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VERSIÓN DE ARCHIVO 2008


Teoría del Diseño Inteligente (Intelligent Design)

Autor: Santiago Collado González

La teoría del “Intelligent Design” ha sido presentada por los científicos que la defienden como una alternativa válida al Neodarwinismo. En este escrito, además de presentar a grandes rasgos los puntos centrales de la teoría del Diseño Inteligente, se explican los antecedentes históricos del debate que ha surgido alrededor de ella, y se exponen algunas de las críticas científicas y filosóficas más importantes que le han sido formuladas.

1. Antecedentes e historia

La compresión del Diseño Inteligente (Intelligent Design, ID) exige situarse en el contexto en el que aparece. Dicho contexto es de pugna entre dos visiones de la ciencia que se presentan como excluyentes. De una parte estaría una ciencia a la que sus oponentes llaman naturalista. El motivo de la oposición a este tipo de ciencia está en que ven su naturalismo como equivalente a materialismo. Los que denuncian la existencia del naturalismo científico sostienen que quienes hacen este tipo de ciencia no sustentan su actividad sobre principios que son estrictamente científicos, sino que se orientan por principios de carácter filosófico, ideológico o antirreligioso. La alternativa propuesta sería una ciencia respaldada solamente por “evidencias empíricas”, lo cual implicaría liberarla de la carga ideológica que imponen los primeros y abrirla a la posibilidad de admitir fenómenos que no se pueden explicar desde las simples leyes naturales pero de los que sí tenemos evidencias. Esta última perspectiva es la que dicen defender los principales promotores del “Intelligent Design” [Dembski 2001: 25-41].

Sin embargo, los científicos, cuando realizan su trabajo, no se debaten normalmente en esta alternativa. Lo que ordinariamente hacen es aplicar los métodos y técnicas propias de su disciplina para llegar a unos resultados más o menos buscados. Por otra parte, es cierto que hay un grupo de científicos que, al divulgar su ciencia, defienden unas posiciones netamente materialistas y claramente beligerantes frente a la religión. Artigas y Giberson ilustran suficientemente la existencia de este grupo de científicos [Artigas 2007: 25-41]. Un científico que constituye un ejemplo paradigmático de esta actitud es el inglés Richard Dawkins. El nacimiento del ID y el trabajo de científicos divulgadores como Dawkins han avivado en los últimos años un debate que es muy antiguo, incluso anterior a la publicación del “Origen de las especies”. Lo que consiguió ese libro de Darwin fue animar y desplazar el debate sobre el materialismo en la ciencia al ámbito específico de la biología. Desde entonces, con distintos altibajos, el enfrentamiento se ha mantenido vivo y, en este momento en Estados Unidos, con un marcado protagonismo del ID.

Cuando nos referimos al Intelligent Design conviene distinguir entre el ID como movimiento y, por otra parte, la aportación intelectual y supuestamente científica que sus integrantes defienden. El movimiento tiene una historia, unos antecedentes y unos objetivos que son identificables. También son susceptibles de análisis científico y filosófico sus ideas. En lo que sigue, se tratará de delinear los diversos aspectos que configuran la compleja realidad del Diseño Inteligente.

1.1. Creacionismo versus Darwinismo

El marco que sirve para encuadrar históricamente el Intelligent Design es el que ofrece la pugna que han mantenido el Darwinismo y el Creacionismo desde la misma aparición de la teoría de Darwin. El Origen de las Especies mediante la selección natural de Charles Darwin contribuyó a poner en tela de juicio dos pilares que los sectores más conservadores de la sociedad norteamericana tenían como inamovibles: por una parte la autoridad bíblica, y por otra, un modo de concebir la creación del mundo y la aparición de las diversas especies estrechamente vinculado a la literalidad de la narración del Génesis. El enfrentamiento entre la cosmovisión fundada sobre los pilares aludidos, y la que se iba abriendo paso a través de la naciente ciencia biológica, tuvo en Estados Unidos su propio itinerario. La grieta cultural abierta en la sociedad por dicho enfrentamiento permanece abierta y sigue dividendo hoy a la sociedad norteamericana [Giberson 2002: 1-12].

A lo largo del siglo XX aparecieron diversos grupos y movimientos que trataron de salvar lo que el Darwinismo parecía estar demoliendo. Entre 1910 y 1915 el empresario californiano Lyman Stewart financió una obra escrita con la que quería hacer frente a la nueva amenaza. Los doce volúmenes que la formaban llevaron el título “The Fundamentals”. Ninguno de sus autores vio entonces la necesidad de emprender una lucha abierta para erradicar la enseñanza de la evolución de los centros docentes.

El momento clave en el que midieron sus fuerzas los recién nacidos “fundamentalistas” y los defensores del Darwinismo fue un juicio celebrado contra el profesor John Scopes, ampliamente conocido como el Juicio del mono (Scopes Monkey Trial). Se acusaba a Scopes de enseñar la Teoría de la Evolución contra una ley del estado de Tennesse. El resultado fue una victoria legal del Fundamentalismo y una victoria real del Darwinismo: el profesor fue condenado a una multa simbólica y la ley se mantuvo sin posibilidad de ser recurrida a un tribunal federal.

En los años siguientes la biología experimentó notables avances. Destacan, entre otros, los trabajos del genetista de origen ruso Theodosius Dobzhansky, que en los años 30 publicó su libro más importante: Genetics and the Origin of Species. Este biólogo contribuyó de una manera decisiva a poner las bases para la unión de la genética y la biología tradicional. La orientación de sus trabajos se continuó en los años sucesivos y dio lugar a una síntesis entre genética y biología que ahora se conoce como la Teoría Sintética o neo-Darwinismo.

Un momento de gran importancia para la consolidación del neo-Darwinismo como teoría dominante en el ámbito científico fue el descubrimiento de la estructura del ADN, en 1953, por Crick y Watson. En ese momento se puede decir que la totalidad de la comunidad científica respaldaba ya la teoría sintética. La evolución darwiniana (el Neodarwinismo) se impuso sólidamente durante la segunda mitad del siglo XX. En la medida en que el Darwinismo era aceptado, y rechazadas las tesis de los Fundamentalistas, también iba creciendo el malestar, incluso entre algunos científicos, que veían cómo se imponía, junto con el Darwinismo, una visión de la naturaleza predominantemente materialista y amparada por esa misma ciencia.

En los años 70 y 80 ven la luz asociaciones y publicaciones que se hacen eco de este malestar pero, a diferencia de lo que ocurre con las típicamente creacionistas, el enfoque adoptado por un buen número de ellas pretende ser realmente científico y no dependiente de la Biblia. Estas publicaciones y grupos trataban de poner de manifiesto, desde la misma ciencia, las lagunas e insuficiencias que esconden algunos argumentos defendidos por no pocos evolucionistas [Giberson 2002: 198 y ss.]. Dos de los libros que contribuyeron con más eficacia a suscitar recelos científicamente fundados frente al Darwinismo fueron: El misterio del origen de la vida escrito por Thaxton (químico), Bradley (ingeniero) y Olson (geoquímico) [Thaxton 1984], y Evolución: una teoría en crisis, escrito muy poco después del anterior por Michael Denton, agnóstico y especialista en genética molecular [Denton 1986].

Uno de los grupos formado entonces y que compartía el interés por el estudio de las ideas contenidas en los libros mencionados, es el que, durante los últimos años de la década de los 80 y principios de los años 90, da lugar al Intelligent Design. Como es patente, el ambiente en el que nace es de enfrentamiento entre posiciones teístas y ateas de carácter materialista. Pero también en un clima en el que empiezan a esgrimirse argumentos científicos contra el paradigma dominante en biología: el Neodarwinismo.

1.2. Nacimiento y desarrollo del Diseño Inteligente

Desde el nacimiento del ID podríamos decir, de modo muy esquemático, que la todavía breve pero densa historia del ID recorre tres fases. Cada una de ellas la podemos asociar a un personaje que asume en ese momento el protagonismo dentro del movimiento.

La primera es la de formación del movimiento: Phillip E. Johnson es su protagonista. Johnson, abogado de prestigio en la década de los 80, ve en las explicaciones darwinistas que se hacen en las publicaciones de entonces –“El relojero ciego” de Dawkins, especialmente–, argumentos más propios de estrategias jurídicas que del ámbito científico. Johnson decide escribir un libro en el que se propone hacer justicia a los argumentos darwinistas: su título es “Juicio a Darwin” (Darwin on Trial). El libro se publica en 1991 y alcanza un gran éxito editorial. Durante esta primera y breve fase de formación, que se inicia el año en que Johnson conoce en Londres al resto de los principales miembros del grupo –1990–, se formulan los objetivos y las estrategias principales del Intelligent Design y se organiza formalmente el movimiento. Los componentes asumen el papel de ser la “cuña” que debería romper la hegemonía de la cultura materialista en la ciencia contemporánea.

El inicio del segundo periodo puede situarse en el año 1996, el momento de la publicación del libro Darwin’s Black Box [Behe 1996], escrito por el profesor de bioquímica en la Universidad de Lehigh, Michael Behe. El éxito del libro impulsó la difusión del movimiento y sus ideas en amplios sectores de la sociedad norteamericana. La supuesta cientificidad de los argumentos esgrimidos por Behe y el modo cuidado y persuasivo de presentarlos en su libro es, sin duda, clave del éxito y de la amplia difusión que el movimiento experimenta a partir de ese año.

Podría decirse que la tercera fase del historia del ID comienza con el final de siglo, y caracterizarse como “la búsqueda de la identidad científica del Intelligent Design”. En este intento está desarrollando también un papel muy activo, desde el punto de vista de la epistemología, Stephen C. Meyer. En sus escritos ha intentado determinar el estatuto científico del ID y ponerlo en relación con el del Evolucionismo [Behe 1999: 151-211]. En esta fase del movimiento, los primeros años del siglo XXI, en los Estados Unidos se ha producido una verdadera explosión de publicaciones a favor y en contra del ID. También esta etapa tiene un nombre: William Dembski. La intensa actividad desarrollada por el omnipresente Dembski le ha permitido salir al paso de prácticamente todas las objeciones que en estos años se han puesto al Intelligent Design. Esta fase ha visto resurgir la guerra legal por la enseñanza de la evolución y sus supuestas alternativas: ahora la principal alternativa la constituye el ID. Sin embargo, hasta el momento esta batalla ha dado como resultado la derrota del Intelligent Design en el juicio sobre la legitimidad de la enseñanza del ID en distrito escolar de Dover (Pennsylvania) en diciembre de 2005. También es justo decir que la incidencia en el mundo científico de las ideas propugnadas por los defensores del movimiento está quedando muy por debajo de las expectativas que habían creado sus promotores en los años precedentes. En un libro del 2004 Dembski afirmaba: «Día a día se fortalece mi convicción de que el diseño inteligente está llamado a revolucionar la ciencia y nuestra concepción del mundo» [Dembski 2006: 15]. El horizonte de Dembski es realmente ambicioso. Pero los resultados obtenidos hasta el momento no parecen acompañar la convicción del principal defensor del movimiento en la actualidad.

El juicio de Dover ha supuesto un duro revés para los objetivos del ID como movimiento. En cualquier caso, sus principales miembros parece que mantienen intacta su agenda y continúan en la guerra por alcanzar sus metas. Podríamos decir que sus previsiones incluyen tres importantes pasos:

1. Mostrar la insuficiencia del Darwinismo como teoría científica.

2. Afirmación del ID como única alternativa posible.

3. Encontrar el modo de confirmar científicamente el punto 2.

Alcanzar la aceptación del ID como alternativa científica al Darwinismo es, obviamente, el gran reto que tienen planteado. Dembski detalla todo un plan para conseguirlo [Dembski 2006: 364 y ss.]: establecer un catálogo de hechos fundamentales que confirmaran las tesis del ID, conseguir una red de investigadores y medios para sacar adelante proyectos específicos, disponer de medidas objetivas de progreso del ID como programa de investigación científica, elaboración de un currículum académico del Diseño para poder ofrecer cursos consistentes con las ideas del ID. Conseguir esto último sería para Dembski restaurar un mercado libre en el mundo de las ideas científicas. Considera que actualmente el Darwinismo constituye un monopolio que asfixia la deseada libertad en la ciencia.

Dembski es consciente de que el objetivo de fondo del movimiento, un cambio de paradigma científico, está lejos de ser alcanzado pero, por otra parte, parece realmente sincero su convencimiento de que esta meta se alcanzará si se sigue el camino que él mismo ha delineado. La pretensión de provocar un cambio de paradigma científico –en el sentido que Kuhn diera a esta palabra–, debería estar sustentada sobre sólidos pilares: “La presente obra puede ser considerada por tanto como un manual capaz de reemplazar un paradigma científico anticuado (el Darwinismo) por otro nuevo paradigma (el Diseño Inteligente) perfectamente preparado para poder respirar, crecer y prosperar” [Dembski 2006: 17-18]. En lo que sigue vamos a exponer, también de manera breve, las ideas fundamentales que constituyen, según sus promotores, la base sobre la cual construir el edificio de un nuevo paradigma científico.

2. Ideas centrales del Diseño Inteligente

Las dos ideas centrales sobre las que se apoya la pretensión del ID de convertirse en un nuevo paradigma científico son: la noción de complejidad irreductible, expuesta por Behe con amplitud en La caja negra de Darwin, y la de complejidad especificada, expuesta por Dembski en multitud de escritos. El primero y más importante, que recoge el trabajo desarrollado en su tesis doctoral, y donde se contienen las ideas fundamentales que sustentan estas nociones es: The Design Inference [Dembski 1998]. A continuación se expondrán de una manera descriptiva y breve dichas ideas.

2.1. Complejidad irreductible de Michael Behe

«La teoría de la evolución se ocupa de tres materias diferentes. La primera es el hecho de la evolución; esto es, que las especies vivientes cambian a través del tiempo y están emparentadas entre sí debido a que descienden de antepasados comunes. La segunda materia es la historia de la evolución; esto es, las relaciones particulares de parentesco entre unos organismos y otros (por ejemplo, entre el chimpancé, el hombre y el orangután) y cuándo se separaron unos de otros los linajes que llevan a las especies vivientes. La tercera materia se refiere a las causas de la evolución de los organismos» [Ayala 1994: 17].

Hoy en día el Darwinismo, con todos sus perfiles actuales, es la teoría que domina en el ámbito científico y que el mundo académico ha adoptado como explicación más ajustada a los datos disponibles. Darwin es considerado por la práctica totalidad de la comunidad científica como el padre de la evolución en general. La mayoría de las teorías evolucionistas, al menos es así para los defensores del ID, de una manera u otra, tienen en común y remiten a las ideas básicas de Darwin. Hablar de evolución, aunque no sea exactamente así, se puede decir que es hablar de Darwinismo. Los ataques que se lanzan contra la evolución, en la mayor parte de las ocasiones, son ataques lanzados contra la forma de ver la evolución inaugurada por Darwin.

En el mundo natural, el que nos presenta nuestro conocimiento ordinario de la naturaleza, encontramos una extraordinaria complejidad. Dicha complejidad convierte en un desafío la explicación causal del “hecho” de la evolución en toda su amplitud desde la perspectiva meramente darwinista, entendiendo por tal, la teoría que explica como únicas causas de la evolución las modificaciones al azar –sin ningún propósito especial– y la selección natural. Pero desde nuestro conocimiento ordinario de la naturaleza, también es cierto que es difícil negar que los complicados sistemas biológicos puedan haber llegado a su estado actual como fruto de los mecanismos darwinianos ayudados por el transcurso de grandes cantidades de tiempo. En la actualidad la ciencia nos permite afirmar, con suficientes garantías, que estos mecanismos tienen valor explicativo –han servido incluso para hacer predicciones– en la llamada microevolución. No parece que haya, sin embargo, tanto acuerdo ni evidencia empírica suficiente para afirmar lo mismo con la macroevolución. Este es uno de los hechos más explotados por los antievolucionistas.

Michael Behe sostiene que si no se conoce la constitución de los seres vivos en sus partes más elementales no estamos en condiciones de poder afirmar o negar en ellos la evolución darwiniana. La biología ha trabajado hasta prácticamente nuestros días, según Behe, con “cajas negras” de las que se sabe lo que hacen, pero no cómo lo hacen, cómo se han formado y cómo están constituidas o estructuradas internamente. Esta es la situación en la que trabajaron y sacaron sus conclusiones Darwin, y también sus opositores. Según Behe, la Bioquímica está permitiendo desvelar el contenido de dichas cajas y, por tanto, ha puesto a la ciencia en condiciones de dar respuestas a los problemas que hace pocos años estaban fuera de nuestro alcance. Por tanto, para Behe, es la bioquímica, la disciplina que él cultiva, la que nos pone en condiciones de abordar el enigma de la evolución.

Hay dos momentos inseparables en la tesis que extrae Behe de su investigación a nivel bioquímico. En primer lugar parece descubrir que el Darwinismo es incapaz de explicar un cierto tipo de complejidad que podemos apreciar en los seres vivos. En segundo lugar afirma de manera neta que sólo el diseño ofrece una explicación satisfactoria para dicha complejidad. Aun más, según Behe podemos llegar a afirmar científicamente la existencia de diseño en algunos sistemas biológicos que encontramos en la naturaleza formando parte de los seres vivos. La cuestión ahora es ¿qué tipo de complejidad es la que nos permite afirmar el diseño y a qué tipo de diseño se refiere Behe?

La clave con la que da unidad a los dos momentos señalados y la que supuestamente le va a permitir la demostración científica de diseño es la noción de Complejidad irreductible (CI). Behe la caracteriza en su primer libro de la siguiente manera: «Con la expresión sistema irreductiblemente complejo me refiero a un solo sistema compuesto por varias piezas armónicas e interactuantes que contribuyen a la función básica, en el cual la eliminación de cualquiera de estas piezas impide al sistema funcionar» [Behe 1996: 60]. En publicaciones posteriores se han hecho algunos refinamientos de esta definición. Dembski, por ejemplo, discute esta caracterización y propone algunos ajustes que buscan hacer posible la determinación de la complejidad irreductible sin ambigüedades [Dembski 2002: 279-289]. Para los objetivos de este trabajo es suficiente tener presente la definición original.

El ejemplo preferido por Behe cuando explica esta noción es el de la trampa de ratón. En ella encontramos un conjunto de piezas que interactúan de acuerdo con un diseño bien específico para alcanzar un fin que es también muy preciso. Nadie que vea cómo funciona la trampa de ratón pone en duda que aquel instrumento ha sido pensado y construido para cazar ratones. Queda fuera de toda duda, como ocurre con cualquier otro artefacto, que la disposición en el sistema de las piezas que lo componen no ha sido fruto del azar. Se descarta también, por su probabilidad prácticamente nula, que el sistema se haya formado gradualmente y como consecuencia de una serie de pasos intermedios que han ido mejorando el sistema por un mecanismo de tipo darwiniano: o están todas y cada una de las piezas dispuestas en el orden previsto o el sistema no funciona. No hay mejora gradual posible respecto a un supuesto antecesor porque, sencillamente, la trampa no cazaría ratones de ninguna manera.

La trampa de ratón constituye para Behe un ejemplo diáfano de complejidad irreductible. Lo que resulta más importante destacar en esta caracterización, y en el ejemplo que la acompaña, es que la determinación de irreductibilidad deriva de que se asume que cada una de las piezas del sistema tiene un carácter elemental, es decir, no está compuesta a su vez por otros elementos, o si lo estuviera, deberíamos poder a su vez determinar su complejidad irreductible de esa pieza componente. Es decir, cabría admitir una jerarquía de niveles de sistemas y subsistemas, pero la clave de la aplicabilidad de la caracterización radica en tener la capacidad de poder llegar en el análisis a las “piezas elementales” o átomos del sistema.

La pregunta que se hace el autor de La caja negra es, precisamente, si existe algún sistema biológico del que se pueda afirmar con certeza científica que posee complejidad irreductible, es decir, que no se ha podido alcanzar de una manera gradual: cambios pequeños que supongan ventajas competitivas y selección natural. Es una pregunta que de tener respuesta afirmativa iría directamente contra el núcleo de la teoría darwiniana. La posibilidad de responder a esta cuestión depende de si podemos aplicar la caracterización de complejidad irreductible, y esto será posible si somos capaces de «enumerar todas las partes del sistema y conocer una función» [Behe 1996: 70]. Conviene insistir en la importancia que tiene la condición de que las partes enumeradas sean “elementales”, de la misma manera que las piezas de la trampa del ratón lo son para el conjunto de la trampa.

Uno de los sistemas en los cuales, según Behe, es posible determinar la existencia de complejidad irreductible es el flagelo bacteriano. En la bacteria que lo posee, el flagelo funciona de una manera parecida a un pequeño motor incorporado en su organismo que le permite propulsarse en diversas direcciones. Su estructura, que contiene unas treinta proteínas distintas, recuerda la de un auténtico motor de los que poseen las embarcaciones. Si una sola de esas proteínas es desactivada por una mutación genética el motor ya no servirá para impulsar a la bacteria.

El grado de análisis al que podemos llegar en ejemplos como el anterior, llevan a Behe a pensar que la bioquímica moderna nos está permitiendo llegar hasta los “ladrillos” con los que están formados todos los seres vivos. La ciencia nos permite, por tanto, llegar a descubrir qué hay en el interior de la “caja negra”, poder desvelar los “mecanismos” mediante los cuales dichas “piezas” se relacionan entre sí. Con palabras del mismo Behe: «Por extraño que parezca, la bioquímica moderna ha demostrado que la célula es operada por máquinas: literalmente, máquinas moleculares. Como sus equivalentes artificiales (ratoneras, bicicletas y naves espaciales), las máquinas moleculares van desde lo simple hasta lo sumamente complejo: máquinas mecánicas que generan energía, como en los músculos; máquinas electrónicas, como en los nervios; y máquinas de energía solar, como en la fotosíntesis. Desde luego, las máquinas moleculares están hechas de proteínas, no de metal y plástico» [Behe 1996: 75]. Behe asume que las piezas de las máquinas moleculares son sólo piezas, y su comportamiento está perfectamente determinado. El tornillo es sólo tornillo y se comporta como tornillo que es: une de la manera prevista las piezas que le corresponden dentro del sistema. Según Behe, y este parece que es el punto clave de su propuesta, la bioquímica nos permite hoy en día equiparar un sistema biológico y una complicada maquinaria humana de la que conocemos sus entresijos. En su propuesta, lo que hemos llegado a conocer son los tornillos que componen la compleja “mecánica” molecular.

En un nuevo libro escrito unos diez años después de “La caja negra”, Behe mantiene la validez de su noción de complejidad irreductible y aprovecha el avance experimentado por la bioquímica y la genética en los años que lo separan del primero para reafirmar las tesis principales de su primer libro. En el último, a través de la exposición de distintos sistemas biológicos, trata de establecer los criterios que permiten determinar cuándo los sistemas biológicos pueden tener una explicación darwinista y cuándo hay que admitir que dichos sistemas son producto de diseño inteligente. Esto último para Behe equivale a determinar cuándo el Darwinismo llega al límite de su poder explicativo [Behe 2007].

2.2. Inferencia de diseño de William Dembski

Dembski afirma que la noción de complejidad irreductible es un caso particular de una noción más general que él llama complejidad especificada [Dembski 2002: 251-252]. Sobre el tipo de información que contiene un sistema que ostenta dicha complejidad descansa la inferencia de diseño que propone Dembski. Para él toda la causalidad que encontramos en cualquier sistema, natural o no, podemos clasificarla en tres categorías: necesidad, contingencia, y diseño. Dicho esquema podría contrastarse y ofrece un cierto paralelismo con el esquema causal aristotélico. Para Dembski, el diseño como causa se correspondería, en el modo en que se infiere a través del sencillo algoritmo propuesto por él, con la actualización de la noción de causa final aristotélico-tomista [Dembski 2001: 173-174]. Esta última ha sido siempre la base de uno de los argumentos empleados por la filosofía clásica para demostrar la existencia de Dios: el de la finalidad. El cambio de causa final por diseño y el deseo de mantenerse dentro del más estricto ámbito científico lleva a Dembski a hablar, en lugar de un Dios ordenador del universo, de un genérico diseñador del que poco más se puede decir salvo que posee una inteligencia planificadora.

Dembski piensa que la causa final fue arrojada del ámbito científico con la aparición de la teoría darwinista, y que la inferencia de diseño a la que llega partiendo de la noción de complejidad especificada no hace sino recuperar, actualizada, dicha causa perdida. El problema que él se plantea por tanto es la posibilidad de afirmar la existencia de diseño en un sistema de una manera empírica. La respuesta que ofrece es que el diseño se puede inferir científicamente y el modo de hacerlo es mediante el filtro de diseño.

2.2.1. Nociones implicadas en la inferencia de Diseño

Las tres nociones claves para poder inferir el diseño son: contingencia, complejidad y especificación.

La contingencia es expresión de la existencia de una posibilidad real de ser o no ser en el mundo físico. Tiene que ver, por tanto, con la noción clásica de potencia y, consiguientemente, con la noción de causa material. Esto último no lo explicita Dembski que ilustra la existencia de contingencia de diversas maneras. Dice, por ejemplo, que la disposición sobre el tablero de unas fichas de ajedrez no se puede reducir o deducir de sus formas, del mismo modo, la imagen de la tinta en el papel no se puede reducir a las propiedades químicas de la tinta. Estos ejemplos son bastante ilustrativos de lo que Dembski quiere decir con contingencia.

La noción de complejidad está directamente relacionada, al menos en una primera aproximación, con la probabilidad. Se trata, por tanto, de la caracterización de complejidad más sencilla: un sistema cualquiera es complejo si son muchas las posibles configuraciones que puede adoptar su estructura, es decir, si éstas ocurren en un espacio de probabilidad grande. Será tanto más complejo cuanto mayor es el espacio de probabilidad. Un ordenador sería un sistema complejo ya que tiene muchos elementos y pueden estar unidos de maneras muy diversas (aunque solamente una, o unas pocas, funcionen).

La tercera noción que Dembski implica en la inferencia de diseño es la de especificación. La especificación tampoco es una noción original de Dembski. Como él mismo menciona, la noción de complejidad especificada fue empleada por primera vez en 1973, por Leslie Orgel, en su libro The Origins of Life. También, en el “libro de 1999 The Fifth Miracle, Paul Davies identificó la complejidad especificada con la clave para resolver el problema de la vida” [Dembski 2006]. No obstante, Dembski desarrolla con abundantes matices esta noción con el fin de conseguir la formalidad que requiere una inferencia de diseño rigurosa y científica. Este autor considera que dicha noción es «crucial» [Dembski 2006: 87] dentro del esquema de la inferencia de diseño. En sus libros ofrece una explicación analítica de las cinco condiciones que son necesarias para afirmar la complejidad especificada en un sistema [Dembski 2006: 88 y ss.]: Complejidad probabilista; patrones condicionalmente independientes; recursos probabilistas presentados bajo dos formas: de replicación y de especificación; una versión especificacional de complejidad aplicable a patrones; un límite a la probabilidad universal. El enunciado de estas condiciones, aunque no se expliquen aquí, sirve para mostrar el grado de matización que da Dembski a la noción.

Lo importante para hacerse una idea de su propuesta se podría resumir sumariamente diciendo: un sistema posee complejidad especificada cuando podemos determinar, en la ocurrencia de un suceso dentro del conjunto de todos los eventos posibles del sistema que estemos estudiando, un patrón que se pueda describir “a priori” respecto a dicha ocurrencia. Es clave entender lo que se quiere decir con la expresión “a priori”, porque precisar su significado es lo que persiguen todos los matices introducidos por Dembski. Es importante para los objetivos de Dembski entender que el “a priori” no lo es en sentido temporal. En este punto es donde el autor del esquema que estamos explicando se juega su validez y oportunidad, pero analizarlo en detalle alargaría excesivamente este discurso. Uno de los ejemplos expuestos por Dembski puede servir muy bien para ilustrar esta noción.

Si vemos que un conjunto de flechas han caído muy cerca de un grupo de blancos, podemos pensar que esas flechas no se han clavado allí de una manera casual, sino que han sido dirigidas por la puntería del arquero. Hay un patrón “a priori” para poder inferir lo atinado del arquero. Este patrón, determinado por la proximidad de las flechas a los blancos, restringe los lugares en los que pueden caer las flechas a unas áreas concretas. Es obvio que ver las flechas cerca de los blancos no me serviría para determinar nada si el arquero primero dispara las flechas y después marca los blancos. A esta última posibilidad Dembski la llama fabricación. El “a priori” quiere dar cuenta de que dicho patrón debe ser describible independientemente de la ocurrencia de los eventos en estudio. Se trata de poder decir lo que debe ocurrir sin necesidad de saber lo que ha ocurrido. Es entonces cuando podemos decir que disponemos de una especificación o, en su caso, un sistema de complejidad especificada en el sentido en que habla de ella Dembski.

2.2.2. El filtro de diseño

De las tres nociones anteriores, la que suscita más interrogantes en relación a la pretensión de Dembski de la determinación de diseño, es la tercera. No obstante, si aceptamos la validez de las tres nociones precedentes podemos dar el siguiente paso y establecer el modo de determinar la existencia de diseño tal como lo concibe Dembski. El filtro de diseño es un sencillo algoritmo que, supuesta la posibilidad de determinar si un sistema cumple con lo que las tres nociones anteriores expresan, permite concluir si el sistema ha sido diseñado o no. Esquemáticamente puede explicarse con el diagrama que reproducimos aquí.

Esquema filtro de diseño

El esquema es suficientemente ilustrativo de cómo se aplica el algoritmo propuesto como filtro de diseño. En conclusión, según Dembski, podemos afirmar que un sistema cualquiera ha sido diseñado cuando somos capaces de determinar que dicho sistema es simultáneamente: contingente, complejo y especificado.

3. Críticas al Diseño Inteligente

3.1. Crítica científica

El ID contiene elementos analizables y discutibles desde el punto de vista científico, filosófico y teológico. Para la crítica de carácter científico son pertinentes los comentarios de Francis S. Collins, científico de reconocido prestigio y director del proyecto Genoma. Sus análisis son adecuados y no resulta sospechoso de ser un enemigo ideológico del ID. Por el contrario, Collins afirma que no juzga la sinceridad y seriedad de las posiciones mantenidas por los defensores del ID, afirma textualmente: «Desde mi perspectiva como genetista, como biólogo, y como creyente en Dios, este movimiento merece una seria consideración» [Collins 2006: 183]. Collins hace una crítica del ID desde el punto de vista científico y, más brevemente pero también de forma explícita, desde la perspectiva de la teología (él es cristiano evangélico). Incluye además en sus comentarios breves observaciones de carácter epistemológico que están encuadradas en su crítica científica.

La posición científica de Collins frente al ID es compatible con la que hacen otros muchos científicos como Francisco J. Ayala [Ayala 2007] o Kenneth R. Miller [Miller 2007], que fue llamado como testigo por la parte demandante contra el ID en el juicio de Dover, y que se ha declarado públicamente católico. También, en cuanto crítica puramente científica, es compatible con la que hacen otros personajes como Richard Dawkins o Peter Atkins, ambos antirreligiosos militantes. Estos últimos van más allá de una crítica meramente científica porque muchos de sus argumentos están cargados de ideología materialista y explícitamente antirreligiosa. Los argumentos de Collins, por el contrario, se pueden considerar representativos de las críticas hechas al ID desde diversas instancias estrictamente científicas.

Collins aborda directamente el argumento principal del ID contra el Darwinismo, la complejidad irreductible, desde la autoridad que le da ser un especialista de prestigio en el ámbito en el que dicho argumento se mueve: la química de la vida. Las objeciones del director del proyecto Genoma frente al ID podríamos resumirlas en los dos puntos siguientes:

1. El ID sigue siendo marginal dentro de la comunidad científica [Collins 2006: 187]. Hasta el momento no ha tenido el impacto que sus defensores pronosticaban. El peso de esta objeción es enorme. Una posible caracterización trivial –sólo en apariencia– de ciencia sería la de constituir la actividad desarrollada por los científicos. Se trata, ciertamente, de una caracterización circular: son científicos porque hacen ciencia, es ciencia porque la hacen los científicos. Pero esa circularidad es completamente insalvable. El ID tiene ciertamente simpatizantes pero, como el mismo Dembski reconoce, no han conseguido incidir en la comunidad científica en el modo de hacer la ciencia: no han conseguido moverla aunque sí hayan provocado multitud de debates de carácter filosófico o religioso. Así lo expresa Dembski: «Aunque los proponentes del diseño inteligente han realizado una labor realmente buena con su creación de un movimiento cultural, no podemos anotar demasiados éxitos del diseño inteligente en el haber de los logros científicos» [Dembski 2006: 364]. Esta afirmación, por otra parte, no parece restar un ápice de optimismo a su autor, que considera que conseguirlos es una cuestión de tiempo. Collins piensa que no es verosímil que el motivo por los que existe rechazo al ID en la comunidad científica sea, sencillamente, que constituye un desafío a Darwin, es decir, al paradigma dominante.

2. Con el paso del tiempo los científicos van descubriendo caminos a través de los cuales podrían haberse formado los sistemas que los defensores del ID consideran como irreductiblemente complejos. Collins examina brevemente tres ejemplos de los que Behe presenta en su libro “La caja negra de Darwin”: el sistema de coagulación de la sangre, el ojo y el flagelo bacteriano. Hay que decir en defensa de Behe que el caso del ojo es presentado en su primer libro como ejemplo de sistema muy complejo, pero no de ser irreductiblemente complejo. Esto no parece tenerlo en cuenta Collins en su exposición en la que equipara este ejemplo con los otros dos. Behe indica en su libro que el mismo Darwin aludió a la posibilidad de explicar la formación del órgano de la vista mediante pequeños cambios y selección natural. Esa sugerencia parece hoy bastante verosímil. Para los otros dos casos, Collins describe brevemente un mecanismo genético que abre las puertas a una explicación evolutiva de ambos sistemas: la duplicación genética. Este mecanismo, según Collins, está bien establecido y admitido científicamente.

Con el mecanismo de la duplicación genética se podría explicar la formación de sistemas que ostentan una presunta complejidad irreductible. Pero esa explicación, en la actualidad, dista mucho de ser una descripción –aunque sea poco detallada– de cómo ocurrieron las cosas, sino más bien se trata de una conjetura verosímil de cómo en el ser vivo pueden aparecer funciones antes inexistentes, con aumento de complejidad, y donde siguen teniendo un papel principal los mecanismos darwinianos. En cualquier caso, Collins tampoco parece muy convencido de que algún día se encuentren exactamente los pasos que han llevado a la formación de dichos sistemas. Pero el que no se sepan o no se lleguen a saber nunca esos pasos no significa que no se hayan recorrido. Sencillamente podría significar que no hemos encontrado ningún rastro o pista para determinarlos y, consiguientemente y con más motivo, que no los hemos podido reproducir en el laboratorio. En definitiva, podríamos resumir esta objeción diciendo que cada vez parece más cercana la posibilidad de explicar, de una manera “verosímil”, la formación gradual de sistemas que reciben la consideración de irreductibles por parte de los defensores del ID. En algunos de esos sistemas, algunos de los pasos se han encontrado. Si esta “explicación verosímil” llega a ser científica o no, dependerá de lo que exijamos a una explicación para considerarla científica y de hasta donde alcancemos a explicar. Esto nos lleva a la objeción que Collins plantea al ID de carácter epistemológico y a otras críticas hechas contra el ID de carácter filosófico.

3.2. Crítica filosófica

3.2.1. Crítica epistemológica

Collins afirma que «todas las teorías científicas representan un marco que permite dar sentido a un conjunto de observaciones experimentales. Pero la utilidad principal de una teoría no es la de mirar hacía atrás sino la de poder predecir» [Collins 2006: 187]. Es aquí donde este autor ve uno de los principales problemas del ID para poder ser considerado como disciplina científica. Esta apreciación estaría incluida en un examen de la cientificidad del ID llevado a cabo en un contexto más amplio, el que se podría hacer si se contrastara el ID con las reflexiones que Mariano Artigas ha hecho sobre la actividad científica en muchas de sus publicaciones. Para Artigas la ciencia es una actividad difícilmente encuadrable en un conjunto reducido de reglas o en una simple definición. Lo que sí se puede afirmar cuando se hace ciencia en el sentido actual de la palabra, según Artigas, es la existencia de una cierta unidad de método. Así lo afirma él mismo: «Una cuestión que se plantea frecuentemente en la epistemología es la siguiente: ¿existe un método científico general, común a las diversas ciencias experimentales y a cada una de sus disciplinas? Ciertamente, hay alguna unidad de método. Como hemos visto, todas las ramas de la ciencia experimental tienen un objetivo común, con un doble aspecto, teórico y práctico. Y esto se traduce en una exigencia metodológica: en concreto, siempre se busca establecer relaciones entre los enunciados teóricos y la experimentación, de modo que esos enunciados puedan someterse a control experimental» [Artigas 1999: 147].

El control experimental se corresponde precisamente con la capacidad de “predecir” lo que va a ocurrir con un sistema cuando se le somete a unas condiciones suficientemente determinadas. La predicción avalada por la contrastación experimental es una característica que los epistemólogos más importantes consideran esencial al método científico. Es precisamente en este punto donde inciden las críticas al ID de científicos como Collins.

Si para explicar la formación de un ser vivo o una nueva estructura de un ser vivo nos vemos obligados a recurrir a la intervención de causas ajenas a las leyes naturales, es decir, si hubiera que recurrir a causas intencionales o inteligentes para explicar cierto tipo de complejidades naturales, se podría decir que la posibilidad de predecir, es decir, la predicción basada en la determinación de regularidades quedaría en suspenso. Volveremos más adelante sobre esta objeción desde otro contexto.

Estas dificultades tan serias, y otras que discurren paralelas a estas que también poseen carácter epistemológico, no han sido pasadas por alto, como es lógico, por los defensores del ID. Una respuesta amplia a estas objeciones es formulada, por ejemplo, por Stephen Meyer [Behe 1999: 151-212]. No tenemos aquí espacio para analizarla en detalle. Meyer entra de lleno en el clásico problema de la demarcación de la ciencia y trata de equiparar metódicamente el ID con el Darwinismo. Para conseguirlo, sus argumentos intentan diluir y quitar fuerza a los diversos criterios de demarcación que se han formulado a lo largo del tiempo. Equiparando ID con Darwinismo desde el punto de vista metódico, si se considera ciencia a uno habría que hacer lo mismo con el otro. Esta estrategia, en realidad, busca conseguir para el ID el anhelado reconocimiento de científico que tanto se le resiste, pero alimentando la confusión.

La confusión metódica parece estar instalada en distintos niveles del discurso en los defensores del ID y también en algunos de sus oponentes. En lo que respecta al Intelligent Design, de este punto se lamentan Giberson y Artigas en la introducción al libro sobre los Oráculos de la Ciencia. Son muy contundentes en sus afirmaciones: «Los proponentes del ID defienden que este conflicto –Darwinismo vs. ID– es entre teorías científicas rivales y que, por mor de tener la mente abierta y de jugar limpio, ambas explicaciones deberían ser enseñadas. Este planteamiento parece generoso y apela a la honestidad del americano. Pero es una pretensión falsa. No hay teoría científica del Intelligent Design» [Artigas 2007: 14]. En este caso el motivo aducido por Giberson y Artigas es precisamente la confusión metódica que introducen en su discurso los defensores del Diseño Inteligente. Citan la afirmación de Dembski en la que dice que el ID es tres cosas: un programa de investigación científica que investiga los efectos de causas inteligentes, un movimiento intelectual que desafía al Darwinismo y una vía para entender la acción divina. A esto, los autores de Oracles of Science responden que es imposible abordar con éxito las tres tareas a la vez, es decir, con el mismo método. Dembski defiende que el ID es la intersección de ciencia y teología, y a esto responden Giberson y Artigas: “entonces el ID no es ciencia” ¿Por qué? «Las modernas ciencias empíricas –física, química, astronomía, biología– no tienen intersección con la teología» [Artigas 2007: 14-15]. En este punto esta posición se encuentra plenamente de acuerdo con la defendida, por ejemplo, por el biólogo darwinista Francisco Ayala: «propiamente entendidas, la ciencia y la fe religiosa no están en contradicción, ni pueden estarlo, puesto que tratan de asuntos diferentes que no se superponen» [Ayala 2007: 15].

Es cierto que también se podría acusar al Darwinismo de no tener el respaldo experimental que se exige al ID. Pero dicho respaldo, como argumenta Ayala [Ayala 2000] coherentemente con lo que defiende Collins, no implica la obligación de tener el respaldo del laboratorio y del experimento como ocurre con la Física o la Química, sino sólo poder dar sentido a un conjunto de hechos de experiencia y la posibilidad de hacer predicciones suficientemente concretas, en base a la teoría, respecto a lo que nos vamos a encontrar en los sistemas estudiados. No cabe duda que en esto aventaja el Darwinismo al ID, que no parece ofrecer herramientas para hacer este tipo de predicciones.

Parece claro que el contexto en el que nace el ID y el objetivo que lo anima desde el principio –la reacción frente al materialismo defendido por algunos en nombre de la ciencia–, es una causa importante de que incurra en la mencionada confusión metódica. El núcleo de dicha confusión podríamos decir que se centra en la superposición de dos planos de racionalidad que están íntimamente relacionados pero que, a la vez, deben distinguirse. Esta distinción nos lleva a dar un paso más en la argumentación filosófica, concretamente nos conduce a la metafísica.

3.2.2. Crítica teológico-metafísica

Si entendemos la teología como una disciplina que trata de profundizar en el conocimiento de Dios partiendo de la revelación divina y con la razón iluminada por la fe, podríamos decir que el ID no entra en diálogo con ella directamente. El ID repite insistentemente, aunque a veces lo desmiente con afirmaciones como las de Dembski reproducidas anteriormente, que no presuponen nada que no venga dado por la experiencia empírica respecto a la inteligencia que diseña los sistemas. Afirman, por tanto, que su punto de partida es la experiencia empírica y se rechaza, además, la adhesión a una fe previa. Entre sus filas militan personas de credo diverso. La mayoría son cristianos protestantes, hay también católicos, y cuenta con algunos no creyentes.

El ID, en cambio, tiene conexión clara con una teología natural, es decir, con la que se ocupa del conocimiento de Dios que podemos desarrollar con la exclusiva ayuda de los principios racionales y sin la ayuda de la fe. Pero si tiene conexión con la teología natural, también la tiene con la teología basada en la revelación. Los desarrollos que esta última hace son también racionales y asumen todo lo que podemos conocer sobre Dios con las fuerzas de la razón. Nos interesa en este punto, por tanto, abordar un análisis del ID desde el punto de vista de la Metafísica, sabiendo que esa crítica tiene eco teológico en los dos sentidos anteriormente aludidos.

Amplios sectores de la sociedad norteamericana, y no sólo los de origen fundamentalista, han acogido con júbilo el nacimiento del Diseño Inteligente. Parece lógico que sea así ya que el ID combate el materialismo difundido desde la ciencia, supuestamente con las mismas armas que los materialistas: la ciencia. Esta tarea la está realizando, además, de una manera más convincente y seria que el antiguo Creacionismo Científico. No es extraño, por tanto, que los defensores del ID se sorprendieran cuando algunos notables representantes de la filosofía tomista no compartieron con ellos el mismo entusiasmo y, lo que parecía más extraño aún a los miembros del ID, que incluso ofrecieran una visión crítica más bien negativa del ID. Un tomista como Michael W. Tkacz narra la perplejidad que Meyer le manifestó cuando constató que no contaba con el apoyo para su causa de “los tomistas” como él. Tkacz llega a afirmar: «A pesar de sus afinidades culturales y religiosas, aquellos que hacen filosofía en la tradición tomista y los que se han dedicado al movimiento ID, se encuentran en las caras opuestas del tema crucial de la naturaleza de la acción divina» [Tkacz 2007]

Un exponente del tomismo que ha trabajado en la relación entre ciencia, filosofía y religión, William Carroll, ha abordado la crítica del ID desde la perspectiva de la filosofía tomista. Lo que sigue constituye un análisis de los problemas que plantea el ID en el nivel filosófico aprovechando las ideas centrales de la crítica de Carroll [Carroll 2000: 319-347].

Los científicos y/o divulgadores de la ciencia materialistas desafían de una manera abierta, y con el supuesto apoyo de la ciencia, las nociones tradicionales de naturaleza, naturaleza humana y Dios. Para Carroll dicho desafío es el resultado de un problema fundamental: confundir el orden de explicación biológico y el filosófico. Estos autores no admiten la distinción ampliamente desarrollada por Tomás de Aquino entre el ámbito de la creación y el de las ciencias naturales. De esta manera confunden el orden de las transformaciones materiales con el de la creación entendida como donación del ser de la nada. Para los materialistas la noción de creación queda al margen de lo racional y forma parte de una fe a la que, por supuesto, no dan crédito. En cambio, para Tomás de Aquino, la noción de creación no requiere la fe, aunque sea ésta la que nos ha dado las pistas para descubrirla y desarrollarla racionalmente. Para el Aquinate la noción de creación pertenece a la metafísica y la fe intervendría en la solución de una cuestión a la que nosotros no llegamos a dar una respuesta racional: la creación del Universo en el tiempo. Parece claro que la distinción entre la noción metafísica de creación y la noción de creación en el tiempo es solidaria de la distinción entre los dos órdenes señalados. Los autores materialistas se mueven intelectualmente en el orden de las transformaciones y, consiguientemente, parece lógico que rechacen la noción de creación. Pero esta creación sería entonces la noción de creación en el tiempo sobre la cual también S. Tomás pensaba que no era racionalmente demostrable.

Esta confusión en la noción de creación dio origen desde su formulación metafísica a numerosos problemas que todavía no nos han abandonado. El núcleo de todos ellos es la confusión de órdenes mencionada y ya se planteó de una manera abierta en la Edad Media. Sucintamente se podría expresar así: si Dios es omnipotente y capaz de crear, entonces la ciencia de lo real no es posible. La raíz de esta afirmación nace precisamente de lo que se entiende por crear. Si la noción de crear es la que comparece en la expresión creación en el tiempo, entonces nos estamos moviendo en el orden de las transformaciones y, en consecuencia, se encuentra un cierto conflicto entre la actividad de Dios que crea y la actividad de los agentes causales naturales que ejercen su influjo siempre en el ámbito de las transformaciones materiales.

S. Tomás, por el contrario, entendía la noción de creación como un acto radical del ente que, por así decir, le acompaña siempre, que no se distancia en el tiempo porque da el ser. La dependencia del ente respecto de su Creador es completa y trasciende el tiempo como medida o número del movimiento. Cuando la creación se entiende de esta manera no hay conflicto entre la actividad de Dios y la actividad de las criaturas. Tradicionalmente, a la acción causal de Dios se le ha denominado causa primera, mientras que al resto de los agentes causales se les ha llamado causas segundas. Esta distinción quiere dar cuenta de la existencia de dos órdenes de causalidad compenetrados y de su no incompatibilidad. Cada causa actúa en su orden y sin interferencias.

Es indudable que la noción de creación, junto con las nociones necesarias para su desarrollo filosófico –la de acto de ser y esencia, por ejemplo, o la de causa primera–, han presentado muchas más dificultades a lo largo de la historia de la filosofía que las derivadas de la simple consideración de las transformaciones materiales. La aceptación de que la noción de creación es inteligible y, consiguientemente, perteneciente propiamente al ámbito de la razón, no ha sido siempre pacífica y ha encontrado resistencias desde el mismo momento en que fue formulada.

Un ejemplo, al que hace referencia Carroll, de los problemas que surgen por una comprensión insuficiente de la noción de creación o, de manera equivalente, por la confusión de planos que estamos comentando es ya explícito, por ejemplo, en Averroes. Para el autor musulmán del siglo XII habría incompatibilidad entre la omnipotencia de Dios y la existencia de las ciencias de la naturaleza. Averroes rechazaba la doctrina de la creación de la nada. Si Dios interviene con su omnipotencia en la naturaleza, entonces quedarían en suspenso las regularidades que hacen posible las ciencias naturales. Es claro en este autor el conflicto entre la causalidad de Dios y las causalidades que estudian las ciencias de la naturaleza, las que después serían llamadas causas segundas. Es el mismo problema que subyace en la aparición del nominalismo.

La noción de creación de Tomás de Aquino da una clara respuesta a este problema: Dios actúa, es omnipotente porque es causa del ser en cuanto creado de la nada, lo cual no entra en conflicto con el ejercicio de la causalidad propia de las criaturas, que ejercen su influjo causal según su naturaleza y sin ningún obstáculo o corrección por parte del Creador. Para Tomás de Aquino, la acción divina no sólo no es incompatible con las causas segundas sino que las sustenta respetando su modo de causar propio. La acción divina es entendida en un nivel de racionalidad distinto al que es propio de los métodos de las ciencias naturales. El esquema desarrollado por Tomás de Aquino elimina el conflicto de intereses causales y, además, realza la omnipotencia de Dios que es capaz de dar el ser a entidades que son a su vez causas reales. De modo que podemos decir que todo efecto procede de Dios como causa primera trascendente, y también, total e inmediatamente de las criaturas como causas segundas.

Las dificultades que surgen hoy en día en la articulación de la ciencia y la religión son una reedición de las que ya aparecen en la Edad Media y nacen, según Carroll, del olvido de las mencionadas distinciones tan finamente trazadas por Tomás de Aquino. Además, los conflictos expuestos se agrandan cuando se sitúan en un contexto en el que se defiende la verdad de los contenidos de la Sagrada Escritura entendiéndolos en un sentido literal. Podríamos decir que este tipo de lectura alimenta la confusión de los dos órdenes causales explicados.

La confusión de los dos órdenes tiene matices propios con relación a la explicación que se hace a veces, desde la Física, del origen del Universo. Carroll señala que en la actualidad hay filósofos –William Lane Craig, por ejemplo– que defienden que el Big-Bang es una confirmación de la doctrina de la creación de la nada. En realidad dicha teoría es una explicación de una fase, ciertamente singular, de la historia del Universo, pero no deja de ser una explicación científica. Desde la ciencia no se puede afirmar o negar nada que corresponda al nivel de la causa primera cuyo influjo, que no es causal en el sentido en el que lo entiende la ciencia, se extiende a todo lo que es, precisamente por el hecho de ser. Habría que dar la razón a Averroes en la afirmación de que las ciencias naturales quedarían en una situación precaria, si se admitieran singularidades ocurridas en la naturaleza –por ejemplo el Big-Bang– sobre las que no se aceptara otra explicación que la intervención directa de Dios. Admitir intervenciones extraordinarias o singulares de Dios para iniciar o guiar los procesos naturales, es decir, en el nivel de las causas segundas, sería cerrar puertas a la ciencia tal como hoy se entiende y practica con tanto éxito.

Carroll afirma sobre el ID, a la luz de la distinciones explicadas, que el diseñador del que habla Behe no es el Creador de Tomás de Aquino. El discurso desarrollado por el ID se mueve en el nivel de las llamadas causas segundas. En realidad, con esta afirmación Carroll no contradice lo que defienden los promotores del ID ya que, como hemos visto, ellos no afirman que sea Dios el diseñador al que llegan, aunque tampoco lo niegan: la posibilidad, por así decir, queda abierta para quien así lo quiera pensar por motivos subjetivos. El ID habla de causas o agentes inteligentes, pero no identifican a estas causas necesariamente con Dios. En cualquier caso, después de lo expuesto más arriba, defender positivamente que el diseñador del ID es Dios supondría concebir un Dios muy pobre y, desde luego, como afirma Carroll, no sería en absoluto el Dios del que nos habla Tomás de Aquino, el Dios de la teología. Parece claro que dejar simplemente abierta esta posibilidad es ya una forma de moverse en una cierta confusión de planos u ordenes causales.

Carroll sostiene que una cosa es la “propuesta epistemológica” del ID: afirmar que hay singularidades que no sabemos explicar, y otra distinta la “propuesta ontológica”: admitir que no poder explicar esas singularidades implica la existencia de un diseñador inteligente que las ha producido. En base a esta distinción Carroll defiende, y en esto coincide con otros muchos como el mismo Collins, que el ID es una versión moderna y sofisticada, basada en fenómenos biológicos, del argumento para la demostración de la existencia de Dios llamado “Dios de los agujeros”. En este caso se trata de una versión especial, porque en realidad el ID no reclama necesariamente la intervención de Dios, sino la de un agente del que sólo se afirma que es inteligente y que, como tal, actúa en un nivel distinto al nivel de las leyes naturales.

Hay, además, una importante diferencia entre la noción de “complejidad irreductible” y el clásico argumento del “Dios de los agujeros“, aparte del hecho de que lo que se postula en el ID no es a Dios sino a un agente inteligente. Lo que dice Behe, por ejemplo, no es que no sepamos cómo está hecho tal o cual sistema y entonces llenamos ese hueco de nuestro conocimiento postulando una intervención ajena a las leyes naturales, sino que las leyes naturales nos llevan a negar la posibilidad de llenar el hueco. Lógicamente si esa afirmación fuera correcta, la única alternativa posible sería la intervención de un agente ajeno a dichas leyes. La disyuntiva se plantearía de esta manera en un nivel estrictamente científico. Nos topamos entonces en la extraña situación de que, supuestamente, desde la ciencia se estarían defendiendo tesis opuestas. Parece claro que, o bien los que defienden ambas alternativas (ID y evolucionismo materialista) están haciendo algo más que ciencia, o bien se están apoyando en una ciencia metódicamente insuficiente. Esto último sí daría la razón a los que acusan al ID de ser un “tapa agujeros”. Si se trata de tener en cuenta lo que la ciencia puede decir sobre la alternativa planteada, entonces no tenemos más remedio que remitirnos a la discusión de la crítica científica de Collins del apartado anterior. Pero retomaremos este punto más adelante.

La objeción de la distinción entre causas primera y segundas, como es natural, no ha pasado tampoco desapercibida a los defensores del ID. William Dembski la afronta en uno de sus libros, pero de una manera sumaria y superficial. La reduce a una mera estrategia de los teístas para poder afirmar el diseño dejando abierta la posibilidad a la ciencia de mantenerse en un naturalismo metodológico. Dembski afirma lo siguiente: «En general, la distinción entre causas primeras y segundas hace la acción divina invisible para la ciencia. Esta distinción es en última instancia lo que se esconde tras las estrategias populares para establecer la paz entre ciencia y religión, tal como el NOMA (Non-Overlapping Magisteria) de Stephen Jay Gould (…). Todas estas maniobras de los evolucionistas teístas para poner en consonancia la acción divina con la ciencia, dejan intacto el contenido de la ciencia, incluida la teoría evolucionista darwiniana. De este modo, cuando utilizan estas maniobras para atribuir diseño a ciertas características del mundo, lo hacen a pesar de la ciencia y no por causa de ella» [Dembski 2006: 300].

Aunque, como hemos visto, Tomás de Aquino tenía presente el problema de la compatibilidad de la acción divina con las causas naturales, no parece, incluso por el momento histórico en que se formula por vez primera, que en el Aquinate sea una simple estrategia para resolver dicho problema. Para empezar, la ciencia entonces no tenía la misma consideración que en la actualidad. Tomás de Aquino trata mas bien de racionalizar la difícil noción de creación. Parece que Dembski no distingue bien lo que implica la existencia de esos dos niveles de causalidad y cómo se relacionan. Y es manifiesto el empeño de Dembski, como ocurre con el resto de los miembros más importantes del movimiento, de que la discusión permanezca en el ámbito científico, es decir, dentro de lo puramente empírico: no parece servirle ningún diseño que no se pueda afirmar desde la ciencia.

Dembski dice: «Según esto [la distinción entre causas primera y segundas], Dios, la causa primera, emplea causas segundas, como los procesos ordinarios de la física y la química, para ejecutar los propósitos divinos» [Dembski 2006: 299]. Aquí se pone de manifiesto que en realidad no distingue dos niveles reales de causalidad, sino más bien una simple diversidad de causas –incluida la causa primera– que actúan en un mismo plano ontológico causal: el de las transformaciones. Para Dembski, y teniendo en cuenta el modo en que explica aquí esta distinción, Dios cumpliría con sus propósitos o fines en el mundo, según el mismo esquema causal aplicado en el ámbito de las transformaciones materiales, sirviéndose de los procesos físico-químicos y ocultando su mano al hacerlo: Dios emplea –employs es la palabra que utiliza en la versión original [Dembski 2004: 264]– las causas segundas. No queda claro en su breve explicación cómo es posible hacer esto: emplear y ocultar su mano. No es ésta la argumentación tomista. Lo que parece claro es que Dembski piensa que Dios, de hecho, no oculta su mano al tratar de cumplir sus fines y, por tanto, no habría en realidad posibilidad de establecer esa estratégica distinción en el tipo de causalidad que sería, consecuentemente, artificiosa.

En la defensa contra la objeción de la confusión de órdenes de causalidad, Dembski acusa recibo de que se plantea la objeción, pero en realidad no aborda toda la carga filosófico-metafísica que la objeción lleva consigo. La argumentación de Dembski frente a ella es coherente con la pretensión del ID de hacer solamente ciencia y, por tanto, de permanecer en el terreno de las transformaciones materiales. Pero la no consideración del nivel correspondiente a la causa primera hace que las tesis que se sostienen desde esa perspectiva presenten multitud de problemas: se deja a Dios fuera del discurso pero se introducen agentes inteligentes y necesarios que están, por tanto, en un nivel superior a lo natural; se deja de lado la intervención de Dios, pero se mantiene la necesidad de ejercer una actividad que podría ser de su competencia si alguien, subjetivamente, lo estimase oportuno. En definitiva, se intenta permanecer en un plano, el científico empírico, pero en realidad se recurre también a otro plano superior que es necesario para explicar todo lo que la experiencia nos muestra en el primero.

Coherentemente con la distinción de dos ámbitos en el ejercicio de la causalidad, Carroll comparte con autores como Peter Hodgson [Hodgson 2005: 126], Marie George [George 2002] o Mariano Artigas, la tesis de que es necesario distinguir sin separar tres ámbitos metódicos: ciencia, filosofía y religión. Esta es una de las tesis principales del libro La mente del Universo, en el que Artigas sostiene que la filosofía desempeña una importante e insustituible función de puente entre la ciencia y la religión: no hay “intersección” entre ciencia y religión sino a través de la filosofía [Artigas 2000: 40 y ss.; 2004: 169]. Parece necesario afirmar con estos autores que, ciertamente, las ciencias son competentes para dar razón de los cambios que ocurren en el mundo natural, lo cual no significa que todo en la naturaleza pueda ser explicado en términos científicos. Explicar lo que es el mundo natural reclama respuestas tanto a las ciencias empíricas como a la filosofía, y en este caso particular, a la filosofía de la naturaleza. Cuando se trata de explicar la naturaleza en su globalidad, el intento de permanecer en la ciencia empírica que es defendido tanto por los evolucionistas materialistas, como por sus oponentes los defensores del ID, es lógico que de lugar a incoherencias e incluso aporías.

Dembski, no obstante, parece encontrar respuestas a todas las objeciones que se le plantean. De fondo, el escudo con el que se protege de todas ellas es que el ID se mueve exclusivamente en un plano científico empírico y que no dicen, como sí hacen sus oponentes, nada que no venga dado por la experiencia científica. Son los hechos los que les llevan a la conclusión de la existencia de sistemas diseñados inteligentemente. Cuando se examinan muchos de los argumentos defendidos por el ID, en particular los de Behe, que son los que se refieren directamente al mundo de los seres vivos, vemos que efectivamente se mueven dentro del ámbito científico. En cambio, es discutible la cientificidad del salto hasta el diseño a partir de dichos argumentos. Pero, además, la ciencia no es una: no admite un método único. La reducción que las ciencias introducen en el estudio de sus objetos implica que la realidad no se puede estudiar con un solo método. En la exposición de la noción de Complejidad Irreductible ha quedado suficientemente manifiesto que la perspectiva que emplea Behe podría recibir la calificación de mecanicista. Ese enfoque, que lleva a explicar todo lo que ocurre en base a los elementos componentes del sistema y sus interacciones (perspectiva bottom-up) no tiene por qué ser valida para explicar todo o incluso la mayoría de lo que ocurre en el conjunto de la naturaleza y, en particular, en el mundo de la vida.

El empeño por mantenerse en el ámbito de lo empírico que profesan los defensores del ID les lleva, de un modo particular a Behe, a mantenerse dentro de la perspectiva mecanicista. Curiosamente, aunque aquí ya no podamos desarrollar esta afirmación, pero así lo piensa también Carroll [Carroll 2003: 77], por ejemplo, esa perspectiva, la mecanicista, es compartida por sus oponentes. Quizá parte del esfuerzo del ID por mantenerse en ese plano sea consecuencia del afán de combatir el materialismo científico con sus mismas armas, de poder demostrar que con su método no se puede ser materialista. Efectivamente, el ID es un ejemplo de cómo partiendo de los presupuestos asumidos por los materialistas afloran aporías que no tienen solución dentro de dicho método. Encuentran, por así decir, fisuras al materialismo desde dentro.

Las tesis materialistas no son propiamente científicas sino que son ideología, como señala acertadamente Ayala: «la ciencia no implica el materialismo metafísico» [Ayala 2007: 178]. A los defensores del ID no les importa calificarlas de filosofía, aunque sería más exacto calificarlas de ideología. El problema es que los defensores del ID tampoco resuelven el problema desde sus pretendidos presupuestos, es decir, desde la ciencia empírica: de hecho no pueden hacerlo. Tienen que recurrir a agentes inteligentes, y ese recurso habría que considerarlo, desde sus supuestos, una confusión de planos. Quizá no sea una confusión entre causa primera y causas segundas, pero sí entre diversos niveles de racionalidad. No se trataría ya sólo de una omisión de la metafísica o de la filosofía de la naturaleza, sino incluso de la adopción de un método científico que no sería adecuado para estudiar un tipo de problemas particulares que exigirían un método científico diverso: concretamente uno adecuado para describir los problemas que afectan a los fenómenos vitales. El problema se agrava más aún si se introducen en el discurso términos como inteligencia, que el ID maneja con profusión pero sin que al final ofrezca realmente una caracterización de ella. Es claro que desde una perspectiva mecanicista hacerlo sería imposible. Lo que hacen es asumir una noción de inteligencia que no es sino la vía de escape a la aporía a la que lleva el método mecanicista empleado. Se podría decir incluso que lo que hacen es ofrecer una caracterización mecanicista de lo que es la inteligencia, con el reduccionismo que esto comporta.

4. Conclusión

En el recorrido que acabamos de hacer hemos pasado más o menos cerca de temas que están relacionados con los problemas que suscita el Intelligent Design. El debate suscitado por el ID es interesante y fructífero porque, aunque sus propuestas estén desenfocadas e induzcan de hecho a confusión, constituyen un desafío al materialismo y obligan a replantearse cuestiones que ya se habían dado por supuestas o se pensaban resueltas sin estarlo verdaderamente.

El problema de la demarcación de la ciencia y su alcance en la comprensión de la realidad, la necesidad de cultivar una filosofía de la naturaleza que no es idéntica ni a la metafísica ni a las ciencias experimentales y el problema del materialismo que se difunde con demasiada frecuencia en nombre de la ciencia, son algunos de los temas suscitados por las propuestas del Intelligent Design, que han ido compareciendo a lo largo de este tratado. Las dificultades planteadas por el ID reclaman a filósofos y científicos que dirijan su atención una vez más a nociones como las de materia, finalidad, causalidad, espacio y tiempo, movimiento o vida. Nociones que son propiamente filosóficas, que tienen relevancia para la religión, y que deben sustentarse en la experiencia que tenemos del mundo natural. Una experiencia que se ha visto enriquecida en los últimos siglos de una manera excepcional gracias a la ciencia.

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6. Recursos online

Grupo de Investigación sobre Ciencia, Razón y Fe (CRYF) http://www.unav.es/cryf/

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Collado González, S., Teoría del Diseño Inteligente (Intelligent Design), en Fernández Labastida, F. – Mercado, J. A. (editores), Philosophica: Enciclopedia filosófica on line, URL: http://www.philosophica.info/archivo/2007/voces/diseno_inteligente/Diseno_inteligente.html

Información bibliográfica en formato BibTeX: scg2008

Digital Object Identifier (DOI): 10.17421/2035_8326_2008_SCG_1-1

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