Philosophica
Enciclopedia filosófica  on line

VERSIÓN DE ARCHIVO 2018


Blaise Pascal

Autor: Carmen Herrando

Hubo un hombre que, a los doce años, con barras y redondeles, había creado las matemáticas; que, a los dieciséis, había realizado el más sabio tratado sobre las cónicas que se había visto desde la antigüedad; que, a los diecinueve, redujo a máquina una ciencia que existe toda entera en el entendimiento; que, a los veintitrés, demostró los fenómenos de la pesadez del aire y destruyó uno de los grandes errores de la física antigua; que, a esa edad en que los hombres comienzan apenas a nacer, habiendo acabado de recorrer el círculo de las ciencias humanas, se apercibió de su nada e hizo girar sus pensamientos hacia la religión; que, a partir de ese momento y hasta su muerte, que acaeció en su trigesimonono aniversario, continuamente enfermo y colmado de sufrimientos, fijó la lengua que hablaron Bossuet y Racine, dio el modelo de la más perfecta ironía como el razonamiento más poderoso; y que, finalmente, en los breves intervalos de sus males, resolvió por abstracción uno de los más altos problemas de la geometría, y dejó caer sobre el papel pensamientos que son tan divinos como humanos. Este genio tremendo se llamaba Blaise Pascal.

Chateaubriand, El genio del cristianismo

Es Pascal un personaje apasionante que no deja indiferente a quien se encuentra con él. Su vida y su obra van de la mano, por eso se presentan aquí a la par, para así introducir a este gran pensador de la condición humana y de las grandes cuestiones que han inquietado e inquietan a los seres humanos de todos los tiempos. Pero Pascal fue además hombre de ciencia: matemático, físico, ingeniero… siempre cauteloso con los límites de la razón. También fue un cristiano a quien la fe llegó a abrasarle las entrañas: un cristiano casi impaciente y transformado por la fe. No creó una escuela filosófica, pero los grandes se refieren a él con admiración. De la hondura de sus Pensamientos diría Henri Bergson que no se puede medir. Y François Mauriac, que, por grande que sea, Pascal no deja de ser uno de nosotros.

El pensamiento de cada filósofo se genera en circunstancias vitales y existenciales propias y particulares. Una buena comprensión del mismo, que permita explicar el porqué de los problemas que pretende resolver y el talante de las respuestas que propone, requiere conocer también su contexto histórico y biográfico. Se trata de un principio general, pero cuya aplicación en el caso del pensamiento pascaliano resulta imprescindible. Por esta razón, primeramente haremos un recorrido biográfico en el que se verá cómo la naturaleza existencial del pensamiento de Pascal se genera y se encarna en su vida, para después presentar de modo más sistemático sus principales intuiciones.

1. Matemático, inventor, filósofo, teólogo y místico: vida y obra de un genio francés

1.1. Un niño prodigio en el grand siècle

Blaise Pascal nació en Clermont (hoy Clermont-Ferrand), en Auvernia, el 19 de junio de 1623. Su familia se dedicaba a asuntos jurídicos (en el siglo XV ya hay noticias de su bisabuelo, que era magistrado municipal). Étienne Pascal, el padre de Blaise, sería el primero de la familia en ir a estudiar a París; se inscribió en La Sorbona en 1608. Pero las formalidades académicas casaban poco con su espíritu indagador y amante de la especulación, y no halló en sus estudios de leyes lo que andaba buscando; además, Martin, su padre, consejero y recaudador de impuestos del rey, le ordenó volver a Clermont por las revueltas que hubo en París cuando Henri IV fue asesinado, en 1610. Con la herencia recibida de su padre, a la muerte de éste, Étienne compró el cargo de Consejero electo por el rey en la elección de Bas Auvergne en Clairmont. Y en 1624 lograría hacerse con un cargo más importante: el de Segundo presidente de la Cour des Aides [Tribunal de Ayudas] de Montferrand, encargado de atender asuntos contenciosos fiscales. En 1616, Étienne contrajo matrimonio católico con Antoinette Begon, con la que tuvo cuatro hijos: Antoinette, que murió muy tempranamente, Gilberte, que vio la luz en 1620, Blaise, que nació en 1623, y Jacqueline, dos años más joven que Blaise.

Los Pascal, en tiempos de Martin, el abuelo de Blaise, estuvieron atraídos por la Reforma protestante, pero dicho interés no pasó de ahí, probablemente porque el horror de la noche de San Bartolomé, en agosto de 1572, les disuadió de seguir por aquel camino. Pero siempre conservarían cierto sello crítico frente a las autoridades políticas y religiosas.

Étienne quedó viudo en 1626, con tres hijos pequeños; desde entonces viviría con ellos, como un miembro más de la familia, Louise Delfaut, una suerte de ama de llaves que se encargaría de llevar la casa. Pero las inquietudes científicas del padre de Blaise Pascal fueron tales, que decidió instalarse en París, y para ello vendió a su hermano el cargo de Segundo presidente de la Cour des Aides. Llegaron a París en 1631: Étienne y sus tres hijos, y la siempre fiel Louise Delfaut (de hecho, la llamaban así: la fidèle).

En la capital se multiplicaban las academias particulares o sociedades científicas donde se investigaba al margen de la universidad, y donde se reunían gentes interesadas por temas muy dispares, especialmente científicos; Étienne daría pie así a su gran sed de saber, en un mundo en el que la ciencia daba un gran vuelco: Galileo había observado las lunas de Júpiter con el telescopio que se fabricó, y pronto la representación del mundo dejaría de ser un sistema cerrado donde esferas perfectas giraban sin inmutarse; Kepler transformaba en elíptico el movimiento de los planetas, y Galileo no cejaba en afirmar que el mundo parece estar escrito con caracteres matemáticos…

Este fue el ambiente en el que creció Blaise Pascal, a quien su padre llevaría en más de una ocasión a las reuniones de la Academia parisiensis, dirigida por Marin Mersenne, un fraile del convento de los Mínimos, situado entonces en la Plaza Real, actual plaza de los Vosgos. En la Academia de Mersenne se estaba al corriente de cuanto se investigaba y descubría en Europa; tenían gran interés por todas las ciencias, pero atendían muy particularmente a las matemáticas y a la astronomía.

El Grand siècle —así se conoce en Francia el siglo XVII— había comenzado con la muerte de Giordano Bruno en la hoguera (17 de febrero de 1600), la puesta de las obras de Copérnico en el Índice de libros prohibidos —pese a que fueron escritas un siglo antes—, o la relegación de Galileo al silencio. Cuando murió Galileo, Pascal estaba a punto de cumplir veinte años.

A esta situación de gran inquietud intelectual vinieron a sumarse las terribles guerras de religión —la Reforma había comenzado en 1517—, la guerra de los treinta años, que se desencadenó en 1618, y una crisis material y política, en la que Luis XIII y su primer ministro, el cardenal Richelieu, sentarían las bases de un Estado centralista y una monarquía absoluta.

Étienne Pascal llevó las riendas de la formación de sus hijos, sobre todo la de Blaise, aunque no descuidó la de las niñas. Ideó métodos para enseñarles: se servía, por ejemplo, de letras grandes de cartón para que aprendiesen a leer, o les introducía en la gramática desentrañando las reglas en el proceso mismo de la conversación. Étienne enseñó pronto latín a Blaise y, según cuenta Gilberte Pascal, cuando llegaron a París, padre e hijo hablaban latín determinados días de la semana. «Durante aquel tiempo —escribe— seguía aprendiendo latín, y aprendía también griego, y, además, durante las comidas y tras ellas, mi padre le hacía preguntas tanto sobre lógica como sobre física, como de las otras partes de la filosofía, y esto fue lo que aprendió, no habiendo ido nunca al colegio ni tenido otros maestros, ni para estas cuestiones ni para el resto» [Périer 1963: 19].

Gilberte también dará fe de la curiosidad de su hermano y de su capacidad de asombro. En La vida de Monsieur Pascal refiere que un día, sentados a la mesa, Blaise se apercibió del sonido que emitían la vajilla de loza y el cristal al ser golpeados con un cubierto; y no paró de pensar sobre la cuestión, llegando a escribir un Tratado de los sonidos con solo once años de edad; es una pena que dicho tratado no se haya conservado [Périer 1963: 19].

Étienne se daba cuenta de la viveza de su hijo, y le enseñaba con gran cuidado, pero le preservó de las matemáticas durante un tiempo, convencido como estaba de que le apasionarían demasiado y tomarían por asalto su espíritu. Ya llegaría el momento… Dos versiones tenemos de la pasión que despertaron en Pascal las matemáticas: la de su hermana Gilberte y la de algunos estudiosos del autor. Gilberte relata que un día, cuando su padre volvía de una de las reuniones de la academia de Mersenne, encontró a Blaise en la biblioteca de casa, sentado en el suelo y absorto ante unos papeles donde había trazado ángulos y circunferencias; y que el joven le confesó que estaba tratando de demostrar que la suma de los tres ángulos de un triángulo siempre equivale a un ángulo plano (a dos rectos). Étienne no salía de su asombro al comprobar que Blaise era capaz de demostrar muchas proposiciones de la geometría euclidiana (no conocía los nombres; llamaba “barras” a las líneas o “redondeles” a las circunferencias…), y que hablaba de “axiomas” —una palabra que su padre no le había enseñado— al referirse a ciertas afirmaciones que le servían de base para sus demostraciones. Según Gilberte, su hermano descubrió él solo todas las proposiciones de los Elementos de Euclides hasta la 32, que es con la que le sorprendió el padre aquel día en que lo halló en la biblioteca. La otra versión también presenta la escena de Étienne frente un Blaise embelesado ante unos papeles, pero considera que lo que ocurrió fue que Blaise habría hurgado entre los libros de su padre y hallado uno de matemáticas que contenía los Elementos de matemáticas de Euclides. Parece que tal libro estaba en la biblioteca del padre de Pascal; se trata de un ejemplar de 1545, con los Elementos resumidos en doce páginas, y que Pascal hijo consultaría a escondidas al tener vetadas las matemáticas (con lo que crecía su atracción por ellas). En adelante, Étienne Pascal llevaría con frecuencia a su hijo Blaise a las reuniones de la Academia parisiensis, de manera que, a sus doce o trece años, Pascal ya se codeaba con matemáticos y científicos muy notables, y tenía todos sus sentidos en estado de máxima alerta.

Los miembros del círculo de Mersenne conversaban también sobre las obras de Descartes, el gran filósofo del momento, con quien Pascal se encontraría más adelante. En abril de 1630, Descartes había escrito a Mersenne: «Creo haber encontrado el modo de demostrar las verdades metafísicas, de un modo que es más evidente que las demostraciones de la Geometría» [Albiac 1981: 45].

1.2. Jacqueline, la hermana menor

Pero si el joven Blaise destaca, es obligado decir unas palabras sobre su hermana menor, Jacqueline, quien empezaba a ser conocida por su gracia para componer versos espontáneamente, y pronto iba a tener una intervención decisiva para la suerte de su familia. En aquel reinado de Luis XIII la situación socioeconómica y política de Francia se hallaba estancada; reinaba gran descontento en todas las capas sociales, debido en gran medida al aumento de la presión fiscal. Y Étienne Pascal sufrió las consecuencias. Había invertido dinero en rentas del ayuntamiento, y los beneficios resultaban cada vez más menguados. En 1638, el canciller Séguier suspendió los pagos de muchas rentas del Estado, y Étienne se vio directamente afectado, por lo que se unió a un grupo numeroso de personas que protestaban frente al palacio del ministro de justicia, y en consecuencia se vio obligado a huir por miedo a posibles represalias; se refugió en Auvernia, dejando a sus hijos en París con Louise Delfaut. Aquel mismo año, la reina estaba embarazada; el rey Luis XIII había hecho un voto solemne de consagración de Francia a la Virgen para pedirle un hijo varón. Entretanto, a Jacqueline la llevó a la corte una gran dama y tuvo la ocasión de improvisar unos versos ante la reina; días atrás se había producido un pequeño terremoto en Saint Germain-en-Laye, donde residía entonces la corte, y la pequeña Pascal relacionó el fenómeno sísmico con los movimientos del futuro delfín en el seno de su madre, Ana de Austria. Todo el mundo quedó encantado y pedían a Jacqueline que volviese a la corte. Ella vio en aquella circunstancia una ocasión de oro para pedir clemencia para su padre, que seguía lejos de París, pero no pudo hacer gran cosa; aunque lo tendría presente en ocasiones venideras. Y así sucedió unos meses después, tras curarse de la viruela que había contraído en otoño y que le dejaría el rostro marcado: Jacqueline participó en la representación de El amor tirano, de Scudéry, ante su Eminencia Jean-Armand du Plessis de Richelieu. No desaprovechó la ocasión la pequeña Pascal, que tenía entonces trece años, y declamó unos versos ante el primer ministro de Luis XIII, pidiéndole con mucha gracia que librase a su padre del exilio al que se hallaba sometido. Richelieu, maravillado, prometió el perdón para su padre, poniendo la condición de que, al regreso de Étienne, fuesen a visitarle todos los miembros de la familia; y acudieron a su palacio un día del mes de mayo de aquel año de 1639. Étienne dejó de ser un sospechoso perseguido por la justicia para pasar, por encargo del primer ministro, a gestionar el cobro de los impuestos en Normandía. Richelieu había tenido que sofocar no pocos levantamientos, particularmente cruentos en Normandía, y tuvo que obrar con mano dura. Mandó tropas a esta región, y también al ministro de justicia, a quien le ayudaría un consejero. Para este último cargo pensó en Étienne Pascal, quien, naturalmente, no se pudo negar. Esta es la razón de que encontremos a la familia Pascal en Rouen a comienzos de 1640.

1.3. El inventor, el matemático, el físico

Blaise Pascal publicó en Rouen su Essai pour les coniques (Ensayo para las cónicas) que había escrito unos meses antes en París. Fue su primera obra editada, y procedía de sus reflexiones en torno a varios principios sobre los que pensaban los miembros del grupo de Mersenne (sobre todo Désargues, que era viticultor y matemático). A sus dieciséis años, Blaise Pascal había presentado ante los amigos de su padre este tratado, que es para muchos el principio de la geometría proyectiva, y venía a resolver el conocido como problema de Apolonio, que había traído de cabeza a muchos sabios desde la antigüedad. El mismo Mersenne, en el acta que daba cuenta de aquella sesión, escribiría que el joven había logrado descubrir cuatrocientas proposiciones que cubrían el conjunto de la geometría de las cónicas. En el tratado se daba cuenta de las características de cualquier sección cónica, así como de las propiedades del hexagrama místico o sexángulo en sección cónica, que aún se conoce como teorema de Pascal. Gilberte escribirá más adelante, a este propósito: «se decía que, después de Arquímedes, nada se había visto que encerrara tanta fuerza» [Périer 1963: 19].

En Rouen comenzaron a manifestarse problemas en la salud de Blaise (violentos dolores de cabeza, rabiosos dolores de muelas, problemas de estómago…). Su hermana cuenta que desde los dieciocho años no pasó un solo día sin dolor [Périer 1963: 20]. Con todo, no dejó de trabajar, y para ayudar a su padre en el cobro de los impuestos inventó una máquina calculadora, la conocida como pascalina. La hizo funcionar en 1642, a sus diecinueve años, pero la fue perfeccionando. Y la comercializó: primero la patentó, y luego mandó fabricar unas cincuenta, todas diferentes, construidas con distintos materiales (cobre, maderas preciosas, marfil…); también les dio publicidad (es muy posible que Pascal fuese el “inventor” del primer prospecto publicitario…). Fue con su padre a presentarla ante los miembros del círculo de Mersenne, y dejaron en manos del físico Roberval, profesor del Colegio Real de Francia, la tarea de distribuirla. También enviaron una al canciller Séguier, con una dedicatoria que muestra la idea que el joven Pascal tenía entonces de sí mismo: «Espero que, entre tantos hombres doctos que han penetrado hasta en los últimos secretos de las matemáticas, los habrá que estimen mi acción temeraria, puesto que en la juventud en la que me hallo, con tan pocas fuerzas, he osado intentar un nuevo camino en un campo lleno de espinas, sin guía alguno para abrirme paso.[...] Tengo ya la satisfacción de ver mi obra, no sólo autorizada con la aprobación de algunos de los principales en esta verdadera ciencia, [...] sino también honrada con su estima y recomendación» [Pascal 1963: 188]. La realeza europea adquirió algunas pascalinas: la reina de Polonia, Maria Luisa de Gonzaga, compró dos, y a la reina Cristina de Suecia le enviaría Pascal una más adelante, por la gran admiración que la reina sentía por las ciencias. A su corte llamó a René Descartes, quien moriría en Estocolmo en 1551.

Además de los trabajos sobre las cónicas y la máquina calculadora, en esta etapa estudió Blaise Pascal el cálculo de probabilidades y el cálculo infinitesimal, en el terreno de las matemáticas. En el de la física, destacan sus reflexiones sobre el vacío, que pronto le llevarían a reproducir el experimento de Torricelli; asimismo trabajó sobre hidráulica, y también se detendría a pensar sobre el método científico; las conclusiones, en este último campo, apuntan hacia las teorías de la falsabilidad que haría célebres tres siglos más adelante Karl Popper.

Richelieu murió a finales de aquel 1642 en que Blaise Pascal ponía en funcionamiento la máquina de calcular; Luis XIII le seguiría a pocos meses de distancia. Les reemplazaron la reina regente Ana de Austria y Mazarino, otro ministro cardenal, aunque no clérigo.

En enero de 1646, Étienne Pascal se dislocó una pierna al resbalar sobre el suelo helado cuando se dirigía a tratar de impedir un duelo. Aquel acontecimiento fue decisivo para la familia, pues conocieron a los hermanos Deschamps, los cirujanos que atendieron a Pascal padre. Estos médicos hablaron a los Pascal de un movimiento cristiano que se estaba gestando en torno a la abadía cisterciense de Port-Royal des Champs y su filial parisina, Port-Royal de París. Se empezaba a conocer como jansenismo debido a que se inspiraban en la obra de Cornelius Jansen (Jansenio), que había sido obispo de Ypres, en Flandes, y era autor de un libro sobre San Agustín titulado Augustinus. Este libro sería central para los seguidores de esta espiritualidad, a quienes les gustaba llamarse Amigos de san Agustín. Casi tres meses se quedarían los hermanos Deschamps en casa de Étienne Pascal, un tiempo en el que la familia se impregnó de este espíritu agustiniano que había difundido uno de los directores espirituales de las monjas de Port-Royal, el abbé de Saint-Cyran, a quien Richelieu había encerrado en 1638 en la fortaleza de Vincennes, porque decía que «era más temible que seis ejércitos» [Jiménez Lozano 2000: 168]. Saint-Cyran era un hombre que no tenía miramientos a la hora de denunciar lo que consideraba denunciable, y gran amigo del obispo Jansenio, quien moría aquel mismo año de 1638 sin haber visto publicada su obra sobre san Agustín; el libro vio la luz en 1640. Cuando regresaran a París, un año más tarde, Pascal y su hermana Jacqueline (Gilberte se había casado con Florin Périer y vivían en Auvernia), quedarían tan impresionados por el monasterio de Port-Royal, que no dejarían de frecuentarlo (tanto del de París como la casa madre, que se hallaba en el valle de Chevreuse, no lejos de Versalles).

En aquel mismo año de 1646, Pierre Petit, a quien Étienne Pascal conocía de la academia de Mersenne, visitaba a los Pascal, de camino hacia Dieppe, adonde se dirigía para ver los restos de un barco lleno de riquezas que había naufragado diez años atrás. Pero a Petit nada le importaban los tesoros, sino el dispositivo del que se iban a servir para acceder al barco: una suerte de campana bajo la cual pensaban que se podía permanecer sumergido en torno a seis horas, si se mantenía una vela encendida. Petit conversó largamente sobre el particular con Pascal padre y Pascal hijo, y salió a relucir un experimento que había llevado a cabo un italiano cuyo nombre era desconocido para Petit: Torricelli, un discípulo de Galileo. El experimento consistía en lo siguiente: en un tubo de vidrio muy largo y cerrado por uno de sus extremos, se vertía mercurio, y al volcarlo en una cubeta que también contenía mercurio, la columna de metal descendía hasta cierto nivel; se trataba de probar que en la parte del tubo de la que desaparecía el mercurio porque descendía hacia el mercurio contenido en la cubeta, se hacía el vacío; esa era la hipótesis planteada por Torricelli. El experimento también probaría el “peso” del aire, pues el mercurio de la cubeta sólo se elevaba hasta determinado nivel, como si hallase cierta resistencia. A Blaise Pascal le apasionó aquel asunto y se comprometió a realizar el experimento con todo rigor científico; su padre cargaría con los gastos. Cuando Petit regresó de Dieppe les contó que lo de la campana no había funcionado como se esperaba, pero llevaron a cabo el experimento del mercurio y comprobaron que aquel italiano tenía razón. Comenzaba así Pascal una serie de experimentos sobre el vacío para los que se procuró vidrios de gran longitud. Le resultó difícil hallar vidrieros que “soplasen” tubos tan largos como los requeridos, pero había que hacer el experimento con el mayor rigor, y lo consiguió. Estos experimentos culminaron en el otoño de 1648, cuando Florin Périer, el cuñado de Pascal, siguiendo las instrucciones de éste, realizó el experimento del italiano a los pies y en lo alto del monte Puy-de-Dôme, en Auvernia. Pascal comprendió que se trataba del vacío, de manera que sus explicaciones resultaron ser las reales, al igual que su hipótesis sobre el peso del aire. Mientras tanto, Blaise volvería a instalarse en París, donde ejecutaría el experimento en lo alto de la torre Saint-Jacques.

1.4. Descartes, «inútil e incierto»

Blaise y Jacqueline regresaban a París en 1647; Étienne se quedaría aún algún tiempo en Normandía. La vuelta a la capital comportó muchas novedades, pues los dos hermanos conocieron el monasterio de Port-Royal y quedaron fascinados por la vida que allí se respiraba. En el caso de Jacqueline, la atracción llegó hasta el punto de querer hacerse religiosa; y eso haría unos años después, tras la muerte de su padre, pues éste le puso como condición que esperase a que él muriera.

Pascal siguió con sus experimentos en aquel mundo anclado aún en concepciones medievales, como era el caso del horror vacui, del que no se desprendían ni pensadores de la fama de Descartes. El gran filósofo quiso visitar a Pascal, aquel joven de quien tanto se hablaba en los círculos eruditos y sobre quien le costaba creer que hubiese resuelto el problema de Apolonio. Fue a verle en otoño de 1647, cuando la salud de Pascal estaba resquebrajada. El 23 de septiembre acudía Descartes a casa de Pascal, y con él conversó sobre el experimento de Torricelli y sobre la máquina de calcular. Pascal mostró a Descartes la jeringa de aspiración de la que se servía en sus experimentos sobre el vacío; el filósofo quedó maravillado y volvió al día siguiente para seguir conversando. Hay autores que piensan que fue Descartes quien sugirió a Pascal ejecutar el experimento de Torricelli en la cima de un monte elevado, pero tal hipótesis no parece probable, sobre todo si se considera que para Descartes el vacío seguía siendo inconcebible. Según cuenta Jacqueline, que debió de presenciar la conversación, dado el precario estado de salud de su hermano aquellos días, el filósofo se refería aún a la “materia sutil” que quedaba en la jeringa al extraer el aire. Es conocido que Pascal tuvo una fuerte discusión acerca del vacío con el jesuita Noël, quien probablemente fue maestro de Descartes cuando este estudiaba en el colegio de La Flêche. ¿Llegó Descartes a acusar de plagio a Pascal? Es posible, pero no sabemos. Mas lo que sí sabemos es que le recomendó que pasase mucho tiempo en cama y que tomara muchos caldos; y que bebiera suero de leche para restablecer su maltrecha salud. Y Pascal bebió mucho suero de leche a lo largo de su vida.

«Descartes, inútil e incierto» [Pensées, L 887], escribiría Pascal. Y también: «No puedo perdonar a Descartes; bien hubiera querido poder prescindir de Dios en toda su filosofía, pero no pudo evitar hacerle dar un papirotazo para poner el mundo en movimiento; tras esto, no le quedó otra que ejercer de Dios» [Pensées, L 1001]. Descartes es aún un metafísico a quien Pascal acusa de deísta. Nada, sin embargo, estaba más lejos de la concepción del propio Pascal, quien no halló más trascendencia que la del Dios revelado en Jesucristo, y nunca mezclaría la ciencia con la religión. Para él no hay más metafísica que la que conlleva una apuesta personal por la Revelación cristiana. Pascal y Descartes no dejan de ser personajes antagónicos desde el fondo de sus visiones del mundo. Son, de entrada, el hombre del pathos y el del método. Un método, el cartesiano, de fondo matemático y regido por una nueva lógica que para su autor representaba una nueva manera de demostrar las verdades metafísicas, más evidente que la misma geometría [Albiac 1981: 45]. ¡Qué seguridad la de Descartes! Sin embargo, como hace ver Gabriel Albiac, puede que «el largo calvario que ese otro miembro del entorno merseniano que es Pascal, va a emprender, dos décadas más tarde, a lo largo del camino de la fundamentación metafísica, para concluir en el hallazgo del vacío, quizás, este extraño via crucis constituyera el más sorprendente mentís histórico infringido en el siglo XVII al desmedido optimismo cartesiano» [Albiac 1981: 45]. Pues no es menos cierto que el mundo en el que todo encaja, tal y como es contemplado por la mentalidad cartesiana, es para Pascal un mundo a veces caótico. Aunque se suele presentar a Descartes como precursor de la mentalidad moderna, sin embargo Pascal se aproxima más que este filósofo racionalista a las nacientes visiones del mundo, porque el joven sabio representa al espíritu libre de viejas ataduras metafísicas. Por eso, su mundo religioso tendrá que ver con la fe sentida y vivida en su interior, mucho más que con ciertos constructos teológicos destinados a preservar una religiosidad muy enredada aún en la maraña del mundo.

Como expresa Pascal en el Prefacio para un tratado del vacío, la autoridad es esencial en cuestiones de fe porque se trata de verdades transmitidas de generación en generación, verdades que figuran en los libros santos y están muy por encima de la naturaleza y de la razón humanas. Pascal dirá que «como el espíritu del hombre es demasiado débil para alcanzarlos por sus propios esfuerzos, no puede llegar a esas altas comprensiones si no es conducido por una fuerza omnipotente y sobrenatural» [Pascal 1963: 230]. Pero las preguntas que plantea la razón son de otro cariz, y el ser humano ha de tener menos en cuenta aquí la autoridad de los antiguos, sin dejar de considerarla, y lanzarse a observar y a experimentar con lo que tiene ante los ojos y sobre lo que le proporcionan informan los sentidos e ilumina la razón. Para nuestro autor no hay que mezclar estos terrenos. Como escribe Henri Gouhier, para Pascal, «la historia de las ciencias se resume como una progresión; la de la teología como una transmisión» [Gouhier 1963: 7].

1.5. Lo que el mundo no puede llenar

En 1648 estallaba en Francia la Fronde, la de los parlamentarios en primer lugar, y después la principesca. Fueron rebeliones de algunos estamentos contra el poder real, reacciones contundentes contra una monarquía muy poderosa. Los motines se prolongarían hasta 1649, cuando se enfrentaron entre ellas las facciones rebeldes, pero hasta 1653 no se puede dar por terminado este movimiento de protesta en el que participaron muchos jansenistas.

En 1651 terminaba la regencia de Ana de Austria y comenzaba a reinar un jovencísimo Luis XIV. El poder de la corte en Versalles se alzaría contra el movimiento agustiniano de Port-Royal, que despreciaba con su indiferencia los falsos brillos cortesanos. Port-Royal y Versalles llegaron a ser dos centros de irradiación: de espiritualidad, el primero; de mundanidad, el segundo. Port-Royal ignoraba a Versalles, y Versalles no podía soportar aquella indiferencia. La Fronda no haría más que alejar posiciones, pues muchos de los amigos de Port-Royal pertenecían a la llamada nobleza de toga y a otras secciones del estamento noble, que protestaron por la absolutización del poder real.

Estas revueltas forzaron el regreso del padre de Pascal a París. La nueva situación familiar se tornó un tanto extraña: Étienne, a quien le quedaban ya pocos amigos, pues el padre Mersenne y otras personas de su círculo habían muerto, no se encontraba a gusto en la capital; Jacqueline vivía retirada, a la espera de poder ingresar en Port-Royal; y Blaise, que andaba volcado en sus investigaciones, se dedicó a poner por escrito sus tratados sobre el equilibrio de los líquidos y sus Nuevos experimentos respecto al vacío, publicado este último en 1647. Cuando Gassendi tuvo noticia de los experimentos de Pascal, se refirió a él como ille eximius, incomparabilis potius adulescens (este eximio e incomparable joven), y expresó que «lo que ha hecho, nadie, antes que él, sabía hacerlo, pero, tras él, todo el mundo puede» [Attali 2000: 142]. Pascal seguiría con sus estudios sobre las cónicas, sin descuidar las mejoras de su máquina calculadora para la que el canciller Séguier obtendría, en 1649, un privilegio que su inventor había solicitado años atrás.

Aquel mismo año de 1649, los Pascal pasaron una larga temporada en Clermont por las revueltas de la Fronda. Pascal tuvo la ocasión de llevar de nuevo a cabo los experimentos sobre el vacío en lo alto del Puy-de-Dôme, con lo que probó definitivamente que el aire pesa y que el vacío no es ninguna ficción. Regresaron a París en 1650, año en que moría Descartes, el 11 de febrero, en la corte de la reina Cristina de Suecia.

Étienne Pascal murió en septiembre de 1651, y Jacqueline se vio libre para ingresar en el monasterio, pero quien le pondría pegas ahora sería su hermano, que no soportaba la idea de quedarse solo. Jacqueline partió a Port-Royal el 4 de enero de 1652, a escondidas y sin el permiso de Blaise, y éste, por su parte, además de ocuparse de la redacción de su tratado sobre el vacío, que dejaría inacabado, daría inicio a la que se ha dado en llamar su etapa mundana, porque ciertamente haberse convertido en un hombre famoso le abría muchas puertas; era, además, locuaz, de apariencia agradable y buen conversador, y disponía de carroza y de cochero. También se dice de él que llevaba un reloj de muñeca, algo que llamaba mucho la atención. Era, pues, natural que se le acogiese con agrado en los principales salones de París.

Aunque la amistad con Arthus de Roannez venía de atrás, es en este periodo en el que Pascal emprenderá alguna empresa con él, y con Mitton y el caballero de Méré, a quienes nombra en sus escritos. Seguramente, este pensamiento lo escribiría Pascal pensando en su amigo Arthus, duque de Roannez: «¡Qué gran ventaja, la nobleza, que pone a un hombre de dieciocho años en condiciones de ser conocido y respetado, como otro podría merecerlo a los cincuenta! ¡Treinta años ganados sin esfuerzo!» [Pensées, L 104]. Y también algunas de las reflexiones de sus Tres discursos sobre la condición de los grandes, donde distingue entre grandezas establecidas y grandezas naturales. Arthus de Roannez fue nombrado gobernador de Poitou en 1652, y hacia aquella región se dirigiría en ocasiones Pascal junto con los otros dos amigos, Méré y Mitton, para estudiar y practicar técnicas para drenar terrenos pantanosos. Del duque de Roannez se sabe que, tras la muerte de su amigo Pascal, se dedicó a mantener viva su memoria y a propagar su pensamiento, pero también que terminó sus años llevando una vida sencilla y buscando la verdad en una existencia pobre y entregada que le llevaría a renunciar a los privilegios de su condición de noble. De él escribió Saint-Simon: «El duque de Roannez tomó una especie de hábito eclesiástico, sin haber entrado a formar parte de una orden religiosa, y vivió en un profundo retiro» [Lafuma 1963: 665].

Pascal fue amigo y una suerte de director espiritual de la hermana del duque de Roannez, Charlotte de Roannez. Es posible que los Discurso sobre las pasiones del amor que se le atribuyen tuviesen como fondo el amor que sintió por la hermana de su amigo, a quien escribió cartas que se conservan y que son ejemplos de verdadero acompañamiento espiritual.

De los citados amigos, hombres de mundo, pero no personas banales, extrajo Pascal su idea del hombre honrado (honnête homme), una cualidad universal por la que él abogaría incluso hasta pensar que, si un hombre no era cristiano, había que exigirle que fuese una persona decente. Un mínimo de la moral humana que conviene tanto a nuestro tiempo, tan habituado a conformarse con mínimos. Aunque es claro que al propio Pascal no le bastó. Y en su Oración para pedir a Dios el buen uso de las enfermedades se refiere al «uso delicioso y criminal del mundo» como una suerte de coraza de insensibilidad a lo verdaderamente importante, que suele ocultarse en lo profundo y en lo pequeño [Pascal 1963: 362].

Esta etapa de tantas relaciones sociales llevaría a Pascal a considerar muchas cuestiones de la vida corriente de los hombres. En este sentido, son célebres sus reflexiones sobre la diversión y la dispersión (divertissement), que llamará la «mayor de nuestras miserias» [Pensées, L 414], pues él constataba con frecuencia que a los seres humanos nos cuesta sobremanera permanecer quietos y en soledad. La razón última: que la soledad lleva a pensar en la muerte, y que esta realidad que nos espera «se soporta mejor si no se piensa en ella» [Pensées, L 138]. Estaba persuadido de que nos perdemos la vida, orientados como estamos siempre hacia lo que está por llegar, de manera que no vivimos, y «disponiéndonos siempre para ser felices, resulta que no lo somos nunca» [Pensées, L 47]. «Condición del hombre: inconstancia, aburrimiento, inquietud» [Pensées, L 24], pues la vida humana no es sino una gran carrera hacia la muerte, pero el hombre no se quiere enterar: «Corremos, sin preocuparnos, hacia el precipicio, tras haber puesto algo ante nuestros ojos que nos impide verlo» [Pensées, L 166].

No sé quién me ha puesto en el mundo, ni qué es el mundo, ni qué soy yo mismo; me encuentro en una terrible ignorancia de todo; no sé qué es mi cuerpo, qué son mis sentidos, qué es mi alma, ni qué es esta parte de mí que piensa lo que digo, que reflexiona sobre todo y sobre ella misma, pero que no se conoce a sí misma mejor que al resto. Veo estos terribles espacios del universo que me envuelven, y me veo afectado a un rincón de esta vasta extensión, sin saber por qué me hallo en este lugar y no en otro, ni por qué este breve tiempo que se me ha dado para vivir me ha sido asignado más bien en este punto que en otro de toda eternidad que me ha precedido y de la eternidad que me sigue. No veo sino infinidades, que me envuelven como a un átomo, como a una sombra que no dura más que un instante para no volver. Lo único que conozco es que moriré pronto, pero lo que más ignoro es esta misma muerte, que no sabría evitar.

Como no sé de dónde vengo, tampoco sé adónde voy; y sólo sé que al salir de este mundo caeré para siempre o en la nada o en las manos de un Dios irritado, sin saber cuál de estas dos condiciones me será eternamente dada en herencia. Este es mi estado, lleno de flaquezas y de incertidumbre. Y de todo esto concluyo, pues, que debo pasar todos los días de mi vida sin pensar ni indagar en lo que me va a suceder. Quizás pudiera encontrar algún esclarecimiento de mis dudas; pero no quiero tomarme esa pena ni dar un paso para buscarlo; y después, tratando con desprecio a quienes trabajen en este sentido —cualquier certeza que hallen será más una cuestión de desesperanza que de vanidad—, caminaré, sin previsión y sin temor, a embarcarme en tan grande acontecimiento, y me dejaré llevar muellemente hacia la muerte, en la incertidumbre de la eternidad de mi condición futura. [Pensées, L 427].

Pero del mundo de los salones también sacaría Pascal otras enseñanzas que le llevaron igualmente a la conclusión anterior: observaba con cuánta frecuencia «los hombres se entretienen en perseguir una pelota o una liebre; un placer hasta para los reyes» [Pensées, L 39]; o que «el hombre es tan vano que, teniendo mil causas esenciales de aburrimiento, la cosa más pequeña, como un billar y una bola a la que da impulso, bastan para divertirle» [Pensées, L 136]. Hay que notar, sin embargo, que estas consideraciones sobre el juego y lo absurdo del proceder humano, que huye constantemente del tan temido aburrimiento, proporcionarían a Pascal un buen material para otra de las ramas de las matemáticas que estudió: el cálculo de probabilidades. Así pues, ni las conversaciones sobre caza que tuvo que soportar, o verse presenciando una partida o jugando a los dados, fueron infecundos para el sabio Pascal; de todo aprendía aquel espíritu inquieto.

1.6. La presencia del Dios escondido

En su etapa mundana, la conducta de Blaise con su hermana Jacqueline, monja en Port-Royal de París, dejaría bastante que desear. Durante más de un año, apenas le dio señales de vida, salvo en lo tocante a la herencia de su padre, con la que trataron de hacerse Blaise y Gilberte, considerando que a la hermana monja ya no le haría ninguna falta. Pero por fin reaccionaron, y acabaron cediendo ante la hermana pequeña, cuyos sufrimientos con el asunto de su dote parecían ignorar. Así escribía Jacqueline a un Blaise que se forzaba a ignorar su inquietud, en aquel momento:

Necesito vuestro consentimiento y vuestra aprobación, que con todo el calor de mi corazón os pido, no para poder cumplimentar mi decisión, puesto que no son necesarios para ello, sino para cumplimentarla con alegría, con tranquilidad de espíritu, con paz; porque, no siendo así, resulta que realizaré la más grande y gloriosa acción de mi vida con una extrema alegría mezclada a un extremo dolor y en medio de una agitación de espíritu indigna de semejante gracia... Justo es que los demás se hagan un poco de violencia para pagarme toda la que yo me he hecho durante cuatro años [Albiac 1981: 73].

La cuestión de fondo era que, una vez pronunciados sus votos, Jacqueline “no existía”, civilmente hablando; ésta era la realidad de los religiosos entonces. Ella quería entregar su dote al monasterio, es decir, parte de sus bienes, como contribución a su pertenencia definitiva a la comunidad.

Pascal se llegó a Port-Royal la víspera del día de la profesión de Jacqueline, y entregó a su hermana cinco mil libras de renta anuales, con algunas condiciones. Jacqueline emitió sus votos habiendo por fin dado parte de sus bienes al monasterio. Sucedía en mayo de 1653. Y en este mismo año Pascal redactaba sus Traités de l’équilibre des liqueurs et de la pesanteur de la masse de l’air (Tratados sobre el equilibrio de los licores y la gravedad de la masa del aire), que sería editado en 1663; y el Tratado del triángulo aritmético, junto a otros pequeños tratados, que no verían la luz hasta 1665.

En aquel mes de mayo, Inocencio X promulgaba la Bula Cum occasione, condenando cinco proposiciones teológicas supuestamente extraídas de Augustinus, el libro de Jansenio. Era el comienzo de la “guerra” jansenista, en la que más adelante intervendría también Pascal.

A pesar del gesto con su hermana y de las buenas relaciones con sus amigos (Roannez, Mitton, Méré), Pascal andaba inquieto. Algo faltaba en su vida. Volvió a viajar a Poitou con sus amigos, y posiblemente sus reflexiones sobre La conversión del pecador datan de finales de aquel año de 1653, cuando contaba 30 de edad. En su Vie de Monsieur Pascal, Gilberte se refiere a este momento de la vida de su hermano como un tiempo en que Pascal adopta una vida más austera, lo que se traducirá, en palabras de su hermana y biógrafa, en que «tanto como le era posible, prescindía de los servicios de sus domésticos: hacía su cama, cenaba en la cocina, quitaba la mesa, y no se servía de su gente más que para aquello que no podía hacer él solo» [Périer 1963: 22]. Pero lo científico aún dominaba su espíritu; era probablemente lo único que le sostenía cuando inició la crisis con el mundo. Escribió su Adresse à l’Académie parisienne de mathémathiques (Escrito dirigido a la Academia parisina de matemáticas), al tiempo que trabajaba en el cálculo de probabilidades y la “geometría del azar” (aleae Geometria).

Pascal llegó al otoño de 1654 con una gran crisis de hastío. En una carta que Jacqueline envía a Gilberte en enero de 1655, le cuenta el estado en que halló a Blaise unos meses atrás, cuando fue a verla al monasterio. Así le escribe:

En esta visita se abrió a mí de una forma que me dio lástima, confesándome que en medio de sus ocupaciones, que eran grandes, y entre todas las cosas que podían contribuir a hacerle amar el mundo, a las que era evidente que estaba ligado, se veía de tal manera impulsado a dejar todo aquello y sentía una aversión tan grande hacia las locuras y diversiones del mundo, por los continuos reproches que le hacía su conciencia, que se encontraba desasido de todas esas cosas, de tal manera que nunca le había sucedido algo así ni nada parecido [Gouhier 1966: 29-30].

Y es que el mundo comenzó a asquearle, y no hallaba en su corazón un lugar desde donde discernir y orientar su vida. Este es el diagnóstico que hace Henri Gouhier sobre la situación que vive Blaise Pascal en otoño de 1654: «No se trata de una crisis donde la razón lleva las riendas y donde la fe vaya a ser cuestionada por la inteligencia. [...] A finales de septiembre de 1654, la inquietud de Pascal no es debida en absoluto a ninguna duda sobre las verdades de la fe, sino, si se puede decir así, a una certeza negativa, la de no experimentar el sentimiento por el cual la fe es vivida como un don de Dios» [Gouhier 1966: 30].

Pascal era un hombre profundo. A su lúcido espíritu de geometría acompañaba un delicado espíritu de finura, de sutileza, de penetración. No eran dudas de fe las que le acechaban, sino un deseo intenso de sentir su fe, pues su razón volvía a inclinar la voluntad hacia Dios, pero él deseaba que fuese el corazón el que llegara a conmoverse al acoger en sus entrañas al Dios de mi corazón, como gustaba decir san Agustín. Y lentamente se iría forjando en los adentros del sabio un sentir que culminaría en la experiencia vivida en la noche del 23 al 24 de noviembre de 1654: la noche del memorial o también llamada de su segunda conversión (la primera conversión se sitúa en Rouen, cuando los Pascal conocen a los amigos de san Agustín). La experiencia vivida la dejó plasmada en estas palabras que copió en un pedazo de pergamino y que llevaría siempre con él, cosidas en el doble de sus gabanes (las cosía y descosía una y otra vez).

Año de gracia de 1654
Lunes, 23 de noviembre, día de san Clemente, papa y mártir, y otros mártires,
Víspera de san Crisógono, mártir, y otros.
Después de las diez y media de la tarde hasta alrededor de las doce y media de la noche.

Fuego
Dios de Abrahán, Dios de Isaac, Dios de Jacob, no de los filósofos ni de los sabios.
Certidumbre. Certidumbre. Sentimiento. Alegría. Paz.
Dios de Jesucristo.
Deum meum et Deum vestrum (Rt, 1, 16).
Tu Dios será mi Dios.
Olvido del mundo y de todo lo que no sea Dios.
Él sólo puede ser encontrado por los caminos que enseña el Evangelio.
Grandeza del alma humana.
Padre justo, el mundo no te ha conocido, pero yo te he conocido.
Alegría, alegría, alegría, llantos de alegría.
Me he separado de Él
Dereliquerunt me fontem aquae vivae (Je 2, 13).
Dios mío, ¿me abandonarás?
Que no me vea eternamente separado de Él
Esta es la vida eterna, que te conozcan a ti, único Dios verdadero, y al que tú has enviado, J. C.
Jesucristo.
Jesucristo.
Me separé de Él; lo rehuí, negué, crucifiqué.
Que nunca me separe de Él.
No se conserva más que por los caminos enseñados en el Evangelio.
Renuncia total y dulce.
Sumisión total a Jesucristo y a mi director.
Eternamente en alegría por un día de ejercitación en la tierra.
Non obliviscar sermones tuos. Amen.
[Pascal 1963: 618][1]

Las palabras de Pascal brotan de la fe, y su vivencia viene a ser un episodio personal de la gran Historia de la Salvación, la relación de Dios con el hombre, al tiempo que muestra, entre muchas otras cosas, el sentido teológico que entrañaba su propia fe, así como el conocimiento que tenía de la Escritura, en un siglo donde no se favorecía su estudio. Henri Gouhier al respecto anota lo que sigue: «Pascal se identifica, en cierto sentido, con Moisés, a quien Dios interpela, y con María Magdalena, por la que se hace reconocer el Resucitado; después es Rut exclamando: Tu Dios será mi Dios; y se acusa con los judíos, a los que el Señor condena por boca de Jeremías, y se une al Cristo intercesor de la oración sacerdotal; y promete, finalmente, con David, que no se olvidará de las palabras de vida» [Gouhier 1966: 42]. Pascal abandona «al Dios de los filósofos y los sabios», para acogerse al Dios vivo de los profetas y de los apóstoles, al Dios de Jesucristo, en definitiva. Y descubre por fin al Dios escondido del que habla el profeta Isaías (Is 45, 15), sabedor de que escondido u oculto no quiere decir ausente.

Pascal volvió a frecuentar Port-Royal de París, donde mantendría largas conversaciones con su hermana. Y a comienzos de 1655 vivió un retiro en Port-Royal des Champs, junto con algunos de los solitarios. Con palabras de Lucien Goldmann, así nacieron los solitarios o Messieurs de Port-Royal, que vivían retirados en estancias contiguas a los dos monasterios:

En determinado momento, difícil de fijar con precisión, Saint-Cyran empieza a formular una posición nueva que hará nacer el movimiento jansenista: la imposibilidad, para todo auténtico cristiano, y sobre todo para todo auténtico eclesiástico, de participar en la vida política y social. [...] Y en 1637, se produce la primera manifestación espectacular de lo que pronto será el movimiento de los solitarios: el retiro de un joven abogado célebre, que es ya Consejero de Estado y un protegido del Canciller Séguier, Antoine Le Maître, retiro al que éste se apresura a dar carácter ideológico y público, a través de una especie de carta programa dirigida a Séguier, de la que circulan copias por doquier en los medios parlamentarios y eclesiásticos [Goldmann 1959: 126].

1.7. Compromiso con la causa jansenista

En Port-Royal des Champs, Pascal se sintió bien acogido. Y en su experiencia de retiro, además de los frutos siempre edificantes de la oración y el silencio, hallaría nuevas amistades, como la de Monsieur de Saci, director espiritual del monasterio, que también lo sería de Pascal, y con quien tuvo unas interesantes conversaciones, entre otros asuntos, sobre Epicteto y Montaigne; estos textos han quedado recogidos en sus obras (Conversación con Monsieur de Saci).

Pero lo más destacado de la nueva relación emprendida con Port-Royal sería la toma de posición por parte de Pascal en la causa jansenista, que se vería ilustrada fundamentalmente por su iniciativa en la redacción de las Cartas Provinciales en 1656. A pesar de la etapa de retirada del mundo que había iniciado, Pascal entraría en una batalla terrible que haría vibrar a las gentes de su tiempo, muchos de los cuales llegaron a tomar partido por los jesuitas o por los jansenistas. Otro signo de esa contradicción, tan presente en la vida de Pascal. Además, el joven físico y matemático se lanzaba al mundo de las letras y a una nueva invención: la del panfleto, nuevo género literario. «Las Provinciales estallan, de pronto, como una bomba en pleno corazón de los debates religiosos bajo Mazarino. Pocas obras literarias habrán conmovido, tan inmediata y al mismo tiempo tan permanentemente, el horizonte del pensamiento de su tiempo como lo hicieron estas «pequeñas cartas». Y quizás ninguna haya ejercido efectos tan radicales sobre la propia estructura del francés literario […] Las Provinciales, en efecto, no solo han infligido a la Compañía de Jesús la más notable de sus heridas, no sólo han hecho nacer, redondo y perfecto, un nuevo género literario que los siglos venideros habrán de explotar con desigual fortuna: el panfleto. Han hecho algo inmensamente más importante: han dado nacimiento literario al francés moderno» [Albiac 1981: 85].

Pascal intervino en la causa jansenista desde la clandestinidad, sirviéndose de su admirable retórica. No firmaba las cartas con su verdadero nombre, sino que se servía de nombres falsos (Monsieur de Mons, Louis de Montalte…). La cuestión de fondo era el libro Augustinus, de Jansenio, y unas afirmaciones heréticas que tanto la Sorbona como la Iglesia, a instancias de los jesuitas, condenaban, sosteniendo que se hallaban en este libro. Pero los doctores jansenistas, especialmente Antoine Arnauld, decían lo contrario: que tales herejías no figuraban en el libro de Jansenio. La lucha fue durísima, y Arnauld fue expulsado de la universidad. Las afirmaciones se redujeron finalmente a cinco, que serían las cinco proposiciones del formulario que más adelante, por la bula Ad sacram de 1657, se obligó a firmar a todos los eclesiásticos de Francia y también a las religiosas. Muchas de las monjas de Port-Royal hicieron de aquello un caso de conciencia y no firmaron. Jacqueline Pascal se vería obligada a firmar y firmó en el ultimátum que se les dio en junio de 1661; la desazón que le produjo haber obrado contra su conciencia le costó la vida. Moría el 4 de octubre de aquel mismo año; al día siguiente habría cumplido treinta y seis años.

Para que el lector pueda hacerse una idea del cariz que habían tomado aquellas luchas, el testimonio de Jean Racine es ilustrativo. En su Compendio de la historia de Port-Royal comenta que el padre Brisacier, de la Compañía de Jesús, atacando a las monjas por escrito: «Llegó hasta tal exceso de desvergüenza y de locura, que vino a acusar a estas religiosas, en un libro público, de no creer en el Santísimo Sacramento; de no comulgar jamás, ni siquiera en artículo de muerte [...], y a llamarlas antisacramentales, vírgenes locas, pasando incluso al exceso de querer insinuar cosas muy injuriosas sobre su pureza» [Racine 1966: 62].

Con las Cartas Provinciales, Pascal se dirigía a los ciudadanos de a pie, cristianos en su mayoría, para mostrarles que la doctrina jansenista estaba en la línea del cristianismo de san Agustín y no era ninguna herejía. Escribió dieciocho cartas en año y medio (una decimonovena quedaría solo esbozada). Se publicaron en 1657 con el título Les Provinciales o Lettres écrites par Louis de Montalte à un provincial de ses amis et aux RR. PP. Jésuites sur le sujet de la morale et la politique de ces pères (Las Provinciales o Cartas escritas por L. de M. a un provinciano de sus amigos y a los RR. PP. jesuitas sobre la moral y la política de estos padres). Llegaron a alcanzar tiradas de diez mil ejemplares, algo inaudito en el siglo XVII. Como su autor era desconocido y cada carta anunciaba una próxima, causaron verdadero furor en el París del grand siècle.

Pero el poder es intransigente, y en marzo de 1656, Luis XIV mandaba cerrar las Escuelas (Petites écoles) de Port-Royal, para las que Pascal había escrito sobre algunos temas, y ordenaba la dispersión de los solitarios. Sin embargo, un prodigio —un verdadero milagro— daría aliento a los jansenistas; su protagonista fue la ahijada de Pascal, interna en Port-Royal de París como otras niñas venidas de la capital o de provincias. El 24 de marzo de aquel año se veneraba en el monasterio una reliquia con una de las espinas de la corona de Cristo en su pasión. Marguerite Périer, hija de Gilberte y Florin Périer, sufría un absceso purulento en el ojo izquierdo, que llevaba tres años supurando sin cesar y afectaba ya al hueso contiguo; los cirujanos lo habían intentado todo, pero no lograban curarla. Cuando la sobrina de Pascal pasó a venerar la Santa Espina, la religiosa que le acompañaba le sugirió que acercase el ojo enfermo al relicario, y al poco tiempo comprobó que el ojo había dejado de arrojar aquel líquido maloliente, y que ya no le dolía. Las monjas no acertaban a entender lo ocurrido, pero los médicos confirmaron que la niña estaba curada. Tras ser examinada por médicos y cirujanos, la conclusión fue que Marguerite Périer había sido curada milagrosamente, y una sentencia episcopal vino a afirmar esto mismo.

Pero aquella calma duró poco. Pascal siguió con las Cartas hasta el otoño de 1657, y también se implicaría en la redacción de Les écrits des curés de Paris (Escritos de los curas de París), porque varios párrocos de la capital se lo pidieron cuando tomaron partido en la causa jansenista contra los casuistas (los jesuitas). Por esas fechas escribiría también Pascal los Écrits sur la grâce (Escritos sobre la Gracia), «una de las claves de toda la obra de Pascal», según el estudioso Jean Mesnard [Lafuma 1963: 311]. A pesar de no ser teólogo, Pascal se aventuraba en un tema controvertido, quizás para tratar de entenderlo él mismo, haciendo siempre un esfuerzo por comprender, y en su dinámica de búsqueda de la verdad.

1.8. Un cristiano apasionado por las matemáticas y preocupado por los pobres

Pese a cierta hagiografía familiar que no puede evitar su hermana Gilberte, la pasión de Pascal por las matemáticas no terminó. Al final de su vida estudió el cálculo integral, el de las probabilidades, o el de la curva llamada cicloide (la roulette), que define así: «el camino que traza en el aire el clavo de una rueda cuando ésta sigue su movimiento ordinario» [Pascal 1963: 117]. El tema de la curva cicloide parece que lo resolvió en una noche de insomnio, en medio de fuertes dolores de muelas.

Sobre el cálculo integral, el mismo Leibniz reconocería años después que fue la lectura de los trabajos de Pascal lo que le puso en la pista de su descubrimiento (dichos trabajos le fueron facilitados por uno de los sobrinos de Pascal). Pascal no dejó de escribirse con matemáticos célebres como Huygens, Carcavy o el clérigo belga Sluse. Y es de destacar su correspondencia con el matemático Fermat, que trató de verse con Pascal en 1660, cuando este estaba en Auvernia, en casa de su hermana. Pero Pascal se hallaba entonces sin ánimos para emprender viaje, y expresaba a Fermat su debilidad, que le impedía caminar o mantenerse a caballo; le escribía en estos términos:

Para hablarle con franqueza de la geometría, le diré que encuentro que es el más alto ejercicio del espíritu; pero, al mismo tiempo, la tengo por tan inútil que no veo apenas diferencia entre un hombre que sólo es geómetra y un hábil artesano. También la considero el más hermoso oficio del mundo; pero nada más que un oficio, y a menudo he dicho que es buena para probar nuestras fuerzas, pero no para emplearlas en ella [...] Apenas puedo recordar que existe algo como la geometría. Me metí en estos asuntos, hace un año o dos, por una razón singular, satisfecha la cual es posible que nunca más vuelva a pensar en ellos, considerando además que mi salud no es lo bastante fuerte. [Pascal 1963: 282].

Se suele pensar que estas palabras muestran cierta renuncia a la geometría por parte de un Pascal cansado y enfermo, mas no hay que dejar de subrayar la frase: «[la geometría] es el más alto ejercicio del espíritu» y «el más hermoso oficio del mundo». Así, la geometría, el espíritu geométrico, es un modelo de razonamiento y una guía para orientar el pensamiento y la vida misma a través de los tres órdenes considerados por Pascal: el de los cuerpos, el del espíritu y el del corazón. Se trata, en realidad, de un proyecto de vida que Pascal supo combinar magníficamente al cultivar tanto el espíritu de geometría como el espíritu de sutileza.

De estos últimos años de la vida de Pascal datan reflexiones recogidas en Del arte de persuadir o los Tres discursos sobre la condición de los grandes, donde reflexiona fundamentalmente sobre la condición humana y las relaciones que se traducen en el ejercicio de la política. Para Pascal, ningún ser humano es superior a otro, pero lo establecido socialmente o las costumbres sitúan en el mundo a las personas, y hay que acatarlas; es una cuestión de modales y de mera convivencia.

También por entonces empezó Pascal a preparar una apología del cristianismo, a la que añadiría consideraciones muy diversas sobre muchos temas siempre relacionados con la condición humana. Es lo que daría como fruto sus magníficos Pensamientos.

En 1659 sitúa Gilberte Périer la Oración para pedir a Dios el buen uso de las enfermedades, aunque algunos estudiosos la ubican más tempranamente, al final de la década de los cuarenta.

Por otra parte, Pascal no quedó ajeno al desarrollo de los acontecimientos jansenistas, y tuvo que ver con la redacción de un primer texto que acompañaba la orden de firmar el formulario con las cinco proposiciones. La desazón de las monjas, especialmente su hermana, y la actitud del poder civil empeñado en destruir Port-Royal le llevaron a una postura de gran contundencia, no tolerando las actitudes de algunos amigos de san Agustín más condescendientes con la Iglesia de Roma. En este sentido, Pascal redactaría sus Écrits sur la signature du Formulaire (Escritos sobre la firma del Formulario), pero terminaría agotado y se desentendió de aquel asunto que causaba tanto dolor y le costó la vida a su propia hermana.

Pascal se retira. De qué habrían de servir más discusiones… Su actitud, en adelante, sería volver a lo esencial, y así creció en él una gran preocupación por los pobres en un tiempo en que abundaba la pobreza. Él se sabía privilegiado, y se deshizo de buena parte de sus bienes; llegó a albergar en su propia casa a una familia necesitada, con un niño enfermo de viruela.

Pensando en los pobres, aún le quedaron fuerzas a Pascal para una última empresa —un último invento. Con Arthus de Roannez y otros colaboradores, emprendió la primera red de transportes públicos de París, les carrosses à 5 sols, carrozas a cinco “soles” (céntimos, podría decirse). Se trataba de coches de caballos que recorrían regularmente París siguiendo rutas establecidas, de modo que las personas más sencillas también pudieran desplazarse y transportar sus enseres por poco dinero. Las pusieron en marcha a comienzos de 1661.

A finales de junio de ese año, Pascal estaba muy enfermo. Por aquellos días comenzaba a recorrer París la quinta línea de carrozas, pero a Pascal le asediaban los cólicos y los dolores de cabeza, y barruntaba que no le quedaba mucho tiempo de vida. A primeros de julio hizo llamar al párroco de Saint-Étienne-du-Mont, y habló con él largo y tendido. El padre Beurrier ignoraba que tenía delante al autor de las cartas Provinciales, y relató que salió fuertemente edificado de la conversación con Pascal. El 3 de agosto, Pascal dictaba su testamento. Su hermana Gilberte cuenta que pidió varias veces ser trasladado al asilo de los incurables para morir entre los pobres, pero su familia se negó a cumplir tal deseo. También pedía con insistencia la Comunión, y por fin se la llevó el cura de Saint-Étienne el 17 de agosto. Gilberte narra los últimos momentos de la vida de su hermano, mostrando que su muerte fue la de un cristiano auténtico. «¡Que Dios no me abandone nunca!» fueron las últimas palabras que pronunció. Moría el 19 de agosto de 1662 [Périer 1963: 33]. A la edad de 39 años. De la muerte de Pascal se hizo todo un mundo, pues se especuló acerca de si había muerto o no jansenista, tal fue entonces el peso de aquellas controversias.

2. Aspectos destacados del pensamiento de Pascal

Si la de Pascal fue una vida dedicada por entero a la investigación y a la ciencia, el pensamiento no ocupó en ella un lugar menor. «Toda nuestra dignidad consiste en el pensamiento —escribe— [...] Trabajemos, pues, en pensar bien: he aquí el principio de la moral» [Pensées, L 200]. De la moral, esto es, lo más hondo del hombre, lo que hace a este eminentemente humano, ante todo porque está llamado a ser libre. Toda la obra de Pascal está plagada de reflexiones sobre la vida y la condición humana, partiendo de esa base moral que todo ser humano alberga en su interior.

2.1. La apuesta

«Estamos embarcados» [Pensées, L 418], dirá Pascal. Porque en el terreno de la fe, el ser humano se ve obligado a apostar; la vida misma se lo exige, ante la imposibilidad que tiene la razón para saber si Dios existe: «Incomprensible que Dios exista, e incomprensible que no exista», escribe [Pensées, L 809]. Debido a que la existencia de Dios es, en el fondo, lo más significativo en la vida del hombre. Pero, ¿qué propone al respecto? Henri Gouhier lo expone así: «Yo soy, luego apuesto. Existir, se quiera o no, es existir con Dios o existir sin Dios. Tengo la libertad de elegir: “con Dios” o “sin Dios”; pero lo que no tengo es elección entre elegir y no elegir» [Gouhier 1966: 254]. La cuestión de la existencia de Dios coloca al ser humano ante cierto fracaso de la razón, que en ese terreno no sabe hacia dónde tirar; pero la apuesta que Pascal propone, y que parece tan irracional, lo es sólo aparentemente. Cuando lanzo una moneda al aire para ver si sale cara o cruz, bien podría haber dejado la moneda en mi bolsillo; por eso, no elegir, en este caso, ya es elegir. Es una cuestión ineluctable. Es a la razón a la que formulamos la pregunta sobre Dios, mas, como no puede dar respuesta, no le queda más remedio que fijarse en las consecuencias prácticas de cada posibilidad. Así, la necesidad de optar —de apostar— la impone la misma vida. Estamos, pues, embarcados.

¿Por cuál os decidiréis, pues? Veamos. Puesto que hay que elegir, veamos qué es lo que nos interesa menos. Tenéis dos cosas que perder: la verdad y el bien, y dos cosas que comprometer: vuestra razón y vuestra voluntad, vuestro conocimiento y vuestra felicidad; y vuestra naturaleza tiene dos cosas de que huir: el error y la miseria. Vuestra razón no queda más herida al elegir lo uno que lo otro, puesto que, necesariamente, hay que elegir. He aquí un punto resuelto. Pero ¿vuestra felicidad? Pesemos la ganancia y la pérdida, tomando como cruz que Dios existe. Estimemos estos dos casos: si ganáis, ganáis todo; si perdéis, no perdéis nada. Optad, pues, porque exista sin vacilar [Pensées, L 418].

Pascal descubre en la apuesta una clara proporción entre el riesgo y la ganancia, ya que la vida infinita que podemos ganar si la respuesta es que Dios existe, viene a compensar la vida finita que arriesgamos. Aborda así el pensador, con toda seriedad, una de las inexcusables grandes preguntas de la existencia humana, y este sería el mensaje de fondo: hay que considerar, desde el grosor que tienen, las grandes preguntas que se vienen planteando desde siempre los seres humanos en el fondo de su ser. La recomendación que da Pascal, brindada desde su propia experiencia existencial, es comenzar con un gran acto de humildad: “s’abêtir”, “embrutecerse”, es decir, someterse, realizando los gestos de la fe, con el fin de llegar a creer. Porque haciendo como que se cree se llega a creer. Es la experiencia de no pocos creyentes, entre los que cabe recordar al beato Charles de Foucauld (1858-1916), que fue instado por el padre Huvelin a confesarse y comulgar, en el momento mismo en que planteó al sacerdote su interés por la fe.

A lo que exhorta Pascal es a implicar el ser entero en esta opción fundamental por la que se orienta la vida hacia la existencia o la no existencia de Dios, ya que la pregunta por Dios es la más nuclear del ser humano, al latir permanentemente en las entrañas del hombre. La aceptación a la que apela Pascal no es sino un consentimiento; el «embrutecimiento» que propone viene a consistir en abstenerse de todo razonamiento para acoger sin cuestionamientos el mensaje de la fe. Este es el fondo del pari (la apuesta). El lector atento se habrá percatado de que aquí vuelve a aparecer la ya aludida idea del Prefacio para un tratado sobre el vacío: que, en cuestiones de fe, la autoridad es esencial, al tratarse de verdades que se transmiten de generación en generación en el seno de una tradición y que la razón no podría alcanzar con sus solas fuerzas. Además, para Pascal, en ese juego de fecundas contradicciones en que consiste su pensamiento, «nada hay más conforme a la razón que la desautorización de la razón» [Pensées, L 183]. En el caso de la filosofía, habría que añadir. Pues no deja de expresar que en la vida humana se dan «dos exageraciones: excluir la razón y admitir solamente la razón» [Pensées, L 183]. De ahí el equilibrio, lo razonable de la apuesta.

2.2. Espíritu de geometría, espíritu de finura o sutileza

Esta distinción pascaliana clásica entre espíritu de geometría y espíritu de finura o de sutileza (esprit de géométrie y esprit de finesse), responde a dos maneras complementarias de abordar la realidad. Desde la vida cotidiana accedemos a la realidad según una u otra disposición del espíritu. Así, el espíritu de geometría corresponde a la mirada de quien aplica el filtro lógico y deductivo a aquello que quiere conocer, mientras que el espíritu de sutileza se orienta más por la penetración de la intuición, por la capacidad de perspicacia que tiene una mirada en profundidad. El primero apunta más al hacer del hombre de ciencia; el segundo, al del humanista, al sagaz lector del corazón humano, al intérprete de los sentires más hondos. Estas maneras de conocer han de aplicarse cada una en su terreno, pues mezclar dichos dominios sólo llevaría a una confusión creciente. Pascal se refiere a ellas en sus Pensamientos, así como en el Discurso sobre las pasiones del amor, obra que se le atribuye.

Cuando se aplica el espíritu de geometría, la verdad aparece clara y, en cierto modo, cuantificable: las definiciones y las inferencias son nítidas y pertinentes, los principios también quedan bien delimitados. Pero existe el riesgo de no ver más allá, de quedarse en el mero cuadro teórico, en la claridad de lo esquemático, en lo axiomático o en lo meramente lógico, que puede devenir en “logicista”. El espíritu de sutileza, por su parte, remite a una verdad cualitativa y compleja, con más planos de lectura, a los que ese fino conocer sabe otorgar armonía, unidad, síntesis. Escribe Pascal: «Geometría. Sutileza. La verdadera elocuencia se burla de la elocuencia; la verdadera moral se burla de la moral. Es decir, que la moral del juicio se burla de la moral del espíritu que no tiene reglas. Porque el juicio pertenece al sentimiento como las ciencias pertenecen al espíritu. La sutileza es la parte del juicio; la geometría, la del espíritu» [Pensées, L 513]

Este esquema que presenta la estudiosa de Pascal, Alicia Villar [Villar 2002: 107], resulta esclarecedor:

Espíritu de geometría Espíritu de sutileza
Puede equipararse con la facultad de razonar Puede equipararse con el sentimiento
Capta una verdad unívoca y cuantitativa Capta una verdad ambivalente y cualitativa
Opera por definición y deducción Las conclusiones no se demuestran
Reglas Ausencia de reglas
Método propio de la actividad científica Se aplica en el dominio de la vida y de las ciencias humanas, de la estética y de la moral
Moral del espíritu Moral del juicio

Lo ideal sería que cada persona albergase en ella misma estos dos modos de conocer, pero Pascal reconoce que no suele ser así, que siempre predomina notablemente uno: que quienes poseen el espíritu de geometría apenas comprenden el espíritu de sutileza, y, al contrario, en quienes predomina el último, hay dificultades para hacerse con el primero.

El espíritu de geometría representa al hombre lógico y racional, para quien la razón puede resolverlo todo; el espíritu de sutileza, al ser humano intuitivo, al que está convencido de que su aguda penetración es siempre fuente de verdad. Pero de estas observaciones sobre el conocimiento en el ser humano Pascal extrae ante todo la conclusión de que hay que aceptar las limitaciones de dicho conocimiento, por lo que considera que la virtud de la humildad es fundamental en el hombre. «Conozcamos, pues, nuestro alcance. Somos algo y no somos todo. Lo que tenemos que ser nos sustrae el conocimiento de los primeros principios que nacen de la nada; y lo poco que tenemos de ser nos oculta la visión del infinito» [Pensées, L 199].

2.3. La condición humana

Pascal es uno de los grandes pensadores de la condición humana. Es muy conocida la metáfora de la caña pensante, que Pascal utiliza para subrayar del contraste de la total indefensión del hombre frente al poderío de las fuerzas del universo, unida a su superioridad sobre este último gracias a la racionalidad:

El hombre no es más que una caña, la más débil de la naturaleza, pero es una caña pensante. No hace falta que el universo entero se arme para aplastarlo: un vapor, una gota de agua bastan para matarlo. Pero aun cuando el universo le aplastara, el hombre sería todavía más noble que lo que le mata, porque sabe que muere y lo que el universo tiene de ventaja sobre él; el universo no sabe nada de esto [Pensées, L 200].

La grandeza y la miseria, en definitiva, del ser humano, así como la gran desproporción que habita en el hombre, en cada hombre. A Pascal no se le escapó ninguna ocultación de las muchas que tratan de enmascarar los seres humanos. Piensa, así, el egoísmo, el orgullo, la vanidad, la aversión a la verdad, la realidad de la muerte, la cobardía, el aburrimiento, el miedo, los desengaños, la ilusión, los sueños… «Condición del hombre: inconstancia, aburrimiento, inquietud» [Pensées, L 24]. Son muy ilustrativas estas palabras sobre la vanidad; en ellas se siente la mirada penetrante de Pascal sobre la realidad del hombre: «La vanidad está tan anclada en el corazón humano, que un soldado, un escudero, un cocinero o un mozo de cuerda se jacta y puede tener sus admiradores; y hasta los filósofos lo desean; y los que escriben en contra quieren tener la gloria de haber escrito bien; y los que los leen, la de haberlos leído con acierto; y yo, que escribo esto, tengo quizás las mismas ganas, y tal vez quienes lo lean…» [Pensées, L 627].

Pero lo que Pascal constata ante todo es que, si de algo huye el hombre, es de pensar su propia realidad, y en ella la realidad de la muerte, su propia muerte; por eso se enreda con divertimentos inútiles como perseguir una liebre o correr tras una pelota… El juego, tan presente en la vida de Pascal en tantos aspectos: desde estas orientaciones sobre la existencia, hasta los estudios sobre la probabilidad, en matemáticas. Para el autor es claro que «toda la desgracia de los hombres viene de una sola cosa: no saber quedarse solos, tranquilos, en una habitación» [Pensées, L 136]. Porque cualquier adentramiento en su realidad existencial pone al hombre frente a las propias limitaciones y, sobre todo, ante la realidad amenazadora de la muerte.

Sin embargo, cuando el ser humano se reconoce miserable es cuando halla su verdadera grandeza: «la grandeza del hombre es eminente en la medida en que se sabe miserable; un árbol no se reconoce miserable. Así pues, es miserable reconocerse como tal, pero es grande reconocer que se es miserable» [Pensées, L 114]. Y para aceptarse limitado y miserable, hay que destruir el ego, que es despreciable para Pascal. Como lo era para Port-Royal, desde luego. «El yo es odioso», dirá Pascal [Pensées, L 597]. Extraño planteamiento en tiempos del cogito cartesiano, ya que, para nuestro autor, en ese encumbramiento del yo viene a consistir lo peor de la razón, y a esa razón —la de los filósofos— es a la que él renuncia precisamente porque «la verdadera forma de filosofar es burlarse de la filosofía». [Pensées, L 513].

En el pensamiento pascaliano sobre la condición humana, es clave la miseria del hombre sin Dios. Pese a que muchas veces Dios se esconde (Is 45, 15) —y esta experiencia la vivió Pascal con intensidad—, también se deja encontrar por el hombre; es más, Dios mismo se planta a la puerta del corazón humano como si de un mendigo se tratase; lo indica el libro del Apocalipsis (Ap 3, 20). Sobre este Dios oculto que se deja hallar y también se revela, Pascal escribe a Charlotte de Roannez, a finales de octubre de 1656: «Todas las cosas ocultan algún misterio; todas las cosas son velos que ocultan a Dios» [Pascal 1963: 267]. La vida de fe oscila entre el ocultamiento y el desvelamiento, que viene a ser como decir entre la pobreza del hombre y la grandeza de un Dios que se deja hallar a la luz de esta actitud humilde, que es la actitud por excelencia del cristiano: «El conocimiento de Dios sin el de la miseria es fuente de orgullo. El conocimiento de la propia miseria sin el conocimiento de Dios es causante de desesperación» [Pensées, L 192]. En el ser humano conviven luces y sombras, pequeñez y grandeza. La clave está en este volcarse en la realidad, en tener lo real por referente, algo que Pascal pudo constatar a lo largo de su vida, y de manera particular en su etapa mundana. Para Pascal, en esta fina observación del mundo en el que vive, es bien llamativo «que sea una cosa extraña y sorprendente el decir que es una necedad buscar las grandezas. Es admirable» [Pensées, L 16). Espíritu de geometría y de sutileza se dan cita siempre en estas observaciones sobre la condición humana.

2.4. Los pensamientos

Pensamientos (Pensées) es la obra más conocida de Pascal, y un trabajo que dejó inacabado. Se trata de notas que fue tomando en los últimos años de su vida, con la intención de elaborar a partir de ellas una suerte de apología del cristianismo cuyos destinatarios serían sobre todo los no creyentes y quienes andaban inmersos en dudas de fe. Precisamente por eso, los Pensamientos están escritos en lenguaje sencillo, común, apto para todos los lectores. El proyecto de este trabajo lo presentó Pascal en Port-Royal en otoño de 1658, en el curso de una conferencia que dictó ante los Messieurs y otros amigos de la casa. Y era de tal envergadura, que el propio Pascal contaba con que le llevaría unos diez años terminarlo, pues el objetivo era presentar el cristianismo a quienes no lo conocían, para mostrar sus puntos esenciales, pero sobre todo para convencerles de la importancia de emprender y vivir una vida cristiana, por lo que el contenido doctrinal y pedagógico debería ser serio y persuasivo. Remárquese que Pascal no era un clérigo; era un laico con un inusual conocimiento de la fe y de las Escrituras, y también con un aguerrido espíritu militante, que supo poner al servicio del pensamiento y de la fe su capacidad de precisión y su gran talento de escritor. Un caso bien singular.

Gracias al prefacio que Étienne Périer, el sobrino mayor de Pascal, escribió para la primera edición (1670), conocida como edición de Port-Royal, sabemos la historia de estos “papeles”, que fueron hallados todos juntos, cosidos en distintos legajos, como se hacía entonces, aunque se trata de porciones de papel de distintas formas y tamaños, recortados, al parecer, y cuyo contenido es también bastante irregular (los hay atiborrados de escritura o con mucha menos letra). La mayor parte de ellos están escritos con puño y letra del propio Pascal, y se conservan hoy en la Biblioteca Nacional de Francia, merced a que otro sobrino de Pascal, el sacerdote Louis Périer, se encargó de depositarlos en la abadía de Saint-Germain des Prés, en París, y de mandar hacer varias copias; una de estas últimas, para uso personal de Gilberte Périer, madre del sacerdote y hermana y biógrafa de Pascal.

En uno de los fragmentos, Pascal mismo esboza la estructura de la obra: «(1.) Parte. Miseria del hombre sin Dios. (2.) Parte. Felicidad del hombre con Dios. Dicho de otro modo. (1.) Parte. Que la naturaleza está corrompida por la naturaleza misma. (2.) Parte. Que hay un Reparador, por la Escritura» [Pensées, L 6]. En la primera parte, se trataría de preparar al interlocutor (muchos pensamientos están escritos a modo de diálogo, y es claro que Pascal trata de suscitar preguntas, de despertar, de espolear a sus lectores); en la segunda, se presentarían los aspectos centrales del cristianismo, dando razones de la grandeza de esta fe, así como del modo de vida que propone. Pascal quiere mostrar ante todo que el hombre es un ser paradójico y contradictorio, a veces lleno de angustia y de inquietud, y que la única solución para hallar armonía en su vida es fiarse de Dios, apostar por su existencia y vivir desde esta realidad, tal como plantea en el argumento del pari (la apuesta).

Tras la primera edición de 1670, vinieron otras muchas, entre las cuales las hay que han creado autoridad. En buena parte porque, en 1842, Víctor Cousin mostró que en la primera edición figuraba sólo una selección de los Pensamientos, y que algunos textos habían sido modificados. No se trata de presentar aquí todas las ediciones y numeraciones, pues sería un trabajo para especialistas, pero sí de explicar que existen distintas numeraciones de los Pensamientos, establecidas por estudiosos de referencia que no han seguido los mismos criterios de clasificación.

Destacamos las ediciones clásicas de Léon Brunschvicg, de 1904, la de Jacques Chevalier, de 1954; o las de Louis Lafuma —realizada entre 1951 y 1964—, Michel Le Guern, de 1977 —que es la que siguen las Œuvres complètes publicadas en la Bibliothèque La Pléiade, de ediciones Gallimard—, o la más reciente de Philippe Sellier, que también se ha convertido en clásica, pese a haber sido establecida entre los años 2000 y 2011.

La referencia para los Pensamientos citados es la de Louis Lafuma, una de las clásicas, tal como consta en la edición de las Œeuvres complètes de Pascal que en 1963 presentó la casa editorial Éditions du Seuil en su colección “L’intégrale”. Al final de las citas entre corchetes, el lector habrá visto que aparece una L seguida de un número: se trata de la cifra correspondiente a la numeración establecida por Lafuma. Aunque, como sucede en las ediciones de referencia —y es el caso de la edición en español de las obras selectas de Pascal publicadas en «Biblioteca de Grandes Pensadores», de la editorial Gredos (Madrid, 2012)—, se suelen dar dos numeraciones clásicas. En la edición de Gredos, junto a la numeración de Lafuma aparece la de Chevalier, correspondiente la edición de 1954 en la Bibliothèque La Pléiade. Al igual que en la edición de las Œeuvres complètes que aquí se ha tomado como referencia (L’Intégrale du Seuil) consta la doble numeración de Brunschvigc y Lafuma.

2.5. Los tres órdenes de Pascal

El pensamiento de Pascal culmina con la descripción de los que el autor describe como tres órdenes principales en la vida humana: el de los cuerpos, que está regido por las determinaciones de la naturaleza y las costumbres; el del espíritu, situado bajo la jurisdicción de la razón; y el del corazón, que únicamente obedece a la ley del amor, quedando así emplazado en el ejercicio de la caridad. Los tres órdenes responden respectivamente a estas tres dimensiones del ser humano: la costumbre, el conocimiento y el deseo. Pero, bien asentadas la naturaleza y las costumbres, así como el ejercicio de la razón, para Pascal no hay comparación entre estos órdenes y el tercero, que es para él claramente el más elevado: el del corazón. ¿Qué entiende Pascal por corazón? Según Henri Gouhier, se trata de «el lugar privilegiado donde se ejerce la presión divina», «esa parte del alma que, fuera de la razón y de los sentidos, puede recibir de Dios el movimiento que la lleva hasta Él, y que, por ese hecho, la aleja de cuanto no es Él» [Gouhier 1986: 55]. En el corazón apenas queda ego, porque el orden de la caridad se fija, ante todo, instado por el mandato divino y el ejemplo de Jesús, Dios encarnado, en el rostro del otro, y de manera especial en el del más necesitado. Es el núcleo de lo cristiano en Pascal.

Dios sensible al corazón: así entiende Pascal la fe. «Es el corazón, y no la razón, quien siente a Dios. Esto es la fe. Dios sensible al corazón, no a la razón» [Pensées, L 424]. El Deus absconditus que tanto inquietara al Pascal de antes de la noche del memorial se transforma en el Dios del amor, a quien su maestro San Agustín sabía más interior al hombre que la propia intimidad de éste. Pascal muestra así la radicalidad existencial de la fe: se trata de un compromiso vital, de una cuestión de entrañas y de confianza, de apuesta y de don, muchas veces en plena noche… En esto, como supo ver José Luis López Aranguren, Pascal es un autor de la misma familia —“hermano” existencial— de Søren Kierkegaard o de Miguel de Unamuno [López Aranguren 1997: 602].

Pero el corazón, órgano de la fe, lo es también de la búsqueda de la verdad, aunque desde otra dimensión; de manera que no siendo contrario a la razón, corazón y razón pertenecen, según Pascal, a órdenes vitales y de conocimiento distintos. De ahí, su célebre sentencia: «el corazón tiene sus razones que la razón desconoce» [Pensées, L 423]. Al espíritu, sin embargo, pertenece el rigor del pensamiento, y, por lo tanto, las distinciones entre pruebas y principios. Sin embargo, el orden de la caridad está muy por encima, y viene a ser como el sello que añade Pascal a la antropología cristiana. Y tan elevado es en el ser humano este pálpito divino, que Pascal no duda en afirmar que todos los cuerpos juntos no valen lo que el menor de los espíritus, y que todos los espíritus no valen lo que el más pequeño impulso de la caridad [Pensées, L 308].

3. Bibliografía

3.1. Obras de Pascal

Existen diversas ediciones de las obras de Pascal en la lengua original. En estas páginas hacemos uso de la edición llamada “Integral” de Éditions du Seuil. Para simplificar las referencias a los Pensamientos (Pensées), éstas se hacen siguiendo la numeración de Lafuma, sin indicar la página:

Œuvres complètes, presentación y notas de Louis Lafuma, prefacio de Henri Gouhier, L’Intégrale des Éditions du Seuil, París, 1963.

En cambio, para las citas en castellano hacemos referencia a la edición de Gredos:

Las Provinciales. Opúsculos. Cartas. Pensamientos. Obras matemáticas. Obras físicas. Vida de Monsieur Pascal (por Gilberte Périer). Conversación con Monsieur de Saci (N. Fontaine). Traducción de Carlos Dampierre; con estudio introductorio de Alicia Villar. Biblioteca Gredos de Grandes Pensadores, Madrid, 2012.

3.1. Selección de ensayos sobre Pascal

Albiac, G., Pascal, Barcanova, Barcelona 1981.

Attali, J., Blaise Pascal ou le génie français, Fayard, París 2000.

Le Gall, A., Pascal, Flammarion, París 2000.

Goldmann, L., Le Dieu caché, Gallimard, París 1959. Hay edición en español: El hombre y lo absoluto, Península, Barcelona 1968.

Gouhier, H., Blaise Pascal. Commentaires, Vrin, París 1966.

—, Blaise Pascal. Conversion et apologétique, Vrin, París 1986.

Guardini, R., Pascal o el drama de la conciencia cristiana, Emecé, Buenos Aires 1995.

Jiménez Lozano, J., Retratos y naturalezas muertas, Trotta, Madrid 2000.

López Aranguren, J. L., «Prólogo a las obras de Pascal», en Obras completas (6 vols.), vol. 6: Estudios literarios y autobiográficos, Trotta, Madrid 1997.

Mesnard, J., Pascal, Hatier, París 1967.

Mauriac, F., Lo que yo creo, Taurus, Madrid 1963. Traducido por J. Hoz y M. P. García-Bellido. Sobre todo, «La deuda con Pascal» (VIII), pp. 86-95.

Pasqua, H., Blaise Pascal penseur de la grâce, P. Téqui, París 2000.

Périer, G., La vie de monsieur Pascal, en Oeuvres complètes, L’intégrale des Éditions du Seuil, Paris 1963.

Racine, J., «Abrégé de l’histoire de Port-Royal», en Œuvres complètes, tomo II, Gallimard, Bibliothèque de La Pléiade, París 1966.

Sainte-Beuve, M., Port-Royal, 2 tomos, Robert Laffont, París 2004. Presentación de Philippe Sellier.

Sellier, Ph., Pascal et Saint Augustin, Albin Michel, París 1995 (1ª ed. 1970).

Villar, A., Pascal: ciencia y creencia, Ediciones pedagógicas, Madrid 2002.

3.3. Recursos online

Para el lector interesado en los Pensamientos es imprescindible la siguiente página web, en la que colaboran la Université de Clermont, el CNRS (Centre national de la recherche scientifique) y la Bibliothèque Nationale de France (BNF): http://www.penseesdepascal.fr


Notas

[1] El manuscrito se conserva en la Biblioteca Nacional de Francia; es el 9.202 del Fond Français.

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Herrando, Carmen, Blaise Pascal, en Fernández Labastida, Francisco – Mercado, Juan Andrés (editores), Philosophica: Enciclopedia filosófica on line, URL: http://www.philosophica.info/archivo/2018/voces/pascal/Pascal.html

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