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Simone Weil
Autor: Carmen Herrando
Índice
2. El ideal político del arraigo
3. Al horizonte, una espiritualidad del trabajo
4. Un Dios que se rebaja por amor
6.1.1. Obras completas (Œuvres complètes)
6.1.2. Otras obras de Simone Weil
6.1.3. Obras de Simone Weil en español
6.2. Obras relevantes sobre Simone Weil y otras aquí citadas
Simone Weil nació en París el 3 de febrero de 1909. Su padre era médico y su madre una mujer inteligente y de gran viveza; ambos de origen judío, pero ajenos a la práctica religiosa. Simone y su hermano André —tres años mayor— fueron educados en el más riguroso agnosticismo. André llegaría a ser un reconocido matemático, y Simone admiraría siempre su inteligencia excepcional. El hogar de los Weil era abierto, y se apreciaba en él la cultura y valores como la honradez, el servicio o la nobleza de corazón.
Durante la guerra de 1914, el doctor Weil fue movilizado como médico militar, y su familia le siguió por distintas regiones de Francia. Los estudios de los niños fueron particulares en aquella época de guerra, pero también, en el caso de Simone, lo serían en otras ocasiones debido a una salud precaria que favoreció en ella cierto aislamiento y que tomase como modelo a su hermano. Entre André y Simone llegó a reinar una complicidad tan grande, que hasta inventaron una jerga propia con alusiones literarias raras para niños de su edad. Fue André quien enseñó a leer a Simone.
Simone ingresó en el Liceo Fénelon en 1919. Aunque era algo menor que sus compañeras, formó una asociación con fines caritativos: «Los caballeros de la mesa redonda». Entonces ya leía a Lamartine y los Pensamientos de Pascal. Pero con 14 años atravesó una profunda crisis personal que tuvo que ver con la brillante carrera de su hermano (André era admitido en la École Normale Supérieure a los 16 años con un permiso especial). Como cuenta en su «Autobiografía espiritual» [Weil 1966; Weil 1993], una de las últimas cartas que envió su amigo dominico J. M. Perrin en 1942, tras meses de gran oscuridad, llegó al convencimiento de que «cualquier ser humano, aun cuando sus facultades naturales fuesen casi nulas, podía entrar en ese reino de la verdad reservado al genio, a condición tan sólo de desear la verdad y hacer un continuo esfuerzo de atención por alcanzarla» [Weil 1993: 39]. Esta certeza interior la liberó de una angustia profunda (llegó a pensar en el suicidio), y toda su vida tendría presente esta certeza adquirida con catorce años.
En 1924 estudia en el Liceo Victor-Duruy, con René Le Senne; aprobó el bac de filosofía en 1925. Entre este año y 1928 fue alumna de Alain (Émile Chartier) en el Liceo Henri IV.
Aunque en sus años de estudiante discutía sobre religión y política con sus compañeros, Simone Weil no solía abordar el tema de Dios: «En la adolescencia —escribe— pensaba que carecíamos de los datos necesarios para resolver el problema de Dios y que la única forma segura de no resolverlo mal, lo que me parecía el peor de los males, era no plantearlo. Así que no me lo planteaba. No afirmaba ni negaba» [Weil 1993: 38]. El compromiso social de Simone Weil se incrementó por entonces mediante su participación en una suerte de universidad popular para ferroviarios, en la que enroló también a su hermano; también militaba en la Liga de Derechos Humanos, donde inscribió a sus padres, y colaboraba en la revista Libres Propos, fundada por Alain.
En otoño de 1928, Simone Weil ingresa en la École Normale Supérieure, sin abandonar del todo los cursos de Alain. Fue aquél un momento fuerte de su compromiso social y antimilitarista, que llegó a generarle problemas con la administración de la Escuela. Durante el verano de 1929, trabajó en el campo, en la región del Jura, con unos parientes. No era la primera vez que dedicaba parte de las vacaciones al trabajo agrícola. Del mismo modo, en el verano de 1931 quiso conocer la vida de los pescadores de Réville (en el canal de La Mancha), donde veraneaba con sus padres; se hacía a la mar con los pescadores, tanto de día como de noche, y cuando el mal tiempo no dejaba faenar, enseñaba aritmética y francés al guardián del faro, Marcel Lecarpentier, que fue quien la aceptó a bordo. Recordándola, Lecarpentier decía sobre ella: «Quería conocer nuestra miseria, quería emancipar al obrero... Una noche pasé miedo. En plena tempestad, ella no se quiso atar, y dijo: “Marcel, siempre he cumplido con mi deber y estoy preparada para morir”... Simone vigilaba el trabajo con cuentagotas, controlaba el precio del pescado, calculaba los lotes... Temía que yo pudiera explotar a los otros, y siempre me advertía de este peligro» [Fiori 1993: 195].
En 1930, Simone Weil comenzó a sufrir unos dolores de cabeza terribles, que no la abandonaron nunca; gracias a su firme voluntad de superación, no supusieron una traba importante en su vida.
Se inició como profesora de filosofía en el Instituto de Le Puy al comienzo del curso escolar de 1931. Pero además de la enseñanza reglada llevó a cabo una gran actividad sindical que alternaba con cursos para obreros y mineros, en sus horas libres y durante los fines de semana, generalmente en Saint-Étienne. Simone Weil fue una verdadera ayuda para aquellos obreros, como asesora y como maestra. Les amparaba y sostenía, ante el desconcierto de mucha gente que no podía concebir que una profesora alentase protestas y encabezase manifestaciones. Su coherencia de vida llamaba la atención, pues vivía con lo equivalente al subsidio del paro y entregaba el resto de su salario a la caja común de los parados. Y se negaba a encender la estufa porque creía que los parados no podían calentarse; pudo comprobar que no siempre era así, pero eso no la disuadió de sus costumbres austeras.
Mujer de realidades, Simone Weil quiso ver con sus ojos lo que sucedía en Alemania, y a Berlín se fue en verano de 1932; la acogió una familia obrera. De este viaje obtuvo compromisos con los refugiados alemanes: los acogía en su propia casa (la de sus padres) y les ayudaba en lo que podía. Su actividad sindical y su lucidez intelectual le valieron elogios como el de Boris Souvarine, quien dijo que Simone Weil era «el único cerebro que ha tenido el movimiento obrero en muchos años» [Pétrement 1997: 257]. Pero también obtendría denuestos. El mismo Trotsky se refirió a los «prejuicios pequeño-burgueses de lo más reaccionario» de Simone Weil, pese a que fue acogido clandestinamente en casa de la familia Weil la noche de fin de año de 1933.
La actividad política de Simone Weil iría amortiguándose hasta llegar a desaparecer. Así lo expresa en 1934 a su amiga y biógrafa Simone Pétrement: «He decidido retirarme enteramente de todo tipo de política, salvo para la investigación teórica. Lo que no excluye para mí la eventual participación en un gran movimiento espontáneo de masas (como soldado raso), pero no quiero ninguna responsabilidad, por pequeña que sea, o incluso indirecta, porque estoy segura de que toda la sangre se verterá en vano y que estamos derrotados por adelantado» [Pétrement 1997: 291].
Entre 1931 y 1934, Simone Weil trabaja como profesora en los institutos de Auxerre y Roanne. Y durante el verano y el otoño de 1934 redactó sus Reflexiones sobre las causas de la libertad y la opresión social, un lúcido ensayo de pensamiento político que siempre consideró su “gran” obra y su legado. «La buena voluntad alumbrada de los hombres, cuando actúan como individuos, es el único principio posible de progreso social» —escribe en este trabajo— [OC II, 2: 50]. Pues siempre reaccionó ante la subordinación del individuo a la colectividad. Y cuando acabó sus Reflexiones quiso conocer el mundo obrero desde dentro. Simone Weil trabajó como obrera manual durante casi un año; vivía exclusivamente de lo que ganaba, y se alojaba en condiciones muy pobres, negándose a recibir nada de sus padres. Sus amigos y su hermano trataron de disuadirla antes de dar este paso, pero fue en vano; para ella era demasiado importante vivir en cuerpo y alma lo que vive cualquier obrero. La experiencia, sin embargo, la destrozó: «¿Qué he ganado con esta experiencia?» —anota en su diario— «el sentimiento de que no tengo ningún derecho a nada (atención de no perderlo). La capacidad de bastarme moralmente a mí misma, de vivir en este estado de humillación latente perpetua, sin sentirme humillada a mis propios ojos» [OC II, 2: 253]. Pero también hizo que, en adelante, cualquier cosa, y sobre todo cualquier persona, le resultasen más esenciales, más grandes.
En septiembre de 1935, de viaje con sus padres, Simone Weil vive un primer contacto con el cristianismo. Estaba en un pueblecito pobre de la costa portuguesa. Así lo describe: «Las mujeres de los pescadores caminaban en procesión junto a las barcas; portaban cirios y entonaban cánticos, sin duda muy antiguos, de una tristeza desgarradora. Nada podía dar una idea de aquello... Allí tuve de repente la certeza de que el cristianismo era, por excelencia, la religión de los esclavos, de que los esclavos no podían dejar de adherirse a ella, y yo entre ellos» [Weil 1993: 40].
El verano siguiente, 1936, Simone Weil seguiría con tanto interés el estallido de la guerra en España, que no tardó en cruzar la frontera por Port Bou. Llegó a Barcelona a primeros de agosto, seguida de cerca por unos padres angustiados. Hacia mediados de mes llegaba al frente de Aragón, a Pina de Ebro (Zaragoza), donde estaba la «columna Durruti», a la que se sumó; pero un accidente la devolvió a Barcelona a los pocos días (se quemó la pierna izquierda con aceite hirviendo). Su padre ayudaría a curarla en el hospital de Sitges. Simone Weil dejó un gran testimonio sobre nuestra guerra “incivil” —como la llamó Miguel de Unamuno— : la carta que escribió a George Bernanos en 1938, tras leer Los grandes cementerios bajo la luna. Bernanos llevó esta carta siempre consigo. Simone Weil ya no volvió a España.
Tras una cura en Suiza para paliar los dolores de cabeza que padecía, Simone viajó a Italia en la primavera de 1937. Volvió a encontrarse con el cristianismo en Asís, esta vez de forma más penetrante. Describe así este segundo encuentro: «Allí, sola en la pequeña capilla románica del siglo XII, Santa Maria degli Angeli, incomparable maravilla de pureza, donde tan a menudo rezó san Francisco, algo más fuerte que yo me obligó, por primera vez en mi vida, a ponerme de rodillas» [Weil 1993: 40-41].
Durante el curso 37-38 comenzó a trabajar en Saint Quentin, una ciudad obrera cercana a París, pero los dolores de cabeza le obligaron a pedir una baja prolongada. La Semana Santa y la Pascua de 1938 las pasó con su madre en la abadía benedictina de san Pedro de Solesmes, donde quedó cautivada por la liturgia y el canto gregoriano. Aquí describe un singular encuentro no ya con el cristianismo, sino con el mismo Cristo: «[...] en el transcurso de estos oficios, el pensamiento de la Pasión de Cristo entró en mí de una vez y para siempre» [Weil 1993: 41]. Y gracias a un joven inglés, en Solesmes comprendería también la virtud sobrenatural de los sacramentos.
Sus experiencias personales interiores y la amistad con Simone Pétrement, estudiosa de las tradiciones religiosas, llevaron a Simone Weil a la lectura de los principales textos de la mística universal, que contribuyeron a que la vida de sus adentros se hiciese más rica e intensa. Inició así una serie de vivencias interiores —nunca buscadas— que relató al padre Perrin o al poeta Joë Bousquet. A este último le escribió que un día, mientras recitaba el poema Love, de Herbert (poeta inglés del siglo XVII), sintió presente a Cristo de forma «más personal, más cierta, más real que la de un ser humano» [Weil 1999: 797].
Con las anexiones de Hitler en 1939, Simone Weil abandonaría el pacifismo militante. El 13 de junio de 1940, un día antes de que París fuese declarada ciudad abierta, los Weil salieron con lo puesto hacia Nevers. Tras dos etapas en Vichy y en Toulouse, se instalaron en Marsella a mediados de septiembre. En esta etapa Simone Weil emprende una gran actividad, como si la apremiase algo urgente: se entusiasmó con la lectura de la Bhagavad-Gita, empezó a escribir una obra de teatro que no pudo terminar («Venecia salvada»)... Y escribía en Cahiers du Sud, al tiempo que colaboraba con el grupo de Témoignage chrétien, vinculado a la resistencia. También se desviviría por los indochinos de un campo de refugiados próximo, a quienes a menudo entregaba lo que le correspondía en la cartilla de racionamiento… Leyó y escribió muchísimo. E ideó un proyecto para la formación de un cuerpo de enfermeras preparadas para actuar en primera línea de fuego, en el mismo frente de guerra.
Fue en Marsella donde redactó la mayor parte de sus Cuadernos, de los que Gustave Thibon publicaría una selección tras la guerra, con el título La gravedad y la gracia. En octubre de 1940 el Estatuto de los Judíos prohibía a éstos ejercer determinadas profesiones. Simone Weil escribió al Ministro de Instrucción Pública en estos términos: «si hay una tradición religiosa que miro como mi patrimonio, esa es la tradición católica. La tradición cristiana, francesa, helénica, es la mía; la tradición hebrea me resulta extraña...» [Pétrement 1997: 528]. En julio de 1941, Simone Weil conoce al dominico Joseph Marie Perrin, con quien trabó una gran amistad; conversaban intensamente sobre cuestiones religiosas. El p. Perrin presentó a Simone al pensador católico Gustave Thibon, en cuya propiedad se instalaría para trabajar en tareas del campo. Aunque la convivencia con Thibon y su familia no fue fácil al principio, pronto creció una buena amistad entre ellos, y con Thibon aprendió Simone Weil el Padrenuestro (que recitaba en griego) y conoció los escritos de san Juan de la Cruz, que tanto contarían para ella hasta el final de sus días. Por Thibon logró trabajar como vendimiadora en un pueblo cercano.
André Weil había logrado instalarse en los Estados Unidos de América, y desde allí movía los hilos para que acudiesen también sus padres y su hermana. Los Weil dejaban de Marsella el 14 de mayo de 1942 y llegaban a Nueva York a primeros de julio, tras una travesía que comprendió una estancia de diecisiete días en un campo de refugiados, en Casablanca. Para Simone Weil, aquel viaje fue doloroso, pues sentía que estaba traicionando a su patria; si se avino a dejar Francia fue exclusivamente por sus padres. Desde que llegó a Nueva York, hizo lo imposible por volver a Francia, aunque no dejó de interesarse por los más desfavorecidos, que allí eran sobre todo las personas de raza negra; asistía cada domingo a una iglesia baptista de Harlem. También conoció a Jacques Maritain y a otras personas notables; a todos exponía su proyecto de formar un cuerpo de enfermeras para asistir a los heridos en el frente, y casi todos lo consideraban una locura…
El 10 de noviembre Simone Weil deja por fin los Estados Unidos, embarcándose hacia Londres en un carguero sueco. La dirección de Interior de Francia Libre la contrató como redactora y para revisar textos y proyectos, con vistas a organizar la futura paz. El fruto de esta etapa son los Escritos de Londres y un gran ensayo político que se conoce como L’Enracinement (el arraigo, o, como ha sido publicado en España, Echar raíces). Ya en Londres, no soportaba estar lejos de Francia. Y trabajaba día y noche en el proyecto que le había sido encomendado, sin dejar de estar atenta a los más cercanos (ayudaba, por ejemplo, a los hijos de su patrona en sus deberes escolares).
Desde el inicio de la guerra, Simone Weil dormía en el suelo y no comía más de lo que ella suponía que comería un soldado en el frente. A mediados de abril, la encontraron inconsciente en su habitación y la ingresaron en el hospital Middlesex. Tenía tuberculosis. Desde allí escribía a sus padres como si nada sucediese, para no preocuparlos. El 17 de agosto, con una debilidad extrema, fue trasladada a un sanatorio del condado de Kent. Como una candela que va agotando su llama se apagó su vida a la entrada de la noche del 24 de agosto, mientras dormía. Tenía 34 años. La enterraron el día 30 en el New Cemetery de Ashford, en la zona reservada a los católicos. Acudieron siete personas. El sacerdote católico que esperaban no llegó a tiempo porque se confundió de tren.
Simone Weil no llegó a entrar en la Iglesia Católica; aunque es posible que fuese bautizada “in articulo mortis”, parece que su deseo profundo fue el de quedarse en el umbral, como expresó en más de una ocasión al padre Perrin. Seguramente para seguir compartiendo la suerte de los marginados de este mundo, la de quienes no se alistan en ninguna formación, en ningún grupo. Sin embargo, está claro que fue una gran seguidora de Cristo.
Simone Weil llega a Londres a finales de 1942 para trabajar en los servicios de Francia Libre. El Consejo Nacional de la Resistencia le encomienda poner por escrito sus ideas sobre la futura reconstrucción de Francia, pues sus miembros sabían de la inteligencia de esta mujer joven, un tanto desesperada porque en Londres seguía sintiéndose como una desertora. Emprendió, sin embargo, el trabajo con la misma atención y la misma sed de verdad con que lo afrontaba todo. Así nació L’Enracinement, un libro escrito casi sin interrupción, y que dejaría inacabado.
L’Enracinement lleva como subtítulo: «Preludio para una declaración de los deberes hacia el ser humano», el título que realmente le dio su autora. Consta de tres partes: la dedicada a las necesidades del alma, la que aborda el tema del desarraigo, y la propiamente dedicada al arraigo, una de las principales necesidades del alma humana. Así lo plantea Simone Weil: «Un ser humano tiene una raíz por su participación real, activa y natural, en la existencia de una colectividad que conserva vivos ciertos tesoros del pasado y ciertos presentimientos para el futuro» [OC V, 2: 142-143]. El arraigo consiste, así, en cultivar este medio vital para el hombre, que le sitúe en la atmósfera precisa para ser la planta celeste que es, y cuyas raíces están a la vez en el cielo y sobre la tierra, como expresa Platón en Timeo (90 a). Para Simone Weil, se trata, en definitiva, de recrear y vivificar el pacto que cada ser humano realiza con sus condiciones personales de existencia, pacto que remite a la alianza entre el espíritu y el universo establecida en los orígenes [OC II, 2: 109].
La primera parte de L’Enracinement aborda las necesidades del alma.
La noción de obligación está por encima de la de derecho, la cual le está subordinada y es relativa a ella. Un derecho no es eficaz por sí mismo, sino sólo por la obligación a la que corresponde; el cumplimiento efectivo de un derecho proviene no de quien lo posee, sino de los demás hombres, que se reconocen obligados en algo hacia él [el portador del derecho]. Un hombre, considerado en sí mismo, sólo tiene deberes, entre los que se encuentran ciertos deberes hacia él mismo. Los demás hombres, considerados desde el punto de vista del primero, sólo tienen derechos. Él, a su vez, tiene derechos cuando es considerado desde el punto de vista de los demás, al reconocerse obligados hacia él. [OC V, 2: 111].
Simone Weil presenta la noción de obligación como contraria a las de constreñimiento, imposición o sujeción, con las que se suele confundir, pues estas últimas encierran un matiz de fuerza exterior que la noción de obligación no tiene, debido a que, para la autora, la obligación contiene en sí algo que la liga a la interioridad. Y si las nociones con las que se suele confundir designan una necesidad natural o de hecho, la obligación se refiere claramente a una necesidad de derecho, moral o política. El concepto de derecho, por su parte, se refiere al conjunto de ventajas y garantías que el individuo puede exigir de la sociedad en la que vive. Es una noción heredada en gran parte de la filosofía de la Ilustración, y aparece como fundamento en la Declaración de los derechos del hombre y del ciudadano de 1789.
Para la filósofa francesa, los hombres de 1789 cayeron en contradicción al erigir el derecho como algo absoluto, porque sólo la obligación responde al destino eterno del hombre. Con el título «Preludio para una declaración de los deberes hacia el ser humano», que es el que la autora da a L’Enracinement, Simone Weil pretende dar un vuelco a la visión anterior y subrayar la importancia de la obligación; aduce de entrada una razón meramente conceptual, como se ve en las palabras citadas más arriba, y viene a decir que para que sean efectivos los derechos de alguien es esencial que otro los reconozca, es decir: que reconozca que tiene obligaciones hacia esa persona.
Así presentado, el concepto de derecho queda vacío, o cuando menos desprovisto de cierta autonomía, pues depende por entero del concepto de obligación (es lo que sucede, por ejemplo, con el concepto de tangente, que no se entiende fuera de la relación con la circunferencia o el círculo). Para Simone Weil, la de “derecho” no es una noción absoluta, mientras que sí lo es la de “obligación”, puesto que la obligación no precisa más que de sí misma: cuando un ser humano se reconoce obligado hacia otro, lo está incluso si no siente que este último tiene obligaciones hacia él, y hasta si no es consciente de tener derecho alguno. La obligación existe incluso en la soledad del sujeto, mientras que para poder hablar de derechos son necesarios al menos dos sujetos. El derecho, para Simone Weil, comporta esta condición necesaria: que el otro se sepa obligado hacia el portador del derecho; no existe, pues, derecho sin obligación, y la autora pone de relieve la confusión reinante en el lenguaje en el que se expresan estas cuestiones, subrayando que la obligación es un vínculo fundamental que sólo puede ligar a seres humanos: «el objeto de la obligación, en el dominio de lo humano, es siempre el ser humano como tal», afirma [OC V, 2: 112].
Pero Simone Weil va aún más lejos, al descubrir en este carácter incondicionado de la obligación una raíz vinculada al destino eterno del hombre: cada ser humano tiene una obligación esencial hacia los demás seres humanos, que consiste en el respeto. Y este respeto se expresa sobre todo en la primera obligación hacia los demás que es reconocida desde la antigüedad: la de no permitir que un semejante pase hambre. En el antiguo Egipto se creía que un alma no quedaba justificada si al morir no podía decir: «A nadie he dejado sufrir el hambre». Así —dirá Simone Weil-, «es una obligación eterna hacia el ser humano no dejarle sufrir el hambre cuando se tiene la ocasión de socorrerlo» [OC V, 2: 114].
Esta obligación primordial sirve de modelo a Simone Weil para enumerar una serie de obligaciones hacia el ser humano o necesidades del alma, que son las necesidades vitales del hombre. Si no son satisfechas, se va cayendo en un estado de vida vegetativa similar al de la muerte. Por eso sólo un régimen político que considere las necesidades del alma conviene a los seres humanos. Este es el núcleo de la reflexión de L’Enracinement, y en él está lo más importante del pensamiento político de Simone Weil.
Partiendo de la primordial necesidad de saciar el hambre, Simone Weil describe las necesidades del alma como hambre de orden, de libertad, de obediencia, de responsabilidad, de igualdad, de jerarquía, de honor, de castigo, de libertad de opinión, de seguridad, de riesgo y de verdad; a éstas que hay que añadir tanto la propiedad privada como la propiedad colectiva, situadas en el texto entre el riesgo y la verdad.
El orden es la primera de las necesidades del alma. Simone Weil lo entiende como un tejido de relaciones sociales que permiten realizar las obligaciones primordiales antes que las secundarias. Se trata de organizar las obligaciones, favoreciendo las que son esenciales.
La libertad es alimento indispensable para el alma. Consiste en la posibilidad real de elegir, a sabiendas de que donde hay vida en común las posibilidades se verán limitadas por normas. Pero es fundamental que dichas normas emanen de una autoridad reconocida por todos como propia, que sean estables, y también lo bastante generales y ajustadas en número como para ser asimiladas por el pensamiento de cada cual.
La obediencia es «necesidad vital del alma humana». Tiene dos vertientes: obediencia a reglas establecidas y obediencia a seres humanos. Supone el consentimiento, que en ningún caso se ha de dar por miedo al castigo o esperando compensaciones. La obediencia no debe entrañar la mínima sospecha de servilismo. Simone Weil dice que quien está privado de obediencia está enfermo. Y piensa que cuando alguien está de por vida al frente de una organización social (pone el ejemplo del rey de Inglaterra) ha de convertirse en una suerte de símbolo.
La iniciativa y la responsabilidad consisten en el sentimiento de ser útil y a veces incluso indispensable. Cada persona ha de implicarse en su quehacer cotidiano de manera que no actúe porque sí, sino sabiendo por qué y para qué lo hace; es una necesidad del alma esencial en el trabajo, y más cuanto más exento parezca estar éste de verdadera responsabilidad (se refiere a los trabajos más humildes).
La igualdad es otra necesidad vital del alma humana. Consiste en el reconocimiento público, general y efectivo, expresado a través de las instituciones y las costumbres, por el que se respeta por igual a todos los seres humanos, precisamente porque tal respeto no tiene grados, por mucho que existan inevitables diferencias entre las personas. La autora se refiere con cautela a la igualdad de posibilidades como debiendo estar sometida a un equilibrio en el que queden compensados movimientos ascendentes y descendentes. Y considera también el papel que se atribuye al dinero en el logro de la igualdad, presentando al dinero como un verdadero veneno.
La jerarquía entraña cierta veneración hacia los superiores jerárquicos; estos han de ser considerados en su aspecto simbólico, precisamente por aquello que representan. La verdadera jerarquía —dirá Simone Weil— conlleva el efecto de situar moralmente a cada cual en el lugar que ocupa.
El honor tiene que ver con la consideración del ser humano dentro de su entorno social. Únicamente el crimen puede desplazar a una persona de esa consideración social que merece.
El castigo también constituye una necesidad vital para el alma humana. Entre los diversos castigos, el más indispensable es el que corresponde a la comisión de un crimen. Quien comete un crimen se coloca fuera de las obligaciones eternas que ligan a los hombres, y sólo a través del castigo, si verdaderamente consiente a él, podrá ser reintegrado en esa red de obligaciones de la que su acción criminal le ha sacado. La autora se refiere aquí a la majestad de la ley, y denuncia las conspiraciones del poder para lograr la impunidad, como uno de los problemas políticos más relevantes y graves.
La libertad de opinión sin restricciones es una necesidad absoluta para la inteligencia. «Cuando la inteligencia no está a gusto, toda el alma está enferma» [OC V, 2: 127-128], dirá Simone Weil; y diserta sobre la inteligencia, los intelectuales o la propaganda. Sin libertad para pensar, no hay pensamiento, y sin pensamiento tampoco hay libertad.
La seguridad es una necesidad esencial del alma humana. Significa que, salvo por un concurso excepcional de circunstancias, el alma no puede quedar bajo el imperio del miedo, pues el miedo genera una parálisis en el alma.
También el riesgo es una necesidad esencial del alma; su ausencia provoca una especie de anquilosamiento, casi tan intenso como la parálisis que produce el miedo. El riesgo es un incentivo necesario, y su carencia enflaquece el valor y tiende a eliminarlo, dejando al hombre sin protección contra el miedo y replegado en sí mismo.
El alma humana queda extraviada cuando no se ve rodea de ciertos objetos que vienen a ser como una prolongación de los miembros del cuerpo. Por eso la propiedad privada es necesidad vital para el ser humano. Para Simone Weil es deseable que las personas sean propietarias de algunas cosas, no muchas. Y como seguidora del anarquismo se refiere a la conveniencia de tener una casa con un terrenillo alrededor y un taller o espacio de trabajo (aunque su pensamiento se transformó mucho, mantuvo elementos como éste, o las reflexiones para la supresión de los partidos políticos, que son deudores de una visión anarquista).
La propiedad colectiva es fundamental como participación en un sentimiento real de pertenencia. Corresponde no sólo al Estado, sino también a las colectividades, colaborar en la satisfacción de esta necesidad. La autora subraya que no existe conexión natural entre la propiedad y el dinero, y que habría que borrar las confusiones que se establecen al respecto, porque el dinero acaba pudriéndolo todo.
Por último, la necesidad más sagrada del alma humana es la necesidad de verdad. Simone Weil buscó la verdad con toda su alma. En su reflexión aboga por la protección de las personas frente a los atentados que se cometen contra la verdad. Y subraya que sin personas amantes de la verdad es imposible que un pueblo llegue a satisfacer sus necesidades de verdad.
Aunque no aparece en la lista de L'Enracinement, Simone Weil también presenta la alegría como necesidad del alma: «La alegría es una necesidad esencial del alma. La falta de alegría, sea a causa de la desgracia o simplemente por aburrimiento, es un estado de enfermedad en el que se apagan la inteligencia, el valor y la generosidad. Es una asfixia. El pensamiento se alimenta de alegría», escribe Simone Weil [Weil 1957: 149; Steffens 2007: 72].
Podrían destacarse las siguientes conclusiones generales de esta obra de pensamiento político que Simone Weil dejó inacabada:
Cada ser humano alberga un deseo de bien absoluto que deja entrever lo sagrado que hay en su persona.
La política no debe concebirse como una «técnica del poder», sino como servicio y como arte inspirado que pertenece a esa orientación esencial hacia el bien.
En la civilización que hay que construir hay que favorecer el cultivo del pensamiento y la vida espiritual, de manera que toda acción personal (y social, a partir de lo personal) puedan considerarse una suerte de puente hacia Dios.
De L’Enracinement dirá Albert Camus —su primer editor— que es un verdadero «tratado de civilización», y que le parecía impensable un renacer de Europa que no tuviese en cuenta las exigencias de esta obra de Simone Weil. Y en el prefacio a su primera edición en lengua inglesa, T. S. Eliot escribe: «esta obra muestra una fineza y una ponderación raras en un autor tan joven» [Cahiers de l’Herne: 282, 280].
Buena parte de la obra de Simone Weil está dedicada al tema del trabajo, y no pocos estudiosos se refieren a su pensamiento como una filosofía del trabajo; Robert Chenavier afirma en esta línea que «ningún filósofo antes que ella había dado tal primacía al trabajo, hasta llegar a plantear que una vez realizada la forma metódica y no servil de esta actividad en la sociedad, las leyes y virtudes del trabajo podrían trasladarse al dominio político y al dominio espiritual» [Chenavier 2001: 633].
En 1934, Simone Weil redacta la que siempre consideró su gran obra: Reflexiones sobre las causas de la libertad y la opresión social; esta reflexión la elabora justo antes de emprender casi un año de trabajo en diversas fábricas, tiempo en que comparte las condiciones laborales y vitales de sus compañeros obreros. Quería conocer lo que era el trabajo manual en una cadena de montaje, saber lo que suponía cobrar por piezas hechas, o vivir de cerca las relaciones de los obreros entre ellos y con los encargados. Hasta ese año, Simone Weil militaba en sindicatos anarquistas de la enseñanza y participaba en actividades tanto teóricas como asamblearias. Ayudó mucho a los mineros de la región de Saint-Étienne cuando trabajaba en el liceo femenino de Le Puy: les sostuvo y colaboró en su formación. Durante toda su vida se desviviría por los obreros, sin olvidar a los trabajadores agrícolas o a los pescadores. En los meses en que trabajó en distintas fábricas escribió un diario donde narra su experiencia, que la dejó rota, desarmada, pues no siempre halló la camaradería que esperaba. El trabajo en cadena le resultó atroz no sólo por el cansancio, sino también porque comprobó que impedía un pensamiento medianamente conexo a quien trataba de pensar. Simone Weil llegó a conclusiones de este tenor: «Una opresión evidentemente inexorable e invencible no engendra la rebelión como reacción inmediata, sino la sumisión. En Alsthom sólo me rebelaba los domingos… En la Renault llegué a una actitud más estoica. La de sustituir la aceptación por la sumisión» [OC II, 2:192-193].
Pero la reflexión de Simone Weil sobre el trabajo viene de más atrás. En 1929, cuando estudiaba en la Escuela normal, escribió dos artículos en Libres Propos, la revista de Alain, donde aparecen sus primeras ideas sobre el trabajo. Para R. Chenavier es aquí donde se forja la filosofía del trabajo de Simone Weil, quien en este momento ya concibe el trabajo como contacto con lo real, y lo enmarca en las dimensiones de tiempo y espacio, que son las que permiten al hombre tocar su mundo, palpar la realidad, igual que hace un ciego cuando se sirve de su bastón (símil que toma de Descartes). Es la búsqueda de la verdad en la realidad la que lleva a Simone Weil a trabajar el tema de la percepción y a “volcarse” en la realidad, afirmando al final de su vida esta idea que la movió siempre: «la verdad es el fulgor de la realidad» [OC V, 2: 319]. Su relación con el trabajo hay que leerla con estas claves.
Resulta curioso que, en el contexto de los años treinta, una Simone Weil que frecuentaba ambientes anarquistas y trabajaba autores como Proudhon o Bakunin no se dejase seducir por el marxismo, como les sucedió a tantos intelectuales y militantes de la izquierda (ella sabía bien las diferencias entre el anarquismo y el comunismo, y fue tal vez por eso por lo que no se dejó embaucar). En sus Reflexiones sobre las causas de la libertad y de la opresión social, afirma que «la gran idea de Marx es que en la sociedad, igual que en la naturaleza, todo se efectúa por transformaciones materiales» [OC II, 2: 36]. Pero aun destacando la importancia de lo material, Simone Weil considera que Marx es infiel a una filosofía de la condición humana porque deja de lado un aspecto fundamental: el de la orientación esencial del hombre hacia el bien. «El ser mismo del hombre consiste en estar orientado hacia el bien» [Weil 1955: 209], escribirá una y otra vez. Y esto es justamente lo que rechaza Marx con su negación de la realidad sobrenatural y su creencia en que sólo la materia —y, lo que es peor, la materia social— alberga esa fuerza tendente hacia el bien, pues diluye así en lo social la singularidad y la grandeza de cada ser humano. En esto ve Simone Weil su error más grande, pues ella está convencida de que cuando las personas se desvían de la luz sobrenatural, se exponen a una descomposición progresiva que las lleva derechas al imperio de la fuerza.
En una de sus últimas cartas, Simone Weil escribe a Maurice Schumann: «Siento un desgarro que se agrava sin cesar, en la inteligencia y en el centro del corazón a la vez, por la incapacidad en que estoy de pensar juntas la verdad y la desdicha de los hombres, la perfección de Dios, y el vínculo entre ambas» [Weil 1957: 213]. El tema de la desdicha es capital en la autora, y lo piensa siempre en relación con Dios y en los términos más sorprendentes de compasión y misericordia. La espiritualidad del trabajo encierra precisamente este misterio del amor de Dios y la desdicha, y su cometido es afrontarlo, pues Simone Weil tiene la convicción de que «El trabajo perfectamente bien hecho, sin estimulantes, podría ser tal vez una forma de santidad» [OC VI, 2: 237]. Contempla, así, el trabajo como el lugar por excelencia de santificación cotidiana. Por eso, elaborar una espiritualidad del trabajo no será para ella sino prestar atención a esta nueva forma de santidad que consiste en plantar las propias raíces entre los seres humanos, en el suelo del mundo, pero sin separar la mirada de lo sobrenatural, único medio de conservar encendido el deseo de la gracia que viene de lo alto. Simone Weil observa que si hay espiritualidad del trabajo es porque existe una analogía entre el crecimiento espiritual y el trabajo, donde este último es verdadero “sacramento” en el que se significa la misión que Dios encomienda al hombre, y que no es otra que la de terminar la creación que Dios emprendió al comienzo de los tiempos.
Una civilización constituida por una espiritualidad del trabajo sería el más alto grado de arraigo del hombre en el universo, y en consecuencia, lo opuesto al estado en que estamos, que consiste en un desarraigo casi total. Es, así, la aspiración que corresponde a nuestro sufrimiento. [OC V, 2: 191-192].
Discípula y admiradora de Platón, Simone Weil leerá el mito de la caverna con el convencimiento de que la misión del que sale de la cueva es regresar a ella, tras contemplar la claridad del día y dejarse inundar por la luz sobrenatural. Es la tarea de las personas conscientes que llevan a cabo una misión espiritual en medio del mundo, y el objetivo de todos los seres humanos.
Si unos estudiosos destacan la filosofía del trabajo como central en el pensamiento de Simone Weil, otros subrayarán que lo nuclear en la filosofía weiliana es su relación con el «amor sobrenatural», que sería la mediación suprema para la filósofa. Esta orientación la presentan Emmanuel Gabellieri y otros autores, debiendo destacarse la obra del primero: Être et don. Simone Weil et la philosophie.
Simone Weil, educada, como se ha visto, en el seno de un agnosticismo riguroso, se abrió a todas las dimensiones de lo real gracias a una pasión por la verdad que sería el gran motor de su vida; y en esta apertura supo descartar prejuicios e ideas preconcebidas, lo que le permitió acceder al “conocimiento sobrenatural”, una forma de conocimiento tan real y valiosa como otras:
Quienes creen que lo sobrenatural, por definición, opera de forma arbitraria y al margen del estudio, lo conocen mal, igual que quienes niegan su realidad. Los místicos auténticos como san Juan de la Cruz describen la operación de la gracia con una precisión de químico o de geólogo. [Weil 1955: 219]
Ejercitando la atención, que viene a ser el organon, el método de su filosofía; una atención purificada, libre del sentimiento inmediato y de los acosos de la imaginación, Simone Weil acogerá humildemente la novedad de la dimensión espiritual, que tanto la habría desconcertado en otro tiempo. Se aventuró así en un camino ascendente de búsqueda en lo espiritual, que la llevaría a vivir un proceso de purificación de la fe muy similar al que san Juan de la Cruz presenta en sus obras. Aunque a san Juan de la Cruz lo conoció y leyó sólo al final de su vida (fue Thibon quien se lo dio a leer en el verano de 1941), ella comprendió con gran penetración y hondura las enseñanzas del santo carmelita.
La concepción de Dios que tiene Simone Weil es un tanto particular, y contiene algunos ecos de la tradición cabalística, aunque esta rama mística del judaísmo sólo la conociera levemente, pues su relación con el judaísmo y con cuanto tiene que ver con la tradición de sus mayores fue ciertamente extraña. Precisamente por el rechazo que la autora presenta hacia muchos pasajes del Antiguo Testamento, se ha llegado a hablar del marcionismo de Simone Weil.
Simone Weil “descubre” y “vive” a un Dios que no es todopoderoso (también podría decirse que su “poder” consiste justamente en hacerse débil); lo contempla como un Dios que se rebaja y que, al tiempo que crea, disminuye, se “descrea”. Toma el ejemplo de la kenosis o rebajamiento de Cristo que san Pablo presenta en su Carta a los filipenses (Flp 2, 6-11), y se refiere a la descreación frente a la creación, como un segundo paso que es consecuencia del acto creador de un Dios que es esencialmente Amor. Así, la descreación consiste en que Dios, al crear, se va despojando de parte de su ser, y se “descrea”, y es así como va formando el mundo y al ser humano en él. La clave de esta concepción está en el Amor porque, como figura en la primera carta de san Juan, Dios es Amor (1 Jn 4, 8). Para Simone Weil, ese Amor se muestra en el proceso de crear y descrearse, y en la kenosis de la Encarnación, donde Dios presenta el modelo que propone a sus criaturas: Jesucristo. La autora invita a responder a esta esencial claudicación de Dios con la sola respuesta coherente: rebajarse como Él imitando al mismo Cristo. El sentido de la creación y de la revelación estriba, así, en corresponder con nuestra abnegación a la generosidad de Dios, que por amor se hace hombre.
La creación no es un acto de autoexpresión por parte de Dios, sino de retirada y de renuncia. Dios con todas las criaturas es menos que Dios solo. Dios ha aceptado esta merma y ha vaciado de sí una parte del ser. Se ha vaciado ya en ese acto de su divinidad; por eso dice san Juan que el Cordero fue degollado desde la fundación del mundo. Dios ha permitido la existencia de cosas distintas a él y que valen infinitamente menos que él. Se negó a sí mismo por el acto creador, como Cristo nos ordenó negarnos a nosotros mismos. Dios se negó en nuestro favor para darnos la posibilidad de negarnos por él. Esta respuesta, este eco, que nosotros podemos rechazar, es la única justificación posible a la locura de amor del acto creador.
Las religiones que han concebido esa renuncia, ese distanciamiento o desaparición voluntaria de Dios, su ausencia aparente y su presencia secreta aquí abajo, son la religión verdadera, la traducción a lenguajes distintos de la gran Revelación. Las religiones que presentan a la divinidad ejerciendo su dominio allí donde puede hacerlo son falsas. Aun cuando sean monoteístas son idólatras. [Weil 1995: 91-92].
El ser humano ha de responder con su propia renuncia a la renuncia fundamental de Dios; por eso, la descreación es la finalidad de la creación, su verdadero acabamiento, pues una vez se ha descreado por completo, la criatura se reabsorbe y llega a su cumplimiento en el mismo Dios. «Descreación como acabamiento que trasciende la creación; hacerse nada en Dios, que otorga la plenitud del ser, de la que está privada mientras existe, a la criatura hecha nada», escribe Simone Weil [OC VI, 3: 170].
Pero la fe de Simone Weil no se basó sólo en estos aspectos teóricos, sino que formó parte de su vivencia más profunda, sobre todo al final de su vida, alcanzando así la certeza existencial que muestran estas palabras:
No tengo necesidad de ninguna esperanza, de ninguna promesa, para creer que Dios es rico en misericordia. Conozco esa riqueza con la certeza de la experiencia, yo misma la he tocado. Lo que de ella conozco por contacto sobrepasa de tal modo mi capacidad de comprensión y gratitud que ni la misma promesa de felicidades futuras añadiría nada al significado que para mí tiene, de la misma forma que para la inteligencia humana la adición de dos infinitos no es una adición. [Weil 1993: 55]
La relación de la filosofía con la ciencia es otro punto central en la obra de Simone Weil, quien, entre otras definiciones de ciencia, da la siguiente: ciencia como «el estudio de la belleza del mundo» [OC V, 2: 326]. No obstante, para Simone Weil la ciencia no detenta hegemonía alguna sobre la filosofía, como empezaba a suceder en muchas corrientes de pensamiento de su tiempo; al contrario, la autora considera que el científico debe saber filosofía, y que los filósofos deben proceder como los antiguos griegos y tener presente que la filosofía no puede disociarse de la ciencia, porque surgió precisamente de la mano de ésta.
Que André Weil fuese un matemático importante fue un incentivo para su hermana Simone, pues eso le facilitó estar al corriente de los últimos pasos dados en ciencias exactas, así como permanecer atenta a los descubrimientos e hipótesis que surgían en el terreno de la física, tan efervescente entonces. En estos estudios, lecturas y reflexiones, Simone Weil fue, como lo era con todo, rigurosa y exigente, al tiempo que constante, aplicada y llena de ánimo; solía leer a los autores científicos en sus textos originales y no a través del filtro de la divulgación, con lo que el esfuerzo que hacía era enorme. Por su gran atención al quehacer científico de su tiempo, Simone Weil criticaría la disociación que con frecuencia se daba entre el pensamiento y las aplicaciones matemáticas, denunciando por esta vía que se aplicasen mecánicamente fórmulas y métodos, sin considerar su significado o su entraña (es un pecado contra el espíritu proceder así, decía). Su modelo en este campo fue el de la ciencia griega, y así lo afirma en los numerosos textos (artículos, reflexiones, cartas) que fueron agrupados en el libro Sur la Science, de 1966.
Para Simone Weil, la ciencia está relacionada en su raíz con el orden del mundo, al estar éste plagado de inteligibilidad. Concebirá así la estructura del universo como sometida al logos, entendido también como fuente de relaciones y proporciones.
En «Formas del amor implícito a Dios», Simone Weil escribe: «La ciencia tiene por objeto el estudio y la reconstrucción teórica del orden del mundo en relación a la estructura mental, psíquica y corporal del hombre». Y más adelante añade: «El objeto de la ciencia es la presencia en el universo de la Sabiduría de la que somos hermanos, la presencia de Cristo a través de la materia que constituye el mundo» [Weil 1993: 105].
* * *
De muchos otros temas trata Simone Weil a lo largo de su corta vida; todos quedan iluminados por la intensa sed de verdad que la habitaba. Hay que considerar nociones centrales de su pensamiento como fuerza, desdicha, idolatría, necesidad, bien, atención, gracia, compasión, metaxu (tender puentes), obediencia…, y otros aspectos de su filosofía política, como el anticolonialismo. René Girard afirmaba hace unos años que Simone Weil: «Tendría muchas cosas que decir sobre nuestra época» [Cahiers de l’Herne 2014: 132]. Y como escribe Gustave Thibon en la introducción a La pesanteur et la grâce: «Los textos de Simone Weil pertenecen a esa categoría de las obras enormes, que quedan debilitadas y hasta traicionadas por los comentarios» [Weil 1988: XVI]. Así es.
Están previstos 16 volúmenes, de los que han aparecido doce, que indicamos a continuación:
Tome I, Premiers écrits philosophiques, Gallimard, Paris 1988.
Tome II, Écrits historiques et politiques, vol. 1: «L’engagement syndical», Gallimard, Paris 1988.
Tome II, Écrits historiques et politiques, vol. 2: «L’Expérience ouvrière et l’adieu à la révolution», Gallimard, Paris 1991.
Tome II, Écrits historiques et politiques, vol. 3: «Vers la guerre (1937-1940)» Gallimard, Paris 1989.
Tome IV, Écrits de Marseille, vol. 1, Gallimard, Paris 2008
Tome IV, Écrits de Marseille, vol. 2, Gallimard, Paris 2009
Tome V, Écrits de New York et de Londres, vol. 2: «L’Enracinement», Gallimard, Paris 2013.
Tome VI, Cahiers, vol. 1, Gallimard, Paris 1994.
Tome VI, Cahiers, vol. 2, Gallimard, Paris 1997.
Tome VI, Cahiers, vol. 3, Gallimard, Paris 2002.
Tome VI, Cahiers, vol. 4, Gallimard, Paris 2006.
Tome VII, Correspondance familiale, vol. 1 Gallimard, Paris 2013.
La pesanteur et la grâce, Plon, Paris 1988 (la primera edición es de 1947). Con Prefacio de Gustave Thibon.
Attente de Dieu, Fayard, Paris 1966.
Écrits de Londres et dernières lettres, Gallimard, col. Espoir, Paris 1957.
Oppression et liberté, Gallimard, Paris 19557.
La condition ouvrière, Folio, París 1996.
Œuvres, Quarto, Gallimard, Paris 1999.
A la espera de Dios, Trotta, Madrid 1993. Traducción de M. Tabuyo y A. López.
Pensamientos desordenados, Trotta, Madrid 1995. Traducción de M. Tabuyo y A. López.
La gravedad y la gracia, Trotta, Madrid 20074. Traducción de Carlos Ortega.
Escritos de Londres y últimas cartas, Trotta, Madrid 2000. Traducción de M. Larrauri.
Cuadernos, Trotta, Madrid 2001. Traducción de Carlos Ortega.
El conocimiento sobrenatural, Trotta, Madrid 2003. Traducción de Carlos Ortega.
Intuiciones precristianas, Trotta, Madrid 2004. Traducción de Carlos Ortega.
La fuente griega, Trotta, Madrid 2005. Traducción de J. L. Escartín y M. T. Escartín.
Carta a un religioso, Trotta, Madrid 20112. Traducción de M. Tabuyo y A. López.
Escritos históricos y políticos, Trotta, Madrid 2007. Traducción de M. Tabuyo y A. López.
La condición obrera, Trotta, Madrid 2014. Traducción de T. Escartín y J. L. Escartín.
Echar raíces, Trotta, Madrid 20142. Traducción de J. R. Capella y J. C. González Pont.
Reflexiones sobre las causas de la libertad y de la opresión social, Trotta, Madrid 2015. Traducción de Carmen Revilla.
Bea, E., Simone Weil. La memoria de los oprimidos, Encuentro, Madrid 1992.
Canciani, D., Simone Weil. Il coraggio di pensare. Impegno e riflessione politica tra le due guerre, Edizioni Lavoro, Roma 1996
Fiori, G., Simone Weil. Une femme absolue, éditions du Félin, Paris 1993.
Gabellieri, E., Être et don. Simone Weil et la philosophie, Peeters, Louvain-Paris 2003.
Gabellieri E. – L’Yvonnet F. (dir.) Simone Weil, «Cahiers de l’Herne» 105 (2014).
L’Yvonnet, F. (dir.), Le grand passage, Albin Michel, París 1994.
Perrin, J. M. – Thibon, G., Simone Weil, telle que nous l’avons connue, La Colombe, Paris 1952.
Pétrement, S., La vie de Simone Weil, Fayard, Paris 19972.
Steffens, M., Les Besoins de l’âme, Folioplus philosophie, Paris 2007.
Vetö, M. La métaphysique religieuse de Simone Weil, L’Harmattan, París 1997.
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Herrando, Carmen, Simone Weil, en Fernández Labastida, Francisco – Mercado, Juan Andrés (editores), Philosophica: Enciclopedia filosófica on line, URL: http://www.philosophica.info/archivo/2016/voces/weil/Weil.html
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© 2016 Carmen Herrando y Philosophica: Enciclopedia filosófica on line
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