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VERSIÓN DE ARCHIVO 2011
René Descartes
Autor: Antonio Malo Pé
La obra de Descartes, a pesar de los siglos transcurridos desde la muerte de su autor y de las polémicas desatadas por sus seguidores y opositores, sigue siendo una de las que más influjo ejercen en el panorama actual de la filosofía. En efecto, la filosofía cartesiana no sólo actúa como levadura más o menos reconocida de corrientes de pensamiento y de sistemas filosóficos de una parte importante de la modernidad: desde la Ilustración francesa, hasta la fenomenología, pasando por el idealismo alemán, el materialismo dialéctico, el existencialismo, etc., sino que también se halla presente en el llamado pensamiento postmoderno [Malo 2011]. De ahí la necesidad de examinar con atención el proyecto cartesiano, en busca de aquellos elementos que todavía hoy pueden servir para permitir al pensamiento humano avanzar en su camino hacia la verdad.
Índice
2. El proyecto cartesiano de una ciencia universal: una respuesta frente a la crisis
3. La duda metódica y el error
5. La inteligibilidad de la sustancia
6. Dios como evidencia absoluta
7. La culminación del proyecto cartesiano: la ética científica
7.1. La ética cartesiana entre provisionalidad y certeza
9.1. Ediciones críticas y guías de lectura
Principales ediciones del original francés
Guías de lectura y análisis del pensamiento cartesiano recomendadas
9.2. Obras de Descartes citadas
9.3. Principales estudios críticos sobre la vida y la filosofía de Descartes
9.4. Colecciones y obras colectivas
René Descartes nació el 31 de marzo de 1596 en La Haye, un pueblecito francés en la región de la Turena que habría de cambiar su nombre por el de Descartes en honor de su hijo más ilustre. La muerte de la madre, cuando René contaba tan solo 13 meses de edad, y el trabajo absorbente del padre como abogado del parlamento de Bretaña, hicieron que la primera educación del pequeño corriera a cargo de su abuela materna.
En 1606, a la edad de 10 años, Descartes fue enviado al Colegio de los jesuitas de La Flèche, en donde siguió los estudios habituales de la época. Años más tarde, al escribir el Discurso del método, el filósofo se referirá a su permanencia en esa institución con sentimientos encontrados: por una parte reconoce agradecido que la educación recibida en La Flèche era una de las mejores de la época; por otra se muestra muy crítico en relación al método allí empleado pues, en lugar de instruirse en la verdad, se había llenado de errores [Discours VI: 4-5]. De todos modos, de la formación recibida le quedó siempre un amor apasionado por las matemáticas, la única disciplina de las enseñadas en aquel Colegio que desde el comienzo logró satisfacer sus hambres de evidencia.
Más por querer paterno que por deseo personal, al terminar los estudios en La Flèche se trasladó a Poitiers para estudiar Derecho. En 1616 obtuvo el título de abogado, pero nunca ejerció la carrera forense. Aprovechando la Guerra de los Treinta años entre protestantes y católicos, en 1618 se enroló en Breda como soldado de las tropas del príncipe protestante Mauricio de Nassau. Un año más tarde, Descartes se unió a las tropas católicas del duque de Baviera, Maximiliano I. Parece, pues, que no era tanto el triunfo de una de las dos confesiones religiosas lo que le movió a militar en un bando u otro cuanto el deseo de conocer nuevos países y costumbres o, como afirma en el Discurso, de estudiar en el “gran libro del mundo”. Durante el invierno que pasó en Ulm, en espera de la coronación de Fernando V como emperador, tuvo lugar un suceso que, según Descartes, decidió su futuro. La noche del 10 al 11 de noviembre, Descartes tuvo tres sueños, que juzgó lo suficientemente importantes para anotarlos en las Olympica, el diario que comenzó a escribir al día siguiente [Marion 1983: 78; Grimaldi 2006]. Al despertarse, decidió echar las bases de una nueva ciencia, o mathesis, universal, capaz de unificar todas las ramas del saber a partir de un solo principio indudable.
Al terminar la campaña en Alemania, Descartes volvió a Francia. Durante nueve años se dedicó a viajar por Italia (1622 al 1625) y por Francia, a escribir filosofía y a realizar algunos experimentos de óptica, que serían publicados más tarde en un ensayo titulado Dióptrica. En este periodo comenzó a escribir en latín Las reglas [Regulae ad directionem ingenii X]; se trata de la composición de un nuevo método, basado en una generalización del método matemático, para conocer de forma clara y ordenada todo lo que el pensamiento humano es capaz de alcanzar con las propias fuerzas. Sin embargo, a pesar de que en 1628 ya había redactado la mitad de este tratado, lo abandona al parecer sin ninguna razón precisa. En ese mismo año se trasladó a Holanda. En 1635, viviendo en Leyde, Descartes tuvo una hija, Francine, nacida de una relación con el ama de llaves de la casa en que vivía, Elena Jans. Al morir Francine en tierna edad, Descartes se separó de Elena no sin antes haberla provisto de una dote que le permitiera casarse.
Dos años después del nacimiento de Francine, Descartes publicó su primera obra filosófica, el Discurso del método, un opúsculo filosófico que iba a revolucionar la historia del pensamiento occidental. Parece ser que este escrito fue precedido por otro, El mundo, que no vería la luz en vida de su autor. Con este ensayo se proponía explicar todos los fenómenos de la naturaleza; sin embargo, la condena de Galileo en 1633, así como la inclusión en el índice de su obra Diálogo sobre los dos máximos sistemas, en que defendía una visión copernicana del universo coincidente en algunos puntos con la de nuestro autor, sugirió al pensador francés la conveniencia de no publicarlo. Sólo en 1662, algunos años más tarde de la muerte de Descartes, se publicaría una edición parcial de la obra en traducción latina. Para la edición integral del original francés habrá que esperar hasta 1667.
En el Discurso del método, Descartes propone una síntesis de la filosofía que había ido elaborando hasta entonces, es decir, una ciencia universal que conducirá al hombre a la perfección. Por este motivo, en el tratado se hallan elementos pertenecientes tanto al orden teórico como práctico: junto a las nociones metafísicas de substancia, causa, etc. se encuentran algunas técnicas médicas y normas éticas dirigidas a obtener, a través de la salud física y espiritual, la felicidad del hombre en esta tierra. A pesar de la diversidad de elementos, la obra se presenta dotada de unidad sea porque se usa un método único —basado en la demostración matemática— que permite reducir la diversidad de elementos a un número limitado de leyes, sea porque se intenta reducir todos los saberes a un solo principio. Tras la publicación de esta obra, Descartes comenzó a recibir numerosas cartas de lectores que ponían en tela de juicio algunas de las doctrinas defendidas por él, como el modo de distinguir el alma del cuerpo, el rechazo de las formas substanciales, la confirmación de las hipótesis científicas a través de los efectos, etc.
La dificultad encontrada por el público culto de la época para aceptar la filosofía cartesiana le indujo a nuestro autor a analizar con mayor atención las cuestiones metafísicas, que en el Discurso se hallaban sólo bosquejadas. En una carta a Mersenne, fechada el 13 de noviembre de 1639, Descartes le comenta que está trabajando en la redacción de un nuevo tratado de carácter metafísico y que, una vez terminado, lo dará a leer a un grupo de teólogos doctos para que le den su parecer. La obra a la que se refiere Descartes no es otra que las Meditaciones metafísicas. El nuevo libro se publicó en 1641, junto con seis objeciones de ilustres filósofos y teólogos —como Gassendi, Arnauld, Mersenne, etc.— seguidas de las respuestas a las mismas. En la segunda edición de 1642 se añadió la séptima y última objeción con la consiguiente respuesta. Las Meditaciones presentan un nuevo tipo de metafísica, en donde la materia es reducida a pura extensión, el alma a pensamiento y se propone una prueba de la existencia de Dios a partir de la idea de infinito que se halla en el pensamiento humano. Las diferentes tesis defendidas en este libro suscitaron numerosas polémicas.
Una vez asentadas las bases metafísicas, Descartes consideró que el público estaba ya capacitado para entender la nueva física que había ido elaborando a través de tratados ya publicados sobre la luz, los meteoros, la geometría, u otros que todavía no habían salido a la luz, como El mundo. Con este objetivo, en 1644 publicó los Principia philosophiae. Con el fin de darles la mayor difusión posible, los redactó en latín, la lengua franca de las Universidades y los cenáculos culturales de la época. Además de dedicar las dos primeras partes del ensayo a exponer los principios generales de su física —la concepción de la materia y las leyes del movimiento— y a explicar la dependencia de éstos de una nueva metafísica, estudia en las otras dos partes tanto los fenómenos astronómicos como los terrestres: la luz, las propiedades de los minerales, el magnetismo. Aunque el proyecto inicial era investigar también el origen de las plantas y animales, tuvo que desistir de ello debido a la complejidad de ese proyecto. Sin embargo, en la última parte del libro, a propósito de la unión y distinción entre el alma y el cuerpo, se añaden algunas tesis sobre la fisiología y función de los sentidos humanos que abogan en favor de la unión entre cuerpo y alma, pues es experimentada sensiblemente aunque sea imposible de concebirse. Esta última parte puede considerarse, pues, como un resumen del Tratado del Hombre, aún no publicado, que contiene una fisiología y psicología mecanicista, y un antecedente de una obra posterior, la Descripción del cuerpo humano. En la segunda edición de los Principia (1647), traducidos al francés, Descartes añadió un prólogo o carta del autor, en el que, además de explicar cómo en cuestiones filosóficas uno debe regirse sólo por la razón, se refiere a la ciencia universal mediante la imagen de un árbol, cuya raíz es la metafísica, el tronco, la física, y las ramas, la medicina, la mecánica y la moral [Principes IX-2: 14].
Es verdad que, ya en el Discurso, Descartes considera la moral como una de las partes más importantes de la filosofía, en cuanto que el objetivo de la ciencia universal es la felicidad en esta tierra. Sin embargo, en esta obra primeriza se limita a indicar aquellas máximas que configuran una ética provisional, necesaria para proseguir sin obstáculos prácticos el desarrollo de su filosofía. Sólo en 1649, como consecuencia de una larga correspondencia con la princesa del Palatinado, Isabel de Bohemia, publicará las Pasiones del alma, un tratado en el que se contiene una teoría original sobre las emociones y su influjo en la moral.
En aquel mismo año, Descartes aceptó la invitación de Cristina, reina de Suecia, para residir en su corte, con el fin de introducirla en la nueva filosofía elaborada por él. El rígido invierno sueco, los horarios espartanos a que fue sometido por su anfitriona, minaron la salud de Descartes, quien murió de pulmonía el 11 de febrero de 1650, a la edad de 54 años.
A pesar del intento por parte de Descartes de evitar polémicas teológicas, su filosofía desató abundantes controversias no sólo entre los católicos (sus obras serían incluidas en el índice en 1663) sino también entre los teólogos calvinistas holandeses, como lo prueba la condena de su filosofía en 1642 por parte del senado de la universidad de Utrecht. De todas formas, la filosofía cartesiana se abriría paso de modo rápido en el mundo académico de la época primero en Holanda e Inglaterra, para extenderse más tarde en Francia y de allí al resto del mundo.
El proyecto cartesiano de una ciencia universal sólo puede entenderse como la tentativa de superar radicalmente una crisis profunda que impregna todos los ámbitos de la existencia humana: desde el saber hasta la religión, pasando por la política y la ética. En efecto, la llamada edad moderna se halla marcada por un escepticismo inicial al cual no pudo hacer frente una escolástica formalista y decadente, y también por las luchas político-religiosas que ensangrentaron Europa durante más de treinta años entre aquellos que, como Lutero, se proponían una vuelta al cristianismo de los orígenes y los que no consideraban la reforma como algo necesario, o la entendían sobre todo como un perfeccionamiento de la moralidad y piedad. Junto a la ruptura de la unidad en la antigua Cristiandad, hay que señalar otros acontecimientos que contribuyeron a agudizar la crisis, como los descubrimientos de nuevas culturas —orientales, como la china, y las precolombinas americanas— no sólo distintas desde el punto de vista religioso, social y político, sino también ético, o los progresos en las ciencias experimentales que condujeron, entre otras cosas, a la sustitución del sistema tolemaico, geocéntrico, por el copernicano, heliocéntrico.
Pocos pensadores, entre los que ocupa un lugar señero Descartes, fueron capaces de darse cuenta de la importancia de la crisis y de lo que en ella estaba en juego: no sólo la desaparición de la idea unitaria de una Europa que había aglutinado pueblos diferentes y culturas, sino la posibilidad misma de seguir aspirando a conocer la verdad. En efecto, cenáculos intelectuales, como el de los libertinos eruditos [Rodis-Lewis 1995], iban extendiendo sus ideas negadoras de normas morales, e incluso de la posibilidad racional de conocer la verdad. Desgraciadamente, como experimentó el mismo Descartes en sus años de estudiante primero en La Flèche y luego en la Universidad de Poitiers, la formación que recibían las élites de la época, lejos de prepararlos a hacer frente al escepticismo, parecía fomentarlo: ni los estudios de filosofía iban más allá de la repetición de doctrinas abstrusas cuya relación con la realidad se había perdido hacía tiempo, ni las ciencias experimentales, como la astronomía, la física, la medicina, hallaban algún lugar en los currícula de la época. Sólo en la matemática, por lo menos a los ojos del joven Descartes, parecía seguir ardiendo la llama de la verdad.
Probablemente la pasión de Descartes por las matemáticas consiguió salvarlo de las garras del escepticismo. Esto explicaría tanto el proyecto de construir una ciencia o mathesis universal, como el partir de la evidencia matemática. De todas formas, era preciso encontrar el modo de aplicar esa evidencia, reducida a unos pocos objetos, a la totalidad del saber, más aún a la totalidad de todo lo que existe. De ahí la necesidad de encontrar un principio absolutamente evidente, capaz de derrotar el escepticismo de manera radical, a la vez que de proporcionar un criterio definitivo para la adquisición del saber.
Pero, ¿cuál es el ideal de saber que se esconde en el proyecto de ciencia universal? Es una mezcla de sagesse humanista y de sabiduría escolástica. De la primera toma la importancia del conocimiento de sí [Lázaro 2009a]; de la segunda, la consideración de la sabiduría como el perfeccionamiento de la ciencia. Sin embargo, frente al escepticismo de la primera, Descartes busca una verdad válida para todos los hombres, y frente a la segunda, que considera imposible reducir todas las ciencias a una sola (los principios de la técnica, de las ciencias prácticas y teóricas son distintos), un origen y un fin único. Para Descartes, la ciencia puede ser una, pues parte de la razón, que es una [Recherche de la vérité X: 496], y tiene como objetivo el dominio de la naturaleza [Bonicalzi 1998: 175]. La ciencia se fundará, por tanto, en la razón y en la capacidad de ésta para conocer la verdad. Se trata de una verdad que, por eso, no puede proceder de un conocimiento sensible, sino sólo inteligible, cuya característica es la evidencia. De ahí que hasta que no alcance esta evidencia Descartes ponga entre paréntesis la totalidad del saber humano.
Además de este nuevo modo de entender la verdad, en el arranque de la ciencia cartesiana hay otra novedad de la que no parece darse cuenta el mismo Descartes: el concepto de principio, el cual no sólo debe tener una prioridad ontológica, sino también gnoseológica, en cuanto que ha de presentarse ante la conciencia como tal, pues el principio de la ciencia universal debe ser primero en todos los sentidos posibles.
Para demoler el viejo edificio del saber de la antigüedad, Descartes utiliza la duda. No se trata, sin embargo, de la conocida duda escéptica, como la de los libertinos eruditos: se trata de una duda que, siendo radical, no es un estadio final, sino un punto de partida en el camino hacia la verdad. Además, la duda cartesiana establece una separación inicial entre el ámbito teórico o de las ideas y el práctico o del sentido del vivir. Por eso, la duda cartesiana no se extiende a la moral y a la fe. Por supuesto, la moral, que corresponde a la etapa de la duda, será provisional en espera de construir la ciencia universal, mientras que la fe quedará reducida a un grupo de creencias que se aceptan más por tradición, que por convicción racional, como lo prueba la afirmación del pensador de la Turena: “él tiene la fe de su nodriza” (recordemos que su relación con su madre duró pocos meses), lo cual muestra cierto fideísmo que tendrá graves repercusiones en la separación moderna y postmoderna de razón y fe [Spaemann 2009: 13].
De todas formas, la diferencia de la duda cartesiana con la escéptica se aprecia aún mejor cuando se tiene en cuenta su pugna contra el escepticismo: Descartes considera que éste sólo puede vencerse en su mismo terreno, es decir, mediante la aceptación de la duda, para a través de ella alcanzar la verdad, demostrando así que la duda no puede ser el estado definitivo de la razón humana. La verdad para Descartes no es sólo una isla feliz en el océano del error, sino aquello que —si existe— permite evitar completamente el error: no sólo aquel del que se es consciente, sino incluso su misma posibilidad. De ahí que error adquiera en Descartes un nuevo significado: el estado en que inicialmente se encuentra su mente, o sea el conjunto de ideas de las que no puede afirmarse nada por falta de fundamento. Según nuestro autor, las ideas proceden de una triple fuente: el conocimiento sensible, la memoria y la lógica formal. Y cada una de ellas se halla desasistida de fundamento: el conocimiento sensible porque es pasivo (el objeto es dado o supuesto; los errores sensibles, como el del remo que al introducirse en el agua parece estar roto, son una ratificación de esta falta de fundamento); la memoria, por su parte, se refiere al pasado, pero el fundamento o se halla presente ante la conciencia o no es tal; por último, la lógica formal exige que la razón se fíe de unas reglas que no son evidentes, como la deducción de una conclusión a partir de las premisas.
El abandono de la duda dependerá, por tanto, de la voluntad; más en concreto, del querer encontrar el fundamento de la ciencia, para lo cual Descartes se obliga a no afirmar como verdadero lo que aparece espontáneamente en la conciencia. Este rechazo equivale a darse cuenta de la existencia de una aceptación inicial de la que ahora es consciente, o sea que antes había afirmado como verdadero lo que no lo era por carecer de fundamento. La voluntad humana parece ser así origen de dos capacidades contrarias: el poder de afirmar la verdad y el ser fuente de error. ¿De dónde procede esta duplicidad?
Descartes, como los escépticos, rechaza la existencia de una relación entre idea y realidad; no, a diferencia de los escépticos, porque no se pueda conocer la realidad, sino porque nuestras ideas no corresponden a la realidad. La razón que da es clara: la idea, en cuanto que existe dentro del pensamiento, pertenece sólo a él, mientras que la realidad es indepediente, pues se halla fuera de la mente. De ahí que en la idea no haya nada que permita el paso a la realidad ni viceversa. Por otro lado, según Descartes, la existencia de la idea y de la realidad extramental es innegable, pues la idea es percibida por el pensamiento y la realidad es afirmada por la voluntad en el juicio. Atribuyendo el juicio a la voluntad —en lugar de a la razón—, Descartes hace depender la verdad de la voluntad divina que la crea y de la humana que debe aceptarla. La distinción cartesiana entre idea y realidad depende en gran medida de la filosofía escotista, que llegó a Descartes por medio de Francisco Suárez [Marion 1981: 105 y ss, 1996: capítulo 5; Ippolito 2005]. Según nuestro autor, las ideas, como la realidad extramental, poseen un ens deminutum o entidad, que no se refiere a la realidad extramental sino sólo al aparecer de las mismas en la conciencia. El error consiste en afirmar como real lo que aparece en la conciencia, es decir, en presuponer una realidad fuera de la mente que correspondería a la idea. La presuposición es, pues, error y causa de todo tipo de error. Ya que, incluso en el caso de que una idea se conociese más tarde como real, afirmarla cuando todavía no se la conoce como tal sería un error.
Pero, ¿cómo se alcanza entonces la realidad? Siguiendo a Scoto, Descartes señala que a la realidad se accede mediante la voluntad: ya sea porque es la Voluntad divina que la crea ya sea porque se trata de una voluntad capaz, si no de crearla, al menos de afirmarla. Aunque desde el punto de vista formal la voluntad humana es —como la divina— absoluta, pues se trata de una perfección pura que no admite grados (o se tiene o no se tiene); desde el punto de vista de su poder, es en cambio limitada, ya que ésta no puede crear, sino sólo afirmar la realidad. Sin embargo, como no posee un criterio que le permita afirmar lo que es real, la voluntad se ve obligada a usar su poder infinito de forma negativa, rechazando la afirmación de todo lo que aparentemente es real, es decir, poniendo en ejercicio una duda universal.
Descartes descubre que la duda universal contiene ya en sí la certeza, pues «mientras quería pensar que todo era falso, era necesario que yo, que lo pensaba, fuese algo» [Discours VI: 32]. Nuestro autor encuentra así en el yo, apenas descubierto, un principio que jamás podrá ser destruido por nada, ni siquiera por la duda universal: cogito ergo sum. El cogito o pensamiento anula la duda cuando se cae en la cuenta de que dudar es pensar.
Aunque se presenta en la forma de un silogismo, el cogito cartesiano no es un razonamiento, sino una pura intuición, pues no introduce ninguna necesidad exterior al pensamiento; tampoco requiere un verbo mental o una idea, ya que entonces sería algo posterior y por tanto no evidente. Según Descartes, el cogito es la presencia del pensamiento ante sí mismo al ser suscitado por la duda. La conexión intrínseca entre el pensamiento y su causa aparece así tan indudable que puede afirmarse que poner el pensamiento es radicalmente ser [Heidegger 1994: 890]. Por eso, al dudar, la voluntad se ve obligada a afirmar el cogito como real, o sea como sum.
Ahora bien, el sum afirmado excluye de sí todo lo que no sea puro pensamiento, como el cuerpo, el movimiento, las sensaciones y también el tiempo. Se trata de un yo absolutamente puntual, ligado de tal forma al pensamiento, que no puede dejar de pensar sin ser y viceversa: «soy solo una cosa pensante, o sea una mente, o alma, o razón; palabras estas cuyo significado me era antes desconocido» [Méditations VII: 27; Henry 1985: 31].
El descubrimiento de la cosa pensante o substancia pensante le sirve también a Descartes para distinguirla de otro tipo de substancia, caracterizada por la extensión y el movimiento; sin embargo, de esta no posee aún ningún tipo de evidencia. El problema que debe afrontar nuestro autor consiste en volver a unir, una vez separados, el cogito y las ideas u objetividad, pues sólo si lo logra será posible construir la ciencia universal. El modo de conseguirlo no es lineal ya que no es posible pasar del cogito, que es real o sum, a las ideas, que son sólo representación. Es decir, al aparecer las ideas no aparece su origen o causa y, por tanto, no pueden ser afirmadas. Pero, ¿es posible afirmar algo de las ideas?
Descartes somete las ideas nuevamente al control de la voluntad; mediante la vigilancia atenta de lo que es dado en la representación emerge la evidencia o no evidencia de las ideas, pues según nuestro autor querer y percibir lo que se quiere corresponde a un único acto del alma [Principia I: 32]. Por eso, la idea evidente supone un pensamiento objetivo controlado [Polo 1963]. Ciertamente, a la idea no corresponde la evidencia del cogito, sino sólo el carácter de evidente, que consiste en la claridad y distinción. Este carácter se halla de modo principal en el cogito. En efecto, la evidencia del cogito se basa en la claridad y distinción con que se ve que, para pensar, es necesario ser: es clara por ser perfectamente transparente al intelecto y distinta, por diferenciarse de todo lo demás. De ahí que Descartes pueda establecer como regla que las cosas que la mente conciba de modo claro y distinto serán evidentes.
Al controlar las ideas, Descartes descubre que la idea está constituida por dos tipos de realidad: uno formal y otro objetivo. La realidad formal de la idea no es más que el hecho de estar presente ante el pensamiento, por lo que mientras está presente no puede negarse su presencia. Desde el punto de vista formal, todas las ideas son igualmente evidentes. La realidad objetiva de las ideas, en cambio, presenta una diversidad infinita de grados de acuerdo con la mayor o menor claridad y distinción de las mismas. La mayor claridad y distinción en las ideas se da en aquellas que son simples, es decir, en aquellas que no pueden dividirse en un mayor número de partes. En cambio, las ideas compuestas deben ser reducidas a ideas simples, pues, de otro modo, no se alcanzará la visión clara y distinta.
¿Cómo estar seguros de que la idea clara y distinta corresponda a algo real? Descartes introduce aquí un elemento, capital en su filosofía aunque extraño a la misma: el concepto de causa universal del ser (“todo lo que es, es causado”). Por más imperfecta que pueda ser una idea, siempre es una entidad o esse deminutum. Y, como todo lo que es, tiene necesariamente una causa, a la causa de la idea le corresponde, «por lo menos, tanta realidad formal cuanta realidad objetiva contiene esta idea» [Méditations IX-1: 33]. De ahí la hipótesis cartesiana de que la idea corresponderá a algo real, cuando su realidad objetiva aparezca de forma clara y distinta.
La idea aparece, pues, como un efecto de la realidad [Réponses aux deuxièmes objections IX: 128]. Sin embargo, se trata de un efecto que no es análogo a la causa, pues la idea es objeto de pensamiento y no realidad. De ahí la necesidad de pasar del orden ideal al real. Aunque todavía no puede afirmarse con certeza una correspondencia entre el contenido de la idea y su causa, es posible establecer sin embargo la siguiente hipótesis: a la idea clara y distinta deberá corresponder lo inteligible de la realidad, a saber: su naturaleza o esencia. Sin embargo, en tanto que representada, la naturaleza de la realidad está en la idea y no en la realidad. La referencia de la idea a su causa habrá de concebirse como correspondencia a una esencia perteneciente a la sustancia, es decir, al atributo de la misma. Por lo tanto, conocer una sustancia es conocer sus atributos, pero no la sustancia, que es real. La distinción y, a la vez, la inseparabilidad entre el atributo y la sustancia permite el paso de la idea a la realidad, si bien sólo como hipótesis. De todas formas, según Descartes, el conocimiento no termina en la captación del atributo, sino en la afirmación de la realidad: conocer perfectamente la idea es afirmar su causa o sustancia.
Se entiende así la definición cartesiana de sustancia: «una cosa que existe de tal modo que para existir no tiene necesidad más que de sí misma» [Principia I: a. 51]. Lo que no quiere decir que la sustancia carezca de causa o exista por sí misma, es decir, sea per-sistente (como, en cambio, sostendrá más tarde Espinoza), sino más bien que existe en sí misma, es decir, es in-sistente o idéntica consigo misma. La sustancia absorbe la existencia reduciéndola a sí y, por consiguiente, no existe participadamente: en ella la existencia no conserva un valor análogo a la causa. El ser de la sustancia es totalmente distinto de su causa, que —como se verá— sólo puede ser Dios. Por eso, el existir de la sustancia no comporta ningún tipo de potencialidad, ni de desarrollo, ni de permanencia en el tiempo. Sin la creación continua por parte de Dios, la sustancia desaparecería.
Para referirse a la inteligibilidad de la sustancia, Descartes usa los siguientes términos: “modos”, “cualidades” y “atributos”. El “modo” es la palabra que emplea para referirse a la sustancia especialmente diversificada. De esta diversificación depende que la sustancia pueda llamarse tal o cual, de donde procede el nombre de “cualidad”. Y, para considerar de forma general todos los modos y cualidades que se hallan en la sustancia y dependen de ella, nuestro autor se sirve del término “atributo”. Por lo que entre los modos y la sustancia hay una distinción modal (podemos pensar la sustancia sin un modo determinado, por ejemplo, sin el movimiento; no podemos, en cambio, pensar el modo sin la sustancia: el movimiento sin la extensión), mientras que entre los atributos y la sustancia hay una distinción de razón (no podemos pensar la sustancia sin los atributos; por ejemplo, la sustancia extensa, sin la extensión). En la sustancia hay un atributo principal del cual dependen todos los demás. Por esta razón, el atributo principal es concebido por Descartes como la sustancia misma, o mejor, como la sustancia en tanto que inteligible. La sustancia no es más que la posición en sí del atributo; la posición, a diferencia del atributo, no es objetivable.
Nuestro autor distingue dos atributos: el pensamiento y la extensión y, por consiguiente, dos sustancias. La diferencia entre el pensamiento y la extensión depende de la indivisibilidad del primero respecto del segundo, pues el pensamiento o mente es una realidad absolutamente una y entera [Méditations III: 263]. A diferencia del cogito que no es idea sino sum, el atributo de la sustancia pensante es una idea clara y distinta; por eso la sustancia pensante se conoce después del cogito. En Descartes hay un doble acceso al pensamiento: como sustancia o sum, es decir, como primera evidencia y como atributo del sum o idea evidente.
A la idea de extensión o cuerpo, Descartes llega a través del análisis de un trozo de cera. El análisis separa las ideas que pueden ser removidas de esa representación, como el color, el olor, el sonido, pues no son necesarias para concebirlo clara y distintamente. Mediante la reducción del trozo de cera a cuanto no es sensible ni imaginable, se alcanza lo que lo constituye en cuanto tal, es decir, el atributo extensión. La característica de este atributo es su infinitud. En Descartes no existe, por tanto, la idea de vacío, ya que el universo constituye un espacio único. Precisamente esta concepción del espacio le permite reducir la física a la matemática.
La simple hipótesis no basta para garantizar la correspondencia entre las ideas claras y distintas y el aspecto inteligible de la realidad. De ahí la necesidad de encontrar una evidencia mayor que la del cogito, que sea capaz de permitir el paso a la realidad. En efecto, la evidencia del cogito es limitada: pensar es sólo una posibilidad del sum (porque soy, puedo pensar) pero no el sum, ya que lo pensado no es sum; o dicho de otra forma, en el cogito hay una diferencia insalvable entre cogito-sum y cogito-obiectum, pues el cogito es a la vez sum y obiectum, pero el sum no es obiectum [Polo 1963]. Descartes realiza una nueva hipótesis, la última: sólo si existe una idea cuyo contenido objetivo se identifica sin residuos con su causa, se habrá alcanzado una evidencia perfecta; lo que permitirá fundar realmente y no sólo hipotéticamente la correspondencia entre idea evidente e inteligibilidad de la realidad. La verificación de tal hipótesis es la demostración cartesiana de la existencia de Dios.
El método para probar esta hipótesis será nuevamente la duda; en este caso, una duda hiperbólica: no sólo dudará de la idea oscura y confusa, sino también de la clara y distinta. Lo único que permanece a salvo de esta duda es el cogito-sum, pues en el acto de dudar hiperbólicamente aparece con evidencia que yo, que dudo, existo. La duda hiperbólica amenaza en cambio, la posibilidad misma de conocer realmente algo distinto del yo y, por tanto, pone en peligro el proyecto mismo de la ciencia universal.
Hay dos vías para alcanzar la certeza absoluta, es decir, la existencia de Dios: la vía del finito y la del infinito.
En la primera, Descartes imagina la hipótesis de un genio maligno dotado de un poder tal que le hace ver como claro y distinto lo que en realidad no existe. Para rechazar esta hipótesis debe encontrar una idea que, en cuanto posee mayor perfección objetiva que el cogito, no puede encontrarse en él ni formal ni eminentemente. Es decir, se trata de una idea que no tiene como causa el sum. Como la hipótesis del genio maligno es también una idea máximamente negativa desde el punto de vista objetivo, si se demuestra que existe una idea de una perfección máxima superior a la misma causalidad del sum aparecerá con claridad que la idea del genio maligno es causada por el sum y, por tanto, que no tiene ninguna realidad formal, o lo que es lo mismo: que el infinito objetivo negativo no existe, porque lo que existe es un infinito real. La hipótesis del genio maligno habrá que atribuirla, entonces, al carácter infinito que posee la voluntad, el cual —como hemos visto— no es creador de realidad, sino solo el poder de afirmar o negar la misma.
Descartes examina el posible origen de las ideas de su mente. Espontáneamente se siente inclinado a distinguir entre tres tipos: las innatas, como la del alma, que parecen haber nacido con él; las adventicias, como las de las sensaciones de calor o de dolor, que parecen proceder de fuera; las ficticias, como la de quimera, que parecen haber sido inventadas por él. Nuestro autor descarta el aparente origen de estas ideas: las innatas podrían ser causadas por él; las adventicias también pues, aunque dependiesen de la realidad, podrían no ser semejantes, como sucede en la idea de sol como algo de tamaño muy pequeño producida por nuestros sentidos que es distinta de la idea usada por la astronomía, la cual lo representa muchas veces mayor que la tierra. Por último, las ficticias, que se dan también en los sueños, pueden formarse en nosotros sin ayuda de objetos externos. Una vez rechazado el juicio espontáneo, analiza las ideas considerándolas en sí mismas, es decir, en su realidad formal y objetiva. Como hemos visto, desde el punto de vista la realidad formal, no halla ninguna diferencia entre ellas, pues todas aparecen del mismo modo ante el pensamiento, o sea, son ideas del mismo. En cambio, desde el punto de vista de la realidad objetiva descubre una notable variedad de grados de perfección: las que representan las sustancias tienen mayor perfección que la de los atributos y estos mayor que la de los modos, a su vez las que representan sustancias, atributos y modos finitos tienen menor perfección que la que representa una sustancia infinita o Dios [Fernández Rodríguez 1976]. Ahora bien, la luz natural —no la inclinación natural a juzgar— hace ver que «debe haber por lo menos tanta realidad en la causa eficiente y total que en el efecto. De otra forma, ¿de dónde podría el efecto tomar su realidad, si no fuera de la propia causa? Y, ¿cómo esta causa podría comunicársela, si no la tuviera ya en sí misma?» [Méditations IX-1: 33].
¿La perfección formal de la idea puede encontrarse en el cogito? Aparentemente sí, pues podría ser que en el cogito se encuentren estas ideas formalmente o eminentemente. Hay que examinar, pues, el cogito, para estar seguros de que la idea de Dios no se encuentra en él ni formal ni eminentemente. La idea de piedra, como sustancia, es decir, como una cosa capaz de existir en sí, a pesar de la diferencia con el cogito, puede existir formalmente en él pues el cogito es también una sustancia; la idea de duración podría provenir del recuerdo que el yo tiene de su existencia; los pensamientos de la propia existencia que corresponden al pasado y al momento presente podrían ser la causa del número. Por lo que se refiere a las otras cualidades como la extensión, la figura, la situación o el movimiento local, si bien no existen formalmente en el cogito, podrían estar contenidos en él de modo eminente, en cuanto que son respectivamente atributo o modos de la sustancia corporal. Y lo mismo sucede con la idea del yo, que se halla contenida en el cogito. Por tanto, todas las ideas adventicias, ficticias e innatas podrían haber sido producidas por él, ya que la realidad objetiva de estas ideas se encuentra en él de modo formal o eminente. Queda, pues, por analizar la idea de Dios, es decir, de una sustancia infinita, eterna, inmutable, independiente, toda ella conocimiento y poder, por la que todas las demás cosas han sido creadas y producidas [Méditations IX-1: 43].
Cuanto más considera esta idea, más se convence de que no es él la causa, pues las perfecciones de este ser son tan grandes que no se encuentran en él ni de modo formal ni eminente, en cuanto que él es limitado e imperfecto. No se trata de una pura convicción natural, sino de una evidencia de la imperfección del cogito. En primer lugar, en el conocer hay más perfección que en la duda y, en esta, más que en el error; de ahí que, si hubiera sido infinito, no habría estado en el error ni dudado [Von Hermann 1987]. En segundo lugar, Descartes no sólo duda sino que sabe que duda y desea la verdad, es decir, es consciente de su misma finitud. Ahora bien, para saber que se es finito, se debe poseer la idea de Infinito. La idea de Infinito es la idea de un Ser que no duda, pues es conocimiento perfecto. En la idea de Infinito no hay, pues, negación como en cambio la hay en la del genio maligno (el Infinito no es la negación del finito; más bien, es el finito la negación del infinito). La realidad objetiva de la idea de Dios es máximamente clara, ya que contiene todas las perfecciones) y máximamente distinta, ya que se distingue de todas las demás ideas; no es, pues, ni negativa ni relativa, sino positiva y absoluta o, mejor aún, absolutamente real. Por consiguiente en el Infinito ser e idea se identifican.
La vía del Infinito es lo que ha dado en llamarse, tal vez de forma equívoca, argumento ontológico: entre todas las ideas que hay en el cogito sólo la de Dios incluye la existencia. El punto de partida de esta vía es el resultado de la demostración de Dios como Aquel que no duda por esencia, o lo que es lo mismo Aquel en quien la evidencia (autoconciencia perfecta o Ser perfecto) se identifica sin residuo con lo evidente (idea clara y distinta), es decir, posee una evidencia plena.
No obstante ya no se pueda dudar del carácter finito del cogito en acto, pudiera ser que en potencia éste fuera infinito. Con esta objeción, Descartes parece haber anticipado la crítica de Ludwig Feuerbach a la religión: Dios es causado por el hombre, en cuanto que traslada a esta idea su potencia, que es infinita. Para Descartes, dicha objeción nace de un error: aun en el caso de que la mente humana pudiese crecer hasta alcanzar un conocimiento infinito, éste no tendría nada en común con la idea de Dios, «en la que nada se encuentra en potencia, sino actualmente y en efecto» [Méditations IX: 33]; mi conocimiento, en cambio, nunca será actualmente infinito, pues siempre existirá la capacidad de incrementarlo. La idea de Dios no puede, pues, ser pensada por la mente humana, ya que contiene la máxima perfección en acto. De ahí que la prueba cartesiana, a diferencia del argumento ontológico, no consista en pasar del orden ideal al real, sino más bien en considerar a Dios como una idea que no puede ser pensada por el pensamiento humano (en San Anselmo, en cambio, Dios es lo máximo pensable por el pensamiento humano [Proslogion XV]); en otras palabras, en la idea de Dios se evidencia la realidad misma que la causa: lo máximo pensado existe realmente porque está en el pensamiento sin que sea humanamente pensable. Por eso, Descartes sostiene que el Infinito se encuentra en el pensamiento humano (es una idea máximamente clara y distinta) pero no puede ser comprendido por éste, que es finito. Además, al conocer la idea de Dios, el cogito se conoce como ser dependiente de la realidad misma que causa la idea de Infinito, o sea como causado actualmente por el Infinito. Es decir, no sólo la idea de Dios es conocida como causada en acto por Dios, sino también como causa en acto del propio pensamiento en el que se encuentra esa idea. En efecto, si el cogito no poseyera la idea de Infinito, su sum, que es finito, quedaría sin causa, pues ni el propio cogito ni los padres pueden causar el cogito, en cuanto que todos ellos son finitos. Sin embargo, el cogito, a pesar de ser finito, existe al ser causado por la misma realidad que causa en él la idea de infinito.
Aparentemente en la prueba de la existencia de Dios hay una circularidad lógica —así lo han entendido algunos críticos [Blondel 1937: 70]—: la evidencia del cogito es la vía para llegar a Dios, evidencia perfecta; y Dios en cuanto evidencia perfecta garantiza la misma realidad del cogito. Es evidente que esta crítica no es acertada: el cogito depende de Dios tanto desde el punto de vista de la evidencia como de su realidad. Lo que pasa es que el modo de conocer esta doble dependencia no se alcanza inicialmente: si bien el orden del descubrimiento de las evidencias parece conducir a la conclusión de que la evidencia de Dios se basa en la del cogito ya que primero Descartes descubre la del cogito y sólo al final la de la idea de Dios; en realidad la evidencia del cogito depende desde el principio de la evidencia de Dios, pues la evidencia del primero no es más que una afirmación parcial de la segunda, es decir, la evidencia de un ser finito. Por lo tanto, la prueba de Dios supone alcanzar un fundamento último del pensamiento diferente del sum: pensar en modo perfecto es Ser infinito. Así la idea de Dios, además de garantizar la verdad de todo aquello que aparece con evidencia en el cogito, indica la dirección hacia donde debe tender la ciencia universal: la adquisición gradual de un poder semejante al divino que permitirá el dominio completo de la naturaleza.
Además de las tres sustancias —Dios, sustancia pensante y sustancia extensa— con sus correspondientes atributos (en el caso de Dios conocemos sólo unos pocos de sus infinitos atributos) y modos, Descartes establece tres reglas que, según él, son evidentes y necesarias para elaborar una ciencia universal: a) considerar verdadero sólo lo que es evidente; b) subdividir las ideas compuestas hasta alcanzar una idea simple; c) proceder de forma ordenada en el camino de vuelta, es decir, desde lo que es simple hasta la idea compuesta; d) hacer enumeraciones completas de estos pasos y controles generales hasta estar seguro de no haber omitido nada [Discours VI: cap. 4].
Como se ha indicado anteriormente, el resultado final de la ética científica consistirá en conseguir la felicidad en esta tierra. Para lo cual son necesarias, sobre todo, dos disciplinas la medicina y la moral. A pesar de que en el Discurso ya se hablaba del papel central de estas dos ramas del árbol de la ciencia universal, la relación entre ellas se modifica en el curso de la filosofía de Descartes. En efecto, si en la ética provisional, la ética tiene como objetivo la medicina, pues «la mente depende tan estrechamente del temperamento y de la disposición de los órganos del cuerpo que, si es posible encontrar algún medio que vuelva a los hombres más sabios y hábiles de cuanto lo hayan sido hasta ahora, creo que éste deba buscarse en la medicina» [Discours VI: 62]. En cambio, en la última etapa de la ciencia universal, la ética ha de constituir el fin último, pues las acciones humanas tienen como objeto el dominio del hombre sobre sus pasiones. Hay que preguntarse, por tanto, a qué obedece este cambio.
Probablemente, éste se debe a la aparente falta de certeza metafísica en el caso de la ética provisional. Sin embargo, como intentaré mostrar, la ética provisional posee una serie de principios que serán definitivos, es decir, no serán abandonados ni siquiera cuando se consiga elaborar la metafísica y la física de esta ciencia universal.
La ética provisional consta de cuatro máximas: la primera es obedecer las leyes y costumbres del propio país, observar la religión en que ha sido educado desde la infancia, siguiendo en todo lo demás las opiniones más moderadas; la segunda es obligarse a ser firme y resuelto en las acciones que parecen ser las mejores una vez comenzadas; la tercera es cambiar sus deseos antes que intentar modificar el orden del mundo, habituándose a creer que la única cosa en su poder son los propios pensamientos; la cuarta es emplear toda la vida en el cultivo de la razón y en el conocimiento de la verdad siguiendo el método que se había prescrito [Discurso VI: 22-27].
Por una parte, la falta de certeza metafísica hace que el fin de la ética provisional sea la construcción de la ciencia universal, por lo que la medicina aparece aquí como superior a la ética [Rodis-Lewis 1957]. Por otra, con la ética provisional se establece una distinción entre el ámbito teórico en el que impera la duda metódica y la pura evidencia, y el práctico en el que gobierna la moderación, la fortaleza y la certidumbre moral [Malo 2004: capítulo 2]. La relación entre certeza y evidencia se ve así modificada intrínsecamente: la certeza moral no nace de la evidencia, pues es posible actuar con certeza cuando el modo de comportarse no es evidente o incluso cuando se demuestra posteriormente que el elegido no es el mejor; basta querer lo mejor y ser firme en ese querer para poder actuar con certeza. Parece, pues, que la evidencia del primer principio deba convivir con la certeza moral, la cual no ilumina a la inteligencia, sino sólo la voluntad la cual, a pesar de que la inteligencia se halle en penumbra, se adhiere así a un determinado comportamiento sin verse asaltada por la duda o el remordimiento.
La ética científica, en cambio, debería fundarse sólo en la evidencia y la verdad. Aunque Descartes elabora lo que pueden considerarse los fundamentos de la ética científica, no logra dejarnos más que un esbozo de ésta, que dista mucho de tener el rigor previsto [Malo 1994].
Junto con la demostración de la existencia de Dios, hay otros principios metafísicos sobre los que Descartes deseaba fundar la ética, a saber: a) la omnipotencia divina, que es, a la vez, límite y fin del poder humano; b) la libertad humana, que en cierto sentido es —como en Dios— infinita, y por la cual el hombre es responsable de sus actos; c) la inmortalidad del alma, que no implica sin embargo que Dios no pueda aniquilarla; d) la extensión indefinida del universo, que sirve para evitar el apegamiento a los bienes de esta tierra. Si bien estas verdades no son objeto de experiencia, sirven —en opinión de Descartes— para regular el comportamiento ético del hombre reforzando en él el núcleo metafísico fundamental, la omnipotencia de Dios y su infinita providencia [Lettre à Elisabeth IV: 292]. Pero las conclusiones morales que Descartes extrae de tales verdades no ofrecen ni la necesidad ni la universalidad propias de una ética científica: el conocimiento de un Dios omnipotente, perfecto, cuyos decretos son infalibles, puede suscitar una actitud de rebeldía más que de sumisión; el hecho de saber que se es libre puede provocar angustia más que serenidad, pues la filosofía no dice nada respecto a la muerte de hecho. En realidad, la ética científica cartesiana no se basa directamente en la metafísica, sino en la antropología, en concreto en el estudio de las pasiones. Aquí se encuentra la grande novedad de la ética cartesiana [Spaemann 2003: 81].
Descartes acepta como evidente una doble experiencia indudable: que el hombre está compuesto de dos sustancias distintas y completas (alma y cuerpo), y que entre esas dos sustancias existe una acción recíproca: el cuerpo actúa inmediatamente sobre el alma y viceversa. El origen de estás experiencias también es distinto: la diferencia entre las dos sustancias se piensa, mientras que su unión se siente. La existencia de pasiones en el hombre es la prueba de la unión de sustancias. Por eso, según Descartes, la unión de sustancias, si bien corresponde a una idea oscura y confusa, es tan verdadera como la distinción de las mismas. No basta, sin embargo, postular la unión; hay también que explicarla en la medida de lo posible. Es lo que Descartes intenta mediante la consideración de la glándula pineal como principal sede del alma, desde donde salen y a donde regresan los espíritus animales, es decir, las partes más sutiles de la sangre que mueven los órganos del cuerpo [Le monde XI: 143]. Además de la incongruencia de indicar un lugar del cuerpo como sede del alma, en la explicación cartesiana hay una segunda incongruencia que, como se verá, tendrá importantes consecuencias: la explicación mecanicista de la interacción alma-cuerpo a través de la glándula pineal.
En virtud de la unión con una sustancia extensa o cuerpo, el hombre siente las pasiones que lo impulsan a actuar; a menudo, en contra del dictamen de la razón. De ahí que, para lograr el perfecto dominio de sí mismo, deba tenerse en cuenta el influjo de las pasiones en el actuar humano, uno de los ámbitos en donde con mayor frecuencia falta la evidencia. Por tanto, si bien Descartes no lo dice explícitamente, la ética definitiva se basará en el control de las acciones y pasiones del cuerpo y el alma, lo que significa que la antropología cartesiana avant la lettre desempeña un papel central. Ahora bien, ¿esa concepción del hombre es capaz de fundamentar una ética científica?
El dualismo cartesiano impide tener una teoría única sobre las pasiones y, por consiguiente, no está en condiciones de establecer el control de las mismas sobre una base firme [Malo 1999]. En efecto, en el tratado de Las pasiones del alma, Descartes propone dos explicaciones diferentes de las pasiones: una causal fisiológica de tipo contingente, que corresponde a la unión de dos sustancias distintas e independientes; otra, valorativa, basada en la consideración de las pasiones —sobre todo, de las emociones— como ideas oscuras y confusas [Bonicalzi 1990: 126]. La antropología cartesiana es concebida, pues, como el nexo entre el mundo de la evidencia de las sustancias, siempre inmutable y eterno, y el mudable y temporal del vivir humano (de sus pasiones y acciones, las cuales dependen del arbitrio divino y, en parte, de la voluntad humana) [Nájera 2003]. La escisión ontológica entre cuerpo y pensamiento es la base de la doble tesis cartesiana de las pasiones. Por este motivo, el yo si quiere mantener intacta la libertad deberá someter con un control rígido el cuerpo, el cual aprovechará cualquier momento de descuido para imponerse al pensamiento mediante una serie de conexiones espontáneas. La imposibilidad de reconducir el pensamiento y el cuerpo a la unidad hace que la integración ética se produzca sólo mediante la subordinación extrínseca del cuerpo al pensamiento. Cuando la pasión somete al espíritu el hombre pierde la libertad; cuando el espíritu subyuga la pasión, el hombre se libera de la necesidad de la naturaleza. Por eso, a pesar de no condenar la pasión en sí misma, Descartes sugiere mirarla con sospecha y someterla al poder de la razón, ya que en la pasión hay un elemento que, salvo en las emociones puras —como amar a Dios— dependientes directamente de la voluntad, se origina en el cuerpo. El control de la pasión no será nunca completo ni interior, sino exterior y limitado a una serie de técnicas, como la de no huir aunque se sienta miedo de modo semejante a como el perro de caza ha sido adiestrado para permanecer quieto cuando siente el disparo. Por otro lado, la sensación, el sentimiento y, sobre todo, la emoción no pueden reconducirse al puro pensamiento, pues son ideas oscuras y confusas; así el miedo es sólo conciencia de una representación del miedo, es decir, es conciencia de sí mismo. Pero, si fuera así, no sería fácil explicar cómo se puede ser envidioso sin darse cuenta de la propia envidia. En definitiva, Descartes confunde la emoción con la reflexión sobre la emoción. Pero, como se observa en el caso del miedo, el darse cuenta del propio miedo no es miedo, pues este no es más que sentir algo —real o imaginario— como peligroso. Más aún, la conciencia de sentir miedo implica cierta separación del miedo que se siente.
La ética definitiva, que se basa sobre un control despótico o técnico de las pasiones, cuenta además con otros principios, como el ya visto de la firmeza de la voluntad, pues en ausencia de claridad y distinción no hay que abandonar jamás «la voluntad de emprender y seguir todas aquellas cosas que se juzga son las mejores» [Les passions XI: 446]. Descubrimos así que la regla fundamental de la ética cartesiana, también de la supuestamente científica, es querer siempre lo mejor, lo cual constituye —según Descartes— el aspecto formal de toda acción buena. Tal vez en el papel decisivo del acto voluntario se encuentre la clave de la filosofía cartesiana, cuyo punto de partida (la duda) y de llegada (la ciencia universal) dependen de una volición, más aún de un empeño decidido por querer siempre del mejor modo posible. El acto voluntario constituye así la forma de la moralidad, del dominio que el hombre puede alcanzar e, incluso, de sus relaciones con los demás. En efecto, en lo que se refiere a las relaciones interpersonales, Descartes se propone cultivar la virtud de la generosidad, la cual consiste en la estima de sí mismo y de los demás por una sola razón: la posesión de una voluntad libre, cuyo uso bueno o malo es el único motivo para merecer elogio o desprecio [Lázaro 2009b]. La generosidad abre de este modo el ámbito del autodominio a una ética interpersonal.
Por primera vez, en la Historia, Descartes propone la elaboración de una ciencia universal, que puede también considerarse como el proyecto de la modernidad. El ideal humanístico de saggesse se transforma, en Descartes, en la búsqueda de un conocimiento perfecto de todo lo que es necesario para que la razón humana alcance su máxima perfección. Para conseguirlo es necesario sólo encontrar un principio evidente y un método adecuado. La reducción metodológica y metafísica cartesiana, junto con la pérdida del poder vinculante de la tradición, influyen poderosamente en la formación de una racionalidad instrumental, cuyo objetivo es el dominio de la naturaleza, sobre todo el de la naturaleza humana.
Muchos pensadores actuales consideran con cierta suficiencia el racionalismo de Descartes: «orgullosos de su saber psicológico, del psicoanálisis, de la conciencia adquirida de la ambigüedad, de la complejidad, de la compenetración de la mente y del cuerpo, de lo individual y social, de lo natural e histórico, etc., se sienten tentados a juzgar simplista el lúcido pensamiento clásico del siglo XVII» [Hersch 1981: capítulo René Descartes]. La crisis primero de la metafísica racionalista y, luego, de la misma razón ilustrada conduce a la teorización postmoderna de un pensamiento y una voluntad débiles: una vez perdida la creencia en el poder de la razón y en la energía propelente del querer, la razón se siente incapaz de afrontar cualquier tipo de tarea que vaya más allá de la simple satisfacción de necesidades contingentes, de la utilidad creciente, o de deseos de corto alcance.
¿Es posible todavía la idea de un proyecto del saber o, como sostienen los pensadores postmodernos, éste no es más que el resabio de la época de los grandes relatos? Habermas, representante de una nueva Ilustración, considera que este proyecto no sólo es posible, sino también necesario y urgente pues hay que hacer frente a la fragmentación de las ciencias y a la separación de saber y vida [Habermas 2002: 60]. El pensador alemán tiene razón; sólo que tal proyecto, si bien Habermas no lo reduce al de la Ilustración, no puede tener sólidas bases, salvo que se abra a la trascendencia, es decir, a Dios. Lo que puede dar unidad a la multiplicidad de saberes y experiencias no es la praxis comunicativa de Habermas, ni siquiera la aceptación de la fe como depósito de experiencias humanas (culturales y de sentido común) que pueden corregir la deriva de la razón liberal en la investigación y uso de las nuevas biotecnologías, sino de la fe en la existencia de un ser Infinito, fundamento de la verdad, belleza y bondad hacia la que debería tender toda realización humana. Es decir, que es mediante la apertura a los trascendentales, a su unidad y conversión como se vence el riesgo de reducir la ciencia a razón instrumental o procesal, sometiéndola al arbitrio humano o a un puro deseo subjetivo.
En este sentido, a pesar de los límites de la filosofía cartesiana (algunos de los cuales han sido indicados a lo largo de esta exposición), en ella hay todavía un elemento central que permite ir más allá de la duda metódica y de la evidencia del cogito; la referencia, claro está, es al Infinito, el cual, si bien ciertamente no es una idea, existe en nosotros como Verdad, a la cual tiende la razón humana; Bien al que tiende la voluntad, y Belleza, a la que tiende la totalidad de la existencia humana mediante las virtudes y, sobre todo, el amor a las demás personas y, por ellas, al mundo. De ahí que la vida humana, en su dignidad de estar abierta a la trascendencia, la cual se manifiesta —si bien de forma diferente— tanto en el alma espiritual como en el cuerpo, no pueda ser reducida a pura biología, racionalidad instrumental o deseo indiferenciado y polimorfo, sino que deba entenderse como aquello que hace posible la unidad del saber humano y su finalidad.
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Digital Object Identifier (DOI): 10.17421/2035_8326_2011_AMP_1-1
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© 2011 Antonio Malo Pé y Philosophica: Enciclopedia filosófica on line
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