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Utilitarismo
Autor: Sergio Sánchez-Migallón Granados
El utilitarismo es una doctrina ética formulada explícitamente a finales del siglo XVIII y desde entonces ha contado con numerosos partidarios, particularmente en el mundo anglosajón.
Como su nombre indica, su contenido esencial es definir la corrección de toda acción por su utilidad, es decir, por los resultados o consecuencias producidos por ella. De ahí que esta doctrina se conozca también con el nombre de consecuencialismo.
Índice
1. El utilitarismo clásico: Jeremy Bentham y John Stuart Mill
3. Plausibilidad y crítica del utilitarismo
3.1. Razones en favor del utilitarismo
El creador y configurador del utilitarismo fue Jeremy Bentham (1748-1832) con su Introduction to the Principles of Morals and Legislation (1780). De hecho, puede decirse que los utilitaristas posteriores no han hecho más que retocar diversos aspectos de esa propuesta inicial. Naturalmente, tampoco Bentham parte de cero al concebir su teoría moral: fácilmente se perciben los influjos tanto del empirismo británico (sobre todo de John Locke y David Hume) como de algunos pensadores de la Ilustración francesa (como Claude-Adrien Helvétius), y puede notarse asimismo la huella de Francis Hutcheson, de Cesare Beccaria y de Joseph Priestley.
Bentham parte de un supuesto psicológico que no discute por parecerle evidente. Según él, el hombre se mueve por el principio de la mayor felicidad: este es el criterio de todas sus acciones, tanto privadas como públicas, tanto de la moralidad individual como de la legislación política o social. Una acción será correcta si, con independencia de su naturaleza intrínseca, resulta útil o beneficiosa para ese fin de la máxima felicidad posible. Una felicidad que concibe, además, de modo hedonista; se busca en el fondo y siempre aumentar el placer y disminuir el dolor.
Ahora bien, no se trata, en primer lugar, de una incitación al placer fácil e inmediato (como, por lo demás, tampoco era así en el hedonismo antiguo), sino de calcular los efectos a medio y largo plazo de las propias acciones de manera que el saldo final arroje más placer que dolor. Así, en ocasiones el sacrificio inmediato será lo correcto en aras de un beneficio futuro que se prevé mayor. Dicho cálculo ha de resultar en principio sencillo, pues aunque Bentham reconoce que hay placeres y dolores tanto del cuerpo como del alma, ve posible aplicar criterios simplemente cuantitativos para esa evaluación (criterios como la duración del placer, su intensidad y extensión, la probabilidad de obtenerlo, etc).
En segundo lugar, esta doctrina tampoco pretende alimentar directamente el egoísmo. Si bien es asimismo un presupuesto psicológico y moral (como en Thomas Hobbes) que el hombre es por naturaleza egoísta y busca su propio interés, y que por tanto las relaciones sociales y políticas son artificiales, el utilitarismo tendrá como misión corregir precisamente ese primer impulso. El utilitarista se percatará de que, puesto que el bien conjunto es la suma de intereses individuales, el mejor modo de fomentar el propio interés es promover el interés global. Por eso el utilitarismo propugna no sólo no limitarse al propio bien, sino cuidar escrupulosamente la imparcialidad en las decisiones y evitar cualquier acepción de personas. Únicamente esta regla hará que el saldo de bien sea el mayor; de ahí la famosa consigna atribuida a Bentham por John Stuart Mill: everybody to count for one, and nobody for more than one [Mill 2002: Capítulo V].
El contenido y sentido del utilitarismo de Bentham se comprende mejor si se recuerda la intención de su autor. Esta no era otra que reformar profundamente la legislación británica, que contribuía en realidad a mantener unas desigualdades sociales y discriminaciones políticas muy notables. Y, conforme al espíritu ilustrado de la época, nada mejor que sustituir ese régimen jurídico basado en privilegios heredados por un sistema transparente, racional y secular. Una vez determinado el fin natural de la felicidad placentera, todo consiste en dejar que la luz de la razón ordene y sancione lo justo y lo injusto, aboliendo toda otra regla procedente de oscuras e injustificadas instancias (metafísicas, religiosas, tradicionales, etc.). En realidad, se trata de trasladar a la vida social y política el criterio que sirve para la vida individual, a saber, el sensato procedimiento —ya expresado por el hedonismo clásico— de calcular los costes y beneficios de cada acción para elegir en cada caso la más fecunda en términos de placer.
El más importante continuador de la doctrina utilitarista es John Stuart Mill (1806-1873). J. S. Mill fue un estrecho discípulo de Bentham y de su propio padre, James Mill, y la exposición de su concepción moral se encuentra en su Utilitarismo, de 1863. Allí define su teoría —de acuerdo con Bentham— como «el credo que acepta como fundamento de la moral la ‘utilidad’ o el ‘principio de la máxima felicidad’, el cual sostiene que las acciones son buenas en cuanto tienden a promover la felicidad, malas en cuanto tienden a producir lo opuesto a la felicidad. Por ‘felicidad’ se entiende placer y ausencia de dolor; por ‘infelicidad’, dolor y privación de placer» [Mill 2002: 50].
Sin embargo, Mill corrige a su maestro en un punto importante. Mientras que para Bentham los placeres son todos homogéneos y sólo se distinguen cuantitativamente (lo cual hacía sencillo el cálculo de la suma entre diversos conjuntos de ellos), Mill advierte que hay placeres cualitativamente distintos; diferencia cualitativa que se traduce en superioridad o inferioridad. Más concretamente, sostiene que los placeres intelectuales y morales son superiores a las formas más físicas de placer; y asimismo distingue entre felicidad y satisfacción, afirmando que la primera tiene mayor valor que la segunda. Ahora bien, esta posición de Mill, que retoma una de las ideas de la moral tradicional más común, cuestiona en realidad las bases del utilitarismo. Pues, por un lado, introduce necesariamente un criterio de valor ajeno al placer, lo cual sale ya de la propia teoría de Mill y plantea problemas prácticamente irresolubles a la hora de calcular comparativamente, de modo homogéneo, beneficios resultantes de acciones alternativas. Y, por otro lado, la asignación de un valor o superioridad a cierto tipo de placeres plantea la dificultad de si con ello no se les reconoce ya una bondad intrínseca, siendo así que el utilitarismo de Bentham y Mill mide la bondad de las acciones por el placer siempre resultante de ellas. Tal vez por este motivo, Henry Sidgwick (1838-1900), otro representante del utilitarismo, vuelve a la posición de Bentham sosteniendo que esas aparentes diferencias cualitativas entre los placeres son, en el fondo, diferencias cuantitativas [Sidgwick 1962]. En cambio, luego se verá que en este punto G. E. Moore sostiene, con su particular utilitarismo, una posición peculiar.
Por lo demás, Mill compartía la preocupación de Bentham de provocar reformas sociales que condujeran a una sociedad más equitativa. Sin duda, la deseada y deseable democratización y racionalización de la vida pública, que ha tenido lugar gracias a las ideas de Mill (no sólo la doctrina utilitarista, sino su idea de las libertades individuales y cívicas), es una de las mayores razones de la amplia aceptación del utilitarismo como teoría moral y política.
Como era de esperar, el utilitarismo se ha visto contestado por numerosas críticas que reclaman el valor de la naturaleza intrínseca de la acción, además de sus consecuencias, a la hora de evaluarla moralmente. Y la reacción de los utilitaristas ha sido la de reformular continuamente su teoría.
Un intento de escapar a la estrecha concepción del utilitarismo clásico vino pronto de la mano de George Edward Moore (1873-1958). La propuesta de este filósofo británico (en lo que al utilitarismo se refiere), expuesta en sus Principia Ethica (1903), consiste en superar el hedonismo de Bentham y Mill aun manteniendo la tesis principal utilitarista. Según él, el placer no es la única experiencia valiosa, no es el único componente de la felicidad, y por tanto no es el único fin que se debe perseguir. Por eso, además, el fin moralmente correcto no es sólo promover la felicidad humana, sino fomentar todo lo valioso, con independencia de que nos haga o no felices. Es decir, se trata de promover el mayor valor posible, propio o ajeno, humano o en la naturaleza (por ejemplo, la belleza). Moore no tiene ningún reparo en introducir la noción de valor o bondad intrínseca como una propiedad “no natural” —en el sentido de no física o sensible—, simple e indefinible; por lo que su teoría es conocida como un utilitarismo “ideal”. Con lo cual el modo de captar lo valioso no puede ser la inducción a partir de lo sensible ni la deducción racional, sino únicamente la intuición [Moore 1983].
Aunque algunos utilitaristas secundaron a Moore, como Hastings Rashdall (1858-1924), la mayoría de los pensadores posteriores de esta matriz rechazaron de plano las tesis de Moore. En primer lugar, porque casi todos ellos eran empiristas de entrada; en segundo lugar y de modo complementario, porque en la intuición con la que se accede a los valores intrínsecos veían un peligroso subjetivismo que se prestaba a la arbitrariedad o al elitismo.
Posteriormente, el utilitarismo evolucionó hacia el denominado utilitarismo de la preferencia; entre sus defensores recientes puede mencionarse al economista John C. Harsanyi (1920-2000) y a Peter Singer (1946). Se trata en realidad de avanzar en la coherencia con el principio empirista e individualista que ya incluía el utilitarismo inicial. De este modo, ya no es posible apelar a una naturaleza común a todos los seres humanos que tuviera un único fin (aunque fuera el mero placer); ahora se habla de preferencias individuales de las personas afectadas, sin ninguna referencia objetiva, alegando la diferente concepción de la felicidad que cada cual puede libremente sostener [Singer 1984, Harsanyi 1976]. No es difícil imaginar los problemas en los que se ve envuelto quien pretende calcular las consecuencias de sus acciones bajo este presupuesto, pues las preferencias individuales (si es que se conocen) pueden ser muy dispares y además cambiantes.
Otra discusión en el seno del utilitarismo es la de si el criterio de utilidad se aplica no tanto a actos cuanto a normas; es decir, si hay que hablar no tanto de un utilitarismo de actos sino de un utilitarismo de reglas. Según este último, una acción es correcta cuando cumple una norma que, de ser obedecida de modo general, acarreará mejores consecuencias que cualquier otra norma pertinente en el caso. Sin embargo, esta forma de utilitarismo ha sido criticada como inconsecuente, pues en favor de una regla ciertamente beneficiosa a veces habría que dejar de realizar una acción concreta que efectivamente tuviera los mejores efectos, con lo que en realidad se renunciaría a la esencia al utilitarismo.
Pero no acaban ahí las discrepancias entre los utilitaristas. Discuten también, por ejemplo, acerca de si la felicidad que se trata de producir con la acción correcta es la mayor suma total de felicidad o el mejor promedio de felicidad. Como se ve, la cuestión no es trivial, pues a veces un aumento del bienestar total puede conducir simultánea o posteriormente a una disminución del mismo en promedio (por ejemplo, aumentando mucho el bienestar de unos pocos olvidando al resto; o, al contrario, repartiendo los bienes materiales entre tantos que finalmente no se puedan disfrutar en su máximo y global rendimiento). Últimamente, además, hay utilitaristas (sobre todo P. Singer) que defienden que, si realmente el bien que trata de promoverse es el placer, no hay razón para limitar los beneficiarios a los hombres y no ampliarlos también a los animales, incluso en pie de igualdad con los seres humanos, especialmente a los grandes simios [Singer 1999].
Por lo demás, hay que destacar también el importante influjo del utilitarismo en el pragmatismo americano (aunque no es directamente una corriente ética), que imprimió una huella tan profunda en la cultura estadounidense y que vino representado especialmente por Charles S. Peirce (1839-1914), William James (1842-1910) y John Dewey (1859-1952). En las doctrinas de estos autores, aunque poseen sus respectivas características peculiares, destaca un rasgo común: el pensamiento es en el fondo una intervención activa sobre la realidad y su validez se justifica por su utilidad práctica. Peirce se dedicó más a la lógica con el fin de fundamentar el conocimiento; James profundizó en la psicología; y Dewey aplicó el pragmatismo a la educación.
Ya antes se han mencionado dos razones del éxito o de la amplia aceptación del utilitarismo: su carácter reflexivo y ponderado en la conducta individual, y la racionalización objetiva e imparcial de la vida social. Todo ello en el marco de una doctrina que proclama como principio el interés por la felicidad general, la benevolencia universal. Mayor y mejor principio no cabe; con lo que se pretende cargar el peso de la prueba sobre toda otra teoría que se enfrente al utilitarismo.
De hecho, el utilitarismo se presenta a sí mismo como la única teoría responsable, por tener en cuenta las consecuencias y su influjo con vistas al bien general. En cambio, son tachadas de irresponsables aquellas doctrinas que se desentienden de los efectos de una decisión, sean lo graves que sean, por defender tercamente supuestos principios dogmáticos e irrenunciables; es decir, las éticas que se moverían por el principio “Fiat justitia et pereat mundus”.
Además, la aparente simplicidad sistemática de la teoría utilitarista le otorga una ventaja indudable para defenderse frente a la complejidad de otros sistemas morales, los cuales no se libran por lo general de enfrentarse a difíciles conflictos de deberes. Esa simplicidad se ve bien en tres campos. Primero, en su enunciado teórico, pues el utilitarismo sostiene un único principio, otorgándole una claridad y sencillez máxima; segundo, en su descripción psicológica, pues lo único relevante para la moralidad es la intención de producir felicidad, obviando el complejo sistema de motivos, normas, virtudes…; y tercero, en su aplicación, pues se trata de una misma doctrina tanto para la moral individual como para la pública.
En un plano más teórico, el utilitarismo ha procurado ofrecer —como es lógico— una justificación de la racionalidad de su propia propuesta. Ya Bentham se enfrentó con esta tarea no fácil, pues al sostener que el placer motiva toda acción ¿cómo podría explicar un principio moral que se caracteriza por el desinterés personal y la atención, en cambio, a la generalidad de los hombres? Su respuesta (difundida hasta hoy en todo hedonismo) es que existe también un placer, al que igualmente tendemos, aparejado al altruismo que supone promover la felicidad de los demás. De este modo, el principio del utilitarismo hedonista es posible, pero ¿por qué es un deber moral? Bentham responde sencillamente que tal principio es indemostrable, pues se trata de un principio simple y primero. Mill defiende asimismo la indemostrabilidad del axioma utilitarista. Pero además argumenta diciendo que, ya que deseamos de hecho la felicidad, éste es el mayor bien; y si lo es para cada uno, lo será para todos. Sidgwick da un paso más afirmando que el principio de utilidad se conoce por intuición; Moore también acabará reclamando la evidencia intuitiva para su utilitarismo. Sin embargo y consecuentemente, al igual que se vio que ocurría con la concepción de lo bueno en general, también aquí el empirismo ha terminado por rechazar la evidencia intuitiva por verla como peligroso signo de un dogmatismo arbitrario, pues se trata —dicen— de un criterio privado y subjetivo. Así, utilitaristas más recientes defienden su doctrina desde una postura o justificación no-cognoscitiva, no racional. Bertrand Russell (1872-1970) en su etapa de madurez lo pensaba así, ya que para él toda moral no se basaba en el conocimiento sino en el deseo. De modo similar, Richard M. Hare (1919-2002) y el mismo Singer, entre otros, sostienen que quien abraza el utilitarismo —como cualquiera otra doctrina moral— no lo hace por convencimiento racional, sino por preferencias subjetivas, privadas y, en definitiva, ni defendibles ni discutibles racionalmente [Hare 1975].
Ahora bien, a pesar de todas estas razones que los utilitaristas han esgrimido en favor de su teoría, nunca faltaron desde muy pronto las objeciones a dicha concepción. Objeciones que, o bien pretenden descubrir alguna incoherencia en el seno del utilitarismo, o bien —sobre todo— resaltan su inconsistencia e incluso oposición a convicciones muy arraigadas en el sentir común moral. En realidad, al utilitarismo se opone toda aquella doctrina moral que admita, además del principio de utilidad benevolente, otros principios morales o del deber. A cualquier sistema ético de esta clase se le llama deontologismo, en oposición al utilitarismo. De modo que las doctrinas morales deontológicas han sido las dominantes en la historia de la ética; lo cual, por supuesto, nada dice en su favor. Es más, precisamente el utilitarismo nace con la expresa intención de sustituir por fin todas esas teorías confusas y complicadas.
Por su acento en la experiencia y noción de diversas clases de deberes, los deontologistas más relevantes son acaso Inmanuel Kant en el continente europeo y Sir William David Ross (1877-1971) en el ámbito anglosajón, con su predecesor, Harold Arthur Prichard; ambos deontologistas e intuicionistas. Los dos piensan —como todo deontologista— que muchas convicciones del sentido común moral, que comparecen ante nuestra conciencia, son auténticos deberes morales (ciertamente no todas, y precisamente es una tarea de la ética el discernirlas como tales deberes). Es verdad que el deber de realizar lo útil para producir el mayor bien que podamos es una de esas convicciones, pero también lo es el cumplir nuestras promesas, el no matar a un inocente, la gratitud, etc. Es asimismo cierto que esta pluralidad de deberes enfrentará al deontologismo al problema de decidir qué deber observar en el caso, no raro, de que varios deberes coincidan en una misma situación, o sea, de establecer criterios de prioridad entre esos diversos deberes. Pero el deontologismo entiende que es preferible atenerse a la realidad moral, por compleja que sea, antes que optar por una teoría más sencilla pero que cercena los datos de la experiencia ética [Prichard 1949, Prichard 2003, Ross 1972, Ross 1994].
Por otra parte, la resistencia al utilitarismo es mayor no sólo cuanto más se imaginan casos en los que se conculcan convicciones morales básicas y que dicha teoría justificaría, sino cuanto más se constatan casos reales y escandalosos de esas posibles atrocidades (desgraciadamente, los totalitarismos del siglo XX son prueba patente de esto; no menos que las actuales injusticias entre países ricos y pobres). Es sin duda motivo de felicitación el que cada vez esté más presente, al menos en teoría, la conciencia de la dignidad de cada persona humana individual.
Pero quizá sea más provechoso exponer las objeciones al utilitarismo por el orden en que se han presentado los argumentos en los que se apoya esa doctrina.
En primer lugar, se invocaba el carácter reflexivo y ponderado en la conducta individual, así como la racionalización objetiva e imparcial de la vida social. Mas esta ventaja es en realidad ambigua mientras no se llene de contenido, pues una conducta egoísta y desconsiderada puede llevarse también con la mayor reflexión y objetividad; e incluso podría decirse que, en ese caso, las decisiones morales habrían de dejarse en manos de expertos en objetivar fríamente los datos de la situación y aplicar el criterio oportuno. Lo cual, de nuevo, es por sí mismo ambiguo o meramente formal hasta que no se diga qué tipo de objetividad se aplica, qué clase de experiencia o sabiduría se requiere y, en definitiva, qué criterio se usa.
Es verdad que justamente ese criterio es el que se aduce con el interés por la felicidad general, con la benevolencia altruista universal. Como se ha recordado de la mano del deontologismo, el problema no es sostener ese principio (¿quién podrá negar su conveniencia?), sino sostenerlo como el único. En particular, el sentido moral común advierte los peligros de un principio de tal generalidad sin el complemento de otro principio que salvaguarde la individualidad de la persona, no para perpetuar injustos privilegios sino para respetarla, pues las personas humanas son en última instancia individuales. En efecto, es fácil suponer que un utilitarista sacrificará el bienestar de un inocente (quizá incluso su vida) si ello contribuye a aumentar la felicidad del conjunto. De manera que la crítica al utilitarismo en este punto no se basa tanto en lo que éste dice, sino en lo que calla. Dicho de otra manera, la felicidad de todos ha de comprenderse como la felicidad de todos y de cada uno, pues tratándose de personas, una no vale menos que varias, ni varias más que una.
Esta peculiaridad de la persona humana, su dignidad absoluta, o sea, irreductible a un conjunto, se apoya en una convicción común y es proclamada tanto por la ética clásica como por autores modernos (por ejemplo, se expresa en la famosa frase de Kant en su Fundamentación de la metafísica de las costumbres: «Todas las cosas tienen ‘precio’, pero el hombre tiene ‘dignidad’»). En efecto, todas las cosas son calculables y canjeables, pero no las personas. Y no se trata sólo de una cuestión cuantitativa (lo cual no tendría sentido, como piensa el utilitarismo), sino de una raíz cualitativa. Únicamente la peculiar e irrepetible índole del ser humano puede dar cuenta de esa dignidad de que goza; índole no sólo innata, sino también cualificada por sus actos. Esto explica que, aunque el resultado sea cuantitativamente el mismo (si es posible hablar así, tal como lo haría un utilitarista), no es lo mismo que un castigo lo sufra un inocente o el correspondiente culpable, que sea cualquiera quien perdone una ofensa o precisamente el ofendido, que el agradecimiento se dirija a cualquier persona o al respectivo benefactor, etc. Pero para poder percibir estas peculiaridades cualitativas no precisamente sensibles se requiere ejercer un conocimiento no sensible. Y como es así que el utilitarismo se aferra solidariamente —en casi la totalidad de sus versiones— al empirismo, esa teoría no puede hacerse cargo de tales datos morales y ontológicos. Lo cual se echa de ver cuando los utilitaristas cifran las acciones malas en aquellas que producen algún daño físico o psíquico a otros, o cuando miden la dignidad de la vida humana por la llamada “calidad de vida” según baremos de bienestar material y saludable. (Naturalmente, los partidarios del utilitarismo mostrarán acaso gran pesar cuando el logro del mayor bien posible material acarree inevitables sufrimientos de otra supuesta índole no deseados directamente, pero la teoría exige desatender ese buen sentimiento y no profundizar en su naturaleza y fundamento).
En fin, el utilitarismo se presenta también a sí mismo como la actitud auténticamente responsable por hacerse cargo de las consecuencias de las acciones, en contraposición a todo deontologismo que se desentiende de ellas por sostener férrea y obstinadamente ciertos deberes. Max Weber ha caracterizado esta oposición, para él irreconciliable, como la tensión entre la “ética de responsabilidad” y la “ética de convicción”; la primera es la sensata y la propia de los políticos, mientras que la segunda es la inflexible y la propia de los santos [Weber 2002]. Como recuerda Robert Spaemann, esta manera de presentar las cosas trae a la memoria las palabras de Hegel: «el principio que lleva a despreciar las consecuencias de los actos y el que conduce a juzgarlos por sus consecuencias, convirtiéndolas en norma de lo bueno y de lo malo, son, por igual, principios abstractos». La imagen que ahí se dibuja del deontologismo o de la ética de convicción es una caricatura inexistente. Ningún sistema moral puede pedir que se actúe prescindiendo totalmente de las consecuencias de los actos, pues es del todo imposible definir un acto sin tener en cuenta sus consecuencias, ya que actuar significa precisamente producir consecuencias [Spaemann 2007]. El deontologista lo que no quiere es producir un efecto que considera injustificable, y esa gravedad es la que expresa el respectivo deber de omitir esa acción; y el utilitarista, por cierto, quiere producir efectos beneficiosos globalmente, pero es asimismo responsable del efecto inmediato de la acción con la que los produce (con otras palabras, es responsable tanto del fin que persigue como del medio que para ello emplea). No se trata, entonces, de atender o no a las consecuencias, sino de qué consecuencias son responsablemente aceptables, por su naturaleza o cualidad, y cuáles no. Esta es la verdadera cuestión a la que el utilitarismo pretende siempre escapar, pues carece de criterio para un discernimiento cualitativo y se empeña constantemente en cálculos cuantitativos.
En cuanto a la mencionada simplicidad de la teoría, ya se vio que el utilitarismo la exhibe como una ventaja. Sin embargo, también se advirtió antes que el valor que merece esa simplicidad es del todo ambiguo, pues lo importante de una teoría es que sea verdadera, que responda a la realidad, no que sea simple o elegante. Dicha sencillez se manifestaba en tres campos: en su enunciado, en la consideración psicológica y en la identidad de la aplicación tanto en el plano individual como en el público. Del primero ya se ha hablado, argumentando que lo criticable no es el principio enunciado por el utilitarismo, sino que se enuncie como el único principio moral. En lo que se refiere al ámbito psicológico, la crítica surge al advertir que el sentido común moral tiene grandes dificultades en desprenderse de la idea de que la intención de producir felicidad sea, de nuevo, el único factor psicológico a tener en cuenta en el juicio moral de una persona. No nos da fácilmente igual que alguien haga algo con unos u otros motivos acaso añadidos a esa general benevolencia (por ejemplo, alegrándose de un mal en alguien particular que a la postre ciertamente producirá un bien general); ni tampoco que las personas actúen bien por casualidad o por convicción y habitualmente. Además, queda pendiente cómo compatibilizar el presunto altruismo utilitarista y el egoísmo que en el fondo anima a buscar el placer (incluso el placer que proporciona el altruismo). Según la mayoría de los autores, el utilitarismo nunca ha logrado una respuesta satisfactoria en este punto, especialmente cuando —como últimamente sucede— en el campo de la sociobiología se intenta explicar el altruismo desde una base biológica; (como hacen, por ejemplo, William. D. Hamilton o Robert Trivers). Pero tal vez la crítica a su vez más simple es, en tercer lugar, la referente a la aplicación tanto individual como social del criterio utilitarista. En efecto, la simplicidad en este punto está muy lejos de ser verosímil, pues la presunta ventaja de un cálculo más objetivo y sencillo se torna prácticamente imposible. Ya en la esfera individual, el cálculo de todas las consecuencias (en principio en un plazo indefinido) de toda acción alternativa y en los más diversos individuos afectados (cuyas preferencias, además, pueden variar) es una empresa más que humana. No digamos en el foro público, donde todas esas variables se multiplican enormemente.
En el ámbito de la justicia política autores como John Rawls (1921-2002) han sido muy sensibles a posibles efectos del utilitarismo, que a todos parecen claramente injustos. En concreto, Rawls ve peligros (que a veces se han convertido en triste realidad) en cualquiera de las distintas formas de la justicia: en la justicia política, el utilitarismo admitiría discriminaciones de cualquier género con tal de fomentar el bien del conjunto; en la justicia distributiva, daría igual la equitativa distribución de bienes y derechos, pues lo importante es el saldo global; y en la justicia penal, el utilitarismo permitiría (y ordenaría) castigar a un inocente si con ello se consiguiera el alto bien del orden público [Rawls 1985, Rawls 2002].
Otro flanco de objeciones proviene de la fenomenología, en concreto de E. Husserl, y se dirigen al carácter hedonista (también para sostener el altruismo) del utilitarismo. En primer lugar, Husserl critica el hedonismo en general subyacente a todo utilitarismo señalando que de la universal tendencia la placer no es lícito extraer la validez del placer como fin bueno y debido; confunde lo deseado con lo deseable. (Curiosa confusión, por cierto, para quienes abrazan la posición de Hume según la cual no es lícito pasar del ser al deber). El resultado de esta confusión es que la tesis de la tendencia universal al placer tiene, para el hedonista, un sentido simultáneamente fáctico y lógico-normativo. Identificación de sentidos que el hedonista deriva del contrasentido de una tendencia que no acarreara gozo al ser satisfecha. Y Husserl pone de manifiesto dos distinciones esenciales que pasan inadvertidas en esta confusión hedonista. La primera es que, aunque ciertamente no es pensable alcanzar un objetivo sin el gozo de haberlo alcanzado, el gozo al que se tiende realmente no es el mismo que el gozo que acompaña a la consecución del objetivo. Sólo el primer gozo es pretendido (por ejemplo, la satisfacción en el aprendizaje de un idioma), no el segundo (el gozoso reposo en lo ya logrado). Y ese primero es pretendido porque, en realidad, es pretendido su correlato, el valor que cumple la tendencia. La segunda diferencia esencial —en el fondo contenida en la anterior— consiste en que tampoco son lo mismo el estado afectivo subjetivo y el valor objetivo del bien buscado. El valor es un carácter objetivo unido a un ser dado como cierto, y no ingrediente alguno del acto, como lo es el estado del sujeto [Husserl 2004].
Pero Husserl también atiende, en segundo lugar, al hedonismo del utilitarismo altruista particularmente expuesto por Mill. Según éste, a partir de la búsqueda de la propia satisfacción se crea, por asociación, un interés hacia motivos altruistas desligados ya de su origen. Se trata de un proceso análogo a como el interés por lo asequible se desplaza al interés por el dinero; o a como alguien busca la fama aunque no le reporte inmediatamente ningún beneficio. Sin embargo, para que haya traslación asociativa —observa Husserl— el medio, lo que se desplaza o transforma, ha de ser neutral. Por tanto, la misma motivación directriz (egoísmo) no puede, sin dejar de ser tal, trasformarse o verterse en otra de carácter opuesto (altruismo). Y ésta es la quiebra de la argumentación del utilitarismo altruista. Para el fenomenólogo, la actitud empirista del hedonismo utilitarista impide ver la naturaleza esencial de la motivación, pues para ello es preciso distinguir la motivación activa dirigida y atraída por lo valioso y la motivación pasiva o asociativa de lo neutral o ciego [Husserl 2004].
Semejantes consideraciones fenomenológicas acerca de la intencionalidad y naturaleza intrínseca de la acción provocaron a lo largo de todo el siglo XX numerosos estudios sobre la teoría de la acción y la noción misma de fin. Unas investigaciones que a menudo se han entreverado y catalizado bien con la racionalidad práctica en general, bien con discusiones en el campo de la Teología moral, como lo muestra bien la Encíclica papal Veritatis Splendor del año 1993 [Rodríguez Luño 1996] .
Por último, en lo que se refiere a la justificación gnoseológica de su postulado, se vio que todos los utilitaristas sostienen el principio de utilidad como simple e indemostrable, lo cual resulta lógico al pensarse como el único. Ahora bien, unos piensan que es intuido intelectualmente y otros lo abandonan a la preferencia irracional. Ante los primeros cabe replicar: ¿no luce acaso la misma evidencia intuitiva en otras convicciones del sentir común moral aparte de la utilidad? Y a los segundos habría que enfrentarles sencillamente con su propia posición: primero abandonaron la intuición por considerarla privada y subjetiva, y luego confían la justificación del principio de utilidad a la preferencia subjetiva e irracional de cada cual. Además, en esa situación, ¿cómo se querrá afirmar como moralmente vinculante una teoría que sólo puede abrazarse por un motivo irracional?; ¿es realmente deseable dejar ciegamente la moral pública en manos de una teoría que no puede aducir argumento racional alguno en su favor?; ¿cómo y quién podría controlarla?
Verdaderamente, da que pensar que una doctrina tan simple como el utilitarismo sobreviva y mantenga cierta pujanza —aunque claramente cada vez menos, al menos en el mundo académico— pese a tantas críticas recibidas. Bien mirado, eso sólo puede deberse a que dicha teoría moral contiene un importante núcleo de verdad. Y así es, en efecto. La benevolencia del mayor número de personas es desde luego algo deseable; y es cierto que en muchas ocasiones hay fines que justifican ciertos medios (como cuando un médico decide amputar la pierna de una persona para salvar su vida, o cuando el Estado priva de libertad de movimiento a un peligroso delincuente). Pero —ya se dijo— la negación de otros deberes que en casos necesarios contrarresten éste puede ocasionar graves males moralmente hablando.
Ahora bien, en las objeciones al utilitarismo casi continuamente se han reconocido esos posibles peligros éticos en virtud del sentido común moral. Pero al mismo tiempo se ha advertido que el utilitarismo pretende justamente rectificar dicho sentido moral, con lo que no se sentirá interpelado por tales críticas. ¿A qué instancia apelar, entonces, para dirimir la discusión? ¿Qué autoridad posee, en realidad, el sentir común moral?
He aquí, desde luego, un problema nuclear de la ética en general: la cuestión del punto de partida de esta disciplina y, al mismo tiempo, del criterio al que ha de atenerse toda teoría ética. Ha sido el deontologista Ross quien ha recordado que filósofos morales tan clásicos y tan distintos como Aristóteles y Kant sostenían que las creencias éticas del hombre común no son simples opiniones ciegas, sino auténtico conocimiento; tesis a la que personalmente se suma. Efectivamente, estos tres autores (y en realidad la inmensa mayoría de los cultivadores de la ética) entienden que la filosofía moral debe partir de la experiencia; y la experiencia en ética son las convicciones morales que comparecen en la conciencia del sentido común moral. Naturalmente, asimismo estos tres pensadores advierten de manera explícita que, lógicamente, no todas esas convicciones son fiables y verdaderas. Justo por eso la tarea de la ética consistirá fundamentalmente en examinar todas esas opiniones, comprobarlas y en su caso ciertamente corregir algunas de ellas.
Si se prescindiera de todo ese suelo de la experiencia ética común, del testimonio de la conciencia moral, faltaría en primer lugar el motivo de cualquier planteamiento ético. Si se renunciara a lo que parece bien o mal moralmente, a lo que se debe o no se debe hacer, ¿qué movería a plantearse obrar bien o mal, y menos aún a pensar una teoría sobre cómo se debe actuar? Y, en segundo lugar, si se desoyeran esos pronunciamientos interiores, ¿cómo se sabría que una teoría moral está en lo correcto, que manda lo que se debe y es bueno? Sería imposible toda crítica y contraste porque faltaría el criterio desde el que podría partir la objeción.
Sin duda, el utilitarismo se defenderá alegando que su postulado fundamental, y único, goza de amplia aceptación en el sentir moral común, e incluso que lo ha extraído de ese sentir de modo intuitivo (al menos en el utilitarismo que no se haya abandonado a la irracionalidad en su fundamentación, como se vio).
Pero dicha defensa no tarda en caer por sí misma. Primero, porque aunque es verdad que la utilidad con vistas a la felicidad colectiva es un contenido plausible para la intuición moral común, el utilitarismo anula todas las demás convicciones. De manera que ya no puede hablarse de corregir algunos posibles errores el sentido común, sino de sustituir o suplantar casi completamente las convicciones irrenunciables de la conciencia moral espontánea (especialmente las que se basan en el respeto a la dignidad de cada persona humana, prohibiendo tratarla como mero medio para el fin que sea). El utilitarismo resulta, pues, una teoría que se impone a las conciencias (a veces racional y otras veces irracionalmente) y que les niega por principio toda crítica moral: ¿hay alguna postura más arbitraria y, por consiguiente, inmoral? En segundo lugar, además, la última defensa del utilitarismo se desmorona por inconsecuente. En efecto, si su principio es intuitivo, es decir, si se justifica por la evidencia intuitiva que comparece únicamente en la conciencia, ¿por qué se rechazan de antemano otros principios (como los que exigen respeto incondicionado a cada persona) que exhiben igualmente, por lo menos, dicha evidencia intuitiva? De modo que, al final, el utilitarismo acaba enarbolando el dogmatismo injustificado que achacaba a todo deontologismo.
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© 2012 Sergio Sánchez-Migallón Granados y Philosophica: Enciclopedia filosófica on line
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