Philosophica
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VERSIÓN DE ARCHIVO 2011


Francisco de Vitoria

Autor: Mariano Fazio

El pensamiento de Francisco de Vitoria, fraile de la Orden de Predicadores, constituye un hito en la historia de las ideas políticas occidentales. Habiendo pasado desapercibida su figura durante un largo período, los estudios vitorianos han cobrado nuevo vigor desde las primeras décadas del siglo pasado, con las investigaciones de Getino, Beltrán de Heredia, Carro, Barcia Trelles, etc. Con el paso del tiempo, el interés que suscita la doctrina política vitoriana no ha hecho más que crecer, y nos encontramos ante una auténtica Vitoria Renaissance.

La doctrina política de Vitoria representa un punto de referencia importante, que marcará el inicio de una línea de pensamiento que atravesará toda la Modernidad. Tanto en sus lecturas como en sus relecciones, Vitoria procura distinguir claramente, sin por eso establecer una oposición, entre los órdenes natural y sobrenatural, en actitud crítica respecto a ciertas tradiciones medievales de tipo teocrático y clerical. La afirmación de la persona como sui iuris, y la aplicación de esta noción antropológica al caso de los indios americanos, la equiparación jurídica entre sociedades cristianas y paganas, la afirmación de la universal pertenencia a una comunidad de naciones en virtud de la naturaleza humana, hacen de Vitoria un puente entre el Medievo y la Modernidad, inaugurando un proceso de auténtica desclericalización y de afirmación de la autonomía relativa de lo temporal.

1. Encuadramiento histórico

Francisco de Vitoria nace en Burgos en torno al año 1492 [Beltrán de Heredia 1953: 275-289; 1943: 44-64]. En plena adolescencia profesa en la Orden de Predicadores, en el convento de su ciudad natal. En 1509 o 1510 se traslada a París, para proseguir su formación. Permanecerá en el Colegio de Santiago, y realizará estudios de filosofía y teología guiado por la ciencia de expertos maestros. Recibe el influjo de tres escuelas de pensamiento: el tomismo, el nominalismo y el humanismo renacentista. Juan Fenario y Pedro Crockaert le introducirán en el estudio del Doctor Angélico. Conviene señalar que Pedro Crockaert fue quien, en 1507, generaliza el uso de la Summa Theologiae de Santo Tomás de Aquino como texto básico de sus enseñanzas en París, en vez de las Sentencias de Pedro Lombardo. John Maior, Juan de Celaya y Jacobo Almain, maestros nominalistas moderados, dejaron huella clara en su formación, como se puede comprobar por las constantes referencias al pensamiento de estos autores en sus obras, ya sea para mostrar su acuerdo, ya para la criticarlos [Brufau Prats 1989a: 50]. El trato con los humanistas Luis Vives y Erasmo de Rotterdam está más que documentado [Beltrán de Heredia 1939: 93-114; Truyol Serra 1946: 18].

Comentador de las Sentencias en 1516-17 siendo aún estudiante, prepara la edición de distintas obras —entre otras, prologa una edición de la Suma moral de San Antonino de Florencia— e inicia su tarea docente. En 1523 regresa a España. Será profesor regente de los estudios del Colegio de San Gregorio de Valladolid. En 1526 gana, frente al portugués P. Margallo, las oposiciones para la cátedra de Prima de Teología de la Universidad de Salamanca. Allí estará Vitoria el resto de su vida. Durante 20 años regenteará dicha cátedra, hasta su muerte, producida el 12 de agosto de 1546.

Nuestro fraile será un verdadero innovador en los métodos de enseñanza universitaria. Siguiendo el ejemplo de su maestro Crockaert, introduce la lectura directa de la Summa Theologiae en sustitución de las Sentencias. Su forma de exponer los distintos argumentos, mediante el dictado, ha permitido que se conservara su docencia oral, a través de las notas tomadas por sus alumnos. Sus obras se pueden dividir en Lecturas o comentarios —que nos han llegado sólo por apuntes de clase— y Relecciones o especulaciones sobre un tema concreto tratado en las lecciones ordinarias. Estas últimas eran una reminiscencia de las Quaestiones disputatae y de los Quodlibeta medievales, y se daban generalmente en la primavera de cada año, por ley de la Universidad. Se supone que el maestro Vitoria pronunció 15 relecciones, de las cuales se conservan los textos de 13 [Beltrán de Heredia 1928: 110-119].

2. Filosofía política

La originalidad de la obra de Vitoria radica en su filosofía política. La teoría político-social y su doctrina internacionalista se encuentran básicamente en dos relecciones: De potestate civili (1528) y De Indis (1538). De su exposición podremos obtener una síntesis de su pensamiento filosófico.

2.1. La relección De potestate civili

La primera de sus relecciones, pronunciada ante profesores y alumnos de la Universidad de Salamanca en la Navidad de 1528, lleva el título De potestate civili.

En esta relección, el maestro de teología desea exponer el origen y el fin del poder político. Lo hará sirviéndose de la doctrina aristotélica de las cuatro causas, integrando algunas afirmaciones metafísicas del estagirita con otras, también del Filósofo, de carácter antropológico y político. La inspiración aristotélica de la relección es clara. Ya desde el inicio Vitoria afirma que «teniendo en cuenta que entonces tenemos por conocida una cosa cuando conocemos sus causas, como Aristóteles enseña, muy del caso parece que investiguemos ahora las causas de la potestad civil y laica» [Vitoria 1960: 152].

Vitoria debe justificar la potestad del gobernante. Para ello acude a la antropología, que le proporcionará la noción de zoon politikón, y en consecuencia se podrá establecer el carácter natural de la sociedad civil y la necesidad de un poder político que dé unidad y coordinación a los diferentes lazos sociales. Como buen aristotélico, la primera causa que Vitoria toma en consideración es la causa final. El dominico parte de una visión teleológica del universo, de cuño inequívocamente aristotélico: «Advirtamos en primer lugar, lo que Aristóteles enseña en los Físicos: no sólo en las entidades naturales y tangibles, sino también en todas las cosas humanas, la necesidad ha de ser ponderada por el fin, que es causa primera y principal de todas». Según nuestro maestro salmantino, la intrínseca teleología de lo creado «es un formidable argumento filosófico que baña de luz todos los problemas» [Vitoria 1960: 152-153].

Si el fin da razón de la necesidad de los entes creados, hay que partir del análisis de las propiedades del hombre para establecer el carácter natural o artificial de la vida en sociedad. En comparación con los animales, a quienes la madre Naturaleza dotó de medios de defensa propios para poder sobrevivir, el hombre aparece como un ser necesitado de la ayuda de los demás: «Sólo al hombre, concediéndole la razón y la virtud, dejó frágil, débil, pobre, enfermo, destituido de todos los auxilios, indigente, desnudo e implume, como arrojado de un naufragio (...) Para subvenir, pues, a estas necesidades, fue necesario que los hombres no anduviesen vagos, errantes, y asustados, a manera de fieras en las selvas, sino que viviesen en sociedad y se ayudasen mutuamente» [Vitoria 1960: 154-155].

Además de las necesidades materiales, ligadas a la supervivencia, el hombre necesita de la ayuda mutua para desarrollar sus capacidades intelectuales y morales. Si las facultades del alma —inteligencia y voluntad— especifican al hombre, concuerda con el Filósofo en que «sólo con doctrina y experiencia se pueden perfeccionar el entendimiento, lo que en la soledad de ningún modo puede conseguirse» [Vitoria 1960: 155]. Respecto a la voluntad, «cuyos ornamentos son la justicia y la amistad, quedaría del todo deforme y defectuosa, alejada del consorcio humano; la justicia, en efecto, no puede ser ejercitada sino entre la multitud, y la amistad, sin la cual no disfrutamos del agua ni del fuego ni del sol, como Cicerón dice en muchos lugares, y sin la cual, como Aristóteles enseña, no hay ninguna virtud, perece totalmente en la soledad» [Vitoria 1960: 155]. La conclusión antropológica vitoriana es clara: «Quapropter et in I Politicorum Aristoteles ostendit hominem naturaliter esse civilem, sociabilemque». El hombre naturalmente civil y social hace necesario el hecho de que «la fuente y origen de las ciudades y de las repúblicas no fue una invención de los hombres, ni se ha de considerar como algo artificial, sino como algo que procede de la naturaleza misma» [Vitoria 1960: 155].

El Estado surge de esa exigencia básica de sociabilidad que es la necesidad natural del hombre de agruparse para cumplir sus propios fines naturales. De ahí brota la justificación de todos los grados y formas sociales, pero de una manera especial la comunidad política. Ésta, entre todas las agrupaciones sociales, viene determinada como la más natural al hombre, la más conveniente y enraizada en la naturaleza. Lo es más que la familia: «la sociedad es como si dijéramos una naturalísima comunicación y muy conveniente a la naturaleza. Aunque los miembros de la familia se ayuden mutuamente, una familia no puede bastarse a sí, sobre todo tratándose de repeler la fuerza y la injuria» [Vitoria 1960: 156-157]. El criterio de valoración empleado por Vitoria está centrado en el orden de la perfección y autosuficiencia, en vez del valor, quizá más intuitivo, de generación u origen [Urdanoz 1960: 116].

Vitoria, decíamos, se pregunta por el origen del poder político. El dominico parte de la afirmación paulina: «No hay poder que no emane de Dios» [Rom 13, 1]. La consecuencia es que «todo poder público o privado por el cual se administra la república secular, no sólo es justo y legítimo, sino que tiene a Dios por autor, de tal suerte que ni por el consentimiento de todo el mundo se puede suprimir» [Vitoria 1960: 151].

El razonamiento que le lleva a enraizar toda potestad en Dios es filosófico, y no exclusivamente teológico. La vía es demostrar que al igual que la sociedad pertenece al derecho natural —derecho que es divino en cuanto Dios es el autor de la naturaleza humana—, la autoridad surge como consecuencia de ese mismo derecho. Con el riesgo de ser repetitivos, citemos nuevamente a Vitoria: «está pues claro que la fuente y origen de las ciudades y de las repúblicas no fue una invención de los hombres (...) sino algo que procede de la naturaleza misma (...) De ese mismo capítulo se infiere prontamente que los poderes públicos tienen el mismo fin y la misma necesidad que las ciudades. Porque si para guarda de los mortales son necesarias las congregaciones y asociaciones de hombres, ninguna sociedad puede persistir sin alguna fuerza y potestad que gobierne y provea. La misma es, pues, la utilidad y el uso del poder público que el de la comunidad y sociedad» [Vitoria 1960: 157].

La necesidad natural, derivada del fin, debe extenderse a la autoridad pública. El paso lógico de uno al otro concepto lo presenta como algo evidente:

1) la sociedad es necesaria para la perfección de la vida humana.

2) Pero esta sociedad no puede conservarse sin el poder público.

3) Ergo, es igualmente necesario y natural exigencia que exista la pública potestad.

¿Por qué una sociedad no se puede conservar sin el poder público? «Así como el cuerpo del hombre —responde nuestro autor— no se puede conservar en su integridad si no hubiera alguna fuerza ordenadora que compusiese todos los miembros, los unos en provecho de los otros y, sobre todo, en provecho del hombre entero, así ocurriría en la ciudad si cada uno estuviese solícito de sus propias utilidades y otros descuidasen el bien público» [Vitoria 1960: 157-158].

Partiendo de la causa final del poder público, es decir la necesidad de conservar la integridad social y la armonía entre los miembros de la comunidad, y la ayuda que se debe prestar al perfeccionamiento moral de los hombres, Vitoria presentará las causas eficiente, material y formal del poder político. La causa eficiente será Dios: «De lo ya dicho, la causa eficiente del poder civil se entiende fácilmente. Habiendo mostrado que la potestad pública está constituida por derecho natural, y teniendo el derecho natural a Dios por autor, es manifiesto que el poder público viene de Dios y que no está contenido en ninguna condición humana ni en algún derecho positivo» [Vitoria 1960: 158].

El paso sucesivo, siguiendo el mismo orden de la causalidad y una vez analizadas las causas final y eficiente de la potestad civil, será estudiar la causa material: «Y la causa material en la que dicho poder reside es por derecho natural y divino la misma república, a la que compete gobernarse a sí misma, administrar y dirigir al bien común todos sus poderes. Lo que se demuestra de este modo: como por derecho natural y divino hay un poder de gobernar la república y, quitado el derecho positivo y humano, no haya razón especial para que aquél poder esté más en uno que en otro, es menester que la misma sociedad se baste a sí misma y tenga poder de gobernarse» [Vitoria 1960: 159].

Queda por analizar la causa formal del poder político, o, lo que viene a ser lo mismo, encontrar su definición. Vitoria lo hace recogiendo una definición anterior —«El poder público es la facultad, autoridad o derecho de gobernar la república civil» [Vitoria 1960: 165]— , sin entrar más a fondo en lo que ello suponga, por considerar que con la explicación de las tres causas anteriores ya ha quedado todo dicho. Urdanoz ve en ello la determinación de la potestad como forma de la sociedad: según lo dicho, la potestad pública es considerada, siguiendo el rigor del método escolástico, como un principio formal no susceptible de definición completa y cuya naturaleza se descubre por las tres causas ya analizadas. Éstas han sido las mismas que las del Estado y, además, la definición expuesta explica la potestad en función de la misma sociedad en que reside [Urdanoz 1960: 123].

Nos resta por ver en qué manera se determina la forma concreta de poder que debe adquirir cada sociedad. Según los principios vitorianos ya estudiados, la autoridad es conferida por Dios inmediatamente a la comunidad. Pero tal autoridad pasa, mediante la intervención de las voluntades humanas, a los gobernantes. Se trata de una reedición de la teoría de la translatio imperii, que en Vitoria aparece formulada en términos precisos.

En la relección que estamos estudiando afirma que «aunque el rey sea constituido por la misma república, no transfiere al rey la potestad sino la propia autoridad, ni existen dos potestades, una del rey y otra de la comunidad» [Vitoria 1960: 164]. La naturaleza jurídica de este acto se presenta como una donación de la autoridad por parte de la comunidad a los príncipes. Se trata de una facultad por la que la comunidad es sujeto receptor —como un bien propio recibido de Dios— a la vez que transmisor, a la persona del gobernante. Transmisión que se efectúa mediante un acto voluntario, al que Vitoria suele referirse utilizando verbos como donar o conceder. Esta concesión es la expresión de un consensus communis, que manifiesta el carácter contractual de dicho acto. La autoridad recibida por Dios es traspasada a los gobernantes mediante un común acuerdo de los miembros de la comunidad. El consensus communis, del que emana el poder civil, incluye además la subiectio voluntaria a la autoridad constituida [Vitoria 1960: 179].

Del carácter voluntario del consensus communis se desprende la existencia de distintas formas de gobierno. Pertenece al derecho natural la existencia de un poder que sea forma de la sociedad y que derive de la naturaleza de ella. Pero la forma concreta que adopte esta autoridad no está ya determinada por la naturaleza, sino por la ley humana. En definitiva, la problemática se reduce al estudio de las diversas formas que adoptan las sociedades civiles al expresar el consensus. Vitoria sostiene que tal consenso no ha de ser unánime: basta el de la mayoría: «La mayor parte de la república puede constituir rey sobre toda ella, aun contra la voluntad de la minoría (...). Si la república puede entregar el poder a un mandatario y esto por la utilidad de la misma república, cierto es que no obsta la discrepancia de uno o de pocos para que los demás puedan proveer al bien común. De otra suerte no estaría la república suficientemente proveída, si para eso se exigiera la unanimidad, rara y casi imposible tratándose de multitudes. Basta, pues, que la mayor parte convenga en una cosa para que con derecho se realice» [Vitoria 1960: 179]. En los comentarios a la II-II de la Suma Teológica de Santo Tomás, Vitoria explicará que el consenso de la mayoría puede ser expreso, o interpretativo y virtual, es decir, aceptando unos los hechos consumados por otros [Vitoria 1934]. Vitoria manifestará expresas preferencias por la monarquía [Vitoria 1960: 161], aunque sentará todos los postulados teóricos para admitir otras formas de gobierno.

Vitoria interpretaba el pasaje paulino de omnia potestas a Deo de forma muy diversa a la que realizarían los defensores de la teoría del derecho divino de los reyes. En esta última, se consideraba que la persona del rey era investida directamente del poder, con el peligro siempre latente de confusión entre poder temporal y espiritual, ya que el “elegido” era “consagrado”. Al admitir un elemento contractual en el origen del poder político, Vitoria se alejaba igualmente del contractualismo absoluto, que sería llevado hasta sus últimas consecuencias por Hobbes y Rousseau, en donde se consideraba que la comunidad era producto exclusivo del contrato social. La armoniosa relación entre derecho natural de origen divino y derecho positivo recalcaba la autonomía relativa de lo temporal y su intrínseca ligazón con la Trascendencia, evitando falsos sobrenaturalismos o afirmaciones autonómicas de carácter absoluto. Por otra parte, Vitoria es claro al establecer los límites del poder legítimo: las leyes obligan al mismo gobierno, éste debe propender al bien común, bien que incluye la salvaguarda de los derechos naturales de los súbditos.

Vitoria se extenderá, al final de esta relección, en explicar las diferencias entre el poder civil y el reino de Cristo, explicación que se encuentra en un fragmento que no aparece en todos los códices de esta relección, y que es un bosquejo de una elaboración más trabajada, tal como aparece en las relecciones De potestate Ecclesiae I y II, pronunciadas en 1532 y 1533. A pesar de ser una temática completamente ajena al aristotelismo, no dudará en recurrir a la autoridad del Filósofo para señalar las diferencias entre una y otra potestad: «En cuanto a que el reino de Cristo sea de otra especie que los reinos temporales, es algo evidente. Según dice Aristóteles en el libro I de los Políticos, los Estados difieren según sus diversos fines y sus distintos modos de gobernar. Así conforme sean distintas las leyes y los fines del reino de Cristo y en los otros reinos, se seguirá que aquel difiere específicamente de éstos» [Vitoria 1960: 173]. Se evitaba así el peligro de la identificación entre la Iglesia y el Estado o de la confusión de sus fines, o de la mera subordinación del Estado a la Iglesia que propugnaba la teocracia medieval.

2.2. El fin de la sociedad política

Según hemos visto en la exposición que hace Vitoria en su relección De potestate civili, el fin de la comunidad política es subvenir a las necesidades naturales de conservación de los hombres y ayudar a su desarrollo intelectual y moral. Cabe preguntarse: ¿el fin de la sociedad política coincide con el fin último del hombre?, ¿es el fin de la sociedad el hacer buenos en absoluto a los ciudadanos?

En sus lecciones salmantinas Vitoria comentará, entre otras obras del corpus thomisticum, la prima secundae de la Suma Teológica. En su comentario a la I-II, q. 92, a. 1 afirma claramente, siguiendo la tradición aristotélica, que el bien tiene razón de fin. El fin de la ley se debe ordenar a un bien, y éste es la virtud. Ahora bien, hay que distinguir entre diversos tipos de leyes: «Hay diferencia entre la ley civil y la eclesiástica, pues la ley civil mira a hacer buenos ciudadanos en orden a lograr la felicidad natural de la república... Pero la ley humana eclesiástica busca hacer hombres buenos en orden a la vida de la gracia, que es la felicidad sobrenatural» [Naszlayi 1948: 186].

De aquí se colige que hay dos fines independientes, el político y el sobrenatural, que se concretan en la felicidad terrena de la república y en la vida eterna. Siguiendo la afirmación aristotélica de la distinción de sociedades por sus fines, habrá dos sociedades diversas para la consecución de sus respectivos fines. Independencia categóricamente afirmada en su relección De potestae Ecclesiae I respecto a la sociedad política: «No han de entenderse, por tanto, como dependiente la una de la otra, como ordenada aquélla a ésta, bien en razón del instrumento, bien como parte integrante... Sino que es en sí misma íntegra y perfecta, dotada de su propia e inmediata finalidad» [Vitoria 1960: 131].

La independencia de los dos fines en las dos sociedades no lleva a una artificial oposición de los mismos. El fin de la sociedad política es condición para conseguir el fin último del hombre, que se identifica con su fin sobrenatural. Pero el hecho de ser condición no implica dependencia absoluta: si el fin sobrenatural no existiera, permanecería vigente el fin propio de la sociedad política. No obstante, existe un cierta dependencia. En su relección De matrimonio se expresa de la siguiente forma: «como la paz humana y la honestidad y convivencia civiles se ordenan a la felicidad espiritual y al bien absoluto del hombre en cuanto tal, síguese que la facultad y potestad civiles dependen en cierto modo de la potestad espiritual y están sujetas a ella» [Vitoria 1960: 912]. No es éste el lugar para explicar la doctrina de la potestad indirecta del poder espiritual sobre el temporal, tal como la concibe el maestro burgalés. Pero del texto citado se deduce una vez más la distinción de fines: una cosa es “la paz humana, la honestidad y la convivencia civiles”, otra el bien absoluto del hombre, es decir la bienaventuranza eterna.

Vitoria identifica el fin de la sociedad política con una cierta felicidad natural: es una felicidad imperfecta, y se ordena a una más alta felicidad, aquélla que coincide con el fin último del hombre. Por eso, al comentar el artículo primero de la cuestión 92 de la II-II, afirma que la potestad política debe guiar a los hombres a una cierta vida virtuosa, pero sólo «en cuanto conduce al logro de la felicidad natural dentro de la república» [Vitoria 1934].

2.3. La Relectio de Indis

Hasta aquí, la doctrina de Vitoria es perfectamente fiel a la tradición aristotélico-tomista, aunque creemos advertir una mayor sistematización en su estructura y una mayor frescura en su exposición, que hacen de Vitoria un pensador “moderno” con respecto a sus antecesores medievales. Pero las mayores aportaciones del dominico español a la filosofía política se centran en la concepción de una “Comunidad de Naciones” o “Comunidad Universal”, y en la aplicación de estos princios teóricos al caso americano.

La Relectio de indis es una obra breve, pronunciada oralmente por el dominico ante el claustro docente y los estudiantes de la Universidad de Salamanca. Está estructurada en tres partes. En la primera, Vitoria se pregunta si los indios eran verdaderos dueños antes de la llegada de los españoles; en la segunda, analiza siete títulos esgrimidos por los peninsulares que justificarían la ocupación de América, y que él considera carentes de valor alguno; finalmente, en la última parte de la relección, presenta siete títulos que legitiman el dominio de la Corona sobre las Indias, añadiendo un octavo título que lo da sólo como probable.

Los argumentos que baraja son de tal fuerza y novedad que convierten al dominico en el fundador del derecho internacional moderno, poniendo en trance mortal a la teocracia medieval. Vitoria se enfrenta a una tradición numerosa de autores —teólogos y canonistas en su mayoría— que habían establecido sólidamente una serie de principios jurídicos enmarcados en la plena identificación del orden natural con el sobrenatural y en el traspaso de las atribuciones del poder temporal al poder espiritual.

a) Imago Dei

El problema del efectivo dominio de los indios sobre tierras y bienes en América antes de la llegada de los españoles es la ocasión histórica que se le ofrece a Vitoria para formular una doctrina que hoy llamaríamos personalista, inspirada en la antropología de Santo Tomás de Aquino. ¿Eran verdaderos dueños los indios americanos? El maestro burgalés distingue entre dos tipos de dominio, el público y el privado. El primero se refiere al señorío político, el segundo a la posesión de bienes externos. En concreto, Vitoria centra la cuestión que desea examinar del modo siguiente: «si esos bárbaros, antes de la llegada de los españoles, eran verdaderos dueños pública y privadamente; esto es, si eran verdaderos dueños de las cosas y posesiones privadas y si había entre ellos algunos hombres que fueran verdaderos príncipes y señores de los demás» [Vitoria 1960: 650; Brufau Prats 1989b: 39].

Vitoria considera que las causas de los que alegan que los indios no son verdaderos dueños se pueden resumir en tres: los pecados de los indios, la infidelidad de los mismos, o porque son “amentes o idiotas”. Veamos como el dominico desmonta las argumentaciones contrarias a la capacidad de dominio de los indios.

Enfrentándose al Armacano, a John Wyclif y a los valdenses, quienes defendían que el título de dominio es el estado de gracia [Vitoria 1960: 651], sostiene que los indios son efectivos dueños de sus bienes, pues «el dominio se funda en la imagen de Dios» [Vitoria 1960: 651]. La primera opinión contra la que se debate Vitoria pone en evidencia como en casos extremos la relación entre orden sobrenatural y orden natural se concretaba en la desaparición del segundo en favor del primero. Ciertamente la doctrina criticada —calificada por Vitoria de “herejía pura”— era una exageración del sobrenaturalismo medieval. Pero servirá a nuestro maestro para exponer en positivo la noción de persona como imago Dei.

El ser imagen de Dios le viene al hombre por su naturaleza racional, no por la gracia. Pertenece al orden natural. En virtud de sus potencias racionales, el hombre tiene dominio sobre sus actos. Como dice Santo Tomás, citado por el mismo Vitoria, «uno es dueño de sus actos cuando puede elegir esto o aquello» [S.Th., I-II, q. 82, a. 1, ad 3]. La capacidad de dominio del hombre encuentra su fuente en la condición personal —autodominio—, y en consecuencia ningún pecado —que le hace perder bienes sobrenaturales pero no su condición personal— impide al hombre ser dueño de sus bienes. El indio americano, como cualquier otra persona, es sui iuris, se posee a sí mismo, y este auto-poseerse, participación del señorío divino, permite el ejercicio legítimo del dominio público y privado.

Si el pecado mortal no impide el dominio, tampoco lo impedirá la infidelidad. El argumento vitoriano es cristalino, y se basa en Santo Tomás [S.Th., II-II, q. 10, a. 12]: «la infidelidad no destruye el derecho natural ni el humano positivo, pero los dominios son o de derecho natural o de derecho humano positivo; luego no se pierden los dominios por carencia de fe» [Vitoria 1960: 656]. Una aplicación práctica de esta doctrina es que el despojar de bienes a sarracenos, judíos o cualquier otro tipo de infieles, por razón de infidelidad, es «hurto o rapiña» [Vitoria 1960: 656]. Aplicación valiente, formulada cuando la presión de los turcos sobre la Cristiandad era sofocante.

Queda por ver qué sucede con el dominio de los indios en el supuesto caso de que fueran dementes o idiotas. El maestro salmantino distingue entre el ser sujeto de derechos y el uso y administración de los bienes sobre los que se tiene dominio. El hecho de que el uso de los bienes se encuentre impedido accidentalmente —niños que aún no llegan al uso de razón, o amentes— no es argumento para negar la radical dignidad e igualdad de todos los hombres, en cuanto que todos son imagen de Dios, seres «de personalidad propia e inalienable» [Vitoria 1960: 665; Sarmiento 1990: 271].

Por otro lado, Vitoria considera que los indios americanos no son dementes. Evidenciando una apertura mental sorprendente para la época, alejada de una actitud etnocéntrica, afirma que los indios «a su modo ejercen el uso de razón. Ello es manifiesto, porque tienen establecidas sus cosas con cierto orden. Tienen en efecto, ciudades, que requieren orden, y tienen instituidos matrimonios, magistrados, señores, leyes, artesanos, mercados, todo lo cual requiere uso de razón. Además tienen también una especie de religión, y no yerran tampoco en las cosas que para los demás son evidentes, lo que es un indicio de uso de razón. Por otra parte, ni Dios ni la naturaleza faltan a la mayor parte de la especie en las cosas necesarias; pero lo principal del hombre es la razón, y sería inútil la potencia que no se reduce al acto» [Vitoria 1960: 664].

La fundamentación del título de dominio jurídico en la naturaleza de la persona humana, sin acudir a ningún argumento de orden sobrenatural puede parecer una verdad simple y casi evidente. Sin embargo hemos de tener presente que en 1538 la doctrina era nueva. No representaba una novedad total —Santo Tomás de Aquino y sus mejores comentadores, como Cayetano, ya habían sentado claramente la distinción entre los dos órdenes— pero Vitoria es el primero que sistematiza en un todo coherente esta doctrina, aplicándola a un caso específico que era de candente actualidad.

b) Los títulos ilegítimos: los falsos universalismos

En la segunda parte de la relectio, Vitoria pasa revista a los falsos títulos esgrimidos por los españoles para justificar la ocupación de las Indias. Sólo señalaremos la novedad revolucionaria del planteamiento del dominico al criticar la tradición teocrática medieval.

Quienes sostenían como títulos jurídicos válidos el dominio universal del Emperador o del Papa, aunque aparentemente pertenecieran a bandos políticos adversos en realidad se nutrían de idénticos principios teóricos. La idea de imperio universal es muy antigua —basta pensar en los grandes imperios orientales— pero en la Cristiandad medieval cobra carices propios. El imperium totius mundi se transforma en el Sacrum Imperium, a cuya cabeza se encuentra el Papa, quien, a su vez, delega en el Emperador el poder temporal universal del cual es depositario. Las ceremonias de coronación del emperador por parte del Romano Pontífice muestran de un modo patente y gráfico la teoría política que se hallaba en su base.

Vitoria considerará que ni el dominio universal del Emperador ni el dominio universal temporal del Papa son títulos jurídicos válidos para legitimar la ocupación de América por parte de la Corona Española. Según el maestro dominico, todos los hombres son libres e iguales en derecho por naturaleza. En la institución concreta de los poderes públicos, además de su fundamentación en la naturaleza social del hombre, intervienen las voluntades humanas libres y el derecho positivo. La división de naciones surgió a lo largo de la historia de modo casi espontáneo, y en el proceso de formación interviene de modo decisivo el consentimiento de los miembros del grupo. Vitoria, oponiéndose a juristas de la talla de Bartolo de Sassoferrato, no encuentra ningún título ni de derecho natural, ni divino ni humano que pueda otorgar dominio al Emperador sobre todo el universo. Tampoco Cristo transmitió su poder temporal —y aquí Vitoria duda que Cristo fuera rey universal temporal del mundo— a ninguna persona, ni a San Pedro ni al emperador Augusto ni a sus sucesores [Vitoria 1960: 667-675; Osuna 1984].

Cuando el dominico analiza el segundo título no legítimo —el dominio universal del Papa— no escatima argumentos, ya que, según sus propias palabras, quienes consideran que el Sumo Pontífice es monarca de todo el orbe, aun en lo temporal, lo hacen «con vehemencia» [Vitoria 1960: 676]. Contra Enrique de Segusio, Antonino de Florencia, Agustín de Ancona, Silvestre Prierias y otros autores medievales y renacentistas, afirma Vitoria que «el Papa no es señor civil o temporal de todo el orbe, hablando de dominio y potestad civil en sentido propio (...); dado que el Sumo Pontífice tuviera tal potestad secular en todo el orbe, no podría trasmitirla a los príncipes seculares (...); el Papa tiene potestad temporal en orden a las cosas espirituales, esto es, en cuanto sea necesario para administrar las cosas espirituales (...); ninguna potestad temporal tiene el Papa sobre aquellos bárbaros ni sobre los demás infieles (...); aunque los bárbaros no quieran reconocer ningún dominio al Papa, no se puede por ello hacerles la guerra ni ocuparles sus bienes» [Vitoria 1960: 678-682].

Vitoria considera que el Papa tiene potestad espiritual como Vicario de Cristo sobre todos los fieles, pero no un poder temporal universal. Si tal poder no le conviene ni por derecho natural ni por derecho humano positivo, cabría sólo la posibilidad que le conviniera por derecho divino. Pero como no consta en ninguna parte dicho derecho, «luego esto se afirma arbitrariamente y sin fundamento» [Vitoria 1960: 679]. La donación papal no puede ser un título legítimo, pues ya se ha probado que los indios son verdaderos señores pública y privadamente, dominio que es de derecho natural. «De todo lo cual se desprende claramente que tampoco este título es idóneo contra el derecho de los bárbaros. Y ya sea fundándose en que el Papa donó como señor absoluto aquellas provincias, ya en que no quieren reconocer la soberanía suprema del Papa, no tienen los cristianos causa justa para declarar la guerra» [Vitoria 1960: 684].

Las conclusiones anti-teocráticas de Vitoria se fundan en argumentos de razón y en el testimonio de la Sagrada Escritura y de los Padres de la Iglesia. El humanismo cristiano del dominico le permitió hacer una labor de criba entre elementos propios de la doctrina cristiana y elementos espurios, fruto de tradiciones políticas humanas, que podían tener un valor circunstancial histórico pero que no pertenecían al depósito de la Revelación. Vitoria desbroza la selva de argumentaciones teológicas y canónicas interesadas. Tras su labor crítica, aparece el claro: los derechos del orden natural, los cuales no son suprimidos por el orden sobrenatural, sino incorporados y elevados.

c) “Credere voluntatis est”: la libertad religiosa

Uno de los títulos más frecuentemente esgrimidos para justificar el dominio castellano en Indias es el de la obligación que tienen los indios de recibir la fe cristiana. Si éstos se obstinasen en no recibirla —argumentaban— se le podía hacer la guerra. Según la mentalidad clérico-medieval, los príncipes seculares, en cuanto ministros de Dios, y más aún por la autoridad del Papa en cuanto ministro de Cristo, podrían obligar a los indios a recibir la verdadera fe. Vitoria cita entre las autoridades que sostendrían esta tesis, si bien no en la letra por lo menos en el espíritu, a Duns Scoto [Vitoria 1960: 686].

Pero el maestro salmantino continuará con su labor de salvaguardia del orden natural, al mismo tiempo que afirmará la absoluta gratuidad del orden sobrenatural. La armoniosa articulación de estos dos órdenes llevará a Vitoria a establecer la necesidad de evitar la coacción en materias de fe. Fray Francisco argumenta sólidamente, a través de seis proposiciones expuestas en forma gradual, de tal manera que unas sirven de sustento a las siguientes.

La primera proposición, de origen tomista [S.Th., II-II, q. 10, a. 1], establece que «los bárbaros, antes de tener noticia alguna de la fe de Cristo, no cometían pecado de infidelidad por no creer en Cristo» [Vitoria 1960: 687]. En la ignorancia de las cosas de la fe se requiere que haya negligencia para que sea pecaminosa. Pero en el caso de los indios a quienes aún no se les ha predicado el Evangelio, su ignorancia es invencible y por tanto su infidelidad no es pecaminosa.

En la segunda proposición, Vitoria establece que «los bárbaros no están obligados a creer en la fe de Cristo al primer anuncio que se les haga de ella, de modo que pequen mortalmente no creyendo por ser simplemente anunciado y propuesto que la verdadera religión es la cristiana y que Cristo es Salvador y Redentor del mundo, sin que acompañen milagros o cualquiera otra prueba o persuasión en confirmación de ello» [Vitoria 1960: 692]. Aceptar las verdades de fe propuestas exige señales que las haga creíbles: el simple anuncio no basta. Si la primera predicación del Evangelio fue expeditiva, el hecho de que los indios no la abracen no es motivo para que los españoles declaren la guerra, pues no han sufrido ninguna injuria por parte de los indios. Es más, si los indios se convirtieran al primer anuncio, sin motivos para asentir, serían “corazones livianos”, como sentencia el Eclesiástico [Eccli XIX, 5].

Continúa Vitoria el tratamiento de esta materia, señalando en la tercera proposición que los indios tienen obligación, bajo pena de pecado mortal, de escuchar pacíficamente a los predicadores de la religión. Según nuestro maestro esto se prueba «porque, como suponemos, ellos tienen gravísimos errores, para abrazar los cuales no tienen razones probables o verosímiles; luego, si alguno les amonesta a que escuchen y reflexionen sobre las cosas que pertenecen a la religión, están obligados a oir y consultar por lo menos» [Vitoria 1960: 694].

Las tres últimas proposiciones se encadenan mutuamente. En la cuarta, Vitoria sostiene que los indios deben aceptar la fe de Cristo si la predicación se hace «con argumentos probables y racionales, y con una vida digna y cuidadosa en conformidad con la ley natural, que es grande argumento para confirmar la verdad, y esto no sólo una vez y a la ligera, sino con esmero y diligencia» [Vitoria 1960: 694]. Pero el burgalés duda, en la quinta proposición, que la fe fuera propuesta a los indios bajo todas esas condiciones. Si bien hay muchos ejemplos de personas piadosas y de predicadores fervorosos, también llegan noticias «de muchos escándalos, de crueles delitos y muchas impiedades» [Vitoria 1960: 695]. Una predicación tan deficiente no es motivo suficiente para establecer la obligación de creer bajo pecado. Pero sobre todo, como dirá Vitoria en la sexta proposición, «aunque la fe haya sido anunciada a los bárbaros de un modo probable y suficiente y éstos no la hayan querido recibir, no es lícito, por esta razón, hacerles la guerra ni despojarlos de sus bienes» [Vitoria 1960: 695]. El creer es libre y la fe un don de Dios. Recogiendo la tradición tomista y de muchos otros doctores medievales, Vitoria ponía en guardia ante la tentación de imponer por la fuerza la verdad cristiana, violando así el sagrario íntimo de la conciencia personal. La violencia para imponer la fe es contraria al Evangelio: «la guerra no es argumento en favor de la verdad de la fe cristiana; luego por las armas los bárbaros no pueden ser movidos a creer, sino a fingir que creen y que abrazan la fe cristiana, lo cual es abominable y sacrílego» [Vitoria 1960: 696].

Vitoria por lo tanto concebirá la libertad religiosa como inmunidad de coacción para la aceptación de una determinada fe. No se trata de una libertad moral que lleva a la indiferencia —repetidamente señala Vitoria la obligación moral de creer, si Dios da la gracia, después de una predicación adecuada—, sino de una libertad jurídica que señala límites al Estado, que aleja al fraile dominico de toda actitud fundamentalista y que abrirá el camino para el proceso de creciente toma de conciencia sobre la libertad religiosa como derecho natural primordial, como se pondrá de manifiesto cuatro siglos después con la Declaración Dignitatis humanae sobre la libertad religiosa, del Concilio Vaticano II.

d) “Totus Orbis”

Analizando los títulos por los cuales se considera que España tiene el derecho de ocupar América, en la tercera parte de la relección, Vitoria abandona la vena crítica, para dejar espacio a un espíritu constructivo que será la base de una teoría racional del derecho internacional. La afirmación de la sociabilidad natural, la existencia de una comunidad de naciones que debe tender al bien común universal (Totus Orbis), la obligación moral de lo que hoy llamaríamos “injerencia humanitaria”, son elementos propios del humanismo cristiano profesado por el dominico.

Los únicos títulos por los cuales Castilla podría justamente intervenir en América se basan, en primer lugar, en el derecho natural de comunicación. En tanto que indios y españoles forman parte de la misma humanidad, los segundos pueden establecerse en América bajo la condición de no lesionar ningún derecho a los bárbaros. «La amistad entre los hombres —sigue argumentando Vitoria— parece ser de derecho natural, y es contrario a la naturaleza el rechazar la compañía de hombres que no hacen ningún mal» [Vitoria 1960: 708]. Si los indios se opusieran al derecho natural de comunicación, los aborígenes estarían cometiendo una injusticia.

Prosigue Vitoria analizando otros posibles títulos justos, y los encuentra en la libertad de navegación y comercio —libertad derivada del derecho de gentes—, el derecho de igualdad en el trato y reciprocidad, el derecho de opción a la nacionalidad, la voluntaria elección de la soberanía española, el derecho de establecer alianzas —como de hecho se establecieron entre Cortés y los tlaxaltecas—, el derecho de predicar el Evangelio —salvaguardando la libertad de los indios para convertirse o no—, etc.

El concepto de “injerencia humanitaria” aparece, con otras palabras, en el desarrollo del quinto título legítimo: «otro título puede ser la tiranía de los mismos bárbaros o las leyes tiránicas contra los inocentes, como las que ordenan el sacrificio de hombres inocentes o la muerte de hombres sin culpa para comerlos» [Vitoria 1960: 721]. Tal era el caso de los sacrificios humanos perpetrados por los aztecas. Por encima de las leyes positivas de una nación están las leyes de la humanidad, que se encuadran en el ámbito del derecho natural y divino, «pues a todos mandó Dios el cuidado de su prójimo, y prójimos son todos aquéllos: luego, cualquiera puede defenderles de semejante tiranía u opresión» [Vitoria 1960: 721]. Los españoles podrían intervenir, en nombre de la comunidad internacional, para defender a los inocentes de una muerte injusta. Intervención que debe cesar cuando se ponga fin a las injusticias que la ocasionaron.

Vitoria concibe el Totus Orbis como sociedad universal jurídicamente organizada. Están puestas las bases para una reflexión en torno a los órganos específicos del gobierno universal, reflexión no llevada a cabo por el maestro salmantino, aunque presenta todos los elementos para demostrar su conveniencia.

3. Visión conclusiva

Vitoria pertenece a una época de crisis, de transición. Los períodos coyunturales están abiertos a un gran número de posibilidades existenciales, como lo demuestra la simple enumeración de algunos contemporáneos de Vitoria: Lutero, Erasmo, Maquiavelo. Fray Francisco tomó su propio camino. El suyo era moderno: secularizador en cuanto llevaba a cabo un proceso de distinción entre el cristianismo y el clericalismo como deformación de la verdad revelada, y cristiano en cuanto, bebiendo en las fuentes de la revelación divina, afirmaba la autonomía relativa de lo humano, la esencial libertad de la persona y los derechos inalienables que surgen de su dignidad. Humanismo cristiano el de Vitoria, pues parte de la afirmación católica de la positividad del orden natural, su no confusión ni oposición con el orden sobrenatural, y su radical capacidad de ser elevado al orden de la gracia.

Los instrumentos metodológicos vitorianos, tomados en la mayoría de los casos de la tradición tomista, eran especialmente aptos para distinguir. Vitoria es un maestro de la distinción entre lo que se debe dar al César y lo que se debe dar a Dios; entre lo que pertenece al poder espiritual y lo que es propio del temporal; entre la Iglesia y el Estado; entre el orden natural y el sobrenatural. Maestro de la distinción, pero con una visión antropológica unitaria, que descubre en la persona humana un ser llamado a la vida sobrenatural de la gracia, que no destruye la naturaleza, sino que la sana y eleva. La visión antropológica vitoriana, anclada en una perspectiva trascendente, abre otras posibilidades internacionales a la aventura humana, quizá más halagüeñas que la guerra, el hambre y la explotación de los más ricos sobre los más pobres. Francisco de Vitoria, desde su cátedra de Salamanca, puede inspirar todavía nuevos caminos que recorrer hacia la justicia y la paz.

Las doctrinas vitorianas crearon escuela, tanto en Europa como en América [Belda Plans 2000]. Grocio citará abundantemente al maestro de Salamanca, y Juan Pablo II y Benedicto XVI no dudarán en subrayar la modernidad y perennidad de sus conclusiones.

4. Bibliografía

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—, Comentarios a la Secunda secundae de Santo Tomás. Hemos utilizado la edición de V. Beltrán de Heredia, Francisco de Vitoria. Comentarios a la Secunda secundae, Biblioteca de Teólogos Españoles, Salamanca 1932 (vol I, qq. 1-22); 1932 (vol. II, qq. 23-56); 1934 (vol. III, qq. 57-66).

4.2. Estudios

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Fazio, Mariano, Francisco de Vitoria, en Fernández Labastida, Francisco – Mercado, Juan Andrés (editores), Philosophica: Enciclopedia filosófica on line, URL: http://www.philosophica.info/archivo/2011/voces/vitoria/Vitoria.html

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