Philosophica
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Tapiz de la Creación - Museo Capitular de la catedral de Gerona

VERSIÓN DE ARCHIVO 2010


Creación

Autor: Santiago Sanz Sánchez

1. Introducción

El sentido filosófico primario del vocablo “creación”, entrado en la metafísica por influjo del pensamiento judeocristiano, indica la acción divina de producir de la nada los seres espirituales y materiales, es decir, de donar el ser sin presupuestos. Junto a ese sentido principal, se han desarrollado en el lenguaje ordinario otros sentidos análogos, como el de “creación artística”, o más en general la producción de algo que no existía (invención), o la constitución de una nueva entidad (creación de una empresa); incluso, sobre todo en ambientes eclesiásticos, el término puede indicar la elevación de alguien a una dignidad eminente (creación de cardenales).

Hablar de creación en su sentido más propio y originario implica aceptar la existencia de Dios. La creación es el primer modo de describir la relación del mundo y el hombre con Dios. Esto significa que, en sentido estricto, el único creador es Dios. Sin embargo, hoy en día, el desarrollo inusitado de la capacidad “creadora” del hombre (internet, robótica, genética, etc.) parece contradecir esta afirmación.

La creciente conciencia de la necesidad de una separación del ámbito civil del religioso (la laicidad del Estado), de modo que el primero goce de una autonomía irrenunciable (en la política, el derecho, la economía, etc.), parece indicar que la idea cristiana de creación debe replegarse hacia su ámbito propio (el religioso), sin intentar imponerse, como modelo antropológico, sobre otras convicciones igualmente respetables.

La consolidación del paradigma evolutivo, no sólo en la biología sino también en otras disciplinas científicas, ha hecho posible su “trasplante” al terreno filosófico, de modo que, más o menos explícitamente, algunos sostienen una auténtica “metafísica evolucionista”, que no deja espacio para una creación divina. Además, se ha denunciado al modelo cosmológico bíblico como causante de la progresiva destrucción de la naturaleza, merced a la obediencia al mandato divino de dominar las criaturas.

Estas “provocaciones” contemporáneas han de tener en cuenta que, dentro de la tradición de pensamiento cristiano, siempre se ha hablado de la participación del hombre en el poder creador de Dios, principalmente en dos contextos: el del trabajo humano como perfeccionamiento de la obra creadora; y la generación de una nueva vida, como participación en el amor creador divino (procreación). Además, los grandes filósofos y teólogos cristianos han sostenido siempre que la creación, a diferencia de otros misterios de su fe, es una verdad también accesible a la razón natural del hombre, que es por tanto capaz de fundar un orden moral-social y que no se contrapone a los descubrimientos de la ciencia, incluida la evolución de los vivientes, ni a una sana ecología, ni tampoco a una justa laicidad del Estado.

Como se ve, en la idea de creación están implicadas cuestiones no sólo teóricas, sino también existenciales. ¿Sigue teniendo sentido hoy en día hablar de una noción filosófica de creación? Sólo cabe responder a esta cuestión, para nada irrelevante, después de hacer un recorrido histórico y sistemático a través de lo que lo grandes pensadores han dicho acerca de una de las preguntas fundamentales del hombre, formulada por Leibniz y Heidegger del modo siguiente: “¿por qué existe algo y no más bien nada?”.

2. Algunas etapas significativas de la historia de la noción de creación

2.1. El cristianismo y la filosofía griega ante la creación ex nihilo

La caracterización terminológica y de contenidos de la originación de todas las cosas por parte de Dios como creación “de la nada” (ex nihilo) es una adquisición propia del pensamiento cristiano ya desde sus albores, si bien se discute acerca del momento preciso de su configuración. May sostiene que la doctrina de la creación ex nihilo obtuvo su articulación precisa en el cristianismo del siglo II en controversia con el gnosticismo y otras visiones filosóficas emanacionistas [May 1978]. Elders objeta que se debe considerar la presencia implícita de la doctrina de la creación en las primeras enseñanzas de la Iglesia [Elders 1995: 372, nota 84]. Otros autores piensan incluso que cabe anticipar la idea al tiempo del Nuevo Testamento y presentar la doctrina del ex nihilo como algo ya presente en la misma tradición bíblica [O'Neil 2002]. En cualquier caso, queda fuera de duda el origen judeocristiano de la expresión.

Ahora bien, en la medida en que el anuncio cristiano tenía ya desde el comienzo una clara pretensión de universalidad, era lógico que buscase puntos de contacto con las adquisiciones de la religión y la cultura paganas. Entre ellas, la cuestión de la existencia de un Ser que fuera principio y origen de las cosas estaba destinada, obviamente, a ocupar un lugar especial. En este contexto, no carece de interés la pregunta acerca de hasta qué punto el pensamiento pagano, principalmente griego, se planteó y conoció la idea de creación [Aguirre 1998].

Esta pregunta es antigua, pues ya Tomás de Aquino en el siglo XIII, al elaborar su metafísica de la creación, recorre las diversas etapas de la historia del problema remontándose a los filósofos griegos [De potentia, q. 3, a. 5, co.; , q. 44, a. 2, co]. La cuestión de si en esos dos textos, aparentemente divergentes, el Aquinate atribuyó o no la idea de creación especialmente a Platón y Aristóteles ha sido objeto de varios estudios [Dewan 1991 y 1994; Johnson 1989]. De una parte, puede pensarse que si el Doctor Angélico nunca les atribuyó explícitamente la idea de creación, especialmente a Aristóteles, ello fue porque tal noción, que él recibió primeramente de la revelación cristiana, incluía también la dimensión del comienzo absoluto (inceptio essendi), aspecto al que ciertamente no llegó el Estagirita, por tratarse de algo exclusivamente cognoscible por vía de revelación divina sobrenatural (como se verá más adelante). Sin embargo, esto no significa afirmar que Santo Tomás no atribuyó en absoluto esta noción a los griegos, pues contiene una dimensión alcanzable racionalmente (la causalidad universal de todas las cosas), a la que los filósofos antiguos de algún modo llegaron. En este sentido, cabe conciliar los dos textos señalados más arriba por cuanto, ni el texto del De Potentia afirma expresamente que Platón y Aristóteles llegaron con claridad a la noción de creación, ni por otra parte en el texto de la Summa Theologiae se afirma que no hayan llegado a plantearse la causa universal de las cosas, lo cual contradiría tantos otros textos del Aquinate [Barzaghi 1992: 72-73; Noone 1996]. Parece, pues, que en este punto se entrevé un cierto optimismo de Tomás de Aquino ante las posibilidades de la razón humana, que al menos llegó históricamente antes del cristianismo a plantearse de algún modo, si se quiere, implícitamente, aquello que implicaría la noción racional de creación.

Una de las primeras consecuencias metafísicas del cristianismo consistió en afirmar que la distinción fundamental en la realidad es la que se da entre Dios y sus criaturas. Aunque pueda parecer evidente, esto supuso una novedad radical en aquellos primeros siglos de la era cristiana. En las diversas escuelas de pensamiento antiguas, la distinción radical era la que hay entre materia y espíritu, lo cual daba pie a la diversidad de corrientes (materialismo y espiritualismo, dualismo y monismo). El cristianismo rompió estos moldes, sobre todo con su afirmación de que también la materia (al igual que el espíritu) es creación del único Dios trascendente. Esto supuso un verdadero progreso filosófico, como mostraron los grandes pensadores cristianos, especialmente San Agustín y, más adelante, Santo Tomás. Tal progreso filosófico puede formularse como el paso del antiguo axioma “de la nada nada se hace” (ex nihilo nihil fit) a aquel otro “de la nada se hace todo ente en cuanto ente” (ex nihilo fit omne ens qua ens).

Agustín distingue la creación de otras acciones como la generación (cuyo efecto es de la misma naturaleza que el generante) y la producción (que implica la preexistencia de una materia). La creación es simplemente donación del ser y de la existencia ex nihilo [Contra Felicem, 2,18; a veces también de nihilo]. Tal explicación entra en contraste tanto con el maniqueísmo como con el neoplatonismo. Hay un solo principio, con lo que se supera el dualismo y también el panteísmo, pues el Creador es absolutamente distinto de sus criaturas. El ser en sí mismo es un bien, pues el Sumo Ser es también el Sumo Bien.

La idea cristiana de creación supone una novedad en la concepción de la relación entre tiempo y eternidad, pues el Creador es eterno, mientras que sus criaturas son mutables y sujetas a la temporalidad. Si la visión griega del tiempo carecía de principio y fin, Agustín sostendrá por primera vez la idea de que la creación fue realizada con el tiempo y no en el tiempo, distinción ésta de gran importancia para entender el carácter creado de la misma temporalidad, que hace absurdo plantearse, por ejemplo, qué hacía Dios antes de crear este mundo [De civitate Dei, 11, 6]. En efecto, no hay tiempo antes de la creación, pues el tiempo es medida de las cosas mutables, y Dios es inmutable, en Él no hay antes ni después. En suma, sólo Dios es eterno, y por tanto no lo es el mundo, como creían algunas corrientes filosóficas. Todo aquello que existe y no es Dios, ha sido creado por Él; la criatura no puede ser coeterna con su Creador.

En su explicación de la creación, Agustín no podía dejar del todo de lado la plataforma de pensamiento filosófico dominante, concretamente la platónica. Esto se aprecia en su aplicación de la idea de participación. La creación participa de las ideas divinas que se hallan en Dios desde la eternidad, y a esto lo llama creación según las razones eternas (rationes aeternae). De este modo, por así decir, el mundo de las ideas platónico se inserta en la mente de Dios. Cada cosa es lo que es en virtud de la idea divina de ella. Esto significa además que hay un vestigio de Dios en las cosas. No obstante, la afirmación de la creación simultánea de la materia y de la forma, así como la idea bíblica de la creación por amor, que implica la libertad divina creadora, indican claramente una superación del platonismo [Trapé 2006].

Agustín acoge asimismo la idea estoica de que al comienzo existían las semillas de aquello que luego se desarrolla. Las formas de las cosas estaban al comienzo, y éstas hacen que la cosa sea lo que es (rationes seminales). Con esta idea Agustín trata de explicar que Dios ha creado al inicio, pero que sigue obrando también en el presente, actuando en el mundo y en la historia [De Genesi ad litteram, 9, 17, 32].

Por su parte, Tomás de Aquino desarrolló, dentro de su construcción teológica, una metafísica de la creación que reunió en síntesis superadora, gracias a su original noción de acto de ser, tanto la participación platónica como la causalidad aristotélica. Dios viene así presentado como el mismo Ser subsistente (Ipsum Esse Subsistens), que como causa primera es absolutamente trascendente al mundo; y, a la vez, en virtud de la participación de su ser en las criaturas, está presente íntimamente en ellas, las cuales dependen en su ser y obrar de quien es la misma fuente del ser. Con San Agustín, cabe afirmar que Dios es “más interior que lo más íntimo mío y más elevado que lo más sumo mío” (interior intimo meo et superior summo meo) [Confessiones, 3,6,11].

Aunque se expondrá detenidamente el pensamiento del Aquinate en la parte sistemática, conviene subrayar ahora que parte de la importancia de su contribución estriba en el cuidado con que distinguió, en lo que se refiere a la creación, los aspectos racionales de aquellos otros estrictamente de fe. En efecto, para el Doctor Angélico la creación como relación de dependencia permanente de la criatura a Dios es una verdad racional y demostrable; mientras que la cuestión del inicio temporal del mundo pertenece solamente a la fe revelada, pues ante este dato la razón no es capaz de demostrar ni su veracidad ni su falsedad. Más allá de los matices que hoy se podrían señalar, lo cierto es que esta postura del Aquinate fue muy original en su época, y la defendió a lo largo de toda su vida, especialmente en la famosa disputa sobre la eternidad del mundo, a la que dedicó algunas obras [Contra Gentiles, lib. 2, cap. 31-38; y el opúsculo filosófico De aeternitate mundi].

En conclusión, respecto de la filosofía griega, cabe decir que el cristianismo supera tanto el monismo (que afirma en definitiva que la materia y el espíritu se confunden, que la realidad de Dios y del mundo se identifican), como el dualismo (según el cual materia y espíritu son principios originarios opuestos). La realidad creada es única, pues procede de un solo principio, y a la vez diversificada. La no oposición originaria de materia y espíritu encuentra su expresión en el hombre, compuesto a la vez de ambos. Puede decirse entonces que el cristianismo ha aportado de hecho tesis metafísicas al pensamiento universal, las cuales, no por ello dejan de pertenecer al ámbito propio de la razón [Tresmontant 1963: 108-109]

2.2. La flexión racionalista de la idea de creación: la creatio continua

Todos los autores racionalistas han sostenido la necesidad de una “creación continuada” (creatio continua) [González 1985: 300]. La idea de la continuación de la creación es mucho más antigua. Puede encontrarse un precedente en Filón, quien afirmaba que, sin la presencia de Dios, el mundo se derrumbaría. La noción está claramente presente en San Agustín [De genesi ad litteram, 4,12 y 8,12] y también en Santo Tomás, aunque no la expresión como tal [Ferrater 1980: 658]. En comparación con este último, el sentido que se da en el racionalismo a la creación continuada difiere notablemente, pues, aunque en la terminología pueda haber una cierta semejanza, de hecho los elementos metafísicos que subyacen a la explicación de la noción de creación y conservación han cambiado radicalmente [González 1985: 300].

Para comprender ese cambio es conveniente aludir tanto al nominalismo de Ockham como a Lutero. Si Tomás de Aquino insistió, como se verá, en concebir la conservación como la continuación del acto creador de Dios, posteriormente, con un sentido más radical todavía, Ockham subrayó la contingencia de cada evento particular como consecuencia de su inmediata dependencia de Dios [Pannenberg 1996: 41]. Ockham elimina el fundamento racional de la verdad de la creación, que pasa a ser sólo de fe, basando todo en la omnipotencia divina [Morales 1994: 84-86].

Con este presupuesto, la fe en la creación no supone para Lutero tanto una afirmación sobre la objetividad de la obra creadora, como una declaración creyente sobre la supremacía absoluta de Dios y la insignificancia de la criatura. La creación es considerada en el marco de un “actualismo” continuo, que niega la consistencia y estabilidad de la obra creada y la hace depender continua y directamente de la Palabra divina creadora, con cierto voluntarismo del Omnipotente. De este modo, creación y providencia prácticamente se identifican. Queda así amenazada la relativa autonomía de las criaturas [Morales 1994: 86-87].

Descartes habla de creación continuada para indicar la constante recreación de todas las cosas por parte de Dios [V. Sanz 2005: 63]. La dependencia continua de las cosas respecto de Dios adquiere en el planteamiento cartesiano un nuevo significado, que tiene su raíz en una nueva concepción del tiempo: una sucesión discontinua de instantes indivisibles, que dependen directamente de Dios y no del instante posterior o del precedente. Por eso, se ve obligado a considerar la conservación como una creación reiterada en cada momento [Moschetti 1979: 462]. Dios obraría en modo creativo en cada instante [Meditaciones metafísicas, III, AT, IX-1, 39].

En Descartes la conservación entendida como creación continuada desempeña un papel fundamental, pues constituye un argumento para probar la existencia de Dios [González 1985: 300; Ferrater 1980: 659]. Nada puede oscurecer la evidencia de la existencia de Dios, si se tiene en cuenta que del hecho de que ahora somos no se sigue necesariamente que seremos también en un momento sucesivo, a menos que la causa creadora no continúe produciéndonos [Principios de la filosofía, I, 21].

Malebranche recibe de Descartes la tesis de la creación continuada y la entiende en relación con su peculiar visión conocida como ocasionalismo: sólo Dios es causa, pues en último término causar y crear se identifican [V. Sanz 2005: 111]. Las criaturas son sólo ocasiones para que Dios actúe. El sol, por ejemplo, sería así una mera ocasión para que Dios ilumine y caliente la tierra.

En este sentido, Malebranche sostiene que el acto de crear no es un instante, sino que dura siempre, se trata de una creación continuada [Conversaciones sobre la Metafísica y la Religión, VII, 7, O.C. XII, 157]. De ahí se sigue que la fuerza con la que un cuerpo se mueve no es otra cosa que la eficacia de la voluntad de Dios, que la conserva sucesivamente en diferentes lugares [ibid., VII, 11, O.C. XII, 161].

Toda la eficacia procede, pues, de Dios. No hay lugar para una eficacia real de las criaturas. Es fácil advertir cómo aquí se ha perdido de vista la distinción fundamental entre causa primera y causas segundas. Tal pérdida origina una paradoja en el corazón del sistema de Malebranche, pues afirma también que Dios debe someterse a las causas ocasionales, que son las que en definitiva condicionan la elección divina. O sea, las causas ocasionales otorgan al universo creado una independencia frente a Dios, que es, justamente, lo contrario de lo que se pretendía.

La idea de Dios está en la base de toda la filosofía de Malebranche, pero, como ha sostenido Alquié, «poner a Dios en el origen de todo conduce a no reconocerlo en el origen de nada» [Alquié 1974: 182]. Se llega así a un Dios impersonal, ajeno a las criaturas, que anticipa las teorías deístas del siglo XVIII [V. Sanz 2005: 114-115]. De hecho, encontramos un eco de esta concepción en un pensador como P. Bayle, predecesor de los ilustrados, quien, en su famoso Diccionario, sostenía que la conservación debe concebirse como una creación reiterada, como si las cosas, en cada instante, cayesen en la nada y recomenzaran a existir en virtud de una nueva creación [Moschetti 1979: 462].

La doctrina leibniziana de la creación continuada se mueve en parte en la línea común del racionalismo, pero contiene en su raíz algunos elementos propios de su sistema filosófico. Según Leibniz, la criatura depende continuamente de la operación divina, de modo que no seguiría existiendo si Dios no continuara obrando [Theodicea, I, 385].

Como es sabido, para Leibniz las esencias son posibles y, en cuanto tales, poseen ya su realidad y determinación en el entendimiento divino, y son por tanto increadas. La creación es entonces la obra de la voluntad divina que, en virtud del “optimismo metafísico”, elige poner en la existencia el mejor de los mundos posibles. Creación significa no una novedad de ser, sino el paso de la posibilidad a la actualidad, o sea, un poner en la existencia de modo extrínseco las esencias. Se refleja aquí el primado de la posibilidad sobre la actualidad, que atribuye a la posibilidad una exigencia de existir (omne possibile exigit exsistere), y que se traduce en un esencialismo, por cuanto es la esencia (en el fondo eterna, increada) la que tiene la primacía sobre la existencia, que es un mero resultado extrínseco [V. Sanz 2005: 188-189].

En esta visión, aunque se mantiene la expresión ex nihilo, la creación no es en realidad de la nada, al menos de la nada absoluta, sino a lo más, de la nada existencial, pues las esencias preceden la decisión de crear. Asimismo, si la perfección (dignidad, valor ontológico) reside en la esencia, entonces la misma acción creadora debe, de algún modo, someterse a un principio o razón de conveniencia, y crear entonces el mejor de los mundos posibles. No se ve entonces cómo queda del todo salvaguardada la libertad divina creadora.

El filósofo judío holandés Baruc Spinoza desarrolló una cierta forma de panteísmo, a la vez que siguió utilizando los conceptos de creación y creación continua [Ferrater 1980: 659]. Según Spinoza, «Dios no sólo es causa de que las cosas comiencen a existir sino también de que perseveren en la existencia, o (para servirse de un término escolástico) Dios es la causa del ser de las cosas» [Ethica, I, prop. XXIV, corolario de la demostración].

Hay que anotar enseguida que para Spinoza Dios es causa de todas las cosas en el mismo sentido en que es causa de sí (causa sui), entendiendo por causa una deducción necesaria, el despliegue interno de lo ya contenido en la inmanencia de la sustancia. Así, Dios no obra por libertad de su voluntad sino por necesidad de su naturaleza. En realidad, Spinoza rechaza la idea de creación [V. Sanz 2005: 131.133-134], pues niega la trascendencia de Dios sobre el mundo. Sostiene un panteísmo, o mejor, un “panenteísmo”, que se describe con la fórmula “todo es en Dios”. «Dios es causa inmanente, pero no transitiva, de todas las cosas» [Ethica, I, prop. XVIII]. No hay dependencia de las cosas respecto de Dios, sino más bien pertenencia. Algunos han señalado que esta postura lleva hacia un ateísmo implícito, en cuanto en el sistema spinoziano basta sustituir Dios por Naturaleza. No hay en Spinoza la noción de un Dios personal, creador y providente [V. Sanz 2005: 135-137].

2.3. El “eclipse” de la creación en la Ilustración y su reaparición en algunos debates actuales

Según Ferrater Mora, la concepción moderna de la creación, con raíces en Duns Escoto y Ockham, aceleró en cierto modo la ruptura, tan esforzadamente combatida por Santo Tomás, entre el ser de Dios y el ser del mundo. El contacto directo e inmediato entre ambos, que parecía subrayar la nulidad del mundo y la omnipotencia absoluta de Dios, no hizo más que separar a Dios del mundo y hacer emerger de su propio fondo, previamente divinizada, a la Naturaleza [Ferrater 1980: 654]. Es lo que ocurrió en la filosofía de Spinoza, como acabamos de ver, y, de modo cumplido, en el idealismo absoluto de Hegel. Según éste, la creación es un momento necesario del ser mismo de Dios, quien no puede ser sí mismo plenamente sin su relación con el mundo. La libertad divina creadora queda así identificada con la necesidad [Fernández – Soto 2004: 338].

En este sentido, «es históricamente correcto decir que el pensamiento filosófico y teológico que ha precedido, rodeado y seguido al idealismo, tiende al mismo tiempo a apartar y olvidar cada vez más la doctrina cristiana de la creación. Los idealismos, privilegiando todo aquello que se refiere al acceso de la mente a las cosas, más allá de las cuestiones referentes a la existencia y la inteligibilidad de las cosas en sí mismas, inevitablemente ponen entre paréntesis una doctrina fuerte sobre la creación» [O'Callaghan 1995: 100]. Efectivamente, en los diversos sistemas filosóficos procedentes de la Ilustración, en los que se otorga la centralidad a la autonomía e independencia del pensamiento y la acción humana, la creación es vista como una doctrina que sofoca las más profundas aspiraciones del hombre, y por tanto es negada [Buttiglione – Scola 1976: 75-93]. No ocurre así en los filósofos que, desde un existencialismo de matriz cristiana, reaccionan ante el idealismo, como S. Kierkegaard, quien ve precisamente en la creación ex nihilo la raíz de la libertad humana [Diario, VII1 A 181].

El proceso histórico que condujo, primero a la concepción de la omnipotencia arbitraria de Dios y luego a la separación entre Dios y el mundo, ha podido conducir inclusive a la teologización y divinización del hombre, lo cual ha llevado a algunas corrientes de la filosofía actual a hablar de creación aplicada a la acción humana, como veíamos al inicio [Ferrater 1980: 655]. El ideal kantiano de libertad es trastocado y radicalizado en planteamientos que eliminan al Creador poniendo al hombre en su lugar, como ocurre de modo paradigmático en la filosofía de F. Nietzsche, que no en vano se conoce como “nihilismo”, y que constituye en cierto sentido un retorno de la antigua fórmula precristiana ex nihilo nihil fit. Esta corriente ha dado lugar a otras posteriores, más mitigadas, de carácter irracionalista, en las que igualmente la idea de creación ha quedado eclipsada.

Este irracionalismo debe enfrentarse, no obstante, con el deseo humano de alcanzar una inteligibilidad en las cosas, que se manifiesta, entre otras tareas, en la actividad científica. Sin pretender entrar aquí en los diversos logros y avances de las ciencias naturales, cabe destacar el desarrollo y consolidación, en el siglo XX, de lo que puede denominarse un paradigma evolutivo de pensamiento que, como no podía ser de otra manera, ha entablado un interesante diálogo con la idea filosófica y religiosa de creación. Tal orientación puede encontrarse en la filosofía vitalista de H. Bergson, quien hablaba de una “evolución creadora”, así como en la filosofía del proceso inspirada en el pensamiento de A.N. Whitehead [Ferrater 1980: 655-656].

Sin pretender entrar ahora en los debates acerca de la noción de creación en su relación o compatibilidad con una teoría de la evolución, se ha de tener en cuenta que el método científico no debe aplicarse a campos en los que se muestra inapropiado. Caería en un reduccionismo epistemológicamente débil quien afirmara que el hombre procede exclusivamente de la evolución biológica (evolucionismo absoluto). En la realidad hay saltos ontológicos que no puede explicarse sólo con la evolución [Artigas 2004]. La misma actividad científica, además de la conciencia moral y la libertad del hombre, por ejemplo, manifiestan su superioridad sobre el mundo material, y son muestra de su especial dignidad [Artigas 1999].

La prioridad antropológica, consonante con las adquisiciones del pensamiento moderno, no se ha visto exenta de algunas consecuencias negativas. En efecto, el acento en la superioridad de una libertad autónoma sobre el mundo de la naturaleza se ha trasformado a veces en pretensión de dominio absoluto sobre el cosmos. Los excesos de esta actitud han suscitado numerosas perplejidades y resultados a veces trágicos, lo cual ha provocado el surgimiento de la cuestión ecológica, que en las últimas décadas ha ido creciendo en importancia. Hoy en día hay una especial sensibilidad por profundizar en lo que se ha dado en llamar “responsabilidad hacia lo creado” [Biolo 1998]. Bajo esta expresión se incluye una correcta recuperación de la actitud contemplativa ante el mundo.

Esto no implica una especie de sacralización de la naturaleza, presente en algunas formas extremas de ecologismo, que tratan de recuperar una vaga mística panteísta de resonancias gnósticas. La metafísica de la creación afirma que el cosmos tiene una belleza y una dignidad en cuanto que es obra de Dios, que incluye tanto una solidaridad como una jerarquía entre los seres, lo cual implica una actitud contemplativa de respeto hacia lo creado y las leyes naturales que lo rigen.

Reconocer la dignidad del mundo mineral, vegetal y animal que puebla la tierra no implica desconocer el singular puesto del hombre en el cosmos, como pone de manifiesto la formulación del así llamado “principio antrópico” [Tanzella-Nitti 2002: 102-120]. En este contexto, no es apropiado interpretar el mandato divino bíblico de dominar la tierra [Génesis 1,28] como una invitación a la explotación despótica de la naturaleza [White 1967]. Precisamente aquí se muestra el papel fructífero del diálogo con la religión, concretamente la cristiana, que ofrece una interpretación distinta de ese mandato, como el don de una participación en el poder creador de Dios: mediante su trabajo el hombre colabora en el perfeccionamiento de la obra creadora. De ahí que las justas exigencias que la sensibilidad ecológica ha puesto de manifiesto en las últimas décadas encuentre en la religión, el cristianismo en este caso, un aliado, que, no obstante, no puede compartir los excesos de una vaga divinización del mundo, pues enseña la superioridad del hombre sobre el resto de los seres, como cumbre de la obra de la creación.

3. La noción metafísica de creación

Es conocida la propuesta de Chesterton, retomada por Pieper y de la que se han hecho eco después autores como Torrell o Ratzinger, de denominar a Tomás de Aquino como Thomas a Creatore, Tomás de Dios Creador [Chesterton 1986 (orig. 1933): 129; Pieper 1949: 56 ss.; Torrell 2002: 164; Ratzinger 2001: 101]. Con esta sencilla anécdota, se pone de manifiesto un elemento central en la interpretación del pensamiento tomasiano, que se caracteriza por tener como clave principal la noción, y por así decir la perspectiva, de la creación. Se trata de una clave que configura la reflexión filosófica y teológica del Aquinate, pues constituye un puente de unión entre la luz que proviene de la fe y la que dimana de la propia razón natural del hombre.

A continuación se tratan, sin pretensión de exhaustividad, algunos contenidos de la metafísica de la creación, siguiendo el planteamiento de Santo Tomás y en diálogo con las corrientes de pensamiento citadas en la parte histórica.

3.1. Participación y causalidad

El argumento más completo y profundo de la creación en el Doctor Angélico es el que se basa en la noción de participación. Varios autores han destacado la creciente preferencia del Aquinate por este argumento, hasta el punto de que, como afirmara Fabro, «la creación es para Santo Tomás una verdad que se puede demostrar de modo apodíctico y el argumento principal, que llega a ser el único en las obras de madurez, es el principio de la participación» [Fabro 1960: 359].

Los textos fundamentales donde se desarrolla de modo preciso este punto, además de otros muchos lugares paralelos o relacionados, se encuentran en el segundo libro del Scriptum super Sententiis [Super Sent., lib. 2, d. 1, q. 1, a. 2, co.] y la primera parte de la Summa Theologiae [S.Th. Iª, q. 44, a. 1, co.]. En ambos textos puede entreverse un esquema como el que sigue: los entes tienen el ser participado, realmente distinto de su esencia; hay que remontarse, pues, de los entes por participación al Ser por Esencia, que no puede ser más que único, y por tanto, causa de todo ser por participación; el fundamento de esto es la relación íntima entre participación y causalidad, como se verá en seguida.

Antes conviene recordar que, en la doctrina tomista, se ha de distinguir entre dos modos de participación: predicamental y trascendental. La participación predicamental radica en que lo participado no existe más que en los participantes, y se encuentra en ellos según todo su contenido esencial, como por ejemplo la especie en los individuos. La participación trascendental consiste en que lo participado existe “fuera” de los participantes, y éstos no lo tienen en su totalidad sino en grados, como por ejemplo los accidentes respecto del ser de la sustancia. Pues bien, la participación del ser no es de tipo predicamental, pues participar de ese modo pertenece a la sustancia de la cosa y entra en su definición; esto no ocurre con el ser, que no entra en la definición de la criatura, pues no es género ni diferencia; y por tanto es participado como algo que no conviene a la esencia [Quodlibet II, q. 2, a. 1, co.].

De ahí que sólo queda que la participación del ser sea trascendental, de modo que Santo Tomás emplea en este punto lo que puede denominarse el principio de la “perfección separada”, y que lleva a remontarse hasta el ser por esencia, que sólo puede ser uno; esto se funda en la noción metafísica de acto como perfección pura y absoluta, no limitado por ninguna potencia. Y como precisamente el ser es el acto de todos los actos y la perfección de todas las perfecciones, a él se aplica este principio y sólo a él: mientras el ser participado es limitado, el ser por esencia es subsistente, único y separado.

El paso definitivo de la prueba puede sintetizarse así: es necesario que el ser por esencia sea causa de los entes por participación. Participar de algo supone no serlo por naturaleza, y por tanto, recibirlo, o sea, que haya una causa. Así, de la misma noción de ente por participación se deduce la necesidad de una causa, aunque la relación a la causa no entre en su definición, pues cabe precisamente un ente no causado, como se dice en la respuesta a la primera objeción planteada en el texto de la Summa Theologiae que recoge este argumento [S.Th. Iª, q. 44, a. 1, ad 1].

Puede decirse entonces que el principio cardinal que permite a Santo Tomás demostrar la causalidad creadora de Dios es el de la participación aplicada al ser, acto fundamental y primero de todo lo que es: sólo El que es por esencia puede comunicar el ser a quien lo posee por participación [Vernier 1995: 143-161]. Esto supone considerar el ser como realidad común a todo lo que es, y por tanto la afirmación de la analogía del ser. Se completa a Aristóteles al llegar a Dios no sólo como causa primera del movimiento, sino como causa primera del ser. De ahí que el Aquinate atribuirá a Aristóteles lo que en realidad dijo él mismo, tratando de seguirle.

Como ha sido señalado por diversos estudiosos, la novedad de la síntesis tomista consiste en la integración de la participación platónica y la causalidad aristotélica merced a su original noción de ser como acto, que permite acceder a una fundación radical de la realidad más allá del ámbito de la forma. Si puede decirse que en el platonismo la participación anula la causalidad, en el aristotelismo ocurre al revés, es decir, allí la causalidad anula la participación [Fabro 1960: 317-318].

3.2. Creación, acto de ser y distinción real

Lo más decisivo de la metafísica de Santo Tomás estriba en que en Dios se identifican esencia y ser, y que lo característico de los demás seres es precisamente la composición de esencia y acto de ser (esse, actus essendi), o sea, la “distinción real”. Así, la noción tomista de participación permite una caracterización más profunda de lo real: todo ente está compuesto de esencia y esse, siendo el esse una participación del Ser divino, que al ser participado es recibido en una esencia a la que actualiza. La distinción real supera la concepción aristotélica del acto y la potencia, pues las formas siendo actos son también potencia respecto al ser, mientras que el ser tomasiano es acto de todo acto, pues a ellos actualiza. A la vez, la participación así entendida remite a la causalidad, pues si se tiene algo por participación, es necesario que sea causado por aquél a quien conviene por esencia. Así, la causa propia del ser es el mismo Ser por esencia, el Ipsum esse Subsistens.

Este modo de razonar del Aquinate se sitúa en el orden del ser, que es acto de todo acto y perfección de todas las perfecciones. Puede entonces apreciarse la efectiva universalidad del punto de partida de la prueba de la creación y, por tanto, la necesidad de una causa universal. En este sentido, como se suele poner comúnmente de manifiesto, Santo Tomás supera en su razonamiento el orden puramente formal, y alcanza verdaderamente el orden de lo real.

En este punto, como también se ha señalado en diversas ocasiones, se muestra la originalidad de la noción tomista de actus essendi en su comparación con el pensamiento griego. A pesar del optimismo del Aquinate a este respecto en algunos lugares –si bien matizado por otros textos, como se vio–, se puede afirmar que la filosofía griega no llegó propiamente a la noción de creación en sentido estricto, por cuanto el camino metafísico hacia el fundamento de lo real quedaba para ellos detenido en el nivel de las formas, de modo que llegaban a explicar por qué es lo que es, pero no por qué es. Así pues, la noción de acto de ser es clave en las demostraciones que da Santo Tomás de la creación, pues es el punto donde confluyen los diversos argumentos.

En relación con esto, se ha de notar que «Santo Tomás se apoya directamente y en forma sistemática en la composición de esencia y esse para demostrar la creación» [Fabro 1960: 55]. En efecto, aunque nada se diga explícitamente, la distinción real está implícita en todas las pruebas: es propio de toda criatura la distinción entre esencia y ser, pues cada criatura tiene el ser no en sí, sino recibido, limitado por la esencia; de donde se ve la contingencia radical de las criaturas, que no tienen el ser por sí, y apuntan por tanto a una causa superior que otorgue el ser. «Nada hay en la esencia de los entes que les obligue a ser extramentalmente (...) Mas resulta que algunos son. Luego, si no pueden ser en fuerza de su propia virtud esencial o capacidad, han de ser por otro. Necesariamente tienen que haber sido causados, es decir, haber recibido su ser de otro. En ello consiste el carácter de la contingencia» [Barrio 1993: 421-422]. No cabe sino concebir el esse como derivado del Esse divino.

Así, «la creación y la participación en el ser se identifican. La creación no designa entonces un mero factum, ni un estado de precariedad ontológica; es una situación estable y positiva, como estable y positivo es el actus essendi participado que confiere existencia a cada cosa. El ser criatura no proviene de un arrojamiento a la existencia, no se reduce a la efectividad resultante de una suerte de acontecimiento originario, sino que reside en la estructura más profunda de lo real, cuyo ser es acto» [Llano 1997: 227]. De aquí se deriva la infinita diferencia entre Dios y la criatura, diferencia que tiene su cumplida expresión en la distinción tomista entre esencia y esse expresada mediante la noción de participación, la cual comporta la total dependencia de la criatura respecto a Dios, gracias a la emergencia del esse sobre la que se funda la creación.

3.3. La creación como relación

No es necesario insistir aquí en la considerable importancia que posee la noción de relación, no sólo en la metafísica sino también en la teología tomista [Krempel 1952]. Santo Tomás explica con originalidad la importancia de la noción de relación a la hora de describir la doctrina de la creación, en conexión con las nociones ya vistas de ser, participación y causalidad: «la creación no es sino una cierta relación (creatio non est nisi relatio quaedam)» [S.Th. , q. 45, a. 3; Rossi 1997]. En virtud de la distinción real en los entes finitos entre esencia y ser, que lleva a la distinción radical entre entes por participación y Ser por esencia, y una vez eliminado el movimiento de esa específica causalidad del Ipsum Esse en que consiste la creación, lo que queda en la criatura de esa acción creadora es precisamente la relación de dependencia del ente por participación respecto al Ser por esencia. Solidariamente con la conocida distinción entre creación en sentido activo (la misma acción de Dios, que nos es inaccesible) y creación en sentido pasivo (el efecto de tal acción divina, que es la realidad creada, accesible a nosotros), Santo Tomás establece que, por ello, el mundo creado tiene una relación real a Dios, mientras que tal relación, si se la considera desde Dios, es sólo de razón respecto a la realidad creada [De Potentia, q. 3, a. 3, co.; S.Th. Iª, q. 45, a. 3, ad 1].

Sin querer entrar con detalle en una temática sobre la que mucho se ha escrito [además de Rossi 1997, véase Molinaro 1965; Wilhelmsen 1979; Lupi 1979; Mazarella 1982; Cardona 1987: 45-66; Vernier 1995: 267-273; Liske 1993], conviene señalar que esta distinción ha sido objeto de malentendidos y críticas desde la teología. Por una parte, tal distinción acabaría por separar en exceso a Dios de sus criaturas: no se entiende cómo se pueda afirmar que Dios, el Dios cercano de la Biblia que entra realmente en relación con sus criaturas hasta el punto de encarnarse y hacerse uno de nosotros, tenga una mera relación “de razón” con ellas. De otra parte, tampoco se entiende la afirmación tomista, consecuente con las anteriores, de que la relación a Dios no forma parte de la esencia de la criatura, siendo en ella un “mero” accidente, con lo que este término suele evocar, aun erróneamente, de accesorio, poco importante, así como de añadido extrínseco, prescindible. Se propone, entonces, una noción “relacional” de esencia, más dinámica, que sea capaz de acoger la novedad del tiempo y de la historia, en contraposición con la noción tomista, presuntamente fijista y estática, cerrada a todo dinamismo.

Ambas objeciones provienen de dos malentendidos respecto a la metodología y el contenido de la doctrina del de Aquino: el primero, referente a una indebida transposición de elementos pertenecientes a la Revelación cristiana al ámbito de la razón; el segundo, al olvido de la noción del ser como acto, fruto de una visión actualista y esencialista en la que prima la efectividad sobre la actualidad. Vayamos por partes.

3.3.1 Relación real/de razón y libertad divina creadora

La afirmación de que la creación, tomada en sentido pasivo, implica una relación que es real en las criaturas (ex parte rei), mientras que, por parte de Dios (ex parte Dei), la relación es de razón, no tiene como objetivo establecer una total separación entre Dios y sus criaturas, sino más bien explicar de alguna manera la realidad de la creación, en la que tiene lugar la máxima asimetría: las criaturas dependen radicalmente de Dios (eso es precisamente en ellas la creación), mientras que Dios no depende en absoluto de sus criaturas, pues su obrar deriva exclusivamente de su amor. Dios es siempre el Absoluto que otorga gratuitamente [Romera 2008: 277].

Esta consideración permite atisbar la grandeza, dentro de una óptica cristiana, del misterio que supone que Dios haya querido hacer partícipes a los hombres de las relaciones eternas en que Él consiste, haciéndose presente de un modo nuevo –que es inexplicable para la sola razón, o sea, sobrenatural– en su creación, manteniendo a la vez su distinción y su trascendencia. Las únicas relaciones reales en Dios, según la teología, provienen de las procesiones “hacia dentro” (ad intra), ya que de lo contrario Dios dependería de lo que no es Dios, lo cual sería contradictorio. El lenguaje técnico, imperfecto ciertamente pero necesario para la especulación, acerca de relación real y de razón no debe llevar a la confusión de pensar que entonces Dios no tiene ninguna relación con sus criaturas, cosa que suena a evidente oposición con la historia de la salvación. Al contrario, indica la libertad y el amor de la acción creadora divina, que no da lugar a una relación de dependencia, sino a la solicitud por sus criaturas [Romera 2008: 277], lo cual permite abrirse al libérrimo designio divino de ofrecerles una comunión íntima con Él [Del Cura 2004: 87].

En este sentido, puede ser útil considerar un modo diverso de proceder respecto al de Santo Tomás en este punto. Tal procedimiento puede consistir en tomar como punto de partida para la reflexión la economía salvífica cristiana, en la que se verifica el misterio inefable de la entrada de Dios en la historia de los hombres. Ahora bien, si este dato fundamental de la Revelación se traslada sin más al nivel de la consideración filosófica, se incurre en el peligro de la racionalización del misterio, como ocurre, con mayor o menor intensidad, en las diversas formas de idealismo: si de la libre acción divina en la historia se hace necesidad, se acaba, con Hegel, afirmando un devenir en Dios mismo, un proceso dialéctico de relación real entre finito e Infinito que no puede no afirmar que, a fin de cuentas, sin el mundo, Dios no puede ser Dios [González 2001: 258-267].

3.3.2. Relación, esencia y ser

La otra perplejidad surge de la conocida afirmación del Aquinate –consecuente con su doctrina de la creación– según la cual la relación a la causa no entraría en la definición del ente causado, aunque sí pertenece a la razón de ente [S.Th. Iª, q. 44, a. 1, ad 1]. Esto supondría confinar la relación a Dios al ámbito de la accidentalidad en los seres creados. Se plantea entonces la dificultad de admitir –y late aquí de nuevo una clara preocupación teológica– que la referencia a Dios, que es nada menos que el fin de las criaturas, aquello para lo que han sido hechas, quede reducido a un mero accidente, algo que no pertenece a su esencia, y por tanto –se concluiría– algo extrínseco a la criatura.

Según Santo Tomás, la relación a Dios es fundamental en la criatura, pues constituye precisamente la creación considerada en sentido pasivo (passive sumpta) [Ocáriz 2000b: 83-85; sobre los debates acerca de la así llamada “relación trascendental”, puede verse, con una perspectiva diversa, Pérez 1996: 112-120]. En cuanto el acto de ser es participado del Ser divino, en la criatura es un ser procedente de Dios (esse a Deo), no sólo, por así decir, históricamente, sino también actual y permanentemente. La relación a Dios (esse ad Deum), marca tanto el origen como la dependencia y aun la finalidad de las criaturas. La peculiaridad de esta relación estriba en que no se funda en la esencia de la criatura ni en las otras formalidades, sino directamente en el ser; de modo que, si es cierto, de una parte, que la criatura puede ser considerada en sí «sin su relación a Dios» (sine respectu eius ad Deum) –lo cual hace ver que tal relación no pertenece a la esencia–, es igualmente cierto, por otra parte, que, en ese caso, considerada la criatura sin tal referencia, aparece como «no teniendo el ser» (non habens esse) [Super Sent., lib. 3, d. 11, q. 1, a. 1, ad 7]. No es, pues, algo secundario, sino absolutamente necesario en la criatura.

El punto estriba en la consideración del esse como efecto propio de la creación. Si se pierde esto de vista, dando la primacía a la esencia, se comete el error metafísico de pretender introducir la relacionalidad en la esencia de las cosas, precisamente para poder luego afirmar, con la mejor intención teológica, que la relación a Dios es constitutiva de la criatura; y esto porque en tal visión lo constitutivo de las cosas es su esencia, ya que la existencia no es más que efectividad. Aquí se presenta la problemática del esencialismo, bajo la circunstancia de una toma de conciencia de su insuficiencia, pero tratando de corregirla sin ir a la verdadera raíz: en efecto, no se adquiere una visión más dinámica introduciendo la relación en la esencia de las cosas, pues no se puede confundir la sustancia con sus relaciones; sino más bien, percibiendo que la relación a Dios es constitutiva en las criaturas precisamente porque está anclada en lo más íntimo de ellas, que es el acto de ser. La metafísica tomista de la creación es profundamente relacional, no porque reduzca el ente creado a pura relación, sino porque ve la relación de creación ínsita en lo más íntimo de la criatura [Rossi 1997: 181].

3.4. Inmanencia y trascendencia

Llegados a este punto, cabe plantearse esta dificultad: «¿Cómo es posible que el ser, siendo lo más íntimo del ente (interior et intimius), aquello por lo que el ente es y se dice ente, sea, al mismo tiempo, recibido desde fuera? Si el ser es lo que actualiza desde dentro al ens qua ens, lo enteramente inmanente de la cosa, ¿cómo puede ser recibido?» [Barrio 1993: 424]. Se suscita aquí con toda claridad el problema del así llamado “extrinsecismo” en relación con la causalidad del ser: si el ser es lo más propio del ente, parece difícil afirmar que es causado por otro; si por el contrario, el ser se entiende como hospedado en el ente a modo de un añadido exterior, no se entiende entonces la primera afirmación.

En la metafísica tomista la causalidad creadora aparece con todo su carácter paradójico (pero no contradictorio) que consiste en afirmar que, de una parte, se trata de una causalidad en cierto modo intrínseca, y, de otra, que es también una causalidad extrínseca. La creación divina supone una causalidad intrínseca no porque sea una de las así llamadas causas intrínsecas (material y formal), sino porque actúa desde dentro, a diferencia de las causas eficientes creaturales que actúan necesariamente desde fuera. A la vez, dado que Dios ejerce una causalidad eficiente, la creación supone también una causalidad extrínseca, y además trascendente, por la radical distinción entre el Ser por esencia y el esse participado. «Causalidad pues, intrínseca y extrínseca, que no sólo no se excluyen sino que se exigen mutuamente: sólo la infinita trascendencia divina hace posible su íntima inmanencia causal en todas las cosas» [Ocáriz 2000a: 24].

Se trata, pues, de la compatibilidad entre la absoluta trascendencia divina con su profunda inmanencia en todo lo creado. El punto que aquí nos parece conveniente subrayar es que, en la óptica del Aquinate, tal compatibilidad puede ser alcanzada por la luz natural de la razón ya en el nivel especulativo de la metafísica. No es ésta la opinión de algunos teólogos contemporáneos, como Pannenberg, quien considera más bien que solamente con la revelación del misterio trinitario en el horizonte de la encarnación de Jesucristo pueden verdaderamente armonizarse, y se armonizan de hecho, ambas dimensiones [Pannenberg 1992: 450-451]. Es interesante notar la dependencia en cierta medida de la metafísica proveniente del idealismo de este autor, que se muestra aquí de modo claro, en cuanto, en su óptica, a la razón humana en cuanto tal le es dado el conocimiento de la idea de Dios, mientras que su realidad solamente es accesible mediante su revelación en la historia [Martínez Camino 2000].

Según se vio, la noción de participación constituye la prueba racional decisiva de la creación para Santo Tomás, en la que se integran de modo armónico la inmanencia del ser en los entes con la trascendencia del Ser que lo origina. «De este modo, inmanencia y trascendencia se encuentran: el punto de encuentro es la metafísica de la creación, el fundamento teorético de esta metafísica es la noción tomista de esse intensivo mediante la noción de participación» [Fabro 1960: 599-600].

3.5. Creación y conservación. La noción actualista de creación. Causas segundas.

La noción metafísica del Creador, heredada del cristianismo, nada tiene que ver con un relojero o arquitecto que, una vez realizada su obra, pudiera desentenderse de ella. Estas imágenes, propias de una concepción deísta, según la cual Dios no se inmiscuye en los asuntos de este mundo, son una distorsión del auténtico Dios creador. El deísmo separa drásticamente la creación de la conservación y gobierno divino del mundo, además de que supone un error en la noción metafísica de creación.

En efecto, para Santo Tomás la dependencia absoluta de las criaturas de Dios es algo permanente, como lo es la causalidad del esse, distinta de las causalidades en el mundo, que lo son no del “ser” (esse) sino del “hacerse” (fieri) de las cosas (de modo que, cuando cesan, cesa el fieri). En la creación el esse de cada ente es puesto inmediatamente por Dios, y la causa creadora permanece mientras el ente es. Así, la creación exige la conservación, lo cual no ha de entenderse como dos acciones distintas, sino que con un mismo acto Dios da el ser y lo conserva. La estabilidad del universo se funda en el esse de las criaturas, que se ordenan de por sí al ser permanentemente, y en la libertad divina de crear y conservar. La noción metafísica de creación, en cuanto donación de ser que lleva consigo una dependencia ontológica por parte de la criatura, no es separable de su continuación en el tiempo, sino que ambas constituyen el mismo acto, aun cuando podamos distinguirlas conceptualmente: «la conservación de las cosas por Dios no se da por alguna acción nueva, sino por la continuación de la acción que da el ser, que es ciertamente una acción sin movimiento y sin tiempo» [S.Th. Iª, q. 104, a. 1, ad 3].

Esta unidad de creación y conservación se entiende diversamente en aquellas visiones metafísicas de la modernidad que sostienen la creatio continua, es decir, la conservación como una creación que continuamente se renueva. Tal concepción posee una raíz esencialista, por cuanto el esse es accidente extrínseco a la esencia, de modo que la unión esencia-esse es efímera; la criatura tiene entonces una tendencia real al no ser, pues puede accidentalmente perder el ser; así, mantener la criatura en la existencia supone, en esta visión, que Dios renueva en cada instante su puesta en acto, a modo de una creación continuada. Para Santo Tomás sólo cabe hablar de creación continuada en el sentido de una acción divina que continuamente da el ser, pero no como donación de nueva existencia o como una acción nueva distinta de la creación.

Una vez que la esencia se erige en lo primario, el esse pasa a quedar reducido al mero hecho de existir, perdiendo así su carácter de acto primero y primordial, acto de todo acto. Paradójicamente, se requiere entonces que, para existir, las esencias tengan que ser continuamente actualizadas desde fuera –como si Dios tuviese que estar creando y recreando las cosas constantemente, según la visión que vimos de autores como Descartes y Lutero– cayendo en un actualismo en el que el ser es completamente ajeno, exterior, a la esencia. Con otras palabras, la auténtica actualidad metafísica del ser queda reducida a la pura efectividad [Falgueras 1997: 15].

Efecto de ello es la escasa consideración que en este tipo de planteamiento se dedica a la realidad de las causas segundas. La metafísica tomista explica que las criaturas participan en el ser y también en el obrar, de modo que hay un obrar creatural, participación del obrar de Dios. Los agentes naturales causan en cierto modo el ser (el ser esto o ser así), en cuanto en ellos está presente, íntimamente, la potencia (virtus) divina; así, toda acción natural es intrínsecamente dependiente por participación de la acción divina [Te Velde 1995: 160-183].

3.6. Creación y providencia. El problema del mal

Los conceptos de creación y conservación están íntimamente ligados con el de providencia: Dios no sólo crea y conserva el ser de las cosas, sino que además las dirige hacia su fin, especialmente su fin último, que coincide con la bondad divina.

Que Dios gobierne todo no significa que no respete la autonomía propia de lo creado. La imagen de un Dios “invadente” es típica de los planteamientos que unen demasiado creación y providencia, por tener una concepción actualista de la creación continuada, como vimos. A esta imagen se opone una concepción deísta de la acción divina, según la cual Dios no interviene en la historia (o, a lo sumo, interviene sólo en momentos críticos, siendo un Dios “tapaagujeros”). Si el actualismo subraya la continua intervención divina en la creación, el deísmo insiste en la trascendencia divina y la consiguiente autonomía de lo creado. El primero une demasiado creación y providencia, el segundo las separa excesivamente.

Un modo de salir de esta alternativa es considerar que, según el Aquinate, Dios se sirve para gobernar el mundo de la acción de las causas segundas [Arroyo 2007: 301-337], respetando su ámbito propio, y esto como manifestación propia de su bondad, que quiere servirse de las criaturas para llevar toda la creación a su fin [González 1985: 308-309].

En este contexto, cabe plantear la existencia del mal en un mundo bueno creado por un Dios bueno. Santo Tomás argumenta que la divina providencia no excluye totalmente el mal de las cosas. Dios no lo causa, sino que al no suprimir la operación de las causas segundas, éstas pueden fallar; es decir, el defecto en un efecto de la causa segunda se produce por defecto de ésta, pero no es imputable a la Causa primera [Contra Gentiles, lib.3, cap. 71].

Por eso, se suele hablar de la “permisión” divina del mal. De ahí que el mal esté sometido a la providencia [Journet 1965: 63ss.]. Cabe decir entonces, con palabras de San Agustín, que «Dios no permitiría jamás la existencia de ningún mal en su obra si su poder y su bondad no fueran capaces de sacar un bien del mal» [Enchridion, 3,11]. En esta línea se mueve Tomás de Aquino, que razona afirmando que Dios prefiere sacar el bien del mal a no permitir la existencia de ningún mal. Pertenece, pues, a la bondad de Dios, permitir los males y obtener de ellos mayores bienes. Dios es «previsor universal de todo ser (universalis provisor totius entis)» [S.Th. Iª, q. 22, a. 2, ad 2].

Al conceder a los hombres una participación en su providencia, Dios respeta su libertad aun cuando éstos obren mal. Es realmente sorprendente que Dios, en su providencia todopoderosa puede sacar un bien de las consecuencias de un mal; y, sin embargo, la historia humana puede ser interpretada según esa clave de lectura [Juan Pablo II 2005], en conexión con aquella aserción de Pablo de Tarso: «No te dejes vencer por el mal; antes bien, vence al mal con el bien» (Carta a los Romanos 12,21).

La experiencia humana del mal queda expresada en grandes obras literarias, que describen de modo genial cómo a veces el mal parece más poderoso que el bien; y sin embargo, es difícil erradicar la tendencia inherente al corazón humano de confiar en que al final el bien ha de triunfar y triunfa de hecho, pues el amor es lo más poderoso. La experiencia del mal pone delante la tensión entre omnipotencia y bondad divinas en su actuación en la historia, tensión a la que la religión cristiana ofrece una respuesta, ciertamente misteriosa, en el evento de la Cruz de Cristo, que revela el “modo de ser” de Dios, y es por tanto fuente de sabiduría para el hombre (sapientia crucis).

En estas consideraciones late la definición del mal como privación, y no como parte constitutiva del universo, que es una noción desarrollada bajo el influjo del pensamiento cristiano [Journet 1965: 24]. Al afirmar que el mal existe, pero sin sustancia, se supera el dilema en el que sucumben, por una parte, los que niegan la realidad del mal en nombre de la bondad y del poder infinito de Dios; y por otro lado, quienes niegan la bondad y el poder infinito de Dios, en nombre de la realidad del mal.

La verdad de la creación, llevada a sus últimas consecuencias, conduce a sostener que no hay privación sin un ser que se vea privado de algo. Es decir, que no hay un mal sin un bien que lo soporte. En esta óptica, el mal puro, absoluto, es un imposible. Con otras palabras, el bien es más fundamental en el universo que el mal, el bien es más potente que el mal [Journet 1965: 50-52].

Por tanto, a la cuestión “si Dios existe, ¿de dónde viene el mal?” (si Deus est, unde malum?), Santo Tomás responderá con el célebre argumento: «si existe el mal, Dios existe. Pues no existiría el mal si se quitara el orden del bien, cuya privación es el mal. Y este orden no existiría si Dios no existiese (si malum est, Deus est. Non enim esset malum sublato ordine boni, cuius privatio est malum. Hic autem ordo non esset, si Deus non esset)» [Contra Gentiles, lib. 3 cap. 71 n. 10]. El mundo, aun imperfecto, y con el mal que hay dentro de él, existe, luego Dios existe. El mal tiene siempre necesidad de un sujeto en el que encontrarse (no habría ceguera sin uno que está privado de la vista). Se puede decir, por tanto, sin paradoja alguna, que el mal prueba la existencia de Dios. Pues descubre la existencia de un sujeto contingente que postula la existencia del Absoluto.

4. Relevancia de la idea de creación en el actual panorama político-social, científico y religioso

A lo largo de estas páginas se ha tratado de mostrar que la verdad de la creación no pertenece de modo exclusivo al ámbito de lo religioso, sino que posee asimismo una dimensión filosófico-racional. Esta convicción está conectada con cuestiones que gozan de plena actualidad, a las que he aludido en la introducción, y que se refieren tanto al orden político-social como a la cosmovisión científica.

Asistimos, en las sociedades occidentales, al sucederse de legislaciones y decisiones a gran escala que exaltan lo que se considera el valor fundamental de la convivencia humana, es decir, la libertad. Al hacer esto, parecen poner en cuestión la permanencia de una serie de valores que tradicionalmente se unían a lo que se consideraba la raíz de todos ellos, aquello que nos acomuna porque todos lo hemos recibido: la naturaleza humana, cuya eminente dignidad (que incluye el precioso don de la libertad) se basa en su carácter de haber sido creada por Dios a su imagen y semejanza.

Ahora bien, como todo lo que tiene que ver con Dios pertenece al ámbito de la religión, y en una sociedad laica como la nuestra –se suele argumentar– ese ámbito se ha de reducir a lo privado, para que pueda mantenerse el valor conquistado con dificultad de la autonomía del orden político y social respecto de cualquier poder religioso, entonces los muchos valores que la tradición europea y occidental había recibido unidos a su herencia religiosa judeocristiana quedan incapacitados para ejercer cualquier tipo de influencia pública, y menos todavía para ser “impuestos” como algo permanente común a todos. Queda, por tanto, el único valor de la libertad, entendida como pura capacidad de disponer: cuanto más se amplíe tal capacidad de disponer (sobre la vida, sobre la muerte, sobre la propia identidad, sobre lo que son las cosas) se logrará una existencia más digna. Se trata de una libertad no ya percibida como un don, sino más bien como una conquista que puede avanzar siempre más, hasta llegar –he aquí la pretensión– a ser omnipotente. Ya no hay que adecuarse a unas leyes o principios o constricciones provenientes de la autoridad de un Dios Creador, sino que es el hombre el que ha de llegar a ser creador, de sí mismo, de su identidad, de sus circunstancias, de su dignidad y felicidad.

No hay ya espacio para una naturaleza que es bueno respetar porque goza en su dinamismo de una racionalidad y bondad que son un regalo para que el hombre llegue a ser feliz, sino que todo lo que tenga el carácter de lo ya dado o establecido, de lo que es simplemente así, y así es verdadero y bueno, se percibe como impedimento, como obstáculo a la propia autorrealización, que adquiere así los rasgos de una auténtica autocreación. Puede decirse que asistimos al sacrificio de la verdad en el altar de la libertad [Rodríguez Luño 2001: 32]. Juan Pablo II, en su último libro, publicado pocas semanas antes de su fallecimiento, hace un análisis sencillo y profundo a la vez de la situación actual, señalando claramente la raíz de las ideologías postilustradas que han causado tanta destrucción y deshumanización; al preguntarse por qué han ocurrido todas esas cosas, responde: «porque se rechazó a Dios como Creador y, por ende, como fundamento para determinar lo que es bueno y lo que es malo. Se rehusó la noción de lo que, de la manera más profunda, nos constituye en seres humanos, es decir, el concepto de naturaleza humana como dato real, poniendo en su lugar un producto del pensamiento, libremente formado y que cambia libremente según las circunstancias. Considero que una reflexión atenta sobre esto podría conducirnos más allá de la fisura cartesiana. Si queremos hablar sensatamente del mal y del bien, hemos de volver a Santo Tomás de Aquino, es decir, a la filosofía del ser» [Juan Pablo II 2005: 25-26].

Por otra parte, pasando de la perspectiva político-social a la cosmovisión científica, hoy en día siguen en pie diversos debates a propósito de la creación del mundo. Mientras algunos piensan que se trata de una cuestión que se ha de dejar en manos de la investigación científica, que es la única que puede decir algo serio sobre el tema, otros reaccionan en sentido contrario, reivindicando el exclusivo carácter sobrenatural revelado de tal evento, y por tanto recuperándolo para el ámbito de la sola creencia religiosa. Basta pensar en las periódicas controversias, encendidas en la sociedad estadounidense, entre evolucionistas y creacionistas. Como es bien sabido, el origen de la confrontación entre saber científico y fe proviene de algunos siglos atrás, en los inicios de la revolución científica moderna. Marcello Pera, conocido intelectual italiano laico, ha partido del análisis de tal situación en su prólogo al último libro de quien pasaría a ser Benedicto XVI, haciendo ver cómo a partir de ahí la Ilustración se fue configurando en torno al famoso dicho “como si Dios no existiese” (etsi Deus non daretur). En este contexto, acoge unas palabras del entonces cardenal Ratzinger, lanzadas en forma de propuesta a los no creyentes, en el sentido de dar la vuelta a ese planteamiento y sugerirles que al menos prueben a comportarse etsi Deus daretur, como si Dios existiese realmente. Pera admite que se trata de una propuesta y un reto que se han de aceptar, no sólo porque el relativismo hoy reinante conduce en última instancia al sinsentido, sino porque, a su modo de ver, también existe un “Dios laico”, por utilizar su propia expresión, que no es tan distinto del Dios cristiano [Pera 2005: 7-25].

Estos contextos, brevemente descritos, plantean la necesidad de sostener un diálogo de carácter filosófico sobre la noción de creación. Un diálogo que sea capaz tanto de abrir las perspectivas de la antropología y de las ciencias a lo que está más allá de ellas mismas, como de permitir a la perspectiva de la fe revelada confrontarse con las diversas facetas del saber humano respetando la autonomía que les es propia. En definitiva, un diálogo de naturaleza metafísica, en el más noble sentido de la palabra, que, lejos de abstraer al hombre de la realidad concreta en la que está inmerso, busca las respuestas a las grandes preguntas existenciales que expresan cumplidamente el deseo de conocer la verdad tan característico de todas las épocas y culturas, de todo ser humano.

La creación es, pues, misterio de fe religiosa; y a la vez, verdad con dimensiones accesibles a la razón natural del hombre. En el actual contexto cultural, donde es urgente una nueva profundización en las relaciones entre fe y razón [Benedicto XVI 2006], esta peculiar posición hace de la verdad de la creación un buen punto de apoyo para la tarea de diálogo que los creyentes están llamados a realizar tanto con los no creyentes como con los creyentes de las diversas religiones, como hiciera Pablo de Tarso en el Areópago de Atenas [Hechos de los Apóstoles 17,16-34].

La grandeza y belleza de las criaturas suscita en las personas admiración y despierta en ellas la pregunta por el origen y destino del mundo y del hombre, haciéndoles entrever la realidad de su Creador. El creyente, en su diálogo con los que no creen, puede suscitar estas preguntas para que las inteligencias y los corazones se abran a la luz del Creador. Asimismo, en su diálogo con los creyentes de las diversas religiones, encuentra en la verdad de la creación un excelente punto de partida, pues se trata de una verdad en parte compartida, y que constituye la base para la afirmación de algunos valores morales fundamentales de la persona [Morales 2003: 199-202]. Una reciente muestra de ello son las diversas referencias a la verdad de la creación en la declaración final del primer seminario organizado por el Fórum Católico-Musulmán, instituido por el Pontificio Consejo para el Diálogo Interreligioso y algunos exponentes del mundo musulmán [Boletín de Prensa del Vaticano, Servicio del 6.11.2008, en www.vatican.va].

5. Conclusiones

Las reflexiones anteriores ponen de manifiesto la conveniencia de volver a mirar al mundo y al hombre como creación de Dios. Sin duda, el desarrollo científico ha traído grandes bienes a la humanidad. Al mismo tiempo, desde el siglo XVII, se ha tendido a plantear la relación entre la fe y la ciencia en sentido conflictivo. Se ha dicho que para la ciencia moderna el mundo deja de ser criatura y se convierte en natura [Guardini 1963]. Este proceso oscurece la correcta relación entre Dios y el mundo, y en ocasiones ha hecho de la naturaleza un absoluto con pretensión de suplantar a Dios [Morales 1994: 16].

Asimismo, desde la Ilustración nos encontramos en un universo cultural muy sensible a la autonomía del hombre entendida de modo radical. Una concepción límite de la autonomía de la libertad humana, que arranca del plano moral (Kant), y se recrudece con la “segunda Ilustración” (Feuerbach, Nietszche), acaba percibiendo a Dios Creador como un competidor del hombre. En esta situación, una doctrina de la creación, que habla de la dependencia del mundo y del hombre respecto a Dios, se entiende inevitablemente como una amenaza a la libertad absoluta que se postula para la voluntad humana. La significación más honda del pecado es que el hombre niega su condición de criatura, porque no quiere aceptar los límites que tal condición implica. El hombre no quiere ser criatura, no quiere ser dependiente. Porque interpreta su dependencia del amor creador de Dios como una imposición exterior [Morales 1994: 16-17].

Y, sin embargo, el fenómeno creciente de la globalización, la conciencia de formar parte de una misma familia humana, aun de vastas proporciones, la conciencia de correr la misma suerte de los demás pueblos, de caminar juntos hacia un mismo destino, la multiplicidad de relaciones vividas en todos los niveles, y facilitadas por los avances de la tecnología, que permiten compartir tanto las alegrías como las dificultades de quienes están lejos, ¿acaso no sugieren profundizar en la relacionalidad de la vida humana, y, dentro de ella, de lo que supone la dependencia (amor, solidaridad, compañía...) como valor? Son estos aspectos los que pone precisamente de manifiesto la metafísica de la creación, al entender ésta como relación de dependencia.

Así pues, la noción filosófica de creación ayuda a superar tanto la negación de la libertad (determinismo) como el extremo contrario de una exaltación indebida de la misma: la libertad humana es creada, no absoluta, y existe en codependencia con la verdad y el bien. El sueño de una libertad como puro poder y arbitrariedad responde a una imagen deformada no sólo del hombre sino también del Creador [Benedicto XVI 2010: n. 6].

Asimismo, la noción filosófica de creación ayuda a sostener la inteligibilidad de lo real. Hay una sabiduría originaria, una razón creadora, en el origen del cosmos, es decir un sentido, un logos. El cristianismo, al identificar al Hijo Jesucristo con el Logos, optó desde su comienzo por el diálogo con la razón. Una razón consciente de sus posibilidades siempre abiertas, y consciente al mismo tiempo de su carácter creado, pues no se ha dado a sí misma la existencia ni puede disponer completamente de su futuro. Una razón, pues, abierta a lo que la trasciende, abierta en definitiva a la Razón originaria. Paradójicamente, una razón curvada, cerrada sobre sí misma, que cree poder encontrar dentro de sí la respuesta a sus interrogantes más profundos, acaba por afirmar el sinsentido de la existencia, y por no reconocer la inteligibilidad de lo real. La religión cristiana afirma, sin embargo, que reconocer la dependencia respecto al Creador es fuente de sabiduría y de libertad, de gozo y de confianza.

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