Philosophica
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VERSIÓN DE ARCHIVO 2021


Derecho

Autor: Carlos José Errázuriz

1. Los pluralidad de significados de la palabra “derecho” como punto di partida para descubrir la esencia unitaria del derecho como bien jurídico

En el uso común y en el de los juristas el término “derecho” tiene diversos significados. Los más comunes son el conjunto de normas que rigen en un determinado ámbito social, la facultad de exigir o pretensión que posee un sujeto respecto al comportamiento de otro sujeto (derecho subjetivo), y la ciencia que se ocupa de estas normas y facultades. Esta pluralidad de sentidos, que se da en muchas otras lenguas, plantea la cuestión lógica y ontológica acerca de cuál de ellos es principal, de modo que los otros se presenten como derivados. Esta misma pregunta postula la existencia de una unidad conceptual y real subyacente a esa pluralidad. Un indicio de esa unidad se encuentra en el hecho de que haya palabras que remiten a todas esas acepciones, como ocurre ante todo con el adjetivo “jurídico”.

Cabe buscar la unidad semántica a partir del significado normativo de “derecho”: lo jurídico sería esencialmente lo que se refiere a las normas jurídicas, de modo que los derechos de los sujetos serían tales en la medida en que son reconocidos u otorgados por esas normas, y el estudio del derecho tendría como objeto el conocimiento de las normas. La dificultad principal que plantea este intento de unificación se refiere a la misma esencia de la norma en cuanto jurídica. ¿Cuál sería la diferencia específica de las normas jurídicas respecto a otras normas (morales, de buena educación, técnicas, etc.)? La respuesta más frecuente se basa en la índole coactiva de la normativa jurídica, que supone la existencia de sanciones que pueden ser impuestas mediante el uso de la fuerza. Tal coactividad caracteriza efectivamente el ámbito de las normas jurídicas, pero resulta muy problemática cuando se la pretende considerar la esencia del derecho: se trata de una nota negativa, ligada al incumplimiento de la norma, y además necesita una justificación, esto es, un porqué es posible coaccionar la libertad de las personas.

Por otro lado, también es posible colocar en el centro la noción de facultad de exigir o derecho subjetivo. En este sentido, la unidad del derecho implicaría la armonización de los derechos de cada uno, resolviendo los conflictos que surgen mediante algún criterio, como el de asegurar la máxima libertad posible a todos o la igualdad entre todos los interesados. Sin embargo, reaparece aquí la norma, ya que las soluciones concretas ante derechos contrapuestos han de provenir de reglas generales y de decisiones judiciales. Por otra parte, el mismo concepto de facultad de exigir presupone la existencia de lo que se puede exigir, y esto no puede consistir en las aspiraciones subjetivas. Para poder exigir es menester que algo sea debido a quien exige. Este ser debido es anterior al derecho subjetivo, por lo que este último no puede constituir el concepto principal a partir del cual se percibe la unidad del fenómeno jurídico.

Descartados, por tanto, los conceptos de norma jurídica y de derecho subjetivo como referentes principales de lo jurídico, se ha de buscar otra noción, mediante la cual se explique por qué una norma es jurídica y por qué algo puede ser exigido. Aquí aparece otra acepción de la palabra “derecho”, que habitualmente no está recogida por los diccionarios, pero que se halla implícitamente presente doquiera se hable de lo jurídico. Se trata del derecho como lo justo objetivamente, es decir aquella cosa (en el sentido amplio de realidad) que, perteneciendo a un sujeto, le es debida por otro. Por ejemplo, la vida humana es un derecho, porque siendo su titular cada persona humana, todos tienen el deber de respetarla. Otro ejemplo: el dinero debido a alguien es un derecho en sentido objetivo, porque estando ya el mismo dinero atribuido a un sujeto, le es debido por otro sujeto que es deudor. Esto supone afirmar una doble relación: la que se da entre la cosa y su titular, presupuesto indispensable del derecho, y la existente entre ese titular y el sujeto del débito, que es la relación constitutiva del derecho como lo justo.

Esta noción del derecho como la cosa justa pone de manifiesto la relación que se da entre el derecho y la justicia como virtud. Esa relación se expresa sencillamente diciendo que el derecho es objeto de la justicia. Esta última, de acuerdo con el jurista romano Ulpiano, se define precisamente a partir de su objeto: «la constante y perpetua voluntad [es decir, la virtud] de dar a cada uno su derecho (constans et perpetua voluntas ius suum cuique tribuendi)» [Digesto, I, 1, 10]. Por tanto, desde el punto de vista lógico, el derecho es prioritario respecto a la justicia, aunque ontológica y cronológicamente son simultáneos. El derecho así entendido es justo por definición, y solo tiene sentido hablar de derecho injusto si el derecho se comprende como la norma positiva y se afirma que hay una norma suprapositiva que es contradicha por esa norma positiva.

La cosa justa puede ser también llamada bien jurídico en cuanto las nociones trascendentales de cosa y bien son intercambiables, y lo jurídico entendido en su relación con la justicia es sinónimo de lo justo. Aun más, la expresión “bien jurídico” resulta particularmente adecuada para designar este significado objetivo de derecho, pues el bien es el ente en cuanto objeto de la voluntad, y la virtud de la justicia y el acto justo se definen como virtud y acto de la misma voluntad. Debido a su objetividad el bien jurídico en sus aspectos naturales no depende de la voluntad o de los intereses subjetivos de su titular, el cual puede incluso actuar en contra de un bien que objetivamente le pertenece en virtud de su naturaleza humana (es el caso por ejemplo del suicida en lo que respecta al bien jurídico de su vida).

El bien no es primariamente jurídico porque pertenece a alguien como algo suyo, siendo éste un prerrequisito necesario, sino porque es a él debido en justicia. Por eso, el bien jurídico es constitutivamente el bien del otro, esto es, el bien que se debe dar o respetar en una relación jurídica. El mundo jurídico está así constituido por una compleja red de relaciones entre los sujetos (personas y colectividades) que se refieren a los bienes jurídicos. Aparece también la dinamicidad y la teleología específica del derecho, que es la de dar o respetar el bien del otro en cuanto depende de la actuación del agente.

La perspectiva del derecho como cosa justa o bien jurídico, ha sido explícitamente tematizada por Aristóteles en el libro V de la Ética nicomaquea, y por Tomás de Aquino cuando se refiere al derecho y a la justicia en la Suma teológica [II-II, qq. 57 ss.]. También está presente ese planteamiento en los juristas romanos, como se ve en la recordada definición de la justicia. De este modo, el tó díkaion (lo justo) aristotélico, el ius o iustum entendido esencialmente como la ipsa res iusta (la misma cosa justa) por el Aquinate, y el ius como objeto de la justicia en la definición ulpianea, coinciden en su referencia esencial al bien jurídico. Este sentido del derecho ha sido recuperado en el siglo XX por los autores que afirman la actualidad de lo que llaman realismo jurídico clásico, entre los que destacan Michel Villey y Javier Hervada [ver bibliografía final]. El olvido generalizado de este planteamiento, no solo entre los positivistas sino también por parte de quienes afirman el derecho natural, no impide su presencia implícita en el trabajo de los juristas y en el sentido común de cuantos admiten un nexo necesario entre derecho y justicia. En el discurso actual sobre los derechos humanos se advierte la operatividad, si bien no formulada explícitamente, de una concepción que supera las visiones normativa y de la facultad de exigir, para centrarse sobre los bienes que pertenecen a la persona humana (vida, libertad, intimidad, etc.).

La idea del derecho como bien jurídico da luz para entender la juridicidad de los demás conceptos que se designan como derecho, los cuales se pueden denominar analógicamente “derecho”, en cuanto dicen relación al analogado principal que es el derecho-bien jurídico. Así, una norma es derecho en cuanto reconoce, constituye, determina, tutela o promociona los bienes jurídicos, tanto de los individuos como de las colectividades. Y un derecho subjetivo merece el calificativo de derecho en la medida en que exigir algo es consecuencia de la existencia de un bien jurídico, y por ende se debe reconocer la capacidad de exigir como un bien jurídico subordinado al bien principal. De este modo se pone de manifiesto que la pluralidad de significados del vocablo “derecho” puede ser reconducida a una visión unitaria de la realidad jurídica, conforme a la cual la noción del derecho como bien jurídico, por su índole principal, es la que corresponde más directamente a la esencia del derecho.

Dentro de la gran variedad de perspectivas de lo jurídico, el enfoque centrado en el bien jurídico presenta la ventaja de que permite incorporar e incluso reforzar todos los elementos válidos que se encuentran en cualquier otro enfoque. En efecto, no minusvalora la norma y el derecho subjetivo; antes bien permite captar su relevancia propiamente jurídica.

2. Panorama histórico de las concepciones sobre el derecho

La historia del pensamiento jurídico es muy compleja. En ella influyen tanto la filosofía del derecho como las elaboraciones de los juristas, y otros factores sociales de índole económica, política, religiosa, etc. A continuación se ofrecen algunas pinceladas, centradas sobre todo en la esencia del derecho, en la relación entre derecho y moral y en el binomio derecho natural - derecho positivo.

En esta historia ocupan un lugar muy importante la filosofía griega sobre el derecho y el arte romano del derecho. En cuanto a lo que hoy llamamos filosofía del derecho un puesto clave corresponde a Aristóteles, sobre todo por su enfoque realista acerca de lo justo y la justicia en un texto verdaderamente fundacional como es el ya recordado libro V de la Ética nicomaquea. Entre sus precedentes es primordial el aporte de Platón, quien al afrontar el tema de la justicia, especialmente en el diálogo La República, atribuye a Sócrates algunas afirmaciones fundamentales sobre la consideración de la justicia como un bien en sí misma y la existencia de una verdad sobre la justicia y la injusticia, oponiéndose a la relativización de los sofistas que las ven come meramente funcionales a los intereses de parte. Sin embargo, la justicia presentada por Platón es de índole política (la justicia como orden interno de la polis, al que concurren armónicamente sus diversos estamentos: gobernantes, guerreros, artesanos) y moral (la justicia como orden interno del individuo, en el cual la facultad racional gobierna la facultad irascible y la concupiscible).

En cambio, la presentación de la justicia en su sentido propiamente jurídico, o sea como virtud que tiene por objeto el bien del otro, es mérito de Aristóteles, con su capacidad de observación de una realidad práctica-operativa en la vida de las personas y de las instituciones judiciales. Su visión de la virtud de la justicia (dikaiosyne) y de lo justo (tó díkaion) como su objeto pone de relieve la especificidad del ámbito jurídico en el contexto de las virtudes. Esa especificidad se funda en la percepción de la alteridad y de la exterioridad que caracterizan a la justicia y a lo justo. De ahí también que califique al juez al que recurren las partes como la justicia viva.

Las ideas expuestas en la Ética nicomaquea constituyen un patrimonio que ha pasado a la posteridad y resultan muy actuales. Así sucede con su distinción entre justicia general, que se refiere a lo justo respecto a la colectividad consistente en la observancia de las leyes de esta última, y justicia particular, relativa al bien de los individuos, en la que rige la igualdad entre las prestaciones mutuamente debidas o entre la acción ilícita y su reparación (lo que llamamos justicia conmutativa), o bien igualdad proporcional en el ámbito de las reparticiones entre los individuos (la que conocemos como justicia distributiva).

Es también muy lúcida la distinción aristotélica entre lo justo natural (physikón díkaion) y lo justo legal (nómon díkaion). El primero tiene igual valor en todas partes independientemente de que sea o no reconocido; el segundo es de suyo indiferente, pudiendo ser de uno u otro modo, pero una vez establecido ya no es indiferente. De este modo lo justo natural —el derecho natural— se capta como una dimensión real de lo justo, inseparable de lo justo legal —el derecho positivo—, como se pone de relieve en la doctrina aristotélica sobre la epiqueya, o sea la justicia del caso particular, en la que se hace excepción a lo justo legal porque se afirma la prevalencia de lo justo natural en los casos no previstos por la regla general.

Para entender qué es el derecho es decisivo sintonizar con el quehacer de quienes se ocupan profesionalmente del arte jurídico; de ahí que el realismo jurídico clásico toma como punto de partida el oficio del jurista. Se comprende así que en la historia del pensamiento jurídico ocupan un lugar muy relevante los juristas romanos del período clásico del derecho romano (desde el s. II a.C. hasta el s. III d.C), quienes al buscar de manera especializada soluciones justas a los problemas concretos fueron elaborando un patrimonio muy valioso y refinado de nociones, principios y reglas que conocemos sobre todo a través del Digesto compilado junto con otros libros en el siglo VI por mandato del Emperador Justiniano. El empeño de esos juristas no consistía en glosar y comentar textos, como más adelante se haría con el Digesto, sino en resolver cuestiones jurídicas debatidas dando lugar a una jurisprudencia que a partir del redescubrimiento del Digesto en el Medioevo ha influido notablemente en toda la cultura del derecho.

Los juristas romanos no eran filósofos del derecho, pero su labor, como la de todo cultor del derecho, se inspiraba en unos presupuestos que de suyo son filosóficos. Esos presupuestos, que en ocasiones se explicitan en los mismos textos de los juristas romanos, están en profunda armonía con la visión de Aristóteles. Ya hemos recordado la definición de justicia dada por el jurista romano Ulpiano, en la que aparece clara la relación entre iustitia y ius: «iustitia est constans et perpetua voluntas ius suum cuique tribuendi (la justicia es la constante y perpetua voluntad de dar a cada uno su derecho)» [Digesto, I, 1, 10]. En esta definición el derecho aparece como objeto de la justicia, lo que corresponde en substancia a la relación entre dikaiosyne (justicia) y tó díkaion (lo justo) en Aristóteles. También se encuentra en los juristas romanos una visión realista del derecho natural: como afirma Paulo, este es «id quod semper aequum ac bonum est (aquello que es siempre equitativo y bueno)» [Digesto, I, 1, 11]. El derecho natural es considerado verdadero derecho vigente.

Aunque no faltan enfoques que contraponen derecho y cristianismo, como si el Evangelio centrado en el amor y la interioridad eliminara el plano de la justicia, la verdad es que la fe cristiana ha contribuido poderosamente a poner de relieve el fundamento del derecho y de la justicia jurídica en la realidad de la persona humana, valorando los vínculos sociales también en sus aspectos externos, que han de ser vividos por amor. Antes de Tomás de Aquino no existe una asimilación explícita de la visión de Aristóteles y los juristas romanos en la doctrina cristiana, pero sí se da una conciencia práctica sobre lo justo, cuya dimensión moral es subrayada. Esta acentuación moral se percibe incluso en el hecho de llamar al ius con palabras derivadas de directum (“derecho”, right”), lo que es recto. El influjo civilizador del cristianismo toca muchos ámbitos jurídicos: el bien de la vida, el matrimonio, la autoridad, la libertad, etc. El discurso moderno sobre la dignidad de la persona humana, decisivo para fundar el derecho, tiene en la historia una indudable raíz cristiana. Por otro lado, hay que tener en cuenta que en el seno del cristianismo medieval surge otra gran tradición jurídica muy elaborada y creativa, la del derecho canónico, como derecho de la Iglesia católica, comparable a la tradición del derecho romano, con el que se halla muy relacionado.

La síntesis llevada a cabo por Tomás de Aquino (1225-1274) entre fuentes no cristianas y fe cristiana comprende una clara recepción de la doctrina aristotélica y de los juristas romanos en el contexto de la Suma teológica. Durante mucho tiempo se ha pensado que el núcleo del pensamiento del Aquinate sobre el derecho se halla en su tratado sobre la ley (I-II, qq. 90 ss., que tratan sobre la ley eterna, la ley natural, la ley humana, etc.), según una comprensión primariamente normativa del derecho. Cuando en cambio se centra la atención en lo que se contiene en las cuestiones expresamente dedicadas al ius y a la iustitia (II-II, qq. 57 ss.) se descubre una visión propiamente jurídica, que concibe el ius primariamente como iustum, afirmando con expresión célebre que el derecho es ipsa res iusta (la misma cosa justa), o sea el objeto de la justicia. Tomás de Aquino es muy consciente de otros significados analógicos del ius, entre los que destaca el de ley, en cuanto constituye aliqualis ratio iuris (una cierta regla racional del derecho), de acuerdo con una visión de la ley como ordinatio rationis (ordenación de la razón), la cual posee así una gran relevancia en el ámbito jurídico. La doctrina del Aquinate sobre el derecho como lo justo se encuentra en perfecta continuidad con la de Aristóteles, de quien ha comentado el libro V de la Ética nicomaquea, y con las afirmaciones de los juristas romanos, empezando por la definición de la justicia dada por Ulpiano. Esto vale para la distinción entre los diversos tipos de justicia jurídica (general, conmutativa, distributiva), la doctrina sobre el derecho natural y el derecho positivo desde el punto de vista de aquello que es justo, la epiqueya, etc. En su síntesis hay aspectos originales, como la recordada conciencia de la analogía que permite atribuir la palabra ius a diversas realidades (la cosa justa, la ley, etc.), y una clara percepción de la especificidad de la justicia respecto de las demás virtudes, en cuanto una cosa es justa etiam non considerato qualiter ab agente fiat (independientemente del modo en que el agente la haga), lo que supone una clara distinción entre la dimensión moral (que sí tiene en cuenta ese modo, es decir la intención justa o injusta) y la dimensión jurídica (que por su alteridad y exterioridad tiene una rectitud objetiva que no depende de esa intención).

La historia posterior del pensamiento jurídico se caracteriza en buena medida por un abandono de la perspectiva clásica del derecho como lo justo. En este sentido es emblemática en el medioevo la figura de Guillermo de Ockham (1288-1347). Por una parte, su concepción de la ley se centra en la ley positiva, entendida de manera completamente voluntarista: come un mandato extrínseco procedente de la voluntad del legislador, sin que comporte una ordenación intrínsecamente racional de lo mandado. Por otra parte, el derecho subjetivo aparece como la potestad de recurrir a los tribunales de justicia para exigir el cumplimiento de una determinada prestación, separando netamente el derecho respecto a la cosa justa. Esta doble reducción de lo jurídico, hecha en el contexto de su nominalismo, que niega la realidad de las esencias, resulta muy congruente con la visión que caracterizará el moderno positivismo jurídico.

En el ámbito de la Reforma protestante, y especialmente en Lutero, se observa también un rechazo de la concepción clásica del derecho. El derecho es entendido como realidad profana que no posee en sí una relevancia salvífica. Es más, el derecho es considerado desde un punto de vista negativo, como ligado al pecado, por su naturaleza de instrumento para imponer un cierto orden mediante la fuerza. Si todos fueran cristianos no existiría el derecho. Esta visión pesimista está muy ligada a la doctrina luterana sobre la justificación en virtud de la sola fe, que tiende a no valorar las obras en las que se concreta la justicia jurídica; y resulta muy congruente con la visión de la naturaleza humana como corrompida por el pecado, lo mismo que con la minusvaloración de la razón humana y la negación de la libertad.

En el pensamiento católico sucesivo a la Reforma, si bien hay una vuelta a Santo Tomás, no se aprecia una fiel recepción de su doctrina sobre el derecho. Particular importancia tiene la figura de Francisco Suárez (1548-1617), autor de una gran obra De legibus ac Deo legislatore. De entrada, se nota que su atención se concentra en la ley, y sobre esta su principal preocupación consiste en precisar su ámbito de obligatoriedad moral. Para él la ley es ante todo un acto de la voluntad que manda observar un determinado comportamiento; aun reconociendo el papel de la racionalidad como presupuesto de la ley, su enfoque voluntarista moderado se aparta de la postura de Tomás que privilegia el nexo entre ley y razón, reconociendo el rol de la voluntad. Este cambio abre fácilmente la puerta a un énfasis en la ley como precepto obligatorio, lo que comporta un oscurecimiento de la ley jurídica como regla racional de lo justo. Por otro lado, Suárez considera que el ius es primariamente una facultad moral, esto es un derecho subjetivo, con lo que no coloca en el centro la cosa justa o bien jurídico, sino más bien la facultad de exigirlo. Si bien Suárez precisa que la facultad ha de ser moral, por lo que tiene un contenido objetivo bien delimitado, el hecho de atribuirle prioridad puede comportar el riesgo de una visión individualista y subjetivista del derecho.

Como antecedente del positivismo jurídico se puede recordar la visión del derecho de Thomas Hobbes (1588-1679), tal como la expone en su obra Leviatán. En él se da una neta contraposición entre derecho (right) y ley (law). El derecho es concebido como libertad, que en el estado natural sería ilimitada, dando lugar a una situación de guerra de todos contra todos. En cambio, la ley, que comporta obligación, sería introducida mediante el pacto social, en el cual se trasfiere el derecho como libertad al soberano, concebido en términos absolutos, como único modo de superar esa guerra. Solo en virtud de esta ley positiva sería posible considerar algo como justo o injusto. De la ley natural, que tiende a favorecer la paz, Hobbes tiene una idea puramente moral, no jurídica.

Muy distinta de la concepción clásica del derecho natural es la doctrina del iusnaturalismo racionalista, cuyo precursor es Hugo Grocio (1583-1654), y en la cual se sitúan Samuel von Pufendorf (1632-1694), Christian Thomasius (1655-1728), y Christian Wolff (1679-1754). Para estos autores el derecho natural es derecho racional, es decir un sistema jurídico elaborado mediante la razón que, a través de deducciones a partir de principios, permitiría dar respuesta a todas las cuestiones jurídicas. Este derecho natural, concebido como ahistórico, estaría llamado a sustituir el derecho heredado de la tradición del derecho romano y del derecho canónico, vista como un aglomerado caótico. Por tanto, este derecho natural racionalista no constituye una unidad con el derecho positivo ni está relacionado con la prudencia que juzga del caso concreto, como sostenía la concepción clásica. Este enfoque apriorístico ha sido después generalmente considerado como aquel del cual se quiere liberar el positivismo jurídico, que generalmente desconoce el realismo jurídico clásico.

El positivismo jurídico, dominante desde el siglo XIX hasta nuestros días, postula la ecuación entre derecho y derecho positivo, sosteniendo que el derecho natural no es jurídico. Dentro de esta corriente existen muchas variantes, algunas que conciben el derecho como sistema de normas, otras que lo ven como un puro hecho empírico.

La teoría pura del derecho de Hans Kelsen (1881-1973) es la elaboración más extrema y difundida del positivismo que concibe el derecho como norma positiva. La norma jurídica sería principalmente aquella que establece una sanción ante una determinada conducta. Al mismo tiempo, las normas se encuentran jerarquizadas, de modo que las normas individuales (sentencias judiciales y actos administrativos) se basan en las leyes, y ésta en la Constitución, la cual remitiría a una norma fundamental (Grundnorm) que se ve como hipótesis o ficción. Aplicando rigurosamente estas ideas Kelsen ha construido un sistema totalmente formal, en el que cualquier contenido puede ser jurídico si de hecho es objeto de una norma positiva. El único bien reconocido jurídicamente es el establecido positivamente.

En el positivismo sucesivo a Kelsen se puede observar una mayor atención a la realidad integral del derecho, especialmente a su relación con la moral. Así, H. L. A. Hart (1907-1992), en su libro El concepto del derecho, supera la idea kelseniana del derecho como respuesta sancionatoria, y pone de relieve en cambio que el derecho ha de ser concebido desde el punto de vista de las razones internas que tienen los individuos y los agentes oficiales para su observancia en función de la coordinación social. Hart lleva a cabo también un análisis de las normas jurídicas, en el cual junto a las reglas primarias que indican los comportamientos obligatorios, se señala la existencia de reglas secundarias que declaran qué normas son auténticas, cómo se pueden cambiar las normas, y cómo han de resolverse los conflictos derivados de su incumplimiento. Si bien rechaza la existencia de una conexión necesaria entre derecho y moral, que introduciría un punto de vista metafísico que no goza de aceptación universal, reconoce la existencia de un contenido mínimo de derecho natural, inherente a los presupuestos fundamentales de la vida social, como son por ejemplo la existencia de una igualdad aproximada entre los individuos, o el hecho de la vulnerabilidad humana, aunque esos presupuestos de índole moral son metajurídicos, de modo que el hecho de actuar contra ellos no implica la invalidez jurídica de las normas.

En el panorama contemporáneo existen también autores que reconocen el derecho natural, al menos de manera minimalista. Es el caso de Ronald Dworkin (1931-2013), quien sostiene que el derecho no consiste solo en las leyes positivas contenidas en las fuentes sociales del derecho, sino que comprende principios legales de justificación de esas leyes, los cuales son decisivos para resolver los casos difíciles en los que no es posible hallar una solución sobre la base de las reglas positivas existentes. Estos principios de justificación comportan la existencia de derechos prelegales, lo que implica el reconocimiento de la moralidad política como parte del derecho. En este sentido Dworkin es un iusnaturalista, si bien él atribuye al derecho natural un contenido mínimo, consistente exclusivamente en los principios públicos de moralidad política, entre los cuales el principal se refiere a la igual consideración y respeto que ha de otorgarse a todos los seres humanos. Al mismo tiempo su visión del derecho da mucho relieve al momento jurisprudencial. Por estos motivos, aunque sus posiciones sean lejanas de las del realismo jurídico clásico, se dan en él aproximaciones significativas a esa tradición.

Entre los autores que proponen una renovada actualidad de la filosofía tomista sobre el derecho destaca John Finnis (1940-). En su libro Ley natural y derechos naturales distingue una doble vida del derecho: por una parte, su realidad de hecho conforme a las fuentes sociales, y por otra, su relación con la razonabilidad práctica que se funda en el respeto de los bienes humanos básicos (vida, conocimiento, matrimonio, religión, etc.). Este segundo punto de vista corresponde a la perspectiva moral que es propia de la ley natural. Finnis ha tenido el mérito de incorporar en el debate iusfilosófico un planteamiento que abraza el conjunto de las exigencias de la moralidad sustancial. Sin embargo, no ha puesto de relieve el aspecto específicamente jurídico, o sea de relación de justicia, inherente a algunas de esas exigencias.

En cambio, los ya recordados Michel Villey (1914-1988) y Javier Hervada (1934-2020) han replanteado una visión tomista del derecho centrada en éste como objeto de la justicia, que seguimos en nuestra exposición. De este modo, partiendo de la consideración del oficio del jurista, o sea de quien dice lo justo en el caso concreto, han ofrecido una visión específicamente jurídica de la realidad del derecho, distinguiéndola respecto a las dimensiones moral y política. Comparte esta atención de realismo ontológico al derecho, si bien por vías diversas, Sergio Cotta (1920-2007), el cual ha propuesto una ontofenomenología del derecho, concebido como forma de la coexistencia humana, comparándola con otras formas como la política, la caridad y la amistad.

3. Las propiedades esenciales del derecho como bien jurídico

En cuanto bien jurídico el derecho es aquel bien que perteneciendo a un sujeto (una persona humana o una colectividad) le es debido por otro sujeto. En esta definición resulta evidente la alteridad o intersubjetividad del derecho, el cual supone siempre la existencia de dos sujetos: el titular del bien y el titular del deber.

Aparece así una primera relación, entre el bien y el sujeto al que el bien pertenece como suyo. Esta titularidad respecto del bien puede darse de diversos modos, algunos de los cuales son independientes del obrar del deudor (como la titularidad de los bienes inherentes a la misma persona, o el derecho de propiedad o usufructo sobre bienes materiales), y otros consisten en un crédito que el deudor debe extinguir mediante un acto que ponga al titular en posesión del bien que le es debido.

Para que exista un derecho debe darse otra relación, que es constitutiva del bien jurídico: la que existe entre el sujeto titular del débito y el titular del bien. El bien es jurídico en cuanto es debido en justicia al otro sujeto, o sea en cuanto es bien del otro. En esto consiste la obligatoriedad del derecho entendido como bien. Esta propiedad es prioritaria respecto a la exigibilidad, puesto que el titular del bien puede exigir que se le respete o se le dé solo en la medida en que le es debido por el titular de la obligación. De acuerdo con este planteamiento no hay contraposición entre derecho y deber, ya que todo derecho-bien implica necesariamente la existencia de un deber de justicia de darlo o respetarlo, de modo que no cabe concebir un derecho sin que haya un deber, no en el mismo titular del bien, sino en el otro sujeto que debe cumplir su obligación.

Otra propiedad del derecho es su exterioridad. La relacionalidad interhumana según justicia presupone que el bien esté o pueda estar en el ámbito de otra persona y que ésta tenga el deber de darla o respetarla, todo lo cual implica una dimensión externa en ese bien. El derecho puede consistir en bienes incorporales (como la libertad o la intimidad), mas ellos serán jurídicos en la medida en que puedan ser objeto de una actividad externa de respeto o satisfacción o de inobservancia.

La exigibilidad no es la primera propiedad del derecho, pero posee una gran importancia en la operatividad jurídica. Esto se refleja en la existencia del concepto de facultad de exigir que se llama derecho (con el adjetivo “subjetivo”) en cuanto es justo que sea reconocido y tutelado. Este derecho subjetivo es objeto de determinaciones positivas en cuanto a los órganos y modalidades que el sistema jurídico pone a disposición para ejercitarlo, pero esencialmente depende de la existencia del bien jurídico que se exige. La facultad de exigir es un bien jurídico subordinado e instrumental, y existe también cuando no puede ser ejercitada por el titular del bien jurídico principal: en esos casos deben suplir otras personas o el sistema jurídico. Cuando surgen controversias sobre los derechos, y no es posible un compromiso entre las partes, entra en juego el bien jurídico del justo proceso, con su exigencia estructural del contradictorio, que supone asegurar a ambas partes el derecho a presentar sus razones y pruebas y a conocer y valorar las razones y pruebas de la otra parte.

Muy ligada a la exigibilidad aparece la propiedad esencial de la coactividad, que supone la legitimidad de recurrir a la fuerza para sancionar un comportamiento injusto imputable a una persona. En la medida en que esa injusticia afecta a las personas inmediatamente interesadas existe la vía civil para la ejecución forzada del deber incumplido (cuando es posible) o de la indemnización por el daño sufrido. En la medida en que la injusticia afecta al bien común surgen las sanciones sociales, entre las cuales son máximas las de índole penal, ante las injusticias más graves que son delitos. La pena por el delito, siendo en sí un mal en cuanto privación de un bien del delincuente, aparece como un bien jurídico en cuanto, además de sus beneficios para la sociedad, las víctimas y el mismo sujeto castigado, implica esencialmente la tutela del bien jurídico violado.

4. El derecho como norma jurídica

El derecho como bien jurídico es objeto de normas (o reglas o leyes, entendidas en este contexto como sinónimos) que lo declaran, constituyen, determinan o tutelan. La norma es jurídica en virtud de su relación con el bien jurídico. Aunque el concepto de norma no corresponda a la esencia del derecho (cfr. n. 1) se le aplica analógicamente el nombre de derecho (sobre todo al conjunto de normas o sistema normativo en un determinado contexto social) en cuanto resulta muy relevante en sus diversas funciones respecto a los bienes jurídicos.

La racionalidad o razonabilidad es el constitutivo esencial de toda norma de derecho. A menudo se sostiene que ese constitutivo sería su carácter imperativo en cuanto acto de la voluntad de una autoridad. Aparte el hecho de que no todas las normas provienen de una autoridad (basta pensar en las normas consuetudinarias o en aquellas que provienen de la legítima autonomía de las personas, por ejemplo un contrato o los estatutos de una asociación), el sentido esencial de la norma que regula derechos no es ser objeto de un acto de voluntad (ciertamente necesario para que la norma entre en vigor), sino la configuración de un orden jurídico racional, o sea el ser expresión de una verdad práctica en el ámbito de los bienes jurídicos.

Está muy difundida la reducción de las normas a las de índole positiva, establecidas mediante un acto humano. Si se adopta la perspectiva del derecho como bien jurídico, se evita radicalmente esa reducción. En efecto, se descubre que la norma puede tener una doble relación con el bien jurídico. Por un lado, se puede tratar de normas, tanto generales como concernientes a un caso concreto, que expresan o declaran aspectos del bien jurídico que preexisten a las mismas normas, esto es aspectos naturales. Esa expresión puede consistir en el juicio que cada persona formula en su interior y que puede exteriorizar de modos diversos. La expresión puede asumir formas distintas de declaración social: en la conciencia común que opera en una costumbre, en la formulación de una regla por parte de los juristas, en la declaración por parte de los jueces o legisladores. En estos casos se puede hablar de una cierta positividad de la norma, en cuanto es conocida de varios modos por el individuo o la sociedad, pero esta positividad comporta la afirmación de un aspecto del bien jurídico que no es producido sino descubierto por esos actos humanos. Estas normas no son positivas en el sentido habitual de esta denominación, sino que reflejan una normatividad antecedente, inherente al mismo bien jurídico en juego, una normatividad natural, que pertenece intrínsecamente a la misma realidad del bien.

Por otro lado, la relación entre la norma y el bien es totalmente distinta cuando se trata de normas positivas en sentido propio, es decir introducidas como tales mediante un acto humano. En este caso la norma constituye o determina aspectos del bien jurídico que no preexisten a la norma, o sea aspectos positivos, introducidos mediante un acto humano. Este acto puede ser realizado por las personas en su ámbito de legítima autonomía, puede provenir de un uso común vinculante o costumbre, y puede asimismo consistir en un acto de la legítima autoridad, entendida en sentido amplio, desde la autoridad que gobierna la comunidad política hasta aquella que es inherente a quien gobierna cualquier realidad social. Este acto de la autoridad es de naturaleza política, también esta vez en el sentido amplio del término, en cuanto busca el bien común de la respectiva colectividad; pero posee una relevancia jurídica en lo que se refiere a los aspectos positivos del bien, ya sea que constituya nuevos derechos o bien determine los que ya existen.

Dado que los aspectos naturales y los aspectos positivos de los bienes jurídicos se encuentran inextricablemente unidos en la realidad de estos bienes, las normas que se refieren a unos ya a otros coexisten, conformando un solo orden normativo. Puesto que los aspectos positivos de los bienes son determinación de los naturales, las normas que establecen los primeros deben adecuarse a las normas que declaran los segundos, o sea las normas positivas están subordinadas a las naturales. Si hay contradicción, las normas positivas han de ser interpretadas y aplicadas de modo que sean armonizadas con las naturales.

La relación esencial de la norma de derecho con el bien tiene lugar en aquellas normas que se refieren a la obligatoriedad del bien. En cambio, las normas relativas a la exigibilidad y coactividad del bien son secundarias, pues no dicen relación directamente con la esencia del bien, sino con las consecuencias conectadas con la inobservancia del deber jurídico.

La referencia común a los mismos bienes jurídicos permite concebir el derecho como ordenamiento o sistema unitario de normas dentro de los distintos contextos sociales. La visión realista de la norma capta sus diversas funciones. Aunque todas las normas en último término se basan sobre aquellas que declaran o constituyen un deber jurídico y remiten a ellas, existen normas de diverso tipo: las que reconocen una norma come parte de un sistema e indican los requisitos para cambiarlas o establecen una jerarquía entre las normas: las que se refieren a la operatividad social de la exigibilidad y de la coactividad, las que establecen determinados requisitos para los actos de la autonomía de las personas, las normas legales y jurisprudenciales que suplen la inexistencia de determinaciones en esos actos, etc.

5. Los presupuestos inmediatos del derecho como bien jurídico

5.1. El bien jurídico como realidad intrínseca a las relaciones interhumanas

Se piensa frecuentemente que el derecho pertenece a un mundo propio, el mundo jurídico, que tiene ciertamente múltiples conexiones con el mundo de las relaciones reales interhumanas, pero que sería constitutivamente diverso de este último. El mundo de esas relaciones sería en sí a-jurídico; en cambio el mundo del derecho, con la cultura que le es propia, sería esencialmente artificial. El derecho haría su aparición cuando hubiera necesidad de regular una situación social, especialmente cuando surgieran conflictos sobre lo que corresponde a cada uno o bien cuando una determinada acción antisocial exigiera una sanción. Habría más derecho en la medida en que el sistema jurídico interviene más mediante normas, procesos y sanciones. El ideal sería que existiese el mínimo posible de derecho, en cuanto los sujetos entraran espontáneamente en relación entre sí y resolvieran pacíficamente sus diferencias sin necesidad de intervenciones concretas del sistema jurídico.

Ese planteamiento contiene algo verdadero: el ideal jurídico no consiste en el aumento de las intervenciones del sistema. Sin embargo, para comprender esto adecuadamente hay que afirmar que el derecho no es esencialmente el sistema jurídico. El mundo del derecho es esencialmente una red muy compleja de relaciones inherentes a los bienes jurídicos: las relaciones entre los bienes y sus titulares, y las relaciones entre los sujetos del débito con los titulares de los bienes. Al servicio de esa red, y en estrecha simbiosis con ella, se sitúa el sistema con sus medios normativos, procedimentales y sancionatorios, con sus conceptos y lenguaje propios, con la mentalidad característica de sus operadores (jueces, abogados, etc.). Se comprende entonces que la presencia del derecho acompaña como una dimensión propia, todos los ámbitos (patrimoniales, familiares, económicos, políticos, culturales, etc.) de la socialidad, por lo que el ideal no consiste en la reducción del derecho como bien jurídico, sino precisamente lo contrario: el respeto y la actuación pacífica de las exigencias de justicia inherentes a tales ámbitos, reduciendo al mínimo el recurso a los instrumentos del sistema. Se podría decir que aquello que se necesita es más derecho y menos sistema.

Esto puede también expresarse diciendo que hay un primado del comportamiento justo respecto a la actividad judicial y legislativa. Los bienes jurídicos no son tales por constituir el objeto de una sentencia o de una ley, sino en cuanto que llevan consigo exigencias de justicia para el comportamiento de quienes deben darlos o respetarlos. La actividad de los órganos de justicia y de los legisladores es relevantísima en el ámbito jurídico, pero no es su constitutivo esencial. Las sentencias y las leyes concurren a determinar los derechos, pero lo hacen sobre la base de un núcleo preexistente de bienes jurídicos que se han de respetar. Y estos bienes jurídicos existen antes en la vida de las relaciones interhumanas y solo en segundo lugar en los actos que los declaran o regulan.

En la realidad los derechos-bienes jurídicos son concretos. Obviamente al concebirlos y hablar sobre ellos recurrimos a la abstracción, pero este no es más que un medio para afirmar o negar en el caso singular la existencia de un derecho. El mundo del derecho no es una construcción mental o un medio ideológico para influir sobre el comportamiento humano, sino que es un conjunto de bienes jurídicos reales, objeto de relaciones de justicia bien determinadas, ya sea por la misma realidad natural interhumana o bien por una ley humana o por otros factores positivos (acuerdos, sentencias, etc.). También la actividad humana es causa de derechos: se piense en el trabajo en la medida en que sus frutos materiales o intelectuales pertenecen a la persona que lo realiza; o en la ocupación legítima de un bien que carece de propietario. Esto implica que cada bien tenga una consistencia bien precisa: debe existir una causa eficiente próxima (un título) y un contenido y por tanto unos límites bien determinados (una medida). Caben diversos bienes jurídicos que se refieren a una misma realidad (por ejemplo, el bien de la propiedad y el del arriendo de una misma casa). La concreción del bien comprende también las consecuencias de la regulación pertinente (leyes, contratos, etc.). En caso de duda o conflicto la concreción requiere que haya acuerdos (en las materias en la que son posibles) entre los sujetos, o que la determinación sea hecha por el órgano judicial competente.

5.2. El bien jurídico como realidad personal

El derecho como bien jurídico presupone que sea una persona humana (o una realidad social asimilada a estos efectos a las personas humanas) el titular del bien y el titular del débito. La persona humana aparece como sujeto capaz de tener bienes como suyos, ante todo los bienes jurídicos naturales (como por ejemplo la vida) de los que es titular por el hecho mismo de ser persona humana, e incluyendo los bienes externos que le son atribuidos; esta relación de pertenencia funda la capacidad, dentro de ciertos límites, de influir con la actividad propia en la configuración de los mismos bienes (fundación, modificación, transferencia, renuncia, etc.). En cuanto titular del débito, la persona aparece como sujeto de la acción justa, acto humano proveniente de la razón y de la voluntad.

La visión realista del bien jurídico reconoce a la persona humana, precisamente en cuanto tal y en su realidad natural, como el sujeto por excelencia de las relaciones de justicia inherentes a un bien. La subjetividad jurídica de la persona humana, que no es producto de la normativa humana o de la ciencia jurídica, es una condición que corresponde a toda persona humana por el hecho de serlo, y por tanto como realidad preexistente que debe ser reconocida y tutelada por las normas positivas. En el ámbito del derecho está constantemente en juego la dignidad, o sea el valor eminente, de la persona humana en cuanto tal, incluso en las relaciones que tienen como objeto los bienes externos.

La relación entre el bien jurídico y la persona que es su titular se ilumina si se tiene en cuenta que la persona humana es un ser cuya eminencia se manifiesta en el dominio que tiene sobre sí misma y por consiguiente sobre los bienes inherentes a su propia naturaleza humana, y sobre los bienes externos de los que puede apropiarse, haciéndolos suyos. En este sentido, La persona se pertenece a sí misma y no puede pertenecer a otra persona humana. Esto vale también cuando la persona no es capaz de ejercitar ese dominio, pues continúa siendo persona y poseyendo ese dominio radical sobre sí misma.

La persona humana es el único ser que en virtud de su condición ontológica exige un reconocimiento jurídico por parte de los demás, lo que funda obligaciones de justicia respecto a él. Las tendencias actuales que propugnan la atribución de verdaderos derechos a los seres no humanos —derechos de los animales, derechos de la naturaleza no viviente—implican la pérdida de la conciencia acerca de la especificidad ontológica de los seres personales. Las exigencias válidas presentes en tales tendencias —de respeto y cuidado de la creación, especialmente de los animales— no son jurídicas porque se hayan de admitir nuevos sujetos de derecho, no humanos, sino porque esas exigencias son debidas según justicia a las mismas personas humanas. El derecho presupone la centralidad de los seres humanos en el universo visible, por lo que la desvalorización de las personas en un mundo impersonal implica la disolución del mismo derecho, en cuanto aspecto necesario de un mundo verdaderamente humano.

De estas premisas se sigue la centralidad de la persona humana en el mundo jurídico, como sujeto prioritario del derecho. Es verdad que el bien jurídico, como bien común, puede pertenecer a sujetos que trascienden las personas singulares y puede ser debido por ellos. Sin embargo, tras todos los sujetos transpersonales, ya sean los más ligados a la naturaleza de las personas, como las familias y las comunidades políticas, o bien aquellos que son fruto de la iniciativa asociativa de las personas, se encuentran siempre personas humanas concretas. Estas pueden variar en el tiempo, conservándose la índole institucional del sujeto, pero son siempre los verdaderos protagonistas de todas las agrupaciones sociales, tanto como destinatarios últimos de los bienes sociales, como en cuanto agentes indispensables de cualquier actividad humana ligada a los sujetos transpersonales. Por tanto, también en estos sujetos aparece la centralidad de la persona humana.

5.3. El bien jurídico como realidad relacional

La centralidad de la persona humana no implica de ningún modo asumir una perspectiva individualista. En el bien jurídico están siempre implicadas por lo menos dos personas, y la relación de justicia entre ellas es una relación interpersonal. Se comprende así que la relacionalidad intrínseca de la persona humana se extiende también al ámbito jurídico. El débito de justicia presupone una relación real entre el deudor y el titular del bien, y esa relación comporta el mutuo reconocimiento como personas en relación. Al mismo tiempo, la dinámica de la justicia es esencialmente altruista, pues se trata de dar al otro su bien. El egoísmo jurídico es un enfoque inadecuado del derecho. En efecto, si se adopta la idea del derecho subjetivo sin un fundamento en el bien jurídico, se cae en el individualismo jurídico, ya que se concibe el derecho como afirmación del individuo, es decir como reivindicación de una pretensión subjetiva tendencialmente ilimitada. En conclusión, el derecho como realidad personal es inescindible del derecho como realidad relacional.

La especificidad de la relacionalidad jurídica —o según la justicia—, que tiene como objeto del bien jurídico, se ilumina ulteriormente si se la compara con otros aspectos de la relacionalidad humana. En las relaciones humanas existe el ir más allá del bien jurídico, mediante una generosidad amorosa que no se limita a lo que es justo. No hay contradicción entre este plus de caridad y la medida del derecho, porque en ningún caso lo que excede gratuitamente el dar o respetar el bien jurídico puede implicar una injusticia; es más, la expresión prioritaria del amor mutuo consiste en el reconocimiento del bien jurídico del otro. Por lo que se refiere a la relación de solidaridad que deriva de la común pertenencia a una familia, a una comunidad política u otra realidad social, se puede constatar también allí una superación respecto a las exigencias de la justicia jurídica, en el sentido de promover el bien común mediante formas de autodonación, que superan el egoísmo y comportan sacrificios personales. Pero de ningún modo tiene lugar entonces una anulación de la justicia del derecho, que resulta fundamental en cualquier manifestación de la socialidad humana, y que se refiere a comportamientos debidos en estricta justicia en favor del bien común, correlativos a verdaderos derechos de la realidad social. De este modo las relaciones jurídicas se entrelazan con los otros tipos de relaciones interhumanas, porque se refieren a los mismos bienes, según una pluralidad de dimensiones.

La observación de la realidad jurídica, gracias al genio de Aristóteles, ha llevado a distinguir diversos tipos de justicia que tiene como objeto el derecho. Se ha hecho común la distinción entre justicia general o legal, y justicia particular, la cual puede ser conmutativa o distributiva. Estos tipos de justicia corresponden a otros tantos tipos de relación jurídica.

En primer lugar hay relaciones entre personas o realidades sociales que se sitúan en un plano de igualdad, no siendo un sujeto miembro del otro. Tradicionalmente este tipo de relaciones es asociado a la justicia conmutativa, concerniente a los intercambios en los que cada sujeto debe dar al otro un bien que tiene el mismo valor del bien que el segundo debe dar al primero. Se considera también una relación análoga, de justicia que se puede llamar reparativa, en la cual debe haber equivalencia entre el daño sufrido y la prestación a la que el otro está obligado para reparar.

Sin embargo, las relaciones entre las personas o entre realidades sociales no se limitan a estas dos hipótesis. En efecto, hay relaciones que no nacen de un contrato ni de un daño, sino de la pertenencia de un bien a un sujeto, en cuanto la amenaza potencial por parte de otro sujeto comporta un deber de este último de respetar ese bien. Es más, esta relación de respeto, en la cual dar al otro lo que es suyo consiste en omitir la injusticia, resulta prioritaria respecto a todas las relaciones que presuponen una modificación en los derechos de los sujetos. El bien jurídico aparece ante todo respecto a todos como un bien que exige reconocimiento, por lo que las relaciones interpersonales prioritarias son las del mutuo respeto de los bienes del otro.

Existen relaciones de justicia entre sujetos desiguales en cuanto uno es miembro del otro. Se trata de la relación entre una persona y su familia, su comunidad política u otra realidad social a la que pertenece. Estas relaciones jurídicas existen en ambas direcciones. Según una primera dirección, el sujeto miembro es titular de derechos-bienes jurídicos consistentes en su participación en los bienes comunes de la realidad social, que está obligada a actualizar esa participación. Nos encontramos aquí ante la llamada justicia distributiva, que se refiere a la distribución de los bienes de acuerdo con un criterio de igualdad proporcional (necesidad, capacidad, aportación, etc.) entre los componentes del todo social. Este tipo de justicia presupone una cierta alteridad entre la realidad social y sus miembros, en la medida en que estos no son absorbidos por la primera, sino que aparecen como los destinatarios últimos de toda acción tendiente a promover los bienes comunes.

En la otra dirección la realidad social es titular de derechos-bienes jurídicos respecto a sus miembros, porque estos deben respetar los bienes comunes de aquella realidad social de la que son parte, y deben contribuir, según criterios de igualdad proporcional (sobre todo de capacidad) a los bienes comunes. Puesto que esta contribución tiene necesidad de determinación para ser operativa, se requiere la intervención de normas positivas que la establezcan. Por esta razón esta justicia general es también llamada justicia legal, por la peculiar relevancia que tienen las leyes en su operatividad. Pero también en las relaciones de justicia distributiva resulta muy relevante su determinación mediante normas positivas, y estas normas influyen en las relaciones de justicia conmutativa, tanto mediante determinaciones legales acerca de los requisitos de los contratos como mediante la previsión de reglas que suplan el silencio de las partes contratantes.

6. Los bienes jurídicos fundamentales

La conceptualización del derecho como bien jurídico permite descubrir en cada bien jurídico concreto dimensiones de bien de índole fundamental, es decir primordiales y no reducibles a otras. Esas dimensiones se pueden denominar bienes jurídicos fundamentales, los cuales dan mucha luz para afrontar los problemas jurídicos en su núcleo, y para sistematizar los derechos que existen en cada ámbito jurídico. Así, por ejemplo el bien fundamental de la familia es decisivo para iluminar todo el derecho de familia. Algunos de esos bienes corresponden a realidades de orden natural (como la misma familia o la vida), otros recogen aspectos universalmente reconocidos por la cultura jurídica (como el bien instrumental del proceso). En todo caso, se trata de bienes jurídicos, es decir de aspectos de justicia de las relaciones interpersonales y sociales; se deben distinguir respecto a los bienes morales, que se refieren al bien integral de la persona que actúa. Sin embargo, la dimensión jurídica y la moral están íntimamente unidas, pues la justicia posee ambas dimensiones: la del bien de la satisfacción externa e intersubjetivo de lo justo, y la del bien de la rectitud integral, también intencional, de la persona justa.

Los bienes jurídicos fundamentales son dimensiones objetivas de bien presentes en los bienes jurídicos concretos, también dotados de objetividad. Si se tratara de meros deseos o intereses subjetivos no podría existir una relación de justicia, la cual implica la búsqueda de una solución unitaria, y por ende objetiva, de las cuestiones jurídicas. Ciertamente el bien jurídico de la libertad comporta un legítimo pluralismo, pero los mismos ámbitos de libertad tienen una consistencia y unos límites objetivos.

Los bienes jurídicos fundamentales son dimensiones a la vez inherentes a los derechos de cada persona humana y a los derechos de las realidades sociales. Ante cada cuestión jurídica hay que plantearse al mismo tiempo cuál es su relevancia de bien para las personas interesadas, y cuáles son los aspectos de bien referidos a las agrupaciones sociales, es decir los bienes comunes que son derechos de esas agrupaciones.

Conviene advertir que en un mismo derecho concreto están presentes diversas dimensiones fundamentales de bien, que se entrelazan en cada derecho. Así ocurre por ejemplo con las dimensiones de vida, salud, alimentación, seguridad pública, etc. que confluyen en los problemas jurídicos relativos a la subsistencia de las personas.

La sensibilidad actual sobre los derechos humanos y su operatividad a través de los sistemas jurídicos nacionales e internacionales corresponde a una valoración social de los bienes jurídicos fundamentales. En toda cuestión sobre los derechos humanos hay siempre en juego bienes jurídicos fundamentales, de modo que los derechos humanos, adecuadamente concebidos, constituyen expresiones significativas de esos bienes. Los derechos humanos han de estar objetivamente fundados en bienes jurídicos realmente existentes, lo que muestra la relevancia de estos últimos para la cultura y la praxis jurídica. Aunque su formulación se presenta siempre en un contexto cultural determinado, los derechos humanos poseen un valor universal justamente en virtud de su relación con los bienes jurídicos fundamentales.

En un intento de tipología de los bienes jurídicos fundamentales se pueden distinguir los inherentes a la persona en sí misma (la vida, la integridad física, la salud, la libertad en todos los ámbitos de la vida humana) o aquellos otros que siendo bienes ante todo comunes son participados por los individuos (como la seguridad pública y el ambiente sano); bienes que siendo inherentes a la persona connotan constitutivamente una relación con los demás (intimidad, buena fama o reputación, comunicación, información); bienes referentes a actividades humanas con una dimensión externa (religión, trabajo, comercio, educación, recreación, bellas artes); bienes correspondientes a realidades sociales (la familia con el matrimonio como fundamento, las confesiones religiosas, las comunidades políticas, las instituciones educativas, culturales y de investigación, los medios de comunicación, las empresas y los sindicatos, otras asociaciones); bienes externos a las personas (bienes materiales de producción, de consumo o financieros, bienes intelectuales, bienes instrumentales como el gobierno, la administración, los procesos y las sanciones).

7. Derecho natural y derecho positivo en la perspectiva del bien jurídico

7.1. Iusnaturalismo y positivismo jurídico

El derecho puede ser natural o positivo: este binomio corresponde a la principal distinción que cabe hacer dentro de la noción de derecho. Al respecto existen dos posiciones antitéticas: la del iusnaturalismo, que afirma la existencia del derecho natural, sin negar la del derecho positivo; y la del positivismo jurídico, según el cual el derecho es esencialmente el derecho positivo, por lo que niega la existencia del derecho natural y de la índole jurídica de cualquier realidad que no sea el derecho positivo.

Existen diversas variantes de iusnaturalismo y positivismo jurídico, dependiendo sobre todo de cómo se conciba el derecho. El iusnaturalismo puede ser legalista si sigue la idea del derecho como norma, reconociendo la existencia de normas naturales, o bien puede enfocar la realidad jurídica desde el punto de vista del derecho subjetivo, reconociendo la existencia de derechos subjetivos naturales, o asimismo puede estar centrado en la noción de derecho como bien jurídico, como en el presente escrito. El positivismo puede ser legalista, cuando concibe el derecho como sistema positivo de normas jurídicas válidas, o bien sociológico, que lo considera un conjunto de hecho empíricos prescindiendo de la cuestión de la validez de las normas.

Por otra parte, existen iusnaturalistas que no conciben el derecho natural como verdadero derecho, sino como ideal o valor que debe acoger el derecho positivo, única categoría a la que reconocen el carácter de derecho, por lo que en rigor son positivistas. A su vez, entre los positivistas hay quienes reconocen la operatividad de la moral dentro del sistema jurídico (se suele hablar entonces de positivismo inclusivo) y hay quienes niegan esa operatividad (sería la posición del positivismo exclusivo). En cualquier caso la operatividad que se reconoce es contingente por lo que depende de lo que prevea históricamente cada sistema jurídico, sin que se admita que el concepto de derecho esencial y necesariamente haga referencia a principios o valores morales.

En la cultura jurídica contemporánea el derecho natural es habitualmente considerado como no propiamente jurídico, por lo que en el lenguaje especializado de los juristas se tiende a prescindir de una referencia explícita a él. Se trataría de una doctrina, generalmente asociada al pasado, que no incidiría en la ciencia y en la praxis jurídica. En este sentido, el positivismo jurídico, si bien no goza actualmente del atractivo que ha tenido en tiempos más o menos recientes, sigue influyendo profundamente en la concepción del derecho tanto de los especialistas como de la gente común.

Las razones del rechazo del derecho natural son múltiples. Algunas son muy radicales e implican la negación de cualquier aspecto metafísico o trascendente en el mundo del derecho (cfr. n. 9). Una de las causas más inmediatas es la asociación del derecho natural con el planteamiento del iusnaturalismo racionalista, considerado como la expresión histórica por excelencia del derecho natural, ignorando la tradición del derecho natural que se inspira en el realismo jurídico clásico. De hecho muchas críticas del derecho natural lo conciben como un sistema racional apriorístico y deductivo que propone soluciones rígidas y ahistóricas a los problemas jurídicos, y que tendría por tanto la aspiración de sustituir los sistemas jurídicos positivos.

Sin embargo, en el pensamiento y en la praxis jurídica contemporánea el derecho natural se hace presente por múltiples vías. Es paradigmática, aunque sea objeto de discusión, su relación con los derechos humanos, los cuales pueden en medida considerable ser concebidos como derechos naturales, en cuanto derechos declarados —no constituidos— por las fuentes humanas que los proclaman, y por ser prevalentes respecto a las normas positivas. Además, en el panorama actual de la experiencia jurídica se observa una fuerte tendencia a la relativización de las leyes positivas mediante la invocación de principios fundados en la libertad y en la igualdad (no discriminación) para todos y para todas las conductas que se consideran justas. Este fenómeno se sitúa frecuentemente en las antípodas del iusnaturalismo fundado en el bien jurídico objetivo, porque no tiene en cuenta la consistencia substancial —personal y relacional— de los derechos que se defienden. No obstante, esta tendencia testimonia que ha de ser superado el positivismo legalista que coloca en el centro de la noción del derecho las leyes entendidas como las normas generales positivas. Pero surge con frecuencia otro positivismo, de índole jurisprudencial, que identifica el derecho con el creado por los jueces en sus sentencias, no reconociendo bienes jurídicos naturales (declarados precedentemente por las mismas leyes positivas).

En el ámbito de la filosofía del derecho, la vía principal a través de la cual se lleva a cabo una aproximación al derecho natural es la que se refiere a la relación entre el derecho y la moral. En efecto, si se acepta una cierta relevancia de la moral como tal en el ámbito jurídico, esto constituye el reconocimiento de una cierta vigencia del derecho natural en los sistemas jurídicos (con intensidades muy diversas, cfr. n. 2 sobre el pensamiento de Hart, Dworkin y Finnis). Una relación más esencial entre moralidad substancial y derecho, y por tanto una afirmación clara de la dimensión jurídica de la ley natural o sea del derecho natural entendido en sentido normativo, así como una noción del derecho natural como bien jurídico natural, es posible mediante la concepción del derecho como bien jurídico, siguiendo la tradición de Aristóteles, los juristas romanos y Tomás de Aquino.

7.2. El binomio derecho natural – derecho positivo a la luz de la esencia del derecho como bien jurídico

Para mostrar la existencia del derecho natural se pueden seguir diversos caminos, como por ejemplo el de índole histórica que descubre la persistencia en el tiempo de la idea de un derecho que trasciende las prescripciones establecidas por los hombres, o bien aquel camino que responde a las objeciones del positivismo jurídico (haciendo ver por ejemplo que se basan en una concepción inadecuada del derecho natural, como es la propia del iusnaturalismo racionalista) o que evidencia las aporías que surgen cuando se abraza el iuspositivismo (por ejemplo la imposibilidad de dar relevancia jurídica a la calificación de una norma positiva como injusta si no hay un derecho que antecede a esa norma, o bien la falta de sentido de la consideración de un derecho como declarado por una norma positiva, si ese derecho no es preexistente respecto a esa norma).

Sin desconocer la eficacia de estas vías, pensamos que la vía maestra para conocer el derecho natural es aquella que pasa por la consideración de la esencia del derecho. En efecto, si se piensa que esa esencia consiste en la norma positiva, se está negando a priori la existencia del derecho natural. Si en cambio se considera que el derecho es esencialmente un bien perteneciente a un sujeto (ante todo la persona humana) en cuanto le es debido por otro, se comprende en primer lugar la posibilidad de que esa pertenencia del bien a la persona y el correspondiente deber de darlo o respetarlo precedan las normas positivas. Si luego se tiene presente que existen bienes que son intrínsecos a la misma persona (como la vida o la libertad), entonces se reconoce que la índole jurídica de esos bienes no proviene de las normas positivas, las cuales declaran y tutelan derechos preexistentes. Estos bienes intrínsecos a la persona son naturales porque pertenecen a la persona en virtud de su misma naturaleza humana, es decir son parte de un patrimonio jurídico que es propio de su misma condición humana. Al mismo tiempo, se comprende que existen bienes atribuidos y debidos a la persona no por su naturaleza sino por factores positivos, como las leyes humanas, las costumbres y los acuerdos.

En consecuencia, la cuestión principal de la filosofía del derecho no es la existencia o inexistencia del derecho natural, o sea la adhesión al iusnaturalismo o al iuspositivismo, sino la pregunta sobre qué es el derecho, esto es sobre la esencia de todo derecho. De la respuesta a esta cuestión fundamental procede la posición que se adopta ante el binomio derecho natural – derecho positivo.

La conceptualización del derecho natural como bien jurídico se expresa mejor, en su concreción, si se usa el plural: se trata de derechos naturales. En cambio, el empleo frecuente del singular —“el” derecho natural— connota habitualmente la consideración, legítima, de un tipo de norma o ley que precede la norma o ley positiva, y que constituye la regla de los derechos naturales. Estamos ante dos conceptos diferentes: el derecho natural como bien, el derecho natural como norma o ley. El derecho natural, como todo derecho, es en primer lugar y esencialmente el bien naturalmente apropiado y debido, y luego con referencia a ese bien la norma o ley se llama derecho natural en cuanto que es su regla racional.

El derecho natural en sentido normativo constituye un aspecto o dimensión de la ley natural. Esta es primariamente moral, en cuanto dice relación con el bien integral de la persona que actúa. Mas existe también una dimensión jurídica de la ley natural, en el ámbito de las relaciones interpersonales de justicia, en cuanto que la ley natural no se refiere solo al acto y a la virtud de la justicia como perfeccionamiento de quien es justo, sino que los considera también desde el punto de vista del respeto debido intersubjetivamente al titular del derecho, ya sea una persona humana o una agrupación social. Esta distinción también vale para el derecho positivo, el cual primariamente es el bien perteneciente y debido a una persona en virtud de actos humanos (de las mismas personas o de la autoridad), y por analogía se llama también derecho positivo la ley positiva que declara, constituye, determina o tutela un bien jurídico.

7.3. Las relaciones entre derecho natural y derecho positivo como aspectos del bien jurídico

El derecho natural y el derecho positivo no se dan separados, como si fueran dos realidades paralelas. La noción de bien jurídico ayuda a comprender que en todo derecho hay aspectos naturales y aspectos positivos del mismo bien. No se trata de relativizar la distinción entre lo justo natural, es decir lo que deriva de la naturaleza humana o de la naturaleza de las cosas, y que posee un valor jurídico anterior a cualquier intervención humana, y lo justo positivo, aquello que depende de una actividad humana que es competente para introducir determinaciones jurídicas en lo que es naturalmente indiferente. Tampoco se puede olvidar la prevalencia de lo natural respecto a lo positivo, puesto que lo positivo tiene como fundamento, sentido y límite lo que es natural. De ahí que la índole verdaderamente jurídica de un aspecto positivo no subsiste si contradice un aspecto natural.

Sin embargo, conviene insistir en la inseparabilidad entre aspectos naturales y positivos, de modo que un mismo derecho-bien es generalmente en parte natural y en parte positivo. Por ejemplo el bien natural de la libertad de expresión posee no solo límites naturales, en cuanto que no puede acarrear violaciones de otros bienes jurídicos, sino también límites positivos (por ejemplo el deber de guardar secreto en determinados aspectos del proceso penal). Incluso en aquellos bienes que de suyo no son susceptibles de limitación positiva —como es el caso de la vida humana— hay aspectos positivos muy relevantes establecidos para su tutela (basta recordar la previsión legal de los delitos contra la vida). Por eso, al afrontar cualquier cuestión jurídica se deben considerar al mismo tiempo los aspectos naturales y los positivos. Pensar que todo se puede resolver sobre la base de los primeros es el error del iusnaturalismo racionalista. Sostener que solo hay aspectos positivos es el error del iuspositivismo. Ambas vías resultan infecundas para resolver los problemas sobre lo que es justo.

Los derechos naturales, y más en general los aspectos naturales de los bienes jurídicos, existen en la historia. Esta dimensión histórica influye no solo en los aspectos positivos, sino también en los naturales. Existen ciertamente aspectos naturales relacionados con los bienes jurídicos intrínsecos a la persona, que permanecen inmutables en su esencia a través de los cambios. Pero hay tantos otros aspectos naturales en los que la dimensión temporal comporta mutaciones, tanto por lo que se refiere a la misma persona titular del bien (así, el bien jurídico del trabajo se manifiesta en formas diversas según se trate de la formación previa, del trabajo en sentido propio o de la jubilación) como en lo que respecta a los bienes externos debidos naturalmente a las personas (la alimentación como derecho, por ejemplo, depende de la efectiva disponibilidad de alimentos). Más en general los aspectos naturales aparecen encarnados en formas culturalmente diversas (se piense en la participación de los ciudadanos en el gobierno de una comunidad política).

Muy ligada a la historicidad se plantea la relación entre cultura y derecho. Existe una cultura jurídica, esto es un patrimonio de conocimientos, actitudes, instituciones, etc. que conciernen al mundo del derecho. La dimensión jurídica de la cultura se refiere obviamente a los aspectos positivos de los bienes jurídicos, pero también afecta a los naturales, respecto a los cuales pueden darse progresos a nivel individual o colectivo (como en la percepción de la injusticia de la esclavitud) así como también regresiones (respecto por ejemplo al oscurecimiento en algunos ámbitos del respeto integral de la vida humana desde la concepción hasta su término natural). Sin embargo, de suyo los aspectos naturales son transculturales, por lo que la cultura puede ser juzgada con referencia a la naturaleza de la persona humana y a la naturaleza de las cosas. Existe una dimensión universal de la cultura jurídica en los aspectos que son aceptados por todos (se piense en las declaraciones internacionales sobre los derechos humanos, sin negar las diferencias en su comprensión). Por otra parte, la cultura es una realidad dinámica, tanto en el individuo como a nivel social, y resulta muy relevante la formación jurídica tanto de los especialistas como de las personas en general que deben adecuar su conducta a lo que es justo.

Los derechos naturales, y todos los aspectos de los bienes jurídicos naturales, son objeto de los sistemas de reconocimiento y tutela de los derechos. Los medios jurídicos de los sistemas para declarar y proteger los aspectos naturales son los mismos que se emplean para los aspectos positivos. Las leyes positivas, los procesos, las sanciones, etc. están al servicio de los bienes jurídicos en la globalidad de su configuración natural y positiva.

7.4. Norma general y caso singular a la luz de los aspectos naturales y positivos de los bienes jurídicos; la equidad

El derecho como bien jurídico es concreto, y en su operatividad es prioritaria la actuación de quien debe darlo o respetarlo, respecto a la actividad de declaración y tutela en el ámbito del sistema jurídico. Cuando este debe intervenir resulta a su vez prioritaria la solución de los casos singulares en el ámbito judicial, respecto a la promulgación de normas generales en el ámbito legislativo.

En el ámbito judicial, para poder resolver las cuestiones nuevas que la vida no cesa de suscitar, es necesario tener presentes en primer lugar las reglas generales —que a veces poseen una tal consistencia y amplitud de aplicabilidad que pueden ser denominadas principios— de índole jurisprudencial que son fruto de la experiencia acumulada al afrontar casos similares. Esta fuente normativa de los precedentes judiciales, más allá de las peculiaridades de cada sistema normativo, es muy relevante porque en su origen hay un contacto vital con las situaciones sociales concretas. La elaboración de estos precedentes refleja el modo en el que opera la mente humana, que pasa siempre de lo particular a lo general para poder así retornar con más luz a comprender lo que une y lo que distingue el caso nuevo y los casos antecedentes. Esta comparación es jurídicamente debida en la medida en que capta aspectos naturales de los bienes jurídicos y provee a la coherencia en la consideración de los aspectos positivos en las distintas decisiones judiciales dentro de un mismo contexto social.

En los procesos se han de tener presentes también las normas generales promulgadas por el poder legislativo, las cuales en parte declaran en abstracto los aspectos naturales de los bienes jurídicos, y en parte determinan los aspectos positivos mediante una generalización a partir de lo que sucede en la mayoría de los casos. La obligatoriedad de la observancia de estas leyes positivas depende, en lo que respecta a los aspectos naturales de los bienes, de la misma obligatoriedad de lo que es naturalmente justo, y por lo que atañe a los aspectos positivos, de las exigencias de bien común del respectivo ámbito social, que requiere soluciones armónicas.

Las normas jurisprudenciales o legislativas que se refieren a aspectos naturales de los bienes jurídicos no admiten excepciones, como por ejemplo el respeto del bien jurídico de la libertad religiosa en lo que concierne a la inexistencia de un deber jurídico civil de adherir a una determinada confesión. En cambio, hay normas generales concernientes a los aspectos positivos de los bienes, en los cuales la misma generalización que las caracteriza requiere que en su aplicación sea comprobada la correspondencia con las exigencias naturales de la situación, y que por tanto se admitan excepciones a la regla positiva. Por ejemplo, ante la norma positiva según la cual es obligatorio que determinadas categorías de ciudadanos hagan el servicio militar, si esta norma no contemplara algunas situaciones en las que sería imposible ese servicio se debería admitir una excepción a la respectiva norma positiva.

Se trata de la epiqueya aristotélica que con término derivado del latín se puede llamar equidad, en el significado de justicia del caso particular. En efecto, se trata de la misma justicia considerada en relación con las normas generales, en cuanto se deben introducir excepciones respecto a las previsiones generales. Estas excepciones son debidas, en la medida en que están en juego aspectos naturales del bien. La equidad pone de relieve el entrelazamiento entre los aspectos positivos y los naturales. El principio de legalidad, o sea de adecuación a las leyes positivas que forman parte del sistema jurídico, no puede prevalecer respecto al principio de justicia basado sobre los aspectos naturales del bien.

Es común usar el término “equidad” en otro sentido, no como justicia del caso particular, sino como modificación legítima de los aspectos positivos del bien, por parte de quien es competente para hacerlo, por motivos de misericordia, no siendo por tanto jurídicamente obligatoria ni exigible. Los casos típicos son la condonación de las deudas por parte del acreedor, y la amnistía o indulto de las sanciones penales por parte de la autoridad. En estas hipótesis no opera la justicia, sino que se trata de decisiones prudenciales que por misericordia propician soluciones más benignas, frecuentemente por un cambio en las circunstancias que motivaron la configuración precedente: el deudor se halla en dificultad, la pena ha alcanzado ya sus finalidades, etc.

8. El conocimiento jurídico

8.1. La especificidad del conocimiento jurídico

Frecuentemente se piensa que conocer el derecho es sobre todo conocer sus fuentes sociales, es decir los textos jurídicos (leyes, sentencias, escritos científicos de los juristas, etc.). La realidad de las relaciones interhumanas, a las que esos textos remiten, no tendría consistencia jurídica en sí misma, sino solo en cuanto objeto de esas fuentes. El núcleo del conocimiento del derecho consistiría en la interpretación de los textos jurídicos.

Si en cambio se enfoca el derecho como bien jurídico, el conocimiento jurídico en su especificidad consiste en identificar cuáles son los bienes jurídicos realmente existentes, tanto en sus aspectos naturales como en los positivos, en cada situación. Los textos interesan en la medida en que ayudan a conocer esos bienes. Esto supone reconocer que existe una verdad objetiva sobre el derecho, y no un mero conjunto de opiniones contrapuestas, tanto de los interesados como de las decisiones judiciales. El jurista aparece por tanto como quien sabe, o busca saber, lo realmente justo concreto en cada caso.

Para conocer el bien jurídico en su concreción es decisivo conocer su título, es decir su causa eficiente próxima. En los derechos naturales el título es la naturaleza humana; en los derechos positivos son aquellos factores (actividad humana, acuerdo, costumbre, ley positiva) que lo fundan. Al mismo tiempo se debe conocer la medida del bien jurídico, o sea su contenido: su delimitación, el tipo de relación con el titular, su regulación positiva, etc. De este modo, el conocimiento jurídico abarca las realidades indicadas por los demás significados de “derecho”: las normas, las facultades de exigir, el patrimonio cultural y científico en materia jurídica.

Ciertamente existen dudas y conflictos acerca de cuáles son los bienes jurídicos, y muchas tesis jurídicas son opinables. Sin embargo, la misma esencia del derecho requiere que se busque una solución concreta y unitaria, ya sea por la vía de los acuerdos entre los interesados en aquellas materias en que es posible, o mediante la intervención de los órganos de justicia, siempre en el respeto de los aspectos naturales de los bienes jurídicos.

Esta perspectiva realista, que incluye el conocimiento de los aspectos naturales de los bienes jurídicos, permite darse cuenta de que el conocimiento jurídico posee una dimensión universal, que trasciende las particularidades positivas de cada sistema jurídico. Es ciertamente necesaria la especialización del conocimiento jurídico en cada ámbito concreto, pero no se debe olvidar que existen principios jurídicos comunes, de derecho natural, que se refieren a las mismas materias en contextos similares, y que conviene unificar criterios en los aspectos positivos, especialmente dada la creciente globalización.

La visión realista también permite una renovada comprensión de la interdisciplinariedad en el ámbito jurídico. El positivismo sitúa el derecho en un mundo separado y contingente. En cambio, el realismo en la comprensión de los bienes jurídicos comporta que otras disciplinas (antropología, historia, sociología, psicología, etc.) reconozcan el derecho como algo real, que entra en sus respectivos campos de investigación, y que el conocimiento jurídico se pueda nutrir de las aportaciones de otros saberes.

8.2. Los niveles del conocimiento jurídico

Dentro del conocimiento jurídico se pueden distinguir diversos niveles: los principales son la prudencia, la ciencia y la filosofía del derecho.

Existe un prudencia jurídica que es recta ratio in agibilibus (recta regla racional de la acción), en lo que se refiere a la acción justa, en cuanto que ésta comporta objetivamente, y por tanto intersubjetivamente y exteriormente, la satisfacción o el respeto de lo que es justo.

La prudencia jurídica tiene ciertamente en cuenta las normas positivas, en la medida en que son reglas de lo justo. Pero su función no consiste en la mera aplicación de esas normas al caso concreto, de acuerdo con un esquema que ignora la complejidad de las cuestiones jurídicas. La misma norma positiva debe ser entendida a la luz de la realidad regulada, pera poder captar su adecuación al caso. Además, teniendo en cuenta que habitualmente diversas normas jurídicas resultan aplicables a un mismo caso, se necesita un discernimiento sobre ellas acompañado por una mirada prudencial a cada situación.

La prudencia jurídica se extiende a todos los que tienen deberes jurídicos; en los juristas adquiere una particular relevancia, como virtud que define la propia profesión. Siendo el derecho una realidad concreta, el jurista por antonomasia es el práctico. La prudencia del especialista se manifiesta sobre todo ante las controversias: surge allí la figura del juez, que es el jurista por excelencia, llamado a declarar el derecho en el proceso, y también las figuras de los abogados, que han de hacer valer todo lo que honesta y plausiblemente consideran justo en la defensa de los derechos de sus clientes.

El conocimiento especializado del derecho lleva necesariamente a una elaboración científica, es decir a un saber que no se refiere a la solución del problema singular, sino a los conceptos, principios y reglas que valen para la realidad jurídica en general. La ciencia jurídica comprende dos métodos complementarios: el exegético, que interpreta los datos provenientes de las fuentes jurídicas (leyes, sentencias, etc.) y el sistemático, que organiza esos datos en torno a conceptos, principios y reglas generales, evidenciando la unidad y coherencia del conjunto. Debe superarse una comprensión positivista de la ciencia jurídica, como si consistiera solo en la presentación orgánica de las normas positivas. Esa presentación ha de hacerse a la luz de los bienes jurídicos en juego, comprendiendo sus aspectos naturales, también con sentido critico ante las soluciones positivas y con propuestas para mejorarlas.

La filosofía del derecho constituye otro nivel del conocimiento jurídico. Se trata de la filosofía en cuanto saber sobre los fundamentos de los bienes jurídicos y de todas las realidades conectadas con ellos Pertenecen a ella las grandes cuestiones fundamentales, comenzando por la que versa sobre la esencia del derecho. Es la pregunta decisiva para adentrarse en todas las demás, entre ellas la distinción entre derecho natural y derecho positivo. Compete también a la filosofía del derecho ocuparse de las cuestiones fundamentales concernientes a cada uno de los bienes jurídicos. Existe por tanto una filosofía del derecho sobre el matrimonio y la familia, sobre los aspectos jurídicos de la comunidad política, sobre la esencia y finalidad del proceso y de la pena, etc.

La filosofía del derecho, como verdadera filosofía, se abre a los presupuestos últimos de la realidad jurídica y de su conocimiento: la relación entre ser y deber ser, la relación del derecho con la verdad y el bien, la fundamentación en la persona y en la naturaleza humana, la dimensión trascendente, etc. Son temas que superan ampliamente el ámbito específico de la filosofía del derecho y en los que esta última debe reenviar para ulteriores profundizaciones a otros campos de la filosofía. Pero al mismo tiempo no se pueden ignorar, pues se encuentran íntimamente ligados a la visión del derecho que se adopte. Estos presupuestos han estado constantemente presentes de modo implícito en esta voz, y serán explicitados muy brevemente al final de ella.

Por otra parte, debe subrayarse la especificidad de la filosofía del derecho como verdadero conocimiento del derecho. En efecto, es frecuente que no se distingan bien los confines entre ella y las otras filosofías de ámbito práctico: la filosofía moral y la filosofía política. En este sentido la consideración de la ley natural comporta el riesgo de verla como únicamente moral, olvidando su dimensión jurídica. Por otro lado, poniendo en el centro la norma positiva es fácil que ella sea percibida en la dimensión, por lo demás esencial, de ordenamiento político cuya finalidad es el bien común. La filosofía del derecho, abriéndose a la universalidad del ser, debe permanecer fiel a su objeto formal propio, que es la dimensión jurídica o de justicia de la vida social, sin descuidar sin embargo su relación tan estrecha con la dimensión moral y política de la vida humana.

Estos tres niveles del conocimiento jurídico, siendo tres modos de captar, conceptualizar y juzgar la misma realidad, no se pueden concebir como compartimentos estancos. En efecto, existen múltiples relaciones entre ellos. Entre la prudencia y la ciencia hay un constante intercambio: la prudencia aporta el contacto con los problemas jurídicos concretos, sin el cual las elaboraciones científicas pueden convertirse en teorías que no captan la complejidad de lo real; a su vez, la ciencia al sistematizar y profundizar los temas jurídicos da luces para encontrar soluciones justas a los casos planteados. Entre la filosofía y la ciencia hay un recíproco enriquecimiento: como fundamento de la ciencia hay siempre presupuestos filosóficos, empezando por aquellos sobre la esencia del derecho y la esencia de los bienes jurídicos fundamentales; y la filosofía del derecho encuentra en la ciencia jurídica los problemas jurídicos actuales que está llamada a iluminar. También hay una relación entre la prudencia y la filosofía, pues en la primera han de ser tenidos en cuenta los principios que la filosofía profundiza, y esta última debe conocer los problemas relacionados con las soluciones jurídica concretas.

8.3. La interpretación realista de las normas jurídicas positivas

La interpretación de las normas positivas según Kelsen se limita a constatar los diversos significados posibles de las normas, entre los cuales corresponde elegir a la voluntad competente. Este planteamiento es superado por Dworkin, quien sostiene que cuando los casos no se pueden resolver exclusivamente con las reglas positivas se debe recurrir a los principios legales de justificación los cuales señalan derechos que pueden preexistir respecto a las leyes positivas. A pesar de los límites de esta visión, que solo acepta algunos principios de moralidad política centrados en el igual respeto y consideración de las personas, se trata de una concepción que busca soluciones unitarias a los problemas jurídicos más allá de las reglas positivas. Por su parte, Finnis, junto a la interpretación de las normas positivas reconoce la perspectiva hermenéutica de la razonabilidad práctica, entendida como búsqueda de la razón para actuar basada en la moralidad substancial, o sea en la ley natural. El límite de esta visión es su naturaleza moral, no propiamente jurídica.

De acuerdo con el realismo jurídico clásico la interpretación de las normas positivas constituye un aspecto, ciertamente muy importante, pero subordinado, del conocimiento de los derechos como bienes jurídicos. Se interpretan las normas para conocer su influjo tanto inmediato como contextual en la declaración y en la constitución de los derechos-bienes. Teniendo en cuenta que en estos hay aspectos naturales y positivos, la interpretación de estos últimos debe tomar en cuenta los primeros. Por esto el intérprete ha de tener constantemente presente la realidad regulada por las normas positivas, es decir los aspectos naturales de los bienes jurídicos, en los cuales los aspectos positivos encuentran su fundamento, su sentido y sus límites. De ahí que la interpretación no pueda reducirse a un inventario de las posibles soluciones, sino que ha de buscar la solución justa para el caso, teniendo en cuenta la naturaleza humana, la naturaleza de las cosas y las legítimas determinaciones positivas, aplicando cuando sea necesario la equidad si la norma positiva general resultaría injusta en el caso particular. Cuando no sea posible con estos criterios llegar a una solución unívoca se necesita que el acuerdo de las partes, en aquellas materias en que es posible, o la sentencia del juez realice una determinación de lo justo concreto.

Este modo de comprender la hermenéutica jurídica implica también una función crítica ante las normas que manifiestamente contradicen los fundamentos naturales de los bienes jurídicos, tratando en todo caso de interpretar la normativa vigente de la manera más congruente posible con esos fundamentos. Muy frecuentemente, la actual vigencia del principio de jerarquía entre las normas positivas (como adecuación de las leyes ordinarias a la Constitución o a algunas fuentes internacionales) permite invocar principios fundamentales —muchas veces usando la categoría de los derechos humanos— como modalidad para delimitar el efectivo ámbito de valor jurídico de las normas positivas.

El realismo jurídico clásico, contrariamente a lo que podría parecer, no relativiza las normas positivas. Sucede justamente lo contrario: la perspectiva realista toma en serio estas normas como expresión de justicia, y al comprobar sus eventuales límites, refuerza el valor jurídico de sus contenidos normativos válidos, que no son fruto de una mera voluntad impositiva. De aquí se sigue que en el planteamiento realista el conocimiento de la norma como producto humano histórico adquiere una relevancia mayor, porque permite comprender su razón de ser (su ratio) en relación con las exigencias de la realidad regulada. Por esto, precisamente sobre la base del realismo deben ser empleados, teniendo constantemente en cuenta la realidad objeto de la norma, los métodos de interpretación contemplados por la ciencia jurídica: el método textual (tanto lingüístico como lógico), y contextual (o sistémico, en el que tiene mucha importancia el recurso a la analogía basada en la similitud entre las mismas realidades reguladas), la interpretación histórica de la mens del legislador (mediante los trabajos preparatorios u otras fuentes de conocimiento del significado originario de la norma), y el método comparativo (basado en la comparación de un concepto o institución jurídica con otros ordenamientos jurídicos). Respecto al método teleológico, que recurre a la finalidad (télos) de la norma, es decir a los valores implícitos en la comunidad política que la norma busca considerados en su relación con el momento de la aplicación, el realismo jurídico clásico evita la relativización de la norma mediante la atención a la misma realidad regulada, teniendo presente que los aspectos positivos están al servicio de los aspectos naturales. Así, los derechos naturales y la consideración del bien común permiten una aplicación adecuada del método teleológico.

9. Visión trascendente del derecho como bien jurídico

La visión ontológica del bien jurídico, subyacente a toda nuestra exposición, comporta una comprensión trascendente de ese bien, que supera la inmanencia de la realidad humana de las relaciones de justicia, para abrirse a un fundamento divino del derecho. La ontología del derecho conduce a la teología del derecho.

En la perspectiva del derecho como bien jurídico este constituye una vía para acceder a su fundamento trascendente. Tanto la pertenencia del bien a una persona como el deber de otra persona respecto a la primera son realidades que ciertamente tienen causas humanas inmediatas, pero que en la radicalidad de su ser remiten a una causa última.

Desde el punto de vista de la pertenencia, el respeto incondicionado que merece todo derecho (teniendo naturalmente en cuenta los límites del mismo derecho) se funda, como hemos visto, sobre la dignidad de la persona que es su titular. Pero esa dignidad, incluida su dimensión de derecho, no es objeto de una autoatribución por parte de la misma persona. Ser persona, y por tanto capaz de derechos, es un don que encuentra en Dios su causa eficiente. La misma índole personal del don del derecho muestra que su causa divina debe ser a su vez personal, es más, de una plenitud personal tal que las personas humanas sean partícipes de ella.

En el ámbito de la pertenencia, deben ser considerados de modo especial los derechos naturales. Esos bienes jurídicos son propios de la persona en virtud de su misma naturaleza humana, y son fundamento de cualquier otro derecho. Encontramos aquí con singular claridad una realidad jurídica que no es adquirida por nadie mediante su actividad o sus méritos, sino que acompaña siempre a la vida de cada persona humana. Por esta razón en los derechos naturales aparece manifiestamente que son dones recibidos. Y si son verdaderamente derechos naturales esa condición no proviene de un texto jurídico, de un consenso social o de un condicionamiento cultural: los derechos naturales preceden en su ser todos esos factores (por lo demás importantes para tomar conciencia de los derechos naturales), estando radicados en la naturaleza de la persona humana. Si se pregunta el porqué de esa radicación, la única respuesta que satisface plenamente es que la acción divina es su fundamento.

Por lo que respecta al deber jurídico, este corresponde a una relación real entre el deudor y el titular del bien. Es verdad que muchas relaciones de justicia tienen una causa inmediatamente humana (una promesa, un acuerdo, una ley, etc.). Sin embargo, para explicar el mismo hecho de que esas causas produzcan vínculos interpersonales dotados de obligatoriedad es necesario basarse en el ser de la relacionalidad interhumana. Esos factores positivos pueden generar un débito intersubjetivo porque las personas están realmente conectadas entre sí, en virtud de la dimensión relacional de las personas humanas. Nuevamente nos hallamos ante una realidad donada y recibida, que remite a una causa. Por otra parte, existen relaciones de justicia cuya constitución precede a cualquier acción humana: basta pensar en el mutuo respeto que se deben dos personas que se encuentran ocasionalmente. En estas relaciones se pone de manifiesto aun con mayor claridad que el deber jurídico no es un mero producto humano.

La trascendencia del derecho ha sido evidenciada por la tradición tomista generalmente en el ámbito de la ley. En este sentido, las leyes humanas son vistas como derivadas, por conclusión o por determinación, de la ley natural, y esta última es concebida como la participación de ley eterna en la criatura racional. La idea agustiniana de la ley eterna existente en el mismo Dios, retomada eficazmente por Santo Tomás de Aquino, aparece por tanto come el punto de referencia por excelencia de la dimensión trascendente del derecho (concebido principalmente como ley). Esta visión es perfectamente compatible con la que hemos presentado a partir del derecho como bien jurídico. Es más, esa visión no es solo aplicable a la ley natural en cuanto ley moral, y a la ley humana en cuanto ley política, sino que se extiende también a la dimensión propiamente jurídica tanto de la ley natural como de la ley humana. En definitiva, la normatividad jurídica requiere un fundamento normativo trascendente, que es la ley eterna. Sin ella resulta imposible explicar acabadamente por qué las normas jurídicas son jurídicamente vinculantes, por qué la ley justa debe ser obedecida.

Conviene sin embargo subrayar que no es necesario conocer la dimensión trascendente del derecho y de la ley para comprender de manera realista la juridicidad. La pertenencia de la cosa al titular y el débito respecto a él pueden ser conocidos sin una explícita referencia a un fundamento último. Es más, es posible que se niegue la existencia de este fundamento divino, y que no obstante se viva según un sentido de justicia personal (aun con las limitaciones que de hecho acompañan a la conciencia jurídica cuando no es acogida como voz de Dios). Por consiguiente, hay que distinguir entre el plano ontológico, en el que el fundamento trascendente obra siempre fundando todos los derechos, y el plano gnoseológico, en el cual hay diversos grados de conocimiento de la trascendencia de la realidad jurídica.

Por último, debe ser recordada la relevancia de la revelación cristiana para el conocimiento jurídico, especialmente por lo que se refiere a su índole trascendente y a la claridad y certeza acerca de los derechos naturales. También en este ámbito la fe confirma la recta razón, y de ello hay amplia evidencia histórica. Al mismo tiempo, ha de evitarse el fideísmo que desconfía de la capacidad de la razón humana para alcanzar el conocimiento de determinados bienes jurídicos naturales. En este sentido, precisamente para poder contribuir a realizar adecuadamente la justicia en la ciudad humana, los cristianos deben colocarse en un plano no confesional cuando se trata de defender y promover los derechos naturales, en diálogo fructuoso con todas las personas de buena voluntad, sintiéndose sin embargo libres de presentar ante la llamada razón pública, en vía subsidiaria, también las correspondencias entre la dimensión natural o positiva de la justicia y su tradición confesional.

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