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VERSIÓN DE ARCHIVO 2008
Filosofía de la mente
Autor: Juan José Sanguineti
La filosofía de la mente es un ámbito de reflexión filosófica que se ocupa de cuestiones relativas a los procesos mentales y su relación con el cuerpo humano (en especial el cerebro). Aunque este objeto parece solaparse algo con la psicología filosófica de tradición escolástica, hoy transformada en antropología filosófica, de hecho la filosofía de la mente, nacida en una peculiar ambientación anglosajona, se detiene con más intensidad en los temas que ahora veremos, y que una antropología filosófica sólo podría tratar muy sucintamente.
Índice
E) Monismo neurologista (“teoría de la identidad”, fisicalismo)
G) Funcionalismo computacional
3. Temas de la filosofía de la mente
4. Metodología de la filosofía de la mente
5. Filosofía de la “mente sensitiva”
10. Persona, espíritu, alma, yo, conciencia
12. Inteligencia artificial o computacional
B) Filosofía de la inteligencia artificial y de los sistemas inteligentes. Conexionismo
La filosofía de la mente surge en el contexto de las ciencias cognitivas y hoy podría considerarse como el sector de estas ciencias que reflexiona filosóficamente sobre los problemas que ellas plantean. Al inicio, en la primera mitad del siglo XX, la Philosophy of Mind aparece como una denominación propia de estudios perfilados con los métodos de la filosofía analítica y que trata de dar un contenido a temas “mentalistas” —percepción, intenciones, representaciones— sin zozobrar ante el reduccionismo fisicalista del empirismo lógico del Círculo de Viena. El tema de la mente aparece, entonces, como algo propio del lenguaje ordinario, no simplemente traducible a un lenguaje fisicalista. Así sucede, por ejemplo, en Wittgenstein y Ryle, en quienes las temáticas sobre lo mental parecen unirse a cierto “behaviorismo” filosófico [Ryle 2005; Wittgenstein 1999].
La problemática de la filosofía de la mente deviene más aguda desde mediados del siglo XX en adelante a causa del auge de las ciencias de la computación, por un lado, de la psicología cognitiva por otro —con su nuevo “modelo” informático de mente o inteligencia—, y también con relación a los avances de las neurociencias. Puede añadirse a esto el desarrollo de los estudios etológicos que, en combinación con la psicología y neurociencia animal, plantea el tema de la “mente animal”. De ese modo, la mente, término vago y necesitado de una definición precisa, aparece como modulada variadamente entre la “mente humana” (personal), la “mente animal” y la “mente computacional” (ligada a la tecnología de la inteligencia artificial).
En conjunto, la psicología cognitiva, escuela psicológica superadora del antiguo conductismo psicológico, la neurociencia con sus diversas ramas, la computer science (informática), la psicolingüística [Chomsky 1974], las ciencias de los animales y la filosofía de la mente constituyen lo que hoy suelen llamarse ciencias cognitivas. Además, se distingue entre una etapa “clásica” del cognitivismo, más estrechamente relacionada con el predominio de los modelos computacionales de la mente, en las décadas de los años 50 a los 80 del siglo XX, y una etapa “postclásica”, posterior a los años 80, en la que se acentúa más la relevancia de la neurociencia y, por consiguiente, el planteamiento biológico, mientras las arquitecturas de computación, con las redes neurales, y la implementación de los sistemas inteligentes renuevan los planteamientos cognitivos y proporcionan nuevos estímulos para la filosofía de la mente. Obviamente el ámbito de las ciencias cognitivas es profundamente interdisciplinar: unos planteamientos influyen en otros y es imposible, por eso, hacer filosofía de la mente sin tener en cuenta en su conjunto el dinamismo de esta riquísima área epistemológica.
Dada la importancia de las neurociencias, recientemente se está hablando cada vez más de neurofilosofía o de filosofía de las neurociencias, incluso con sectores “especializados” como la neuroética, que trata de problemas éticos que surgen de las posibilidades de intervención médica o computacional en las capacidades mentales ligadas al cerebro o al sistema nervioso. Por un motivo análogo, podría hablarse también de filosofía de la inteligencia artificial. Aunque el panorama que hemos presentado pueda parecer algo complejo y difícil de seguir, en su conjunto no lo es tanto. Los “temas” cognitivos son siempre los mismos: operaciones mentales, sensaciones, percepciones, emociones, procesos conceptuales, decisiones, conciencia, libertad. Temas que tradicionalmente se adscriben a la psicología y que ahora se ven de modo novedoso desde el ángulo neurocientífico y computacional. Además, al comparar nuestra mente con la de los animales y al tener en cuenta la biología evolutiva, el estudio de la mente entronca con la biología. Y como cada vez más podemos intervenir en la “mente” de modo tecnológico y biotecnológico, la cuestión no es sólo especulativa sino que se vuelve práctica, y así la filosofía de la mente se relaciona también con la filosofía de la técnica y con la ética.
En los párrafos anteriores hemos dado un esquema de la trayectoria histórica de la filosofía de la mente como disciplina filosófica. Pero más que hacer historia, parece aquí más oportuno detenernos brevemente en las principales posiciones históricas. Basta concentrarse en la cuestión mente/cuerpo, heredera de la dualidad tradicional “alma/cuerpo”, que está en la raíz de los demás problemas. De modo más preciso, la cuestión consiste en averiguar si las operaciones, actos o estados mentales o psíquicos (ver, imaginarse, emocionarse, pensar) son o no distintos de los procesos físicos (concretamente, nerviosos o cerebrales), y qué relación mantienen entre sí. Veamos las posturas al respecto.
En general, el dualismo sostiene la distinción real entre alma y cuerpo. El alma humana a veces es llamada espíritu, o es mencionada por sus potencias, como la razón o la inteligencia. Como lo más obvio es que nuestras ideas, juicios, intenciones no son algo corpóreo, tangible o visible, el dualismo forma parte del conocimiento común, al margen de las teorías filosóficas, y en cierto modo nadie puede prescindir de él. Las religiones suelen sostener igualmente la dualidad espíritu/cuerpo. Esta dualidad puede concebirse como una yuxtaposición de dos substancias, capaces de interactuar entre sí (un dolor físico provoca tristeza; un propósito promueve la actividad del cuerpo), o bien como una unidad más profunda y esencial. El dualismo en sentido estricto es la posición filosófica (puede ser también religiosa) que concibe el alma y el cuerpo en relación de yuxtaposición extrínseca —así es en Platón o Descartes—, y en casos más extremos se llega a identificar al hombre mismo con el alma, y aún a considerar que el cuerpo es algo negativo (maniqueísmo). En Aristóteles y Tomás de Aquino el alma es considerada la forma o acto substancial que da al cuerpo orgánico su especificidad, aunque se reconoce que el alma humana tiene una dimensión que trasciende al cuerpo (inteligencia, voluntad libre), sin que por eso sea extrínseca a él. La posición aristotélico-tomista no puede considerarse propiamente dualista, aunque sí lo es para el materialismo, que asume de modo indiscriminado como dualista cualquier postura filosófica que admita la existencia de algo distinto de las realidades materiales.
En la filosofía moderna, al haberse perdido con Descartes la noción de alma como forma del cuerpo , se comienza a hablar sólo de “mente”. Ésta se ve sobre todo en sus aspectos fenomenológicos —como conciencia, tanto sensitiva como racional—, así como el cuerpo es tomado en una versión restringida a la descripción de las ciencias naturales (física). El problema moderno, entonces, cristaliza en torno a las relaciones entre “mente” y “cerebro”, o entre operaciones y propiedades “mentales” y procesos y propiedades estrictamente físicas. Con la expresión qualia, en la filosofía de la mente suelen entenderse las sensaciones, en cuanto aparecen irreductibles a lo puramente físico. Otro modo frecuente de referirse a las operaciones mentales en cuanto subjetivas y conscientes es la expresión de “conocimiento en primera persona” o “privado”, mientras que los conocimientos que no implican sensaciones subjetivas suelen llamarse “de tercera persona” o “públicos”, sobre todo si son empíricos u observables desde fuera.
En la visión tomista, el yo o la persona normalmente es el conjunto de alma/cuerpo o mente/cuerpo, aunque se reconoce que no tendría sentido hablar de un yo o de una persona si no hubiera una subjetividad racional y sentiente. Por eso no tiene sentido decir que una piedra tiene un yo. De ahí que en los materialismos las nociones de yo y persona entren en crisis.
En el ambiente característico de la filosofía de la mente contemporánea, la dualidad alma/cuerpo o mente/cuerpo suele ser rechazada, pero más bien se piensa sólo en el dualismo cartesiano, el único conocido. Sin embargo, Popper y Eccles sostienen posiciones dualistas en parte semejantes a la cartesiana [Popper 1997; Popper-Eccles 1985]. Tal actitud suele relacionarse con la idea de que sólo las ciencias naturales proporcionarían un conocimiento serio, con lo que faltan categorías ontológicas para reconocer aspectos no materiales de la realidad de los que esas ciencias no pueden dar cuenta, incluso de las sensaciones, que son materiales, mas no en el sentido de las explicaciones físicas “en tercera persona”.
El paralelismo “psicofísico” suele reconocer alguna distinción entre lo mental y lo físico, pero prescinde o no admite su mutua interacción. El paralelismo ontológico es como un dualismo no interaccionista (por ej., la concepción monádica de Leibniz). Aunque no se emplee esta terminología, más frecuente en la filosofía moderna es una forma de paralelismo epistemológico, según el cual la distinción entre procesos mentales y psíquicos sería sólo una manera de hablar o un enfoque epistémico diverso de lo que en el fondo sería una misma realidad. Las descripciones mentales (psicológicas) y cerebrales (neurológicas) estarían “correlacionadas” o serían simplemente “correspondientes”. El paralelismo epistemológico se aproxima al monismo (por ejemplo, Spinoza).
Niega legitimidad a la noción de cuerpo como algo realmente distinto del espíritu o del conocimiento. La realidad sería enteramente psíquica (panpsiquismo), o ideal, como sucede en general en el idealismo (Berkeley), de un modo complejo que aquí no podemos abordar. Algunas posiciones, cuando admiten la atribución de mente, inteligencia, psiquismo, conciencia, a las cosas materiales, al universo, a los robots con inteligencia artificial, son formas monistas pseudo-espiritualistas (en realidad son materialistas).
El conductismo psicológico intenta resolver ciertas actitudes “interiores”, por ejemplo las sensaciones o las emociones, en esquemas de estímulo-respuesta de tipo neurofisiológico, susceptibles de una descripción física externa sometida al rigor de las leyes naturales. El conductismo psicológico puede tomarse como un método de atenerse sólo a lo externo, o como una negación estricta de la interioridad. El conductismo filosófico [Ryle 2005], por su parte, resuelve los procesos interiores (actos inteligentes, recuerdos, propiedades psíquicas) en conductas externas o públicas. Por ejemplo, el agradecimiento se resolvería en una serie de actos externos (sonrisas, actos de servicio, frases amables), o al menos en la disposición a realizarlos. Sin embargo, esos actos externos poco sentido tendrían si no fueran la expresión de algo interior, si bien lo interior y lo exterior (por ejemplo, una sonrisa) pueden integrar un único acto constituido por dos dimensiones, y no siempre tienen por qué estar separados como dos actos distintos (no es lo mismo matar intencionalmente que hacerlo sin intención, si bien la intención puede estar expresada y fundida en la acción externa intencional).
Reduce el acto psíquico y sus contenidos intencionales a la actividad neuronal. La mente —el pensamiento, el amor, las creencias, la intencionalidad, los significados— no sería más que el conjunto de las actividades complejas del cerebro entendido como órgano físico-químico. La tesis es afirmada, aunque parezca contra-intuitiva, en virtud del principio a priori de que sólo las leyes físicas de la naturaleza serían principios explicativos. En consecuencia, la aparente evidencia de los actos mentales debería concebirse, según algunos, como una suerte de fenómeno subjetivo, así como el aspecto fenoménico del cielo astronómico es explicado a fondo por la astrofísica: lo mental sería un epifenómeno. Para otros, los conceptos mentales —representaciones, deseos, juicios— serían construcciones teóricas o sociales útiles para referirse a lo que en el fondo es sólo neurológico, quizá inevitables o cómodas (“psicología popular”) para entenderse con facilidad en la vida práctica. Pero aquí se cae en la incoherencia de que esas construcciones teóricas, igual que la misma “teoría” neurologista y que la “ciencia” neurológica, son auto-negadas por esta postura, pues no serían sino actividad neuronal. Otros, como Paul y Patricia Churchland, sostienen que la psicología popular debería ser poco a poco eliminada y sustituida, en sus conceptos y terminologías, por conceptos y terminologías neurocientíficas (eliminativismo) [Churchland 1986]. Aunque los avances de las neurociencias en los últimos tiempos son extraordinarios, no puede pretenderse que esta postura sea “la actual” o que esté “ya” demostrada por la ciencia. Es una posición filosófica materialista que debe argumentarse en términos filosóficos. Pretender que la ciencia “la ha demostrado” es una actitud ideológica, pues la ideología es filosofía encubierta y no probada.
Los autores que de alguna manera sostienen la validez de los conceptos “mentalistas”, al menos como útiles o imprescindibles para dar cuenta de las operaciones o estados psíquicos, aunque en el fondo se reduzcan a procesos neurales, admiten cierta eventual autonomía de la psicología respecto a la neurociencia. Estos autores son reductivistas ontológicos, pero no reductivistas epistemológicos. A veces los libros de filosofía de la mente los llaman “fisicalistas no reductivistas”, aunque en realidad son materialistas y, por tanto, también son “reductivistas” en el sentido de que para ellos el mundo del espíritu (artes, ciencias, moral, religión, amor) se reduce a actividad material, explicable por la física de hoy o del futuro. Los propugnadores del materialismo en la filosofía de la mente a veces llaman a su postura naturalismo, en cuanto se basa exclusivamente en las ciencias naturales, contrapuesto al mentalismo, que sería la posición dualista.
Como la existencia real de sensaciones, pensamientos, creencias, libertad, cae bajo el conocimiento ordinario y en cierto modo es imposible negarlas seriamente en la práctica, con independencia de cualquier posición filosófica sofisticada, resulta artificioso mencionar esas dimensiones con el rótulo de “teorías” (“teoría de la mente”), lo mismo que no hablamos de una “teoría de la verdad” o “teoría de la realidad”, si bien pueden elaborarse teorías filosóficas acerca de ellas. Algunos autores materialistas, en cambio, suelen tratar a la mente y sus operaciones como si se tratara de una teoría entre otras, o como si las convicciones más elementales de la gente, en su conocimiento común, fueran simplemente teorías.
Algunos neurocientíficos de prestigio —Changeux, Damasio, Gazzaniga— han publicado obras de alta divulgación en las que, sin adherirse a las teorías filosóficas reductivistas elaboradas, en realidad dan explicaciones de dimensiones no materiales de la vida humana (conceptos, sentimientos, lenguaje, yo) de tipo sólo neural [Changeux 1986; Damasio 2001, Damasio 2005; Gazzaniga 2005]. Estos autores sostienen, así, un naturalismo biologicista para explicar al hombre, que puede encuadrarse en el materialismo monista, aunque con matices con respecto al “no reductivismo epistemológico” mencionado arriba. Esto no disminuye el valor de las explicaciones neurales de los fenómenos humanos más altos (conciencia, libertad, emociones) ofrecidas por los científicos, en tanto son explicaciones parciales, pues obviamente todas las actividades humanas se ejercen siempre contando con una base o soporte neural.
La posición emergentista se opone al reductivismo neural. Una base material suficientemente compleja puede hacer aparecer propiedades y relaciones nuevas, propias de la totalidad (propiedades holísticas), que son indeducibles de las partes tomadas aisladamente. Puede decirse entonces que esas propiedades emergen de la organización compleja, así como una molécula hace emerger propiedades no contenidas en los átomos. Este fenómeno puede incorporarse a la interpretación de la evolución biológica, ya que la evolución haría emerger nuevas propiedades de las cosas. Las operaciones mentales serían, en este sentido, emergentes respecto a la organización cerebral. El emergentismo en sentido estricto es materialista, por ejemplo, Bunge y Searle, y no suele admitir que las propiedades emergentes tengan poderes causales respecto de la base material [Bunge 1980; Searle 2004] . Si el emergentismo significa que la organización de la materia “suscita” la aparición de una realidad verdaderamente nueva, como es el caso de Popper, entonces es compatible con una postura no materialista, pues también en Aristóteles las formas emergen de la disposición de la materia, o incluso dualista en sentido amplio. Para Popper, el mundo 2 (el psiquismo) no puede ser reducido al mundo 1 (las realidades materiales) [Popper 1997].
Con ocasión del surgimiento de la computación, fue propuesta una nueva explicación materialista de los actos y estados mentales, contraria al conductismo y al neurologismo. Una función o una estructura es independiente de su realización material: una silla puede ser de madera, hierro, etc. Además, puede pensarse en abstracto y sin materia: el concepto de silla no es una silla. Las operaciones mentales podrían ser funciones computacionales (elaboración de información) capaces de realizarse de modo múltiple (realizabilidad múltiple) en diversos soportes materiales, como se ve en los programas computacionales (el software admite realizarse en diversos tipos de hardware, en teoría incluso cuánticos). Esta tesis fue propugnada en un primer momento por H. Putnam, aunque luego él la abandonó [Putnam 1990]. El funcionalismo computacional es una forma de materialismo epistemológicamente no reductivista: un tipo de estado mental (por ej., el miedo) no corresponde sin más a un tipo de activación neural (el miedo podría realizarse en estructuras físicas de otro tipo), aunque este estado mental concreto sí sería idéntico a este proceso neural concreto, dado que en él se realizaría (se habla, entonces, de identidad de la ocurrencia concreta o token, pero no del type). Estamos ante un reductivismo neural mitigado. Sin embargo, aquí se ha producido una nueva forma de reductivismo, pues no se reconoce la realidad de los actos mentales como tales, que son reducidos a funciones, concretamente a funciones computacionales.
En este sentido, el funcionalismo computacional no permite distinguir claramente, salvo según la base material, la psique humana o animal del software de un ordenador. Esta tesis suele unirse a la llamada teoría de la inteligencia artificial fuerte [Minsky 1985; Boden 1984], según la cual no habría una verdadera distinción de fondo entre nuestra mente y una eventual inteligencia artificial que exteriormente podría hacer todo y más de lo que hace la mente humana. El matemático Turing, uno de los creadores de la moderna computación, fue el primero en proponer la posibilidad de la equiparación entre la inteligencia humana y la “inteligencia” de un ordenador [Turing 1950].
El funcionalismo computacional en el fondo inaugura una nueva forma de dualismo extremo, porque las funciones mentales, siendo independientes de la estructura material, podrían realizarse computacionalmente en cualquier tipo de estructura material (una idea que recuerda a la “trasmigración de las almas”). Algunos llegaron a pensar que nuestra personalidad (“yo narrativo”) podría extraerse de nuestro cuerpo y “resucitarse” o conservarse perennemente para ser realizado en soportes físicos de otras etapas de la evolución cósmica. Las críticas a este funcionalismo, ligado a veces al cognitivismo clásico al que nos referimos al principio, sostuvieron que esta visión suponía relegar al cuerpo a un papel secundario. Por eso en las últimas décadas la concepción biologista se ha impuesto con más fuerza que el computacionalismo de las primeras décadas de la segunda mitad del siglo XX.
Son famosas algunas críticas a la negación de los qualia del funcionalismo computacional [Putnam 2001; Searle 2004], en el sentido de hacer ver que, aunque un robot hiciera en lo exterior, físicamente, lo mismo que hace un hombre, y aunque pudiera resolver computacionalmente todos los problemas y guiar así su conducta (visión computacional, oído computacional, etc.), en realidad nada sentiría y carecería de operaciones vitales, sentientes y personales. Sería siempre una máquina, aunque pudiera resolver problemas matemáticos, logísticos, simular emociones o elaborar algunas obras de arte. Searle, en especial, ha realizado una potente crítica de la teoría de la inteligencia artificial fuerte. Las máquinas informáticas, para Searle, tienen una intencionalidad derivada, no intrínseca. Sus significados surgen sólo con relación a usuarios dotados de intencionalidad intrínseca: las personas humanas.
Algunos autores, siempre materialistas, asumen el funcionalismo sin el cariz fuertemente computacional de la postura anterior. En el funcionalismo causal, los procesos mentales podrían conceptualizarse en tanto que implican cierta causalidad funcional, por tanto de valor explicativo, respecto de otros procesos mentales. Por ejemplo, una percepción, unida a una creencia, puede suscitar un deseo, el cual, asociado a una serie de razonamientos, podría constituir una “razón” para actuar de un determinado modo: “veo un dulce, deseo comerlo, estudio cómo hacerlo, actúo y me lo como”. Un dolor podría entenderse como un “estado funcional” que lleva a tratar de apartar algo que daña al organismo. Estas explicaciones, aunque no impliquen leyes estrictas y aunque se vinculen de modo contingente con bases neurales, no según leyes rigurosas, tendrían un sentido inteligible, para que así podamos “comprender” las conductas humanas o animales. No se admite, sin embargo, la presencia de auténticos actos distintos de los materiales. Estamos ante un anti-reduccionismo epistemológico, pero no ontológico. Davidson, por ejemplo, sigue esta posición, que llama “monismo anómalo”, en el sentido de que la causalidad verdadera y profunda —concebida según el patrón de Hume, como vínculo necesario lawlike o nomológico— sería la neurológica, y por tanto no puede admitirse que un “evento mental” cause realmente un “evento neural”: admitir esto sería caer en el dualismo, aunque sea necesario hablar de procesos mentales en términos funcionales causales [Davidson 1992].
En el ámbito del funcionalismo se ha propuesto la célebre relación de superveniencia, que sin embargo es interpretada diversamente por los distintos autores [Chalmers 1999; Davidson 1992; Kim 1996]. La superveniencia es una correlación (pensada teóricamente) en virtud de la cual a cualquier estado o evento mental le corresponde unívocamente un estado o evento neural. Dada una alteración neural específica, entonces, se daría una alteración mental que sobreviene sobre ella, pero lo neural causa o determina la aparición de lo mental y no viceversa. La noción de superveniencia, menos fuerte que la de emergencia, es cercana a la de epifenómeno. En el fondo es un modo de hablar que permite la supervivencia de la dualidad mental/físico, aunque en verdad se crea en el monismo materialista.
El funcionalismo representacional [Fodor 1985] concibe los estados mentales como representaciones con valor “sintáctico” entre ellas (según “reglas gramaticales”) en el contexto de un “lenguaje del pensamiento” preverbal (el “mentalés”), propuesto con cierta analogía con la computación, pero sin llegar propiamente al reductivismo informático. Esta teoría de Fodor depende de la concepción del lenguaje de Chomsky. El mentalés sería una estructura mental innata en el hombre. El funcionalismo de Fodor, si se añadieran algunas precisaciones, en el fondo no está lejos del reconocimiento del pensamiento como algo propio, diverso de la causación física.
Tanto este funcionalismo como el anterior suelen plantear, con variantes, el problema de la intencionalidad, que surge inmediatamente si los estados mentales se conciben en términos proposicionales, como suelen hacer muchos funcionalistas: “creo que hay un refresco en el frigorífico, deseo beber, por tanto abro el frigorífico” (creencia → deseo → conducta). Los “estados representativos” suponen una relación intencional o semántica con el mundo y por tanto no pueden entenderse como entidades aisladas o puramente inmanentes. Se plantea así una problemática propiamente gnoseológica que vuelve a suscitar perplejidades con respecto al puro reduccionismo neural, porque un simple fenómeno orgánico no es intencional, con discusiones sobre el “externalismo” o “internalismo” en las representaciones, llevadas adelante especialmente por Putnam. Esta temática recuerda las tradicionales discusiones sobre el realismo o inmanentismo cognitivo [Moya 2006].
En definitiva, las posiciones reductivistas que hemos examinado se han enfrentado ante tres aspectos de los que es difícil dar razón si se quiere mantener con coherencia un estricto reductivismo materialista: 1) el yo, la subjetividad (o la conciencia, o el problema de los qualia), que en los reduccionismos neural y computacional acaban por ser disueltos, aunque de él puedan quedar construcciones artificiosas; 2) la intencionalidad, relación que tiene sentido sólo si reconoce la realidad del conocimiento; 3) la racionalidad, tomada como explicación no físico-causal ni físico-nomológica de la conducta humana intencional: “obrar por razones” y no simplemente en base a algún determinismo neural de tercera persona. Si se admite la racionalidad y el yo, implícitamente se está reconociendo también la libertad, que en el neurologismo o en el computacionalismo queda disuelta, o bien es reducida a simple comportamiento indeterminado.
En las páginas anteriores hemos podido ver algunas de las temáticas tratadas por la filosofía de la mente. Muchos manuales de esta disciplina se limitan a examinar las cuestiones desde el punto de vista histórico o dividen los capítulos en torno a las diversas posiciones que acabamos de ver. Los temas sistemáticos que surgen de ellas, con frecuencia relacionados con la psicología o ciertos sectores de la neurociencia, son: la categorización de los actos mentales y su relación con los neurales, las sensaciones o percepciones (los qualia) y la cuestión de la conciencia, la inteligencia y las emociones, la intencionalidad, el yo y la libertad, la causalidad mental, el conocimiento de las “otras mentes”, la racionalidad. Obviamente sería deseable que la filosofía de la mente, aunque estudie temas algo sectoriales, entronque con una antropología o visión más completa del hombre, enraizada en las nociones de persona humana y de relaciones sociales personales recíprocas.
El estudio del valor de la inteligencia artificial merece un capítulo aparte o una disciplina propia vinculada a las ciencia computacional, y puede relacionarse también con el sentido y alcance de las redes neurales, nueva “arquitectura cognitiva” computacional no basada en símbolos y programas sino en asociaciones sistémicas de mutuo refuerzo e inhibición.
En el futuro la filosofía de la mente debería incluir cuestiones de neurofilosofía, con estudios sobre el sentido de las localizaciones o la estructura y dinamismo de conjunto del cerebro (jerarquía, niveles, módulos, codificaciones, asociaciones), y sobre temas como la memoria y el lenguaje, la toma de decisiones, la conciencia de la propia corporeidad y la situación en el entorno físico y social. Podrían también estudiarse el sentido de la salud y enfermedad mental, el valor de los métodos psiquiátricos y las diversas terapias, el alcance de las intervenciones físicas (quirúrgicas, eléctricas, farmacológicas) en el cerebro y en las funciones superiores de la persona, con fines tanto terapéuticos como de potenciamiento (enhacement), y las consecuencias en las actividades mentales y en la personalidad de la interfaz entre computación y cerebro.
Además, la filosofía de la mente debería incluir un sector dedicado al estudio del psiquismo animal, con el objeto de situarlo en sus distintas manifestaciones, incluyendo temas como la inteligencia y el lenguaje de los animales, para así distinguirlo de la vida mental o psicosomática de la persona humana y sus relaciones sociales.
En lo que sigue nos detendremos sólo en algunas cuestiones centrales, tomando como perspectiva de base un planteamiento aristotélico y tomista hilemórfico y personalista, en el que la actividad “mental” —en realidad, psicosomática— se ve como una forma de vida inmanente cognitiva y afectiva esencialmente unida al cuerpo, aunque a la vez trascendiéndolo en lo que toca a las operaciones intelectuales y voluntarias.
Las tesis históricas examinadas, así como todo lo que veremos, donde incluiremos una serie de juicios concernientes a las relaciones entre las actividades intelectuales y el cerebro, evidentemente no pueden basarse sin más en experiencias neurológicas. Éstas se tienen en cuenta, sin duda, pero en unión con lo que indica nuestra experiencia fenomenológica de la actividad del pensamiento y de la voluntad, experiencia imprescindible y nunca sustituible por experimentos orgánicos. Al reflexionar sobre nuestras experiencias y los datos de la neurociencia, la neuropsicología, la psiquiatría, etc., daremos, como hacen todos los autores, una interpretación filosófica de estos conocimientos: una interpretación que pretende ser verdadera, pues éste es precisamente el objetivo de la filosofía de la mente. La existencia de la inteligencia, la voluntad, los sentimientos, el yo, no se postulan a priori, sino que se conocen como fruto de una experiencia intelectual que puede elaborarse racionalmente, acudiendo para esto a la metodología filosófica y también al auxilio de las ciencias.
El dualismo suele plantear una distinción tajante entre actos de conciencia (sentir, pensar) y actos físicos (mover los ojos o los brazos, activaciones neuronales), mezclando sin más los actos sensitivos y los intelectivos y separando por pura abstracción la noción de evento físico de la noción de evento mental. Este modo “brutal” de comenzar la filosofía de la mente lleva a confusiones inacabables.
Conviene comenzar, por el contrario, por la estructura hilemórfica de todos los cuerpos, que es la primera “dualidad” que nos presenta la naturaleza. Cualquier cuerpo o grupo de cuerpos tiene siempre una dimensión material: las partes sensibles que lo constituyen, muchas veces separables realmente. Y una dimensión formal: el “acto”, en algunas ocasiones “estructura” y nunca cosa, que constituye algo en su especificidad, separable de las cosas sólo mentalmente o por abstracción. Un vaso es juntamente su forma y el cristal o el material de que está hecho. Una misma materialidad puede contener varias formalidades y una misma formalidad puede realizarse en diversas materialidades. Lo formal y lo material deben entenderse juntamente y no por separado. Ni de la idea de silla podemos deducir su materialidad, ni de la idea de madera o metal podemos deducir sus posibles formalizaciones.
En los vivientes o cuerpos orgánicos, la corporalidad (materia) está organizada no sólo para exhibir cierta armonía matemática, sino para permitir la “afirmación” de una individualidad que se pone en cierto modo como fin para sí misma, y que por eso, una vez nacida, tiende a sobrevivir y se defiende de los peligros que amenazan con destruirla, aunque al final envejezca y muera. En el crecimiento, el cuerpo se auto-construye (auto-poiesis) siguiendo un “programa” contenido en el código genético. A continuación, el organismo tiene que estar auto-organizándose a sí mismo para mantenerse en vida, administrando “sabiamente” (homeostasis) la energía que recibe del ambiente y que podría destruirlo. En la reproducción, el organismo transmite su formalidad autoconstructiva generando un organismo nuevo. Todo esto lo hace el organismo viviente distribuyendo en su interior, de modo diferenciado y según tiempos y lugares oportunos, la “información” que recibe del ambiente, y no sólo recibiendo energía. Es decir, el viviente de alguna manera auto-controla su propio cuerpo. Esto significa que su formalidad central o global no es como la de un ser inanimado. Tal formalidad posee un dinamismo especial que se entiende sólo en unidad con el organismo y no como una “cosa” o como algo separado. Todo lo que acabamos de indicar no son meras “características” del viviente, sino que son, en su conjunto, precisamente lo que “define” al viviente. La vida es un modo novedoso de ser-cuerpo, indeducible desde la corporalidad inerte.
Los animales son vivientes sensitivos. No sólo tienen vida, sino que la sienten en alguna medida. No sólo tienen manos eficaces, o se alimentan, sino que ejercen algunos actos o funciones corpóreas sintiéndolo. La sensibilidad implica una especialización en la recepción y elaboración de información que, a diferencia de lo que acontece en toda célula, se une al hecho de sentirla (recibir información luminosa sintiéndolo, cosa que llamamos “ver”). Por eso es propio de los animales tener sistema nervioso, y en los animales más evolucionados ese sistema nervioso está centralizado y unifica más y más las canalizaciones sensoriales en la estructura encefálica. El animal se auto-gobierna de modo no sólo vegetativo, sino sensitivo, “desde” su encéfalo. La información que es elaborada e integrada en el cerebro animal (y humano) puede dar lugar a operaciones vegetativo-sensitivas, o bien sensitivo-transorgánicas.
Las operaciones vegetativo-sensitivas están destinadas a la realización “sentida” de funciones orgánicas, que perfeccionan, preservan, producen, etc., algo del cuerpo (comer, beber, actividad sexual). No basta definirlas por sus funciones, pues una alimentación más eficaz mas no sentida, aunque sea posible, no está a la altura de lo específico de la vida animal. Las operaciones sensitivo-transorgánicas, por su parte, son orgánicas (las realizan partes especializadas del cuerpo), pero no están destinadas ya a la preservación de un órgano, sino que se abren a un mundo intencional animal más amplio: por ejemplo, relaciones sociales con otros animales (compañía, afecto, subordinación, cooperación, etc.), actividades agresivas (caza, defensa), constructivas (“arquitecturas” animales), comunicativas (“lenguajes animales”), y otras de este orden. El sistema nervioso y más centralmente el cerebro es el órgano propio de todas estas operaciones animales. Sin embargo, salvo la estructura de los órganos de los sentidos periféricos (ojos, oídos, etc.), el cerebro no es un órgano acabado, sino que cada animal debe de alguna manera “estructurarlo” en base a innumerables conexiones sinápticas, en la medida en que sus actividades sensitivas, tanto vegetativas como transorgánicas, aunque procedan inicialmente de un primer impulso instintivo innato (genético), deben formarse progresivamente según la experiencia, el aprendizaje y la memoria.
En definitiva, el animal se abre a un mundo intencional (cognición sensorial) cada vez más rico, con acompañamientos afectivos, perfectamente integrado con su sistema nervioso, con el que dirige su cuerpo en lo que se refiere a sus aspectos motores intencionales [Sanguineti 2007]. No lo hace aislado, sino en unión intencional (muchas veces comunitaria) con otros animales. Aunque posee también vida vegetativa, capta intencionalmente su ambiente y su propio cuerpo y así se auto-controla no ya como un vegetal, sino con sensibilidad y emoción. Entre sus percepciones y reconocimientos y sus activaciones emotivas que desembocan en una conducta intencional, se forma una suerte de ciclo o circuito que constituye propiamente, “por definición”, la vida animal. Aunque los animales tengan actos “internos” (percepciones, sensaciones, etc.), normalmente estos actos se manifiestan de modo externo y “público” para otros animales que sepan leerla (gestos, expresiones del cuerpo y faciales).
Las “señales” informativas sin conocimiento típicas de la vida vegetal se transforman en los animales en signos sensibles que pueden aprenderse, recordarse y perfeccionarse por asociaciones y redes asociativas, dando así lugar a cierto “lenguaje” animal concreto y práctico, incorporado en sus mecanismos perceptivos (por ej., en base a los condicionamientos conductuales: la campanilla que indica la hora de comer) y en su comunicación con los demás animales (“lenguajes animales”, con componentes instintivas y aprendidas). La captación de las cosas del entorno con significados prácticos (la piedra que puede servir para arrojarla contra alguien) y su asociación con cierta conducta (agarrar la piedra y servirse de ella para defenderse, y cosas de este tipo) suponen el surgimiento de lo que puede llamarse “inteligencia animal”.
Esta caracterización de la vida animal —expresión más adecuada que la de “mente animal”— pertenece también al hombre, sólo que en nosotros está incorporada a niveles cognitivos, afectivos y conductuales más altos. El acto o la operación sensitiva, en definitiva, no es ni puramente físico o neural, ni puramente psíquico, sino que contiene una serie de dimensiones, en la unidad de un único acto. A saber:
a) Dimensión neuronal: ver, oír, imaginar, recordar, percibir, etc., se realizan materialmente según un preciso dinamismo nervioso que vamos descubriendo con la neurociencia. La parte neural del acto psíquico es su causa material, no su constitutivo absoluto o exclusivo. La neurociencia se concentra sobre esta causalidad, pero presupone las otras dimensiones, que dan al acto su sentido completo. Pensar en la operación visiva sólo en términos neurológicos es una abstracción, pues de este modo se deja de lado su parte cualitativa, como cuando sabemos que los murciélagos captan ultrasonidos porque lo descubrimos neurológicamente, pero sin tener la experiencia de lo que supone oír ultrasonidos.
b) Dimensión psíquica o subjetiva: el acto sensorial contiene una cualidad propia, la “sensación de placer”, “la emoción de la furia”, etc. Esta dimensión es la causa formal del acto sensitivo, la que le da su pleno sentido. Algunas veces la operación psíquica puede captarse sin que comparezca el cuerpo (por ejemplo, en un acto imaginativo), o éste puede hacerse notar sólo de un modo muy parcial (al ver, advertimos que lo hacemos con los ojos, pero las activaciones cerebrales de la vista quedan ocultas). La dimensión psíquica se capta como un acontecimiento de la propia subjetividad: cuando un animal está triste o contento, no está triste o contenta una parte de su cuerpo, ni siquiera “todo” su cuerpo, sino el individuo como un todo que siente. A esto lo llamamos “subjetividad” o “sujeto”, que en el caso del hombre es “persona”.
c) Dimensión objetiva o propiamente intencional: algunos actos psíquicos cognitivos (ver, oír, recordar) no se notan tanto en su acontecer operacional, sino más bien en sus objetos intencionales externos, por ejemplo el “ver” en “lo que se ve”: paisajes, flores, etc.. De algún modo la subjetividad se esconde en este tipo de actos intencionales que comportan una trascendencia intencional o apertura cognitiva al ambiente. En cambio, los actos sensitivos destinados a la captación del propio cuerpo (sensaciones interoceptivas) suponen la auto-advertencia sensitiva del cuerpo propio: en cuanto se mueve, tiene cierta temperatura, se esfuerza, etc.
d) Dimensión conductual: las operaciones sensitivas suelen estar relacionadas de maneras diversas con actos corpóreos significativos, como el ver conlleva movimientos de los ojos y de la cabeza, o ciertas emociones tienen expresiones faciales propias.
e) Dimensión metafísica: los actos sensitivos comportan una dimensión que sólo puede captar el sujeto inteligente, aunque ella se une intrínsecamente al acto sensitivo. Así, el ver humano se abre a la realidad, que como “realidad” es reconocida por la inteligencia, o implica también un “sujeto que ve”, igualmente reconocido por el intelecto. Una versión empirista del conocimiento sensible tiene dificultades para admitir estos aspectos tan obvios. De ahí la problematicidad del conocimiento del yo en las filosofías de la mente que aceptan presupuestos empiristas.
Estas dimensiones suelen estar implícitas en el lenguaje y conocimiento ordinarios, que por este motivo resulta analógico y debe precisarse cuando se hace filosofía de la mente. Así, el ver en frases como “veo una persona”, “el animal ve una persona”, “el robot ve una persona”, no significa lo mismo (el animal ve personas materialmente, sin reconocerlas como tales; un robot ve personas sin tener ni siquiera un acto visual propio). El cuerpo humano (o animal) puede tomarse como cuerpo personal, o cuerpo intencional (conteniendo sus aspectos significativos “altos”), o bien puede tomarse en un sentido abstracto reducido, como suele ser conceptualizado por las ciencias naturales. La expresión “me duele la mano” no tiene sentido según la noción abstracta de cuerpo utilizada por la física, en la que no hay lugar ni para un “yo” dolorido, ni para un “sentir dolor” de un cuerpo.
Las operaciones inteligentes del hombre no son iguales a las de los animales. No comprenden sólo situaciones significativas prácticas en relación con la conducta típica, sino que [Sanguineti 2007]:
1) Separan de modo abstracto todo tipo de relaciones, propiedades y objetos (incluso el mismo universo), para considerarlo, si se desea, al margen de intenciones o situaciones concretas (universalidad absoluta: apertura a todo tipo de posibilidades o al ser como tal).
2) Captan contenidos por puro interés especulativo, sin tener necesariamente una finalidad práctica fuera de la actitud contemplativa.
3) Iluminan, a veces por puro deseo especulativo, situaciones concretas a la luz de razones universales. Por ejemplo, el hombre, si quiere y puede, es capaz de estudiar el arte y la cultura fenicia, con todo un bagaje de universales, sin ningún interés práctico, sencillamente para conocer la verdad.
4) Crean de modo abstracto todo tipo de relaciones nuevas, estableciendo normas universales: por ejemplo, crea sin límites nuevas gramáticas o nuevos lenguajes, y es capaz de inventar todo tipo de instrumentos técnicos, condicionado por las disponibilidades materiales, pero sin límites formales.
5) Captan las estructuras ontológicas de la realidad como tales: no sólo comprende materialmente la realidad, la causalidad, las personas, etc., sino que capta como tal lo que supone ser real, ser posible, ser imposible, ser irreal, ser poco útil, ser idéntico, ser significativo, ser amable, ser interesante, etc.
Naturalmente, el hombre no conoce todo esto de modo automático, sino contando con el tiempo, la experiencia, la reflexión, el esfuerzo racional, el aprendizaje, pero puede llegar a todo lo mencionado, de modo muy variado, tanto como persona individual como a lo largo de la historia, de modo colectivo o social. Así lo demuestran la creación y evolución de las ciencias, el despliegue de la tecnología, la cristalización de los lenguajes, la historia de la filosofía y del arte, la actividad religiosa, etc., en una palabra, el entero perfeccionamiento cultural.
Todo lo indicado presupone una capacidad comprensiva peculiar, que llamamos inteligencia. Para distinguirla de la inteligencia práctica animal, puede denominarse también racionalidad universal, inteligencia universal o personal. Los tests de inteligencia, como es obvio, no pueden medir globalmente la inteligencia vista de este modo. Se centran sólo en la realización de algunas operaciones concretas, que en ciertos casos podrían ser también habilidades prácticas superiores (percepción de estructuras espaciales, numéricas, etc.).
La inteligencia humana se acompaña, coherentemente, con la capacidad (implícita) de desear o poder “amar” todas las cosas (actos, objetos, personas, obras culturales) por sí mismas, en su valor o amabilidad intrínseca y no sólo en función de intereses instintivos o de la vida material concreta. Esa capacidad tendencial se llama voluntad: poder querer cualquier cosa en cuanto es, y en cuanto es amable se califica como buena. Los animales pueden apetecer comer, jugar, estar acompañados, pasear, dentro de un ámbito intencional limitado. El hombre puede querer o apetecerlo todo, porque con su inteligencia puede comprenderlo todo, aunque no se trate de una comprensión exhaustiva. Por eso el hombre puede amar la naturaleza, la contemplación del universo, el trabajo técnico sea cual sea, las artes, la cultura, etc. y sobre todo puede amar a las personas como algo valioso en sí mismo semejante a su propia persona, de la cual es autoconsciente, pues se autocomprende como existente y como abierto a la infinitud del ser, aunque a la vez limitado y dependiente. Éste es el fundamento de su tensión de amor a Dios.
Por su racionalidad universal y capacidad de amor basada en la inteligencia, el hombre puede arbitrar todo tipo de medios y escoger todo tipo de acciones con el objeto de alcanzar los bienes amados, dentro de las posibilidades físicas disponibles en sus circunstancias. Esta capacidad es la libertad. Por libertad, entonces, puede entenderse tanto el amor mismo personal e inteligente, como la capacidad electiva o decisoria que orienta la conducta intencional. Tal libertad no se opone a vínculos, ya que el hombre puede entender que para conseguir algunas cosas debe (normatividad) escoger y realizar otras. Tampoco significa la libertad que pueda “hacerlo” todo, pues está limitado por las disponibilidades físicas y por sus deberes: puede usar mal de su libertad.
A la vista de lo dicho, cabe interrogarse por la relación entre las capacidades intelectuales y voluntarias y las activaciones neurales, cuya importancia se ha visto en el apartado anterior. El dualismo riguroso introduce drásticamente estas dimensiones espirituales “junto” al cuerpo humano. En cambio, con la visión intencional según la cual el cerebro animal está ya informado por capacidades superiores, que se realizan de modo propio en la estructura funcional cerebral, resulta más fácil comprender cómo las potencialidades racionales del hombre, por una parte, trascienden de modo absoluto lo corpóreo animal, aunque al mismo tiempo están fuertemente enraizadas en el cerebro, órgano, entre otras cosas, de la sensibilidad superior del hombre.
La inteligencia humana no puede ejercerse sin estar unida a la base sensorial (imaginación, memoria, experiencias concretas), a la que ilumina y de la que se sirve como plataforma. De un modo análogo, la voluntad humana encuentra una continuidad “sistémica” con la afectividad (pasiones, sentimientos) en sus diversos niveles. Esta conexión intrínseca de la razón con la sensibilidad superior exige una continua actividad cerebral. Por este motivo, sin el cerebro, sede propia de la actividad sensitiva humana, cognitiva y afectiva, la inteligencia y la voluntad no pueden operar. El cerebro, en consecuencia, no es un mero “instrumento extrínseco” de la inteligencia. Más bien es un órgano —término que significa “instrumento funcional”— esencial pero a la vez “no proporcionado” de la inteligencia. Pensamos con el cerebro, pero trascendiéndolo.
Se comprende, entonces, que nuestra inteligencia en su actuación concreta esté condicionada por las características y las actuaciones específicas del cerebro, que interviene como causa material desproporcionada. Por otra parte, el hombre necesita no sólo del cerebro para pensar, sino además de instrumentos culturales externos gracias a los cuales su inteligencia “cerebralizada” puede operar bien, con continuidad, con amplitud, con grandes asociaciones, con memoria, unida a los sentidos, etc. Entre estos “instrumentos”, en primer lugar está el lenguaje, sistema de signos sensibles ligados según reglas racionales que la misma inteligencia crea y comprende. Las obras de la cultura, por tanto (lenguaje, escritura, ciencias, ordenadores, sistemas inteligentes, etc.), así como los estímulos y motivaciones que proceden de las relaciones sociales (educación, familia, ambiente) condicionan el ejercicio de la inteligencia de las personas.
Por último, la inteligencia y la voluntad humana operan gracias a un “bagaje” constituido por hábitos que la conforman y potencian, permitiéndole un crecimiento estable (hábitos lingüísticos, científicos, artísticos, comunicativos, virtudes, etc.). Algunos de estos hábitos se reciben gracias a la educación e inculturación. Los que tienen que ver con habilidades perceptivas o motoras, y todos en la medida en que exigen memoria de trabajo y memoria narrativa, la puesta en marcha de mecanismos atencionales, etc., exigen configuraciones neurales específicas, por ejemplo, hábitos musicales, lenguaje, hábitos de dibujo, dominio espacial, etc.. Las diversas inteligencias de que habla Gardner (musical, cinética, analítica, etc.) pueden entenderse como hábitos intelectuales [Gardner 2005].
Es un error plantear el tema de las correlaciones y causalidad “mente-cuerpo” como si se tratara de dos entidades que se ponen en relación, como hace el dualismo drástico, que por reacción suscita el monismo materialista. Según la visión “hilemórfica” y estratificada expuesta, un sector psicosomático del animal o de la persona humana puede influir causalmente sobre otros, y con frecuencia hay influjos y reflujos recíprocos de naturaleza sistémica, tanto endógenos como exógenos: los sujetos psicosomáticos se influyen entre sí, por ejemplo al comunicarse ideas, mensajes, emociones. La neurociencia se fija exclusivamente en los aspectos materiales de estas causalidades, que por fuerza son parciales. Cuando se habla de “correlaciones”, por ejemplo, la comprensión del significado de una frase se pone en “correspondencia” o se “localiza” en un sector preciso de las áreas corticales lingüísticas, el planteamiento suele ser analítico-abstracto: pensamos por separado en dos o más aspectos, y luego los ponemos en relación. Sin embargo, en la realidad se da una causalidad compleja y unitaria que muchas veces se nos escapa. Tenemos una experiencia fenomenológica de la causalidad psicosomática, suficiente para nuestra vida intencional, aunque igualmente parcial. Por ejemplo, “quiero” mover un brazo y “lo muevo”: en esta experiencia se nos ocultan las innumerables y complejísimas activaciones corpóreas que posibilitan la secuencia del acto “mover un brazo voluntariamente”; sin embargo, somos conscientes de que este acto es libre e intencional, y esto nos basta.
En este sentido, cuando un animal reconoce a otro que manifiesta algún gesto significativo (de amenaza, temor, etc.), su percepción sensible (visiva, acústica, olfativa, senso-motora) puede actualizar esquemas perceptivos psicosomáticos, incardinados en su memoria, merced a los cuales el individuo reconocerá a otro de una especie dada y, además, lo captará con algún significado añadido, lo que conlleva la actuación de una serie de reacciones emocionales. Un perro ladrando a alguien le provoca temor, ligado al reconocimiento de la estructura acústica significativa “ladrido”. Esto puede desencadenar comandos motores, conectados con la base neuronal de las emociones, de los que derivará una conducta específica (huída, ataque).
Esta descripción de la conducta animal supone la activación de una serie de circuitos neuronales. Aquí la causalidad es siempre psicosomática, en unidad compleja y no como si lo psíquico y lo neural fueran procesos separados, “paralelos”, “interactivos”, etc. Tampoco es una explicación estrictamente “determinista”, pues es compleja, variable y flexible. Un determinismo fuerte quizá se dé en los niveles infrabiológicos, aunque el tema es discutible. En cualquier caso, un “puro determinismo físico” parece más bien un a priori abstracto e idealizado que una realidad comprobada por la experiencia. Los dualismos extremos suelen surgir fácilmente con relación a los determinismos rígidos, como un modo drástico de superarlos, ligados a una filosofía de la naturaleza calcada de una ciencia física supuestamente determinista.
En el caso del hombre, sobre los circuitos psicosomáticos mencionados se asientan las operaciones intelectuales y afectivo-voluntarias de un modo que escapa a nuestra conciencia fenomenológica, pero que podemos concluir en base a la experiencia:
1) Un reconocimiento perceptivo, unido por asociación aprendida y recordada a una denominación lingüística, permite que tal experiencia suscite o posibilite el acto de la comprensión intelectual. Por ejemplo, al ver un perro, se produce el reconocimiento de un individuo específico de un modo no sólo concreto y experiencial, cosa que puede hacer un animal, sino con relación al eventual concepto universal “perro”, que puede estar más o menos elaborado y objetivizado según los conocimientos culturales o científicos de una persona. El simbolismo, sobre todo lingüístico, permite el fluir del pensamiento intelectual en acto, y este último, a su vez, cuando cuenta con el instrumento verbal, lo domina de modo creativo. La inteligencia, entonces, dispone del lenguaje, con sus activaciones neurales, no desde fuera, sino en cuanto lo informa. Por eso, ordinariamente no puede actuar sin él. Normalmente no “pensamos” algo para luego expresarlo en una frase, sino que pensamos en la misma elaboración del lenguaje. A su vez, un evento lingüístico, al presentarse al intelecto, le permite operar de un determinado modo: cuando escuchamos una frase de una persona, el pensamiento que ésta tiene se nos comunica a través del acto comunicativo que se ha establecido entre ella y nosotros.
2) En el acto voluntario electivo, la razón considera la conveniencia de poner un acto conductual preciso en un momento futuro, aunque para eso se ve estimulada por la parte tanto tendencial afectiva (sentimientos, pasiones), como estrictamente voluntaria (amor, simpatía, adhesión), contando con los conocimientos disponibles en acto. La voluntad de la persona, motivada por sus bienes amados y por la conveniencia racionalmente captada de hacer algo en ese sentido, suscita el deseo eficaz u operativo de hacerlo, deseo cerebralmente enraizado —y así la voluntad “se hace” sentimiento sensible—, lo cual activa de modo natural (no consciente) los comandos motores correspondientes: sólo somos conscientes de que dominamos algo de nuestro cuerpo, pero no de lo que sucede en nuestro cerebro al respecto.
Por ejemplo, si nos habla una persona o nos hace una pregunta, decidimos voluntariamente darle una respuesta, y así activamos los comandos motores lingüísticos, siguiendo los circuitos psicosomáticos que acabamos de mencionar, en cuanto están dominados por la inteligencia y la voluntad. Queremos responder porque apreciamos a esa persona, o por otros motivos más o menos profundos, y así escogemos una respuesta motivada, razonada, elaborada, con el consiguiente deseo práctico, expresión de una voluntad concreta, de darle en tal momento la respuesta solicitada, movilizando para ello a nuestro cuerpo en la medida en que podemos controlarlo voluntariamente. Por algún otro motivo, podríamos decidir no responder, o dilatar la respuesta, o responderle de otro modo.
Nuestros actos intelectuales y voluntarios y su base habitual (virtudes, hábitos intelectuales como la prudencia, la ciencia, la sabiduría) tienen un sustrato natural “innato” en el sentido de que, suponiendo la maduración psicosomática oportuna, dan lugar a ciertos conocimientos y tendencias apetitivas naturales, comunes a todos los hombres. Esto es lo que los clásicos han llamado hábitos de los primeros principios. Por ejemplo, al conocer, comprendemos necesariamente la realidad, la distinción entre cosas y personas, o naturalmente tendemos a amar a los demás de modo amistoso. Otros hábitos, en cambio, o estos mismos en sus concreciones variadas, se adquieren gracias a los influjos culturales y al ejercicio personal.
Los hábitos relacionados con habilidades sensitivas superiores, como el lenguaje, tienen una estricta localización encefálica, como son, por ejemplo, las áreas lingüísticas cerebrales. En cambio, los hábitos de los primeros principios y todos los hábitos y virtudes intelectuales y morales adquiridos, con sus correspondientes actos, por ejemplo, la química o física que uno sabe, las virtudes éticas y religiosas de una persona, no tienen una base neural específica, como creía falsamente Gall en el siglo XIX, aunque sí tienen una base “indirecta” en las zonas cerebrales necesariamente relacionadas con esas capacidades (área lingüística, emotiva, atencional, proyectual, etc.). Por otra parte, a cierto nivel los hábitos pueden cristalizar parcialmente en circuitos y redes cerebrales que se hayan formado en un individuo, dando así lugar a asociaciones afianzadas entre pensamientos, palabras y reacciones emotivas, expresivas o motoras.
No tiene ningún sentido, por eso, hablar de sectores del cerebro, ni de predisposiciones genéticas de la moralidad, la religión, la filosofía, la política. En cambio, sí podría haber predisposiciones genéticas para la música, el lenguaje, etc., pues son tareas sensitivas. Sin embargo, es evidente que cuando una persona reza, toma decisiones morales, piensa, estudia metafísica, se le activan algunos circuitos cerebrales empíricamente observables, en base a lo que acabamos de decir. Esos circuitos corresponden a sus respectivas emociones, frases, recuerdos, ritmos imaginativos, etc. Pero es un auténtico contrasentido pretender que las observaciones de las actividades cerebrales, por ejemplo, mediante técnicas de neuroimágenes “demuestren” que todo hombre es religioso o tiene moralidad, o que la moral y la religión sean un producto de ciertas regiones cerebrales.
Por otra parte, deducir en base a exploraciones en el cerebro lo que una persona está pensando, sintiendo, proyectando, etc., es un problema hermenéutico, como lo es interpretar en qué está pensando alguien en base a sus expresiones faciales. Normalmente así podríamos saber de modo genérico, y seguramente por conjetura, algo de lo que un individuo está haciendo mentalmente, por ejemplo, si está mintiendo, si tiene miedo, pero no mucho más, salvo que tengamos otros datos sobre el modo de ser de esa persona.
¿Existe una base biológica de la moralidad de la persona humana, radicada por ejemplo en el cerebro? No directamente. Podría hablarse de cierta base biológica en el sentido de que el cerebro es órgano de la sensibilidad superior, en cuyo dinamismo están inscritos impulsos más o menos instintivos, que son materia de regulación moral (por ej., impulsos sexuales, altruistas, etc.), regulación que es obra de la razón y la libertad. En cambio, las conductas emotivas e instintivas de los animales (agresividad, colaboración, obediencia a jefes, celos, venganzas, etc.) tienen una radicación cerebral propia, reconocible si tomamos al cerebro como órgano intencional, no meramente fisiológico.
El hombre no siempre actúa según los niveles más altos de la persona (inteligencia y voluntad), a causa de los condicionamientos y causalidades “menos altas” que pueden influir en la conducta. Obviamente un embrión, una persona dormida o en coma, no pueden actuar con conciencia y libertad. Lesiones cerebrales, drogas, enfermedades, pueden impedir la plenitud del ejercicio de nuestros actos inteligentes y libres, al perturbar los estados de la conciencia, el uso de la memoria de trabajo y los procesos atencionales, la activación espontánea de ciertas emociones, las captaciones perceptivas, etc. La conciencia de sí, la memoria, las habilidades, las experiencias y percepciones, pueden parcialmente desintegrarse, a veces de modo gravemente patológico, aunque no siempre podamos saber el grado de voluntariedad y conciencia del que pueda disponer una persona concreta afectada por esas disfunciones. Por eso, las “duplicaciones de personalidad”, las alucinaciones, las agnosias, los autoengaños, las sugestiones, las amnesias, la fuerza irracional de ciertas emociones no controladas, etc., pueden menoscabar o impedir el uso de hábitos previamente adquiridos o incluso de los hábitos de los primeros principios (morales, intelectuales), o disminuir la responsabilidad de la persona en sus actos. Estas anomalías no son una objeción para la existencia de la autoconciencia y la libertad. Sólo significan que la persona no siempre tiene la disponibilidad del uso de su libertad e inteligencia.
Abordar estos temas antropológicos “constitutivos” requiere de modo especial contar con una ontología metafísica. Con la sola “ontología de las ciencias” no es posible hablar coherentemente de yo, sujeto, espíritu, etc., a menos que estos conceptos sean usados presuponiendo el conocimiento metafísico, así como un neurocientífico puede decir que “esta persona está consciente”, si bien con la neurociencia no es posible justificar el empleo del concepto de persona. Si desde la neurociencia o la informática se niega el yo, el alma, el espíritu, etc., tal negación no es científica, sino filosófica.
El sujeto perteneciente a la especie humana, a causa de su altura ontológica (inteligencia, racionalidad, libertad) se llama persona. Lo es constitutivamente en tanto está vivo, sin que sea necesario que ejerza sus operaciones intelectuales y voluntarias: un embrión, uno que duerme, etc., si pertenecen a la especie humana y no han muerto, son personas. Aunque se pueda hablar en abstracto del “yo” en general, y por atribución semántica se puede decir de otra persona que “es un yo”, muchas veces se entiende por yo la persona humana que es consciente de sí misma y que se refiere a sí misma, y todo lo que pertenece a tal sujeto será dicho por el mismo sujeto como mío (“mi cuerpo”, “mis padres”, etc.). Un “yo no consciente”, como es natural, no por eso deja de ser persona. La persona tiene muchas partes y dimensiones (partes orgánicas, actos intelectuales, capacidades, etc.), pero ella como tal no es ninguna de esas partes en especial, ni su mera suma, ni una nueva parte superañadida, sino que es todo ese conjunto en tanto es un individuo humano que subsiste en su existencia o en su ser.
La persona puede perder partes de su cuerpo, o modificarlas, o sustituirlas, sin por eso perder su identidad personal y la de su cuerpo propio: los dos aspectos son inseparables, salvo por la muerte. Su encéfalo como un todo, sin embargo, es la raíz orgánica de la identidad dinámica de su propio cuerpo y en este sentido “acompaña” insustituiblemente a la persona en vida. Eventuales transplantes de partes encefálicas no eliminan la identidad del propio encéfalo, aun cuando pudieran alterar la conciencia de la identidad personal, porque la persona no es la conciencia de ser persona. Aunque este ejemplo pueda ser de ciencia-ficción, un hipotético transplante de todo un encéfalo en el resto del cuerpo sería más bien el transplante de un tronco/extremidades en un encéfalo, es decir, si no se produjera la muerte, la persona estaría allí donde está el cuerpo propio, cuya identidad procede del encéfalo. Los niños anencefálicos, en realidad, conservan algo del encéfalo, como la parte denominada “tronco” y algunos sectores del diencéfalo; suelen haber perdido, en cambio, los hemisferios cerebrales. Por este motivo, una mano mantenida en vida no es una persona, y en cambio un encéfalo hipotéticamente mantenido en vida (otro ejemplo puramente imaginario) seguiría siendo una persona.
En un sentido fenomenológico “popular” (conocimiento ordinario), plenamente válido, suele entenderse por alma o espíritu la interioridad humana, objeto de experiencia psíquica, en la que se contienen y advierten nuestros pensamientos, afectos, propósitos voluntarios y sobre todo la auto-experiencia de la propia persona o yo. En este sentido el alma se contrapone al cuerpo, entendido éste como el organismo humano observable por los sentidos externos, semejante en este sentido a los demás cuerpos materiales. En la filosofía aristotélica el alma es vista como un principio o acto substancial que informa el cuerpo viviente y así lo constituye precisamente como viviente según una especie determinada. Por eso en el aristotelismo se habla también de un “alma vegetativa” y de un “alma sensitiva”. En Tomás de Aquino el alma humana, siendo racional, se ve como “alma espiritual” o simplemente “espíritu”, aunque este último término suele connotar la dimensión intelectual y voluntaria que trasciende lo orgánico, mientras “alma” connota la función informante del organismo. En la tradición clásica la mente se refiere al pensamiento o al intelecto, así como en los autores de filosofía de la mente, como vimos, más bien se refiere a todo lo psíquico.
Siendo el alma la forma constitutiva del cuerpo viviente, la muerte o cesación de la vida conlleva la desaparición del principio anímico. Pero ante la muerte de una persona (destrucción de su cuerpo), a la vista de la trascendencia del alma espiritual sobre el cuerpo puede argumentarse filosóficamente que el alma humana, y por ende la persona, sigue subsistiendo en el ser (inmortalidad del alma humana). Para profundizar este tema se requiere, empero, el paso al plano antropológico.
La conciencia puede significar:
1) el estado sensitivo de vigilia en que se advierten o “sienten” los propios actos sensibles, por oposición al sueño, coma, desvanecimiento;
2) la conciencia intelectual en que el sujeto capta o “advierte” sus propios actos, con sus contenidos, y sabe que los capta (por ejemplo, “me doy cuenta de que estoy escribiendo”);
3) la autoconciencia o advertencia de mí mismo como sujeto personal existente, lo que se produce sólo si el sujeto actúa conscientemente según los dos sentidos anteriores.
A estos tres niveles corresponden estructuras neuronales que permiten la realización de actos sensitivos, perceptivos, intelectuales, volitivos, los cuales una vez puestos hacen emerger algún nivel de conciencia. Como es obvio, la conciencia sensitiva tiene una realización neuronal propia y adecuada. En cambio, la conciencia intelectual no tiene propiamente una “localización”, pero sí exige la actualización de la conciencia sensitiva y el ejercicio de la actividad sensitiva superior alta, con sus activaciones neurales propias. La conciencia en todos sus niveles puede oscurecerse de modo patológico y no sólo perderse, sin que por eso el sujeto afectado cese de ser una persona.
Algunos de los contenidos de la conciencia (por ejemplo, sensaciones, pensamientos, emociones, recuerdos) pueden producirse de modo inconsciente —no ser advertidos— o semiconsciente, si bien la persona domina sus actos con plena libertad sólo en el estado de conciencia intelectual y si esos actos son conscientes. Hay dimensiones del psiquismo que de suyo no son conscientes directamente, es decir, no son experimentables como tales, aunque sean reales. Así son los hábitos, las virtudes, las inclinaciones, las capacidades, las potencias: por ejemplo, podemos “saber” que sabemos inglés (“somos conscientes de que sabemos inglés”), pero no lo advertimos ni “experimentamos”, así como en cambio experimentamos que amamos, pensamos o existimos.
Tradicionalmente los animales han sido estudiados por la zoología, con un planteamiento exclusivamente biológico. Sin embargo, desde los tiempos de Darwin, la conducta animal comenzó a ser vista en un plano intencional, más propio de la psicología. El conductismo, al centrarse sólo en las respuestas externas a los estímulos, oscureció esta perspectiva, que en cambio fue inmensamente ampliada por la etología (Lorenz, Tinbergen, von Frisch) [Gould 1994]. Así descubrimos que las diversas especies animales tienen una vida intencional muy rica, tanto cognitiva como afectiva, de la que nace su conducta, y que está perfectamente correlacionada con la evolución y funciones de su sistema nervioso, tal como sucede en el hombre por lo que se refiere a su actividad sensitiva. Los animales, en consecuencia, no pueden entenderse ni como meras máquinas “instintivas” o preprogramadas, ni desde una visión puramente neurológica. Sus niveles psicosomáticos “altos” (sensaciones, percepciones, memoria, inteligencia práctica, emociones, socialidad, conducta intencional teleológica) se comprenden sólo si tenemos en cuenta lo que vimos en el apartado 5, dedicado a la “mente sensitiva”.
El descubrimiento de que mucho de nuestro comportamiento psicosomático sensitivo se parece al de los animales más evolucionados, y que, al revés, los animales —no sólo los mamíferos superiores, sino los insectos y las aves— demuestran un comportamiento “inteligente” y “social” sorprendente, ha acercado en los últimos años la psicología de los animales a la del hombre, a veces dando pie a reductivismos naturalistas, por ejemplo, en la “sociobiología” del entomólogo E. O. Wilson [Wilson 1980]. Parece importante, entonces, promover una reflexión filosófica que lleve a comprender la distinción profunda existente entre el hombre, “animal racional”, y los animales “irracionales”, que sin embargo tienen una forma particular de “racionalidad” práctica concreta. Para distinguir al hombre del animal no necesitamos acudir al dualismo cartesiano, ni deprimir la ontología de la vida animal.
Concretamente, los animales, cada uno en la medida de su especie, manifiestan capacidades cognitivas, afectivas y conductuales no meramente instintivas o “automáticas”, sino también aprendidas con cierta labor experiencial, flexibles ante ambientes variables, y dotadas de potencialidades creativas, si bien con ciertos límites. Pueden, por ejemplo, “resolver problemas” creativamente, en caso de necesidad, como el chimpancé de Köhler descubre que para agarrar un alimento puede unir dos palos o superponer cajas para trepar encima.
Los campos conductuales en los que se manifiesta una peculiar “inteligencia práctica” animal son:
1) en la búsqueda activa de alimentos (estrategias de búsqueda, “decisiones”, “solución de problemas”);
2) en la predación (también con comportamientos sociales cooperativos);
3) en el uso y preparación de algunos utensilios o instrumentos (a veces el hombre puede enseñar a algunos monos, por ejemplo, a usar una llave);
4) en obras “arquitectónicas” (hormigueros, colmenas, guaridas, “diques”).
Respecto a la cognición, los animales manifiestan habilidades especiales:
1) captan configuraciones invariantes específicas o individuales (reconocimiento de tipos de cosas, de individuos de una especie), sin que eso suponga que posean un concepto universal abstracto. Dicho de otro modo, reconocen “tipos”, pero no como tales, reflexivamente, sino de modo concreto (un perro distingue gatos de hombres).
2) reconocen relaciones significativas, por ejemplo, “jefes” a quienes se debe obediencia, subordinados a quienes se puede “mandar”, individuos peligrosos o incluso “merecedores” de venganza, individuos benéficos de quienes se esperan utilidades o clemencia;
3) “conciencia animal”, en el sentido de que algunos pueden llegar a identificar, por ejemplo, su rostro en un espejo, incluso para explorarlo o para limpiarse;
4) sistemas simbólicos asociativos para comunicarse con otros individuos —“lenguajes animales”—, más ricos de los que podemos imaginarnos. En algunos casos el hombre puede inventar y enseñar a determinados animales ciertos “lenguajes artificiales” que llegan a aprender y a utilizar correctamente.
Con relación a la afectividad, los animales despliegan una “vida pasional” compleja, con un mixto de instinto y espontaneidad flexible y cierto uso de una “inteligencia práctica emocional”. Los animales tienen, según sus especies, celos, rencores, envidias, amor sensible, “altruismo”, sentido cooperativo y “sacrificado”, odio, depresión, y tantos otros afectos que mueven su conducta.
Cuando estudiamos la vida intencional de los animales, inevitablemente usamos un lenguaje antropomórfico, al carecer de una terminología propia para ellos, y así corremos el peligro de atribuirles más de lo que realmente tienen. Por ejemplo, al ver que relacionan aspectos causales, podemos creer que “silogizan”, o al notar que distinguen categorías, creer que tienen “conceptos” o que comprenden “principios metafísicos”.
La distinción esencial entre los animales y el hombre puede establecerse de modo equilibrado si atendemos a la diferencia entre la sensibilidad “alta” y el radio absolutamente universal de la inteligencia y la voluntad. Ya los clásicos (algunos pensadores árabes, como Averroes, o filósofos como Alberto Magno y Tomás de Aquino) atribuían a los animales una capacidad “prudencial” (metafóricamente hablando) práctica que llamaban “estimativa”, la cual les permitía apreciar aspectos intencionales de la realidad relacionados con sus “intereses” animales y realizar en consecuencia ciertas “discriminaciones” cognitivas para alcanzar sus objetivos dictados por el instinto.
Las obras sorprendentes de la “inteligencia animal”, aunque posean cierta creatividad y admitan márgenes de aprendizaje, están siempre cerradas en los ciclos propios de la vida sensitiva de los animales. Estos ciclos no son meramente fisiológicos u orgánicos, y por eso podemos llamarlos “intencionales”. Pero los animales nunca universalizan, ni se separan de sus contextos vitales específicos, aunque puedan cambiar de contexto, con límites, por adaptación. Por eso el lenguaje animal nunca se transforma en una gramática abstracta, y por un motivo análogo los animales no son capaces de desarrollar todo tipo de técnicas, mientras el hombre, en cambio, nunca se queda encerrado en sus especializaciones. De algún modo, los animales pueden “contar” cierto número de cosas o tiempos, pero no elaboran el concepto abstracto de número o de tiempo. Nunca conocen, como el hombre, por afán especulativo o por pura admiración. Por eso el hombre es el único animal que se interesa por todos los posibles lenguajes de los animales, con universalidad total y por puro interés de conocer la verdad.
La “información”, en un sentido amplio y analógico, equivale a orden y en cierto modo existe en todas las cosas del universo. En la vida la información, adquiriendo un sentido más específico y propio, es comunicada y administrada en el contexto de un organismo complejo y funcional que debe desarrollarse y adaptarse a un ambiente variable. En la vida sensitiva la información se comunica y elabora a través de canales sensitivos del sistema nervioso, y se “centraliza” y unifica en el “sistema nervioso central”, específico de los animales. El cerebro es, en este sentido, un órgano elaborador de información. La recepción psiconeural de estímulos y su transducción a lo largo de las vías nerviosas, hasta dar lugar a los eventos psicosomáticos, que guían la conducta animal, es el modo en que la información es “tratada” en un contexto estrictamente cognitivo y apetitivo. La “lógica” del tratamiento biológico de la información, si bien sigue módulos precisos (los órganos específicos o especializados), es prevalentemente asociativa, consistiendo en la formación de conexiones o redes sinápticas que reciben y elaboran información, dando lugar así a respuestas específicas (perceptivas, emotivas, motoras).
El hombre en la dimensión lingüístico-racional de su vida elabora la información de otro modo, adecuado al conocimiento sensible-intelectual. Se guía por un código lingüístico, basado en reglas (gramática) que regulan la producción de secuencias de signos sensibles dotados de un significado. La producción secuencial de frases responde al “fluir” de sus procesos racionales, tanto proposicionales como inferenciales. La razón humana y el lenguaje están al servicio de la comprensión intelectual. En términos de la tradición tomista: la ratio está al servicio del intellectus, pues de él nace y a él se ordena. Las estructuras lingüístico-conceptuales elaboradas por el hombre son una forma de objetivación abstracta intencional de sus operaciones racionales: intencional porque remiten a lo que ellas significan.
Pero el hombre es un ser tecnológico, pues para vivir necesita producir técnica y cultura. Ha inventado una serie de modos de objetivar externamente la información, separándola por una suerte de abstracción de la vida intelectual personal en que él la comprende:
a) La primera objetivación es la escritura: los signos quedan impresos en textos, libros, cuyo sentido es ser leídos e interpretados.
b) Una segunda forma de objetivación, surgida en la segunda mitad del siglo XX, es la computación simbólica, que se concreta en máquinas llamadas ordenadores. El ordenador recibe información y la trata según una codificación (sistemas de símbolos) reglada por las instrucciones de un programa (“gramática”), lo que permite elaborar secuencias de símbolos. El paso “sintáctico” de una serie de símbolos a otros, según reglas, se llama cómputo o cálculo, pues en el fondo es como una operación matemática que relaciona signos. El procedimiento para resolver un problema mediante un cálculo constituido por un número finito de pasos se llama algoritmo (una suma, una resta, un silogismo, etc., son algoritmos). La computadora u ordenador es una máquina informática, es decir, realiza automáticamente y de modo algorítmico el “trabajo” de computar, diverso de las máquinas tradicionales, cuyo trabajo es la transformación de energía. Este modo simbólico de computar suele denominarse “arquitectura de Turing” (o de von Neumann).
c) Una forma artificial de computar, subsimbólica y menos conocida, y en cierto modo de “objetivar”, se inspira en la “lógica asociativa” propia de ciertos aspectos de la vida capaces de acumular información. Suele llamarse “arquitectura conexionista” (Hebb, McCulloch, McClelland, Rumelhardt), y está basada en el establecimiento de unidades (“nodos”, como si fueran “neuronas”) que reciben información (algún input físico) y pueden inhibirla o trasmitirla a otros nodos, en base a ciertos valores cuantitativos o “pesos”, que surgen de la relación entre sus entradas y sus valores de umbral. Así una red, según las relaciones recíprocas entre sus nodos en base al procedimiento indicado, se va poco a poco configurando de un modo típico (“adquiere experiencia”, “aprende”) y alcanza a dar una serie de respuestas características. Este entramado dinámico se llama red neuronal, en el que la información se propaga en toda la red, no serialmente o de modo secuencial sino “en paralelo”, como sucede en cambio en la computación simbólica.
Puesta en cierto contexto teleológico y guiada por el hombre, la red neuronal, que es implementable también en un ordenador tradicional, puede realizar computaciones útiles. Se llama “neuronal” porque se supone que así es como trabaja el cerebro para elaborar la información. La “lógica” de las redes neuronales es asociativa y pertenece más ampliamente, como dijimos, a muchos aspectos de la vida, la evolución, las relaciones sociales, etc., ámbitos en los cuales se van constituyendo tramas, sin simbolismo, que aumentan la información y la ponen al servicio de fines o ellas mismas constituyen ciertos “fines”. Por ejemplo, nuestros recuerdos se pueden relacionar asociativamente, formando redes específicas, y esto permite comunicar fácilmente unos recuerdos con otros [Bechtel-Abrahamsem 2002].
La computación simbólica, y en un grado menor, pero útil también, las redes neuronales artificiales, pueden así realizar “trabajos” que aparentemente exigen inteligencia, como deducciones, pruebas de teoremas, traducciones, resolución de problemas, realización de trabajos físicos “inteligentes” (mediante robots), e incluso creación de “obras de arte” (crear un cuento, una canción, una pintura). De ahí que, a cierto nivel, la computación dio lugar a lo que se ha llamado inteligencia artificial, o sistemas inteligentes, normalmente realizados según la computación de Turing: McCarthy, Newell, Simon, Minsky son los iniciadores de esta tecnología.
Como vimos al hablar de las posiciones históricas, el funcionalismo computacional pretendió establecer una equivalencia entre la inteligencia artificial y la inteligencia humana. Cabe decir al respecto que las “máquinas informáticas” (computadoras, redes) no realizan actos inmanentes de conocimiento, ni vitales. Por tanto, no piensan, no conocen, no sienten, no se emocionan, no tienen conciencia, ni un yo, ni son personas, aunque:
1) Gracias al carácter “separado” o abstracto del tratamiento de la información, las máquinas informáticas pueden imitar en lo externo la vida tanto vegetal como animal, así como todas las operaciones humanas, lo mismo, si vale la analogía, que en un libro se puede representar cualquier evento vital, sin que sea realmente vida, y lo mismo puede hacer una película o una realidad virtual. Como ha señalado Searle, la intencionalidad de un ordenador es derivada, y está en función de la intencionalidad inherente, propia del hombre, que inventa la máquina y la interpreta [Searle 2002].
2) Merced a la increíble potencia de la computación, las máquinas informáticas pueden realizar cálculos e inferencias muchísimo más allá de lo que puede hacer un individuo personalmente, y los resultados así conseguidos son reales y no simulaciones. Por eso un ordenador muy poderoso puede vencer a los mejores ajedrecistas del mundo. Esta capacidad se refiere a la cantidad, complejidad y rapidez de las combinaciones, es decir, supera al hombre en un sentido sólo cuantitativo o “extensional”.
Es posible “incorporar” en el programa de una máquina informática (o en un robot) una apariencia de valores, fines, convicciones metafísicas que guíen sus outputs (por ejemplo, un robot podría operar sometiéndose a la regla de “respetar la vida de los hombres”), pero eso es una pura simulación. Por otra parte, la eventual “visión del mundo” que pueda introducirse en una inteligencia artificial será la que le han dado los programadores, y normalmente será una visión reducida, incapaz de hacerse cargo de todos los contextos (su “visión” es técnica, no prudencial).
La computación es un instrumento tecnológico que amplía inmensamente la potencia de cálculo de la mente humana. En ámbitos como la medicina, la ingeniería, la economía, la física, etc., “supera” al hombre en todo lo que se refiera directamente a la razón “calculadora”, por ejemplo, en aspectos matemáticos, logísticos, organizativos, técnicos, factuales, descriptivos. Toda tarea humana tiene siempre aspectos “computacionales”, en los que la prestación de los ordenadores es indudable. Sin embargo, con la computación no pueden resolverse los “problemas de sentido”, que la computación usada por el hombre presupone, y a los que sí puede prestar sus servicios en algunos casos (problemas morales, religiosos, filosóficos, de relaciones humanas, políticos, educativos, familiares, existenciales). La “razón computacional”, para ser realmente útil, debe ponerse al servicio de la razón humana: para eso fue inventada. Ésta se ordena, a su vez, a la comprensión intelectual: la ratio se ordena al intellectus. En definitiva, se ordena a los fines de la persona humana y la sociedad.
Hoy va siendo posible una combinación de tecnología informática e intervención en el sistema nervioso, por ejemplo, implantando chips en los sentidos o en áreas cerebrales, con fines terapéuticos, para mejorar defectos visivos, acústicos, motores, e incluso para potenciar las habilidades humanas (enhancement), como dijimos más arriba. Estas intervenciones crean problemas éticos importantes. La neuroingeniería informática, lo mismo que la neurocirugía o el uso de psicofármacos, deben conformarse a valores morales, respetando a la persona y el bien inestimable de la plenitud de sus estados de conciencia, tanto cognitivos como afectivos. El potenciamiento artificial de ciertas habilidades psicosomáticas (visión, atención, memoria) puede ser equilibrado y positivo, aunque entraña riesgos, sobre todo cuando entramos en los niveles “altos” de la personalidad. En cambio, una intervención artificial en la dimensión afectiva de la persona, o en ciertos aspectos de su conciencia, es mucho más delicada, pues se presta a manipulaciones antinaturales que podrían impedir la formación de la persona y su actividad completamente humana, reduciéndola a niveles y a prestaciones poco compatibles con la dignidad personal.
En conclusión, la tecnología computacional, con todas sus aplicaciones (sistemas inteligentes, robótica, neuroingeniería computacional), es un instrumento de la razón y no una producción de nuevas “mentes”. Ver en las máquinas informáticas la posibilidad de construir un nuevo “yo”, una nueva “conciencia”, un “nuevo hombre” (un ser transhumano), es una especie de “platonismo” que da consistencia ontológica a algo inexistente. Pero la tecnología de la inteligencia es una realización poiética del hombre que, subordinada a la sabiduría y a la prudencia, puede brindarle inmensos servicios en muchas de sus actividades.
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Sanguineti, Juan José, Filosofía de la mente, en Fernández Labastida, Francisco – Mercado, Juan Andrés (editores), Philosophica: Enciclopedia filosófica on line, URL: http://www.philosophica.info/archivo/2008/voces/mente/mente.html
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© 2008 Juan José Sanguineti y Philosophica: Enciclopedia filosófica on line
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