Philosophica
Enciclopedia filosófica  on line

VERSIÓN DE ARCHIVO 2009


Positivismo

Autor: María Ángeles Vitoria

La instancia antifilosófica más consistente de la modernidad procede de una interpretación ideológica de las ciencias que tomó el nombre de positivismo. El pensamiento de su fundador, Auguste Comte, influyó en gran medida en la visión del mundo que prevaleció en las naciones industrializadas y desarrolladas en buena parte del siglo XIX y, desde ellas, se extendió a otros países. Durante el siglo siguiente, esta doctrina fue reformulada de modo más preciso y sutil por el neopositivismo. Aunque algunas de las tesis centrales del positivismo y del neopositivismo han sido abandonadas, otros aspectos —particularmente su cientificismo y la negación de la metafísica— no están superados: siguen presentes, aunque no tanto en el ámbito de la filosofía académica como en la enseñanza de las ciencias, en el mundo cultural en general y en los medios de comunicación.

1. Características generales

Con el término “positivismo” se suele indicar una corriente de pensamiento de carácter filosófico-cultural, dominante en Europa durante buena parte del siglo XIX, particularmente en Francia, Inglaterra, Alemania e Italia. El movimiento alcanzó también Estados Unidos y América latina. Debe su nombre a Saint-Simon —que lo usó por primera vez en el Cathéchisme des industriels, publicado en 1823—, pero fue precisado y popularizado, sobre todo, por Auguste Comte (1798-1857), que es considerado el padre del positivismo.

El término “positivo” tiene distintas acepciones. Significa lo que tiene su origen en un acto institucional, divino o humano, que ha sido establecido; se opone, por tanto, a natural, estable o eterno y, en este sentido, se habla, por ejemplo, de derecho positivo, o de religión positiva. Según otra acepción, que sigue más de cerca la etimología (positum = “lo dado”, “el dato”), significa lo dado en la experiencia y, en consecuencia, lo directamente accesible a todos. Comte asume este segundo significado: para él, positivo indica, sobre todo, lo que es “real” (opuesto a ficticio o abstracto, o quimérico), lo observable, lo que puede controlarse experimentalmente, de manera que se sustrae a toda duda, es decir, lo “cierto”. En una tercera acepción, positivo significa también “fecundo”, “eficaz”, “útil”. Este significado es aceptado también por Comte: positivo es lo útil, lo utilizable en beneficio del hombre, sobre todo, a través del dominio de la naturaleza. Finalmente, para el fundador del positivismo, el término positivo incluye el significado de “orgánico”, es decir, aquello que se puede relacionar en un conjunto dotado de unidad, de sistematicidad.

Suelen distinguirse el positivismo científico y el filosófico. El primero sería un modo de entender la ciencia, que se limita a afirmar que el conocimiento científico debe atenerse exclusivamente a los “hechos” o fenómenos observables, a su descripción y a la formulación de las leyes que los relacionan. Esta modalidad del positivismo no niega la metafísica, al menos explícitamente. El positivismo filosófico, en cambio, niega a priori la metafísica, al considerar que los hechos empíricos puros son la única base del conocimiento, vanificando la pretensión de ir más allá de lo empírico.

«Todo lo que no es estrictamente reducible al simple enunciado de un hecho particular o general, no puede tener ningún sentido real o inteligible» [Comte 1965: 54].

Esta versión se centra principalmente en la doctrina de Comte, que marca el inicio de lo que propiamente se entiende por positivismo: el sistema que considera objeto de conocimiento únicamente los hechos de experiencia y sus conexiones; se debe abandonar, por tanto, la pretensión ilusoria de alcanzar la realidad en su esencia y en sus causas reales. El objeto de la ciencia no será ya la investigación de la causa, sino la determinación de las leyes invariables a las que están sometidas las realidades naturales. El positivismo limita el saber al estudio matemático de los fenómenos sensibles [Comte 1973: 188-189].

Por otra parte, el conocimiento de las leyes no tiene otro sentido que hacer posible la previsión racional de los hechos futuros, permitiendo el dominio sobre las cosas: conocer para prever y dominar. El propio Comte hace notar la filiación baconiana de estas ideas, al recordar la identificación que estableció el filósofo inglés entre ciencia y poder (scientia et potentia in unum coincidunt). La especulación positiva no pretende ser contemplación de la verdad, visión de las cosas, sino posesión de la ley de sucesión de los fenómenos para dominar el curso de los acontecimientos naturales. El único valor de la ciencia consiste, entonces, en proporcionar la base teórica para la acción del hombre sobre las cosas. En el positivismo, el conocimiento científico ha quedado reducido a técnica, a instrumento de poder [Comte 1973: 76-77].

Comte entendió la nueva ciencia como la forma más prometedora de acceso a la realidad y como la mejor apuesta a favor del progreso humano. Su capacidad de previsión la convertía en instrumento perfecto para el dominio racional del universo y de la sociedad. El positivismo llegó al extremo de ver en la ciencia un sustitutivo de la filosofía y de la religión, un saber absoluto, capaz de resolver todos los problemas y de liberar de todas las miserias humanas: la ciencia venía a ser la religión de los tiempos modernos.

Esta corriente de pensamiento se desarrolló en el siglo XIX, cuando las ciencias experimentales —separadas ya de la filosofía— habían alcanzado un desarrollo antes no imaginado. En matemáticas pueden citarse las aportaciones de Cauchy, Weierstrass, Dedekind y Cantor; en geometría, las de Riemann, Bolilla, Lobachevski y Klein; en física los logros de Faraday, Maxwell, Helmholtz, Joule y Clausius; en química, los trabajos de Mendeléiev y von Liebig; en biología, los de Bernard, Pasteur y Koch. En Europa, la revolución industrial estaba cambiando radicalmente el modo de vivir. Era una época en la que aumentó enormemente la producción y la riqueza, creció la red de intercambios comerciales, y la medicina se mostraba capaz de vencer enfermedades que, hasta entonces, habían angustiado a la humanidad.

Para muchos de los filósofos e intelectuales del siglo XIX, la física newtoniana era la forma definitiva de la ciencia y, por eso, la imagen verdadera del mundo. Se pensaba que el desarrollo científico iba a consistir en su aplicación a los diferentes ámbitos (incluido el humano). Toda la realidad parecía estar regulada por leyes mecánicas, de tal modo que, conociéndolas, se podría determinar con precisión el pasado y el futuro. El éxito de la ciencia newtoniana —interpretado ideológicamente— acabó por transmutar lo que en realidad era un método válido (mecánica) en una filosofía mecanicista. El positivismo hizo suya esta visión mecanicista y determinista de la realidad, y difundió la idea de un progreso humano y social imposible de detener, pues la ciencia disponía —a su entender— de los instrumentos capaces de solucionar todos los problemas.

2. Antecedentes inmediatos del positivismo comtiano

Antes de exponer el pensamiento de Comte, interesa considerar sus precedentes inmediatos, que se encuentran en los movimientos filosófico-culturales dominantes en el siglo XVIII. Esos planteamientos filosóficos influyeron y, a su vez, estuvieron influenciados por los profundos cambios científicos y socio-políticos que acontecieron.

En efecto, en el siglo XVIII aconteció el paso del Antiguo Régimen al Nuevo Régimen, protagonizado por la Revolución francesa. El descontento social, la falta de justicia, y el recuerdo de las guerras de religión prolongadas durante decenios, llevaron a algunos a pensar que el Antiguo Régimen, asentado sobre bases cristianas, carecía de recursos para conducir a la paz y a la justicia. Se veía necesario buscar un nuevo fundamento para la sociedad y renovar las instituciones. Por otra parte, el racionalismo y el empirismo del siglo XVII se continuaron durante el siglo XVIII, acompañados de una creciente exaltación de la ciencia.

Éste es el contexto filosófico-cultural y social en el que surge la Ilustración, que puso en el centro de su cosmovisión la razón científica y una gran confianza en el progreso que derivaría de su desarrollo. Parecía vislumbrarse un futuro mejor con tal de triunfar sobre las viejas tradiciones, emprendiendo el camino de la ciencia. La idea de progreso es típica del Iluminismo. Los ilustrados esperaban encontrar en el conocimiento científico la instancia más profunda de unidad entre los pueblos y, con ello, la desaparición de las guerras, del egoísmo y del dominio de unos hombres sobre otros, porque todos se unirían en el amor universal por dominar la tierra y la materia con el instrumento de la ciencia, conquistando así la felicidad.

Para la Ilustración, la razón humana queda autorreducida a la razón científica. De ahí que todo fenómeno social o espiritual que la razón no pueda explicar sea, para la Ilustración, un mito o una superstición. Por eso se rechaza la religión revelada y se propone una religión sin misterios, a la medida de la razón (deísmo).

El principio ilustrado de autonomía absoluta de la razón se configuró como un objetivo que había que lograr en todos los ámbitos de la existencia humana. El liberalismo filosófico acogió este ideal de la Ilustración. La ideología liberal aspiraba a crear una vida nueva, una sociedad nueva, considerando que el vivir pleno de todas las libertades produciría un progreso indefinido. A partir del presupuesto básico (una libertad no limitada) y de su desconexión con Dios, el hombre buscaría, a través del método científico, el dominio de la naturaleza, que es lo único que se le presentaba como presumiblemente cognoscible y dominable. La ideología liberal entendió que la organización social vigente hasta el momento, basada en la visión cristiana, había generado injusticias e impedido la vida libre del hombre, causando infelicidad. En cambio, el ejercicio autónomo de la libertad sería la fuente de todos los valores. A lo largo del siglo XX, el liberalismo, de suyo ya un movimiento complejo y polivalente, sufrió una serie de modificaciones, desvinculándose en buena medida de las doctrinas filosóficas que le dieron origen.

Las instancias de la Ilustración y del liberalismo fueron el sustrato ideológico de los cambios de la Revolución francesa, que dispuso, además, del influjo de la masonería para impulsar en toda su profundidad un cambio del concepto de hombre y una crítica de la religión revelada en nombre de la razón.

Mientras la cosmovisión ilustrada encontraba su momento de apogeo, comenzaron a surgir en Europa algunas voces críticas, entre ellas, la del Romanticismo. Fue un movimiento cultural, artístico, literario, filosófico y musical, que se desarrolló y difundió por toda Europa entre los últimos años del siglo XVIII y la primera mitad del siglo XIX. Tuvo su primera teorización explícita y su expresión más importante en Alemania, donde evolucionó paralelamente al idealismo.

En Europa crecía progresivamente el desencanto en relación con las esperanzas suscitadas por la Revolución francesa. En particular, el movimiento romántico miraba con desilusión el experimento revolucionario y, en el ámbito teórico, rechazaba la razón científica del iluminismo y la del criticismo kantiano, que habían negado la metafísica y, con ello, la capacidad de comprender la realidad profunda captada por el sentido común. Por eso, los románticos buscaron otras vías de acceso a la realidad del mundo y al Absoluto.

Por otra parte, la revolución industrial, que comenzó a finales del siglo XVIII, y la difusión del liberalismo económico, produjeron la condición miserable del proletariado, la explotación laboral de los menores de edad y los desequilibrios sociales. Como la Revolución no había conseguido establecer un nuevo orden político, se hacía necesario reorganizar de nuevo la sociedad y las instituciones. En esta coyuntura, aparece una línea de reformadores, los llamados socialistas utópicos (Saint Simon, Fourier, Proudhon), y también un movimiento de restauración —el tradicionalismo— que propugnaba la vuelta al pasado.

En general, los socialistas utópicos esperaban de la ciencia la solución de las cuestiones sociales, considerándola suficientemente eficaz como para producir una evolución intrínseca del capitalismo hacia el socialismo. Entendían que la felicidad suprema se conseguiría con la satisfacción de todas las necesidades materiales y que, para esto, se requería que todos los gobernantes fuesen científicos; así, siguiendo las leyes de la ciencia, la distribución de los bienes se haría según justicia.

En el extremo opuesto al socialismo utópico y como reacción a las revueltas producidas por las ideas del Iluminismo y de la Revolución, tomó fuerza en la Francia de la Restauración un movimiento de pensadores, literatos y escritores que revindicaron el valor de la tradición religiosa y política del catolicismo, como elemento de cohesión cultural y social. Son los llamados “tradicionalistas” que, para solucionar los problemas propugnaron una vuelta al pasado. Cabe mencionar a Joseph de Maestre, Louis Ambroise de Bonald, Chateaubriand y Lamennais.

3. El positivismo comtiano

La variedad de actitudes y de planteamientos que se acaban de describir, constituyen el humus en el que nace el positivismo comtiano. Su contexto es primordialmente el enciclopédico, con una extremada valoración de la ciencia y con grandes preocupaciones de reforma social.

Auguste Comte (1798-1857) nació en Montpellier. Estudió en L’École Polytecnique de París, prestando particular atención a las Matemáticas. Posteriormente trabajó como secretario y colaborador de Saint-Simon, con el que completó su formación científica y filosófica. Comenzó a tomar forma entonces en él la idea de una reconstrucción moral e intelectual de la sociedad, por medio de la ciencia y de la técnica. En 1822 escribió el Plan des travaux scientifiques nécessaires pour réorganiser la societé, obra que se reeditó de nuevo con el título de Système de politique positive. Comenzó a dar clases a un grupo de discípulos, actividad que hubo de interrumpir en varias ocasiones debido a crisis nerviosas. Fruto de estas lecciones es el Cours de philosophie positive, del que publicará posteriormente un sumario con el título de Discours sur l’esprit positif.

El encuentro con Clotilde de Vaux en 1845 inauguró una nueva etapa de su pensamiento en la que imprime un carácter religioso a su filosofía, desarrollando el proyecto de una nueva religión. La última fase del pensamiento de Comte está expuesta en el Discours sur l’ensemble du positivisme (1848) y, sobre todo, en el Système de politique positive ou Traité de sociologie instituant la religion de l’Humanité (1851-1854).

Toda su doctrina se apoya en la conocida ley de los tres estadios, según la cual, el desarrollo humano individual, la historia y la evolución de cada uno de los saberes atraviesa necesariamente tres estadios: el teológico o ficticio, el metafísico o abstracto y el científico o positivo.

El primer estadio responde a la necesidad de dar una explicación a los eventos y fenómenos. Inicialmente, el hombre atribuyó el curso de los fenómenos a la acción de causas trascendentes. En el estadio metafísico, se sustituyen las causas trascendentes por entidades y esencias, inmanentes a los fenómenos y abstractas. Finalmente, llega el estadio positivo, en el que se abandona la pretensión de lograr una explicación última de la naturaleza, para atenerse a los hechos y a la formulación de las leyes que los coordinan. Comte afirma explícitamente que la teología sirvió como punto de apoyo para el esfuerzo humano de comprender, y como programa inicial de la praxis que llevará progresivamente a lo largo de la historia, hacia el dominio científico-tecnológico de la naturaleza. Es segundo estadio es, en realidad, transitorio, mero puente de paso hacia el estadio científico-positivo, que es el definitivo [Comte 1973: lec 1]. Una vez que la humanidad ha alcanzado este último estadio, la religión y la metafísica tradicionales pierden cualquier valor cognoscitivo, y quedan sustituidas totalmente en esta función por la ciencia, aunque la religión continúa existiendo para satisfacer una exigencia puramente sentimental.

Esta ley fundamental del progreso individual, cultural y social contiene la crítica a la religión y a la metafísica, la declaración de su positivismo y la propuesta de un nuevo sistema de las ciencias.

Omitimos aquí la valoración crítica de la ley en cuanto tal y de las descripciones de detalle de cada uno de los estadios, para exponer brevemente la concepción positivista de la ciencia y la vertiente sociológico-política del positivismo comtiano.

Según Comte, el método científico se caracteriza por prescindir de la búsqueda de causas reales. Las ciencias se limitan a establecer relaciones entre los fenómenos observables y a encontrar las leyes que los relacionan, con la finalidad de prever los hechos futuros, logrando así el dominio de la naturaleza.

Para Comte no hay más conocimiento que el científico-positivo. En su clasificación de las ciencias, el criterio fundamental es la exclusión de todas las disciplinas que pretendan ir más allá de los hechos. Quedan fuera del saber la teología, la metafísica y la moral, aunque esta última la resuelve en la sociología. El elenco comtiano de las ciencias se reduce a seis. En orden de complejidad creciente son: Matemáticas, Astronomía, Física, Química, Biología y Física social, después llamada Sociología. La Sociología ocupa un puesto fundamental y culminante, pues Comte pensaba que en establecerse de esta ciencia con el método positivo, tendría como resultado el orden social. La tesis política de Comte es clara: la unidad y la paz social a través de la unidad del método [Comte 1973: lec 1]. Consideraba que el método positivo era la fuerza capas de realizar la unidad espiritual entre los hombres.

En la visión comtiana, el hombre queda reducido a un ser natural, que responde a las leyes universales en gran parte previsibles. En consecuencia, el poder político debe estar en manos de los científicos y, concretamente, de las personas que conocen las leyes que forman la ciencia más alta, la Sociología o Física social. Concibe así un estado regulador y planificador. Pero, al advertir que un tal sometimiento de la libertad individual a la autoridad sólo es posible por motivos religiosos, introduce la exigencia de religiosidad. Comte, que había declarado superada la religión con el advenimiento del estadio metafísico y, más aún, del positivo, recurre a ella nuevamente en la época científica como instrumento necesario para la reforma sociológica. En su etapa final, Comte propone la Humanidad concebida como un todo, bajo el nombre de “Gran Ser” (Grand Étre) como objeto de culto en la nueva religión positivista.

Cabe preguntarse finalmente por el lugar de la filosofía en el cuadro comtiano de los saberes. A la filosofía corresponde, según Comte, promover el “espíritu científico”, controlando que todos los trabajos queden dentro de este espíritu. Al comienzo de su Curso de Filosofía positiva, Comte afirma que esta filosofía no es más que una enciclopedia de todas las ciencias, el sistema de los conocimientos universales y científicos ofrecidos en una sola visión total. Quien esté interesado en una exposición más detallada de la vida, obras y pensamiento de este autor, puede consultar la voz correspondiente (Auguste Comte).

4. Continuidad del positivismo

Se mencionan a continuación, muy a grandes rasgos, las figuras y orientaciones principales del positivismo en diversos países de Europa y América durante el siglo XIX y comienzos del XX, para terminar con unas consideraciones sobre algunos elementos del mismo que persisten en la actualidad.

4.1. Difusión del positivismo en Europa y América

4.1.1. El positivismo en Francia

El positivismo comtiano tuvo continuidad en Francia durante el siglo XIX y comienzos del XX a través de figuras como Littré, Laffitte, Taine y Renan.

Emile Littré (1801-1881) hizo estudios de medicina y trabajó luego como escritor. Fue nombrado académico de Francia y desde 1871 se dedicó a la vida política, siendo nombrado senador ad vitam. Se considera el más importante discípulo francés de Comte, aunque no admitió las teorías religiosas de su maestro. En su obra más importante, Auguste Comte et la philosophie positive (1863), sostiene que la verdadera filosofía de Comte es la “científica”, expuesta en el Cours de philosophie positive, y no la “religiosa” descrita en el Sistème de politique positive. En 1867, Littré fundó la revista «La philosophie Occidentale», órgano importante de difusión del positivismo. Logró tener gran influencia en la cultura, orientando el trabajo de científicos y la crítica histórica y estética.

Pierre Laffitte (1825-1903) fue profesor de Historia de la ciencia en el Collège de France. Adhirió al positivismo de Comte en 1844, transformándose en el más comtiano de los positivistas. Nunca abandonó a su maestro, ni siquiera cuando empezó a desarrollar la religión positivista. Poco antes de la muerte, Comte lo nombró su sucesor y “gran sacerdote”. Laffitte no elaboró un pensamiento propio, pero hizo un resumen excelente y bien sistematizado de la filosofía comtiana, dedicando su esfuerzo a comentar, difundir, y defender la doctrina de su maestro. Influyó en algunos autores —Miguel Lemos, Gabino Barreda— que extendieron el positivismo en América latina.

Hippolyte Taine (1823-1893). De formación católica que después repudió, fue profesor en l’École des Beaux-Arts de París y académico de Francia. Intentó aplicar los principios y el método positivista al arte, a la literatura y a las ciencias históricas. Trató de explicar la obra de arte exclusivamente como producto de las condiciones ambientales, históricas y psicológicas de su autor, negando toda creatividad del espíritu. Más en general, consideró toda la vida humana -el comportamiento moral, las actividades intelectuales-, como expresiones de un mecanismo regulado sólo por leyes naturales. Para él, la percepción y el pensamiento no son más que una vibración de las células cerebrales, una “danza de moléculas” [Taine 1944: I, 244-245]. Finalmente sostuvo una concepción panteísta y determinista de la entera realidad.

Joseph-Ernest Renan (1823-1892). De familia católica, se ordenó sacerdote, pero desde 1845 se alejó de la fe religiosa, que juzgó incompatible con una visión científica de la realidad. Es conocida su crítica de la historia del cristianismo. Piensa que la única forma de conocimiento válido es la ciencia (ciencias de la naturaleza y filología, entendida como ciencia histórica). Intentó aplicar el método positivista al estudio de la historia bíblica, dando una explicación naturalista de Cristo y del cristianismo. En su obra más famosa, Vida de Jesús (1862), primer volumen de una Historia de los orígenes del cristianismo, sostiene que Jesús no era Dios sino sólo un hombre, aunque de grandeza incomparable. Para Renan, como para Comte, las creencias de las religiones positivas, son fábulas mitologías o dogmas, que pertenecen al estadio primitivo que está llamado a desaparecer y ser sustituido por la ciencia crítica. «Vendrá un día en que la humanidad ya no creerá, sino que tendrá ciencia (…), porque la ciencia es la única manera de conocer; y si las religiones han podido ejercer una saludable influencia sobre la marcha de la humanidad, es únicamente por lo que había en ellas mezclado de ciencia» [Renan 1890: 228-229].

Más allá de los autores concretos, a finales del siglo XIX y comienzos del XX, en los ambientes universitarios de la Sorbona, dominaba una filosofía materialista y positivista que Raïssa Maritain describe con viveza en Les grandes amitiés, y Jacques Maritain, de un modo más reflexivo y analítico en Antimoderne.

«En mis grados del saber —dice Raïssa— colocaba en la cúspide una ciencia física dominadora que pesaba y medía todas las cosas, ofreciendo la clave de todos los misterios del universo. Filosofía y religión, vida privada, estructura de la sociedad, creía que todo dependía de los descubrimientos de las ciencias naturaleza o físicas. Esta persuasión la debía al ambiente intelectual en el que vivía; todos los estudiantes y licenciados que venían a nuestra casa, pensaban así. Eran cientificistas, positivistas, materialistas, y yo era como ellos. O más bien, con un sentimiento de espera que no me abandonaba nunca y que me hacía ver como provisionales todas las cosas; creía en todas sus tesis, pero sin darles todavía una adhesión meditada» [Maritain 1982-2000: XIV, 658]

4.1.2. El positivismo inglés

El positivismo en Inglaterra presenta notas peculiares que lo diferencian del positivismo de Comte. Puede considerarse más bien una evolución ulterior de la propia tradición empirista, tan arraigada en el espíritu inglés desde Bacon, Locke y Hume, que se caracteriza por el predominio de los problemas éticos y que desembocó en el utilitarismo y, finalmente, en el pragmatismo. Se caracteriza también por el interés por las cuestiones de lógica y por su derivación hacia las teorías evolucionistas. Los dos autores quizá más destacados son Stuart Mill y Spencer.

John Stuart Mill (1806-1873) se educó en la escuela utilitarista de Bentham (1748-1832), aunque se alejó del materialismo hedonista de su maestro. Tuvo una prolongada correspondencia con Comte. Impresionado por el Cours de Philosophie positive, escribió su obra capital System of Logic (1843). Posteriormente fue alejándose de Comte, hasta la ruptura en 1847.

Por lo que se refiere a la teoría del conocimiento, Mill piensa que la verdad de toda proposición ha de reconducirse a sus fundamentos de hecho, que se captan en las sensaciones elementales. Opta por la lógica inductiva, rechazando la lógica aristotélica de la deducción. Los procesos demostrativos son siempre de un particular a otro, sin poder alcanzar nunca algo universal que trascienda la experiencia.

Su ética se basa en el principio de utilidad o principio de máxima felicidad, según el cual las acciones son buenas en cuanto tienden a promover la felicidad, malas en cuanto producen infelicidad. Por felicidad entiende placer y ausencia de dolor; por infelicidad, dolor y privación de placer. Propone que se debe perseguir «la máxima felicidad posible para el máximo número de personas». De ahí que los hombres deban cooperar para crear una sociedad justa que elimine los obstáculos que impiden alcanzar la felicidad. La forma de organización social no ha de interferir con la libertad personal, pues el individuo ha de mantener su esfera de autonomía en la búsqueda de la felicidad. El Estado intervendrá únicamente cuando la libertad individual, usada irresponsablemente, puede dañar a otros miembros de la sociedad.

Herbert Spencer (1820-1903). Ingeniero y entusiasta del progreso científico de su tiempo, se dedicó después a temas político-económicos y a la filosofía. Entre 1852 y 1857, antes de que Darwin publicase el Origen de las especies, concibió la idea de la evolución. En 1860 formuló su programa en Sistema de Filosofía Sintética, que desarrolló en 10 volúmenes siguiendo la clasificación de las ciencias propuesta por Comte. Spencer supera el carácter biológico de la evolución presentada por Darwin, haciéndola una ley universal de la realidad en todos sus planos, aplicándola tanto a lo material como a lo espiritual, al conocimiento como a la moralidad. Todo está esencialmente en evolución. Por tanto, la filosofía que quiera reflejar la realidad de la naturaleza no puede ser más que una teoría de la evolución universal. El evolucionismo spenceriano fue una de las doctrinas que mayor influencia ejercieron entre 1860 y 1890, no sólo en Inglaterra sino en el mundo entero.

4.1.3. El materialismo científico alemán

En las primeras décadas del siglo XIX, Kant y el idealismo mantuvieron el pensamiento filosófico alemán alejado del materialismo. Pero la crisis del hegelianismo tuvo lugar en el momento de auge de las ciencias y, con las ciencias, se introdujo el positivismo materialista como expresión del nuevo espíritu científico. Paralelamente, se desarrolló el materialismo naturalista de Feuerbach y el dialéctico o histórico de Marx, ambos de signo filosófico.

En los años 1840-1870 el materialismo de tipo científico en alianza con el positivismo domina entre los cultivadores de las ciencias, que lo profesan como sistema y lo propagan con energía. Estos autores —Vogt, Moleschott, Büchner— no son destacados filósofos ni importantes científicos, pero contribuyeron eficazmente a difundir las ideas materialistas en Alemania y en el mundo. Carl Vogt (1817-1895) sostiene que los fenómenos psíquicos y las actividades mentales son sólo secreciones del cerebro. Ludwig Büchner (1824-1899) es autor de Fuerza y materia (1855), obra considerada durante mucho tiempo la Biblia del materialismo.

Otro autor influyente es Ernst Haeckel (1834-1919), nacido en Postdam, estudioso de zoología y profesor de la Universidad de Jena. Parte de la teoría darviniana de la evolución y piensa que esta teoría da razón de todos los momentos de la evolución, desde la materia inorgánica hasta el homo sapiens, a través de 22 estadios intermedios. A él se debe la formulación de la ley biogenética fundamental: “la ontogenia es una recapitulación de la filogenia”; es decir que desde el embrión hasta la edad adulta se reproducen las fases del proceso con el que se ha formado la entera especie o phylum. Es sabido que para dar una demostración de la la ontogénesis como compendio o repetición de la filogénesis realizó retoques en las fotografías de los embriones animales, de manera que fuesen una progresiva preparación del embrión humano. Haeckel es el principal exponente del monismo materialista en simbiosis con el evolucionismo.

No faltaron en Alemania voces que se opusieron al monismo materialista y al cientificismo radical, también entre los científicos. Quizá la más notable fue la de Emil Du Bois-Reymond (1818-1896), nacido en Berlín, profesor de fisiología y secretario de la Academia de las Ciencias. Reconocía el valor de la ciencia, pero criticó el cientificismo. En su obra Los siete enigmas del mundo afirmó que existen siete problemas que la ciencia no podrá resolver nunca: 1) el origen de la materia y de la fuerza; 2) el origen del movimiento: 3) el origen de la vida; 4) el orden finalístico de la naturaleza; 5) el origen de la sensibilidad y de la conciencia; 6) el origen del pensamiento y del lenguaje; 7) el problema de la libertad y del querer. Reconocía a la ciencia, pero criticó el cientificismo.

4.1.4. El positivismo en Italia

En la segunda mitad del siglo XIX, en antítesis con el idealismo alemán y en polémica con el espiritualismo de Rosmini y de Gioberti, se delinea un movimiento de pensamiento que presenta muchas analogías con el positivismo europeo, tanto francés (Comte) como inglés (Spencer), aunque su contenido es muy distinto del europeo, heredero del iluminismo. El positivismo italiano encuentra sus premisas en el naturalismo del Renacimiento (Pomponazzi, Machiavelo, Telesio, Campanella, Galileo), en el historicismo crítico de Giambattista Vico y en el economicismo jurídico y político de Romagnosi.

En Italia se desarrolló un primer positivismo independiente, de fondo social político y de orientación histórica. Sus principales exponentes son: Carlo Cattaneo (1801-1869), considerado el fundador del positivismo italiano y Giuseppe Ferrari (1811-1876). En el campo de la psiquiatría destaca Cesare Lombroso (1836-1909), quien concibe a la delincuencia como una forma de epilepsia psíquica y, en consecuencia, el impulso criminal como algo análogo a una descarga epiléptica, negando la libertad del delincuente.

El representante más notable del positivismo italiano posterior es Roberto Ardigò (1828-1920), que introdujo en Italia el gusto por el método científico en el campo de la cultura. Tiene también el mérito de haber sabido liberar el positivismo del agnosticismo y del mecanicismo de Spencer, para intentar la construcción de un sistema crítico-evolutivo que encuentra sus raíces en la especulación italiana del Humanismo y del Renacimiento. Bajo la influencia de Ardigò se formó entre sus discípulos y adeptos una escuela positivista italiana que tuvo un amplio desarrollo, particularmente en el ámbito de la pedagogía: Giovanni Dandolo (1861-1908), Aristide Gabelli (1830-1891), Andrea Angiulli (1837-1890), Enrico Morselli (1852-1929), J.A. Colozza (1857-1943), Giovanni Marchesini (1868-1931).

4.1.5. El positivismo en España

La doctrina de Comte se introdujo en España algo tardíamente, alrededor de 1870, sobre todo entre médicos y naturalistas. La importancia de los positivistas españoles fue muy secundaria y ninguno destacó por su originalidad, ni alcanzó renombre. Cabe citar a Alfredo Calderón que escribió Movimiento novísimo de la filosofía natural en España (1876), y a Antonio Zozaya, quien tradujo el Catecismo positivista (1886-1887). Entre los médicos y naturalistas que defendieron el positivismo son conocidos Luis Simarro y Lacabra (1851-1921), Pedro Estasén (1853-1913), Pompeyo Gener (1849-1919) —amigo de Littré— y, sobre todo, el médico humanista José Miguel Guardia (1830-1897), que publicó diversas obras sobre la historia de la medicina, entre ellas, Conversaciones entre un médico y un filósofo sobre la ciencia del hombre (1883).

4.1.6. El positivismo en América latina

El positivismo se extendió en América latina según distintas direcciones: a través de una metodología científica (Argentina), como política educativa (México), y como una religión de la Humanidad (Brasil).

En los inicios del positivismo mexicano se encuentra Gabino Barreda (1818-1880). Estudió Derecho, Química y Medicina. En 1848 fue a París para realizar estudios de doctorado, donde tuvo la oportunidad de escuchar algunas conferencias de Comte. Luego regresó a México.

Con la caída del emperador Maximiliano y el advenimiento de Juárez, entró en la vida pública. Pensaba que para pacificar el país, asolado por las guerras, el camino era la unidad de pensamiento que ofrecían las ciencias. Instituyó la enseñanza elemental obligatoria y laica, suprimió la enseñanza de la religión y de la filosofía en los centros estatales, impulsó los estudios científicos, sobre todo de matemáticas, como base de las demás ciencias, y creó la Escuela Nacional Preparatoria como centro único de acceso a la cultura superior.

Con el cambio de circunstancias políticas, Barreda dejó la dirección de la Escuela Preparatoria en 1876 y fue nombrado embajador en Francia y Alemania hasta 1880, año en el que murió.

Justo Sierra, discípulo y continuador de Barreda, ocupó cargos de responsabilidad política durante el mandato de Porfirio Díaz, entre 1876 y 1910. Desde la Secretaría de Justicia e Instrucción Pública, Sierra dio un impulso a la reorganización educativa de su país. Con el tiempo, cuando la visión mecanicista y determinista de la ciencia entró en crisis y resultó patente que el progreso científico creaba también nuevos problemas, su positivismo perdió fuerza.

En Brasil destaca la figura de Miguel de Lemos (1854-1917), quien se trasladó a París para completar estudios en 1877. Allí encontró a Littré y a Laffitte. A su regreso a Brasil, impulsó la religión positivista, se interesó en la política de su país y organizó los planes de enseñanza. El 12 de octubre de 1890, aniversario del descubrimiento de América, se colocó en Río de Janeiro la primera piedra del futuro templo de la Humanidad, sede de la iglesia positivista de Brasil.

La difusión del positivismo en Argentina coincidió con los avatares de su proceso de independencia. En los pensadores revolucionarios había una mezcla no siempre coherente de pensamiento tradicional y aspectos iluministas o racionalistas. Al ideario ilustrado sigue, en la década de los años 20 del siglo XIX, la filosofía de la “ideología”, fuertemente secularizada y anticlerical, que se impone en Argentina en la época de Rivadavia (influido por Bentham y Mill). Después de un periodo de guerra civil, sigue la etapa constitucional desde 1853. En este momento destaca la contraposición entre un pensamiento tradicional, antiliberal y romántico, con otro de carácter progresista e iluminista. En los últimos decenios del siglo XIX e inicios del XX, aunque subsisten diferentes orientaciones de pensamiento, la que tiene mayor influjo es la corriente cientificista y materialista de matriz comtiana y haeckeliana. Este positivismo domina en áreas como la historiografía, la pedagogía, el derecho y las ciencias naturales.

Entre los autores que contribuyeron a la difusión del positivismo en Argentina, cabe citar a Florentino Ameghino (1854-1911), paleontólogo que profesó el monismo evolucionista; Pedro Scalabrini (1848-1916), paleontólogo, estudioso también del derecho comparado, de la pedagogía y de la filosofía. Tuvo un influjo decisivo en la introducción de la filosofía comtiana. Desde su cátedra en la Escuela Normal de Profesores de Paraná formó a muchos profesores. Su principal discípulo, Alfredo Ferreira (1863-1938) sostuvo un positivismo militante. En 1924 fundó el Comité Positivista Argentino, considerándose gran sacerdote de la Humanidad. Máximo Victoria (1870-1934) fue el continuador de la obra de la Escuela Normal de Paraná. Aplicó la doctrina de Comte a la educación argentina y criticó duramente el cristianismo y la Iglesia. Dentro del “espíritu positivo” debe tenerse en cuenta la obra de Víctor Mercante (1870-1934), que fue decano de la Facultad de Ciencias de le Educación de la Universidad de La Plata. Sus trabajos son relevantes desde el punto de vista pedagógico y didáctico, no tanto filosófico.

Por su cultura y rigor científico destaca Carlos Octavio Bunge (1875-1918), quizá el más original y destacado de los positivistas argentinos. Se doctoró en jurisprudencia en la Universidad de Buenos Aires, e hizo también estudios pedagógicos. Fue profesor de Ciencias de la Educación en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires, y de Introducción al Derecho en la Facultad de Derecho de esta ciudad.

Otros dos autores positivistas, o en estrecha relación con el positivismo, son José Ingenieros y Alejandro Korn. José Ingenieros (1877-1925) nació en Palermo pero emigró con su familia a Argentina. Fue médico, psiquiatra, farmacéutico, sociólogo, filósofo, escritor y profesor. Se encargó de las clases de Psicología experimental en la Facultad de Filosofía de Buenos Aires. Su obra Principios de Psicología fue el primer manual completo de enseñanza de esa materia en el país. Luego, ocupó la cátedra de Medicina legal. En 1909 fue elegido Presidente de la Sociedad Médica Argentina, y en 1915 fundó la Revista de Filosofía, con periodicidad bimestral, que fue referencia importante del pensamiento argentino durante 10 años. Dirigió, además, la colección La Cultura Argentina, de importantísima labor editorial. A partir de 1919 renunció a todos los cargos docentes y comenzó su etapa política. Fue miembro del Partido Socialista Obrero Argentino y defendió la idea de que la lucha de clases era una de las manifestaciones de la lucha por la vida.

Ingenieros inició su labor filosófica siguiendo el positivismo de Comte. Con el tiempo, fue más allá de este punto de partida. Ciertamente nunca abandonó el naturalismo y se opuso siempre a cualquier instancia trascendente, pero trató de hacer compatible esta posición con la necesidad y la posibilidad de la metafísica En su obra Proposiciones relativas al porvenir de la Filosofía (1918), afirma la existencia de un «residuo no experiencial fuera de la experiencia», que no es algo trascendente o absoluto y, menos aún, sobrenatural, aunque tampoco algo ininteligible o incognoscible.

Alejandro Korn (1860-1936). Estudió filosofía y medicina. Fue catedrático de metafísica en la Universidad Nacional de Buenos Aires. Sostuvo un positivismo moderado, interesándose, sobre todo, por el valor y el sentido de la libertad. Influido por Dilthey reflexionó sobre la distinción entre el mundo de la necesidad y el mundo de la libertad, entre el mundo de la ciencia positiva y el mundo de la conciencia. Trata de incorporar el positivismo a una concepción superior que permita afirmar, a la vez, el determinismo del proceso cósmico y la autonomía de la personalidad.

En Chile, el positivismo fue conocido principalmente a través de los trabajos y de la actividad de los hermanos Jorge (1854-1894) y Juan Enrique (1852-1927) Lagarrigue que, desde 1875 realizaron una propaganda activa de las doctrinas de Comte con artículos, conferencias y alguna traducción. Posteriormente se trasladaron a París, donde siguieron clases con Laffitte, convirtiéndose en fieles seguidores de la religión de la humanidad. Hacia 1885 se distanciaron de Laffitte. Jorge permaneció en París y Juan Enrique regresó a Chile, donde continuó difundiendo el positivismo.

***

En síntesis, puede decirse que, en los últimos decenios del siglo XIX, el positivismo creó un clima cultural del que dependieron muchas manifestaciones, tanto en el campo del arte, como en el de la literatura, la filosofía, la historia, el derecho y las ciencias. Más allá de los autores concretos, en su mayoría secundarios, el positivismo se propagó difusamente. Uno de los ámbitos que merece destacarse es el del derecho. Por positivismo jurídico se entiende la corriente de pensamiento jurídico que pone como único fundamento del derecho los ordenamientos vigentes, prescindiendo de toda referencia metafísica. Lo único cognoscible en este campo sería el derecho positivo existente y los otros que históricamente han existido. De ahí que los derechos no se basen en el reconocimiento de una ley natural. Una consecuencia de este planteamiento es que no existen derechos que correspondan al hombre en cuanto tal; los derechos y la justicia quedan reducidos a lo establecido por la ley positiva, negando a la persona humana todo derecho que no le sea concedido por la autoridad. Dentro del positivismo jurídico surgieron distintas corrientes, pero la tendencia que llevó a sus últimas consecuencias la aplicación del positivismo al derecho fue la sostenida por Hans Kelsen (1881-1973) y otros autores como A. Merkl y F. Schreier.

4.2. El neopositivismo

En el siglo XX, la visión cientificista propia del positivismo fue reformulada por el Círculo de Viena con los recursos de la lógica matemática y de la filosofía del lenguaje. Su precedente más inmediato está en la tradición empirista de Ernst Mach (1838-1916). La epistemología de este autor considera que la ciencia se refiere sólo a los fenómenos tal como se presentan en la experiencia, de tal modo que pretender alcanzar una realidad más allá sería una aspiración “metafísica” imposible de realizar. La perspectiva de Mach, además de fenomenista, es instrumentalista, al afirmar que la ciencia tiene como único objetivo la “economía de pensamiento”, es decir, la formulación de teorías que no pueden considerarse verdaderas o falsas, sino solamente útiles con vistas a la predicción.

En 1895 se creó en la Universidad de Viena una cátedra de Filosofía de las ciencias inductivas para Mach, quien la ocupó hasta 1901. Desde allí se extendió la influencia de la filosofía empirista y anti-metafísica centrada en el estudio del conocimiento científico. En 1922 ocupó esta cátedra Moritz Schlick (1882-1936). Su prestigio e influencia hicieron que se viera rodeado de filósofos y científicos de tendencia empirista y anti-metafísica, que darían vida a lo que se llamó el Círculo de Viena (Die Wiener Kreis). Entre los exponentes principales se encontraban, además de Schlick, Rudolf Carnap (1891-1970), Otto Neurath (1882-1945), Hans Hahn (1879-1934) y Kurt Gödel (1906-1978). Otros autores importantes –Karl Raimund Popper y Ludwidg Wittgenstein- frecuentaron el Círculo sin formar parte del movimiento.

En 1929 publicaron su manifiesto programático, que tenía como título La visión científica del mundo (Die Wissenschaftliche Weltanffassung). Este proyecto continuaba, en el siglo XX, el espíritu de la Ilustración y de la Enciclopedia. Su objetivo primordial era unificar todo el saber siguiendo el método y el lenguaje de la física (fisicalismo). En la línea del positivismo de Comte, afirmaron que todo conocimiento válido se reducía al que proporcionan las ciencias experimentales, y que éstas se limitaban a relacionar los fenómenos observables, sin traspasar el ámbito de lo positivamente dado por la experiencia. No había cabida para un conocimiento “metafísico” que vaya más allá de la observación experimental.

La pretensión de validez exclusiva de las ciencias empíricas la fundamentaban, siguiendo a Mach, en el criterio empirista de significado: una afirmación acerca de los hechos sólo tiene significado (o sentido) si existe algún procedimiento empírico para comprobarlo. Por tanto, si un enunciado es empíricamente verificable, entonces tiene sentido; si no lo es, se trata de un aserto sin sentido, del que ni siquiera puede decirse que sea verdadero o falso, puesto que es un enunciado mal construido. En consecuencia, los enunciados metafísicos como ¿existe Dios?, ¿qué es la libertad?, ¿existen normas morales que derivan de la naturaleza?, serían pseudo-proposiciones, puesto que es irracional formular preguntas que no pueden ser contestadas con los métodos experimentales. La metafísica sería simplemente expresión de actitudes emotivas, útil quizá para la expresión de sentimientos subjetivos, pero incapaz de afirmaciones verdaderamente objetivas y racionales.

Para el neopositivismo, la totalidad de la realidad es estudiada por las ciencias. La función de la filosofía se limita a aclarar el sentido de las proposiciones (enunciados) o sea, al análisis lógico mediante el cual se delimita qué proposiciones tienen sentido y cuáles no lo tienen (criterio de demarcación, que se reduce al criterio empirista de significado y, en definitiva, al principio de verificación empírica).

Los fundadores del Círculo de Viena estaban convencidos de que la metafísica y la teología llevaban a perderse en pseudos-problemas. Esta convicción no era un resultado, sino la hipótesis fundamental de su trabajo. Partieron de un intento anti-metafísico programático.

Se trata de una nueva modalidad del cientificismo. Mientras en el antiguo positivismo la negación de la metafísica y de Dios se veía como resultado de un progresivo avance de las ciencias, que serían capaces de llegar en el futuro a resolver todos los problemas, teóricos y prácticos, en el neopositivismo (desmoronada ya la fe optimista en las capacidades de la ciencia), se afirma de un modo más cauto y sutil que existen problemas carentes de sentido y se restringe el campo de los problemas “dotados de sentido” a los que la ciencia puede de hecho, al menos en principio, afrontar y resolver. Con esta perspectiva, ya no tiene sentido esforzarse por demostrar que Dios no existe; el nuevo positivismo se dispensa de argumentar el discurso metafísico y teológico, porque afirma que el problema de Dios ni siquiera existe como problema cognoscitivamente sensato, aunque pueda aparecer como emotivamente importante. De este modo se ha terminado por negar a la filosofía el derecho a tener problemas cognoscitivos verdaderamente suyos y se ha limitado su función a la de reflexionar sobre los elementos de conocimiento que proporcionan las ciencias [Agazzi 1983: 113-116].

El principio de verificación empírica —todo conocimiento válido ha de apoyarse, en última instancia, en enunciados acerca de los hechos observacionales— como criterio de significado es contradictorio. En efecto, si toda proposición debe ser empíricamente verificable para poder poseer un significado, hay que reconocer que el principio de verificación mismo no es verificable empíricamente. Él mismo es un enunciado sin sentido.

Además, el principio de verificación empírica no es aplicable ni siquiera en las ciencias, pues todo concepto o magnitud científica, todo enunciado, incluso los que describen los fenómenos más sencillos, contienen conceptos teóricos que no pueden reducirse a una simple colección de observaciones. Nunca se llega a obtener una base empírica donde la observación esté completamente separada de una actividad intelectual de comprensión, construcción e interpretación. Cuando se dice: hoy, a las 12.00 la temperatura era de 25 ºC, esa afirmación se refiere a la experimentación, pero no es un simple resultado de relacionar entre sí percepciones subjetivas o datos de observación. Comporta medias, escalas, acuerdos, estipulaciones, etc. Si se admitiese en la práctica el principio de verificación empírica, habría que eliminar de las ciencias todas las construcciones teóricas. Además, la verificación sensible no es un proceso aislado, sino que supone una estimación global de una serie de pruebas múltiples y heterogéneas en relación con una teoría completa.

En realidad, el criterio empirista de significado estaba destinado a eliminar la metafísica, pero para conseguirlo se establecieron unas exigencias que ni siquiera podían ser satisfechas por los enunciados de las ciencias experimentales. De ahí que Popper afirmase con razón que «los positivistas, con sus ansias de aniquilar la metafísica, aniquilan junto con ella la ciencia natural» [Popper 1977: 36]. En efecto la filosofía de la ciencia del siglo XX fue poniendo de relieve, progresivamente, la solidaridad de una teoría científica con una visión metafísica del mundo, aunque en ocasiones no se tratase de una metafísica propiamente dicha, sino de pre-concepciones de carácter sociológico, psicológico, etc. (paradigmas de Kuhn, conocimiento “personal” no verbalizado de Polanyi, “hipótesis analíticas” de Quine, etc.). Sin este encuadramiento meta-físico previo no podrían entenderse el sentido de la ciencia, ni sus reglas, ni su intento de dar una explicación de los fenómenos [Sanguineti 1988: 33-34].

El Círculo de Viena como tal se disolvió en 1938 por circunstancias políticas. Sus miembros marcharon a Estados Unidos e Inglaterra, donde existían movimientos filosóficos que entroncaron fácilmente con esta filosofía. Las ideas del Weiner Kreis han ejercido un influjo notable, también después de su disolución. Aunque algunas de sus tesis filosóficas han sido abandonadas (criterio empirista de significado, fisicalismo), no ha sucedido lo mismo con la perspectiva filosófica —cientificista y empirista— que subyace en su planteamiento.

4.3. Reacciones al positivismo

En los apartados anteriores nos hemos referido a la difusión del positivismo. Efectivamente, el siglo XIX estuvo fuertemente marcado por esta corriente de pensamiento, pero fue también escenario de fuertes reacciones críticas, tanto por parte de exponentes de la ciencia como de la filosofía. Algunos científicos advirtieron que, aunque el método físico-matemático era un instrumento cognoscitivo muy capaz, existían también otros acercamientos válidos a la naturaleza. Cauchy —matemático que en 1821 logró la formulación exacta de la teoría del límite—, en el Prólogo de su obra más famosa afirma que el cálculo no lo es todo y que sería un error pensar que todas las pruebas válidas han de basarse en ecuaciones integrales y diferenciales.

«Hasta ahora nadie ha utilizado el cálculo para demostrar la existencia de Luis XIV; y sin embargo, todos los que están en su sano juicio admitirán que su existencia es tan cierta como el teorema de Pitágoras [...]. Lo que he dicho refiriéndome a un acontecimiento histórico, se puede aplicar igualmente bien a una cantidad de cuestiones religiosas, éticas y políticas. Por tanto, debemos seguir convencidos de que hay otras verdades además de las de la geometría, y otras realidades además de las de los objetos sensibles. Por consiguiente, cultivemos con fervor las ciencias matemáticas sin desear llevarlas más allá de su ámbito propio y no imaginemos que se pueden abordar los problemas de la historia con fórmulas matemáticas o que se pueden confirmar los principios morales mediante teoremas de álgebra y de cálculo» [Cauchy 1821: VI-VII].

Otro autor que merece mencionarse es Émile Meyerson (1859-1933). Estudió Química y, como otros muchos científicos de su época, llegó a la filosofía llevado por la necesidad de reflexionar críticamente sobre las teorías de la ciencia. Estudiando las condiciones psicológicas y lógicas requeridas para el ejercicio de la ciencia, descubrió que ésta no puede desprenderse de preocupaciones ontológicas y explicativas: hay una filosofía rudimentaria presupuestas en el mismo ejercicio de la ciencia. En polémica con Comte y con Mach, afirmó que la ciencia no sólo describe sino que explica los fenómenos, buscando su causa real.

Desde el área filosófica, la fenomenología y las filosofías existencialistas, ya en el siglo XX, hicieron fuertes críticas al positivismo, denunciando con acierto la deshumanización provocada por las tecno-ciencias. Entre las voces que se levantaron para poner de manifiesto la necesidad de superar el cientificismo, quizá la más eficaz fue la de Husserl (1859-1938) que abogó para reconducir las ciencias a una instancia superior, al sujeto. En su conocida obra La crisis de las ciencias europeas —escrita entre 1935 y 1938, pero publicada póstuma en 1954—, señaló con claridad las consecuencias de entender las ciencias como sustitutivo de la sabiduría [Husserl 2000]. Tuvo también impacto la crítica de Heidegger [Heidegger 2001a, Heidegger 2001b].

El espiritualismo francés (Maine de Biran y Felix Ravaisson) constituyó otra fuente de críticas al positivismo materialista. Émile Boutroux (1845-1921), aún aceptando la clasificación de las ciencias de Comte, insistió en que cada ciencia revela un orden de la realidad que es imposible reducir a los demás órdenes. La materia inorgánica, el mundo orgánico y el hombre son órdenes distintos de realidad, cada uno de ellos no puede explicarse basándose en los anteriores, ya que contiene elementos originarios, nuevos; la vida, por ejemplo, no se reduce a su composición físico-química.

También en ámbito francés fue significativa en este sentido la enseñanza de Henri Bergson (1859-1941). Él mostró que, junto al conocimiento científico, había lugar para otro tipo de conocimiento —la filosofía— que, con sus instrumentos propios, podía alcanzar la realidad íntima y absoluta de las cosas. Él tuvo el mérito de conducir al descubrimiento de la espiritualidad a toda una generación que vivía inmersa en el racionalismo, positivismo y materialismo dominantes en aquellos años en la Sorbona.

4.4. Permanencia del cientificismo

Las afirmaciones de la filosofía de Comte no son defendidas hoy por casi nadie. Pero, en general, la crítica clásica a su doctrina se ha movido más bien en aspectos accidentales (impugnación de los acentos místicos de sus expresiones, confianza pueril en el estado de la ciencia en el siglo XIX, error del determinismo físico, elucubraciones fantasiosas de su último período, etc.). Es cierto que actualmente el positivismo, tal como fue formulado por Comte, goza de poca credibilidad entre los especialistas y puede considerarse superado debido al desarrollo de los estudios históricos y de algunas reflexiones de la filosofía de la ciencia contemporánea.

Pero si prestamos atención a la raíz del positivismo, es decir, al cientificismo que lleva a la absolutización de la ciencia y a la negación de la metafísica del ser, podemos decir que en esto el positivismo no está superado. Con otros nombres y ropajes diversos, continúa como actitud de fondo en muchos ámbitos de la cultura y en muchos sectores educativos, científicos, políticos y del derecho. Sigue teniendo vigencia como perspectiva, como mentalidad, aún entre personas que no son conscientes de haber adoptado este punto de mira. «Aún cuando muchos han certificado su muerte, el positivismo, curiosamente, está aún vivo, no tanto si se le considera en sí mismo –como una doctrina coherente-, pero sí en cuanto imbuido y disuelto en la estructura de la ciencia, y lo que es más importante, en la visión científica del mundo» [Skolimowski 1979: 35].

En este sentido, la difusión y penetración del positivismo es mucho mayor de lo que podemos imaginar. Sanguineti lo expresa de modo sintético:

«La entrada del punto positivista en las ciencias occidentales, en la físico-química, en la biología, en las ciencias humanas, es un hecho notorio y de enormes proporciones, y constituye además un proceso que todavía sigue en curso, de cuyo alcance practico y moral quizá no nos damos cuenta perfectamente. En cuanto a la eficacia universal de su influjo, basta considerar que si el área de influencia de los filósofos se restringe en cierto modo a los que se dedican a estudiarlos por motivos profesionales o de otra índole, la filosofía positivista llega a todos pacíficamente, a través de la enseñanza de las ciencias en los estudios básicos, medios y superiores, alcanzando una penetración de la que pocas doctrinas podrían gloriarse. Se consigue así un efecto de connaturalización con ese método, que en buena parte explica la resistencia de muchos ante la consideración metafísica y moral en las ciencias, aún cuando en la vida ordinaria no hubiesen descartado tal rectitud natural del ejercicio de nuestra inteligencia» [Sanguineti 1977: 34-35].

Puede decirse que en el momento actual, el positivismo —al menos su carácter cientificista y su exclusión de la metafísica— constituye muchas veces una especie de “atmósfera” filosófica dominante, que parece penetrar en el siglo XXI con aires de triunfo, no obstante los problemas antropológicos que ha creado en el mundo el nuevo naturalismo tecnológico sin límites éticos.

Mencionamos a continuación algunas manifestaciones de la mentalidad positivista en la actualidad. En primer lugar, la consideración de la ciencia como saber fundamental acerca del mundo aunque, a veces, quienes lo sostienen, critiquen los excesos del cientificismo de otras épocas. Quizá no se ponen en la ciencia las esperanzas ingenuas de otros tiempos, pero se piensa que la ciencia es el estilo de pensamiento más seguro y provechoso, mientras que las certezas morales, filosóficas, religiosas se consideran frágiles y discutibles.

La falta de interés por las cuestiones últimas y fundamentales de la vida —el abdicar de la vocación especulativa— es también una actitud propiciada por el positivismo, que prohíbe preguntarse por la naturaleza y el sentido de las cosas, de la vida y del hombre. El talante positivista ha llevado a formar técnicos que manipulan la realidad, desentendiéndose del significado, promoviendo en el hombre y en la sociedad actitudes unilaterales (la exactitud, la precisión, el cálculo, el automatismo), y sofocando cualidades más importantes, más exquisitamente humanas (visión sapiencial, búsqueda de causas, actitud contemplativa).

Al erigir la ciencia como conocimiento total, que no admite instancias superiores, la fe queda recluida al ámbito privado; se admite como componente a-racional de la existencia singular, como opción espiritual sin relación con el mundo de la verdad y sin relevancia en la esfera pública. Ésta es, quizá, una secuela del positivismo especialmente presente en la sociedad actual.

La herencia del positivismo hace también que, al haberse eliminado la metafísica, aparezcan como sustitutos de lo que va más allá del dato la construcción racional o social. Es lo que se pone de manifiesto en las diferentes formas de constructivismo y de convencionalismo.

5. Bibliografía

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Vitoria, María Ángeles, Positivismo, en Fernández Labastida, Francisco – Mercado, Juan Andrés (editores), Philosophica: Enciclopedia filosófica on line, URL: http://www.philosophica.info/archivo/2009/voces/positivismo/Positivismo.html

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