmente congenial al pensamiento femenino, justamente por su capacidad de hacerse vacío para acoger a lo otro como tal, a través de un camino que muestra una evidente analogía con la generatividad de la mujer.
La fenomenología de los sueños ocupa una parte importante del pensamiento de María Zambrano, que la filósofa desarrolla en diversos escritos a lo largo de su existencia. Esta investigación toma forma por primera vez en el volumen El sueño creador aunque, como señala la misma autora en el Prólogo del libro, el tema ya había sido esbozado en previas investigaciones [Zambrano 1965: III, 983].
María Zambrano ofrece un análisis de los sueños no desde su contenido, como ya había hecho el psicoanálisis, sino como fenómeno que pertenece a la vida humana. Lo que encontramos es entonces una fenomenología del sueño entendida como estudio del “fenómeno” en la acepción que esta palabra, originariamente, ofrece, ósea como «aquello que se manifiesta, que aparece» [Zambrano 1957 y 1992: III, 990]. Lo primero que hay que profundizar, conformemente a este método, es, desde luego, la “forma sueño”.
Para adentrarnos en el tema, podemos señalar ante todo como el soñar sea, para María Zambrano, «la manifestación primaria de la vida humana» [Zambrano 1957 y 1992: III, 845]. El sueño coincide justamente con una dimensión que nos hace regresar al estadio primario de nuestra existencia, a contacto con las “extrañas”, con ese fondo obscuro y originario que coincide con la vida misma. Se trata de un estado análogo al del nacimiento, ese «estado inicial de nuestra vida» [Zambrano 1965: III, 991] que es «pura acción sin pensamiento» [Zambrano 1965: III, 991], allí donde la relación entre sujeto y objeto todavía no ha aparecido. Un retroceder entonces, y un hundimiento, en ese estadio originario que abarca ser y realidad a la vez, en una atemporalidad completa.
La primera acción de los sueños será entonces un despertar desde este fondo último de la persona, desde sus mismas entrañas, hasta llegar a ser visible. El sueño de la persona será “creador” en la medida en que anuncia y exige un despertar nuevamente mediante una acción siempre trascendente.
A través de su análisis sobre los sueños desde su forma, María Zambrano muestra una fenomenología del sueño que no se agota en el estudio desde sus contenidos, sino que ofrece una primera vía de acceso para el conocimiento de la persona.
La fenomenología de lo divino es un tema central dentro del pensamiento de María Zambrano, que la filósofa española desarrolla en El hombre y lo divino, obra publicada originariamente en 1955, pero escrita en su núcleo principal entre 1948 y 1951. La importancia de este volumen es subrayada por la misma autora en el Prólogo a la segunda edición ampliada del volumen de 1973, cuando afirma que dicha obra podría considerarse como una introducción a lo que había sido publicado, y mayormente todavía, a todo lo que había sido conservado en carpetas hasta ese momento [Zambrano 1955: III, 99].
En esta obra, María Zambrano se adentra en los territorios inexplorados de lo sagrado, mostrando el proceso de transformación en lo divino.
La fenomenología de lo divino se caracteriza justamente por la capacidad de vencer la obscura resistencia de lo sagrado, hasta su manifestación y la filosofía misma, como escribirá María Zambrano en A modo de autobiografía muchos años más tarde, en 1987, será «la transformación de lo sagrado en lo divino, es decir, de lo entrañable, oscuro, apegado, perennemente oscuro; pero que aspira a ser salvado en la luz y como luz» [Zambrano 1987: VI, 723].
La metamorfosis de lo sagrado en lo divino no se refiere entonces a dos realidades diferentes, sino que ha de entenderse justamente como un sólo proceso de transformación que es «dynamis, potencia actuante» [Zambrano 2002: 174] y que los incluye ambos.
El importante volumen El hombre y lo divino, si bien está constituido por diferentes ensayos autónomos procedentes de diversas fechas, presenta de forma coherente una fenomenología de lo divino desde los dioses griegos hasta la modernidad. El trato del hombre con lo divino encuentra, a lo largo de estas páginas, en la concepción de la “Piedad” su expresión más adecuada, que viene explicitada cómo «saber tratar con lo otro» [Zambrano 1955: III, 230]. Analizando la fenomenología de lo divino, la pensadora muestra como la matriz obscura y generativa de lo sagrado no pueda ser nunca eludida. Una observación que permite a María Zambrano ponerse en una postura crítica hacia la modernidad, ya que, como nos advierte en la Introducción al volumen, «Hace muy poco tiempo que el hombre cuenta su historia, examina su presente y proyecta su futuro sin contar con los dioses, con Dios, con alguna manifestación de lo divino» [Zambrano 1955: III, 101]. Es necesaria entonces una nueva perspectiva, que no olvide el trato piadoso con la realidad.
Emerge en El hombre y lo divino toda la urgencia de un replanteamiento critico de nuestra época, a través de un pensamiento capaz de adentrarse nuevamente en lo sagrado, en esas obscuras zonas de la realidad que no pueden ser ignoradas por el hombre, ya que son imprescindibles para la vida misma.
Aparece claro, llegados a este punto, como el método que nos guía por el camino indicado por María Zambrano no podrá ser el el método lógico-demostrativo de la filosofía abstracta, que con sus verdades universales ha perdido su vínculo con la realidad. Hay un camino más adecuado, y es el de la Confesión.
La Confesión, dice Zambrano, «es el lenguaje de quien no ha borrado su condición de sujeto; es el lenguaje del sujeto en cuanto tal» (La confesión: género literario y método) [Zambrano 1943: II, 82]. No es simplemente la manifestación de los deseos o sentimientos del hombre, sino un método que marca sus esfuerzos por ser, sus intentos por alcanzar la unidad perdida.
La Confesión, a diferencia del pensamiento puro, nunca alcanzará el ser idéntico de la filosofía. Es un camino que traza un recorrido no lineal, que no conduce a una coincidencia entre ser y pensamiento, salvo a condición de pedir al sujeto que se trascienda a sí mismo, de seguir naciendo en la búsqueda de la identidad perdida. Una unidad, sin embargo, que nunca podrá alcanzarse, pero que es señalada por la pensadora como esa revelación de la vida en la que coinciden ser y pensamiento. María Zambrano nos invita, por tanto, a un pensamiento donde no es posible alcanzar esa perfecta coincidencia del hombre consigo mismo. En efecto, la unidad perdida sólo se realiza en esos momentos fugaces que implican siempre la acción de la trascendencia y que, por tanto, no pueden ser alcanzados por el hombre.
La raíz de todos los anhelos imposibles que han llevado a Europa a vivir en agonía está precisamente en la pretensión del hombre de construir en la tierra la Ciudad de Dios, esa ciudad eterna que en san Agustín se opone a la de los hombres. El filósofo de Hipona nos presenta la Confesión en toda su plenitud y con una claridad sin precedentes, mostrándonos el camino del hombre “en carne y hueso”, íntegro y verdadero, con la firme conciencia de que para él «el retorno al Paraíso no es posible; está ahí la tierra, la vida; su mismo corazón inagotable, y todo el acabado de nacer. Ahora es cuando se reconoce entero» (La confesión: género literario y método) [Zambrano 1943: II, 93].
María Zambrano nos muestra la necesidad de rehabilitar la auténtica sabiduría femenina, que se concretiza en la obra de la filósofa en las diversas figuras de mujeres que encontramos a lo largo de toda su obra – entre las cuales recordamos Antígona, Diotima, Eloísa, Ofelia, Nina del Galdós, Perséfone y, no en último, la misma Virgen María. Todas ellas nos enseñan la posibilidad de orientarnos dentro de la realidad a través un saber diferente, un auténtico “saber del alma” que se radica en el sentir. Las figuras femeninas que encontramos en la obra de Zambrano se hacen entonces mediadoras de un saber capaz de orientar auténticamente al ser humano.
Recuperando la sabiduría femenina, nuestra filósofa trae a la luz un pensamiento largamente olvidado, haciendo germinar esas semillas de vida y pensamiento a la vez que albergan en la obscuridad de la tierra. Esa luz que se esconde en la obscuridad marcará entonces el camino, desprendiéndose en los espacios solitarios donde habita el silencio, allí donde solo puede nacer la palabra auténtica.
La vía que María Zambrano nos indica para engendrar nuevas e inéditas formas de saber se muestra justamente por negación. Solamente despojándose de todo será posible volver a las entrañas obscuras de la realidad para renacer todas las veces que será necesario. En el exilio, en la enfermedad, y en todas las circunstancias existenciales donde estamos obligados a despojarnos de todo, desnudos y en las intemperies, en esas condiciones existenciales donde, privados de todo, nos acercamos nuevamente a los estadios primarios de nuestra vida, la filósofa muestra otra posibilidad de esperanza. Solamente después de haberse adentrado en los abismos obscuros de la existencia, en los territorios de lo sagrado, en esos saberes abandonados pero que nunca han dejado de existir, será posible ascender nuevamente para volver a nacer. El ser humano, criatura nunca hecha de una vez, tendrá entonces que renacer todas las veces que será necesario, enfrentándose con sus límites, en un movimiento trascendente e inacabable, hacia esa «luz cierta e inalcanzable» [Zambrano 1973: VI, 503] a la vez que marca el camino de cada existencia.
En las obscuras entrañas del silencio será entonces posible escuchar palabras y saberes olvidados, que se nutren del lenguaje de la poesía y siguen la vía negativa de la mística, experiencia, más que disciplina, olvidada por una larga tradición de pensamiento.
Rechazando el puro intelectualismo —ese saber que, con su ansia de posesión, solo busca apoderarse de una realidad que no le pertenece— la filósofa muestra otras posibilidades que se encarnan en una auténtica sabiduría femenina. Libre de las urgencias prácticas que impulsan al hombre a querer poseer la realidad misma con los puros armazones de la razón, la mujer podrá entonces recobrar su auténtica feminidad, sin tener que renunciar a su propria vocación, gracias a un pensamiento que no se ha desligado de la vida.
Fielmente a su ser, María Zambrano se expresa con el lenguaje poético y fecundo de una mujer que ha sabido quedar fiel a su auténtica vocación filosófica y a su propio ser, sin homologarse a un saber abstracto incapaz de manifestar la vida en toda su compleja, y magnífica, heterogeneidad.
La vocación femenina reside, para la filósofa, en un saber que se relaciona con la parte más íntima y profunda de la realidad y que tiene, como únicas guías, el amor y la piedad. El trato íntimo y piadoso con la realidad permiten esa fecundidad y pureza a la vez que encuentra en la Virgen María su perfecta encarnación.
Escribe Zambrano en A modo de autobiografía:
Siempre me ha fascinado la Virgen casta, pura y madre, porque a la fecundidad no he renunciado. Me gustaba y me atraía lo fecundo y lo puro al par; así que cuando supe que mi nombre, María, es el nombre de las aguas amargas, de las aguas primeras de la creación sobre que el Espíritu Santo reposa antes de que exista ninguna cosa, entonces me entró una profunda alegría por sentirme participada, aunque mi nombre me lo señalaba ya, en esa condición de pureza y fecundidad, y también ¡ay! de amargura [Zambrano 1987: VI, 718)].
Para adentrarse en el pensamiento femenino que María Zambrano nos muestra, es necesario entonces olvidar cada lógica dicotómica o excluyente y mostrar la posibilidad de un pensamiento fecundo y puro a la par, capaz de adentrarse en realidad a través de un método que, sin nunca caer en lo irracional, es capaz de llevar a palabra la vida misma.
Obras completas, vol. I. Libros (1930-1939), edición dirigida por Moreno Sanz, J.; Galaxia Gutenberg, Barcelona 2015. Contiene: Horizonte del liberalismo (1930); Los intelectuales en el drama de España y ensayos y notas (1936-1939); Pensamiento y poesía en la vida española (1939); Filosofía y poesía (1939).
Obras completas, vol. II. Libros (1940-1950), edición dirigida por Moreno Sanz, J.; Galaxia Gutenberg, Barcelona 2016. Contiene: Isla de Puerto Rico. Nostalgia y esperanza de un mundo mejor (1940); La confesión: género literario y método (1943); El pensamiento vivo de Séneca (1944); La agonía de Europa (1945); Hacia un saber sobre el alma (1950).
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Obras Completas, vol. IV. Tomo I. Libros (1977-1986), edición dirigida por Moreno Sanz, J., Galaxia Gutenberg, Barcelona 2018. Contiene: Claros del bosque (1977); De la aurora (1986); Senderos (1986).
Obras Completas, vol. IV. Tomo II. Libros (1989-1990), edición dirigida por Moreno Sanz, J., Galaxia Gutenberg, Barcelona 2019. Contiene: Notas de un método (1989). Algunos lugares de la pintura (1989); Los bienaventurados (1990).
Obras Completas, vol. VI. Escritos autobiográficos. Delirios. Poemas (1928-1990). Delirio y destino (1952), edición dirigida por Moreno Sanz, J., Galaxia Gutenberg, Barcelona 2014. Contiene el siguiente escrito aquí citado: Los sueños. Enterrar el pasado (1957); A modo de autobiografía (1987).
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Para ampliar la bibliografía citada, se recomienda consultar la versión contenida en los siguientes volúmenes:
https://www.academia.edu/10073105/Maria_Zambrano_Il_dono_della_parola
Revista de investigación dedicada al estudio de la obra y del pensamiento de María Zambrano: Aurora. Papeles del “Seminario María Zambrano" ttps://revistes.ub.edu/index.php/aurora/index
Fundación María Zambrano: https://fundacionmariazambrano.org/maria-zambrano/
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Moretti, Manuela, María Zambrano, en Fernández Labastida, Francisco – Mercado, Juan Andrés (editores), Philosophica: Enciclopedia filosófica on line, URL: http://www.philosophica.info/archivo/2024/voces/zambrano/Zambrano.html
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Digital Object Identifier (DOI): 10.17421/2035_8326_2024_MMO_1-1
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© 2024 Manuela Moretti y Philosophica: Enciclopedia filosófica on line
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