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Xavier Zubiri
Autor: Urbano Ferrer Santos
Índice
1. Datos biográficos y bibliográficos
1. El ámbito de lo esenciable y la esencia
2.2.2. El tiempo en el viviente
3.2. El logos, intelección campal de realidad
3.3. La razón, intelección inquiriente
4. El hombre, animal de realidades
4.1. Gradualidad en la apropiación de sí mismo
4.2. El dinamismo de la personificación
5. Moral, Dios y el problema del mal
5.1. La moralidad en la persona
Xavier Zubiri (4 de diciembre de 1898 - 21 de septiembre de 1983) se enmarca en la llamada Generación del 27, acusando por tanto las influencias de la generación anterior del 14 —máximamente representada por Ortega y Gasset— y en general de la época histórica que le tocó vivir. Así, en sus primeros estudios en Lovaina se especializó en Fenomenología, como lo muestran su Memoria de Licenciatura sobre Le problème de l´objectivité selon Husserl dirigida por el neotomista L. Noël en 1921 y en el mismo año su Tesis doctoral bajo la dirección de Ortega con el título Ensayo de una teoría fenomenológica del juicio, leída en Madrid en la Universidad Central. La orientación fenomenológica seguiría presente en sus escritos Crisis de la conciencia moderna y Filosofía del ejemplo, así como en las traducciones de las obras de M. Scheler Ordo Amoris y Muerte y supervivencia. A esta influencia se superpone la de Ortega, venida de sus clases de Metafísica (1918-19). Posteriormente ambos acusaron durante algún tiempo el impacto de la lectura de M. Heidegger a través de su célebre libro Ser y tiempo (1927); todavía en su primera obra de madurez Naturaleza, Historia y Dios (1944) Zubiri emplea conceptos heideggerianos, como ethos, entendido como morada del ser, o la mundaneidad e historicidad del hombre, si bien acabará sustituyendo la hermenéutica del Dasein por la aprehensión primordial de realidad.
Otro aspecto relevante de su personalidad son sus estudios de Teología, ligados en un principio a su preparación para el sacerdocio en el Seminario de Madrid, donde había ingresado en 1917. En 1921 se ordenó sacerdote. En 1935 obtuvo el paso al estado de seglar y en marzo de 1936 contrae matrimonio con Carmen Castro.
En 1927 gana la cátedra de Historia de la Filosofía en la Universidad madrileña, que desempeñará hasta 1943 —en que se retira alegando motivos de salud— con algunos paréntesis, debidos a la guerra civil que pasó en París y previamente a su estancia en Alemania (principalmente en Friburgo, Munich y Berlín) entre 1928 y 1931: en este periodo no solo entabla conocimiento directo con el entorno husserliano y con Heidegger, sino también con los científicos de más relieve del momento, como Max Planck, W. Heisenberg, E. Schrödinger o A. Einstein. Durante la República colabora en la revista Cruz y Raya y después de la contienda en la recién fundada Escorial, donde anticipa algunos de los trabajos que vertebrarían Naturaleza, Historia y Dios.
Hasta 1962 no ve la luz su primera obra creativa Sobre la esencia, donde se encuentran germinalmente los otros temas —especialmente los antropológicos—, que desarrollará posteriormente. De los Seminarios de 1968 procede el libro póstumo Estructura dinámica de la realidad, complementario del anterior al poner el énfasis en el carácter dinámico de lo real. A partir de 1981 publicó la trilogía sobre la inteligencia sentiente (I. Inteligencia y realidad; II. Inteligencia y Logos; III. Inteligencia y Razón), en los que explora dicha noción original de él, cuya prefiguración se halla en lo que Tomás de Aquino llamó cogitativa, o sentido interno de la estimativa natural penetrado de la inteligencia. Después de su muerte han venido apareciendo los distintos volúmenes relativos a los Cursos y Seminarios que había dictado en Madrid desde su abandono de la Universidad. Se los puede agrupar por temáticas: a) Sobre el hombre (1986), serie de estudios en los que se abordan cuestiones antropológicas, como la sustantividad humana, la diferencia entre personeidad y personalidad, la convivencia y el decurso vital, así como una aproximación a la cuestión moral; b) Sobre el sentimiento y la volición (1992) está dedicado a la voluntad, la libertad, el problema del mal y lo estético; c) Espacio, tiempo, materia (1996) y Acerca del mundo (2010) se centran en los problemas cosmológicos; d) un nuevo libro de Metafísica es Los problemas fundamentales de la Metafísica occidental (1994), y e) en relación con la individualidad, socialidad e historicidad vistas desde el ser humano, Tres dimensiones del ser humano: individual, social, histórica (2006). La última obra inacabada, en la que estaba trabajando a su muerte, es El hombre y Dios (1984), que se completa con El problema filosófico de la historia de las religiones (1993) y El problema teologal del hombre: Cristianismo (1997). En conjunto, una vasta producción conducida por unos hilos comunes que a continuación se van a explorar.
Zubiri sitúa lo esenciable en la realidad físicamente tomada, apartándose así de los modos de aproximación conceptual a la esencia que se han sucedido en la Historia de la Filosofía (la discusión se centra sobre todo en Husserl, Hegel, el racionalismo y Aristóteles).
Una primera consecuencia de este giro es que, si clásicamente se ha tenido al individuo por inefable, al caer fuera de lo delimitable conceptualmente en términos de especie, Zubiri, en cambio, identifica la esencia con la realidad individua: no la esencia de la plata, sino la esencia argéntea, lo que “esencia” o da realidad a esta identificación vaga como un “esto”? Aquí aparece una de las nociones clave en Zubiri: en ser sistema de notas con suficiencia constitucional o sustantividad. Sistema de notas quiere decir que las notas no tienen otra consistencia y enlace que los proporcionados por el sistema, el “de” que las hace coherentes entre sí. En cuanto a la suficiencia constitucional, apunta a la clausura interna del sistema, trátese de un compuesto químico, de una cosa física o de una combinación funcional orgánica. Pero la constitucionalidad de las notas en el sistema puede tomarse en un sentido más estricto o más lato. De aquí la diferencia entre notas estrictas o constitutivas y notas meramente constitucionales: las primeras son el mínimo inalterable que una cosa ha de poseer para ser la misma, mientras que las segundas están sometidas a alteración formalmente como notas, dependiendo del dinamismo del conjunto. De unas y otras hay que distinguir las notas adventicias, que son las debidas a la sinergia con las otras cosas, como la gordura no metabólica o producida por la ingestión de alimentos.
Una segunda consecuencia del planteamiento de Zubiri sobre la esencia es que la primariedad de la categoría aristotélica de sustancia como sujeto (ὑποκείμενον) de determinaciones haya de ceder ante la sustantividad de la cosa y, por tanto, lo que para Aristóteles eran las categorías como determinaciones de la sustancia deje paso a las dimensiones de la cosa sustantiva entrelazadas o recubiertas entre sí. Por tanto, lo que hace presente la realidad en su verdad son sus dimensiones: tales son el cúmulo de notas que constituye la riqueza de cada realidad, la solidez o firmeza que garantiza su realidad y la efectividad o constatación de lo que es; a estas dimensiones corresponden respectivamente la patencia o desvelamiento de la realidad —manifiesta en la ἀλήθεια (verdad, literalmente desocultamiento) de los griegos—, la confianza o seguridad como ratificación de lo real —el emunah hebreo— y el estar siendo o actualización de lo real —el uerus latino—. Con ello la verdad predicativa deja de tener la exclusiva, siendo solo una de las dimensiones veritativas de lo real.
Idéntico organigrama de esencia aplica a los seres vivos, pero con algunas particularidades. También ellos son sistemas compuestos de notas: en el animal las notas son lo orgánico y lo psíquico. Sin embargo, no están distribuidas de modo meramente espacial, sino desplegadas en el tiempo de acuerdo con su particular dinamismo. El viviente es el mismo en su desarrollo, pero sin ser lo mismo en cada una de sus fases vitales. El tiempo no transcurre para él externamente, sino que incide en él determinando su edad vital. Lo cual se debe a que las notas meramente constitucionales están en él en alteración constante, dada su interacción con el exterior. En efecto, aunque sus notas constitutivas o genes se mantengan inalterables, no ocurre así con el fenotipo, fundado en el genotipo pero también en el medio, indispensable para su manutención y crecimiento orgánico. El sistema presenta ahora dos características nuevas: la independencia y el autocontrol. Merced a ellas no se funde con las otras realidades, como sucede en los átomos y moléculas, sino que posee una individualidad más acusada que las cosas inanimadas, aunque en último término comparta con ellas la integración —ciertamente con independencia y autocontrol— en el Universo: «En el orden de la simple materia, la sustantividad no compete en rigor a ninguna de las llamadas “cosas” materiales, sino al mundo material tomado en su integridad total, porque cada una de aquellas, propiamente hablando, no es sino un fragmento de la sustantividad total» [SE 175]. Visto por el lado inverso: mientras que las cosas se comportan como meras partes del mundo material, en los seres vivos se esboza progresivamente una quasi-individualidad hasta llegar al hombre, el cual es individuo en el sentido más pregnante, ya que tiene la individualidad como dimensión suya.
Con el tránsito al viviente humano la individualidad propia se traduce en que haya en él notas que no provienen por emergencia de sus estructuras, sino que se ganan por apropiación, como la virtud o la ciencia, en atención a que el ser suya de su realidad lo es de modo formal y reduplicativo: es a lo que Zubiri denomina suidad. Así, en todas las esencias la unidad de su sustantividad significa un prius sobre el conjunto sistemático de sus notas, pero en el caso del hombre esta unidad, además, es supra-stante (ὑπερκείμενον), está-sobre-sí antes de incorporar sus notas para que pueda hacerlas suyas en el sentido mencionado de la apropiación. Con ello se desplaza la unidad clásica de la sustancia subyacente o sub-stante (ὑποκείμενον) a los accidentes en favor de la unidad sistémica abierta a sí, que depone su libertad en uno u otro término de elección. Pero esto a su vez conlleva una importante modificación en la noción de sistema, aplicable de suyo primariamente a todas las realidades. Lo abordaremos en el apartado antropológico.
Otro modo de caracterizar las notas constitutivas es como ab-solutas, vale decir, absueltas de toda fundamentación en notas previas o reposando sobre sí mismas, por contraste con las meramente constitucionales, que están fundadas en las anteriores, son relativas a ellas. «Las notas esenciales no son ni contingentes, ni necesarias; son simplemente absolutas… No se trata de una realidad que desde el punto de vista de su origen no necesita de ninguna otra realidad para existir, sino que significa que las notas esenciales, en y por sí mismas, son formalmente suficientes para constituir un sistema sustantivo» [SE 211]. Derivadamente, las partes de la esencia habrán de ser momentos o partes abstractas, en oposición a las partes independientes o pedazos, que pueden ser consideradas por sí, es decir, fuera de la conexión en el todo y que, por tanto, son a su vez sistemas con sus correspondientes partes. Este análisis mereológico tiene su antecedente en el llevado a cabo por Husserl en la III de las Investigaciones Lógicas sobre los todos compuestos de partes independientes y los compuestos de partes no-independientes. En su aplicación a la persona humana, el carácter absoluto de esta se hace patente en que es un yo, situado frente a todo lo que no es él, con lo que anticipamos nociones que serán desarrolladas en el epígrafe antropológico.
Para Zubiri el espacio no se presenta al margen de los cuerpos (como en Newton), ni concierne al modo de aprehensión sensible (Kant), ni resulta de la ordenación de los composibles (Leibniz)… Se encuentra más próximo a la concepción aristotélica del espacio como distancia entre extremos (μεταξύ των ἔσχατων). Pero la caracterización dinámico-actualista de la realidad en Zubiri[1] repercute a su vez en su modo de entender el espacio, como vamos a ver a continuación.
La actividad constitutiva de las cosas es su dar de sí; y si esta actividad se la considera en respectividad a las otras cosas, que también están dando de sí, lo que resulta es la tensidad. Mas también los puntos que se advierten en las cosas singularmente tomadas están los unos vertidos a los otros en el modo del ex o del fuera; no hay, en efecto, lo que llamaríamos puntos inconexos. Uniendo los dos aspectos señalados, tenemos la extensidad o espaciosidad de lo real. «La extensidad es el concreto modo de ser de cada elemento en su ex-de, esto es, respecto de los demás» [ETM 143].
Por tanto, la espaciosidad puede entenderse en un sentido geométrico o bien de un modo físico. En ambos casos se trata del ámbito en el que se despliega estructuralmente el espacio. Pero mientras los elementos en el espacio geométrico son los puntos —en su estar juntos, en dirección a y con separación métrica—, que mediante libre construcción dan lugar a las figuras, en cambio físicamente no construyo el espacio, sino que este depende de la libre movilidad de los cuerpos en respectividad.
El espacio comporta en todo caso un dentro (in) y un fuera (ex), que se aplican a las distintas realidades extensas. Al nivel físico más elemental la energía es el momento de la in-tensidad, y su condensación material, el momento externo. En los seres vivos lo interno se convierte en interior, correlativo de la exterioridad de un medio circundante, que agrupa a especies vivientes próximas, permitiendo su comunicación. En el hombre aparece el superlativo intimus, que se plasma en el ex de la realidad: a este nivel el espacio conforma el habitat humanizado. No son propiamente tres escalones espaciales superpuestos, sino que con el nivel espacioso superior se accede a un nuevo ámbito desde el inferior.
Al igual que a propósito del espacio, Zubiri inserta el tiempo en las cosas como temporeidad diversificada con ellas, a diferencia de la temporalidad vaciada del dinamismo real y en la que se integran abstractamente las divisiones que hacemos de aquel, como los días, los movimientos de los relojes o cualquier otra medida. Por ello procede diferenciar, como en el apartado anterior, el tiempo de las cosas, el tiempo que acusa el viviente en su dinamismo interior y el tiempo característico del hombre. Solo si disponemos estos tiempos distintos según una sucesión ya lineal, ya curva, resultan equiparables como una serie continua e irreversible, pero es a costa de omitir las diferencias en la adscripción del tiempo a su respectivo dinamismo.
Sin duda el más penetrante es el tiempo humano, pero antepondremos algunas consideraciones sobre el modo como Zubiri toma en cuenta las otras dos formas de ser tempóreo.
En Aristóteles el tiempo no se encuentra fuera de la medición del movimiento por el alma, que con su ahora fija las distintas fases que recorre el móvil, haciéndoselas presente. La integración del movimiento en las etapas temporales es posible porque la mente adopta una unidad de medición, con la que homogeneiza los movimientos plurales y heterogéneos. También Zubiri pone en relación el tiempo con el movimiento, si bien no tanto como residiendo en un móvil cuanto como el dinamismo intrínseco del dar de sí. Pero en vez de privilegiar el presente, en tanto que interviene como medida mental de los otros dos éxtasis —pasado y futuro—, Zubiri concentra sus tres momentos “ya-es-aún” o “siempre” en la propia realidad tempórea. «Ya, es, aún, no son tres fases de un transcurso, sino tres facies estructurales, constitutivas del ser. El ser en cuanto tal tiene la estructura trifacial del ya-es-aún» [ETM 258]. Mas, ¿cómo se llega desde el proceso del movimiento continuo a la fluencia temporal?
El modo como el filósofo donostiarra obtiene el intervalo temporal desde el movimiento es justo neutralizando lo que son en el moverse el punto de partida y el término de llegada, resultando así el compuesto de momentos indiferenciados en sucesión al que identificamos como tiempo. Los momentos en sucesión se caracterizan no por ser sustituidos por nuevos momentos, como ocurriría en una serie no temporal, sino por ir haciéndose pasados. «El tiempo es cómo el ahora va dejando de ser al convertirse en otro ahora. La sucesión de ahoras es el tiempo». Podemos decir que «el tiempo se distingue del movimiento en la medida en que la sucesión se distingue de un proceso. La calefacción de un cuerpo es un proceso. Ahora bien, la sucesión de grados térmica, como pura sucesión, eso es justamente el tiempo en tanto que sucesión» [ETM 257].
Con el paso al ser vivo el tiempo se convierte en algo incluido en su peculiar dinamismo vital, de acuerdo con el dinamismo de la mismidad que como viviente le caracteriza: no ser lo mismo siendo el mismo. Hay un repliegue de la temporalidad sobre sí en el viviente [EDR 301]. La necesidad de ajustar y sincronizar los movimientos orgánicos y las reacciones al medio impone referirse a un ritmo vital propio en cada ejemplar de cada especie. En este caso no se hace precisa la actualización de un dinamismo para vivir la unidad de los momentos temporales, puesto que el viviente mismo los integra en su recaer sobre él. «Esta correlación y regulación (entre las regulaciones del organismo) adquieren un carácter autónomo en el ser vivo, el cual no solo tiene un tiempo que consume en sus reacciones, sino que tiene además un ritmo vital» [SH 609]. Este tiempo es vivido como tardanza: es lo que el animal está tardando en configurar tales o cuales estímulos y en ajustar estos o aquellos movimientos.
En el hombre es donde el tiempo adquiere una mayor pregnancia y a la vez una pluralidad de modos. Lo temporal humano se presenta como duración, proyección y emplazamiento, pero en las tres situaciones es el yo durando, el yo que proyecta y el yo que está emplazado. «La unidad del tiempo está radicalmente en el “mí” temporal: “mi” duración, “mi” futurición, “mi” emplazamiento. Lo que este “mí” tiene de tiempo es que sus situaciones son insostenidas e insostenibles, y fuerzan a forjar la figura del propio mí» [SH 619]. A su vez, la duración, la proyección y el emplazamiento están en correspondencia con cada uno de los tres momentos temporales: hay duración porque el mí retiene realmente su pasado, en vez de tratarse del solo fluir; la proyección es un tener en futuro y como realmente propio lo proyectado, antes de hacerlo efectivo; en fin, el emplazamiento es encontrarme situado en un presente que cierne realmente la duración y la proyección. Ninguno de los tres modos se sostiene sobre sí, sino que los tres se implican y cobran la unidad estructurada que les presta el mí al que modulan, confiriéndole una figura definida. Como modos que son del yo, la función de este se diversifica en cada uno de ellos: en relación con el argumento del pasado, el yo es su agente, al que atribuir lo realizado; si lo vemos desde el futuro proyectado, el yo tiene la autoría o es autor de lo que proyecta, y si lo advertimos en su estarse presente en el transcurso de su vida, se comporta como actor de su vivir. «La vida como autoposesión es ejecución de la continuidad durativa (el hombre como agente de sus acciones), decisión de proyectos (el hombre como autor de sus acciones) y aceptación del curso destinacional (el hombre como actor de la vida)» [SH 593].
Algo unitario se halla, sin embargo, en el tratamiento del tiempo por Zubiri a los tres niveles de las cosas del mundo, del ser vivo y del hombre. Pues en ningún caso se trata de una caracterización intrínseca a lo real, sino que en los tres concierne a la re-actualización gerundial de la realidad cambiante en el estar siendo. Lo real es el dar de sí y el peculiar dinamismo como ello acontece en cada zona de la realidad, mientras que la unificación respectiva de los tres momentos temporales como siendo es una detención ulterior. Por ello, el ahora puede dilatarse ad libitum, como un día, un mes, un periodo más extenso de tiempo…, quedando en función de él el antes y el después. En el hombre la aprehensión unitaria del tiempo se da en la articulación de la fluencia con el contar con o estructura sinóptica, que lo unifica. «El hombre proyecta porque siendo una realidad fluente está contando con la totalidad del tiempo» [EDR 306].
Tanto espacio como tiempo son posibles en las realidades por su respectividad, bien sea en su forma métrica general (espacio), bien adoptando por medida otro cambio (tiempo). Nos sale así al paso la noción de mundo como el estar las cosas mundanas en respectividad. Espacio y tiempo están en el mundo, no al revés. El mundo no es un conglomerado de cosas que interactúan, sino que es el universo-mundo el que está en un constitutivo dinamismo que involucra a las cosas que forman parte de él. Ocurre como en el reloj, cuyas piezas están engranadas en un funcionamiento conjunto. «Esa respectividad es un momento intrínseco que constituye la realidad de las cosas, en virtud del cual estas constitucionalmente son, en sí y por sí mismas, vertidas a las demás» [ETM 137]. La unidad del mundo para Zubiri es trascendental, en cuanto tiene la realidad propia de ser creado por Dios y se contradistingue, así, de Dios, aunque —en un caso límite— estuviera compuesto de diferentes cosmos que nada tuviesen que ver entre sí. «Dios, sin duda, puede crear muchos cosmos independientes, pero su voluntad de independencia se manifiesta en la estructura de la realidad en cuanto tal, a saber, en la unidad respectiva del mundo. Se trataría de un mundo creado en el que sus elementos —los diferentes cosmos— no tendrían nada que ver unos con otros, aunque no por eso dejarían de estar en respectividad» [SR 139-140].
Como toda cosa mundana es a la vez real y es tal cosa, distinguimos en ella los dos momentos de realidad y talidad, por más que sean realmente indisociables. En virtud de sus conexiones reales, hay mundo en función trascendental; y en atención a sus conexiones talitativas con las otras talidades, hay cosmos como conjunto de dependencias dentro de una totalidad unitaria, que en principio podría ser de otro modo. De este estar absorbidos por la unidad del mundo y del cosmos se excluye al hombre, no porque no incluya respectividad, sino por ser una respectividad propia, que no se integra en el cosmos. «Es una respectividad transcósmica. Envuelve orgánicamente una estricta sustantividad cósmica, pero, en su íntegra sustantividad, el hombre está en el Cosmos trascendiéndolo» [ETM 426].
Ahora bien, el dinamismo que presenta el mundo es progresivo, está en formación partiendo de una configuración inicial, de la que han surgido las nubes galácticas y posteriormente —mediante calentamiento concentrado en el núcleo— las estrellas, hasta que por estabilización orgánica de la materia han hecho su aparición las formas zoológicas de vida, cada una de las cuales se monta sobre alguna línea anterior o más elemental en forma de substratum. Es lo que Zubiri entiende por evolución, no en el sentido funcional de ir de unas especies a otras, sino como «constitución de nuevas virtualidades específicas» [AM 139]. Así, el tránsito de las amebas a los organismos pluricelulares se alcanza por la disociación incipiente del individuo respecto de su especie; esta individualidad se irá acentuando a medida que se asciende en la escala de la evolución. Resultado de semejante dinamismo es —contrariamente al movimiento cíclico que los griegos atribuían al Universo— la expansión creciente del mismo y, una vez asentada la vida, sus rápidas propagación y diseminación, naturalmente tomadas en las unidades casi inimaginables de la medida cósmica. En conclusión, el mundo consiste en un gigantesco dar de sí, en el que están comprendidos todos los modos particulares de dar de sí que distinguen a cada uno de sus componentes.
En Teoría del Conocimiento se distinguen los actos de inteligir y los actos de sentir, dependientes respectivamente de facultades y objetos distintos, sin perjuicio de que el inteligir se pueda dirigir a lo dado a los sentidos o sensible extrayendo de ello su contenido inteligible: a tal operación se la denomina desde Aristóteles abstracción (αφαίρεσης). Zubiri no suscribe esta disociación de actos en el hombre, sino que entiende que la impresión primera es ya formalmente intelectiva, en tanto que abierta a la realidad o, dicho en términos simétricos, la intelección no está separada de la impresión de realidad. «La impresión primordial de realidad es la formalidad de un acto aprehensor “uno”. Esta impresión en cuanto impresión es un acto de sentir. Pero en cuanto es de realidad, es entonces un acto de inteligir. Lo cual significa que sentir e inteligir son justo los dos momentos de algo uno y unitario: dos momentos de la impresión de realidad» [IRE 78].
A diferencia de la aprehensión estimúlica, en que el estímulo suscita de inmediato la respuesta, la aprehensión real lo es de algo presente como siendo anterior a su presentarse, como un de suyo. Por ejemplo, el calor no es captado como un mero signo objetivo de la reacción-respuesta, sino como una nota de la cosa real caliente, que, por consiguiente, antecede en tanto que real a la acción de calentar. «No es una anterioridad respecto de la respuesta, sino una anterioridad respecto de la aprehensión misma. En el signo objetivo (animal), esta su objetividad no lo es sino respecto de la respuesta que determina. En cambio, la nota es real en sí misma, y esto es en lo que consiste ser formalmente anterior a su propio presentarse. Es una anterioridad no temporal, sino de mera formalidad» [IRE 62, 233].
Cada cosa aprehendida, por ser real está abierta a un campo de respectividad. Inteligir algo campalmente es inteligirlo en realidad, desde aquellas cosas hacia las cuales lo inteligido está abierto. Ser campal significa, pues, que cada cosa es función de otras en muy diversos modos (sucesión, coexistencia, posición, espaciosidad, causalidad…). Es a lo que Zubiri llama logos, alejándolo así del logos enunciativo como forma suprema de intelección en los griegos y poniéndolo en dependencia de la intelección primordial. «El logos antes que declaración es intelección de una cosa campal desde otra» [IL 48].
El logos es el movimiento que nos lleva de algo real a lo que ello es en realidad. Con el logos se abre así la funcionalización de lo real en sus diversos modos. El logos termina en afirmación o aprehensión dual, que es la aprehensión de algo real desde algo otro, basándonos en el en-hacia constitutivo de la primera de las dos aprehensiones. «La aprehensión primordial es la actualización de lo real en y por sí mismo; la aprehensión dual es su modo de actualización desde otra cosa» [IL 57]. El logos no se añade a la intelección primordial, sino que la prolonga como juicio por su estar implantada campalmente en la realidad: la estructura campal (compuesta de primer plano, fondo y periferia) es precisamente lo desvelado noérgicamente por el logos en forma de juicio.
El juicio parte de la simple aprehensión, la cual consiste en el movimiento de retracción por el que se deja en suspenso lo que la cosa es en realidad —es decir, su ser campal—. Ser mero término de aprehensión equivale a no tomar en cuenta en la cosa real su contenido inteligible. El juicio como afirmación es el movimiento del logos en reversión hacia la cosa en su realidad, pero por el rodeo de ir de una cosa a otra entre las demás. Para ello no se sale de la realidad, sino que se sigue el en-hacia incoado por los contenidos reales concretos.
La tercera modalización de la intelección es el razonar, que Zubiri entiende como intelección en marcha e inquiriente hacia la realidad, que excede de los contenidos reales manifestados por el logos. La razón es el inteligir allende, rebasando lo campal en dirección al fundamento, pero sin abandonar la realidad, sino mensurado por ella. «Se busca realidad dentro de la realidad, allende las cosas reales sentidas, según una mensura de realidad» [IRA 23-24]. También se puede identificar el inteligir en marcha con el pensar: «Pensar es pesar intelectivamente. Se pesa, se sopesa la realidad. Y este peso intelectivo de la realidad son justamente las razones. Hablamos así de “razones de peso”… La realidad que la razón ha de alcanzar es la realidad sopesada» [IRA 40].
¿Cuáles son los pasos en la marcha de la razón? Se opera metódicamente desde un sistema de referencia, que establece la dirección campal en que estamos inteligiendo las cosas; sin él las cosas inteligidas constituirían un mero elenco sin organización. «El sistema de referencia consiste tan solo en el trazado de la dirección concreta del “hacia” de la actividad (de la razón)» [IRA 214]. Pero el trazado de la actividad de la razón se apoya en unas posibilidades que prefiguran lo que la cosa podría ser y, correlativamente, el conocimiento propio actualizador. Esta función posibilitadora es dispensada por el segundo momento metódico, que es el esbozo. «El esbozo de este sistema de posibilidades desde un sistema elegido como referencia, es el segundo paso del método» [IRA 222].
Desde el esbozo se entiende la experiencia como cumplimiento o probación de lo real que está allende. Como indica el término (ex-per…, perior en latin, pasar a través de, atravesar), experiencia no es algo inmediato, sino un camino o vía para probar lo anticipado. «Inteligir lo sentido como momento del mundo a través del “podría ser” esbozado: he aquí la esencia de la experiencia» [IRA 228]. La experiencia desemboca en la verificación, que es el encuentro con lo real que verdadera en la intelección. «Y como lo que se encuentra es o no es lo que se buscaba, resulta que lo real tiene ahora un modo de verdadear propio, un modo propio de actualización: es verificación» [IRA 262]. No se trata de un encuentro fortuito o constatación, sino incoado en el esbozo previo, sobre el modelo del cumplimiento teleológico explorado por Husserl en sus Investigaciones Lógicas.
Según hemos podido ver, el hombre se distingue por principio de los vivientes inferiores en su ser persona. El viviente inferior es ya una realidad reversible, en cuanto que desde sí misma responde a los estímulos externos; justamente la evolución animal se ordena a una progresiva corticalización cerebral, en correspondencia con el medio externo específico, también de progresiva complejidad. Pero al llegar al hombre, la formalidad bajo la que aprehende las cosas no es estimúlica, sino que las capta en tanto que realidades, para lo cual no bastan los sentidos externos e internos, se requiere además la inteligencia sentiente, apta para hacerse cargo de las cosas como reales.
En este sentido, como han puesto de relieve destacados antropólogos coetáneos de Zubiri (A. Gehlen, H. Plessner..), el hombre no sería viable biológicamente si hubiera de fiar su conducta a los estímulos desencadenantes y a las correspondiente respuestas efectoras: es tal la sobreabundancia de aquellos que acabarían inundando o colapsando su cerebro, a menos que la inteligencia medie con sus actos entre las solicitaciones del entorno y los órganos corpóreos con que responde. Zubiri ve en ello el índice primario, por así decir en negativo, de la persona como animal de realidades. Ahora bien, no solo capta las cosas realmente como tales, sino que correlativamente también se posee a sí misma aun al nivel de los estados fisiológicos y psíquicos más elementales (p.e., decimos “me siento realmente resfriado” u otras similares). De acuerdo con ello, la persona es suya no ya porque tiene su propias notas (integrantes en ella de los correspondientes subsistemas psíquico y orgánico), como el resto de realidades, sino porque se alcanza a sí misma en el más mínimo de sus movimientos y actos: «…lo que hace es conseguirse, la consecución de sí mismo» [SH 662].
Esta presencia oblicua o indirecta de la realidad propia en la persona admite grados, que van del me al mí y de este al yo. Procederemos a la descripción en serie de los mismos. Vaya por delante que no se trata de una apropiación consciente, sino que la persona empieza siendo suya desde el nacimiento, antes de referirse retrospectivamente a sus actos biológicos. Es lo que se patentiza con el me no reflexivo a propósito de las acciones intencionales y no intencionales, p. ej. me bebí un sorbo, me di un paseo, me tropecé con la piedra…, en las cuales me hago presente al tenerlas por propias. Pero con ello se preanuncia el paso al mí: aquellas son mis acciones, referidas a mí como idéntico, al margen de que sean unas u otras. El mí representa un avance sobre el me porque se lo puede separar de las acciones concretas en las cuales me vivo. Aunque el análisis de Zubiri pudiera entenderse en términos fenomenológicos, él no lo presenta así, ya que no atiende tanto a las vivencias de conciencia en las que acuso mi identidad cuanto a los modos de ser real —realizándome— como actualizaciones de mi ser.
También se muestra el avance del mí sobre el me en que aquel equivale al mí mismo, haciéndose explícito en su realidad: es lo que se torna enteramente patente en el yo —yo mismo— como tercer momento de la estructura personal. El yo sobrepasa al mí al afirmarse como tal, delimitándose de todo lo demás. Decir yo es tanto como reconocerse distinto de las otras realidades sin dejar de formar parte de la realidad: el yo no es un absoluto desligado, sino relativo a la realidad, medido por ella como absoluto-relativo. «Este ser, expresado en el me, en el mí y en el yo, no es mi realidad, sino la actualidad de mi realidad en cada uno de los actos de mi vida. No es un ser independizado de la realidad. El ser de la realidad sustantiva consiste en revertir por identidad a la realidad de quien es acto segundo. Y esta reversión en identidad es lo que metafísicamente he llamado la intimidad» [EDR 224].
El dinamismo de la mismidad que caracteriza al viviente se contradistingue del dinamismo de suificación, congruente con el ser ella misma de la persona. Los animales mantienen su mismidad a través de la actividad continua de renovación de sus células y tejidos vitales; en cambio, la persona va haciéndose más ella misma con sus actos, de suerte que su actividad no es meramente de persistencia como la misma, sino de autoposesión real: es, pues, una diferencia trascendental porque no se refiere sin más a las notas constitutivas de unas y otras realidades —su contenido talitativo—, sino a su “de suyo” o modo característico de subsistir la realidad personal por oposición al persisitir del animal en sus estructuras vitales. «Por eso poseerse no significa aquí simplemente continuar siendo el mismo, que es lo que le acontece al animal, sino que poseerse es ser su propia realidad. La sustantividad humana es eo ipso persona. Persona es justamente ser suyo» [EDR 223-4]. Mientras el dinamismo de la mismidad requiere en el ser vivo un medio externo para seguir viviendo, el dinamismo de la suidad instaura él mismo los ámbitos personales, que corresponden a las distintas dimensiones en que se desenvuelve la personificación. Tales dimensiones son la mundificación o transformación del mundo en habitat, el vivir en común o conversión del mundo en ámbitos de convivencia, la historificación o el hacer historia y la personalización o forja de la personalidad. Aludiré sucintamente a ellos.
a) La persona mora en el mundo haciendo de él su hábitat, humanizándolo, convirtiéndolo en mundo humano. «Mi mundo es allí donde yo moro, mi morada. Y el hombre mismo, en tanto que mora en ella, va describiendo, no su persona (la persona no se hace, se es persona a nativitate), sino la figura concreta de su personalidad» [AM 181].
b) En los animales la versión recíproca es meramente genética, en aquellos que poseen un mismo phylum. En cambio, en el hombre no basta la posesión filética común, sino que en un peldaño más alto se monta la convivencia, afincada en un mundo común y en la que los hombres se convierten en nosotros. El dinamismo de la convivencia se estructura según una pluralidad de modos, básicamente agrupados en la colectividad y la comunidad interpersonal. La primera arraiga en un mismo mundo externo, una misma cultura ambiental…, en tanto que la segunda se basa en la habitud de alteridad por la que cada uno es realmente otro que las demás personas. «El alter como alter está ya en mi habitud y no consiste en mera multiplicidad numérica; el ego como ego está modalizado en su forma de ser cada cual» [SH 322].
c) En cuanto a la historificación —el hacer historia el hombre—, afecta al sistema de posibilidades con que el hombre cuenta en su hacer vital. Estas posibilidades proporcionan al hombre un poder mediante el cual encauza sus realizaciones singulares. Según ello, el mundo toma uno u otro curso en razón de las posibilidades alumbradas históricamente por los hombres y que perviven como legado en las generaciones siguientes. Así, el mundo se comporta para la historia como el teatro interno de su acontecer. «Como momento de la realidad del mundo, la historia forma parte del teatro mismo del mundo, bien que la relación del mundo como real respecto de la historia sea la de ser mero teatro» [AM 194].
d) Pero el dinamismo más propio de personificación es el que se cumple en la personalización humana a partir de su personeidad. «La persona no puede ser lo que es (en el caso del hombre) más que personalizándose, es decir, dando de sí mismo como persona algo que es una personalidad. El dinamismo de la suidad no es otra cosa sino el dinamismo de la personalización» [EDR 224]. Pero, ¿no pone esto en entredicho la caracterización general de la esencia como sistema que encontramos al comienzo, en cuanto el poseerse a sí misma la persona en su ser real no se compadece de entrada con que sea una totalidad en función de sus notas? Es lo que expondré en el siguiente epígrafe.
El sistema comporta la coimplicación entre las notas. «Un sistema es un conjunto conexo o concatenado de notas posicionalmente interdependientes» [SE 150]. En los vivientes inferiores vimos que esta coimplicación es temporal. En parte es lo que ocurre también en la persona, ya que en ella las notas del subsistema superior empiezan por actuar pasivamente, posibilitando la configuración del conjunto, sin ser ellas las accionales; a la inversa, cuando las notas accionales son inteligencia y voluntad, el subsistema inferior interviene posibilitándolas mediante las conexiones neuronales. De este modo, inteligencia y voluntad no son capacidades abstractas en el hombre, sino que están individuadas por su inserción en el todo del que forman parte. Así, el hombre es persona desde el inicio, no desde que se manifiestan accionalmente sus facultades superiores.
Pero cuando inquirimos por lo que distingue cualitativamente a la persona, la totalidad sistémica resulta inadecuada, por cuanto se limita a enlazar unas notas con otras (o en este caso subsistemas), sin adjudicar por sí sola la jerarquía al subsistema psíquico sobre el orgánico. Zubiri pretende obviarlo reservando a la persona la noción de sistema abierto —en discrepancia con los criterios más usuales de diferenciar entre sistemas clausos y abiertos—, entendiendo por estar abierto la apertura a la realidad, ya sea la propia, ya la ajena. Pero así como tal apertura no designa la referencia intencional de la conciencia a los objetos, sino que es una aprehensión primordial de realidad, tampoco se integra en un todo, ni siquiera cuando este todo resulta de una combinación funcional. El ser ella misma de la persona no emerge sin más de las estructuras materiales dando de sí en alteridad, sino que es lo que propiamente la identifica. A este respecto, Zubiri diferencia dos modos de emerger: el dar de sí misma la materia cuando se trata de un animal y el hecho de que la materia «no da por sí misma, sino porque se le hace hacer» [SH 476] a propósito de la hominización, aludiendo a la creación divina. Pero, entonces, el término emergencia resulta equívoco e introduce una quiebra en la noción general de sistema.
Entiendo, pues, que la caracterización primaria que hace Zubiri de la persona por la suidad no es sistémica. Tampoco es sistémico el dinamismo de la suidad, por el que la persona se va poseyendo crecientemente. Lo sistémico está en la realimentación de las facultades (si se quiere, notas, en términos zubirianos) con sus actos. Pero la pertenencia a la persona de sus facultades y actos es previa al enlace sistémico. «La suidad no es un acto ni nota ni sistema de notas, sino que es la forma de la realidad humana en cuanto realidad: ejecute o no sus acciones, es como realidad algo formalmente anterior a la ejecución» [HD 48-49].
Desde la centralidad de la persona evita Zubiri que la moralidad recaiga únicamente sobre las acciones según criterios extrínsecos al ser de éstas, como ocurre en el utilitarismo. Más bien es la persona la que se hace moral al hacerse ella misma en su personalidad. Lo moral no está en el orden de las dimensiones de la persona —en el sentido técnico que le da Zubiri, como reversiones sobre ella medidas desde fuera, al modo de la socialidad y de la historicidad—, sino que es propiedad de quien, por tenerse a sí mismo como propio, se apropia o incorpora las posibilidades con las que forja su vida; lo moral es, así, propiedad en sentido reduplicativo, algo apropiado, no simplemente algo dimanante necesariamente de la esencia.
Para ello ha de tenerse en cuenta que desde Aristóteles se ha visto en el fin asumido intencionalmente por el agente el principio de la moralidad en la acción (este finis operantis debe coincidir con el finis operis que cualifica a la acción, de modo que si es discrepante del mismo, pervierte una acción objetivamente buena). Zubiri se retrotrae a un nivel previo, enmarcando el fin propuesto en el marco de lo posible o apto para ser realizado, opuesto a lo irrealizable; es una diferencia —la que hay entre lo posible y lo real— más primaria que la existente entre los fines y los medios, la cual se mueve ya en el terreno de lo posible-realizable.
Tradicionalmente se ha incardinado lo moral en los actos humanos, contrapuestos a los actos del hombre, carentes de autoconciencia y de voluntariedad. Paralelamente Zubiri diferencia entre actos personales y actos de la persona o impersonales: esta diferencia de acento le permite incluir en los segundos los dimensionamientos social e histórico de la persona y poner el énfasis, a propósito de los primeros, en la realización de la persona mediante ellos. «Lo personal reducido a ser de la persona: he aquí la esencia de lo impersonal. Ello nos hace ver que la distinción entre “personal” y “de la persona” es esencial: lo impersonal es esencialmente un modo de la persona» [TDSH 57].
La apropiación de posibilidades no es una mera vivencia psicológica, sino que es una experiencia in-manente o que queda en mí mismo. «Lo moral en cuanto tal es mi propia realidad como posibilidad apropiable para mí mismo. No es una pura vivencia, sino que es un ergon» [SH 376]. La apropiación a que aquí nos referimos incluye tanto el contenido o noticia que hago mío como la índole real de lo apropiado, por la que me incremento realmente; si se tratara solo del contenido cualitativo, no llegaría a ser moral, sino que se trataría de una habilidad adquirida, que no me modificaría en el orden de lo que realmente soy, limitándose a añadir una más al repertorio de mis posibilidades. Véase con el ejemplo de hacer zapatos: «Puede uno preguntarse qué tiene que ver la moral con la posibilidad apropiada de hacer zapatos. Pero ¿qué se entiende por zapatero? ¿Tener unas habilidades para hacer zapatos?… En cambio, si considero no el contenido de esas habilidades que constituyen el oficio de zapatero, sino considero al hombre zapatero, estamos ya ante lo moral porque se trata de un sistema de posibilidades realmente apropiadas, y por su estar ya apropiadas. Ahí estriba el carácter esencialmente moral» [SH 374-375].
La moralidad reposa sobre su vertiente objetiva, a la que llamamos bien moral. Elegir en conciencia un modo de actuación es tenerlo por bueno, prefiriéndolo a las otras posibilidades realizables. Más aún: la realización moral es lo óptimo dentro de tales posibilidades, vocablo emparentado con optar (igualmente en griego ἄριστον tiene que ver con αἱρέω, elegir). En consecuencia, correlativamente al tenerse por propio está la aspiración propia e indeterminada al máximo de bien, a la que denominamos felicidad. La elección —con carácter moral— consiste en deponer el bien máximo de partida, la felicidad, en uno u otro bien particular. «Esta posibilidad (la felicidad) que es apropiada, precisamente por serlo, es la posibilidad de todas las demás, hace que todas las demás sean apropiables» [SH 407]. La felicidad es lo que busca el hombre en cada una de sus acciones particulares, anterior por tanto a los logros efectivos y parciales de felicidad que encuentra. Diríamos, parafraseando a San Agustín, que si no supiera lo que es la felicidad, no podría identificarla de un modo efectivo en esos logros. El hombre es constitutivamente felicitario. Pero el estar apropiada la felicidad impide que sea una idea innata, tratándose más bien del apoderamiento del hombre por el poder de la posibilidad suma de sí mismo, la cual es contraída a las posibilidades al alcance. «El hombre, por no poder existir más que bajo el poder absoluto de la felicidad, tiene inexorablemente la posibilidad de ser feliz o infeliz en cada una de las situaciones» [SH 402].
Esta radicación del hombre en la felicidad lleva a Zubiri a descubrir asimismo el origen antropológico del deber, más allá de la escisión kantiana entre la inclinación a la felicidad y el imperativo del deber. Por no serle posible esquivar el poder de la felicidad, las posibilidades que le solicitan no son meramente apropiables, sino que están bajo el signo de lo apropriandum, de lo que debe ser realizado. «La posibilidad en tanto que es más o menos potente para hacer feliz, en tanto que es más o menos apropianda en orden a la felicidad, es lo que llamamos un deber. El deber no es una posibilidad entre otras, sino aquella que es más conducente a la felicidad del hombre» [SH 408-409]. «Los deberes en plural, con su carácter imperativo, son deberes fundados en una cosa primaria y radical, que es el carácter debitorio del hombre en orden a su propia felicidad» [SH 412]. Es tanto como decir que el estar abierto del hombre al máximo de sí mismo —su ser felicitario— es lo que posibilita el ser requerido de iure por lo no realizado pero ineliminablemente apropiandum —tal es su ser debitorio, desplegable en una pluralidad de deberes concretos—. «Precisamente porque el hombre está debitoriamente vertido a su propia felicidad humana como apropianda, y tiene el área del deber que emerge de su propia realidad, se le plantea el problema de los deberes» [SH 412].
La anterior distinción entre el deber y los deberes resulta de distinguir entre lo real ejerciendo su poder en forma de deber y los contenidos apropiables o talidades, que dan una u otra especificación al deber y a los que designamos como deberes. Distinción que se advierte también al diferenciar entre mi deber (propio del hombre) y lo debido o los deberes que otorgan su talidad al primero. No se trata de una separación, sino de la distinción entre lo trascendental y lo talitativo en su aplicación al deber.
Zubiri diferencia tres estadios en la maduración moral, a saber, la moralidad transmitida, la conciencia moral y el uso de la razón, correspondientes respectivamente a la intelección primordial, al logos por el que se efectúa el juicio de conciencia y a la razón, que verifica o cumple la adecuación entre el comportamiento y lo juzgado moralmente. La moralidad transmitida ejerce de vehículo social e histórico del hecho moral, antes que la conciencia se pronuncie en un juicio y a ello sigue el tercer momento del obrar responsable, guiado por la razón, que pasa del “debería ser” en general al “deber ser” en concreto. «Moralidad, conciencia y responsabilidad no son términos convergentes. Toda responsabilidad supone conciencia y toda conciencia supone moralidad. Lo recíproco, sin embargo, no es cierto. Ni todo lo moral es esencialmente consciente ni toda conciencia moral es obrar responsable» [SH 436].
Pero cabe preguntarse: ¿por qué nos vivimos obligados, siendo que la obligación se refiere a un término externo al hombre como posibilidad suya? ¿En qué se funda el ob- de la obligación? La respuesta es que el ir a característico de la obligación remite a un previo venir de, por el que estamos re-ligados al poder de lo real, y en último término a Dios. La religación es constitutiva del hombre, «es una respectividad constitutiva» [HD 92], a diferencia de la obligación, cuyo poder se ejerce sobre la realidad personal ya constituida. En segundo lugar, también se descubre la religación como posibilitante de la obligación en que para atender a los dictados de la conciencia moral —e incluso para desoírlos— se requiere un previo estar vuelto a ella en su absolutez, lo cual es una manifestación de la religación primera: «la conexión del hombre con su conciencia no es una obligación moral; es una religación» [HD 92].
La religación al poder de lo real se manifiesta en que las posibilidades se apoderan de mí, a la vez que desde su ultimidad me impelen a configurar mi vida. Se accede así a la realidad personal de Dios como última, posibilitante e impelente del tener que hacer mi vida. Dios se alcanza desde la religación a lo real, en tanto que el absoluto del hombre no lo es absolutamente, sino que está fundado en la realidad absolutamente absoluta, no medida por un poder previo a ella. En otros términos: la realidad de las cosas que ejerce su poder sobre el hombre no se confunde con su ser tales; por tanto, lo que les hace ser reales, fundándolas o estableciéndolas en el ser, no puede ser una realidad más, excluyente de las otras, sino la realidad suprema de Dios, a la que deben las cosas y el hombre el más sobre sus determinaciones talitativas. «Este poder de lo real lo encuentro en la realidad concreta de cada cosa. Lo cual significa que la realidad absolutamente absoluta, esto es, Dios, está presente formalmente en las cosas constituyéndolas como reales. La presencia de Dios en las cosas reales… consiste en que la realidad de cada cosa está constituida “en” Dios. Dios no es una realidad que está ahí además de las cosas reales y oculta tras ellas, sino que está en las cosas reales mismas de un modo formal. Por tanto, la realidad absolutamente absoluta es ciertamente distinta de cada cosa real, pero está constituyentemente presente en esta de un modo formal» [HD 148-149].
Si Dios está constitutivamente presente al hombre, el acceso del hombre a Dios no arranca propiamente de él, sino que es el tránsito del acceso incoado al acceso plenario. En cualquiera de estas dos formas, el acceso no es, por tanto, una relación entre dos yos constituidos por separado, como si se tratara de dos personas humanas, sino que el yo humano ya está accedido interpersonalmente a Quien le precede, posibilita e impele, y lo que le cumple es reconocer a Dios y responderle con los actos personales adecuados. Así, al dar de sí divino en las cosas y en él mismo corresponde el hombre con la entrega de sí, por la que acepta dejarse llevar por Dios trascendiendo las realidades creadas. «Al ir a las cosas reales (el hombre) se entrega a Dios, que está en ellas constituyéndolas formalmente, esto es, dando de sí realidad» [HD 198]. La entrega a su vez reviste tres modos: en relación con su carácter último irrebasable está el acatamiento sin reservas o adoración a la Persona suprema; como dador de las posibilidades con que el hombre hace su vida, este adopta la actitud de súplica ante Quien posibilita todo lo real, y por razón de la irrevocabilidad de su impelencia, el hombre busca en Él amparo o refugio para su ser. La intelección de estos modos de entrega se inicia en el en hacia sentiente de la kinestesia.
Ante todo advirtamos que el mal solo se puede dar en la línea del bien, ya sea como de-fecto suyo, ya como un atentado contra un bien, como una perversión de algo bueno…, en definitiva como un parásito del bien. El problema lo vamos a ceñir al orden moral: cómo la voluntad, que solo puede querer lo bueno como conveniente para mí, se puede dirigir positivamente al mal, y no solo como omisión de algún bien subsiguiente debido a la finitud de lo querido. Zubiri toma en cuenta la necesidad de un acondicionamiento previo o un ponerse en condición la voluntad para que pueda realizar sus actos moralmente intencionados, tanto los positivos como los negativos.
Entiende en general por condición la «capacidad que tiene una realidad para ser constituida en sentido» [EDR 228; SSV 231]. A este respecto, la voluntad se dota a sí misma con sus actos del sentido que añade a estos: «El acto de voluntad consiste en darme a mí mismo mi propia condición. Por consiguiente, el problema está en la condicionalidad interna de la voluntad, y no simplemente en el objeto sobre el que recae» [SSV 271]. Correlativamente, la condición en las cosas queridas consiste en una aptitud interna para afianzar y propagar un poder que se adueña de la voluntad. El mal se presenta en las cuatro formas del male-ficio (opuesto al bene-ficio) ejercido sobre la voluntad con el concurso psicobiológico, la malicia (su contrario sería la bonicia) instaurada en la voluntad misma, la malignidad (opuesta a la benignidad) que extiende su influjo a las otras voluntades y la maldad (de signo contrario a la bondad) como espíritu objetivado en el mundo.
El problema del mal en general reside en su compatibilidad con Dios creador, que pone en la existencia a todas las realidades que no son Él. En el maleficio ¿puede Dios querer, por ejemplo, el perjuicio ocasionado por la acción de los virus sobre el organismo? La respuesta de Zubiri es que todas las realidades creadas por Dios son buenas y el maleficio resulta de la respectividad de esas realidades a la sustantividad biológica del hombre, no designando por tanto nota real alguna que se le agregara. «El maleficio resulta de que cada una de estas cosas buenas es limitada, y de que la realidad de cada una es constitutivamente respectiva a la realidad de las demás. Y justamente en esta respectividad puede producir lo que es un bien para mí un maleficio para otro» [SSV 295]. Esto no significa la relatividad mutua del bien y del mal, sino que queda siempre a salvo el poder propio del bien moral sustantivo. El daño sufrido en el hombre por las cosas físicas y biológicas pone de relieve de un modo especial que el hombre es una realidad moral, cuyo bien integral no resulta de la acción de otras realidades finitas sobre él. Así, lo que son males en un cierto respecto (la enfermedad, un desastre natural…) se ordenan a despertar actitudes morales, como la misericordia, la solidaridad…, que en otros casos no afluirían.
Paralelamente, la malicia o mal moral estricto deriva de un acondicionamiento en la voluntad proveniente de su posición adoptada, en lo cual Dios no tiene responsabilidad alguna. El bien que trasparece en la malicia es la libertad y soberanía del hombre, ya que solo se obra mal porque existe la posibilidad libre de actuar moralmente en el sentido contrario. Tampoco este mal añade nada a la realidad efectiva de la voluntad y de las cosas queridas, por cuanto su única consistencia es la de ser-puesto intencionalmente por el hombre, a la vez que la de revertir sobre él siendo calificado conforme a la moralidad de las acciones realizadas. Pero físicamente es lo mismo la acción de firmar un cheque ya vaya destinado a saldar una deuda o a dar con él un timo.
Tanto el bien como el mal morales en tanto que efectivamente realizados se caracterizan por su poder real, manifiesto en el apoderamiento que llevan a cabo sobre la voluntad. La diferencia entre ambos estriba en que mientras el primero se ordena inmediatamente al bien de la sustantividad humana, el segundo sume en una interna antinomia en el querer entre el bien humano que con su fuerza atrae al hombre en su integridad y las posibilidades atentatorias de él que por el momento se adueñan del hombre. «La volición nos deja en situación de apoderamiento del poder del mal. Ahora bien, esta condición es intrínsecamente antinómica. El hombre, en su acto de malicia, quiere en cierto modo el mal, en virtud de la fuerza del bien con que busca su propia sustantividad. Y lo que con su malicia ha querido es justamente algo que atenta a la sustantividad plenaria moral del hombre» [SSV 308]. Pero así como el mal es debido al bien de la libertad humana otorgado por Dios, también el poder máximo de Dios en orden al bien se reconoce en que aun del mal puede sacar bienes mayores, como son algunas posibilidades humanas contenidas en la elección libre: así, la posibilidad —en la vida mortal— de rectificar mediante el arrepentimiento sincero la antinomia anterior, consolidando la elección del bonum. «Por grande que sea el poder del mal, siempre lleva en sí la posibilidad de reinstaurar el poder del bien; es decir, porque el poder del bien es, en la malicia misma, superior al poder del mal» [SSV 310].
Algo análogo puede decirse, según Zubiri, de la maldad como espíritu o mentalidad del mal, instaurado en el mundo y la historia por el mal voluntario debido a los hombres. Es cierto que de él deriva una espiral de mal, al constituir un poder in crescendo, pero siempre está abierto a la situación transhistórica de un Juicio universal en que triunfe definitivamente el bien sobre el mal. Es una verdad contenida en la Revelación que desvela la provisionalidad constitutiva del triunfo del mal, que lastra el escenario del mundo y la historia, ante la sentencia irrefragable del Juez supremo, que bien puede decir: «El príncipe de este mundo ya está juzgado» [Jn 16, 11].
Se encuentra en Zubiri el elenco de los problemas disciplinares clásicos de la Filosofía siguiendo, eso sí, un nuevo acercamiento desde lo peculiar de la realidad personal como un quien y desde los hallazgos de las ciencias experimentales. En este sentido no es ajeno al intento renovador de otros autores de su tiempo, que ponen en primer plano la persona individual y no tanto su consideración analógica desde lo generalísimo del ente; baste citar aquí a K. Wojtyla, E. Stein, L. Polo, J. Marías, M. Scheler.. Así se advierte, como ha podido verse, en el anclaje antropológico de los conceptos éticos básicos, en el acceso a Dios desde la vía de la religación personal, en el privilegiar el hacerse de la persona desde sus acciones sobre la consideración aislada de estas.. Por otra parte, en lo que se refiere al paradigma de las ciencias, es visible en la adopción del sistema para afrontar las distintas realidades: la esencia como suficiencia constitucional, el ser vivo, el universo como todo unitario, el hombre…
De aquí surgen dos líneas de desarrollo a veces divergentes y en todo caso no siempre acoplables satisfactoriamente. De un lado, hay una ampliación notable de nociones clásicas más allá de los límites en que los griegos y medievales las formularon: así, la libertad no queda confinada a los actos de voluntad, sino extendida al hacerse de la persona; los hábitos categoriales extrínsecos del tener (ἔχειν) y del situs son convertidos en características antropológicas de primer orden, transcritas respectivamente como habitud y como estar situado; el acceso a Dios se cumple desde la realidad personal en su integridad antes que por vía intelectivo-demostrativa; la individualidad del ser humano pasa de ser atribuida a la materia signata quantitate para convertirse en dimensión constitutiva del hombre junto a las dimensiones social e histórica; la naturaleza humana deja de ser el principio específico de las operaciones del hombre para personalizarse a través de los hábitos que la persona forja en ella…
De otro lado, el sistema le impide jerarquizar unos componentes humanos sobre otros, limitándose a establecer la emergencia de inteligencia y voluntad sobre los niveles inferiores; la teleología no llega a abrirse paso desde la intelección impresiva a cargo de la inteligencia sentiente y, correlativamente, la libertad de opción no culmina en libertad de destinación… Más básicamente, el esquema compositivo, adoptado para caracterizar el sistema a través del “de” unitivo de las notas, impide a Zubiri encajar en él el acto de ser, ya que es tal que no se integra en un todo con los otros elementos. La superposición entre el sistema y la apertura a su propia realidad que distinguen a la persona le lleva a acuñar la expresión de sistema abierto en referencia a la realidad personal.
Sin duda una de las claves metafísicas básicas del pensamiento de Zubiri es la adopción de la res como primer trascendental en sustitución del ens de Tomás de Aquino. Parece tener su origen en la formalidad de realidad propia del hombre, en contraposición a la formalidad estimúlica desde la que se explica el comportamiento animal. Lo cual a su vez está en relación con otro de sus pilares decisivos: el inteligir sentiente como acto tenido por real y por primordialmente aprehensivo de lo real. Para designar esta comunidad real entre el hombre que aprehende impresivamente y las cosas que son aprehendidas como de suyo reales, Zubiri emplea el término noológico y más expresivamente noérgico (nous+ergon, la fuerza de lo real que determina el entender). Según ello, la realidad mía me envuelve en todos mis actos y las notas talitativas son aprehendidas por mí en el ámbito de lo real. De este modo, contrapone la fuerza de imposición de lo real al concepto de ens, entendido por la metafísica clásica como el primum cognitum en el que se resuelven todos los otros conceptos.
Lo que así delinea Zubiri es una fenomenología de lo real, en cuyo marco el ser le aparece como “la actualización de lo real en la respectividad del mundo”. En tales términos lo real se enfrenta a lo irreal como modos opuestos de presentación a la conciencia. En cambio, lo opuesto al acto de ser es la nada, que, por no ser, no puede tampoco aparecer en la conciencia. La oposición entre ser y nada no es lógica ni fenomenológica, sino ontológicamente radical. Mientras lo irreal lo es en su aparecer, pudiendo ser contrastado con lo real en los actos de conciencia, la nada es lo excluido absolutamente por el ser. Ligado a ello está que Zubiri no cuente ontológicamente con lo contingente —lo que es pudiendo no ser— como punto de partida para llegar a Dios como Ser necesario o que es no pudiendo no ser.
La obra de Zubiri queda como un importante legado de la filosofía española del siglo XX, en el que se abordan con un instrumental técnicamente depurado las cuestiones nucleares del saber filosófico. A ello une un conocimiento poco común de las ciencias, las más diversas lenguas y culturas y la Teología basada en la revelación judeo-cristiana. Todos sus libros está presentados desde la elaboración original tanto en el estilo, repleto de abundantes neologismos, como sobre todo en las argumentaciones y conclusiones. No faltan tampoco oscilaciones y cambios de acento de unos a otros lugares en una producción tan compleja. Terminaremos el desarrollo de la voz dejando constancia de algunas de las prosecuciones del pensamiento de Zubiri que se presentan hoy.
Entre los estudiosos y continuadores de Zubiri se pueden distinguir aquellos procedentes de España de los afincados en suelo iberoamericano. Su origen está en los Seminarios de los años posteriores al ejercicio de la labor docente y en la preparación a cargo de algunos de ellos de la edición de la mayor parte de sus obras. Desde 1989 la Fundación Xavier Zubiri tiene a su cargo la custodia de su legado.
Uno de los colaboradores más próximos de Zubiri fue Ignacio Ellacuría (1930-1989), Rector de la Universidad Centroamericana (UCA) “José Simeón Cañas” de San Salvador (República de El Salvador). Tomando por base la obra de Zubiri La estructura dinámica de la realidad, es autor de Filosofía de la realidad histórica, emplazada en el contexto conflictivo y liberacionista de Centroamérica. Otro de sus colaboradores es el chileno Jorge Eduardo Rivera, atento a la confrontación de Zubiri con Heidegger. Más tarde Antonio González y Jordi Corominas desde el Departamento de Filosofía de la Universidad de San Salvador se han centrado en la Ética con base en Zubiri, situándola en el debate contemporáneo y desde el primado de la praxis verificacionista (sin que los desarrollos de aquellos sean atribuibles a Zubiri).
En España ha dejado una amplia estela en varias Universidades. Por citar solo algunos ejemplos: A. López Quintás desde el terreno estético; P. Laín Entralgo parte de las tesis antropológicas de Zubiri, radicalizándolas en el sentido de un monismo corporalista; D. Gracia basa su metodología de la praxis científica en la obra zubiriana Inteligencia y razón, aplicándola en alguna medida en Bioética; en Salamanca, Madrid, Navarra, Valencia o Granada se encuentran asimismo, con distintos acentos, especialistas en el pensamiento de Zubiri. En general, puede decirse que no es posible tratar la filosofía española contemporánea sin conceder un lugar prócer al filósofo donostiarra.
Inteligencia sentiente I. Inteligencia y realidad, Alianza, Madrid 1980 [IRE].
Inteligencia sentiente II. Inteligencia y Logos, Alianza, Madrid 1982 [IL].
Inteligencia sentiente III. Inteligencia y Razón, Alianza, Madrid 1983 [IRA].
El hombre y Dios, Alianza, Madrid 1984 [HD].
Sobre el hombre, Alianza, Madrid 1986 [SH].
Estructura dinámica de la realidad, Alianza, Madrid 1989 [EDR].
Sobre el sentimiento y la volición, Alianza, Madrid 1992 [SSV].
El problema filosófico de la historia de las religiones, Alianza, Madrid 1993.
Los problemas fundamentales de la Metafísica occidental, Alianza, Madrid 1994.
Espacio, Tiempo, Materia, Alianza, Madrid 1996 [ETM].
El problema teologal del hombre: cristianismo, Alianza, Madrid 1997.
Sobre la realidad, Alianza, Madrid 2001 [SR].
Tres dimensiones de la realidad: individual, social, histórica, Alianza, Madrid 2006 [TDSH].
Sobre la esencia, Sociedad de Estudios y Publicaciones, Madrid 1962 [SE]; Alianza, Madrid 2008.
Acerca del mundo, Alianza, Madrid 2010 [AM].
Naturaleza, Historia y Dios, Alianza, Madrid 1963 [NHD]; Alianza, Madrid 2011.
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Corominas, J. – Vives, J.A., Xavier Zubiri. Soledad sonora, Taurus, Madrid 2005.
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[1] «Creo que de por sí y sin necesidad de añadir nada, en la medida en que algo es real, y precisamente por serlo, esa su realidad consiste formalmente en ser actividad» [ETM 138].
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© 2015 Urbano Ferrer Santos y Philosophica: Enciclopedia filosófica on line
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