|
VERSIÓN DE ARCHIVO 2010
Nicolás Malebranche
Autor: José Luis Fernández Rodríguez
Malebranche inicia la Búsqueda de la verdad afirmando que el espíritu del hombre se encuentra situado entre el Creador y las criaturas corporales. De esta situación se derivan dos relaciones naturales: una con Dios y otra con el cuerpo, pues tan natural es para el espíritu relacionarse con Dios como con el cuerpo. Por tanto, se equivocan los filósofos (paganos) que únicamente admiten la relación del espíritu con el cuerpo y también los filósofos (cristianos) que, aun admitiendo ambas relaciones, no admiten la superioridad de la relación del espíritu con Dios, que es necesaria (ya que Dios es su causa), mientras que la del espíritu con el cuerpo no lo es (porque puede sobrevivir sin ella). Por eso, la tarea del verdadero filósofo consiste en subrayar la relación del espíritu con Dios, haciendo que la relación del espíritu con el cuerpo ocupe el puesto correspondiente. Ése es el objetivo que pretende cumplir Malebranche. De ahí que el punto central de su filosofía sea su doctrina ocasionalista, de donde se derivan más o menos explícitamente todos los demás puntos.
Índice
1. El conocimiento de los cuerpos
a) La visión de los cuerpos en Dios
b) La existencia de los cuerpos
2. El conocimiento de nosotros mismos
3. El conocimiento de los demás
a) El conocimiento de su existencia: el argumento ontológico
b) El conocimiento de su esencia: los atributos
1. La ineficacia de las criaturas
3. Las leyes generales de la acción divina
4. Determinaciones de las leyes generales: las causas ocasionales
Nicolás Malebranche nació en París en 1638 y cursó estudios de filosofía durante dos años (1654-1656) en el Colegio de La Marche, dirigidos por un aristotélico. A su término pasó a la Sorbona, en donde siguió estudios de teología durante tres años (1656-1659), aunque, igual que los de filosofía, no le entusiasmaron demasiado. En los primeros días de 1660 entró en la Congregación del Oratorio, en donde, después de un año de noviciado, fue consagrado sacerdote en 1664. No parece que durante su periodo de formación hubiera tenido Malebranche conocimiento de la filosofía de Descartes. Ese descubrimiento tuvo lugar el mismo año de su ordenación sacerdotal, cuando cayó en sus manos el tratado de El hombre, que le causó una profunda impresión. A partir de ahí vendrían las lecturas físicas y metafísicas de Descartes. El cartesianismo es, de esta manera, una de las inspiraciones de su pensamiento. La otra es la de san Agustín, que tenía gran influencia en la Congregación. Algunos intérpretes han distribuido esas dos inspiraciones entre las ciencias y la metafísica, afirmando que Malebranche es cartesiano en ciencia y agustiniano en metafísica. Semejante explicación es, sin embargo, errónea, porque la metafísica de Malebranche es agustiniana, pero también cartesiana. De esto parece que ya no cabe hoy duda alguna. Incluso habría que decir que Malebranche, según su propia confesión, es antes cartesiano que agustiniano.
Diez años después de haber descubierto a Descartes, empezó Malebranche a publicar sus obras, y puede afirmarse que el resto de la historia de su vida coincide con la historia de sus escritos. El primero de ellos, el más conocido de todos, es la Búsqueda de la verdad (1674). Vinieron después las Conversaciones cristianas (1677), así como las Meditaciones sobre la humildad y la penitencia (1677).
A la década siguiente pertenecen muchos de los escritos de Malebranche, como el Tratado de la naturaleza y de la gracia (1680), las Meditaciones cristianas y metafísicas (1683) y un año después su Tratado de moral (1684). A continuación se publican sus polémicas con Arnauld, que serían recogidas más tarde en una sola obra titulada Colección de todas las respuestas de Malebranche a Arnauld. Aunque esta polémica con Arnauld parecía haberse agotado, se reabrió nueve años más tarde. Hasta ese momento, Malebranche se dedicó a la composición de sus Conversaciones sobre la metafísica y la religión (1686), que quizás es la obra, según confesión del propio autor, que mejor compendia su filosofía. En ediciones posteriores le añadirá unas Conversaciones sobre la muerte (1696). Al año siguiente, vio la luz su Tratado del amor de Dios (1697).
Más tarde, tomó partido contra los jesuitas cuyos métodos apologéticos eran entonces muy discutidos, puesto que se creía que, en provecho de las misiones, rebajaban la verdad de la religión. Para salir al paso de esos procedimientos escribió su Conversación entre un filósofo cristiano y de un filósofo chino sobre la existencia y la naturaleza de Dios (1708).
La última polémica la mantuvo Malebranche con Bousier, contra quien escribió sus Reflexiones sobre la premoción física. Esa fue su última discusión. Poco a poco fue extinguiéndose su vida hasta su muerte, en 1715. Había cumplido 77 años.
Piensa Malebranche que todas las maneras de conocer entrañan cierta unión entre el cognoscente y lo conocido, sumándose así a la tesis, reiterada desde antiguo, de que conocer un objeto es unirse a él. Esta unión unas veces se produce directamente, y otras, indirectamente, según los objetos sean interiores al propio sujeto o exteriores a él. Cuando el objeto está dentro del alma, la unión cognoscitiva es directa, que es lo que ocurre con el conocimiento de nosotros mismos y con el conocimiento de Dios, mientras que, cuando el objeto está fuera del alma, la unión cognoscitiva es indirecta, que es el caso del conocimiento de los cuerpos y de los demás. Hay, de este modo, dos formas de conocimiento directas y dos formas de conocimiento indirectas [Œuvres I: 415].
Para conocer la esencia de los cuerpos no podemos echar mano de las sensaciones, pues, según Malebranche, la función de las sensaciones no es cognoscitiva, sino utilitaria, es decir, las sensaciones no nos han sido dadas para informarnos sobre la esencia de los cuerpos, sino sobre la conveniencia o no de los demás cuerpos respecto del nuestro. Por eso, lo que ellas nos dicen sobre las cualidades sensibles como el color, el sonido, el sabor, etc. no puede ser interpretado como verdad acerca de las cosas, como si las cosas fuesen coloreadas, sonoras, sabrosas, etc., sino que debe ser interpretado como utilidad que las cosas nos ofrecen, que proporcionan a nuestro cuerpo.
Para conocer la naturaleza de los cuerpos no sirven, pues, las sensaciones. Hace falta echar mano del conocimiento intelectual, pero no de cualquier conocimiento intelectual, sino de un conocimiento intelectual indirecto. ¿Por qué? Sencillamente porque el cognoscente no es activo, como pensaba Tomás de Aquino, sino pasivo, como sostenía Descartes. Al cognoscente, le ocurre, decía Descartes, lo mismo que a la cera, pues así como no es propiamente una acción sino una pasión que la cera reciba diversas figuras, así también es una pasión que el cognoscente reciba diversas ideas. Pues bien, también Malebranche cree que el cognoscente «es enteramente pasivo y no entraña ninguna acción» [Œuvres I: 43]. Al cognoscente le pasa, por poner un ejemplo suyo, lo mismo que a la materia, porque, así como la capacidad que tienen los cuerpos de adoptar diversas figuras no es activa, sino pasiva, tampoco es activa, sino pasiva la capacidad que tiene el cognoscente de recibir diversas ideas. Al ser pasivo, el cognoscente necesita que las realidades corpóreas actúen sobre él, pues sólo entonces puede conocerlas. Ahora bien, eso es lo que los cuerpos no pueden hacer; entiéndase bien, lo que los cuerpos no pueden hacer directamente o, como suele decir el autor, por sí mismos. Lo impiden razones de heterogeneidad: lo que no piensa no puede producir pensamientos; de inferioridad: lo que tiene menos realidad no puede producir lo que tiene más; de pasividad: lo que es pasivo (como la materia, que es pura extensión, desprovista de toda fuerza) no puede producir nada. Estas razones impiden la acción directa de los cuerpos y, en consecuencia, hacen imposible que los cuerpos puedan ser conocidos directamente. De manera que, si queremos conocer las realidades corpóreas ha de ser de manera indirecta, valiéndonos de unas realidades no corpóreas que, haciendo las veces de los cuerpos, actúen directamente sobre nosotros [Œuvres I: 413, nota c].
Esas realidades no corpóreas son las ideas, que de esta manera ejercen un papel mediador: conocemos las cosas corpóreas, no por sí mismas, sino por medio de las ideas que tenemos de ellas. Aclarar la naturaleza de esa mediación no resulta, sin embargo, fácil.
Decía Descartes que las ideas pueden relacionarse con nosotros y con algo distinto de nosotros. En relación con nosotros, son maneras de ser de nuestro pensamiento, estados psicológicos nuestros. En cambio, en relación con las cosas son representaciones de las cosas. Son, por tanto, modificaciones de nuestra alma que representan las realidades exteriores. Pero, a los ojos de Malebranche, modificación y representación no pueden darse juntas, ya que tienen características contradictorias: las modificaciones son particulares, cambiantes, contingentes, temporales, oscuras, finitas; las representaciones, en cambio, son generales, inmutables, necesarias, eternas, claras, infinitas. Para evitar esa contradicción, Malebranche cree que lo mejor es separar modificación y representación, interpretando las ideas sensibles como modificaciones y las ideas intelectuales como representaciones: las ideas de los sentidos (en adelante las llamaremos simplemente sensaciones) son modificaciones, pero no representaciones, mientras que las ideas del entendimiento (desde ahora, sencillamente ideas) son representaciones, pero no modificaciones.
Ahora bien, si las ideas representan las cosas corpóreas en nuestro entendimiento, es necesario averiguar de dónde provienen esas ideas. ¿Proceden de los propios cuerpos? ¿Son producidas por nuestro propio espíritu? ¿Han sido puestas en nuestro entendimiento por Dios? Ninguno de esos orígenes (y no hay ningún otro) es válido, por la sencilla razón de que todos ellos convierten a las ideas en estados psicológicos, es decir, modificaciones nuestras, cosa que ya se ha visto que es imposible.
¿Qué se sigue de ahí? Que si las ideas no son modificaciones nuestras, no pueden darse en nuestro entendimiento, sino en un entendimiento que no sea el nuestro, sino que esté fuera de nosotros. ¿Cuál? El entendimiento divino. De ahí que no tengamos más remedio que decir que «vemos todas las cosas en Dios» [Œuvres I: 437]; entiéndase, todas las cosas de las que tenemos ideas, pues no tenemos ideas de todas las cosas, sino sólo de los cuerpos.
Esa solución la saca Malebranche de san Agustín, pues también san Agustín dice que vemos en Dios las verdades eternas. Pero Malebranche corrige a san Agustín en dos puntos. Primero, es mejor hablar de ideas eternas que de verdades eternas, pues al fin y al cabo las verdades no son más que relaciones entre ideas. Segundo, san Agustín había dicho que vemos en Dios las verdades de las cosas que no cambian, Malebranche, en cambio, afirma que vemos en Dios las ideas de las cosas que cambian, como los cuerpos.
Ver las ideas de los cuerpos en Dios no es, sin embargo, ver la idea de cada cuerpo en particular, porque la particularidad incluye finitud, y la finitud no puede darse en Dios. Por eso, ver en Dios la idea de todos los cuerpos quiere decir ver la idea común a todos los cuerpos; y como todos los cuerpos tienen la misma naturaleza, la de la extensión, ver en Dios la idea de todos los cuerpos quiere decir ver en Dios la idea indiferenciada de extensión. A esta idea de extensión le llamó Malebranche extensión inteligible, que es como el arquetipo o modelo del mundo material.
De la idea que Dios tiene de los cuerpos no se deduce que los cuerpos existan, sino simplemente que pueden existir. Malebranche cree que la existencia del mundo material hay que ponerla en relación no con las ideas de Dios, sino con su voluntad: los cuerpos existen, no porque Dios piensa que existen, sino porque Dios quiere que existan [Œuvres VI: 108]. Y Él mismo se encarga de revelarnos su voluntad. Por cierto, de una doble manera: natural y sobrenatural.
La revelación natural es la que nos proporciona las sensaciones. Las sensaciones son como una especie de revelación natural, porque, para convencerse de que los cuerpos existen, basta con sentirlos; basta con sentir el calor, el color, el dolor, etc., para saber que el calor, el color, el dolor, etc. existen [Œuvres III: 61, 64]. Y, si nos parece llamativo calificar las sensaciones como revelaciones, es porque olvidamos que «es Dios mismo quien produce en nuestra alma las diferentes sensaciones que la afectan con ocasión de los cambios que acontecen en tu cuerpo» [Œuvres XII: 135-136]. Con lo cual, la existencia de las cosas sensibles es también, en el fondo, una aplicación o manifestación del ocasionalismo.
Claro que podría preguntarse: ¿qué sucede con las sensaciones engañosas? Y la respuesta sería: nada. Primero, porque si nos resultan engañosas es porque las estamos utilizando para un uso para el que no han sido dadas, esto es, no para un fin práctico, sino cognoscitivo, que es como decir, no existencial, sino esencial. Segundo, porque, además de la revelación natural, hay una revelación sobrenatural, a saber, la revelación de la Sagrada Escritura que nos enseña que Dios creó el cielo y la tierra. Con lo cual, para estar plenamente convencidos de que hay cuerpos, no basta, como había pensado Descartes, estar seguros de que Dios no puede engañarnos, sino además de que Dios ha creado efectivamente los cuerpos. La fe colabora, de esta manera, con la razón, incapaz de solucionar por sí sola el problema de la existencia de la materia.
Aunque nuestro conocimiento de la esencia de los cuerpos depende de la presencia de su idea en el entendimiento divino, no puede decirse lo mismo del conocimiento de las demás cosas, por ejemplo, del conocimiento de nosotros mismos. Con nosotros mismos sucede lo contrario de lo que acontece con los cuerpos: conocemos con claridad la esencia de los cuerpos (contra lo que opina Descartes), pero no estamos seguros de su existencia (y en esto tiene razón Descartes).
Que nosotros y nuestros estados psicológicos existimos, no cabe duda alguna. Así nos lo dice nuestra conciencia o sentimiento interior. La conciencia o sentimiento interior nos informan de que existimos y también de que pensamos, queremos, sentimos, sufrimos, etc. Y esto lo hace de manera absolutamente segura. La conciencia o sentimiento interior, cuando se refiera a la existencia, «no nos engaña jamás» [Œuvres III: 27].
Pero no se puede decir lo mismo de nuestra esencia. Y es que nuestra esencia sería bien conocida, si hubiera una idea clara de ella. Pero no la hay; mejor dicho, la hay, pero nosotros no podemos hacernos con ella.
Que la hay, parece obvio. Y es que, por una parte, al ser el alma una criatura, la esencia del alma debe existir en Dios; y por otra parte, por estar Dios estrechamente unido a nuestra alma por su presencia, el espíritu puede ver esa esencia del alma existente en Dios. Pero no basta que el hombre pueda ver la esencia de su alma, sino que además hace falta que Dios quiera descubrírsela, que es precisamente lo que Dios no considera oportuno [Œuvres XII: 67]. Fundamentalmente por dos razones. «Primero, si vieras claramente lo que eres, ya no podrías estar tan estrechamente unido a tu cuerpo. Ya no lo considerarías como una parte de ti mismo... Ya no velarías por la conservación de tu vida... Ya no tendrías víctima para sacrificar a Dios. Segundo, porque la idea de tu alma es tan grande y tan capaz de seducir los espíritus con su belleza que, si vieras claramente la idea de tu alma, ya no podrías pensar en otra cosa... Si tuvieras una idea clara de ti mismo, si vieras en mi espíritu ese arquetipo a cuyo tenor has sido formado, descubrirías tantas bellezas y tantas verdades al contemplarlo que descuidarías todos tus deberes... Absorto en la contemplación de tu ser, lleno de ti mismo, de tu grandeza, de tu belleza, ya no podrías pensar en otra cosa» [Œuvres X: 104]. Para evitar esos dos peligros no me queda más remedio que confesar que «no soy más que tinieblas para mí mismo, que mi sustancia me resulta ininteligible» [Œuvres X: 102].
Ahora bien, decir que existe una idea clara de nuestra esencia, pero que nosotros no podemos hacernos con ella, sólo quiere decir eso: que nosotros no podemos descubrir esa idea, pero no que carezcamos de todo conocimiento. ¿Y qué significa que no podemos conseguir una idea clara de nosotros mismos? Fundamentalmente, dos cosas.
Primero, que no podemos tener un conocimiento a priori de las propiedades de nuestra alma, como lo tiene el matemático de las propiedades de las figuras geométricas. Se dice que el matemático conoce claramente la esencia de las figuras geométricas, pues, con solo advertir que las figuras son relaciones de distancia permanentes, puede deducir a priori las propiedades de esas figuras. Pero lo que le sucede al matemático con las figuras no nos ocurre a nosotros con nuestra propia esencia. Nosotros no podemos, por una simple inspección de nosotros mismos, deducir a priori las propiedades que nos convienen y las que no nos convienen. ¿Quién puede saber, mirando a la pretendida esencia de su alma, si sus modificaciones van a ser placeres o dolores? Nadie. Y, sin embargo, eso es lo que deberíamos saber si conociéramos la esencia del alma. Si no lo sabemos es porque el sentimiento interior nos proporciona únicamente un conocimiento a posteriori de nuestro espíritu, es decir, completamente empírico, que se limita a levantar acta de los estados de nuestra alma. De manera que, si nunca hubiéramos experimentado placer o dolor, no sabríamos que nuestra alma es capaz de sentir esas cosas. De nuestra alma sólo sabemos lo que sentimos que pasa en nosotros. Y lo que detectamos en nosotros es una inacabable sucesión de estados de nuestra alma, que «unas veces siente dolor y otras placer, que a veces quiera ciertas cosas y a veces deja de quererlas» [Œuvres II: 358].
Segundo, no tener una idea clara de nuestra propia esencia significa también que no se pueden comparar de manera exacta las propiedades de esa esencia como hace el matemático. Cuando el matemático compara un número con otro, por ejemplo, el dos con el cuatro, afirma con toda precisión que cuatro es el doble de dos; o una figura con otra, por ejemplo, el cuadrado con el triángulo, establece con toda exactitud que el cuadrado es igual a la suma de los triángulos formados al trazar la diagonal. Pero esto no puede hacerse con dos estados del alma. Por supuesto, no puede conseguirse comparando dos estados del mismo género, por ejemplo, dos placeres entre sí o dos dolores entre sí, pues ¿quién, mirando a la pretendida esencia de su alma, puede establecer una relación precisa entre dos placeres o entre dos dolores? Mucho menos puede hacerse, comparando dos estados de distinta clase, como el placer y la alegría, el dolor y la tristeza, porque ¿quién, mirando a la pretendida esencia de su alma, es capaz de establecer una relación precisa entre su placer y su alegría, entre su dolor y su tristeza? Sean del mismo o de distinto género, nadie puede establecer una relación entre ellos con la misma precisión con la que establece que cuatro es el doble de dos o que el cuadrado es igual a la suma de los triángulos formados al trazar la diagonal. En definitiva, porque las relaciones entre los estados del alma no son mensurables.
Si comparamos, pues, el conocimiento de nuestra esencia por conciencia o sentimiento interior con el conocimiento de la esencia de los cuerpos por ideas, resulta un conocimiento pobre. Ahora bien, por pobre que sea, nos permite descubrir algunas verdades importantes. Y para eso basta con seguir adelante con esa comparación, estableciendo un procedimiento negativo y analógico. Así, por ejemplo, para demostrar que las cualidades sensibles, como el color, el sabor, el olor, etc., no son propiedades de los cuerpos, sino del alma, es suficiente con acudir a un procedimiento negativo. Más o menos así: al no haber más que dos clases de sustancias, los cuerpos y los espíritus, si las propiedades sensibles no son propiedades de los cuerpos, deben serlo del alma, que es la única alternativa que queda. Y para demostrar que la esencia de nuestra alma es el pensamiento basta con echar mano de un procedimiento analógico, que dijera más o menos: así como en el cuerpo hallamos una serie de propiedades (dureza, movimiento, figura, extensión, etc.), pero sólo una es la esencia de la materia (la extensión), así también en el espíritu encontramos unas cuentas propiedades (sentir, imaginar, querer, pensar), pero sólo una es la esencia del espíritu (pensar). Naturalmente, si el conocimiento de los cuerpos es el medio (negativo o analógico) para el conocimiento claro del alma, hay que decir que el modelo del conocimiento claro no es el conocimiento del alma, como cree Descartes, sino el conocimiento de los cuerpos.
El conocimiento de los demás no se lleva a cabo mediante ideas, como sucede con los cuerpos, ni por conciencia o sentimiento interior, como acontece con nosotros mismos, sino por conjetura, que se caracteriza por ser una especie de conocimiento por semejanza; naturalmente por semejanza con el conocimiento de nuestro propio espíritu. Claro que si se asemeja al conocimiento de nosotros mismos, lo primero que conviene decir es que estamos ante un conocimiento que tiene mucho que ver con la existencia (por lo cual se parece al sentimiento interior). Pero tiene muy poco que ver con la esencia, que es como decir que en ese terreno la conjetura es extremadamente deficiente, porque, al apoyarse en el sentimiento interior, si este nos informa imperfectamente acerca de nuestra esencia, mucho más imperfectamente lo hará la conjetura acerca de la esencia de los otros hombres. Ahora bien, imperfección no significa necesariamente falsedad. Puede ser falsa, pero también no serlo.
No es falsa si versa sobre algo que surge en nosotros como consecuencia de nuestra unión con Dios, porque todos estamos unidos a un mismo Dios, que opera de la misma manera en todos. Por esta razón estamos seguros de que no varían de un espíritu a otro las verdades matemáticas (dos más dos son cuatro) y las verdades morales (vale más ser justo que rico); y tampoco varían de un espíritu a otro las inclinaciones fundamentales (el amor al bien, la aversión al mal, el deseo invencible de ser feliz etc.).
Por el contrario, la conjetura es falsa si versa sobre algo que surge en nosotros como consecuencia de la unión del alma con el cuerpo, porque los demás espíritus están unidos a unos cuerpos cuya estructura orgánica no es idéntica a la de los nuestros. De ahí que nos engañemos casi siempre respecto de las sensaciones y de las pasiones de los demás, por ejemplo, cuando presumimos que los demás experimentan sensaciones de color, calor, sabor, como las que experimentamos nosotros. Así considerada, la conjetura está sujeta al error.
En contraste con el conocimiento de los demás espíritus por conjetura y en contraste con el conocimiento de los cuerpos por ideas, nuestro conocimiento de Dios no es indirecto, sino directo, es decir, no se conoce por otro, sino por sí mismo.
Si Dios es conocido por sí mismo, parece obvio que Malebranche defienda el argumento ontológico, y que lo defienda incluso como la prueba «más bella, más destacada, más sólida, o sea, la que menos cosas supone» [Œuvres I: 441]. Pero, aunque él diga que ese argumento «está sacado... de Descartes» [Œuvres II: 93], también afirma que el de Descartes necesita ser completado para poder hablar de una prueba «más completa y convincente» [ŒuvresVIII: 947]. Malebranche parte, en efecto, siempre del mismo principio: «Nada finito puede representar lo infinito» [Œuvres II: 96], porque eso equivaldría a decir que «veríamos algo que no existe» [Œuvres II: 100], pues ¿cómo lo infinito va a estar contenido en lo finito? Dicho lo cual podríamos establecer ya esta conclusión: lo infinito no puede ser percibido en lo finito, que es como decir que lo infinito sólo puede ser percibido inmediatamente. Pero no todo termina aquí, pues habría que añadir ahora: «Todo lo que el espíritu percibe inmediatamente existe realmente..., pues, si no existiese, al percibirlo, no percibiría nada, lo cual es una contradicción manifiesta» [Œuvres XV: 5], porque percibiría y no percibiría a la vez: percibiría, porque dice percibir, y no percibiría, porque percibir nada es no percibir. Para evitar esa contradicción no queda más remedio que decir que, como conocemos a Dios inmediatamente, Dios realmente existe.
Obviamente, parece que estamos ante una verdad deducida. Pero esto no debe engañarnos, porque, si aquí hacemos una deducción, es para exponer esa verdad «a los demás» [Œuvres II: 372]. Y es que, bien mirado, no se trata de una verdad deducida, sino intuida o, como le gusta decir a Malebranche, de una preuve de simple vue [Œuvres II: 372], porque la prueba no se apoya en la idea de Dios, sino en el conocimiento inmediato de Él. Lo cual no es más que decir: tan pronto como conocemos inmediatamente a Dios, conocemos inmediatamente que Dios existe realmente. Como si dijéramos: «Basta pensar en Dios para saber que Dios existe» [Œuvres XII: 174].
Tan conocida nos resulta la existencia de Dios como desconocida su esencia. Con Dios nos acontece como con el alma: sabemos que existe, pero no sabemos lo que es, al revés de lo que nos sucede con los cuerpos, que sabemos lo que son, pero no si existen, al menos de manera natural. En términos de comprensión se puede afirmar que no tenemos una comprensión de Dios, esto es, un conocimiento perfecto de su esencia, sino sólo un conocimiento imperfecto. Esto supuesto, ¿qué podemos saber de esa esencia divina incomprensible? En primer lugar, que «la infinitud es el atributo esencial de la divinidad» [Œuvres XII: 205], pues Dios no es sino «la expresión abreviada del ser infinitamente perfecto» [Œuvres XV: 5]. De ahí que la mejor manera para determinar los demás atributos divinos sea acudir a la noción de infinitamente perfecto. Atribuyámosle, pues, la independencia, la inmutabilidad, la inmensidad, la simplicidad, etc., que son atributos que le convienen a Dios por ser precisamente infinitamente perfecto. Pero añadamos que todos esos atributos resultan, igual que lo infinitamente perfecto del que se deducen, incomprensibles. Sin embargo, esa falta de comprensión no significa que ignoremos lo que se debe entender por esos términos, sino sólo cómo pueden estar esos atributos en Dios, en donde la diversidad es simplicidad.
Prescindiendo de los precedentes medievales de esta doctrina, sus orígenes modernos hay que buscarlos en dos incoherencias cartesianas. Efectivamente, después de afirmar que busca la explicación causal de todas las cosas, Descartes parece cerrar el camino a ese tipo de explicaciones en física y en psicología. En física resulta difícil explicar la transmisión del movimiento de un cuerpo a otro, porque, como el tiempo es discontinuo, no resulta fácil comprender que lo que acontece en un momento puede dar cuenta de lo que ocurre en el momento siguiente. Y en psicología tampoco resulta fácil explicar la acción del alma sobre el cuerpo, y viceversa, pues, al no tener esas sustancias nada en común (una es pensamiento y la otra, extensión) no se ve cómo podamos encontrar en una la razón de lo que pasa en la otra.
Tan visibles debieron de parecerle a Malebranche esas incongruencias cartesianas que propuso, para resolverlas, el ocasionalismo, doctrina según la cual sólo Dios es causa, quedando reducidas las criaturas a meras ocasiones, haciendo desaparecer así la vieja distinción entre causa primera y causas segundas en beneficio o provecho de la causa primera. Pero, a decir verdad, el ocasionalismo había sido ya propuesto por otros cartesianos (La Forge, Cordemoy, Geulincx), pues dos años antes de que Malebranche publicase su primera obra, el autor anónimo de la Carta de un filósofo a un cartesiano decía ya que el ocasionalismo estaba muy extendido entre algunos discípulos de Descartes. A esos cartesianos, decía el autor de la carta, les resultaba difícil explicar precisamente la transmisión del movimiento de un cuerpo a otro y la interacción entre el alma y el cuerpo. Y, aunque a nosotros nos pueda parecer extraño, a ellos les resultaba más difícil lo primero que lo segundo. Por eso, propusieron el ocasionalismo, como también Malebranche.
Además de una explicación religiosa, destinada a atribuir a Dios todo el honor y toda la gloria, el ocasionalismo es una explicación filosófica de la causalidad, que dice que todo efecto exige necesariamente una causa, es decir, que está necesariamente conectado con ella. Todo el problema está en explicar la necesidad de esa conexión. Pues bien, según Malebranche, esa conexión no se explica a partir de las criaturas, sino sólo de Dios. Con lo cual, las criaturas no son causas, sino que únicamente es causa Dios.
Las criaturas no pueden ser causa: primero, porque no tenemos experiencia de su eficacia; segundo, porque tampoco tenemos idea clara y distinta de esa eficacia, sino más bien una idea clara y distinta de su ineficacia.
Primero, no tenemos experiencia de la eficacia de las criaturas (sea de un cuerpo sobre otro, de un cuerpo sobre un espíritu, de un espíritu sobre un cuerpo, de un espíritu sobre un espíritu). Efectivamente, vemos que un cuerpo en reposo comienza a moverse, cuando otro choca con él; que sentimos dolor, cuando una espina nos pincha; que nuestro brazo se mueve, cuando nuestra voluntad desea moverlo; que el deseo de evocar una idea va seguido de la aparición de esa idea en nuestra mente. De ahí deducimos que el cuerpo que colisiona con otro es la causa del movimiento del cuerpo colisionado; que el pinchazo de la espina es la causa del dolor que sentimos; que nuestra voluntad de mover el brazo es la causa del movimiento de nuestro brazo; que el deseo que tenemos de evocar una idea es la causa de la aparición de esa idea en nuestra mente. De esas pretendidas causas no tenemos, sin embargo, experiencia. Jamás experimentamos la acción de un cuerpo sobre otro; sencillamente tenemos experiencia de que el movimiento de un cuerpo en reposo viene después de que otro en movimiento choque con él. Tampoco tenemos experiencia de la acción de un cuerpo sobre un espíritu; simplemente experimentamos que el movimiento de mi brazo viene después de mi deseo de moverlo. Tampoco tenemos experiencia de la acción de un espíritu sobre un cuerpo; sencillamente experimentamos que un pinchazo va seguido de dolor, pero no que el dolor salga de la espina que nos pincha. Por fin, tampoco tenemos experiencia de la acción de un espíritu sobre un espíritu; simplemente experimentamos que el deseo de traer una idea a mi mente va seguido de la aparición de esa idea en ella.
Segundo, además de no tener experiencia de la eficacia de las criaturas, tampoco tenemos idea clara y distinta de esa eficacia, sino más bien idea clara y distinta de su ineficacia. Así, no tenemos idea clara y distinta de que un cuerpo pueda actuar sobre otro; al contrario, tenemos idea clara y distinta de que esa acción es imposible, porque ¿cómo un cuerpo va a poder mover a otro cuerpo si ni siquiera tiene fuerza para moverse a sí mismo? Y no la tiene, porque un cuerpo no es más que extensión, y la extensión significa simplemente relaciones de distancia, que no implican fuerza o actividad alguna [Œuvres XII: 150]. Tampoco tenemos idea clara y distinta de que un cuerpo pueda actuar sobre un espíritu, sino al contrario idea clara y distinta de que no puede: primero, porque, como acabamos de ver, el cuerpo es pasivo [Œuvres II: 43]; segundo, porque cuerpo y alma son sustancias totalmente heterogéneas: el cuerpo es extensión y el alma es pensamiento; tercero, porque el cuerpo es jerárquicamente inferior al alma, y lo inferior no puede obrar sobre lo superior, como decía san Agustín, pues entonces éste dependería de aquél [Œuvres II: 310]. (Precisamente por eso, en el orden cognoscitivo las ideas no pueden proceder de las cosas materiales, según pretendían los aristotélicos, y en el orden moral los cuerpos no pueden producir sentimientos de placer que nos hagan felices, ni sentimientos de dolor que nos hagan desdichados). Tampoco tenemos idea clara y distinta de la acción del alma sobre el cuerpo, sino al contrario, porque, si bien en este caso el alma es jerárquicamente superior al cuerpo, son sustancias completamente heterogéneas, como decíamos. Por fin, también nos falta idea clara y distinta de la acción del alma sobre el alma, pues ¿cómo el alma, que es finita, va a poder producir una idea infinita? Además, ¿cómo el alma va a ser causa de las sensaciones dolorosas? A lo sumo, lo sería de las sensaciones placenteras.
En suma, las criaturas (sean cuerpos o espíritus) carecen de toda eficacia. De todos modos, sería bueno subrayar de paso que esto pone en tela de juicio el carácter sustancial de las criaturas, pues, como ya observó Leibniz, lo que no actúa, es decir, lo que carece de fuerza activa de ninguna manera puede ser sustancia. Dicho en términos escolásticos, si obrar sigue al ser, cuando no hay obrar, tampoco hay ser. Sin darse cuenta, Malebranche parece tomar la ruta hacia Spinoza.
Esa fuerza o eficacia que no tienen las criaturas (corporales o espirituales) la tiene Dios. Sencillamente porque la causalidad está ligada a la creación. Por eso, Él es la causa de los movimientos de los cuerpos, producidos con ocasión de la colisión entre ellos; de los dolores que experimentamos con ocasión de las alteraciones de nuestro cuerpo; de los movimientos que se dan en nuestro cuerpo con ocasión de nuestros deseos; de las ideas que aparecen en nuestra mente con ocasión del esfuerzo que hacemos por evocarlas. Más aún, es la única causa. Sencillamente porque la causa está ligada a la creación, y sólo Dios es creador. Pero la creación hay que entenderla como creación continuada, esto es, como una creación que no pasa jamás, como una creación gracias a la cual los seres tienen ser en el primer instante y a cada instante [Œuvres XII: 156]. Pero la razón que él da no es la de Descartes. Descartes, en efecto, recurre a la discontinuidad del tiempo, doctrina según la cual el tiempo presente no depende del que inmediatamente le precede, con lo cual, de que una cosa exista ahora no se sigue que deba existir un momento después, salvo que el que la ha producido en el primer momento siga produciéndola. La razón de Malebranche, en cambio, es otra; concretamente la necesidad de garantizar la inmediata dependencia de la criatura respecto de su creador, porque, si la creación no fuese continuada, las criaturas terminarían por ser independientes de Dios, a la manera como una casa es independiente del arquitecto que la ha construido. ¿Hay una señal mayor de independencia que la de subsistir por sí mismo, al margen de quien da el ser? Tan independientes serían las criaturas que Dios ni si quisiera podría aniquilarlas, es decir, hacer que dejaran de existir. Mejor dicho, si quisiera, podría hacerlo, porque es todopoderoso, pero es que no puede quererlo. Porque querer la destrucción de las cosas equivale a querer la nada, esto es, a hacer de la nada objeto de la voluntad. Pero esto es imposible, porque Dios sólo puede tener como término de su querer algo que merezca ser querido, requisito que la nada no cumple, pues la nada no encierra nada que merezca ser amado [Œuvres X: 49]. Por eso, la aniquilación de las criaturas no puede ser consecuencia de una voluntad positiva; sólo puede ser consecuencia de que Dios deje de querer que existan.
Pues bien, de la creación continuada saca Malebranche la razón positiva de que únicamente Dios puede ser causa, de que únicamente Él actúa en los cuerpos y en los espíritus. De manera que, por estar creando continuamente los cuerpos y todo lo que acontece en ellos (porque Dios no crea los cuerpos en abstracto, sino en concreto, es decir, en alguno de sus estados de reposo o movimiento) es la causa única de los cuerpos y de los estados en que ellos se encuentran [Œuvres XII: 156]. Y lo que se dice de los cuerpos debe afirmarse también de los espíritus: por estar creando continuamente los espíritus y todos sus estados, es la única causa de los espíritus y de sus estados. Así, es la causa de los conocimientos racionales: los espíritus no pueden entender nada si Dios no los ilumina; la causa de los conocimientos sensoriales: los espíritus no pueden sentir nada si Dios no produce en ellos determinadas modificaciones; la causa de las inclinaciones: los espíritus son incapaces de querer nada, si Dios no los empuja sin cesar hacia el bien absoluto; la causa de las pasiones: los espíritus no pueden tender hacia los bienes particulares, si su autor no pone en ellos esa inclinación.
La omnipotencia creadora de Dios se ha convertido, pues, en la única fuerza de los cuerpos y en la única fuerza de los espíritus. Esta conclusión adolece, sin embargo, de dos incongruencias, que merece la pena subrayar.
En primer lugar, Dios puede todo, menos compartir o hacer partícipes a las criaturas de su poder. Concepto paradójico de la omnipotencia, denunciado ya por santo Tomás, para quien comunicar el poder a las criaturas no supone rebajar la perfección de Dios, sino más bien lo contrario [Contra los gentiles, III, 69, 2445]. Y esta acusación la repiten después Locke [Locke 1963: 231] y Hume [Hume 1967: 72-73]. Locke al afirmar que, de la misma manera que decir que Dios es la fuente de todo ser, no significa que Él sea el único ser, tampoco decir que Él es el origen de todo poder debe obligarnos a decir que Él es el único poder, porque, con la pretensión de ampliarlo, lo que hacemos es aniquilarlo. Y a lo mismo viene a parar Hume, cuando asegura que despojar a las criaturas de todo poder con la pretensión de hacerlas inmediatamente dependientes de Dios equivale a rebajar su poder, pues ¿cómo es Dios más todopoderoso, haciéndolo todo Él o delegando cierto grado de poder en las criaturas?
En segundo lugar, aunque Dios pueda todo, esto no significa, asegura Malebranche, que tengamos una idea clara y distinta de su poder. ¿Quién conoce clara y distintamente la voluntad de Dios? Nadie. La voluntad divina nos resulta ininteligible. Pues bien, si es así, no podemos decir coherentemente que Dios es causa. Efectivamente, hace un momento le oíamos decir a Malebranche que las criaturas no pueden ser causas, porque no tenemos idea clara y distinta de que lo sean. ¿Por qué dice entonces ahora que Dios es causa, si no tenemos idea clara y distinta de su voluntad? ¿En qué quedamos? Si la eficacia divina es tan ininteligible como la de las criaturas, cabe afirmar que las criaturas tienen el mismo derecho a ser causas que Dios, que es lo que sostiene Fontenelle, que piensa que no debe exigírsele a las criaturas lo que no se le pide a Dios. Pero también cabe asegurar que, si la causalidad es tan ininteligible en un caso como en otro, entonces el derecho a ser causas no les asiste a Dios ni a las criaturas, que es lo que sostiene precisamente Hume. Según él, toda idea que pretenda tener significado ha de derivarse de una impresión sensible, y resulta que ni en un caso ni en el otro tenemos impresión sensible de donde derivarla. Por eso, ni en un caso ni en el otro, podemos hablar de causalidad. Y no vale decir que las criaturas no son lo mismo que Dios. Porque, aunque es verdad que el poder de Dios es infinito y el de las criaturas, finito, también lo es que, si no tenemos impresión de la que sacar la idea de poder finito, mucho menos la de poder infinito, ya que en este caso vamos mucho más allá de la experiencia.
No todo está dicho con afirmar que Dios es la única causa verdadera. Todavía queda por saber cómo ejerce Dios esa causalidad. Pues bien, la respuesta de Malebranche es siempre la misma: no por voluntades particulares, sino por voluntades generales. Y voluntad general es sinónima de ley general: Dios obra por voluntad general cuando obra de acuerdo con las leyes generales que Él ha establecido. Y dejando aparte el orden sobrenatural, en el orden natural ha establecido tres leyes generales fundamentales: las leyes del movimiento, las leyes de la unión del alma y el cuerpo y las leyes de la acción de Dios sobre nuestro entendimiento y nuestra voluntad.
Ahora bien, ¿por qué obra Dios, sirviéndose de actuaciones generales de su voluntad? Como cada uno obra con arreglo a su naturaleza, la razón hay que buscarla en ella, es decir, en los atributos divinos: las intervenciones generales expresan mejor los atributos divinos que las intervenciones particulares. Concretamente, manifiestan mejor su sabiduría, su inmutabilidad, su bondad y su simplicidad. Primero, revelan mejor su sabiduría, porque las intervenciones particulares son propias de inteligencias limitadas, como las de los hombres, que, incapaces de prever todas las consecuencias, se ven obligados a cambiar a cada paso de conducta [Œuvres V: 165-166]. Segundo, expresan mejor la inmutabilidad, porque las intervenciones particulares, que implican cambiar a cada paso de conducta, son una señal de inconstancia [Œuvres VI: 38]. Tercero, descubren también mejor la bondad, porque, si Dios actúa por determinaciones particulares, no asocia a las criaturas a su poder, cosa que hace si se vale de leyes generales, pues en este caso hace de ellas (de las criaturas) causas ocasionales de la eficacia de su voluntad [Œuvres VIII: 665]. Por fin, revelan mejor la simplicidad, porque con unos pocos medios produce muchos efectos, es decir, con muy pocas leyes produce una infinidad de obras admirables [Œuvres X: 78-79]. Con razón dice Malebranche que el ocasionalismo es el más fecundo de todos los principios [Œuvres X: 121].
Esto supuesto, ¿en qué consisten las llamadas causas ocasionales? En determinaciones o concreciones de las leyes generales. Efectivamente, es verdad que las cosas suceden, porque Dios lo quiere, pero también lo es que en cada caso Dios quiere que sucedan cosas distintas, por lo cual también hay que dar razón de la determinación o concreción del querer divino en cada momento. Así, por ejemplo, para explicar que un cuerpo se pone en movimiento, no basta con decir que se mueve, porque Dios quiere que se mueva, sino que además hay que concretar por qué Dios quiere que se mueva un cuerpo en vez de otro. Y esa concreción viene impuesta por la colisión: Dios pone en movimiento un cuerpo, porque otro choca con él. El choque es, pues, el que concreta el poder de la voluntad divina, el que determina su eficacia. Para eso lo ha establecido precisamente Dios: para concretar la eficacia de su voluntad general [Œuvres V: 46]. Pues bien, a esa concreción o determinación es a la que Malebranche le da el nombre de causa ocasional. Como tal, queda asociada a la voluntad divina. Se equivocó Geulincx (o al menos no se expresó correctamente) cuando dijo que las criaturas, especialmente los hombres, son simples espectadores, meros observadores del mundo. Cuando se quiere, por tanto, dar una explicación completa de un efecto, hay que acudir a su causa verdadera, pero también a su causa ocasional.
Para un ocasionalista no resulta fácil explicar la libertad, porque, una de dos: o sólo Dios es causa, y entonces el hombre no es libre; o el hombre es libre, y entonces Dios no es la única causa.
Malebranche resuelve el problema afirmando que Dios pone en nuestra alma una inclinación invencible hacia el bien en general, es decir, hacia Él. A esta inclinación es a la que Malebranche llama voluntad. En esto el alma se parece a los cuerpos, pues, si Dios imprime en los cuerpos el movimiento, también graba en el alma una tendencia hacia el bien general [Œuvres II: 127].
Pero, además, Dios mueve a las almas hacia los bienes particulares, aunque con una inclinación que no es invencible, sino vencible. Precisamente por no ser invencible, está en nuestras manos otorgarle o rehusarle nuestro consentimiento. Y eso es justamente la libertad [Œuvres XVI: 47]. Y es que Dios no nos crea consintiendo o no consintiendo, sino pudiendo consentir o no consentir. ¿Y qué hacemos cuando consentimos o no consentimos en los bienes particulares o falsos bienes? Cuando no consentimos en ningún bien particular, sino que seguimos la inclinación hacia el bien general, no hacemos nada; no hacemos más que lo que Dios hace en nosotros, o sea, seguir la inclinación impresa por Él hacia el verdadero bien. Pero tampoco hacemos nada, cuando no seguimos la inclinación hacia el verdadero bien, sino que consentimos en un falso bien. Y es que Malebranche interpreta el consentimiento como una especie de reposo, es decir, como un descanso o un alto en la búsqueda del verdadero bien. Por ser una especie de reposo, no se necesita una fuerza positiva que lo produzca en el alma. Con el reposo del alma pasa como con el reposo de los cuerpos. Descartes creía que un cuerpo tiene necesidad de una fuerza para perseverar en su estado de movimiento, pero también para perseverar en su estado de reposo. Malebranche, en cambio, siguiendo en esto a Leibniz, cree que el reposo no implica fuerza positiva alguna. Y es que, si el reposo no es sino la privación del movimiento, desaparecida la fuerza que produce el movimiento, aparece el reposo. Por lo cual, al ser la voluntad divina la fuerza que pone en movimiento los cuerpos, si esa voluntad deja de querer que se muevan, interrumpirán su movimiento. Pues bien, esto mismo sucede con el reposo del alma. Para ese reposo no se necesita fuerza alguna especial, sino que basta con que el hombre deje de tender al bien absoluto para que se produzca el reposo en los bienes relativos. En consecuencia, cuando pecamos no hacemos nada; simplemente dejamos de buscar el verdadero bien y hacemos inútil el movimiento que Dios imprime en nosotros. No hacemos más que descansar, que reposar.
Como no entraña ninguna eficacia, la libertad es, pues, compatible tanto con la ineficacia de las criaturas como con la eficacia de Dios. Pero esto no significa que la libertad pierda el poder de constituir la moralidad, porque lo moral no es nada real, sino una relación de conformidad o disconformidad con una norma.
A un ocasionalista no le resulta fácil explicar los mil defectos que desfiguran el mundo, porque, si Dios es la única causa, parece que hay que cargarlos en el haber de la causalidad divina: Él hace caer las ruinas de una casa sobre un justo que va a socorrer a un miserable, pero también sobre un criminal que va a matar a un hombre de bien; hace que existan los monstruos, pero también los cuerpos mejor formados; mueve el brazo de un asesino, pero también el de una persona que da limosna. Sin embargo, no lo hace todo de la misma manera, pues quiere directamente el bien y sólo indirectamente el mal. Sería absurdo que Dios quisiera directamente los defectos del mundo, porque los males no son expresión de ninguna de las perfecciones divinas. Pero indirectamente no puede dejar de quererlos, porque provienen de la perfección de su conducta, concretamente de la sabiduría divina, que exige que Dios produzca la obra más perfecta posible. Ahora bien, esa obra se mide por la excelencia del resultado y por la excelencia en el modo de conseguirlo. Pero habría que matizar que, sobre todo, se mide por el modo de conseguirlo, pues Dios «quiere que su obra le honre..., pero no quiere que sus vías le deshonren» [Œuvres XII: 213-214]. Y aún habría que añadir que principalmente quiere que sus vías no le deshonren. Y es que la acción por la que Dios crea el mundo es una acción divina; y, consiguientemente, de valor infinito; valor que el mundo, por perfecto que sea, no tiene, porque es finito. De modo que, cuanta más sabiduría denote la obra, más perfecta será. Ahora bien, es más sabio, por lo tanto más digno de Dios, obrar por leyes generales, aunque de esas leyes generales, precisamente a causa de esa generalidad, se sigan una serie de defectos en el universo. Dios podría remediarlos echando mano de voluntades particulares. Y en ocasiones lo hace así por medio del milagro. De todas maneras, lo ordinario es que Dios actúe por medio de leyes generales, aunque de esas leyes generales se sigan una serie de defectos en el mundo. Con lo cual, habría que decir que los defectos del mundo se siguen de la perfección de la conducta divina, concretamente de la sabiduría de Dios. Un mundo sin mal o con menos mal sería menos perfecto que el nuestro, porque supondría haber sido producido por voluntades particulares. En consecuencia, la suma de perfección que encerraría sería menor, porque a la perfección total contribuyen el resultado obtenido y el camino empleado, pero, sobre todo, el camino seguido.
Si Dios obra de acuerdo con leyes generales, ¿qué pasa con los milagros? La pregunta es obvia, porque los milagros no se deben a intervenciones generales, sino particulares de la voluntad de Dios. Pero también es obvio que Malebranche no dice que Dios obra siempre por leyes generales, sino que obra por voluntades generales ordinariamente, con lo cual queda un espacio para los llamados milagros. Pero se trata de un espacio escaso, porque hay muchos menos milagros de los que creemos. Si pensamos que los milagros son muchos es porque confundimos el milagro con el prodigio. Se habla de prodigio, cuando estamos ante un hecho que sorprende, que provoca nuestra admiración debido a su novedad. Por ejemplo, que un cuerpo se ponga en movimiento sin que otro choque con él es sin duda un prodigio, pero no necesariamente un milagro: un prodigio, porque, para que ese movimiento provoque nuestra admiración, basta con que esté sujeto a una causa ocasional distinta del choque, como podría ser un deseo angélico; no necesariamente un milagro, porque bien puede suceder que Dios haya establecido una ley general según la cual los cuerpos se mueven teniendo como causa ocasional no la colisión, sino el deseo de los ángeles. El verdadero milagro es muy distinto, pues mientras el prodigio depende de leyes generales, desconocidas para los hombres, el verdadero milagro no está sujeto a ellas, sino a voluntades particulares, porque los verdaderos milagros son excepciones hechas por Dios a las leyes universales establecidas por Él. Por ser excepciones, son pocos. Pero, por escasos que sean, son posibles, contra lo que piensa Spinoza.
No basta, sin embargo, con decir que el milagro es posible. Hace falta saber también si esa posibilidad se hace efectiva. Pero eso ya no resulta fácil, pues, aunque la fe nos enseña que a veces Dios se vale de intervenciones particulares de su voluntad, eso es lo que la razón no puede asegurarnos, pues, al desconocer todas las leyes generales, somos incapaces de determinar todas sus excepciones. Como dice el oratoriano, «la razón, que me enseña que todo eso es posible, no me da seguridad de que todo eso se haga» [Œuvres XII: 294].
Pero lo que la razón no puede, lo puede la fe, pues, si bien no sé cuando Dios actúa por voluntades particulares sé que a veces obra así, «porque la fe me lo enseña» [Œuvres XII: 294].
Todas las referencias a Malebranche están tomadas de sus Oeuvres complètes, publicadas bajo la dirección de A. Robinet (Vrin, Paris, 1960 ss), indicando el tomo en caracteres romanos y la página en caracteres arábigos. Para que el lector pueda saber en cada momento a qué obra pertenece cada referencia, señalo a continuación la tabla de correspondencias entre los tomos de esta edición y las obras de Malebranche:
Adam, M., Malebranche et le problème moral, Editions Bière, Bordeaux, 1995.
Alquié, F., Le cartésianisme de Malebranche, Vrin, Paris, 1974.
Bardout, J.-C., Malebranche et la métaphysique, PUF, Paris, 1999.
Bridet, L., la théorie de la connaissance dans la philosophie de Malebranche, Marcel Rivière, 1929.
Brown, S., Nicolas Malebranche. His Philosophical Critics and Successors, Assen, Van Gorcum, 1991.
Chappell, V., Nicholas Malebranche. New York, Garland, 1992.
Connell, D., The vision in God. Malebranche´s scolastic sources, Nauwelaerts, Louvain-Paris, 1967.
Delbos, V., Étude de la philosophie de Malebranche, Bloud & Gay, Paris, 1924.
Dreufus, G, La volonté selon Malebranche, Vrin, Paris, 1958.
Fernández, J. L., Las verdades eternas: Por qué Malebranche criticó el voluntarismo de Descartes, “Anuario Filosófico”, XVI/2 (1.983) 9-21.
—, Malebranche: La visión en Dios y el origen de las ideas, “Philosophica”, VIII (1985) 173-186.
—, El conocimiento de los cuerpos según Malebranche, (I) “Anuario Filosófico”, XXIII/1 (1.990) 25-59.
—, Conciencia e idea de sí mismo según Malebranche, “Philosophica”, XIII (1990) 199-222
—, El conocimiento de Dios según Malebranche, “Anuario Filosófico”, XXV/2 (1992) 295-319.
—, La existencia del mundo según Malebranche, “Themata”, IX (1.992) 153-164.
—, Dios en la filosofía de Malebranche, “Acta philosophica”, III/2 (1994) 227-245.
—, La teoría de las causas ocasionales según Malebranche, “Philosophica”, XVIII (1995) 131-158.
—, Las ideas no son modalidades el alma, Porto 1996
—, El Dios de los filósofos modernos, EUNSA, Pamplona, 2009
Gouhier, H., La philosophie de Malebranche et son expérience religieuse, Vrin, Paris, 1948.
Gueroult, M., Malebranche, Aubier, Paris, 1956.
Hobart, M. E., Science and Religion in the Thought of Nicolas Malebranche, University of North Carolina Press. 1982.
Hume, D. Investigación sobre el entendimiento humano, edic. Selbby Bigge, Clarendon Press, 1967, Oxford.
Jolley, N., The Light of the Soul. Theories of Ideas in Leibniz, Malebranche, and Descartes, Clarendon Press, Oxford, 1998.
Locke, J. Observaciones sobre algunos libros de Norris. The works of J. Locke, Scientia, Aalen, 1963, VII.
McCraken, Ch., Malebranche and British Philosophy, Clarendon Press, Oxford, 1983.
Moreau, D., Deux cartésiens. La polemique entre Antoine Arnauld et Nicolas Malebranche, Vrin, Paris, 1999.
Nadler, S., Malebranche and Ideas. Oxford University Press, New York, 1992.
Nadler, S. (ed.), The Cambridge Companion to Malebranche, Cambridge University Press, Cambridge 2000.
Pellegrin, M.-F., Le Système de la loi de Nicolas Malebranche, Paris, Vrin, 2006.
Pyle, A., Malebranche, Routledge, London, 2003.
Radner, D., Malebranche. A study of cartesian system, Van Gorkum Asssen, Amsterdam, 1978.
Robinet, A., Système et existence dans l'oeuvre de Malebranche, Vrin, Paris, 1965.
Rodis-Lewis, G., Nicolás Malebranche, PUF, Paris, 1963.
Schmaltz, T. M., Malebranche's Theory of the Soul. A Cartesian Interpretation, Oxford University Press, New York, 1996.
Walton, C., De la Recherche du Bien. A Study of Malebranche's Science of Ethics, Martinus Nijhoff, The Hague, 1972.
La enciclopedia mantiene un archivo dividido por años, en el que se conservan tanto la versión inicial de cada voz, como sus eventuales actualizaciones a lo largo del tiempo. Al momento de citar, conviene hacer referencia al ejemplar de archivo que corresponde al estado de la voz en el momento en el que se ha sido consultada. Por esta razón, sugerimos el siguiente modo de citar, que contiene los datos editoriales necesarios para la atribución de la obra a sus autores y su consulta, tal y como se encontraba en la red en el momento en que fue consultada:
Fernández Rodríguez, José Luis, Nicolás Malebranche, en Fernández Labastida, Francisco – Mercado, Juan Andrés (editores), Philosophica: Enciclopedia filosófica on line, URL: http://www.philosophica.info/archivo/2010/voces/malebranche/Malebranche.html
Información bibliográfica en formato BibTeX: jlfr2010.bib
Digital Object Identifier (DOI): 10.17421/2035_8326_2010_JLFR_1-1
Agradecemos de antemano el señalamiento de erratas o errores que el lector de la voz descubra, así como de posibles sugerencias para mejorarla, enviando un mensaje electrónico a la .
© 2010 José Luis Fernández Rodríguez y Philosophica: Enciclopedia filosófica on line
Este texto está protegido por una licencia Creative Commons.
Usted es libre de copiar, distribuir y comunicar públicamente la obra bajo las siguientes condiciones:
Reconocimiento. Debe reconocer y citar al autor original.
No comercial. No puede utilizar esta obra para fines comerciales.
Sin obras derivadas. No se puede alterar, transformar, o generar una obra derivada a partir de esta obra.