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VERSIÓN DE ARCHIVO 2010


La predicación de los nombres de Dios: analogia entis vs. analogia Christi

Autor: Rafael Díaz Dorronsoro

Desde sus orígenes la teología ha reflexionado sobre la valencia significativa del lenguaje humano, con el fin de mostrar la posibilidad de un discurso científico sobre Dios y la racionalidad de la Revelación. La teología escolástica culminó un progreso especulativo asentando la posibilidad de un lenguaje propio sobre Dios —además del simbólico o metafórico—, de carácter analógico (véase voz Analogía), en virtud de la manifestación de Dios al hombre en y a través de la creación.

Entre los nombres que se atribuyen propiamente a Dios, algunos también se predican propiamente de las criaturas, como ser, bondad, verdad, etc. Santo Tomás enseña que tales nombres —que denominó afirmativos— se predican de ambos analógicamente (vease voz Analogía), porque no hay identidad de razón como en las unívocas, ni completa diversidad como en las equívocas, sino que el nombre significa diversas proporciones respecto a una misma cosa [S. Th. I, q. 13, a. 5, c.].

Esta doctrina fue comunmente aceptada por los teólogos católicos hasta la primera mitad del siglo XX, si bien no existía un acuerdo sobre qué género de analogía corresponde a los nombres afirmativos que se predican propiamente de Dios: si a la analogía de proporcionalidad como afirma Cayetano, o a la de atribución intrínseca como sostiene Suárez.

En los años treinta el teólogo calvinista Karl Barth publicó su doctrina de la analogia fidei. En abierta oposición a la doctrina católica, que denominó analogia entis, sostenía que el único fundamento de la inteligibilidad de todo lenguaje acerca de Dios era la misma Revelación. Mediado el siglo XX, el teólogo católico Hans Urs von Balthasar entabló un profundo diálogo con el pensamiento de Barth y asumió, como tesis armónica con la doctrina católica tras ciertas revisiones críticas, el fundamento del lenguaje teológico señalado por la analogia fidei. Por la gran influencia de ambos teólogos suizos en la teología católica contemporánea estamos asistiendo, de un modo más o menos consciente, a una importante revisión de la doctrina escolástica de la analogia entis.

1. La analogia entis

En la tradición de corte aristotélico-tomista, la analogía aparece como el correlato lógico de la metafísica de la participación. Por ello que el primado de la analogía de proporcionalidad o de atribución intrínseca corresponde, en última instancia, a la analogía que expresa el estatuto ontológico de la participación trascendental; y en esta tradición existen dos modos de entenderla: por composición y por semejanza.

1.1. La analogía fundada en la participación trascendental por composición

Según el modelo de la participación trascendental por composición, el ser creado —el participante— participa del ser divino —lo participado. Dios aparece así inmanente a la criatura porque el ser es lo más intimo de toda realidad; pero a la vez trascendente a todo lo creado porque el ser participado es realmente distinto del ser por esencia. Es dentro de esta visión de la participación trascendental donde aparecen los diversos pareceres sobre a qué analogía corresponde la primacía metafísica.

Para los sostenedores de la primacía de la analogía de atribución intrínseca «la analogía de proporcionalidad expresa el momento horizontal aristotélico (la composición en la estructura del ente), la analogía de atribución expresa el momento vertical platónico (la dependencia en el ser del ente): los dos momentos se encuentran en la síntesis tomista de participación donde un momento es para el otro totalmente y de modo propio en la medida en que uno no es el otro» [Fabro 1960: 601]. La analogía predicamental se sostiene en la de atribución porque el esse de la criatura —acto de todo acto y perfección de toda perfección— depende totalmente de Dios; pero la analogía de atribución es intrínseca en virtud de la analogía de proporcionalidad, es decir, en cuanto el ente creado tiene el esse recibido en una esencia, encontrándose a una distancia infinita respecto al Creador.

Conforme a esta ontología del ser participado, la creación es un camino que permite el acceso noético a la esencia divina:

«En un primer momento comprendemos las perfecciones divinas según el modo que ellas se dan en las criaturas, y en un segundo momento las podemos elevar a prospectar la misma perfección pura y nos damos cuenta que el modo propio que a las mismas les compete es aquel como están en Dios y al que las criaturas se acercan según grados de “imitación” más o menos perfectas [...]. De este modo, a la predicación de una semejanza de proporción (en un primer momento, aquello de la analogía de proporcionalidad) le sigue (o bien le precede, si consideramos el orden de las cosas) una predicación de efectiva “semejanza” (analogía de atribución) entre la perfección de la criatura y la perfección del Creador» [Fabro 1960: 523].

Las perfecciones puras que se encuentran en las criaturas propiamente convienen a Dios ya que «expresan la perfección del ser sin reducirla al nivel participado —es decir, expresan el esse o acto de ser que tiene el ente—: ser, bondad, nobleza, etc.; y aquellos otros, como vida, entender, querer que se identifican con el ser de Dios, aunque no todas las criaturas participen de ellas» [Clavell 1980: 135]. Dios posee efectivamente todas y cada una de las “perfecciones puras”, y son denominadas “puras” precisamente porque de ese modo —per essentiam— pertenecen sólo a Dios y a ningún otro. Y en otro modo —que es la semejanza per participationem— pertenecen a la criatura que es el modo opuesto en la cualidad del ser [Fabro 1960: 520].

Como estas perfecciones se conocen según la concretización y diversidad que las mismas tienen en las criaturas, se deben presentar en la pureza de su esencia y, además, elevarlas a la intensidad suprema en cuanto todas se identifican con la esencia divina. Por eso, estas perfecciones no se atribuyen inmediatamente a Dios, sino que se le atribuyen recorriendo tres vías: la vía de causalidad —en Dios, como causa primera están presentes todas las perfecciones: reductio ad unum—, la vía de negación —no según el modo propio de las criaturas—, y la vía eminente —según el modo de Dios [Fabro 1960: 521]. Mas este modo nunca podrá ser concebido directamente, pues es la misma esencia de Dios, por lo que se debe afirmar que de Dios se conoce mejor lo que no es que lo que es.

Entre los autores que entienden la participación trascendental según el modelo de la participación por composición también se encuentran partidarios de la primacía metafísica de la analogía de proporcionalidad propia. La razón es doble. En primer lugar porque la articulación entre inmanencia y trascendencia divina descrita autoriza a alcanzar un conocimiento de la esencia divina aunque imperfecto; la segunda razón es que, al igual que Cayetano, la analogía de atribución siempre es extrínseca, de modo que «lo significado por el término común lo posee intrínsecamente uno, y a los demás se refieren por relaciones hacia el analogado principal que no determinan la posesión intrínseca de lo significado» [Penido 1931: 39].

Para estos autores, en la analogía de proporcionalidad propia la idea de semejanza proporcional se verifica plenamente, pues en cada analogado la perfección analógica se realiza intrínsecamente según un modo propio. A partir de las perfecciones creadas se abstrae un concepto análogo que es formalmente trascendente —un concepto de bondad, por ejemplo, que no expresa inmediatamente ni la bondad humana ni la divina—, y es a través de este concepto abstracto —no a través de la bondad humana— que se contempla la perfección divina [Penido 1931: 46]. Al igual que los partidarios de la primacía de atribución intrínseca, se señala una mutua dependencia entre la analogía de proporcionalidad propia y la de atribución, pero ésta se describe en los siguientes términos: por analogía de atribución se puede llegar a conocer que Dios es; entonces, por analogía de proporcionalidad propia, se pueden deducir, por identidad, todos los atributos absolutos divinos.

1.2. La analogía fundada en la participación trascendental por semejanza

En la participación trascendental por semejanza se entiende que el ser creado —participante— no participa de Dios —el ser imparticipado— sino de la semejanza divina. La articulación entre inmanencia y trascendencia divina es por tanto diversa de la descrita en la analogía trascendental por composición. Según este modo lo creado participa de un modo trascendental de la esencia divina porque participa de un modo inmanente de la semejanza de ésta. La semejanza, aunque es poseída por el participante como un elemento recibido, encierra cierto carácter trascendente en cuanto que es semejanza de otro. Ese otro es precisamente aquello de lo que se participa por semejanza de un modo trascendente. Lo trascendente no es “la misma perfección” que se encuentra en un sujeto. Lo que en cierto modo une o liga al participante con la realidad separada no es una perfección común que se encuentra según distintos estados en una u otra realidad [Pérez Guerrero 1996: 73-74].

Conforme a esta metafísica de la participación, a partir de lo creado no cabe conocer la esencia divina sino su semejanza que no es Dios:

«La razón puede conocer la existencia de Dios cuando se ejerce en el único terreno real, es decir, el del ser existente, y cuando, partiendo de la existencia contingente, la vincula con Dios, como existente personal. Esto implica, pues, una relación existencial cuya percepción es la razón; al reflexionar sobre ella misma en cuanto sujeto existente, la razón llega a conocer su relación con un sujeto existente trascendente que es Dios. Pero no por eso entiende qué es ese Dios. Él es objeto de una afirmación, no de una intuición. Se afirma su existencia, pero su ousia sigue siendo incognoscible. Y precisamente en eso es Dios. Conocer a Dios por la razón es afirmar la existencia de lo incognoscible, es decir, la existencia de lo que trasciende el conocimiento. Está claro que la pretensión de conocer “qué es” eso incognoscible sería la negación de su esencia. Eso le llevaría al mundo de lo que está al nivel de la razón, y ya no sería Dios. En esto reside la paradoja misma del conocimiento de Dios, y lo que la constituye en un orden aparte, que está en la frontera entre el conocimiento y la incognoscibilidad» [Daniélou 2003: 86-87].

A partir de los textos en que santo Tomás afirma que el verbo ser de la proposición “Dios existe” no significa la esencia de la cosa o el acto ser, sino la verdad de la proposición [S. Th., I, q. 3, a. 4, ad 2; C. G., I, 12; De potentia, q. 7, a. 2, ad 1], se sostiene que es posible alcanzar un conocimiento verdadero de Dios y progresar en la ciencia teológica, pero se precisa que la verdad que se indaga no es la verdad de Dios u ontológica, sino la verdad de lo que se dice de Dios o lógica [Llano 1997: 112-198; Humbrecht 1994: 78-95; Humbrecht 2004: 129-140; Gilson 1978: 159-183]. Las proposiciones verdaderas acerca de Dios no son otra cosa que el progreso noético acerca de la definición nominal de Dios, es decir, clarifican mejor lo que se entiende de aquel Dios que existe realmente [Pérez de Laborda 2007: 297].

Pero, ¿todo ello no conduce a situarse en un plano meramente lógico sin referencia alguna a la realidad divina? ¿Cómo se accede al orden real? Estos autores responden citando la respuesta del doctor Angélico a la objeción de quienes afirman que de Dios no se pueden predicar diversas perfecciones, porque su esencia es máximamente una y, por ello, no puede ser origen de la multiplicidad. Santo Tomás responde que tales conceptos —las perfecciones conocidas predicadas de Dios— no se fundan en la esencia divina como en su sujeto, sino como causa de la verdad [De potentia, q. 7, a. 6, c.; ad. 6]. Por tanto, «si no existiese en Dios nada, o en sí mismo o según sus efectos, que respondiese a estos conceptos, nuestro entendimiento se engañaría al atribuirlos a Dios y, en consecuencia, serían falsas todas las proposiciones acerca de Él» [De potentia, q. 7, a. 6, c.].

La distinción introducida entre dos causas de la verdad de las proposiciones divinas —Dios en sí mismo y según sus efectos— determina un doble modo de predicar los nombres de Dios: per accidens —accidentalmente— o per se —sustancialmente—. De Dios se predica algo accidentalmente cuando el fundamento real es Dios en sus efectos. La proposición es verdadera por el hecho de la existencia del efecto; de lo contrario no se podría afirmar de Dios. Un ejemplo es el nombre Señor. Su «significado expresa relación de Dios a la criatura en cuanto ésta se refiere a Él, pues la relación de dependencia es real en la criatura, por lo que Dios no es solamente Señor según nuestro modo de entender, sino que es realmente. Porque se dice Señor, por la misma razón que decimos que la criatura le está sometida» [S. Th., I, q. 13, a. 7, ad. 5]. Por el contrario, si Dios no hubiera creado, no habría alguna criatura bajo su señorío, y la proposición “Dios es Señor” sería falsa. Se predica algo sustancialmente de Dios, si el fundamento real de la verdad de la proposición es Dios en sí mismo: cuando se dice que “Dios es bueno”, «lo que llamamos bondad en las criaturas preexiste en Dios, y esto de una manera suprema; de donde no se deduce que Dios es bueno porque sea la causa de la bondad; sino que más bien al contrario, porque es bueno, comunica su bondad a las criaturas» [S. Th., I, q. 13, a. 2, c.].

El correlato lógico que corresponde a la metafísica de la participación trascendental por semejanza es la analogía de atribución intrínseca. Conforme al estatuto ontológico descrito del ser creado, conocer a Dios per analogiam no puede significar conocer a Dios por medio de un concepto que es formalmente trascendente a las perfecciones creadas, sino «conocer a Dios por la criatura. En el conocimiento analógico de Dios no se va más allá de la criatura, puesto que si se va más allá ya no se conoce por analogía. Las criaturas hacen visible a nuestro ojos per speculum et in aenigmate al Dios invisible. La afirmación de Tomás de Aquino de que a Dios se le conoce ex creaturis puede llevar a pensar que el conocimiento de la criatura es como la materia de la que podemos extraer el conocimiento de Dios, aplicando una serie de medidas de rectificación; siendo el conocimiento analógico de Dios el resultado de tal alquimia. Para evitar esto es preferible emplear las expresiones per creaturas o, incluso, in creaturis, que hacen referencia inmediata al hecho de que a Dios lo conocemos por otro que es la creatura» [Pérez Guerrero 1996: 129].

Si a Dios se conoce en y a través de lo creado, cuando un nombre impuesto para significar una perfección pura creada se predica de Dios, la ratio del nombre atribuido a las criaturas entra en la definición de la ratio del nombre atribuido a Dios; y se predican sustancialmente de Él, porque es Dios en sí mismo la causa de la verdad de la proposición. Algunos autores como Berti ponen en duda el efectivo éxito de la analogía de atribución intrínseca, pues al comportar diversas relaciones a un único término, este último hace más bien las veces de elemento inmanente, de modo que la trascendencia de Dios parece debilitarse [Berti 1994: 21-22]. Sin embargo, la analogía de atribución intrínseca o formal fundada sobre la participación por semejanza se propone no mermar la trascendencia divina, porque el ser de la proposición en que se atribuye una perfección a Dios no es el ser como acto sino como verdadero: no se conoce lo que Dios es sino la verdad de la proposición.

2. La analogia Christi

En la primera mitad del siglo XX el teólogo calvinista Karl Barth criticó duramente lo que denominó analogia entis. Barth sostiene que el lenguaje analógico es inevitable, porque si las palabras humanas empleadas por Dios para revelarse carecieran absolutamente de sentido y fueran incomprensibles, no habría revelación alguna: todo permanecería tan velado como al principio. Pero, por otra parte, afirma que las palabras humanas, por sí mismas, carecen de capacidad para hablar de Dios, ni tan siquiera de modo analógico, lo que le conduce a rechazar que el conocimiento de la existencia divina y sus atributos puedan sustentarse en la propia ontología de la creación. Para Barth, la relación analógica queda establecida desde lo alto, en la misma revelación divina: es un puro don que tiene su último fundamento real y gnoseológico en el acto de la gracia donada por Jesucristo, plenitud de toda Revelación.

Karl Barth critica la posibilidad de un conocimiento analógico de Dios, tal y como lo concibe Cayetano. Para éste, es posible alcanzar un concepto del ser que posee la capacidad de representar, aunque imperfectamente, la esencia de Dios. Para Barth esta doctrina contradice la unicidad de la mediación de Cristo, porque si fuera posible conocer la esencia divina a través de lo creado al margen de Jesucristo, la creación se erigiría también en mediador autónomo entre Dios y los hombres.

Uno de los principales autores que introdujo esta doctrina de Barth en la teología católica, si bien con importantes correcciones, fue Hans Urs von Balthasar. Su propuesta para reconciliar la tesis de fondo de Barth con la teología católica es la de asignar a la cristología el estatuto de ciencia última, destronando de tal honor a la metafísica, dando así origen a la doctrina denominada analogia Christi.

Según von Balthasar, el fin último concreto del hombre es el fin sobrenatural. Por ello, la hipótesis de una naturaleza pura para Dios «es un problema ocioso. Y aquello que no tiene importancia para Dios no debe tener tampoco una importancia real ni siquiera para el hombre» [Von Balthasar 1951: 312]. «El hombre debe limitarse a la experiencia del mundo real: de la naturaleza, así como es en la realidad, y de la imposibilidad de merecer la gracia, imposibilidad real ante esta naturaleza real. Él no debe tener la osadía de erigirse en juez de aquello que es posible e imposible. Aquello que es posible in ordine existentiae (es decir lo que no es contradictorio in terminis dentro de este orden) lo sabe Dios» [Von Balthasar 1951: 367]. Von Balthasar, para explicar la relación entre gracia y naturaleza, traslada entonces la pregunta sobre la posibilidad de la naturaleza pura a la pregunta sobre la distinción entre naturaleza formal y material.

El concepto de naturaleza formal es la creaturalidad como tal, y es el contenido mínimo del concepto de naturaleza material, es decir, de la naturaleza concreta, real. El concepto de naturaleza material —concreto— es el esencial y el dominante, mientras que el de naturaleza formal —abstracto— es una especie de concepto auxiliar que, aun no dotado de un contenido intuitivo, es sin embargo útil para defender el concepto de gracia [Von Balthasar 1951: 300]: la naturaleza formal es el presupuesto de la gracia porque su necesidad debe preceder al hecho de toda revelación. Mas la necesidad con la que aparece presupuesta no es una necesidad absoluta, independiente de la decisión soberana de Dios. Y, haciendo propia una tesis clásica de Barth, añade que la revelación es el presupuesto interno de la creación, de modo que la naturaleza concreta queda determinada conforme a la decisión soberana de Dios de revelarse.

Acerca del conocimiento de Dios a partir de la naturaleza formal, von Balthasar afirma que sólo permite demostrar la existencia de Dios, no lo que es Dios; y añade que el teólogo que más se ha acercado a este concepto es santo Tomás, pues «ha hecho que el concepto de naturaleza concreta fuese cada vez más abstracto hasta al límite (por él no conseguido) de la naturaleza pura, por el cual Dios no sería nada más que el principium et finis mundi, cuyo “an sit” sería ciertamente cognoscible, pero no su “quid sit”» [Von Balthasar 1951: 406, nota n. 17].

La naturaleza formal fundamenta la analogía propia de la filosofía, diversa de la analogía teológica, que se fundamenta en la semejanza-desemejanza entre Dios y lo creado correspondiente al orden de la gracia. En cuanto la naturaleza formal es el presupuesto de la gracia, la filosofía elabora nociones fundamentales como ser, naturaleza, espíritu, sujeto, libertad, etc., que la teología presupone en su reflexión. Y en cuanto la naturaleza formal es autónoma, aunque relativa a la revelación, «la analogía teológica no elimina la filosófica ni la completa como si aquella, en cuanto filosófica, no sea una analogía auténtica» [Von Balthasar 1951: 297]. El teólogo, sin embargo, no emplea las nociones fundamentales elaboradas por la filosofía con el mismo significado, sino que las traduce críticamente: «el filósofo no sabe qué es la naturaleza según el sentido teológico» [Von Balthasar 1951: 291]. Esta traducción es por vía de la analogía, ya que la filosofía mantiene un orden de dependencia respecto a la teología, por lo que no puede existir pura equivocidad entre los términos empleados por ambas ciencias [Von Balthasar 1951: 291-292].

Von Balthasar es fiel en todo momento a la distinción y orden establecidos entre naturaleza formal y material: si la naturaleza formal carece de un contenido intuitivo, aun establecida la autonomía entre ambas analogías, el límite real o concreto entre ellas permanece en un plano meramente lógico. «El efectivo orden cósmico es la unidad concreta de dos órdenes objetivamente distinguibles y también distintos en su unión efectiva, pero no separados o separables» [Von Balthasar 1951: 291]. Precisamente la teología, en cuanto reflexión de la revelación que fundamenta internamente la creación, es la única ciencia capaz de conocer en su profundidad el objeto de la filosofía y advertir su insuficiencia, a la vez que distingue los objetos de cada una aunque sin delinearlos concretamente [Von Balthasar 1951: 291]. Por ello la analogía teológica «ilumina la analogía filosófica en cuanto propiamente filosófica, y de manera definitiva, puesto que en su luz llega a ser definitivamente claro lo que significa aquí semejanza (es decir participación y filiación) y hasta dónde puede llegar la desemejanza (es decir hasta el abandono del mismo Dios por parte de Dios)» [Von Balthasar 1951: 297].

En el orden real efectivo y concreto el teólogo distingue entre filosofía y teología, pero el filósofo no: «el objeto concreto de la filosofía no ha sido jamás un objeto puramente filosófico, es más, está siempre más allá de la filosofía. Esta última tiene ciertamente un objeto formal: el ser del mundo creatural en cuanto tal; ella sin embargo no tiene un objeto material identificable con claridad, en cuanto el mundo creatural, positivamente en la gracia como negativamente en el pecado, participa de la palabra de la revelación» [Von Balthasar 1951: 302]: «todo conocimiento natural de Dios, como enseña el Concilio Vaticano I, ocurre de facto dentro de las condiciones positivas o negativas del orden sobrenatural» [Von Balthasar 1951: 318]. El filósofo, por tanto, no es capaz de delimitar su propio objeto material; es más, «el filosofo que, sin tener noticia alguna de la revelación (de la Palabra), se encuentra ante un cosmos inundado desde siempre, ónticamente y noéticamente, de momentos sobrenaturales, será siempre, al menos inconscientemente, un cripto-teólogo» [Von Balthasar 1951: 291].

En conclusión, porque la revelación es el fundamento interno de la creación, la vía de ascenso racional a Dios a partir de lo creado está abierta y mantenida por la revelación y por la gracia: la naturaleza concreta, forma de la revelación, tan sólo se conoce tal como es en la fe [Von Balthasar 1951: 321-323].

Asentada la relación entre creación y revelación, von Balthasar da todavía un paso más: la autonomía formal de la creación respecto a la revelación es el presupuesto para el descenso del Verbo de Dios en la carne, de tal manera que, en el orden concreto, Cristo es lo definitivo, y resulta superflua la pregunta sobre la posibilidad o no de un mundo sin su existencia [Von Balthasar 1985-1988: I, 400].

Desde un punto de vista formal, ninguna criatura natural se ordena ontológicamente per se a Cristo, y así cada cosa posee una esencia en la que no entra Cristo como elemento que la defina [Von Balthasar 1992: 124]. Pero esta autonomía de la naturaleza formal respecto a la gracia es, en último termino, el presupuesto genuino para el descenso del Verbo de Dios en la carne; y lo es de tal manera que también esta naturaleza formal, en un nivel superior, tenga como presupuesto la voluntad de la encarnación [Von Balthasar 1985-1988: I, 303-306]. «La revelación del Dios uno y trino en Jesucristo no es ciertamente la simple prolongación o intensificación de la revelación que tiene lugar a través de la creación, pero contradice tan poco a su esencia que, considerada a partir del designio último de Dios, la revelación a través de la creación ha acontecido en función de la revelación en Cristo, le ha servido de preparación y la ha hecho posible» [Von Balthasar 1985-1988: I, 383]. Cristo, en definitiva, es el fundamento interno último de la creación [Von Balthasar 1951: 336-344]: Él es la analogia entis concreta, el cumplimiento de la formulación filosófica de la analogia entis [Von Balthasar 1992: 78-79]. «La analogía que se produce en el Verbum-Caro se convierte en medida de toda otra analogía filosófica y teológica. Ella es la manera en que el Logos mismo resume (ana-legein) las cosas en sí y las asimila a su semejanza» [Von Balthasar 1997-1998: II, 303]. Por ello, el problema de la analogía pasa a ser un problema de Cristología.

Toda esta doctrina se prolonga inmediatamente en la cuestión de los nombres de Dios. Según von Balthasar, todos los nombres que significan la misión de Cristo se predican analógicamente de su procesión eterna y, por tanto, de Dios. Se predican analógicamente porque «la adecuación creada en el Hijo entre expresión y contenido no excluye que el contenido, que es divino, que es Dios mismo, sea lo siempre-mayor con respecto a la forma creatural de expresión» [Von Balthasar 1964: 31]. La comprensión de esta sobre-forma sólo puede darse dentro de la fe, pero nunca se comprenderá plenamente a Cristo en su divinidad, porque no puede alcanzarse al margen de la forma creatural.

Von Balthasar asienta que las perfecciones que caracterizan la misión del Hijo, «en la medida en que lo que se manifiesta no se presenta como un phainomenon del Uno simple sino como devenir visible y experimentable del Dios uno y trino en sí mismo, la forma de la revelación no es el límite de algo infinito e informe, sino la manifestación de una sobre-forma infinitamente determinada» [Von Balthasar 1985-1998: I, 383-384]. La Trinidad económica no manifiesta a Dios porque sea un movimiento originario de la Trinidad inmanente, sino porque «el envío (missio) tiene su raíz en una procedencia (processio) originaria de Dios (“Yo he salido y vengo de Dios, processi” Jn 8,42), lo que presupone, como condición de posibilidad, un haber sido ya en Dios (Jn 1,1.18)» [Von Balthasar 1990-1997: III, 147]: la Trinidad económica no es sino «una de las infinitas posibilidades que se encuentran en la vida eterna de Dios» [Von Balthasar 1990-1997: III, 480]. Así, por ejemplo, la obediencia humana de Cristo «hasta la muerte será la manifestación de una obediencia divina, es decir, trinitaria» [Von Balthasar 1985-1998: I, 429]; y por eso que la sobre-forma de la obediencia trinitaria contenida en la forma de la obediencia de Cristo, si bien excede nuestra comprensión, es una perfección que realmente, de modo analógico, está en el ser y en la vida de la Trinidad.

Von Balthasar asume el razonamiento elaborado por santo Tomás sobre los nombres afirmativos propios. Si, para el Aquinate, no se dice que Dios es bueno porque crea la bondad, sino porque es bueno crea la bondad; para von Balthasar, no se dice que en Dios hay obediencia porque Cristo ha obedecido, sino que la obediencia de Cristo es manifestación del ser inmanente de la Trinidad porque en Dios hay obediencia. De lo contrario, la obediencia de Cristo no sería sólo manifestación de la Trinidad inmanente, sino también actividad constitutiva de su propia vida íntima. Ahora bien, la diferencia entre santo Tomás y von Balthasar sobre qué perfecciones se predican propiamente de Dios es patente. Para el primero, las perfecciones que incluyen en sí mismas alguna potencialidad no pueden predicarse propiamente de Dios, porque contradicen su pura actualidad; para von Balthasar, este criterio no desautoriza predicar propiamente tales perfecciones de la divinidad, sino todo lo contrario. Ciertamente, según von Balthasar, el lenguaje contradictorio se presenta como metafórico para la razón, pero para la fe es transparencia del contenido revelado [Von Balthasar 1997-1998: II, 260-264].

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Díaz Dorronsoro, Rafael, La predicación de los nombres de Dios: analogia entis vs. analogia Christi, en Fernández Labastida, Francisco – Mercado, Juan Andrés (editores), Philosophica: Enciclopedia filosófica on line, URL: http://www.philosophica.info/archivo/2010/voces/analogia_entis/Analogia_entis.html

Información bibliográfica en formato BibTeX: rdd2010.bib

Digital Object Identifier (DOI): 10.17421/2035_8326_2010_RDD_2-1

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