Philosophica
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Los trascendentales del ser

Autor: Alice M. Ramos

1. Introducción

El tema de los trascendentales fue tratado ampliamente en la Edad Media por diversos teólogos parisinos, entre ellos Felipe el Canciller, Alejandro de Hales, Alberto Magno, y Tomás de Aquino. Aunque las elaboraciones sobre la idea de la trascendentalidad que se recogen en las obras de estos teólogos, así como en el pensamiento de Enrique de Gante, Meister Eckhart, Duns Escoto y otros varían bastante las unas de las otras, la doctrina de los trascendentales permite, sin embargo, hacerse una idea de la dimensión propiamente filosófica del pensamiento medieval. Más aún, se ha llegado a pensar que la filosofía medieval puede denominarse con propiedad una filosofía trascendental [Aertsen 1996, 2012]. El tratamiento más acabado de los trascendentales se encuentra sin duda en la obra de Tomás de Aquino y por lo tanto esta voz se centrará en su pensamiento.

Si bien las teorías medievales de los trascendentales puedan variar según el número y el orden de los conceptos trascendentales, según el modo de predicarlos, es decir, por analogía o univocidad, y según su referencia a Dios, todas estas teorías explican el concepto del ente (ens) en términos de las nociones más comunes —communissima— tales como lo uno (unum), lo verdadero (verum), y lo bueno (bonum). Así, las nociones trascendentales se entienden como aspectos o propiedades del ser, es decir, aspectos derivados de modo necesario del ente. Como aspectos que pertenecen al ente en cuanto tal, las teorías medievales exponen los trascendentales dentro de la metafísica como ciencia de lo real. La inclusión de los trascendentales transformó así la metafísica en ciencia común, o como se ha dicho, en ciencia trascendental.

2. Fuentes para el estudio de los trascendentales

2.1. El corpus aristotélico

Las obras de Aristóteles, cuya lectura medieval fue mediada por comentadores islámicos, constituyen sin duda la fuente más importante para el desarrollo de la teoría de los trascendentales. A este respecto, el más importante de los textos aristotélicos se encuentra en el libro IV de su Metafísica: «[…] contemplar todas las especies del Ente en cuanto ente, y las especies de las especies, es propio de una ciencia genéricamente una. Ahora bien, si el Ente y el Uno son lo mismo y una sola naturaleza porque se corresponden como el principio y la causa, no lo son en cambio como expresados por un solo enunciado…» [Metaph. IV, c. 2, 1003b 21-25]. Según la lectura del Aquinate, la metafísica que es filosofía primera, estudia el ente en cuanto ente y los aspectos o propiedades que pertenecen al ente en cuanto tal. Al tratar de la relación entre el ente y lo uno, Aristóteles subraya la identidad real de la unidad con el ente pero también hace hincapié en la diferencia conceptual, ya que se niega la división interior de lo que es uno [Metaph. X, c. 1, 1052b 16]. El ente y la unidad son realidades idénticas, son equivalentes; y en el orden de la predicación, todo ente es uno. Por consiguiente, el texto de Aristóteles en el libro IV de la Metafísica permite hablar de la convertibilidad del ente y lo uno, es decir, ens et unum convertuntur. Este texto es sin duda el punto de partida para el desarrollo de la doctrina de los trascendentales en la Edad Media. Influyó en la Summa de bono de Felipe el Canciller (ca. 1225), quien presenta el primer tratamiento sistemático de los aspectos comunes a todo ente, empezando con la relación entre el ente y lo uno y añadiendo a la unidad del ente, la verdad y la bondad.

Otro texto importante para los pensadores medievales se encuentra en la Ética a Nicómaco I, 6 donde Aristóteles critica la idea platónica del bien. Según el filósofo, como el bien se expresa en diferentes categorías no puede ser único. Ya que la palabra bien se expresa en tantos sentidos como la palabra ser, no puede haber una noción común universal y única, porque entonces sólo podría usarse en una categoría y no en todas. Según el Aquinate, este argumento aristotélico lleva a plantear la trascendentalidad del bien y su identidad real con el ser.

Se encuentra además en la obra aristotélica un texto en el segundo libro de la Metafísica donde se relaciona el ente con lo verdadero. Para Aristóteles como la filosofía es ciencia de la verdad, es preciso que la metafísica, siendo filosofía primera, trate eminentemente de la verdad. Y concluye el primer capítulo de dicho libro diciendo que lo que es causa de que las cosas sean verdaderas será de hecho lo más verdadero, y que «cada cosa tiene verdad en la misma medida en que tiene ser» [Metaph. II, c. 1, 993b 30-31] . Este texto para el Aquinate demuestra la trascendentalidad de la verdad y además explica la relación entre los trascendentales y la causa divina: lo que es verdadero es causado por lo que es máximamente verdad. Ya que las propiedades trascendentales se dan en grados de más o menos, entonces el ser, la unidad, la verdad, o la bondad de las cosas debe reducirse a aquello en lo que estas propiedades se dan plenamente, y esto es la causa (como ejemplo se puede ver en la cuarta vía por la que Santo Tomás demuestra la existencia de Dios como causa de las perfecciones observadas en el universo, o sea, de las perfecciones participadas en las criaturas).

2.2. Boecio

En su obra De hebdomadibus, Boecio (480-524) plantea una pregunta que dará lugar a toda una discusión medieval acerca del bien, como se puede ver en la Summa de bono de Felipe el Canciller, en el De Bono de Alberto Magno, y en el comentario escrito por el Aquinate a la obra de Boecio. La pregunta es la siguiente: «¿Cómo es que las sustancias, en cuanto que son (in eo quod sunt), son buenas, no siendo bienes sustanciales?» Boecio mantiene el carácter trascendental del bien y su fundamentación teológica. En la tercera parte de su obra Boecio insiste en que todas las cosas son buenas en cuanto son, ya que el ser de las cosas procede del primer bien. Por consiguiente se establece así la relación entre la bondad de las cosas en cuanto tienen ser y el creador que es la primera bondad.

2.3. Pseudo-Dionisio

La obra del Pseudo-Dionisio (finales del siglo V, inicios del siglo VI) titulada De divinis nominibus no trata propiamente el ser y sus propiedades trascendentales, sino que como el título de la obra indica, trata más bien los nombres de Dios: el Bien, el Ser, la Verdad, la Belleza, y la Unidad. Sin embargo, Dionisio sostiene también que todos los entes se caracterizan por la unidad, el bien, y la belleza, ya que dice que todos los entes participan en la unidad, así como todos los entes participan en el bien y en la belleza. Aunque la obra de Dionisio entra dentro de la tradición neoplatónica, para la cual el Bien se encuentra más allá del ser, fue interpretada por pensadores medievales, y sobre todo por el Aquinate, de tal modo que una ontología platónica de los nombres divinos puede integrarse en la doctrina de los trascendentales, ya que todo ente compuesto y material se reduce a principios separados, a lo que es máximamente común, es decir, el bien, lo uno, el ser, y que el primer principio que es Dios es bueno, uno, y ser por su misma esencia, y además la causa de lo que es más común en las cosas: las communissima que son precisamente los trascendentales.

2.4. La filosofía árabe

La metafísica de Avicena (980-1037) juega un papel importante en el desarrollo de la teoría medieval de los trascendentales. El pensamiento de este filósofo árabe influyó sobre todo en esclarecer el objeto propio de la metafísica, las nociones primeras, y la relación entre el ente y lo uno. Según el primer capítulo del primer tratado de su Metafísica, Avicena considera que el objeto de la metafísica no es “el Dios exaltado” ni las últimas causas de las cosas, sino más bien el ente en cuanto ente; por tanto, la metafísica estudia lo que todas las cosas tienen en común, es decir, en cuanto son, y son cosas, algo real. Esta manera de concebir la metafísica influyó mucho en el pensamiento del Aquinate y en otros comentaristas medievales.

En el quinto capítulo de su Metafísica Avicena habla de las primeras nociones que se encuentran imprimidas en el alma y que no proceden de nociones mejor conocidas; estas nociones son cosa, ente, y lo necesario, y añade en otro lugar, en vez de lo necesario, lo uno. Así como en el orden del juicio existen unos primeros principios conocidos per se, en el orden de la concepción se dan unas primeras nociones.

El pensamiento de Avicena influye también por su modo de concebir la unidad. Aunque Avicena mantiene que el ente y lo uno se convierten, lo uno significa para él un accidente, es decir, una disposición añadida a la esencia de la cosa. Parece ser entonces que hay en Avicena dos modos de entender la unidad, dos tipos distintos de unidad: lo uno que es trascendental, porque se predica de todas las categorías, y lo uno como principio de número, que pertenece a la categoría de la cantidad. Esta distinción será criticada por el Aquinate en su comentario a la Metafísica, sobre todo, en el libro cuarto, lección 2.

3. Tomás de Aquino y los trascendentales

3.1. El ente, lo que es primeramente conocido

A pesar de los distintos modos de ser de las cosas que nos rodean, cuando observamos por ejemplo plantas, perros, hombres, y cosas hechas por la habilidad del hombre, captamos sin embargo que todas esas cosas tienen algo en común, es decir, que todas ellas son, y que por tanto todas son entes. Lo que es primeramente captado por la inteligencia es el ente. Según Santo Tomás, «Lo primero que concibe el entendimiento, como lo más conocido, y en lo que resuelve todos sus demás conceptos, es el ente… Por eso, es necesario que todos los demás conceptos del entendimiento se tomen por adición al ente» [De veritate, q. 1, a. 1, resp.]. Por consiguiente, las cosas son y tienen un modo de ser; es decir, todo ente se compone del acto de ser (esse), que hace que el ente sea, y de la esencia que constituye el tipo de ente. El acto de ser y la esencia son por tanto los principios constitutivos de todo ente.

En todo lo que conocemos está incluida la concepción de ente, y avanzamos en nuestro conocimiento del ente en la medida en que lo delimitamos, de tal manera que no llamamos las cosas que nos rodean seres sin más, sino que distinguimos entre el ser hombre, el ser planta, el ser blanco, o el ser bueno. De este modo distinguimos varias clases de entes y también diversas propiedades de los entes. Ya que toda realidad es esencialmente ente, nada puede añadírsele como si fuera algo extrínseco a él, como en el caso de la diferencia que se añade al género o el accidente a la sustancia, al sujeto. Por esta razón Santo Tomás, recordando a Aristóteles en Metafísica III, nos dice que «el ente no puede ser un género» [De veritate, q. 1, a. 1, resp.].

3.2. Las categorías

El ente se dice de muchas maneras, ya que el ente no puede separarse de sus distintos modos de ser. Son las categorías las que permiten una explicación de estos modos de ser. Según Santo Tomás la sustancia, por ejemplo, o la cantidad, o la cualidad contraen el ente a una naturaleza o esencia [Summa Theologiae I, q. 5, a. 3, ad 1]. Hay distintos grados de entidad según los cuales se clasifican las diversas cosas. Los diferentes géneros de las cosas se toman de los diferentes modos de ser. El Aquinate menciona específicamente la sustancia que «no añade al ente alguna diferencia nueva respecto al carácter de ser del ente, sino que expresa un modo especial de ser, el ente por sí, y así sucede en los demás géneros» [De veritate, q. 1, a. 1, resp.]. Aunque Santo Tomás no lo diga expresamente en este texto, lo que caracteriza a las otras categorías es que tienen el ser sólo en otra cosa, es decir, in alio. Estas otras categorías expresan así los diversos modos accidentales de ser. Además, las categorías no son reductibles entre sí; por ejemplo, una sustancia no es un accidente, la sustancia no es la cantidad, y la cualidad no es la relación, etc. Al hablar de hombre, blancura, paternidad, es evidente que se señalan distintos modos de ser que no pueden reducirse uno al otro. Y aunque haya muchos modos de ser, existe cierta unidad ya que se predica el ser tanto de la sustancia como del accidente; la sustancia es ens per se, mientras que el accidente es ens in alio.

3.3. Los trascendentales y la explicación conceptual del ente

Una vez señalados los modos particulares de ser, es decir, el ser en sí de la sustancia y el ser en otro de los accidentes [De veritate, q. 1, a. 1, resp.], Santo Tomás entra en los trascendentales que expresan modos que se siguen del ente en general: modus generalis consequens omne ens. Los trascendentales se predican de todo ente y no sólo de la sustancia o del accidente; por lo tanto, sobrepasan o trascienden las categorías, y por ello se denominan trascendentales. La bondad, por ejemplo, se dice de la sustancia y también de la acción moral; se refiere además a otros accidentes.

Según Santo Tomás, los trascendentales se dan de dos maneras: primero, al considerar el ente en sí, o considerado de modo absoluto, puede decirse que el ente es una cosa o res (el ente en sí considerado de modo afirmativo) y que además es uno o unum, es decir, el ente se caracteriza por ser indiviso (el ente en sí considerado de modo negativo, porque no cabe división en el ente). Segundo, al considerar el ente en relación con otra cosa, se derivan otros trascendentales. Cuando se distingue un ente de otro ente, se dice de cada uno que es algo o aliquid. Así como del ente se dice que es uno porque no hay división en él, se dice además que es algo según división; a este respecto, el Aquinate dice, «ita dicitur aliquid in quantum est ab aliis divisum» [De veritate, q. 1, a. 1, resp.]. Por esta razón aunque haya muchos entes, cada uno se encuentra separado o dividido del otro, dando lugar así a otra cosa (aliquid se deriva de aliud quid).

El ente en relación con otra cosa no sólo se considera según división, sino que también se considera según su conformidad con el alma. En el mismo texto antes mencionado, el Aquinate habla del alma como aquello que es «en cierto modo todas las cosas» [Summa Theologiae I, q. 16, a. 3. co.], citando el tercer libro del De Anima de Aristóteles. Ahora bien, el alma tiene facultades cognoscitivas y apetitivas. Lo verdadero expresa, según Santo Tomás, la correspondencia o la conveniencia del ente con la facultad cognoscitiva: el ente es verdadero y por ello puede ser conocido por la inteligencia. Por otra parte, el bien expresa la correspondencia del ente con la facultad apetitiva, con la voluntad, ya que el bien es deseado por todos. Todo ente es bueno y amable y por tanto el apetito voluntario se mueve hacia él. Por último, el ente puede decirse bello, ya que al ser aprehendido o contemplado, lo bello causa cierto placer, agrada. Así el ente como bello se relaciona con el conocimiento y también con el apetito.

Ya que el ente es el primer concepto del intelecto, vemos según lo que se ha expuesto aquí, que los trascendentales explican conceptualmente lo que es el ente. Se desarrolla una doctrina de los trascendentales según el orden cognoscitivo, de tal modo que son lo primero de este orden y que fundan nuestro conocimiento racional. Además, como estos modos generales del ente que son los trascendentales explican, por así decirlo, el ente según diversos aspectos convertibles con el mismo, se ha dicho que «manifiestan las diferentes ‘caras’ del ente» [Aertsen 1996: 104]. Por tanto, los trascendentales se convierten, es decir, son realidades idénticas, pero añaden un aspecto nuevo para nuestro modo de conocer: por ejemplo, la unidad añade a la noción del ente la negación de división, negación que no es nada real, y la verdad, la bondad, y la belleza añaden a nuestro conocimiento del ente una relación de razón, relación que tampoco añade nada real, pues el ente en cuanto verdadero o bueno no depende realmente de la inteligencia o de la voluntad, es decir, la verdad o la bondad del ente no depende de que sea conocida o deseada.

3.4. La predicación análoga del ente y de los trascendentales

El ente se predica de todo lo que es, pero no se atribuye a todo de la misma manera. Si se dice que Dios y las criaturas son entes porque son, es evidente que no son del mismo modo, pues Dios es el Ser subsistente, ser por esencia, mientras que las criaturas son compuestas y por tanto participan del ser. Existe por tanto una semejanza entre Dios y las criaturas porque ambos son, pero se da también una gran desemejanza porque son de manera muy distinta. Por consiguiente, se predica el ente análogamente de dos realidades porque se atribuye a ellas de manera semejante y desemejante. Todo ente tiene el acto de ser, el esse, y lo tiene por esencia o por participación, y es precisamente el esse que fundamenta la predicación análoga del ente. Además, se predica ente de la sustancia y de los accidentes, pero como ya se ha visto la categoría de la sustancia es por sí, mientras que las categorías llamadas accidentes son en otro; por tanto, se da la semejanza y también la desemejanza.

Como los trascendentales se identifican con el ente, al atribuir por ejemplo la unidad a Dios y a las criaturas, se predicará también análogamente, ya que Dios es la unidad misma por su simplicidad, mientras que la unidad en las criaturas se dará en grados según la unidad de composición, según los niveles de composición que se dan en los seres finitos. Los otros trascendentales se darán también máximamente en Dios, y sólo según grados en las criaturas.

3.5. La metafísica y los trascendentales

El estudio de la metafísica versa sobre toda la realidad y sobre aquello que todas las cosas tienen en común, es decir, en cuanto son. Así, la metafísica estudia el ente, lo que es, lo real, y estudia el ente en cuanto ente, o mejor dicho, el aspecto propio de los entes, el ser de las cosas. Además, la metafísica estudia las propiedades y las causas de los entes: propiedades o aspectos del ente como pueden ser los trascendentales, y las causas como pueden ser la forma y la materia de los seres materiales compuestos. La metafísica puede llegar a la causa de los entes en cuanto entes, a la causa del ser de los entes, y así puede llegar al origen de todo cuanto es o a Dios mismo.

Por estudiar el ente en cuanto ente, la metafísica se llama scientia communis, ciencia que estudia lo que es común a todas las cosas. De esta manera, aunque por la metafísica pueda llegarse al conocimiento de la existencia de Dios, que es ciertamente el Ser originario, éste no es lo primeramente estudiado, sino que se llega a Él como principio del ser de todas las cosas, como causa universal del ser. Se efectúa así en la Edad Media y sobre todo en la metafísica de Santo Tomás un cambio o giro. Ahora, aunque la metafísica incluya el estudio de Dios, no es lo primero una concepción teológica de la metafísica, basada en lo que trasciende la materia. Más bien, lo que prima es la concepción ontológica, basada en lo que es común, como es el caso del ente, del ser, que se predica de todo cuanto es. Santo Tomás nos ofrece así una metafísica distinta de las concepciones teológicas que se encuentran por ejemplo en el De Trinitate de Boecio y en la misma Metafísica de Aristóteles [Aertsen 1996: capítulo 3]. Se llega a Dios como causa del ente en cuanto ente, causa del ser de todo cuanto es, y por tanto la causalidad que interesa aquí es trascendental. Además, se reduce la realidad a lo que es lo más común, es decir, al ente y a sus propiedades o aspectos trascendentales. Aunque Dios no sea lo primero conocido en la metafísica, ciertamente como la causa universal del ser, es lo primero en el orden de los seres. Lo primero conocido es el ente, y como se ha visto, los trascendentales añaden nuevos aspectos al ente, pero son a su vez primeras nociones del intelecto que, junto a la noción de ente, permiten llegar a esa realidad que es la fuente de todo ente y de las propiedades trascendentales.

4. El orden de los trascendentales

Según lo expuesto hasta aquí, es evidente que para Santo Tomás existe un orden preciso de los trascendentales. Lo primero conocido por nuestra inteligencia es el ente o ens; el nombre ens es derivado del actus essendi o acto de ser que le es propio al ente. Todo ente tiene además una esencia, y por ésta el ente se denomina res o cosa. Aunque el Aquinate mencione res y aliquid (al distinguir un ente de otro ente, cada uno se nombra algo o aliquid), en su enumeración o derivación de los trascendentales en De veritate, q. 1, a. 1, se nota en la inclusión de estas dos determinaciones del ente la influencia árabe, y sobre todo la aportación del pensamiento metafísico de Avicena. Como se ha visto en el apartado 3.3, en la primera cuestión del De veritate, el Aquinate considera el ente no sólo en sí, es decir, como cosa o como uno, como ente que es indiviso, sino también en relación con otra cosa y así dice el Aquinate que el ente es aliquid. Además, el ente se relaciona con el alma humana y con las facultades del intelecto y del apetito o voluntad. La conformidad del ente al intelecto se expresa por el nombre verum o lo verdadero, mientras que la conformidad del ente al apetito se expresa por el nombre bonum o lo bueno. Cabe no obstante señalar que en De veritate, q. 21, a. 1 se considera lo que puede ser añadido al ente, a la primera concepción del intelecto, secundum rationem, y esto sólo es posible según la negación o según una relación de razón. Por lo tanto, cuando se dice que el ente es indiviso, se le añade una negación de división, y al decir del ente que es verdadero o bueno se le añade una relación de razón: la verdad o la bondad de los entes no depende así de ser conocidos o deseados. En esta misma cuestión 21 del De veritate, en el artículo primero, Santo Tomás señala que lo verdadero y lo bueno añaden al ente una relación de perfectibilidad (respectum perfectivi): el intelecto se perfecciona por la especie inteligible que lo informa, y un ente puede perfeccionar a otro según su acto de ser o según la bondad que se encuentra en las cosas [Aertsen 1996: 98-103]. Aunque Santo Tomás no incluya la belleza en su enumeración de los trascendentales en el De veritate, puede considerarse que la belleza como último trascendental recoge en sí el verum y el bonum, ya que lo bello se da a conocer porque es verdadero o inteligible y nos deleita porque es bueno.

El orden que se acuerda a los trascendentales en el seno de las distintas corrientes filosóficas es de suma importancia para entender sus jerarquías metafísicas. En el realismo metafísico del Aquinate lo que es máximamente primero en el orden del conocimiento humano es el ente y de ahí se derivan los demás trascendentales según el orden ya dado: el ente no puede aprehenderse si no es cognoscible o verdadero, y el ente aprehendido no es objeto de deseo si no es bueno. Sin embargo, en el monismo lo uno se toma como primer principio; en el idealismo prima la verdad; en el voluntarismo el bien; y en el esteticismo la belleza. Según Étienne Gilson, como el ser incluye todos los trascendentales, cuando un trascendental usurpa el lugar del ente o del ser, ya no podrán derivarse los otros trascendentales de ese trascendental que se ha puesto como prioritario [Gilson 1993: 43]. De esta manera, se pondrá en duda el carácter trascendental del ente y de los demás trascendentales [Clavell - Pérez de Laborda 2006: 195-196].

5. La unidad del ente

Todo ente, en cuanto que es, es uno. La unidad trascendental consiste en la indivisión del ente, pues algo que se descompone deja de ser lo que era. Cuando el alma deja de informar la materia del cuerpo, es decir, cuando se separa del cuerpo, entonces éste se descompone y pierde la unidad que tenía. La unidad no añade nada real al ente; ambos son idénticos y se basan en el ser, aunque sí añade la negación de división interior. Esta negación no supone nada real en el ente. Por consiguiente, existe una identidad real entre la unidad y el ente, y solo una diferencia conceptual: se aprehende primero el ente, y luego se conoce como un ente que es distinto de los otros entes. La unidad se entiende así como un aspecto del ente.

Como en Dios su esencia no limita su ser, sino que la esencia divina es su ser y se identifica con su ser, Dios es máximamente ser y máximamente uno. No hay composición de ningún tipo en Dios, y por tanto Dios es la unidad perfectísima siendo la simplicidad misma [Summa Theologiae I, q. 3]. Los seres creados por Dios, siendo seres compuestos de esencia y de ser, y así limitados e imperfectos, poseerán diversos grados de ser y por tanto diversos grados de unidad. En la jerarquía de los seres, se puede decir que los ángeles, sustancias espirituales, compuestas de esencia y de su acto de ser —acto recibido sólo por la forma que no actualiza ninguna materia que pueda corromperse y dividirse— se asemejan más a Dios por ser espíritus puros y también por su manera de conocer que se caracteriza por una mayor simplicidad que el conocimiento humano. Los ángeles captan de manera inmediata las ideas sin necesidad de entrar en un proceso de razonamiento, y como no tienen cuerpo no conocen por los sentidos ni abstraen las ideas de datos sensibles.

Es evidente entonces que en las sustancias materiales se dará un menor grado de unidad, ya que en estas sustancias que son compuestas de esencia y de acto de ser se encuentra además en su esencia la materia informada por la forma. Cuando la materia se corrompe, la forma ya no puede sostenerla y por tanto el ente deja de ser lo que es.

Así como cabe hablar de la unión de la esencia y del acto de ser en todo ente, y de la unión de la forma y de la materia en los entes materiales, también hay unión entre la sustancia y sus accidentes, aunque el grado de unidad que existe entre éstos es inferior a los grados de unidad ya expuestos, porque en los seres creados la esencia y el acto de ser son principios constitutivos de los entes, y en las sustancias materiales su esencia es compuesta de forma y de materia. En estos dos tipos de composición, si el ente careciera de uno de sus principios dejaría de ser, tal y como se ha visto en el caso de las sustancias materiales. Sin embargo, éste no es el caso cuando se refiere a la unión entre la sustancia y sus accidentes, ya que la sustancia puede por ejemplo cambiar de ciertos accidentes sin por ello dejar de ser. Existe además la unidad de orden, es decir, la unidad que relaciona los miembros de una familia o de un ejército que persiguen el mismo fin.

Conviene por último, bajo el trascendental “uno”, hablar de la multitud ya que ésta se opone a la unidad. Según Santo Tomás, la idea de uno consiste en la indivisibilidad, mientras que la idea de multitud implica división. Lo que primero entiende la mente es el ente, luego entiende que este ente no es aquel ente, un hombre no es una mujer, y como consecuencia aprehendemos la división (la división se entiende así como negación del ente). Conocemos entonces lo uno y luego conocemos la multitud. Así, como dice Santo Tomás, «lo uno que se identifica con el ser se opone a la multitud como lo indiviso a lo dividido, o sea como una privación» [Summa Theologiae I, q. 11, a. 2, resp.]. Una multitud de cosas no son por consiguiente una sola; sin embargo, una multitud no puede constituirse sin que las muchas cosas que la componen tengan entidad y unidad. La multitud depende así de la unidad, tal y como la multitud de entes que se encuentran en el universo dependen de Dios quien es la máxima unidad.

6. La verdad

La verdad se atribuye principalmente al juicio del entendimiento, porque es ahí, en el juicio, segunda operación del intelecto, donde se da la conformidad del intelecto con la realidad. El juicio es verdadero cuando afirma que lo que es, es, y lo que no es, no es. Para que haya adecuación del entendimiento con las cosas, es necesario que la entidad de éstas se dé a conocer, de tal manera que sea el fundamento y la medida de la verdad. No hay pues verdad en el entendimiento humano sin la previa verdad de las cosas, es decir, la verdad del ente, o la verdad ontológica. Ésta es así el fundamento de la verdad del conocimiento.

Al decir que el ente es verdadero hacemos hincapié en su inteligibilidad; por tener el ser, el ente es inteligible y puede así ser captado por el entendimiento humano. Entendemos lo que es; no podemos entender lo que no es. Por consiguiente, el ente y la verdad son realmente idénticos. Según Santo Tomás, «cada cosa, en la medida en que tiene ser, en esa misma medida es cognoscible…; y como el bien se convierte con el ente, del mismo modo la verdad» [Summa Theologiae I, q. 16, a. 3, resp.]. Puede decirse con toda razón que ens et verum convertuntur. Además, se dan grados de cognoscibilidad o de inteligibilidad de los entes: Dios, siendo máximamente ser, es más inteligible que los seres creados. Sin embargo, en nuestra presente condición, nuestro entendimiento no capta primero lo más inteligible en sí, sino más bien lo conoce a través de lo que es menos inteligible. Así, del conocimiento de los efectos, menos inteligibles en sí, se puede llegar a inferir la existencia de la causa que es eminentemente inteligible por ser eminentemente perfecta.

Santo Tomás fundamenta la verdad de los entes en el entendimiento divino, es decir, los entes son verdaderos porque se adecuan en primer lugar al entendimiento de Dios. El origen de la verdad de los entes es así el entendimiento divino, pero la inteligibilidad de las cosas está destinada, por así decirlo, a ser captada por el entendimiento humano. Por lo tanto, Santo Tomás sitúa las cosas entre dos entendimientos: «Las cosas naturales se constituyen entre dos entendimientos, y según la adecuación a cada uno de ellos, se dicen verdaderas en diversos sentidos. Según la adecuación al Intelecto divino, son verdaderas en cuanto cumplen aquello para lo que han sido ordenadas por la Inteligencia de Dios…. Respecto al entendimiento humano, son verdaderas cuando tienen la capacidad de originar una estimación verdadera…» [De veritate, q. 1, a. 2, resp.]. Por consiguiente, nuestro entendimiento está medido por la verdad de los entes, y el entendimiento divino es la medida de la verdad de todo cuanto ha creado y ordenado. Se establece así una relación real entre las cosas y el entendimiento divino, es decir, la verdad de las cosas depende realmente de ser conocidas por Dios, mientras que las cosas sólo se relacionan con el entendimiento humano mediante una relación de razón, ya que las cosas, independientemente de ser conocidas por el hombre, son verdaderas. Nuestro entendimiento se relaciona así con las cosas por una relación real, relación de dependencia, ya que la verdad de las cosas, lo que se ha llamado la verdad ontológica, es el fundamento de la verdad en el entendimiento humano; nuestro entendimiento depende así de la verdad de las cosas.

7. El bien

Al referirse al bien a las cosas, se dice que el ente, en cuanto que es, es bueno; el bien radica así en el ser de las cosas, y según el grado de ser, mayor será el bien. Pues las cosas son buenas por su participación en el ser, mientras que Dios es el Sumo Bien porque es ser por su esencia. Cada ser o ente es bueno según su ser, y por consiguiente el ente y el bien se convierten, es decir, son realmente idénticos.

No obstante, existe formalmente cierta distinción. Así como los entes son verdaderos o inteligibles y se refieren al entendimiento humano por una relación de razón, relación que no añade nada real al ente, el ente como bueno añade al ente una conveniencia a un apetito, es decir, lo que es bueno es apetecible, pero lo añadido es sólo una relación de razón a una potencia apetitiva. Santo Tomás expresa la identidad real que existe entre el ente y el bien, con la diferencia que existen entre ambos, de la siguiente manera: «La razón de bien consiste en que algo es apetecible; por eso dice Aristóteles que el bien es lo que todas las cosas apetecen… Pero es evidente que cualquier cosa es apetecible en cuanto es perfecta, pues todas las cosas apetecen la perfección. Y algo es perfecto en la medida en que es en acto: de donde es manifiesto que algo es bueno en tanto que es ente, pues el ser es la actualidad de todas las cosas… Es, pues, notorio que el bien y el ente se identifican realmente, con la diferencia de que el bien añade la razón de apetibilidad, que no se expresa en la noción de ente» [Summa Theologiae I, q. 5, a. 1, resp.]. Por tanto, las cosas no son apetecibles porque las deseamos, sino que son apetecibles por ser perfectas y por estar en acto por su propio ser. Así, lo que será más apetecible al ser conocido, lo que se amará más, será lo más perfecto, lo más actual; por eso cuando se conoce a Dios, que es la bondad misma, se le ama intensamente.

Así como se han situado las cosas entre dos entendimientos, se debe aquí situar el ente en cuanto apetecible entre dos potencias apetitivas, o en último término entre dos voluntades. Pues las cosas creadas como bienes están relacionadas a la Voluntad divina, pues todo lo que ésta crea es bueno, mientras que la voluntad humana no crea la bondad de las cosas, sino que tiende a las cosas, las ama, precisamente porque éstas por su mismo ser son buenas; así la voluntad humana en su operar depende de la bondad de las cosas, mientras que la bondad de todo lo creado depende de la Voluntad divina y ésta por tanto es fundamento de la bondad de todo cuanto es. Los entes son así buenos aunque ninguna voluntad humana tienda a ellos y los ame, aunque la bondad de los entes es precisamente lo que mueve nuestra voluntad hacia ellos. El ente como bien mantiene una relación de razón con la voluntad humana, ya que la bondad del ente no depende de nuestra voluntad, mientras que la bondad del ente sí que depende de la Voluntad divina y por ello el ente como bien se encuentra relacionado con la Voluntad de Dios por una relación real.

Como se ha dicho, las cosas son apetecibles en cuanto son y son perfectas. Según el Aquinate, lo perfecto es lo que está en acto. Por tanto, el ente en cuanto tiene ser y así se encuentra en acto es bueno y posee perfección según su grado de ser; mientras más se participa en el acto de ser, mayor será la perfección del ente. Pero además de la bondad trascendental, puede hablarse de otros modos de decir el bien, pues algo es bueno cuando cumple su fin. Por ejemplo, el hombre es bueno y posee un grado de perfección porque tiene ser, pero no alcanza su fin mediante acciones opuestas a la razón. Dado este tipo de comportamiento puede decirse que el hombre no alcanza su fin ni su perfección aunque posea por su ser un grado de perfección. Además, según al axioma atribuido al Pseudo-Dionisio, bonum est diffusivum sui, el bien tiende a comunicarse. Como Dios es plenamente ser, bueno, y perfecto, Él es quien comunica magnánimamente a todo lo creado ser, bondad, y perfección. Y en cuanto el hombre se asemeja a Dios, será más perfecto mientras más comunique su bondad a los otros entes que le rodean.

8. La belleza

Santo Tomás no escribió ningún tratado sobre la belleza ni incluye la belleza entre los trascendentales que enumera en De veritate q.1, a. 1. Por consiguiente, se encuentran muchas interpretaciones acerca de la belleza, unas a favor de lo bello como trascendental, otras en contra de la trascendentalidad de lo bello [Aertsen 1996: capítulo 8]. Se dan no obstante textos muy interesantes acerca de la belleza en el Aquinate que arrojan luz sobre su importancia.

En la primera parte de la Summa Theologiae, el Aquinate define la belleza diciendo, «se llama bello aquello cuya vista agrada (pulchra enim dicuntur quae visa placent)» [Summa Theologiae I, q. 5, a. 4, ad 1]. Lo bello se relaciona así a la facultad cognoscitiva, a la vista o al oído, los sentidos que se relacionan más a lo bello por ser los más cognoscitivos según el Aquinate y los que por así decirlo le sirven a la razón. Lo bello también se relaciona al intelecto; así como hay cosas bellas que son sensibles, cuya belleza es captada por los sentidos, hay cosas bellas inteligibles, captadas más bien por la inteligencia. En el texto donde Santo Tomás define lo bello relaciona la belleza con la bondad, diciendo que ambas son idénticas ya que se encuentran basadas en la misma cosa, es decir, en la forma. Por consiguiente, así como se alaba la belleza, también se alaba la bondad. Difieren, no obstante, sus conceptos, ya que el bien se refiere al apetito y por tanto tiene razón de fin (el apetito se mueve al bien como a su fin). Lo bello, en cambio, se refiere a la facultad cognoscitiva, pues como dice Santo Tomás bello es “aquello cuya vista agrada”. Si la vista o la contemplación de lo bello agradan es porque «la belleza consiste en la debida proporción (pulchrum in debita proportione consistit)», y los sentidos, como todas las facultades cognoscitivas, se deleitan en aquellas cosas que están debidamente proporcionadas. Y ya que el conocimiento se lleva a cabo por asimilación, y la semejanza está basada en la forma, la belleza propiamente pertenece a la razón de causa formal [Summa Theologiae I, q. 5, a. 4, ad 1].

En otro texto de la Summa Theologiae, el Aquinate insiste en que lo bello es lo mismo que lo bueno, con una sola diferencia de razón. Como lo bueno es lo que todas las cosas apetecen, es de la razón de lo bueno que el apetito descanse en él, mientras que pertenece a la razón de lo bello que el apetito se aquiete con la vista o el conocimiento de lo bello. Por tanto, Santo Tomás distingue la belleza del bien cuando dice lo siguiente: «Y así queda claro que la belleza añade al bien cierto orden a la facultad cognoscitiva, de manera que se llama bien a lo que agrada en absoluto al apetito, y bello a aquello cuya sola aprehensión agrada (id cuius ipsa apprehensio placet)» [Summa Theologiae, I-II, q. 27, a. 1, ad 3].

El Aquinate no sólo relaciona lo bello y lo bueno diciendo que fundamentalmente son idénticos con la diferencia de que lo bello añade al bien el orden a la facultad cognoscitiva, sino que también relaciona lo bello a la segunda Persona de la Trinidad, ya que dice que «la especie o la belleza tienen semejanza con lo propio del Hijo» [Summa Theologiae I, q. 39, a. 8, resp.]. Y al decir esto subraya también las condiciones necesarias para decir de algo que es bello: primero, la integridad o la perfección; segundo, la debida proporción o armonía; y por último la claridad, ya que lo que tiene “nitidez de color” es llamado bello.

Además de relacionar la belleza y la bondad y de señalar las condiciones de la belleza, Santo Tomás habla precisamente de la belleza de la actualidad —formositas actualitatis— o «la belleza de la existencia actual» [De potentia Dei, q. 4, a. 2, ad 31]. Como el primer sentido de la actualidad es el esse o la existencia, y sin el esse que es el acto o la actualidad de todo acto no hay ente, entonces este acto es el origen también de la belleza del ente. Por consiguiente, así como se ha señalado que hay grados de bondad según el ser o la perfección del ente, también cabe decir que hay grados de belleza: Dios siendo máximamente bello ya que posee el ser por su esencia, y todo lo demás al tener el ser por participación también participa de la belleza. El Aquinate subraya la belleza participada de las criaturas en su comentario al De divinis nominibus del Pseudo-Dionisio, donde no sólo habla de Dios como de lo más bello sino que también dice que Dios le da a todo lo creado la belleza según las limitaciones de cada criatura; el esse de la criatura será limitado por su esencia y por tanto su belleza también será limitada. Además, en este mismo comentario el Aquinate presenta la creación como imagen o representación de Dios y dice que toda imagen creada tiene como objeto lo bello. A través de la belleza de lo creado, imágenes o huellas de Dios, se podrá entonces inferir la existencia de Dios, de esa causa que es máximamente ser y máximamente bello.

9. El alcance antropológico y teológico de la teoría de los trascendentales

En De veritate, q. 1, a.1, texto al que ya se ha hecho mención, Santo Tomás relaciona los trascendentales del verum y del bonum con el alma humana (se puede añadir aquí también la belleza o el pulchrum, aunque no se encuentre explícitamente mencionado en el texto). Como ya hemos visto, para Aristóteles y el Aquinate, el alma es «en cierto modo todas las cosas», ya que la perfección de un ser intelectual se lleva a cabo mediante la asimilación de las formas de otros entes y además el objeto propio del intelecto es el ente en general. Los trascendentales son lo primero de todo conocimiento intelectual humano. Se puede decir entonces que el alma humana se caracteriza por una apertura trascendental [Clavell - Pérez de Laborda 2006: 177].

La teoría de los trascendentales es además la base metafísica de una teoría del conocimiento, así como de una teoría de la acción humana, pues el intelecto humano no podría conocer el ente si éste no fuera cognoscible o verdadero, y la voluntad no se movería al ente si el ente no fuera deseable, es decir, bueno. Conviene también señalar que así como el primer principio de la razón teórica es basado en el concepto del ente, el primer principio de la razón práctica es basado en el concepto del bien [Aertsen 1996: 431].

Ya que todos los entes creados se caracterizan por la unidad, la verdad, la bondad, y la belleza según diversos grados, esta participación de los trascendentales en todo lo creado lleva la razón humana no sólo a la posibilidad de conocer todo lo que es y así de ser capax entis, sino que lleva también al conocimiento de la fuente de los trascendentales, de tal modo que la razón humana es así capax Dei. La razón natural puede ascender desde las cosas al conocimiento de Dios, y por lo tanto puede decirse que los trascendentales constituyen el camino hacia el conocimiento filosófico de Dios [Aertsen 1996: 431]. Esto se ve clarísimamente en la cuarta vía de Santo Tomás, donde habla de nuestra experiencia de la verdad, bondad, y nobleza o belleza que se dan en las cosas, según grados o según una jerarquía. Como dice el Aquinate, «este más y este menos se dice de las cosas en cuanto que se aproximan más o menos a lo máximo» [Summa Theologiae I, q. 2, a. 3, resp.]. Y lo máximo, siguiendo a Aristóteles en el segundo libro de su Metafísica, es la causa del ser, de la bondad, y de toda otra perfección, y a este maximum se le llama Dios.

Por último, conviene precisar que las criaturas no sólo son verdaderas, buenas, y bellas, por su relación a Dios, a su causa, sino que por su propio acto de ser cada criatura es ente, una, verdadera, buena, y bella según su lugar en la jerarquía de seres [Aertsen 1996: 432].

10. Los trascendentales en la neo-escolástica y en la filosofía moderna

El siglo XVI fue testigo de una renovación de la escolástica. La obra de Francisco Suárez nos presenta un tratamiento sistemático de las propiedades básicas del ser, enumerando sólo la unidad, la verdad, y el bien [Disputationes Metaphysicae 3.2.3]. Al proponer estos tres trascendentales, se puede decir que el pensamiento de Suárez al respecto se conforma más con lo que dice Alberto Magno, ya que para éste res o cosa es sinónimo con el ente, mientras que aliquid se encuentra contenido en el concepto de unidad. La escolástica tardía sigue la dirección inaugurada por Suárez; su pensamiento además influirá en la filosofía moderna.

Entre los pensadores modernos que de algún modo se ocupan de los trascendentales se encuentra G. W. Leibniz, especialmente al desarrollar la doctrina de la monadología. Según Leibniz, la mónada se presenta como una unidad originaria que se desarrolla a través de la percepción y del apetito y que por consiguiente abarca la verdad y el bien. Se puede decir entonces que aquí el ente se considera como mónada e implícitamente como unidad, verdad, y bien.

En Kant también hay cierta mención de la herencia escolástica acerca de los trascendentales en su Crítica de la razón pura, donde habla de la filosofía trascendental de los antiguos y hace referencia a la proposición escolástica, «quodlibet ens est unum, verum, bonum». Según Kant esta proposición no se refiere a las propiedades metafísicas del ente sino más bien a las condiciones lógicas que preceden la comprensión de un objeto; estas condiciones son necesarias como la base de ciertas categorías como la unidad, la pluralidad, y la universalidad [Von den reinen Verstandesbegriffen oder Kategorien § 12 (KrV B, AA III p. 97)]. No cabe duda de que el modo kantiano de pensar los trascendentales influirá en la filosofía de Hegel donde las propiedades metafísicas del ente serán tratadas en su “Lógica”. Además, si se considera la belleza como trascendental, es evidente en la Crítica del juicio que Kant no ve lo bello como propiedad intrínseca de las cosas; habla de la belleza como si fuera una característica o propiedad objetiva. Lo que prima en la estética de Kant es el gusto por lo bello, el placer causado por la experiencia de lo bello, y las condiciones requeridas para la validez universal del juicio estético. Para Kant lo bello, sin referencia a lo que siente el sujeto, a la satisfacción que experimenta, no es nada (en el segundo momento de lo bello, en la “Analítica del juicio estético” de la Critica del Juicio). Así como en Santo Tomás se relaciona lo bello con lo verdadero y lo bueno, en Kant no existe esta relación, ya que el juicio estético no se encuentra atado, por así decirlo, a un concepto y por tanto no es un juicio cognoscitivo.

Por último, puede nombrarse aquí el neo-tomismo, escuela que sin duda tiene sus representantes en los estudios históricos de Maurice De Wulf pero también sus críticos como pueden ser Étienne Gilson y el mismo Jacques Maritain, quien no se consideraba neo-tomista, sino sólo tomista, ya que él, así como otros, pensaban que el prefijo “neo” podría entenderse como negación del verdadero tomismo [Maritain 1982]. Se hace mención aquí de Gilson y de Maritain por lo que han dicho sobre todo con respecto a lo bello, ya que es bien posible que sus ideas hayan dado cierto impulso a los muchos estudios que han aparecido sobre la belleza en la segunda parte del siglo 20 hasta el momento presente. En su libro, Elementos de filosofía cristiana, Gilson habla del pulchrum como del “trascendental olvidado” [Gilson 1981], y Maritain en Arte y escolástica considera que lo bello es “el esplendor de todos los trascendentales juntos” [Maritain 1958]. La obra de Aertsen parece rechazar las posturas de Gilson y de Maritain, prefiriendo ver en lo bello no un trascendental en sí, según sus estudios de los textos del Aquinate, sino más bien mostrando que el lugar de lo bello es «lo verdadero que ha adquirido el carácter de lo bueno» [Aertsen 1996: 359].

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