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VERSIÓN DE ARCHIVO 2007
Søren Kierkegaard
Autor: Mariano Fazio
Uno de los filósofos de toda la historia de la filosofía sobre el que se han hecho interpretaciones de lo más diversas y contrapuestas es Søren Kierkegaard. Padre del existencialismo moderno para algunos, del personalismo cristiano para otros, sustentador del realismo ontológico, o carente de una profunda metafísica del ser para otros intérpretes, su pensamiento es signo de contradicción.
En los próximos párrafos expondremos las principales categorías filosóficas de este pensador danés. En primer lugar expondremos su vida —conocimiento necesario para entender su pensamiento— para después dedicarnos a las claves hermenéuticas para comprender su producción literaria. Finalmente, presentaremos los conceptos kierkegaardianos centrales: individuo, estadios existenciales, desesperación y fe.
Índice
2. Hermenéutica de la obra de Kierkegaard
3. La “categoría” kierkegaardiana: el individuo
b) Síntesis de finitud e infinitud
c) Síntesis de necesidad y posibilidad
d) Síntesis de tiempo y eternidad
b) La contemporaneidad con Cristo
a) Obra de Kierkegaard (ediciones en danés)
Søren Kierkegaard nace en Copenhaguen el 5 de mayo de 1813. Era el último de los siete hijos de Michael Pedersen y de Anna Lund. El padre de Søren, «hombre estimado, piadoso y austero» [Kierkegaard 1980: V A 108], que pertenecía a una secta pietista, educó a su hijo en el más riguroso cristianismo luterano, fundando su religiosidad en un sentimiento opresivo del pecado. Después de cursar sus primeros estudios en la escuela pública, Søren ingresa en 1830 en la Facultad de Teología de la Universidad de Copenhaguen, movido por el deseo paterno de que su hijo se convirtiera en pastor. En esa facultad entra en contacto con los clásicos griegos, pero sobre todo con la dogmática luterana de su tiempo, que en gran parte se alimentaba de la filosofía idealista alemana.
Los años de estudios universitarios presentan un Kierkegaard inclinado a la melancolía, que intentaba esconder bajo una vida mundana de fiestas, bailes y diversiones. Aunque en los últimos años de su juventud Kierkegaard se acerca más sinceramente a la vida cristiana, sin embargo una profunda crisis interior y su escaso interés por los estudios de teología llevaron a este pensador danés a una ruptura con su padre. El 8 de agosto de 1838 moría Michael Pedersen Kierkegaard. Como un gesto de devoción filial, Søren —que se había reconciliado con su padre algunos meses antes de su muerte— hace el examen final de teología en 1840. La tesis versará sobre el concepto de ironía en Sócrates.
La relación con su padre fue de fundamental importancia en la vida espiritual de Søren. Fue él quien le educó en la severidad del pietismo luterano, y le inició en la dialéctica. Gran parte de la melancolía y del sentimiento de culpabilidad kierkegaardianos son herencia del temperamento paterno. Sin embargo, más decisiva que la relación con su padre fue el compromiso y la posterior ruptura con Regina Olsen. Todo parecía andar bien, pero justo después de haberse comprometido, Søren se arrepiente del paso que ha dado: la heterogeneidad de la que es consciente irrumpe en su compromiso desde el comienzo. La relación amorosa con Regina Olsen marcará la vida del filósofo. Hasta el momento de su muerte conservará su recuerdo, reflexionará sobre la rectitud de su conducta, tanto del inicio de su compromiso como de la separación. Pero la decisión había sido tomada: Søren no podía casarse con Regina. Su melancolía habría hecho de ella una persona infeliz, y Kierkegaard no tenía el derecho de hacerlo. Søren siempre interpretó la rotura de la promesa de matrimonio con esa joven como una manifestación de la voluntad divina: «mi compromiso con “ella” y la posterior ruptura dependen en el fondo de mi relación con Dios; forman parte, si se puede hablar así, de mi compromiso con Dios» [Kierkegaard 1980: X5 A 21].
Después de dejarla, Kierkegaard se dedicará de lleno a su actividad literaria, que ya había iniciado. Si bien esta entrega casi completa a la escritura hará que el volumen de sus publicaciones sea bastante notable, en nuestra exposición sobre su pensamiento desarrollaremos solamente los contenidos de sus obras más importantes. Por el momento, basta con advertir la diferencia que hay en sus escritos entre la comunicación directa y la indirecta. La primera es la que Kierkegaard firma con su nombre. Suele tratar de temas religiosos, edificantes, o forman parte de sus confesiones personales, como su voluminoso Diario. La indirecta, que coincide en gran parte con su producción estética, en cambio, es seudónima: en ella, Kierkegaard hace hablar a diferentes personajes, cada uno con una visión del mundo propia, y que no coincide necesariamente con la del mismo Kierkegaard. Por tanto, a la hora de interpretar un determinado texto hay que prestar especial atención al seudónimo y a la perspectiva desde la cual escribe. Así por ejemplo, Johannes Clímacus, seudónimo de la Apostilla conclusiva no científica a las “Migajas filosóficas”, es un no cristiano que busca la verdad, mientras que Anticlímacus, seudónimo de La enfermedad mortal y del Ejercicio del cristianismo, es un cristiano extraordinario.
Entre sus obras más importantes, citamos: Aut-Aut, 1843; Temor y Temblor, 1843; La repetición, 1843; Migajas filosóficas, 1844; El concepto de la angustia, 1844; Estadios en el camino de la vida, 1845, Apostilla conclusiva no científica a las “Migajas filosóficas”, 1846; La enfermedad mortal, 1849; Ejercicio del Cristianismo, 1849; El Momento, 1855.
El carácter polémico de la personalidad y de los escritos de este filósofo danés hicieron que entrara en colisión con muchos de sus contemporáneos, y que causara polémicas frecuentes en la prensa de Copenhaguen, en parte alentadas por el periódico satírico El Corsario. Si el choque con la prensa fue muy áspero y doloroso, el enfrentamiento con la Iglesia Luterana de Dinamarca —la Iglesia del Estado, “el orden establecido”— fue tan violento que llevó a Kierkegaard a la tumba. Los diversos sufrimientos que padeció, la educación paterna, el convencimiento de su propia heterogeneidad son elementos fundantes de su concepción del cristianismo: para él, el cristiano es un contemporáneo de Cristo, que sufre con Él, que se odia a sí mismo para amar a Dios, que es capaz de vivir «en alta mar, allí donde el agua tiene 70.000 pies de profundidad», es decir, en la inseguridad de este mundo pero con la seguridad de la fe. Esta visión se opone a lo que llama “Cristiandad”, esto es, el cristianismo acomodaticio de la Iglesia luterana danesa, donde todos son cristianos, pero se comportan como paganos. Es un cristianismo mundanizado, hecho de cultura y de complicidad con las pasiones de los hombres. Esta Cristiandad está personificada en los pastores —funcionarios oficiales de la Iglesia de Estado, pagados por la casa real— y en particular en la figura del obispo luterano de Copenhaguen, Mynster.
La dureza de la polémica con la Iglesia de Estado terminó por arruinar el débil sistema nervioso de Kierkegaard. El 2 de octubre de 1855 Kierkegaard cayó, sin fuerzas, sobre el pavimento de una calle de Copenhaguen. Un transeúnte lo llevó al Hospital Frederik. Entra en una lenta agonía, que dura hasta el 11 de noviembre de 1855, día en el que el Juez Divino lo llamó a su presencia.
Los documentos más relevantes para conocer el pensamiento íntimo de Kierkegaard son su Diario, y en segundo lugar una obra breve, escrita en 1848, pero que será publicada póstuma en 1859: Mi punto de vista de mi actividad de escritor. En esta obra, una especie de declaración, el pensador de Copenhaguen abre parte de su mundo interior. En ella aparecen las complicadas relaciones que tuvo con sus seudónimos, la conexión entre su obra edificante y su obra estética; y revela, si bien es cierto con pudor, su relación personal con Dios
Desde el comienzo Kierkegaard se define como un “escritor religioso”: «el contenido de este pequeño libro afirma, pues, lo que realmente significo como escritor: que soy y he sido un escritor religioso, que la totalidad de mi trabajo como escritor se relaciona con el cristianismo, con el problema de “llegar a ser cristiano”, con una polémica directa o indirecta contra la monstruosa ilusión que llamamos cristiandad, o contra la ilusión de que en un país como el nuestro todos somos cristianos» [Kierkegaard 1988: 8]. En este rico y al mismo tiempo claro fragmento, encontramos la definición de lo que después será denominado por nuestro autor “el problema”: “cómo llegar a ser cristiano”. Esta cuestión no se entiende si no se encuadra en la dialéctica kierkegaardiana entre cristianismo y Cristiandad.
La Cristiandad consiste fundamentalmente en pertenecer a una comunidad eclesial —la Iglesia Luterana de Dinamarca— representante del “orden establecido”. Es una pertenencia que no implica un modo determinado de vida: uno es cristiano porque ha sido bautizado cuando era niño, porque va a la iglesia el domingo, escucha el sermón del pastor y canta himnos. Pero aquello que el cristiano escucha el domingo no influye en su vida del lunes siguiente. La Cristiandad, dirá Kierkegaard, es una ilusión. La tarea que se propone el filósofo danés —tarea que interpreta como un encargo divino— será desvelar esa ilusión y ese engaño de la Cristiandad, y presentar el verdadero cristianismo, que no es una doctrina para ser expuesta sino para ser vivida.
En el prefacio de los dos primeros Discursos edificantes —es decir, en una obra religiosa— introducirá “la categoría”: “el individuo”: «tenía plena conciencia de que yo era un escritor religioso y que como tal me importaba “el individuo” (“el individuo”, en oposición a “el público”), pensamiento en el que está contenida toda una filosofía de la vida y del mundo» [Kierkegaard 1988: 26].
“El problema” —cómo hacerse cristiano— y “la categoría” —el individuo— se integran mutuamente. El verdadero cristiano será el individuo, la persona singular delante de Dios.
La categoría del individuo, presentada bajo distintas ópticas a través de las obras seudónimas y la comunicación directa, tiene una gran significación dialéctica. Kierkegaard se encuentra en un ambiente intelectual cargado de idealismo: el sistema —así se referirá siempre a la construcción filosófica hegeliana— anula al individuo, porque éste es concebido como un momento del infinito, como simple modo —utilizando terminología spinoziana— del absoluto. El sistema omnicomprehensivo no deja espacio alguno a la libertad, que queda reducida a la autoconciencia de la necesidad. La “mediación” entre los opuestos, operada por la dialéctica hegeliana, será la vida del Absoluto, el proceso necesario de su devenir. Una mediación, por tanto, no libre, en la que las elecciones de los individuos son sólo momentos de la autoafirmación de la vida absoluta del Absoluto. El Absoluto se identifica con el mundo y con la historia universal. En este contexto se comprende la afirmación clara y rotunda de Kierkegaard: «toda la confusión de los tiempos modernos consiste en haber olvidado la diferencia absoluta, la diferencia cualitativa entre Dios y el mundo».
Pero ¿qué es el individuo para Kierkegaard? El filósofo danés concibe al hombre como un ser dialéctico. El hombre no es “uno” desde su inicio: es un compuesto que tiene como tarea propia llegar a ser “individuo”, poniendo la “síntesis” que confiere la unidad a los distintos elementos que lo integran. Sin embargo, no se trata de un proceso necesario, pues la síntesis del individuo es el producto de una elección: ésta se alcanza cuando el hombre se ha escogido a sí mismo libremente, pero sólo si lo ha hecho apoyándose en el Absoluto, como ser libre y al mismo tiempo como dependiente de la Potencia Divina: «al autorrelacionarse y querer ser sí mismo, el yo se apoya de una manera lúcida en el Poder que lo ha creado» [Kierkegaard 1984: 37].
Los análisis existenciales de Kierkegaard presentan diversos niveles de composición en el hombre. En primer lugar, el hombre es una síntesis de cuerpo y alma. A través del cuerpo y el alma los hombres pueden descubrir las posibilidades y las limitaciones de su propia existencia. La síntesis entre alma y cuerpo es denominada “espíritu”. El espíritu pone en relación el alma y el cuerpo, donde se despierta la autoconciencia. Cuando el hombre comienza a reflexionar, después de la etapa inocente de la infancia, el espíritu pone el alma frente al cuerpo: el yo conoce lo que significa cada cosa, sus determinaciones y sus posibilidades, su complementariedad y su oposición. Inicia así el proceso de autoconstitución del individuo, de la autoafirmación.
El yo se constituye en una doble relación: cuerpo y alma deben entrar en relación a través del espíritu, pero el espíritu determina al mismo tiempo una relación consigo mismo, es decir, debe autofundamentarse. Sin embargo, hay que establecer si esta autofundamentación es absoluta o derivada. Kierkegaard entiende esta estructura relacional del hombre no sólo en sentido ontológico, sino sobre todo en sentido ético-religioso. Piensa que una relación que se relaciona consigo misma —es decir un yo— tiene que haberse puesto a sí misma o haber sido puesta por otro. Lo propio de la existencia humana es que no puede ponerse a sí misma, de donde se sigue que ha sido puesta por otro. En ese doble relacionarse, el yo debe escoger si fundamentarse sobre un tercero, es decir sobre la potencia que ha puesto el espíritu mismo, Dios, o autofundamentarse a sí mismo. El yo que se fundamenta en el Absoluto es libertad, precisamente porque ha escogido el Absoluto, que es su origen y su fin, es decir, su verdad intrínseca; el yo que se ha escogido a sí mismo como autofundamento, en cambio, es desesperación.
El yo que se fundamenta sobre sí mismo, dándole la espalda al Absoluto, se desespera porque ha traicionado su propio ser dialéctico, porque hace violencia a su estructura óntica más íntima: ser un espíritu —síntesis de alma y cuerpo— fundamentado en Dios. Como veremos más adelante, el yo desesperado se podrá desesperar en la vida estética, o porque escoge el finito, que no le puede satisfacer, o porque escoge el infinito pero en modo fantástico: entendido como el lugar de las infinitas posibilidades, sin determinarse como espíritu. En definitiva, quien no elige fundamentarse en el Absoluto no ha elegido en realidad, porque el hombre que se pierde en lo inmediato o en la posibilidad infinita del pensamiento no se determina como espíritu, y carece de un verdadero y propio yo.
Los análisis existenciales de Kierkegaard nos conducen a otros niveles de constitución dialéctica. Después del de alma y cuerpo, debemos ahora referirnos a la dialéctica entre finitud e infinitud. El yo del individuo es también una síntesis entre finitud e infinitud. Si el hombre no encuentra esta síntesis en su vida, no llegará a poseer un yo. La infinitud del hombre es un producto de la “fantasía”, que hace que el hombre se encuentre en una existencia ideal, que rechaza las limitaciones del mundo concreto finito, de sus circunstancias reales. En un mundo fantástico el hombre se pierde a sí mismo porque se convierte en un ser imaginario. El rechazo de la finitud refugiándose en una fantasía infinita puede crear los sistemas lógicos abstractos de Hegel; o crear una religión fantástica, en la que el hombre reniega de sí mismo, de su realidad determinada, e intenta relacionarse como espíritu angélico con un dios inventado por él; o vivir de amores ilusorios, después de un desengaño amoroso finito. El yo que rechaza el finito para habitar en un mundo infinito fantástico terminará en la desesperación.
Si el yo se pierde cuando desde la infinitud rechaza la finitud, también se verifica la misma pérdida de sí mismo cuando rechaza lo infinito en nombre de la finitud. El hombre que prescinde del infinito es un hombre mundano, que se encuentra sólo en contacto con lo inmediato, que da valor infinito a cosas que no tienen ninguna importancia: la riqueza, los placeres sensibles, los honores. El hombre mundano se empequeñece, perdiendo su subjetividad: se ve privado de un yo delante de Dios.
La síntesis entre la infinitud y la finitud no se resuelve escogiendo uno de estos dos elementos: «el yo es la síntesis consciente de infinitud y finitud, que se relaciona consigo misma, cosa que solo puede verificarse relacionándose uno con Dios. Ahora bien, llegar a ser sí mismo significa que uno se hace concreto. Pero hacerse concreto no significa que uno llegue a ser finito o infinito, ya que lo que ha de hacerse concreto es ciertamente una síntesis» [Kierkegaard 1984: 60]. El hombre debe hacerse “concreto” —es decir, debe dejar de ser un concepto abstracto de la lógica sistemática—, donde desde la finitud de la corporeidad y de la situación circunstancial llega a relacionarse infinitamente con Dios. La relación personal del hombre con Dios no es “fantásticamente” infinita, es más bien la relación de un hombre que, escogiéndose a sí mismo y fundamentándose en la Potencia Divina, se elige con toda su determinación finita, y no de manera abstracta.
El hombre es también una síntesis de necesidad y posibilidad: «el yo es tanto posible cuanto necesario; ya que sin duda es sí mismo, pero teniendo que hacerse. En tanto que es sí mismo se trata de una necesidad, y en cuanto ha de hacerse estamos ante una posibilidad» [Kierkegaard 1984: 60]. El yo que prescinde de su necesidad será un yo desesperado: el yo huye de sí mismo, para perderse en un mar de posibilidades, sin poder volver a nada que sea necesario. Cuando todo se presenta como posible, el yo se convierte en un espejismo, perdiendo el sentido de la realidad. El hombre irreal es aquél en el que falta la fuerza para obedecer, de someterse a la necesidad del propio yo, aquel en el que falta todo aquello que se puede llamar los límites del propio ser. Por tanto no se acepta a sí mismo con sus limitaciones, y así se convierte en un yo fantasmagórico, irreal.
Paralelamente, el yo que se encierra en la necesidad ha perdido a Dios, porque «para Dios todo es posible». Todo aquel que se encierra en la necesidad no podrá rezar:
«para rezar es necesario, de una parte, que haya un Dios, que haya un yo, y de otra parte que haya posibilidad; o si se quiere expresar de otro modo equivalente, para rezar se necesita un yo y posibilidad, entendiéndola en el sentido más plenario de la palabra, ya que Dios es la absoluta posibilidad, o la absoluta posibilidad es Dios. Y solo quien haya sido sacudido en su íntima esencia de tal modo que llegue a ser espíritu, comprendiendo que todo es posible…, solo ése ha entrado en contacto con Dios. Porque lo que hace que un hombre pueda rezar no es otra cosa que el hecho de que la voluntad de Dios sea lo posible; si no hubiera más que lo necesario, entonces el hombre sería tan esencialmente mudo como lo es el bruto» [Kierkegaard 1984: 72].
Mientras que para el yo fantasmagórico todo es posible porque ha perdido la realidad —«la realidad es la unidad de posibilidad y necesidad»—, el yo que pone la síntesis no pierde la realidad —él es aquello que es— sino que se abre a la posibilidad que se fundamenta en Dios: «el creyente posee el eterno y seguro antídoto contra la desesperación, es decir, la posibilidad; ya que para Dios todo es posible en cualquier momento» [Kierkegaard 1984: 71].
Si bien La enfermedad mortal no analiza explícitamente la síntesis entre tiempo y eternidad, esta dimensión del ser del hombre puede considerarse como uno de los hilos conductores de la entera producción literaria kierkegaardiana. En la obra seudónima El concepto de la angustia, Vigilius Haufniensis utiliza un término danés, Oejeblik —identificable con el Augenblick alemán, es decir, un abrir y cerrar de ojos— como metáfora para referirse a la síntesis de tiempo y eternidad, y que podemos denominar el momento o el instante. Según el seudónimo, la síntesis entre tiempo y eternidad es la “expresión” de la síntesis entre el cuerpo y el alma en el espíritu. Cuando el espíritu —la síntesis— se pone, «es en el momento» [Kierkegaard 1940: 90]. El momento expresa el contacto ambiguo entre tiempo y eternidad. Como veremos más adelante, el momento pertenece al ámbito de la fe: el salto de la fe que acepta la paradoja de un Eterno que deviene —más claramente, de un Dios que se hace hombre—, se da en el momento.
Cuando el hombre vive solamente en la temporalidad, ignorando o dando la espalda a la eternidad, el momento no es la síntesis, sino sólo la fugacidad de un tiempo que es una mera sucesión de instantes, uno junto al otro, sin sentido y sin finalidad. Al mismo tiempo, cuando la eternidad se entiende como abstracta, se la mira como un soldado que en la frontera de su país observa lo inalcanzable; o, como los filósofos sistemáticos, se puede hablar de la eternidad como identidad con el pensamiento puro: haciendo así, la temporalidad se escapa de las manos del especulante. El momento, en cambio, es el instante en el que la eternidad penetra en el tiempo, dando un sentido a la temporalidad. Cuando el hombre pone la síntesis, el tiempo se puede dividir en pasado, presente y futuro: es la eternidad la que provee de sentido y de finalidad al tiempo. Sin el momento —el ambiguo contacto entre el tiempo y la eternidad—, no se podría salir de la ausencia de sentido de la vida estética que vive en medio de la fugacidad, o de la visión cíclica de la historia propia de un paganismo carente de espíritu. La síntesis entre tiempo y eternidad será desarrollada por Kierkegaard sobre todo en el ámbito de las relaciones entre el creyente y Cristo: siendo Cristo el Eterno que se hace hombre y por lo tanto se convierte en temporal, el creyente, mediante la fe, deberá llegar a ser contemporáneo suyo. La contemporaneidad con Cristo es posible por este contacto de la eternidad con el tiempo, que en la condición existencial se verifica en el momento.
Después de estos análisis, el individuo kierkegaardiano aparece como:
a) un ser individual: las únicas cosas que existen son individuos, lo abstracto no existe;
b) dialéctico: en el hombre hay diversos componentes que se deben sintetizar;
c) en proceso: la síntesis del espíritu no viene dada, es un esfuerzo libre para encontrar la unidad en el fundamentarse del yo en el Absoluto;
d) como consecuencia, la síntesis del espíritu se convierte en una tarea ético-religiosa, pues se trata de la constitución del individuo delante de Dios;
e) finalizado teológicamente: el individuo se autoafirma sólo delante de Dios; la falta de fundamento en el Absoluto lleva al yo a la desesperación y a la pérdida de sí mismo.
Según la conciencia que uno tenga de sí mismo, esto es, dependiendo de la fuerza que tenga la autoafirmación del yo, el hombre se encuentra en situaciones existenciales diversas, atraviesa distintos estadios existenciales. En las líneas que siguen intentaremos presentar las características generales de los diversos estadios.
El estadio estético de la existencia representa el nivel más bajo de vida humana: muestra su carencia de espíritu (unidad alma-cuerpo), porque a la persona que es víctima del esteticismo le falta la conciencia de de ser un yo.
En una página de la última parte de Aut-Aut, el autor seudónimo define el estadio estético como aquella situación en la que hombre es aquello que es, y lo compara al estadio ético, en el que el hombre llega a ser aquello en lo que se convierte. De todo lo dicho en las páginas anteriores, parece clara la distinción kierkegaardiana: el hombre es un hacerse, debe alcanzar su telos (fin) —realizar la síntesis del espíritu. Si se queda en lo que simplemente es, sin poner en movimiento el proceso ético de autoconstitución del espíritu, permanece estancado en lo inmediato, en el esteticismo.
El esteticismo es una enfermedad espiritual: la sufre el hombre que carece de interioridad, porque no ha logrado realizar la síntesis entre los elementos que lo componen. El esteta lleva consigo una ruptura interior, que se debe recomponer. En Aut-Aut y en los Estadios en el camino de la vida, Kierkegaard presenta la tipología de esta enfermedad, es decir, los distintos síntomas que ponen de manifiesto que al esteta le falta un yo y que se encuentra, sabiéndolo o no, en la desesperación.
Tipos muy distintos —el borracho, el hombre de negocios, el artista, el engreído— tienen en común la misma enfermedad: el esteticismo. A todos les falta una razón profunda de vivir bien anclada en lo más íntimo de su ser: viven superficialmente. Son lo que son: se identifican con su propia actuación, se encuentran en la superficialidad.
Como al esteta le falta la unidad sintética del espíritu, su no-existencia, es decir el hecho de encontrarse en la superficialidad le lleva a la falta de autodominio, de libertad. El esteta no es dueño de sí mismo: vive siempre fuera de sí, en la superficie. La falta de profundidad, de autoconciencia de poseer un yo, hace que se identifique con su estado de ánimo. Pero los estados de ánimo varían, como cambia continuamente la superficie. El esteta vive en el momento concreto, en el instante presente. Estado de ánimo, instante fugaz: ésta es la vida del esteta. Por este motivo, nunca podrá comprometerse con algo serio, con algo que sea definitivo. No se abrirá a los demás: vivirá encerrado en su identificación con su manifestación. Será un espectador del mundo y de su propia exterioridad, porque no puede actuar fuera de su estado de ánimo. Por tanto, el esteta está al margen de los demás, se separa del resto, pero también se separa de sí mismo: el esteticismo es también encerramiento, hermetismo, egoísmo. El esteta se deja llevar, deja que la vida transcurra fácilmente sin intentar tomar las riendas de su propia existencia personal.
Identificado con su estado de ánimo mudable, está imposibilitado para el amor, porque se encuentra atrapado, no en sí mismo, sino en la superficie de sí mismo. No podrá ni siquiera escoger: delante de él se abren diversas posibilidades, pero al encontrarse instalado en la superficialidad de la vida, no encuentra razones de peso que le muevan a escoger una cosa u otra. La superficialidad es negación de libertad y, por tanto, indecisión.
El hecho de no encontrar un motivo válido para tomar decisiones lleva al aburrimiento: todo da lo mismo. Todo esteta terminará por aburrirse. Pero como el aburrimiento no es un estado de ánimo agradable, el esteta buscará un remedio para combatirlo: la diversión. Divertirse es no sujetarse a un orden establecido, a unas normas, es no comprometerse, no comportarse con lealtad con nada ni nadie. Divertirse significa arbitrariedad: una vida sin peso, sin un plan establecido, haciendo todo aquello que a uno le apetece en cada instante, movido por el estado de ánimo.
Pero la arbitrariedad es un remedio superficial contra un síntoma —el aburrimiento— de una enfermedad profunda: la desesperación.
«Se observa, por tanto, que toda concepción estética de la vida es desesperación, y que todo aquel que vive estéticamente está desesperado, tanto si lo sabe como si no (...). Esta última concepción es la desesperación misma. Es una concepción de la vida estética, porque la personalidad permanece en su propia condición inmediata: es la última concepción de la vida estética, porque en cierto sentido ha acogido en sí la conciencia de la nulidad de sí misma» [Kierkegaard 1989: 98].
El punto final de la vida estética —la desesperación— es también el punto de partida de la vida ética. Desesperarse de uno mismo, darse cuenta de que lo inmediato no puede darle un sentido a la vida, es la única vía de salida para afirmarse a sí mismo como fundamentado en el Absoluto. Por eso, lejos de aconsejar una terapia superficial, Kierkegaard anima al esteta a la desesperación.
Escoger libremente la desesperación: he aquí el comienzo de la vida auténtica. Desesperar de uno mismo para salir del estadio estético significa desesperar de la propia finitud. Desesperar de mi yo finito, y escoger mi yo absoluto es el inicio de la vida ética. Este momento se identifica con el arrepentimiento: cuando uno se desespera de sí mismo, se da cuenta de su propia culpa, y arrepintiéndose encuentra el fundamento del yo en el Absoluto. Sin embargo, no se trata de un paso obligado: el esteta puede permanecer siempre en ese estado.
Decíamos antes que Kierkegaard definía al esteta por la inmediatez, y al ético por el hacerse. Veamos la formulación textual: «¿Pero qué significa vivir estéticamente y qué éticamente? ¿Qué es lo estético que se encuentra en el hombre y qué es lo ético? A esto yo contestaría: lo estético que hay en el hombre es aquello por lo que él es inmediatamente aquello que es, lo ético es aquello por lo que él llega a ser lo que llega a ser» [Kierkegaard 1989: 46]. La existencia ética comporta una tensión hacia un telos, un esfuerzo para llegar a ser espíritu frente a Dios. Por eso hemos dicho antes que no se es individuo, sino que se llega a serlo.
Retomando la teleología aristotélica, Kierkegaard entiende el devenir ético como la tensión entre el yo real y el yo ideal. Pero el yo ideal no es el yo fantástico del esteta que no ha logrado poner el espíritu y se dispersa en un mundo imaginario, en un mar de posibilidades. No, el yo ideal de la existencia ética es el hombre común, el hombre universal, pero al mismo tiempo es el hombre concreto, que intenta alcanzar el yo ideal a través de las circunstancias ordinarias de su vida. Lo ético es, con otras palabras, la vida seria y responsable del hombre honesto.
Este telos personal, puesto por el Absoluto y escogido por el hombre, que se alcanza a través del ejercicio de las virtudes personales, no es solamente individual, porque el darse forma a uno mismo partiendo de nuestras características concretas nos remite hacia el ámbito de lo social, de lo civil: los deberes laborales, familiares y políticos reaparecen en el estadio ético y hacen que el individuo pueda alcanzar lo general al tiempo que se hace a sí mismo.
Si bien en Aut-Aut se alaba y recomienda el estadio ético de existencia contraponiéndolo al estado estético, sin embargo, no es un estadio definitivo. De hecho, en un ultimatum con el que termina esta obra, Víctor Eremita —un supuesto editor del conjunto de escritos que componen Aut-Aut— incluye un discurso de un pastor, cuyo contenido principal consiste en afirmar que delante de Dios siempre estaremos en deuda. En otras palabras, no es posible cumplir a la perfección con el deber ético, con lo general, y estar en perfecta regla con el Absoluto. Por eso, el estadio ético comienza y termina con el arrepentimiento y, por tanto, no puede ser un estadio definitivo.
La ética descrita en Temor y temblor es una ética de tipo kantiano-hegeliana. Es la ética del deber general que está fuera del hombre, y en consecuencia inalcanzable para él con sus solas fuerzas. Nos encontramos ante una cierta simplificación de la ética, y ante un cambio de perspectiva con respecto a la ética que hemos descrito en los párrafos anteriores. Kierkegaard juega con sus seudónimos, cambiando continuamente de enfoque. El blanco de tiro de su seudónimo Johannes de Silentio es ahora la ética kantiana y el intento hegeliano de afirmar la superioridad de la razón con respecto a la fe: ir más allá de la fe.
Según esta ética de lo general, el individuo que no hace lo general necesariamente peca. En este contexto la ética es lo absoluto: no se puede ir más allá. Pero Johannes de Silentio presentará un caso histórico en el que un único individuo fue contra lo general para obedecer a un mandato divino: Abraham, que para obedecer a Dios estuvo dispuesto a matar a su hijo Isaac. ¿Fue Abraham un asesino, un impío, o el padre de la fe? Si la ética de lo general fuera lo absoluto, si la razón fuera la última instancia para establecer las normas morales de conducta, entonces Abraham sería un homicida, con todos los agravantes del asesinato de la propia prole.
Pero la actitud existencial de Abraham no es la de un hombre guiado sólo por la razón. Abraham tiene una pasión infinita, que le lleva a creer en virtud del absurdo: la fe. Esta pasión infinita le pone en contacto con el Absoluto, y por este motivo la ética no desaparece, pero se convierte en algo relativo. El deber absoluto es el que el individuo tiene frente a Dios. No se rechaza la ética, pero encuentra un lugar subordinado respecto a la esfera religiosa. Kierkegaard habla de una suspensión teleológica de la ética: hay algunos deberes personales del individuo respecto a Dios que le hacen ir en contra de lo general.
Abraham no se coloca en contra de lo general por no alcanzar la deseada altura ética. Todo lo contrario: la suspensión teológica de la ética significa que el individuo se coloca por encima de lo general. Colocarse por encima de lo general no es otra cosa que la posibilidad que tiene el individuo de «estar en relación absoluta con el Absoluto» [Kierkegaard 2000: 66]. Según Johannes de Silentio, en eso consiste la paradoja de la fe: «que el individuo es superior a lo general, de manera que es el individuo el que determina su relación con lo general, mediante la relación que tiene con el Absoluto, y no al revés» [Kierkegaard 2000: 73]. El individuo se relaciona con Dios en la fe. La fe es una pasión: el movimiento de la infinitud. La relación absoluta del individuo con el Absoluto no se realiza a través de una mediación reflexiva, sino de un salto: «todo movimiento de infinitud sucede con pasión y ninguna reflexión puede suscitarlo. Este es el salto continuo que explica el movimiento en la existencia, mientras que la mediación es una quimera que debe explicarlo todo en Hegel y al mismo tiempo es lo único que él no intentó explicar» [Kierkegaard 200: 58].
Estas categorías serán desarrolladas con más extensión en sus obras posteriores. En la Apostilla conclusiva no científica a las “Migajas filosóficas”, Johannes Climacus afirma que la forma de llegar a Dios es la subjetiva, es decir, mediante la pasión de la interioridad. Ahora bien, la verdad que presenta el cristianismo es paradójica: Jesucristo. En Él, lo Eterno se hace temporal, Dios se hace hombre. Para aceptar esta verdad no basta el pensamiento conceptual: si el pensador subjetivo vive en la verdad, la verdad de la paradoja se alcanza sólo mediante la pasión, que permite dar el salto de la fe. La pasión de infinitud es la misma verdad. «Pero la pasión de la infinitud es precisamente la subjetividad y así, la subjetividad es la verdad» [Kierkegaard 1972: 368].
Johannes Clímacus ofrece más adelante una definición de verdad: «la verdad es la incertidumbre objetiva mantenida en la apropiación de la más apasionada interioridad, y ésta es la verdad mayor que pueda darse en un existente» [Kierkegaard 1972: 368]. En el ámbito ético-religioso no se da la certeza objetiva, sino la decisión libre de afirmar la incertidumbre subjetiva, movida por la pasión de la infinitud. «Allí donde el camino se bifurca», escribe poéticamente Clímacus: ese instante interior, el de la decisión libre de dar el salto y aceptar —no sólo gnoseológicamente sino existencialmente— la paradoja, que es falta de certeza. Es más, ése es el martirio de la razón que se ve obligada a traspasar sus estrechos esquemas conceptuales y saltar. El salto es la decisión que determina lo que es ser cristiano —la paradoja, que el pensamiento humano acepta superándose a sí mismo y colocándose al margen de los conceptos—. La categoría del “salto” es, de acuerdo con Clímacus, la protesta más determinante que se puede hacer contra el método dialéctico hegeliano. De esta manera, la definición de la verdad es una descripción de la fe:
«sin riesgo no existe la fe. La fe es precisamente la contradicción entre la pasión infinita de la interioridad y la incertidumbre objetiva. Si fuera capaz de llegar a Dios objetivamente, entonces no creería; pero gracias a que no puedo debo creer. Y si quiero conservarme en la fe, deberé siempre procurar mantenerme en la incertidumbre objetiva, no perder de vista que me encuentro en la incertidumbre objetiva “a 70.000 pies de profundidad” y aún así, creer» [Ibidem].
No se puede explicar el cristianismo porque es la religión de la paradoja absoluta: ésta es la demencial pretensión del sistema; el cristianismo no es un problema cultural, sino la religión en la que se acentúa que la existencia es tiempo de decisiones, y que la verdad es la paradoja.
El problema —como llegar a ser cristiano— halla una respuesta determinada fuera del cristianismo: es la de Johannes Climacus, un no cristiano que se acerca al cristianismo, luchando duramente contra la especulación del sistema. Para llegar a ser cristiano es necesario primero transformarse en subjetivo, es decir, pasar de la consideración objetiva a la consideración existencial. Pero la respuesta de Climacus está llena de ambigüedad.
Climacus no es Kierkegaard, porque nuestro autor es cristiano, aunque no se considera a sí mismo un cristiano perfecto. Él es un penitente, que sabe qué es el cristianismo, pero que no lo vive en su plenitud. En 1848 Kierkegaard crea un nuevo seudónimo, Anticlimacus, que es el «cristiano extraordinario». El sí que podrá comunicar directamente el cristianismo, y dar una respuesta exhaustiva al problema de cómo se llega a ser cristiano. Kierkegaard se esconderá entre los lectores de Anticlimacus, y confesará que las obras escritas con este seudónimo serán para él mismo parte de su educación.
La enfermedad mortal y el Ejercicio del Cristianismo, publicados en 1849 y 1850, representan para muchos autores la cima de la producción kierkegaardiana. En la primera se encuentran los elementos más fundamentales de su antropología metafísico-teológica, y describe el drama del hombre que no es consciente o no quiere aceptar su fundación radical en Dios. En la segunda, Anticlimacus ofrece el remedio para la desesperación —la «enfermedad mortal»—: la fe.
El argumento central de La enfermedad mortal es la desesperación. En las páginas precedentes, este argumento ha sido tratado desde diversas perspectivas. Hemos visto cómo el estadio estético termina en la desesperación; análogamente, pasar del estadio ético al propiamente religioso implica también desesperar de las propias fuerzas. Por esto, el análisis de la desesperación nos pone otra vez frente a la categoría del individuo y al problema de como llegar a ser cristiano. La desesperación surge cuando no se acepta la verdad íntima del hombre, es decir la síntesis que es el espíritu basado en el Absoluto. Esta enfermedad mortal se remedia transformándose en el caballero de la fe, y más en concreto, llegando a ser cristiano, es decir, contemporáneo de Cristo.
Anticlimacus define su libro como un ensayo de psicología cristiana para la edificación y el despertar. El carácter de cristiano extraordinario del seudónimo aparece desde la primera página de esta obra, que se abre con las palabras que Jesús pronunció frente a la noticia de la enfermedad de Lázaro: «esta enfermedad no es mortal» (Io XI, 4). Lázaro no morirá, no porque será resucitado por el Señor, dado que después de algunos años volverá a morir. La enfermedad no es mortal porque el Señor es la Resurrección y la Vida. Para el cristiano, la muerte no es el fin absoluto, sino el paso a la verdadera Vida. En cambio, la desesperación es mortal en un sentido fortísimo, que analizaremos en los párrafos siguientes.
Anticlimacus comienza a tratar sobre la desesperación afirmando que la fórmula que define todo tipo de desesperación es la de no querer ser sí mismo. Mediante frases complicadas, el seudónimo explica que en definitiva la desesperación consiste en el no aceptar la condición humana de criatura fundada en el Absoluto. El lector debe tener presente la explicación que hemos hecho de la antropología kierkegaardiana: el individuo es un ser singular, en devenir, que debe sintetizar los elementos dialécticos que forman parte de su naturaleza, y que alcanza la síntesis fundándose en la potencia que lo ha creado, es decir, en Dios. Anticlimacus analiza bastante sistemáticamente las distintas formas de desesperación, pero en estas páginas introductorias se detiene en las dos fórmulas más generales de la desesperación: desesperadamente no querer ser sí mismo, o desesperadamente querer ser sí mismo. Para el seudónimo, esta segunda fórmula —desesperadamente querer ser sí mismo— se reduce a la primera. ¿Por qué? Porque en realidad, querer ser sí mismo de forma desesperada significa rechazar la fundamentación última del individuo en el Absoluto. Para llegar a ser sí mismo es necesaria la fundación teológica. Por lo tanto, querer ser desesperadamente uno mismo se identifica con el no aceptar la condición humana. He aquí el porqué querer ser desesperadamente uno mismo en realidad significa no querer ser lo que el hombre es: un ser creado que encuentra su realización existencial en una relación de fundación con la potencia que lo ha puesto.
Anticlimacus califica la enfermedad de la desesperación como mortal. La explicación es relativamente simple. Cuando no se toma en cuenta la estructura misma del hombre, cuando se pretende ser independientes respecto a Dios, entonces el espíritu trata de desembarazarse de lo eterno que hay en el hombre. Pero esta es una pretensión imposible: eternamente el hombre será un yo que tiene necesidad de una fundación teológica, será un espíritu, y por tanto traerá consigo, si no se cura de la enfermedad, la desesperación. El desesperado muere porque no muere, pero en un sentido completamente contrario al de Santa Teresa de Ávila:
«Así, “estar mortalmente enfermo” equivale a no poder morirse, ya que la desesperación es la total ausencia de esperanzas, sin que le quede a uno ni siquiera la última esperanza, la esperanza de morir. Pues cuando la muerte es el mayor de todos los peligros, se tienen esperanzas de vida; pero cuando se llega a conocer un peligro todavía más espantoso que la muerte, entonces tiene uno esperanzas de morirse. Y cuando el peligro es tan grande que la muerte misma se convierte en esperanza, entonces tenemos la desesperación como ausencia de todas las esperanzas, incluso la de poder morirse» [Kierkegaard 1984: 43-44].
Dicho con otras palabras, el desesperado no tiene salida si no quiere reconocer su fundación teológica. El desesperado no puede ser el yo autónomo e independiente que quiere ser, ni puede dejar de ser, para toda la eternidad, el yo heterónomo y dependiente que es. Es la no aceptación de la propia verdad.
Una vez establecido que la fórmula omnicomprehensiva de toda desesperación es desesperadamente no querer ser sí mismo, procederemos al análisis de las diferentes formas de desesperación, presentándolas desde las diversas perspectivas que utiliza Anticlimacus. La primera perspectiva parte de la composición dialéctica de la síntesis. La desesperación podrá revestir diferentes formas según sean las lagunas en la conciencia de ser una síntesis, es decir, un espíritu. Dicho de otra manera, cuando no se logra realizar la síntesis y prevalece uno de los elementos dialécticos, aparece la desesperación, en cuanto no se quiere ser uno mismo: «La desesperación consiste precisamente en que el hombre no tenga conciencia de estar consituido como espíritu» [Kierkegaard 1984: 53].
El segundo punto de vista será el de la determinación de la conciencia. Según el grado de conciencia del que se goce, habrá más o menos desesperación: a más conciencia, más desesperación. Se puede estar desesperado sin saberlo; se puede desesperar concientemente por debilidad, y finalmente, se puede desesperadamente querer ser sí mismo. Esta última desesperación, todavía más conciente, se identifica con la obstinación.
En el primer caso la desesperación no es conciente, ya que la sensualidad domina completamente y no se tiene conciencia de tener un yo. Esta es la desesperación propia del paganismo y de los cristianos tibios de la Cristiandad: son desesperados que no saben que lo son.
La segunda desesperación, esta sí, consciente, es la desesperación propia de la debilidad. Un hombre puede desesperar por algo terrestre: lo que lleva a la desesperación viene de fuera. Un cambio de fortuna, el no lograr alcanzar metas existenciales puede llevar al hombre a querer ser otro. Esta es una desesperación cómica, propia del hombre inmediato, que está determinado sólo en el ámbito de la temporalidad. Puede ser que el hombre inmediato inicie una autorreflexión, de donde nazca una cierta conciencia del propio yo, pero inmediatamente después el hombre inmediato se desperdigará en un montón de actividades exteriores para olvidar la causa de su desesperación. Pero en este segundo caso se puede encontrar también una desesperación más profunda, más consciente: se puede desesperar de lo eterno para ser consciente de la propia debilidad. El desesperado no puede soportar la conciencia de la propia debilidad, y se cierra en sí mismo, convirtiéndose en taciturno: «El desesperado hermético, ocupado con la relación de su propio yo consigo mismo, sigue viviendo, sucesivamente, unas horas que aunque no vividas de suyo para la eternidad, sin embargo tienen un poco que ver con ella. Lo peor del caso es que nuestro desesperado está estancado ahí» [Kierkegaard 1984:103]. No se avanza, porque la única forma de salir de la desesperación es la fundación en Dios: superar la debilidad del finito con la fortaleza del Infinito. Este tipo de desesperación puede desembocar en una vida desenfrenada, pasional: el yo estará siempre intranquilo, tratando vanamente de olvidar una deseperación que no se puede olvidar en la vida inmediata. O también puede terminar en el suicidio.
Pero la desesperación más profunda, más conciente, es la del tercer grado, que Anticlimacus identifica con el desesperadamente querer ser sí mismo. Si la segunda era la desesperación de la debilidad, esta es la de la obstinación. El seudónimo describe en el siguiente pasaje la esencia de la rebelión contra Dios, y preanuncia el superhombre nietzscheano:
«Para que uno quiera desesperadamente ser sí mismo tiene que darse la conciencia de un yo infinito. Sin embargo, este yo infinito no es propiamente sino la más abstracta de las formas y la más abstracta de las posibilidades del yo. Y es cabalmente este yo el que el desesperado quiere ser, desligando al yo de toda relación al Poder que lo fundamenta, o apartándolo de la idea de que tal Poder exista. Con el recurso de esta forma infinita pretende el yo, desesperdamente, disponer de sí mismo o ser su propio creador, haciendo de su propio yo el yo que él quiere ser, determinando a su antojo todo lo que su yo concreto ha de tener consigo o ha de eliminar. Este su yo concreto o esta su concreción ha de contar sin duda cierta necesidad y ciertos límites, ya que es algo completamente determinado, que tiene estas o las otras cualidades, estas o las otras disposiciones, etc., y que está delimitada por unas u otras circunstancias concretas, etc. Sin embargo, con el recurso a esa forma infinitamente abstracta que es el yo negativo, nuestro hombre quiere que se le dejen las manos libres desde el principio para conformar todas esas cosas desde el principio para conformar todas esas cosas a su capricho, y así sacar de todo ello el yo que él quiere ser a expensas de esa forma infinita del yo negativo. Y solo por este camino quiere ser sí mismo. Esto significa que nuestro hombre quiere comenzar un poco antes que todos los demás hombres, pues no desea empezar con y mediante el principio, sino “en el principio”. Nuestro hombre no quiere revestirse con su propio yo, ni tampoco estima que su tarea haya de estar relacionada con el yo que se le ha dado, sino que personalmentea quiere construir de raíz, encarnando aquella forma infinita» [Kierkegaard 1984: 107].
La desesperación obstinada es ya una rebelión contra Dios, la vana pretensión de autofundación de la criatura, renegando o ignorando al Creador. Se rechaza la visión de la existencia como deber recibido de lo alto, y se lo cambia por una visión prometeica de autocreación.
Hasta aquí, Anticlimacus ha expuesto las distintas formas de desesperación que aparecen según los puntos de vista que adopta el observador. Ahora, el seudónimo añade otro elemento. Cuando la desesperación se produce delante de Dios, nos encontramos frente a una circunstancia agravante: la desesperación se convierte en el pecado por antonomasia.
Si en la primera parte del libro Anticlimacus define la desesperación como enfermedad mortal, la segunda y última parte se titula «La desesperación es el pecado». Así comienza a tratar este tema:
«Hay pecado cuando delante de Dios, o teniendo la idea de Dios, uno no quiere desesperadamente ser sí mismo, o desesperadamente quiere ser sí mismo. Por lo tanto, el pecado es la debilidad o la obstinación elevadas a la suma potencia; el pecado es, pues, la elevación a la potencia de la desesperación. El acento cae aquí en ese delante de Dios, o en que se tenga al mismo tiempo la idea de Dios. Es precisamente esta idea de Dios la que en todos los sentidos, dialéctico, ético y religioso, hace que el pecado se convierta en lo que los juristas podrían llamar “desesperación calificada”» [Kierkegaard 1984: 118].
Anticlimacus llama yo teológico a la conciencia que se da cuenta de encontrarse delante de Dios. El yo es siempre un individuo delante de Dios. La desesperación potenciada, es decir el pecado, está también siempre delante de Dios. Si esto es el pecado, lo contrario del pecado no es la virtud, como pensaban los antiguos, sino la fe. La única cosa del mundo que puede extirpar la desesperación es la fe: el fundarse transparente del yo en la potencia que lo ha puesto.
En 1850 Kierkegaard publica su última gran obra seudónima: Ejercicio del Cristianismo. Lo hace bajo el seudónimo Anticlimacus, el mismo que el de La enfermedad mortal. El ligamen entre estas dos obras es fuerte. En La enfermedad mortal Kierkegaard presenta la enfermedad, es decir la desesperación. En el Ejercicio del Cristianismo, en cambio, se presenta el remedio, o sea la fe en la Persona que afirmó: «Yo soy la Resurrección y la Vida». Además, el problema de llegar a ser cristiano toma formas definidas, que alejan la respuesta de Anticlimacus —y en este caso, también de Kierkegaard— de las ambiguas respuestas de Johannes Climacus.
Anticlimacus retoma la temática de la paradoja, ya afrontada en Temor y temblor, en las Migajas y en la Apostilla conclusiva. La paradoja esencial es el Hombre-Dios, Cristo, el Absoluto que deviene, el Eterno que entra en la historia. Si la paradoja era tratada en forma más general en la Apostilla, en el Ejercicio del Cristianismo la paradoja es siempre personal: Jesucristo, Hijo Eterno del Padre, hecho hombre para redimirnos.
Frente a la paradoja esencial, la alternativa, el aut-aut, es escandalizarse o creer. En relación al Hombre-Dios, el escándalo puede encontrar dos formas. Una es «la posibilidad esencial del escándalo en el sentido de la elevación, que un hombre individual habla y obra como si fuese Dios, dice ser Dios» [Kierkegaard 1971: 164]. La otra forma es la posibilidad esencial del escándalo en la dirección de la humillación, es decir, el que pretende ser Dios aparece como un ser humano humilde, pobre, sufriente, y, finalmente, impotente. Muchos hombres se bloquean frente a esta humillación. En el primer caso se parte de la cualidad hombre, y el escándalo se apoya en la cualidad Dios; en el otro, se parte de la determinación que es Dios, y el escándalo se apoya sobre la determinación hombre: «La posibilidad del escándalo, baluarte o arma de defensa de la fe, es hasta tal punto ambigua que toda razón humana está obligada de alguna manera a detenerse, debe encontrarse con el obstáculo de tomar la decisión de si debe: o escandalizarse o creer» [Kierkegaard 1971: 165-166].
El verdadero cristiano es el que no se escandaliza de la paradoja esencial. La acepta en virtud del salto de la fe. Superar el escándalo requiere un esfuerzo supremo, que se puede realizar solamente con la fe. La fe se presenta como la cosa más difícil del mundo, porque la posibilidad del escándalo respecto a Cristo en cuanto Hombre-Dios subsistirá hasta el fin de los siglos. Si se quita la posibilidad del escándalo —como tratan de hacer los filósofos sistemáticos, que se engañan pensando que contemplan sub specie aeterni, o los racionalistas que niegan su divinidad— se suprime también a Cristo, se lo transforma en una cosa distinta de lo que Él es: el signo de escándalo y el objeto de la fe. El hacerse cristiano es una tarea difícil: no es una categoría social objetiva, identificable con el simple pertenecer a la Cristiandad, al orden establecido. La fe exige abandonar la razón, y en este abandono la razón descubre sus propios límites. Según Anticlimacus, el límite consiste en el verificar que los así llamados preambula fidei, las pruebas racionales, «sirven como máximo para establecer que, en relación a Él (Cristo), lo que el hombre puede hacer desde aquel momento, es plantearse la decisión: ¿tú quieres creer o escandalizarte?... Para Cristo las pruebas no pueden conducir a nadie a la fe. Todo lo contrario. Pero en el momento en el que la fe es todavía incipiente, las pruebas pueden ayudar al hombre a prestar atención» [Kierkegaard 1971: 155-156].
Prestar atención, pero no llegar a una conclusión definitiva. La razón no penetra nunca en el Absoluto. El interés de la fe respecto al creer es el de concluir y llegar a una decisión absoluta mediante el salto de la fe; el interés de la razón es el de tener la reflexión en vida hasta que haya una certeza objetiva. La fe quiere llegar al Absoluto, la razón quiere continuar la reflexión. La fe no es una determinación en la dirección de la intelectualidad, sino una categoría ética: está indicando la relación entre Dios y el hombre. Por esto se exige la fe de creer contra la razón. La posibilidad del escándalo sólo puede ser evitada en un modo: con el creer. Pero aquel que cree ha debido primero pasar a través de la posibilidad del escándalo.
La razón lleva al hombre hasta las puertas de la fe: no puede ir más allá. La elección entre el escándalo y el creer se debe hacer con un acto de libre voluntad. Cristo quiere ayudar a todo hombre a llegar a ser sí mismo. Él exige que cada hombre entre en sí mismo y llegue a ser sí mismo, para después atraerlo a Sí. Quiere atraer a Sí a todo hombre, pero «para hacerlo en verdad Él quiere solamente atraerlo como un ser libre, y por lo tanto a través de una decisión» [Kierkegaard 1971: 219].
La fe no es una mera decisión humana: es también don de Dios. Todos los esfuerzos están destinados al fracaso sin la ayuda de la gracia. No son las razones las que sostienen las convicciones, sino las convicciones las que fundamentan las razones. La intervención de Dios, que da el impulso decisivo y la convicción absoluta en el creer, configura lo que Kierkegaard llama «la condición». El punto de partida para llegar a ser cristiano es recibir la condición, que remedia la debilidad de la conciencia histórica, siempre aproximativa, y la debilidad del pecado. La condición viene en ayuda del pecador, y por tanto «la única puerta de entrada al cristianismo es la conciencia del pecado: pretender entrar por otro camino significa cometer contra el cristianismo un delito de lesa majestad. Sólo la conciencia del pecado garantiza el respeto absoluto... precisamente porque la infinita diferencia cualitativa ponga de relieve que sólo la conciencia del pecado es la entrada, es la visión que, siendo de absoluto respeto, puede ver también la mansedumbre, el amor y la misericordia del cristianismo» [Kierkegaard 1971: 131]. La conciencia de ser pecador hace necesaria la ayuda de Dios. Así, el pecador se dispone a recibir la condición, es decir el don de la fe.
La condición, recibida por Cristo, hace que el hombre pecador pueda encontrarlo personalmente. La condición permite hacerse contemporáneo de Cristo. No se trata de una contemporaneidad inmediata, entendida en sentido cronológico. La condición se da en el momento, es decir, en el punto de encuentro —en la síntesis— entre eternidad y tiempo. El ser contemporáneo de Cristo «se verifica cuando la razón y la paradoja se encuentran felizmente en el momento; por tanto, la razón se echa a un lado y la paradoja se concede por sí misma» [Kierkegaard 1971: 119]. Por la fe, la exigencia de la contemporaneidad en la relación con Dios comporta que en la relación con el Absoluto no haya más que un solo tiempo: el presente. Y dado que Cristo es el Absoluto, es fácil ver que respecto a Él es posible sólo una situación: la de la contemporaneidad.
La razón se debe poner a un lado, para dejar espacio a la fe. Cuando no hay fe, y existiendo la posibilidad del escándalo, sólo se ve a Cristo como la figura del siervo. Ergo, «el Cristianismo se convierte para él en una locura, porque no es conmensurable con ningún “porqué” finito» [Kierkegaard 1971: 125-126]. El Invitante tenía una idea de la miseria humana completamente distinta de la de los hombres. Si hubiera querido, Cristo habría podido aparecer como una persona importante, fuerte. En cambio quiso deliberadamente ser el humilde, el pobre, el sufriente, para demostrar que el testigo de la verdad debe sufrir en todo tiempo hasta la crucifixión. Para el hombre que se deja guiar sólo por la razón, esto es un tormento, y además se convierte en un delito a los ojos de los contemporáneos. Pero para aquél que se deja guiar por la fe, la contemporaneidad con Cristo implica la categoría religiosa por excelencia: el «por ti». Cristo ha vivido en el abajamiento «por ti». Si uno se hace verdaderamente contemporáneo de Cristo a través de la fe, seguirá viendo la figura del siervo, del humilde, del sufriente. Hacerse uno literalmente con el más miserable significa para el mundo un exceso, un «demasiado», pero para el hombre de fe es el único camino. La posibilidad del escándalo es necesaria en la situación de la contemporaneidad con Cristo. El ser cristiano está ligado a la posibilidad del escándalo.
Johannes Climacus definía las verdades ético-religiosas del pensador subjetivo como verdades de apropiación. En la línea de Climacus, Anticlimacus subraya la necesidad de vivir las verdades religiosas, y en concreto, de hacerse una misma cosa con la paradoja esencial, con Cristo. Ser contemporáneo de Cristo implica por lo tanto una actitud existencial concreta, la de la imitación: «cada uno por su cuenta, poniéndose en tranquila interioridad delante de Dios, debe humillarse reconociendo lo que comporta el ser cristiano en el sentido más riguroso, y confesando sinceramente delante de Dios hasta qué punto él es cristiano, con el fin de recibir dignamente la gracia que se le ofrece a todo hombre imperfecto, es decir, a todos» [Kierkegaard 1971: 130]. Cristo ha venido al mundo con el propósito de ser el «Modelo» a imitar. Esta voluntad de Cristo está incluida en la voluntad más general de salvar al mundo. Los hombres se salvan siguiendo las huellas de Cristo, la «impronta» que Él ha querido imprimir. Imitarlo significa que nuestra vida debe tener una semejanza con la suya.
La actitud del imitador es distinta de la del admirador: «Un imitador es o aspira a ser lo que admira; un admirador en cambio permanece personalmente fuera: en modo consciente o inconciente él evita ver que aquel objeto contiene, por lo que a él respecta, la exigencia de ser o al menos de aspirar a ser lo que él admira» [Kierkegaard 1971: 298]. Anticlimacus pone un ejemplo muy claro de un admirador: el joven rico (Mt XIX, 22), que admiraba a Cristo pero que no se decidió a seguirle e imitarle. El test para saber si uno es cristiano es precisamente la imitación de Cristo. ¿Qué nos ha dejado el Modelo? Cristo nace en la humildad, vive pobre, abandonado, despreciado y humillado. Nuestra existencia terrena es un examen sobre la imitación del modelo. «Ser hombre, vivir en este mundo, significa ser puesto a prueba, y la vida es un examen» [Kierkegaard 1971: 241].
Pero el imitador, aunque tenga la condición dada por el Maestro, sigue siendo un pecador. La puerta de entrada al cristianismo es la conciencia del pecado. Delante de Dios no podemos esconder nuestros pecados. El verdadero cristiano, cuanto más se siente a sí mismo como pecador, tanto más desea ardientemente al Salvador. El verdadero cristiano, en cuanto discípulo de Cristo, es aquel que se transforma en un penitente que desea infinitamente a Dios. El penitente debe vivir con severidad, porque «no hay para nosotros más que una salvación: el cristianismo. También para el cristianismo no hay más que una salvación: la severidad. No nos podemos salvar con la blandura» [Kierkegaard 1971: 284]. La severidad cristiana es vivir con Cristo, en cuanto Él es la Verdad y la Vida. «Ser imitador de Cristo significa que tu vida presenta una semejanza con la suya, toda la semejanza que puede tener una vida humana» [Kierkegaard 1971: 166].
El cristianismo no es una doctrina para enseñar o aprender: es una Verdad que se hace Vida. No es la certeza objetiva de la especulación, sino la subjetivización en la propia existencia personal de una Vida que es una Persona: la de Cristo.
Kierkegaard presenta una de las críticas más radicales al sistema hegeliano, con su revaloración del singular como individuo dotado de dignidad, y con la función central de la fe para alcanzar el Absoluto. De Kierkegaard parten diversas corrientes filosóficas contemporáneas, como algunas manifestaciones del personalismo y del existencialismo. Su obra pasó inadvertida en su siglo, pero a partir del siglo XX asistimos a una auténtica Kierkegaard Renaissance.
La lectura kierkegaardiana de algunos representantes del existencialismo, como Heidegger y Sartre, adolecen de parcialidad. Sus análisis de la angustia y la desesperación encuentran una cierta inspiración en el pensador danés, pero ni la angustia ni la desesperación son la última palabra de Kierkegaard. Si confiamos en la sustancial sinceridad de las confesiones de este autor, tendremos que admitir el carácter religioso que Kierkegaard quiso imprimir a su obra. No se puede entender a Kierkegaard fuera del radicalismo cristiano, que se encuentra en oposición dialéctica respecto a la racionalización hegeliana de los misterios de la fe, y a la reducción del cristianismo a cultura operada por algunas comunidades luteranas del siglo XIX. La lectura existencialista queda fundamentalmente como una versión trunca del pensamiento de Kierkegaard.
Si esta lectura es parcial, también peca de exagerada la pretensión de convertir a Kierkegaard en un pensador católico in abscondito. A pesar de sus críticas al luteranismo de su época, su afirmación del mérito de las obras y de otros elementos de la dogmática católica, Kierkegaard se encuentra lejos de la ortodoxia, sobre todo en lo que respecta al carácter razonable —no racionalista— de la fe.
Kierkegaard tiene mucho que decir al hombre contemporáneo. Su misión fue la de abrir caminos, que podrán ser transitados con provecho por los que quieren encontrar en el hombre una fundación teológica y un destino trascendente.
Kierkegaard, S. (editores: A. B. Drachmann, J. L. Heiberg, y H. O. Lange), Samlede Værker, vols. I-XIV, Gyldendal, København 1901-1906 (Primera edición).
Kierkegaard, S. (editores: A. B. Drachmann, J. L. Heiberg, y H. O. Lange), Samlede Værker, vols. I-XV, Gyldendalske Boghandel – Nordisk Forlag, København 1920-1936 (Segunda edición).
Kierkegaard, S. (editores: P. A. Heiberg, V. Kuhr, and E. Torsting), Søren Kierkegaards Papirer, I-XI3, Gyldendal, København 1909-1948 (suplemento a cargo de N. Thulstrup, Gyldendal, København 1968-1978).
Kierkegaard, S. (editores: N. Cappelørn, J. Garff, J. Knudsen, J. Kondrup, y A. McKinnon), Søren Kierkegaards Skrifter, Gad Publishers, København 1997- (La colección consta por ahora de 28 volúmenes de escritos de Kierkegaard, acompañados de otros 28 volúmenes de comentarios).
Kierkegaard, S. Escritos 1. De los papeles de alguien que todavía vive. Sobre el concepto de ironía (2.ª edición, 2006)
Kierkegaard, S. Escritos 2. O lo uno o lo otro. Un fragmento de vida I (2006)
Kierkegaard, S. Escritos 3. O lo uno o lo otro. Un fragmento de vida II (2007)
Kierkegaard, S. Escritos 4/1. La repetición. Temor y temblor (2019)
Kierkegaard, S. Escritos 4/2. Migajas filosóficas. El concepto de angustia. Prólogos (2016)
Kierkegaard, S. Escritos 5. Discursos edificantes. Tres discursos para ocasiones supuestas (2010)
Kierkegaard, S. Escritos 6. Etapas en el camino de la vida (2023)
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Velocci, G., Filosofia e Fede in Kierkegaard, Città Nuova, Roma 1976.
Kierkegaard en español: http://www.uia.mx/departamentos/dpt_filosofia/kierkergaard/home.html
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Fazio, M., Søren Kierkegaard, en Fernández Labastida, F. – Mercado, J. A. (editores), Philosophica: Enciclopedia filosófica on line, URL: http://www.philosophica.info/archivo/2007/voces/kierkegaard/Kierkegaard.html
Información bibliográfica en formato BibTeX: mff2007
Digital Object Identifier (DOI): 10.17421/2035_8326_2007_MFF_1-1
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© 2007 Mariano Fazio y Philosophica: Enciclopedia filosófica on line
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