Philosophica
Enciclopedia filosófica  on line

VERSIÓN DE ARCHIVO 2009


Trabajo

Autor: María Pía Chirinos

Como objeto de estudio filosófico, el trabajo inicia su andadura con los primeros pensadores modernos. No obstante, es recién en el s. XX cuando el trabajo se hace realmente presente en la cultura, hasta el punto de ocupar un puesto privilegiado dentro de los derechos fundamentales del hombre. Hoy en día la sociología, la economía, la ciencia jurídica e incluso la psicología y la medicina se interesan por esta realidad, cuyo carácter humano nadie pone en duda. Por el contrario, la antropología filosófica le ha prestado menor atención. Entre las distintas materias filosóficas, la ética ha sido la que quizá se ha ocupado más del trabajo, estudiándolo bajo las diversas formas de deontología profesional. Parece, pues, impostergable una aproximación que, partiendo de las grandes tradiciones filosóficas que hayan afrontado el trabajo directa o indirectamente, profundice en sus notas humanas y aporte una definición positiva.

1. Las tres grandes tradiciones sobre el trabajo en la historia de la filosofía

a) Aristóteles, Lutero y Marx

Para los grandes filósofos griegos, el trabajo no pertenece al ámbito propiamente humano. Platón en La República lo circunscribe al interior de la caverna, donde los hombres, atados con cadenas e ignorantes del bien y de la verdad, desarrollan las actividades cotidianas. Para Aristóteles, trabajo y vida ordinaria son características específicas de la oikia, es decir, de la casa o ámbito doméstico. Contrapuesta a la oikia, la polis o ciudad se erige en el espacio vital donde el hombre político es libre, se dedica a la contemplación o teoría y adquiere las virtudes de su naturaleza racional y social. El ocio es lo propio de la polis, lugar donde el ciudadano alcanza la «vida buena», frente al nec-ocio, propio de la casa o ámbito de la «vida», caracterizado por la producción y la reproducción y reservado a la mujer y a los esclavos. Esta doctrina se mantiene prácticamente intacta a lo largo de la Edad Media, que pone el énfasis en la contraposición entre vida contemplativa y vida activa: la primera consiste en la contemplación amorosa de Dios y es posible por el apartamiento del mundo y de los quehaceres seculares; la segunda es la que se desarrolla en el mundo, en donde priman el trabajo y la cotidianidad.

De todas formas, el cristianismo aporta un primer enfoque positivo. San Benito, por ejemplo, presenta la laboriosidad como una virtud que permite huir de la ociosidad: es la primera vez que el trabajo se entiende como un medio para conseguir la perfección humana. Esta connotación, ausente en la visión clásica, se encontraba ya en la tradición judaica, que apreciaba, por ejemplo, la dedicación de los maestros de la ley a un oficio manual. Muy probablemente el cristianismo hereda la estimación al trabajo de esta cultura. De todas formas, en la tradición monástica cristiana, la figura del monje será el prototipo de vida perfecta, lo cual conllevará a identificarla — tendencial o implícitamente — con la vida contemplativa que es «la mejor parte», propia de María y no de Marta quien, según el relato evangélico, se dedica a trabajar y a la vida activa [Lc 10, 42].

Con la Edad Moderna, la valoración clásica del trabajo cambia de signo. Lutero reclama para la vida activa un lugar privilegiado. Dios llama a través del oficio y en las circunstancias cotidianas: Beruf equivale a trabajo y a llamada divina. El protestantismo despreciará la vida contemplativa como abandono irresponsable del mundo, pero aunque concede al trabajo una importancia categórica y hasta positiva, no dará el paso de asignarle una connotación especialmente humana. Nuestra naturaleza corrompida — y no simplemente caída — alcanzará la salvación sólo por la fe.

El trabajo tampoco supone una especial ayuda ni un auténtico camino para obtener la vida eterna. Para Lutero, la exaltación del trabajo y de la vida cotidiana representan más bien consecuencia del desprecio de la vida contemplativa y del rechazo de toda relación con la Iglesia como mediadora. La salvación se obtiene individualmente: en relación directa con Dios y en un acto de pura fe, singular y privado, que no depende de ninguna institución o comunidad. Obviamente, la Contrarreforma se verá obligada a defender la vida contemplativa y la salvación dentro de la Iglesia, pero, en esta tarea apologética, dejará en un segundo lugar el interés por el trabajo. Dentro de esta tradición, habrá que esperar al s. XX y concretamente al mensaje promovido por San Josemaría Escrivá de Balaguer, fundador del Opus Dei, para recuperar un ideal de santidad en medio del mundo, que existió en los inicios del cristianismo, con los primeras comunidades, pero que luego fue cayendo en el olvido. Teniendo todo esto en cuenta, se podría afirmar que el luteranismo, al exaltar la vida cotidiana y el trabajo, ciertamente gana la batalla cultural de la vida activa, aunque ésta no le sirva para ganar la batalla de la justificación.

Descartes elaborará la traducción filosófica de esta doctrina religiosa sobre el trabajo, al proponer sustituir la filosofía teórica, caracterizada por el ocio y la admiración, con una filosofía «radicalmente práctica mediante la cual podamos convertirnos en señores y dominadores de la naturaleza» [Discurso del método: 61-62]. El trabajo deja de ser una actividad servil para pasar a ser la dimensión racional humana por antonomasia. Es la supremacía de la razón técnica, que, en vez de contemplar la naturaleza, la dominará y la transformará para sus fines. Por su parte, en el s. XVII, las tesis protestantes sobre la justificación por la sola fe, fruto de una relación individual con Dios, recibirá un nuevo impulso tanto con los calvinistas escoceses y la promulgación de la Confesión de Fe de Westminster, como, más adelante, con la doctrina política de Thomas Hobbes. Su famosa frase homo homini lupus (el hombre es un lobo para el hombre) cristaliza el rechazo de la dimensión social de nuestra naturaleza y abre el camino para tesis éticas en las que el individuo busca sólo su interés. Adam Smith en el s. XVIII desarrollará su teoría económica en base a estas tesis. Es el inicio de la doctrina liberal, que más adelante recibirá el nombre del capitalismo y que considera como mejor trabajo aquél que produce más riquezas. Algunos autores han visto en la obra de Smith el momento concreto de la aparición del trabajo en la historia [Méda 1997: 15-23].

A esta segunda tradición sobre el trabajo, que comienza con el protestantismo y desemboca en la Revolución industrial, sigue la tercera y última, a saber, la marxista, que claramente surge como una reacción contra el liberalismo de Smith. En efecto, al convertirse el trabajo en acción mecánica, ordenada a la producción de bienes materiales y de consumo, entonces la Revolución Industrial y la aparición de la clase operaria o proletariado no son más que la consecuencia histórica y sociológica más fiel y directa. Atento a este fenómeno de masas que lacera enteras capas sociales ahí donde aparece, Karl Marx reivindica para el trabajo su condición de dimensión alienante. El capitalismo convierte al trabajador en una mercancía: lo aliena, le quita su dignidad y lo convierte en un puro valor económico. El trabajador vale lo que vale su trabajo. Marx propugna como única solución para superar esta injusticia la lucha de clases, dentro de las coordenadas del materialismo dialéctico.

Resumiendo, para los griegos el trabajo o nec-otium se encuentra en las antípodas de lo que es el hombre: carece de dimensión humana como de definición positiva. Para los modernos, en cambio, el trabajo empieza a recibir una valoración humana, pero no necesariamente positiva. La intrínseca corrupción de nuestra naturaleza, incapaz de salvarse por ninguna acción (tampoco por el trabajo) sino sólo por la gracia, impedirá una ética dirigida a perfeccionar al ser humano. Descartes y Smith, en cambio, dan una valoración positiva al trabajo, pero mientras la definición de la razón cartesiana desemboca en una veloz transformación hacia la hegemonía de la técnica, en el caso de Smith, el trabajo empieza a entenderse en términos estrictamente económicos e individualistas. En ambos surge una inclinación a entender el trabajo en términos técnicos y productividad. Esta deshumanización es aprovechada por Marx: el trabajo define al hombre — noción humana — pero lo aliena — valoración negativa —. Es decir, ninguna tradición concibe el trabajo como una característica humana y positiva a la vez.

Estas tres tradiciones filosóficas están presentes de nuevo en el s. XX con autores atentos a la nueva realidad del trabajo, que empieza a predominar la cultura. Por eso, estas tres tradiciones se pueden calificar de vivas: las tesis de Aristóteles, de Lutero o Descartes y de Marx vuelven a ver la luz de la mano de los fenómenos sociológicos, políticos y económicos que marcan los distintos momentos del s. XX, de gran trascendencia histórica precisamente en relación con el tema que nos ocupa.

b) s. XX: neo-aristotelismo, capitalismo y neo-marxismo

Hannah Arendt y Joseph Pieper representan la renovación de las tesis clásicas. El punto en el que convergen ambos autores tiene dos caras: por un lado, superar «el mundo totalitario del trabajo» [Pieper 1962: 12] o cultura laborocéntrica, que desprecia la contemplación; y por otro, la oposición al marxismo dialéctico y materialista, reinante en las décadas de los ’50 y de los ’60. La obra de Arendt recibe además el calificativo de neo-aristotélica por reivindicar para la condición humana notas como la acción libre, el espacio público y la virtud. En la recuperación de temas clásicos, Arendt introduce la distinción entre labor y trabajo: la labor, llevada a cabo por el animal laborans, es la actividad reproductiva y metabólica, cuyo producto no es duradero sino que se consume nada más empezar a existir. Son «acciones domésticas que no dejan huella» como el cocinar, el curar, el comer, el respirar. El trabajo, cuyo autor es el homo faber, consiste en «la producción de cosas suficientemente duraderas para su acumulación» [Arendt 1993: 123] y conforma la cultura en cuyo marco tiene lugar la acción libre y pública del hombre. Se reconocen en estas tesis la equiparación aristotélica de la labor a la oikia o ámbito doméstico, y la presencia del animal laborans, carente de libertad y de razón (es lo propio de lo metabólico y también del esclavo), dedicado a actividades reproductivas que no revierten en ninguna obra cultural. Para Arendt, que escribe a finales de los años 50, la sociedad contemporánea ha pactado con este modo de vida, cuya nota distintiva es el hedonismo, centrado en el consumo inmediato de bienes. También para Arendt nos encontramos en una civilización laborocéntrica, y por eso es preciso recuperar el valor de la acción libre, contemplativa, dentro del espacio político y público. Sólo así se pondrá fin a la hegemonía del animal laborans.

Max Weber representa la renovación de las tesis modernas. En su obra sobre los orígenes del capitalismo, aparecida en 1905, denuncia la íntima conexión de ambos pensamientos: el protestantismo y la economía liberal. Aunque su interpretación ha dado lugar a muchos debates y hay algunos puntos ciertamente cuestionables, en lo que al trabajo se refiere puede decirse que este libro supuso la continuación de la “tradición protestante”, con los lógicos límites que la expresión presenta. En definitiva, Weber introduce en el s. XX una nueva valoración del trabajo, al defender — con razón o no: ésa es otra cuestión — que el núcleo de esta doctrina protestante es la noción de Beruf, aprovechada por los calvinistas, y quizá de modo especial por la Ilustración escocesa, para promover la así llamada “ética del trabajo”. Tal doctrina dio lugar a toda una generación de hombres puritanos que centró su esfuerzo en el éxito de los negocios. Sin embargo, la riqueza creada con el fin de salvarse eternamente fue minando poco a poco las virtudes de estos hombres de acero, severos, constantes y sobrios. El enorme bienestar creado se impuso como estilo de vida, secó las raíces religiosas de los primeras generaciones protestantes y dio lugar a la economía capitalista [Weber 1993: cap. 2]. Hoy en día, tras el ocaso de la ideología marxista, el neo-capitalismo ha vuelto a ocupar un lugar privilegiado: el homo oeconomicus refleja una concepción de trabajo, cuyo objetivo principal es la productividad y la ganancia, sin atención a límites ni morales ni de responsabilidad social.

La tradición marxista se encuentra presente en la revolución de mayo del 68, que más que una rebelión política, ha sido de índole cultural. Uno de sus principales ideólogos, Herbert Marcuse, llevó hasta sus últimas consecuencias la doctrina marxista del trabajo, profetizando paradójicamente su abolición: el avance de la técnica representaría el fin de la alienación del hombre. Marcuse aboga por una «vuelta» a un ideal de vida centrada en el tiempo libre, pálido reflejo del otium clásico. Con ello, el neo-marxismo introduce nuevamente una postura negativa respecto al trabajo y le despoja de su dimensión humana. La caída de los regímenes comunistas europeos en 1989 contribuye a la desaparición de esta ideología, al menos en los primeros escenarios históricos (ya que se mantiene en Cuba de donde se traslada al continente sudamericano). De hecho, desaparecen del vocabulario casi por completo expresiones como proletariado, lucha de clases, materialismo dialéctico, etc. El significado del trabajo en los países ex-comunistas cambia de signo y adquiere una clara connotación económica de índole capitalista, los mismo que en China. El trabajo se sigue definiendo por lo que produce.

2. La noción de trabajo según estas tradiciones filosóficas

De este brevísimo recorrido histórico, se pueden concretar tres tesis de particular relieve.

En primer lugar, el trabajo aparece como una noción oscilante, contrapuesta generalmente a otra que posee la primacía y que es la que define al ser humano. Para los griegos, el trabajo es la a-schole, el nec-otium, es decir, una actividad secundaria impropia del hombre, que, por el contrario, se dedica al ocio y a la vida buena en la polis. Para los modernos, aunque inicialmente la vida activa aparece como hegemónica, pronto el trabajo se identificará con la técnica, y, con ello, el trabajo propiamente humano se irá perfilando como una actividad racional y abstracta, que en el s. XX acabará por recluir en un ámbito no humano el trabajo de los blue-collar (principalmente trabajadores manuales) y hasta el de los white-collar (principalmente trabajadores en el sector de servicios). Todo lo que pueda hacer la máquina, la industria, la tecnología ha de considerarse como impropio de la racionalidad humana. La dignidad del trabajo se manifiesta precisamente en las nuevas profesiones altamente abstractas o eminentemente económicas. Si los trabajos que pueden ser automatizados no son llevados a cabo por las máquinas sino por hombres o mujeres, entonces tanto los trabajos como los trabajadores son de segunda clase. En las sociedades capitalistas del así llamado primer mundo, estas tesis no son teorías sino realidades incuestionables: los inmigrantes representan esta clase de trabajadores.

Sin embargo, la caracterización del trabajo como noción oscilante no le impide poseer una definición. Concretamente se puede afirmar que el trabajo se entiende desde «el paradigma del producto»: en la oikia, el trabajo es reproducción y producción material; a partir de Descartes y sobre todo con Adam Smith, el trabajo es producción científico-industrial y producción económica; y con Marx el trabajo aliena al proletariado precisamente porque lo convierte en mercancía: el hombre vale lo que su trabajo produce.

Por último y como tercera tesis, estas acepciones del trabajo revelan un acuerdo antropológico tácito y casi dogmático: el insignificante valor del cuerpo, de la materia y, con ello, del ser humano vulnerable y dependiente y de las acciones que conforman la vida cotidiana. De esto se deduce como corolario el valor secundario de los trabajos relacionados tanto con nuestra condición corporal y como con sus necesidades cotidianas; trabajos que, además, son en su mayoría de índole manual y material.

3. Hacia una definición humana del trabajo: quién es el trabajador

a) Superación del dualismo cartesiano: valoración del cuerpo

A lo largo de la historia de la filosofía, el escaso interés por el tema del trabajo (primero de un modo general y, desde la modernidad, en su versión más específica de trabajo manual), ha ido acompañado de una exaltación del hombre (y últimamente de la mujer) en su dimensión de héroe o ciudadano libre y racional, de nous o intelecto, de alma contemplativa, de razón científica y pura, de libertad autónoma o de super-hombre o de super-mujer. La enumeración puede parecer demasiado general o artificial, pero es fundamentalmente correcta e implica una exclusiva atención a la dimensión racional humana y una exclusión dañina y peligrosa de su dimensión corporal.

La pregunta por quién es el trabajador pretende denunciar tanto esta dicotomía como el hecho de que esta separación siempre se da a favor de uno de los extremos: la excelencia humana se hace depender de su dimensión racional. Además, esta racionalidad se entiende principal e incluso exclusivamente como un modo de conocer teórico, abstracto y, a partir de la modernidad, como una aplicación directa de este tipo de conocer, es decir, como racionalidad técnica. Todo lo cual se traduce en que, cuando hoy en día se defiende que el trabajo dignifica al hombre, lo que se pretende, muchas veces implícitamente, es la promoción de este tipo de racionalidad. Como consecuencia, se proclama que aquellos trabajos que pueden ser sustituidos por una máquina, deben ser excluidos de lo humano. Obviamente, una afirmación así es altamente atendible: vale, por ejemplo, respecto de tareas que implican una participación corporal que perjudica, a la larga o a la corta, la salud, o respecto de trabajos de alto riesgo, o también — lógicamente — cuando las ventajas de las nuevas tecnologías son indiscutibles, tal y como sucede con la utilización de la informática o tal y como sucedió, análogamente, con la invención de la imprenta. Nadie niega el valor del progreso en este sentido; lo que se pone en duda es una especie de fe absoluta en él, que ha llevado a una exaltación indiscriminada y muchas veces equivocada de las posibilidades abiertas por la técnica. Éste es el caso de la exclusión cultural que sufren actividades como los trabajos manuales y cotidianos, que, además de centrarse en satisfacer necesidades básicas, corporales, derivadas de nuestra condición animal, se ven como tareas de segunda categoría, sin racionalidad alguna ni influencia en la cultura.

La propuesta que se desarrollará a continuación intenta desvelar el origen filosófico de este planteamiento. En concreto, el desprecio del cuerpo o de lo corpóreo a favor de la razón corresponde a principios explícitamente deudores del dualismo cartesiano: la separación entre res cogitans y res extensa, así como la defensa de la razón técnica o práctica también en sentido cartesiano, que deja de admirar la naturaleza para dominarla sin atención a sus fines intrínsecos. Pero ¿son correctas estas tesis?

Curiosamente, consentirlas es negar las dos definiciones aristotélicas del hombre, a saber, «animal racional» y «animal político o social», en las que la palabra que se repite es precisamente animalidad. Y resulta sorprendente porque los argumentos del Estagirita serán probablemente los más indicados para superar el dualismo cartesiano y su desprecio por lo corpóreo (desprecio que, de otro modo, también está presente en la minusvaloración de la oikia por la filosofía aristotélica).

b) Las necesidades corporales del ser humano y la respuesta humana: el trabajo manual

Defender nuestra condición animal parece una tarea no sólo impropia de la filosofía sino incluso inútil. La piedra de escándalo es nuestro cuerpo, su deterioro y la dependencia que exige. En la cultura actual, las consecuencias de nuestra condición corpórea — el sufrimiento, la enfermedad, los handicaps — avergüenzan, porque implican tener que recurrir a terceros para sobrevivir y porque, en el fondo, el individualismo y la autonomía reinan en nuestra cultura: no se acepta cuidar a quienes deberían depender de nosotros, porque implican una carga económica y psicológica; y se sospecha que otros tampoco acepten cuidar de nosotros cuando nos corresponda ocupar ese lugar. Lo que hay que fomentar es la vida autónoma, independiente y libre de relaciones y de normas que coartan la libertad.

Sin embargo, aunque estas consideraciones no sean mera teoría sino que se verifican en el así llamado Estado de bienestar promovido en una gran parte del primer mundo, prescindir del cuerpo o considerarlo un simple instrumento cuyo funcionamiento podemos prever, dominar y adaptar, no es tan sencillo. Si no tuviésemos cuerpo es verdad que no sentiríamos nuestras necesidades básicas ni nuestra fragilidad, pero es también verdad — y, por cierto, muy difícil de negar o de infravalorar — que el modo en que las sentimos y la manera de satisfacerlas superan por completo toda concepción mecánica, instrumental y hasta animal. Las necesidades básicas humanas no son simplemente metabólicas o instintivas: en el hombre, comer y beber, vestirse y habitar, enfermar y cuidar, son acciones que poseen un movimiento propio de la vida, participan de la razón y, gracias a ella, se desarrollan con una gran variación de respuestas, muchas veces imprevisibles. Pueden denominarse, sin temor a exagerar, acciones libres, racionales, culturales y, en esa medida, universales, pero no de un modo absoluto, sino dependiente de las mismas condiciones materiales vivas. Nuestra corporeidad, nuestra vulnerabilidad y los cuidados que exigen no son algo hay que poner en segundo lugar. Frente al animal laborans de Hannah Arendt, es preciso sostener que todo trabajo — la labor incluida — manifiesta nuestra condición humana y constituye fuente de cultura.

El trabajo surge en la historia de la humanidad con el primer hombre porque es la respuesta que éste proporciona a sus necesidades básicas; respuesta que, a diferencia del resto de los animales, no se encuentra de modo instintivo en su naturaleza. Además, y de tan sabido se suele pasar por alto, las respuestas animales no dan lugar a cultura: no se acumulan ni se mejoran ni se enseñan o transmiten de generación en generación. No ocurre lo mismo con el trabajo humano: sus logros (o sus desaciertos) han dado lugar a una serie de eventos culturales, que se encuentran en la base del progreso. Por el trabajo humano se logra no sólo el bienestar material sino que incluso se puede también alcanzar una clara influencia en el bienestar ético y hasta espiritual de la persona. La dinámica de este bienestar corporal humano es del todo peculiar: se concreta de muchos y variados modos según las circunstancias de tiempo, lugar, etc. y su satisfacción no implica nunca una satisfacción total, como en el caso de un gato hambriento al que le basta perseguir y matar cualquier ratón y repetir esta operación cada vez que vuelve a estarlo. La satisfacción de las necesidades cotidianas y corporales humanas está siempre abierta a pequeños y grandes cambios, que no siempre son pequeñas y grandes mejoras, sino que pueden ser también pequeños y grandes retrocesos, tal y como la historia de las civilizaciones lo demuestra. Esto implica un conocimiento diverso al teórico, propio de la razón práctica.

c) Racionalidad práctica y empatía en los trabajos manuales

Lo específico de la racionalidad práctica es que presenta un carácter «circular» y que se refiere a lo singular y concreto. Aristóteles la denomina recta razón [Ética Nicomaquea: 1145, a 26-28]. Fernando Inciarte aclara la circularidad y afirma que es recta porque es correcta, es decir, porque es correctora y corregida, sin que esa corrección se dé porque haya habido necesariamente un error. El tipo de juicio práctico que se ejercita al trabajar no es necesariamente un juicio que aplica indiscriminadamente una tesis sobre la realidad, tal y como la razón técnica moderna sugiere. Es, por el contrario, un juicio que surge de la experiencia personal del trabajador: sigue intuiciones más que reglas abstractas. Esta relación está presente en todos los trabajos, también en los manuales: lejos de carecer de racionalidad, comportan más bien un tipo distinto de racionalidad. Bien ejecutados, crean el know-how, luego se perfeccionan mediante la repetición intencionada — es decir, ni fortuita ni indiferente, sino atenta a standards de excelencia —, y esto da lugar a mejoras en los procesos productivos y técnicos. De este modo, gracias a una aparente monotonía, un trabajo avanza y se enriquece. Esta circularidad no está reñida con la racionalidad teórica, aunque tampoco se identifica con ella. Prescindir de esta circularidad o de la aparente rutina a la que da lugar, especialmente en los trabajos manuales, y pretender reconducirla a la técnica, nos llevaría al absurdo de descalificar a los Hermanos Wright por no haber intuido — y por tanto por no haber inventado — el cohete espacial.

Esta última comparación tiene como finalidad resaltar la siguiente tesis: el trabajo manual no puede reducirse a una reliquia del progreso científico, como si en la actualidad ya no tuviera nada que aportar a la cultura o se deba sustituir por la tecnología. Esta apreciación parte de un supuesto falso: la técnica puede reemplazar a lo humano y, por tanto, la experiencia de lo propiamente humano sólo es válida cuando se identifica con la ciencia o la teoría. Alasdair MacIntyre, conocido por su fidelidad a la filosofía aristotélica, en este punto es tajante: si bien el Estagirita ha entendido muy bien la importancia de determinadas formas de experiencia para la práctica racional, no tiene en cuenta la experiencia de aquéllos que han trabajado en el ámbito de la construcción, ni a los agricultores, ni a los pescadores ni a los obreros [MacIntyre 2001: 21]. Es decir, ha minusvalorado la experiencia de la oikia y de los trabajos manuales y cotidianos, que se relacionan con las necesidades básicas humanas, con sus momentos de fragilidad, de vulnerabilidad, que aparentemente dependen más de nuestra corporalidad que de nuestra racionalidad.

Por esto, con el desprecio de los trabajos manuales y cotidianos que se desarrollan en la oikia, el hombre antiguo se vio privado de otra rica fuente de conocimiento que le hubiera permitido llegar a ser «experto en humanidad». La expresión — hecha famosa por Juan Pablo II en un discurso sobre Europa, pero utilizada por primera vez en las Naciones Unidas por Pablo VI — está implícita en la Encíclica Spe Salvi de Benedicto XVI cuando escribe: «la grandeza de la humanidad está determinada esencialmente por su relación con el sufrimiento y con el que sufre» [Spe Salvi 2007: 38]. Cuando nos enfrentamos con el sufrimiento — no sólo en primera persona sino también en tercera persona, mediante el cuidado que se presta a quien sufre —, entonces llegamos a captar notas esenciales humanas, que no necesariamente se captan en trabajos con un alto coeficiente de abstracción.

En efecto, en el nivel de trabajos manuales y concretamente de trabajos domésticos y cotidianos, es posible defender una peculiar disposición cognoscitiva en el trabajador, que acompaña al mismo tipo de trabajo. Quien trabaja con sus manos sabe lo que es cuidar la realidad material, también cuando es viva y corpórea: no derrocha, no maltrata, no destroza, porque su arte incluye el respeto por la naturaleza [Berry 2002: 46-47]. Y, por lo tanto, en el caso de tareas que no son predominantemente especulativas, «quien domina un oficio posee una especie de empatía con la realidad sobre la que trabaja, de manera que es capaz de distinguir enseguida lo esencial de lo accidental y saber rápidamente cuál es el quid de la cuestión, eso que los anglosajones llaman the point» [Llano 2001: 198]. Parafraseando a Aristóteles, cabe afirmar que «theorein pollaxos legetai», la contemplación se puede decir de muchas maneras. No basta con que hombres y mujeres conozcan teóricamente lo que es el ser humano, sino que han de hacerlo también en la práctica: tal verdad se revela de modo emblemático en los trabajos que se dirigen a cuidar a la persona en sus necesidades corporales tanto en la vida cotidiana como en momentos más extraordinarios.

Esta capacidad empática de conocer es relativamente «nueva» en el debate filosófico. Dentro del movimiento fenomenológico de comienzos del s. XX, Edith Stein la describe por primera vez como una actitud cognoscitiva para alcanzar aspectos esenciales de una persona a través de dimensiones corporales. La ética del cuidado, que el neo-feminismo desarrolla desde hace algunas décadas, presenta tesis muy semejantes: la respuesta a la dependencia y a la vulnerabilidad humanas debe darse también de un modo humano. La dedicación a estas situaciones exige una capacidad de observación y de cuidado, que sólo la persona puede dar. Por tanto, resulta equivocado resaltar exclusivamente los avances de tipo tecnológico, científico, etc., como los realmente humanos, o apoyarse exclusiva o primordialmente en ellos para resolver las necesidades cotidianas o las enfermedades que también aparecen en la vida por nuestra condición corpórea. Urge que la actual sociedad tecnocrática descubra el valor de los trabajos con una dimensión quizás más manual o material, pero que devuelven un rostro más humano a la sociedad del bienestar que, a base de buscarlo, está deshumanizándose.

El trabajador — interesa dejarlo claro — no debe identificarse con un individuo puramente racional y menos aún como un individuo absolutamente autónomo y sin relaciones. El trabajador se relaciona con los demás. No es una razón aislada: en el trabajo, el cuerpo participa con sus condiciones materiales pero vivas. A diferencia de la oikia aristotélica y en claro apartamiento del modelo autónomo kantiano, esta dependencia y el trabajo al que da lugar no le impiden llegar a conocer dimensiones profundamente humanas: al contrario, quien trabaja cuidando es capaz de llegar a conocer aspectos esenciales porque la relación de trabajo para aliviar la dimensión corporal y dependiente, con sus necesidades ordinarias o extraordinarias, es también ocasión de conocimiento y de relaciones humanas.

Esta primera fundamentación antropológica del sujeto del trabajo permite una descripción filosófica en la que los trabajos manuales no quedan excluidos por falta de racionalidad: en ellos se ejercita de manera propia un modo humano de conocer, una racionalidad que no es necesariamente teórica. A través de ellos, se puede llegar a un conocimiento de lo esencial de una situación, es decir, a un tipo de contemplación.

4. Hacia una definición positiva: qué es el trabajo

a) El trabajo como medio para adquirir cualidades humanas: bienes externos y bienes internos

Todo trabajo reclama la participación de distintas capacidades humanas: corporales, sin duda, como la intervención de órganos concretos — la vista, el tacto, el olfato —, la precisión de las manos, así como el esfuerzo, la concentración, etc.; y racionales en todas sus acepciones ya que los usos de la razón no se reducen al teórico sino que pueden ser también prácticos. Lejos de separar ambas dimensiones, se trata de relacionarlas: la participación corporal está imbuida de racionalidad; la racional no se da sin el soporte de lo somático. Además, para realizar cualquier trabajo es necesario contar con disposiciones en el agente: las aptitudes naturales son también condición importante que facilita o entorpece el ejercicio de una determinada labor, de una profesión concreta.

Esta primera descripción, que intenta establecer un puente entre el tema del trabajador y el trabajo, permite a la vez centrar la importancia del trabajo no tanto en su resultado, sino en las acciones en las que el acto de trabajar consiste. Es decir, se pretende abandonar la definición del trabajo desde el producto. Pero entonces ¿cuál es la alternativa? La solución se dirige a entender cualquier trabajo, también el intelectual, principalmente como una actividad humana, que se basa en avances cognoscitivos teóricos y prácticos, con errores, rectificaciones y aciertos, que contribuyen a crear una tradición cultural y laboral enriquecedora del oficio que se ejerce, con una influencia tanto en las personas (se adquieren virtudes o vicios) como en la sociedad. Todo trabajo, manual e intelectual, se caracteriza por la adquisición, en primer lugar, de estos bienes internos.

Como parte de su teoría sobre las practices y la virtud — cuya relación con el trabajo se afrontará en breve —, MacIntyre contrapone los bienes internos a la de bienes externos [MacIntyre 1987: cap. 14]. ¿Cuáles son éstos? Ejemplos de bienes externos son el poder, el honor, el dinero o el placer. Lo específico de estos bienes es que, por un lado, son auténticos bienes, pero presentan otras dos notas que los definen aún más: ninguno está relacionado esencialmente con una practice concreta, es decir, se pueden alcanzar a través de cualquiera de estas actividades; y son bienes por lo general privados, es decir, quien los posee puede decidir compartirlos pero, al hacerlo, su posesión, en la mayoría de los casos, disminuye. No son bienes abiertos de suyo a una posesión en común, sino bienes que favorecen el individualismo.

Un bien interno, por el contrario, no es un bien individual, como lo sería y lo es generalmente el producto del trabajo. Los conocimientos prácticos y teóricos, las capacidades que se adquieren — el know how, la experiencia o skills —, la reformulación de metas de excelencia en ese quehacer por la adquisición de mejores prácticas, etc., son notas presentes en todo tipo de trabajo, no sólo en los manuales sino también en los intelectuales. Además, constituyen dimensiones que pueden parecer estrictamente técnicas, pero no: son también y principalmente sociales. Los avances se comparten: son logros intrínsecos al oficio, que benefician a la entera comunidad de trabajadores y, consecuentemente, a la sociedad. Los fallos también se advierten y se comunican, para no cometerlos de nuevo al menos conscientemente o para intentar superarlos. Esta dimensión refleja otra nota de interés: el trabajo se aprende dentro de una comunidad y exige obediencia al que enseña, a las reglas y a las tradiciones, ya que normalmente sólo quien domina una técnica es capaz de superarla.

b) El trabajo como cauce de perfeccionamiento moral

El trabajo así entendido fomenta actitudes últimamente olvidadas. Por un lado, enfrenta al trabajador con la realidad porque el ejercicio de su oficio parte y se confronta con lo concreto: le exige admitir errores en su quehacer para rectificarlos, reconocer los logros de otros que comparten el mismo oficio, y esa confrontación con la realidad hace difícil la excusa o la elaboración de una falsa teoría para justificar o encubrir el fallo cometido al trabajar. No da igual poseer una técnica o no poseerla, trabajar correctamente o hacer «chapuzas»: esto es incompatible con una actitud que admite todo como bueno o todo como verdadero. Algunos autores llegan a afirmar que el trabajo manual puede ser un buen camino para empezar a dudar del relativismo cultural imperante [Crawford 2006: 9-10]. Al menos, incita a la reflexión. Y por otro lado, el trabajo como oficio fomenta el compromiso o la fidelidad del trabajador, porque el espíritu del verdadero artesano es mejorar su quehacer y buscar esos bienes intrínsecos al oficio, sin abandonarlo antes las dificultades [Sennett 2006: 195-196]. Estas notas no son ajenas a los trabajos intelectuales: una investigación hecha con rigor no es comparable a una hecha sin ese mismo rigor, y se nota; además, para una buena investigación hace falta seguir unos métodos que la mayor parte de las veces no se crean ex novo, sino que se reciben de la comunidad científica, por medio de un seminario, de un libro o revista especializada o de un profesor, y es necesario aprenderlos a manejar, con paciencia, con esfuerzo, etc.; además, se intenta publicar los resultados, presentarlos en algún congreso, etc. Los quehaceres intelectuales comparten, según la conocida expresión de MacIntyre, las notas de los oficios artesanales: son, en terminología anglosajona, crafts.

Estas consideraciones nos conducen a una última característica: el trabajo como actividad intrínsecamente abierta a una dimensión moral, concretamente a la virtud o al vicio. Esta relación es tan necesaria como lo es su distinción. En efecto, Aristóteles advirtió que no se pueden identificar trabajo y dimensión moral, producción y acción [Ética Nicomaquea: 1139 b 38-1140 a 5-7], pero no llegó a defender su interdependencia: es más, la negó al reducir al trabajador al ámbito de la «vida» en la oikia y explicar la virtud en torno a la «vida buena» de la polis. Pero en esto cometió un error antropológico. Quizá la voz más interesante al respecto haya sido nuevamente la de MacIntyre, que en los años 80 dio un impulso nuevo al debate ético contemporáneo, al volver a poner el énfasis en la virtud y recuperar precisamente muchas tesis aristotélicas. Pero en esa misma obra rechaza también alguna otra: «La más notable diferencia — escribió entonces — entre mi exposición y cualquier exposición que pueda llamarse aristotélica es que, a pesar de que no he restringido en ningún modo el ejercicio de las virtudes al contexto de las practices, es en términos de práctices que he localizado el punto y la función [de las virtudes]» [MacIntyre 1987: 247]. Lo que MacIntyre denomina practices — es necesario precisarlo ahora — no se identifica plenamente con trabajo. El trabajo es parte de las practices, pero éstas no se reducen a él: abarcan también la realidad cotidiana, las tradiciones, etc., desarrolladas dentro de una comunidad y adquiridas a lo largo de la historia. De todas formas, para la relación que ahora se trata de precisar — entre trabajo y virtud —, esta distinción es válida. MacIntyre rechaza la tesis aristotélica según la cual las virtudes se adquieren exclusiva o principalmente por la vida buena en la polis, sin una actividad práctica que las sustente. Y al hacerlo, es decir, al afirmar que las virtudes se ejercitan alrededor de unas practices y que éstas son el punto y la función de las virtudes, deja abierta la puerta para defender que el trabajo, como parte de las practices, presenta una relación con la virtud (o el vicio) que también puede denominarse “punto y función”.

Esta descripción permite entender la relación entre trabajo y virtud con una perspectiva distinta a la que adoptan, por ejemplo, recientes teorías éticas sobre el management. Hay muchos modos de afirmar la dimensión ética del trabajo, pero pocos los que se oponen a una noción de trabajo realizado dando primacía a los bienes externos. Entre éstos, son todavía menos los que se atreven a llegar a las últimas consecuencias de esta afirmación, a saber, no sólo a considerar más a fondo la relación entre ética y trabajo, sino a revisar la noción de trabajo que manejan.

La ética no es un añadido embellecedor del trabajo, que lo dignifica de algún modo (siempre accidental o secundario). Lo que está claro es que si se niega la dimensión ética intrínseca del trabajo al comienzo, aparece generalmente en forma de asombrosa irresponsabilidad social al final, con los escándalos que la corrupción conlleva, tal y como la constancia de las crisis mundiales económicas lo revelan. Tales crisis no hacen más que destapar tesis erróneas de fondo que pocos descubren y, por tanto, rectifican: concretamente si la teoría moral que se defiende en economía no se verifica en la práctica, como es el caso, no queda más remedio que cuestionar sus premisas o sus fines. La productividad aparece como la clave del enigma. De ahí que sea urgente afrontar la falsedad de la definición del trabajo en términos de producción o de bienes externos.

En concreto, atender más a los bienes externos se manifiesta en modelos de trabajo que muy pocos cuestionan: por ejemplo, que se pueda ser un excelente abogado, pero que esa excelencia profesional pueda ser utilizada para ganar dinero defendiendo causas injustas; o que un reconocido escritor haga compatible su excelencia artística con la publicación de obras obscenas o calumniantes; o que se hable de responsabilidad social de la empresa y se entienda como la mejor solución para evitar pagar más impuestos o para aumentar la competitividad. A la vez, cabe lógicamente la actitud contraria, que atiende más bien a bienes internos: descubrir siempre qué capacidades humanas puedo desarrollar en el trabajo, para servir mejor a la empresa y a la sociedad; o cómo trabajar más eficazmente para respetar los horarios de trabajo y poder dedicar el tiempo que debo a mi familia; o qué puedo transmitir a los demás compañeros para que se consiga un clima de trabajo más humano.

Además, identificar el buen trabajo con la productividad implica renunciar a una concepción más real del trabajador, en cuanto ser humano. La vida no se reduce al trabajo: hay que admitir una acepción más rica de la vida ordinaria, donde además del trabajo profesional, hay otras circunstancias que afectan a quien trabaja. Por esto, no pocas veces habrá que valorar un trabajo según otras obligaciones que se tienen como padre de familia, como miembro de una sociedad democrática, etc. Los roles que una misma persona ejerce están en la base de situaciones problemáticas que muchas veces dan lugar a conflictos personales. Sin embargo, los conflictos no deben verse como algo negativo y evitable a toda costa, sino como parte esencial de la vida humana. La decisión prudente de un padre de familia es ocasión de crecer o no en la virtud de la justicia, y su solución no es fácil: se puede traducir en la elección de los medios para ganar más dinero y vivir con un mínimo de bienestar material necesario, o dedicar más tiempo a la familia, sacrificando el bienestar cuando éste no implica un descuido irresponsable de la salud de los miembros.

Cómo llegar a la decisión correcta es algo que debe aprenderse y el modo de aprenderlo no es mediante estudios teóricos de la virtud de la prudencia o de la justicia o de la paternidad (tampoco cuando, en vez de estrictamente “teóricos”, se realizan con el “método práctico del caso”). La adquisición de las virtudes no puede prescindir de la práctica de la misma virtud. Esta práctica se necesita siempre y cuenta además con otros tipos de “práctica”. Por un lado, no hay que despreciar la ayuda que supone para el agente moral el poseer cualidades concretas con un cierto grado de excelencia: un buen profesional, un buen padre de familia, un buen ciudadano tendrá más posibilidades de acertar con la respuesta mejor en su trabajo, en su familia, en su responsabilidad cívica y, probablemente, haya adquirido algunas virtudes que le ayuden a distinguir mejor su respuesta cuando se presentan conflictos. Asimismo, son especialmente valiosos el consejo y el buen ejemplo de quien ya posee determinadas virtudes y conoce los roles y la problemática de una situación, gracias a lo cual otra persona puede aconsejar correctamente.

Con otras palabras, las virtudes no se adquieren especulativamente o en estado puro, ni por el hecho de realizar actos exclusivamente justos, en los que el contenido dé igual; tampoco son el resultado de un curso de ética para universitarios o de post-grado. Por el contrario, las virtudes o los vicios se adquieren en la vida ordinaria, quizá incluso desde antes del uso de razón, acompañando tareas que pueden parecer de menor importancia como el ordenar una habitación, el dejar limpio un servicio; y otras de aparentemente mayor relieve como el trabajo profesional. Las virtudes y los vicios modifican para el bien o para el mal nuestras acciones según los roles que cumplimos: como trabajadores, como miembros de una familia, como ciudadanos, etc. Esto es, las virtudes y los vicios se ejercitan de modo adverbial, siempre acompañando a otros actos como el trabajo o situaciones de la vida cotidiana, y facilitando también que esos actos y los roles distintos se cumplan cada vez mejor. Esto es lo que significa que el trabajo y la vida ordinaria son “punto y función” de las virtudes.

5. Conclusión

Si se entiende el trabajo con estas características, entonces se concibe también con las notas antropológicas que veíamos reflejadas anteriormente. Trabajando así manifestamos nuestro ser y nuestro hacer dependientes: dependientes de nuestra condición corpórea, que es la causa del esfuerzo que todo trabajo supone; dependientes de la realidad a la que el oficio se dirige, que no podemos inventar ni interpretar arbitrariamente, y que exige respeto, aprendizaje, ensayo y rectificación, notas que caracterizan la racionalidad práctica; y dependientes de los demás, con quienes nos relacionamos para aprender el oficio en cuestión y a quienes servimos también por nuestro oficio bien hecho. Todo trabajo presenta un carácter eminentemente práctico y social: a trabajar bien se aprende trabajando dentro de una comunidad de trabajadores que transmiten el saber-hacer propio del trabajo en cuestión y se benefician también de él. Estas notas valen no sólo para los trabajos manuales sino también para los intelectuales; o lo que es lo mismo, la distinción entre estos dos tipos de trabajo no parece decisiva ni aporta especiales matices para describirlo de modo positivo y humano.

Como se anunciaba al comienzo, la historia de la filosofía no ha podido ofrecer hasta ahora una definición que incluya a la vez estas dos notas y ha entendido el trabajo como una actividad que refleja exclusivamente un tipo de racionalidad — teórica para los griegos, técnica para los modernos —, en detrimento otro tipo de racionalidades y de nuestra condición corporal. De este modo, se niega nuestra íntima verdad antropológica: somos alma y cuerpo. Las reflexiones que se han desarrollado a continuación intentan aportar una nueva descripción del trabajo que supere estos inconvenientes y vaya más allá de la tesis que entiende el trabajo como producto. En concreto, el trabajo podría definirse como una actividad que lleva a cabo el hombre o la mujer, con la participación de sus facultades y potencias intelectuales y corporales, para alcanzar en primer lugar aunque no exclusivamente unos bienes internos — conocimientos prácticos, teóricos, habilidades, experiencia, etc. —, y contribuir a la mejora de las distintas dimensiones de la vida humana. El trabajo refleja una dimensión social: se aprende dentro de una comunidad, se realiza en servicio de los demás y contribuye al enriquecimiento de las tradiciones y culturas dentro de las que se desarrolla. Además, todo trabajo está intrínsecamente abierto a la perfección moral del ser humano: el trabajador mejora en su trabajo y también en cuanto hombre cuando posee determinadas virtudes y, a la vez, el trabajo se presenta como una ocasión muy propicia para alcanzarlas. La relación entre trabajo y vida moral es intrínseca y necesaria. La relación entre trabajo y virtud, en cambio, no, ya que cabe también que el trabajo induzca a vicios. La perversión del trabajo y del trabajador no es una quimera: se da por ejemplo cuando se buscan sólo bienes externos como el poder, el honor, el dinero. En un caso como en el otro, el trabajo puede ser un cauce para la realización de todo ser humano como persona o también para su perversión. El trabajo es, desde este punto de vista, una realidad humana y, si se encauza correctamente, positiva.

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Chirinos, María Pía, Trabajo, en Fernández Labastida, Francisco – Mercado, Juan Andrés (editores), Philosophica: Enciclopedia filosófica on line, URL: http://www.philosophica.info/archivo/2009/voces/trabajo/Trabajo.html

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