Philosophica
Enciclopedia filosófica  on line

Teorías sobre el principio de causalidad

Autor: Rubén Pereda

Cualquiera que observa un cambio en la realidad, como el cimbrearse de las ramas de un árbol, busca de algún modo una explicación para dicho cambio; ante el fenómeno de las ramas moviéndose, por ejemplo, afirmará que el viento es la causa de dicho movimiento. Es decir, a pesar de no experimentar directamente la acción del viento, concluye que éste existe e incluso considera que es el origen del movimiento de las ramas de un árbol.

La relación entre el viento y el movimiento de las ramas es lo que se denomina causalidad, uno de los conceptos más discutidos en la historia de la filosofía. A raíz de estas discusiones han surgido numerosos modelos para explicarla, desde los antiguos presocráticos hasta las investigaciones más recientes. Sin embargo, antes de exponer un modelo para explicar la causalidad, conviene detenerse en una serie de cuestiones previas: ¿qué es exactamente la causalidad? ¿Se trata de una relación real entre el viento y las ramas?, ¿no será, más bien, una imposición de nuestro modo de conocer sobre la realidad? ¿Conocemos la causalidad directamente, o en función de otros fenómenos, eventos o principios?; y, sobre todo, ¿cuál es la fórmula más adecuada para identificar la causalidad? Esta última pregunta se refiere directamente al principio de causalidad.

Las innumerables respuestas que, de hecho, han recibido estas preguntas dependen, como es lógico, de los planteamientos básicos del filósofo que las formula; en este sentido, el estudio del principio de causalidad revela posturas fundamentales de los diferentes autores. Obviamente, esto hace que el número de explicaciones de la causalidad sea inabarcable: aquí se exponen los rasgos fundamentales de tres maneras divergentes de entender el principio de causalidad que pueden servir como orientación para comprender las posturas contemporáneas.

La primera postura se expone a partir del pensamiento de Hume, que ha sido considerado por algunos como «el filósofo dominante respecto a la causa y el efecto» [Sanford 2009: 3]: este planteamiento consiste, básicamente, en analizar el principio de causalidad a partir de los datos obtenidos por la experiencia. La segunda postura trata el principio de causalidad como una aplicación de los principios del razonamiento y, en concreto, del principio de razón suficiente; esta postura está recibiendo un nuevo impulso en la filosofía de origen anglosajón, precisamente en contraposición a interpretaciones de la causalidad inspiradas en Hume. Por último, se recoge la postura de corte aristotélico-tomista siguiendo el enfoque de Cornelio Fabro: en este enfoque, el principio de causalidad se comprende a partir de la estructura metafísica de la realidad, y se trata como un dato originario de la realidad.

1. El análisis humeano del principio de causalidad

La interpretación del pensamiento de Hume sobre la causalidad es una cuestión debatida y, probablemente, irresoluble en última instancia; una revisión rápida de la literatura contemporánea muestra al menos dos lecturas completamente opuestas: según los realistas, Hume considera que una afirmación causal es verdadera porque existe alguna entidad que interviene en la relación entre causa y efecto; según los anti-realistas, las afirmaciones de Hume se limitan únicamente al estudio de regularidades en la naturaleza y en los sentimientos, sin que quepa suponer que existe entidad alguna que se pueda identificar como causa en sentido propio. Ambas interpretaciones, y las numerosas variantes que permiten, derivan del análisis humeano de la causalidad, recogido en el Tratado de la naturaleza humana, un intento por introducir el método de razonamiento experimental en las cuestiones morales (1739-1740) [Hume 2007a] y en la Investigación sobre el intelecto humano (1748) [Hume 2000].

Hume plantea su filosofía, ante todo, como un intento de «anatomizar la naturaleza humana de un modo regular, y promete no extraer conclusiones excepto donde esté autorizado por la experiencia» [Hume 1990: 6]. Estos principios también se aplican a su estudio de la causalidad, que se concibe, ante todo, como el estudio del origen, empleo y significado de las nociones de causa y efecto, con el afán de garantizar la adecuación y validez de su uso, así como las condiciones en las que se puede hablar con propiedad de una relación causal.

El punto de partida es la teoría del conocimiento: para Hume, los elementos básicos del entendimiento son las ideas simples, es decir, «derivadas de impresiones simples, que se corresponden con ellas, y que las representan exactamente» [Hume 2007a: 9]. Las ideas que se obtienen por este medio se combinan y asocian por medio de diferentes mecanismos. En primer lugar, se pueden asociar por mecanismos —o relaciones— naturales, es decir, dos ideas «se conectan juntas en la imaginación, y la una introduce naturalmente a la otra»; en segundo lugar, se puede hacer una asociación —o relación— filosófica entre los objetos del entendimiento: las ideas, aquí, se toman como «cualquier sujeto particular de comparación, sin un principio conector» [Hume 2007a: 14].

Las asociaciones de ideas, o relaciones naturales entre ellas, son de tres tipos: «semejanza, contigüidad en tiempo o lugar, y causa y efecto» [Hume 2007a: 13], y dan lugar a las ideas complejas, que también son de tres tipos: relaciones (filosóficas), modos y sustancias. Por su parte, las relaciones filosóficas —consecuencia de las relaciones naturales— se dividen en siete tipos: 1) semejanza, 2) identidad, 3) espacio y tiempo, 4) proporción respecto a la cantidad, 5) grados de cualidad, 6) contrariedad y 7) causa y efecto.

La causalidad, en consecuencia, se puede referir tanto a una relación natural entre ideas como a una relación filosófica. El estudio del principio de causalidad ha de hacerse, por tanto, en los dos ámbitos: en primer lugar, se expondrán las implicaciones de que la causalidad sea una asociación de ideas; en segundo lugar, se explica el significado de que la causalidad sea una relación filosófica. Por último, se indican algunas consecuencias que esto tiene para el análisis de la causalidad.

1.1. La causalidad como asociación de ideas

Los mecanismos para la asociación de ideas son una de las piezas clave de la teoría del conocimiento de Hume, pues permiten el paso de ideas simples a ideas complejas, así como la sucesión de pensamientos y, en última instancia, los razonamientos. En este sentido, el propio filósofo escocés considera que su explicación de la asociación de ideas y, sobre todo, su descubrimiento de los tres principios que regulan estas asociaciones, es original [Hume 2000: 17].

La exposición del Tratado parte de la arbitrariedad de la imaginación: «como las ideas simples pueden ser separadas por la imaginación, y pueden ser unidas de nuevo en cualquier forma que le apetezca, nada sería menos fiable que las operaciones de dicha facultad, si no estuviese guiada por algunos principios universales». Estos principios, dice Hume, hacen que la formación de ideas complejas sea «en cierta medida, uniforme consigo misma en todo tiempo y lugar»; estas uniones, sin embargo, no son «conexiones inseparables; pues esto ya ha sido excluido de la imaginación», que se caracteriza por su libertad «para transponer y cambiar sus ideas» [Hume 2007a: 12]. Los principios de la asociación son, en cualquier caso, los tres expuestos: semejanza, contigüidad y causalidad. Frente a esta insistencia en la libertad de la imaginación para asociar las ideas simples, en la Investigación se destaca la regularidad de las ideas complejas así formadas; en concreto, el punto de partida es que las ideas simples se combinan «con cierto grado de método y regularidad», lo que hace que la existencia de un principio de asociación entre ellas sea algo evidente para Hume. En este sentido, es más tajante respecto a los principios, pues subraya que tales principios son exclusivamente los tres que ya expuso en el Tratado: semejanza, contigüidad y causalidad [Hume 2000: 17].

La diferente insistencia en la libertad de la imaginación y la regularidad de la asociación de las ideas no ha de entenderse como una opción mutuamente excluyente: lo que Hume quiere mantener es que siempre cabe la posibilidad de asociar dos ideas concretas usando indistintamente uno de los tres principios que descubre, sin que la imaginación esté obligada a seguir uno de ellos con preferencia a los otros. Por otro lado, no considera que haya más principios que estos tres, por lo que toda idea compleja —sea relación, sustancia o modo— tendrá su origen en uno de estos principios para la asociación de ideas en la imaginación.

No obstante, los tres principios no tienen idéntica vigencia. Hume señala que la conexión de causa y efecto es la que se aplica con mayor amplitud; en palabras del propio Hume, «dos objetos se consideran situados en esta relación, tanto cuando uno es la causa de cualquiera de las acciones o movimientos del otro, como cuando el primero es la causa de la existencia del segundo. Como aquella acción o movimiento no es otra cosa que el objeto mismo, considerado bajo cierta luz, y como el objeto continúa siendo el mismo en todas sus diferentes situaciones, es fácil imaginar cómo tal influencia de unos objetos sobre otros puede conectarlos en la imaginación» [Hume 2007a: 13]. La explicación que hace de este mismo principio en la Investigación abunda en ejemplos de la literatura para mostrar que «el conocimiento de las causas es no solo el más satisfactorio; esta relación o conexión es la más fuerte de todas; también es la más instructiva, pues sólo por este conocimiento tenemos la capacidad de controlar los eventos y gobernar el futuro» [Hume 2000: 19]; dado que se trata de una ley de la imaginación, no debe sorprender que Hume explique su funcionamiento mediante la exposición de eventos históricos y obras de ficción, pues en ambos casos se trata de actividades cuya guía es, claramente, la imaginación del escritor.

La causalidad, por tanto, es la relación entre dos objetos —o eventos, según el término adoptado en la Investigación— respecto a su acción, movimiento o existencia. La causa será quien influya, mientras que el efecto es el objeto influido. Junto con esto, también hablamos de causa cuando un objeto «tiene el poder de producir» el movimiento o la acción en otro objeto [Hume 2007a: 13]. En este sentido, la causalidad es tanto la influencia actual sobre un objeto como el poder de influir, incluso si no se ejerce. Al considerar la causalidad como un poder, aparece también la noción de posibilidad: efectivamente, «cuando una persona está investida con algún poder, no se requiere más para convertirlo en acción que el ejercicio de la voluntad; y esto en todo caso es considerado posible» [Hume 2007a: 14].

En consecuencia, el principio de causalidad, tomado como un principio de asociación de ideas, es una ley de la imaginación para combinar ideas simples y formar ideas complejas; la causalidad combina dos ideas u objetos indicando que uno —causa— tiene influencia sobre otro —efecto— respecto a su acción, su movimiento o su existencia. El principio de causalidad también nos permite indicar que hay ciertos poderes en determinados objetos —causas— que provocan mediante algún paso intermedio acciones o movimientos en otros objetos —efectos—; esta influencia es meramente posible, al menos hasta que se haga efectiva.

1.2. La causalidad como relación filosófica

Los principios de asociación de ideas dan lugar a diferentes ideas complejas, que son de tres tipos: relaciones, modos y substancias. Estas ideas complejas constituyen, además, la base de nuestro conocimiento: con ellas pasamos a un nivel de generalización y abstracción que permite hacer ciencia, pues se descubren regularidades y conexiones entre los diferentes objetos. Por lo que se refiere a las relaciones, Hume señala que se trata de una comparación entre dos objetos sin que haya un principio de conexión. En el análisis que realiza distingue los siete tipos que ya se han recogido: 1) semejanza, 2) identidad, 3) espacio y tiempo, 4) proporción respecto a la cantidad, 5) grados de cualidad, 6) contrariedad y 7) causa y efecto.

Estos siete tipos se dividen en dos clases: por un lado, aquellas que «dependen enteramente de las ideas que comparamos juntas», y que incluyen la semejanza, proporción, grados de cualidad y contrariedad; por otro lado, aquellas que «pueden ser cambiadas sin cambio en las ideas», como son las relaciones de identidad, de espacio y tiempo, y de causa y efecto. Efectivamente, estos últimos no se basan en la idea que tenemos de cada uno de los objetos que forman parte de la comparación, sino que añaden algo más que, por así decirlo, está fuera de las ideas correspondientes. En concreto, y ya en referencia a la causalidad, Hume dice que «es evidente que causa y efecto son relaciones, de las cuales recibimos información a partir de la experiencia, y no a partir de algún razonamiento o reflexión abstracta».

Ambas clases de relaciones se distinguen, además, por el rigor de las verdades que se obtienen a partir de ellas: las cuatro que dependen sólo de las ideas, «pueden ser objetos de conocimiento y certeza» [Hume 2007a: 50]. Las otras tres, por el contrario, pertenecen al ámbito de la probabilidad (y bajo este título se estudian en el Tratado [Hume 2007a: 52-55]). La certeza de la probabilidad, dice Hume, se corresponde con la «superioridad de oportunidades de cada alternativa; según crece esta superioridad, y sobrepasa la alternativa opuesta, la probabilidad recibe un crecimiento proporcional, y reclama un grado mayor de creencia o asentimiento para el lado en el cual descubre la superioridad» [Hume 2000: 46]. Así, para alcanzar plena certeza tendríamos que conocer todos los casos: una certeza inferior reclamará numerosas experiencias, y cuanto más abundantes mejor.

Esto se aplica igualmente a la relación de causa y efecto: así, la idea compleja de causa y efecto compara dos ideas, que están por sendos objetos, estableciendo que uno de ellos (causa) tiene influencia sobre la acción, el movimiento o la existencia del otro (efecto), debido a cierto poder presente en el primero. La certeza de esta influencia es meramente probable, es decir, exige numerosas experiencias para crecer en certeza. Por otro lado, ni la causa ni el efecto se encuentran entre las ideas simples que obtenemos de la realidad: se obtienen de la experiencia —sostiene Hume— sin que modifique la idea simple del objeto.

La conocida crítica de Hume al concepto de causalidad se refiere a la causalidad entendida como una relación filosófica: es decir, cuestiona la validez de las nociones de causa y efecto como un modo de conocer la realidad. Lo primero que observa, en su búsqueda de la causalidad, es que «no debo buscarlo en ninguna de las cualidades particulares del objeto; ya que, si me fijo en cualquiera de esas cualidades, encuentro algún objeto que no la posee y todavía cae bajo la denominación de causa o efecto» [Hume 2007a: 53]. En consecuencia, Hume vuelve su atención a las relaciones entre objetos; descubre, así, las tres notas de la causalidad: contigüidad, sucesión y conexión necesaria.

La contigüidad y la sucesión se refieren, respectivamente, al aspecto espacial y temporal de la relación de causa y efecto: la causa y el efecto son dos objetos que se encuentran el uno junto al otro; la sucesión, por su parte, indica que la causa es anterior al efecto. La conexión necesaria, sin embargo, exige un análisis más detallado por parte del filósofo: de hecho, Hume considera que es mucho más importante que las otras dos, hasta tal punto que se puede considerar que es lo peculiar de la relación de causalidad.

El análisis de Hume se centra en el origen de la idea de conexión necesaria: al no encontrar una impresión de la que se derive, ni una cualidad en los objetos implicados —es decir, en lo que se llama causa o efecto, respectivamente—, concluye que se debe a «un nuevo sentimiento o impresión, a saber, una conexión acostumbrada en el pensamiento o imaginación entre un objeto y su acompañante habitual; este sentimiento es el origen de esa idea que buscamos» [Hume 2000: 61]. Así, la idea de una conexión necesaria empieza a formarse cuando se repiten experiencias: Hume usa el ejemplo del choque de dos bolas de billar; para un observador, el primer choque supone una novedad que no permite inferir nada; en los sucesivos, sin embargo, la repetición hace que se forme esta idea de conexión necesaria entre el movimiento de la primera bola y la segunda. No obstante, cada experiencia, tomada particularmente, no incluye la idea de conexión necesaria y, por tanto, tampoco incluye la idea de causalidad.

1.3. El principio de causalidad de Hume

Como se ha visto, se pueden aceptar dos sentidos del principio de causalidad en la filosofía de David Hume: por un lado, el principio del conocimiento que asocia dos ideas denominando a una de ellas causa y a la otra efecto; por otro lado, el principio de causalidad como una relación filosófica entre dos objetos, relación que se da en la realidad y permite hacer inferencias a partir de observaciones. El primer sentido —la causalidad como una herramienta para asociar ideas— es un verdadero principio, siempre y cuando no se excedan sus límites, que son los de una ley psicológica que vincula elementos presentes a la capacidad humana de conocer y juzgar. Estos límites se exceden, precisamente, cuando se convierte esta ley psicológica en una ley real: es decir, cuando se hace del principio de causalidad un principio real, que afecta a objetos y supone cierta relación entre ellos.

En consecuencia, el análisis humeano lleva a considerar que el conocimiento de la causalidad real —si se da esta— es imposible de modo directo. Si existe este conocimiento, se ha de alcanzar por vías indirectas: regularidades, predicados contrafácticos, condiciones, poderes… [Beebee – Hitchcock – Menzies 2009]. En este sentido, una de las interpretaciones más radicales del pensamiento de Hume es la de Bertrand Russell: ante las dificultades que plantea la noción de causalidad, y la posibilidad de encontrar explicaciones alternativas, propuso erradicar su empleo del ámbito filosófico y científico [Russell 1913].

El principio de causalidad, por tanto, es válido cuando se limita al ámbito de la asociación de ideas. Cualquier pretensión de ir más allá ha de ser considerada como sospechosa y, en último término, conducente a engaño. Al mismo tiempo, no hay una base para negar que se dé la relación entre causa y efecto en la realidad: lo único que se pone en duda con el análisis de Hume es el uso de este principio para juzgar lo que existe. Una consecuencia prácticamente inmediata es que toda afirmación sobre la realidad que se base en inferencias causales ha de ser considerada falta de fundamento, consecuencia que se aplica especialmente a las pruebas para la demostración de la existencia de Dios [Hume 2007b].

2. El principio de causalidad y la razón explicativa

La principal aportación intelectual de la causalidad es su poder explicativo: el recurso a las causas hace que los fenómenos observables sean inteligibles mediante el descubrimiento de relaciones entre ellos. Una de las posibilidades que abre esta capacidad explicativa es el tratamiento del principio de causalidad como uno de los muchos principios del razonamiento, es decir, identificar la causa con algún tipo de razón explicativa; este modo de tratar el principio de causalidad es especialmente notable en la vertiente racionalista de la filosofía moderna [Carraud 2002], y especialmente en la filosofía de Leibniz [Leibniz 1965].

En línea con este planteamiento, se han presentado diferentes defensas del principio de causalidad que lo incluyen bajo otros grandes principios: en concreto, la exposición de la causalidad como una variante del principio de razón suficiente es una de las posturas más aceptadas —si bien no unánimemente— entre filósofos de formación tomista [Feser 2014: 137-46]. El amplio recorrido de este modo de tratar la causalidad hace que una presentación completa exceda el propósito de esta exposición: sin embargo, es posible explicar sus rasgos fundamentales haciendo referencia a algunas estrategias recientes para fundamentar el principio de causalidad en el principio de razón suficiente.

2.1. Causalidad, contingencia y explicación

Una manera de formular el principio de causalidad es la siguiente: «toda proposición contingente verdadera tiene una explicación al menos de sus aspectos contingentes»; esta formulación depende del principio «toda proposición contingente verdadera tiene una explicación», que es una forma del principio de razón suficiente [Pruss 2006: 70].

Como se puede ver, la causalidad se entiende como una explicación de la contingencia de las proposiciones. En este sentido, el principio de causalidad guía la investigación acerca de la verdad de un enunciado: así, aquello que no se presente como verdadero en sí mismo —ya sea por tautología, ya sea por ser la expresión de un principio necesariamente verdadero— da pie a una búsqueda de lo que sustenta su verdad, es decir, de su causa. Al mismo tiempo, este principio permite afirmar que aquello que se identifica como causa es igualmente verdadero, siempre y cuando la identificación sea correcta.

Las ventajas de esta forma de exponer el principio de causalidad son, por un lado, la precisión con que se refiere al ámbito en que se puede aplicar: sólo están sujetas a la causalidad las relaciones entre eventos o seres contingentes —incluyendo el comenzar a existir de un ser contingente— pues son estas relaciones las que se pueden formular mediante proposiciones contingentes verdaderas. Por otro lado, se hace hincapié en el carácter explicativo de la causalidad: es decir, se relaciona con la certeza que se deriva del conocimiento de las causas que dan lugar a un efecto.

Junto con esto, este modo de presentar el principio de causalidad excluye algunos abusos que se podrían cometer: en concreto, es compatible con cadenas causales de extensión infinita. Dicho de otra manera: el principio «toda proposición contingente verdadera tiene una explicación al menos de sus aspectos contingentes» no implica que la explicación tenga que culminar en una verdad necesaria que fundamente lo contingente, por lo que permite una cadena infinita de explicaciones causales contingentes.

Esta restricción se complementa con otra: este principio tampoco pretende explicar aquello que está más allá de su área de competencia, así, no excluye la aparición de realidades contingentes ex nihilo, pues cada uno de los aspectos contingentes de dichas realidades puede explicarse gracias al principio de causalidad. Lo único que hace falta «es que no haya un momento inicial de tiempo en el cual» dicha realidad existe [Pruss 2006: 47].

Por otro lado, hay razones para sostener la vigencia —e incluso necesidad metafísica— del principio de causalidad: en primer lugar, la predictibilidad de los eventos en la experiencia ordinaria lo corrobora, pues sólo la causalidad —es decir, el vínculo entre los aspectos contingentes y su fundamento en una explicación— permite fiarse de las predicciones [Pruss 2010: 297-99]; en segundo lugar, la propia naturaleza de la causalidad hace que su absoluto rechazo sea inaceptable, dado que cualquier ejemplo que se use de proposición contingente verdadera incluye una explicación de sus aspectos contingentes —que es, precisamente, lo que exige el principio de causalidad— independientemente de nuestro conocimiento de la causa concreta [Pruss 2010: 299-306]; por último, el hecho de poder caracterizar eventos y realidades como necesarios o posibles implica el uso de este mismo principio, si queremos tomar esos términos como una descripción verídica de la realidad [Pruss 2010: 306-8].

La validez última del principio de causalidad, sin embargo, depende de la validez del principio de razón suficiente: «el principio de causalidad, por sí mismo, es demasiado débil como para hacer justicia a las intuiciones que lo sostienen, intuiciones sobre el rastreo regresivo de cadenas de causas o la intuición de que las cosas no pueden simplemente aparecer en la existencia ex nihilo. Para hacer justicia a estas intuiciones, uno debe acudir al principio de razón suficiente completo». En este sentido, se trataría únicamente del «principio de razón suficiente restringido a las proposiciones que versan sobre eventos singulares o la existencia de seres contingentes que llegan a ser en el tiempo» [Pruss 2006: 49].

Dicho de otra manera: las dificultades con que se encuentra la causalidad, junto con el inevitable recurso a este principio en nuestro modo de comprender la realidad, se resuelven acudiendo a una instancia superior, como es la de la inteligibilidad de la realidad. Sólo podemos entender el mundo mediante nuestras explicaciones, que se fundamentan en el principio de razón suficiente; algunas de ellas se refieren a aspectos contingentes de la realidad, por lo que se elabora un principio ad hoc que no es más que una versión del principio general de razón suficiente. Esta postura, que podría tomarse como una opinión particular de algunos pensadores de formación analítica, ha sido tratada como una característica del enfoque escolástico de la causalidad.

2.2. Causalidad, explicación y escolástica

El principio de causalidad, en este planteamiento, se refiere específicamente a lo que en la tradición escolástica se conoce como causalidad eficiente, aquella que «ya sea de la existencia de una cosa o de algún cambio en ella, siempre actualiza alguna potencia u otra. El principio de causalidad […] nos dice que si una potencia se actualiza esto puede ser sólo porque alguna causa ya actual lo actualizó» [Feser 2014: 105]. Este modo de tratar la causalidad permite distinguir ésta del principio de razón suficiente: en primer lugar, porque la causa ha de ser distinta realmente del efecto —dado que nada puede estar en acto y en potencia respecto a lo mismo—, distinción que no se encuentra en la razón suficiente —que no se relaciona ni con el acto ni con la potencia; en segundo lugar, la razón suficiente se aplica universalmente, mientras que la causalidad se aplica sólo a determinados seres; por último, «la causalidad es una noción ontológica mientras que la explicación es una noción epistemológica», distinción que afecta, correlativamente, a los principios de causalidad y de razón suficiente [Feser 2014: 108].

Estas distinciones entre la causalidad y el principio de razón suficiente no implican que sean dos principios sin relación entre sí. Al contrario, parece ser una estrategia generalizada entre pensadores escolásticos demostrar el principio de causalidad mediante el recurso al principio de razón suficiente, aun con voces en contra, principalmente inspiradas en las investigaciones de E. Gilson [Gilson 1952]. Una de las razones para mantener que el principio de razón suficiente es el fundamento del principio de causalidad es la identificación de ente y verdad según la doctrina de los trascendentales: dado que el ser se convierte con la verdad —es decir, se trata de «la misma cosa considerada bajo diferentes aspectos» [Feser 2014: 139]— se sigue que todo ser es inteligible. La inteligibilidad de todo ente es, según los expositores de esta postura, la formulación más correcta del principio de razón suficiente [Maritain 1982: 630].

El principio de causalidad tiene una aplicación más particular que el de razón suficiente, principalmente porque este último «se verifica en casos donde la causa eficiente no interviene» [Maritain 1982: 630]. Así, el principio de causalidad se aplica únicamente al ser contingente, «que no tiene en sí mismo toda su razón de ser» [Maritain 1982: 663]. En concreto, este principio establece que todo ser contingente tiene una razón de ser externa a él, como una variante limitada del principio que establece que todo ser tiene una razón de ser. Esta razón de ser ha de entenderse como la inteligibilidad —racionalidad— de su existencia: en última instancia, se niega que existan absurdos en la realidad o, dicho de otro modo, que haya fenómenos, eventos o seres que no puedan explicarse de algún modo.

En la visión de estos autores, la investigación filosófica y metafísica es «la búsqueda de los principios del ser en cuanto que es ser» [Maritain 1982: 553]. El principio de causalidad sería el principio del ser contingente en cuanto ser inteligible, dependiente del principio de razón suficiente, que es el principio del ser en cuanto inteligible. Obviamente, estos principios se pueden combinar con otros en la metafísica: Maritain propone el principio de identidad y el de finalidad para completar los cuatro grandes principios del estudio del ser. Otros autores incluyen el principio de contradicción entre estos principios primeros, destinados a explicar el ente en cuanto tal.

Como se puede ver, el principio de causalidad se entiende, principalmente, como la explicación de la influencia de un ente en otro, que explica la actividad del último y permite tanto comprenderla como suponer que lo que se dice de él se da en la realidad. Este modo de entenderlo implica la necesidad de un principio más general que justifique el recurso a una explicación: en consecuencia, la causalidad se ve como una explicación limitada que se vincula a la contingencia de los eventos o seres que se explican. En la postura escolástica, la exposición se plantea en términos metafísicos: siendo el ente en cuanto tal inteligible, esto se puede presentar como un principio tanto de la realidad como del entendimiento que conoce esa realidad. El ente contingente es igualmente inteligible, pero depende de otros entes para ser entendido: este es, precisamente, el matiz que introduce la causalidad; sería, en cierto sentido, un principio de razón suficiente que implica la presencia de un ser diferente de aquel que se estudia.

Tanto la postura humeana como los defensores del principio de razón suficiente toman la causalidad principalmente como una explicación de la eficiencia. En este sentido, el tratamiento del principio de causalidad se centra en su carácter explicativo y, en última instancia, en su papel como guía de la ciencia. Otras posturas, sin embargo, tratan de encontrar el valor metafísico de la causalidad, es decir, tratan de explicar qué significa ser una causa más allá de la explicación de la realidad.

3. La causalidad como un principio metafísico

Las dos explicaciones anteriores se centran especialmente en la causalidad entendida como eficiencia, sentido que, por otra parte, es el de uso más común actualmente. Junto con esto, el principio de causalidad se estudia en relación con su cognoscibilidad: es decir, el problema de fondo es si se puede justificar racionalmente el recurso a la causalidad como una herramienta intelectual para la comprensión de la realidad.

Sin embargo, existen otras maneras de entender las relaciones causales y, en consecuencia, el principio de causalidad, que enlazan con la tradición aristotélica y que tratan de ofrecer un planteamiento diferente del principio de causalidad. Explorar todas las posibilidades en este sentido requeriría una exposición detallada de la causalidad aristotélica que no es pertinente recoger aquí. No obstante, la presentación de uno de los principales exponentes de este modo de pensar, como es Cornelio Fabro, arrojará luz sobre la interpretación de la causalidad como un principio metafísico.

3.1. La defensa de la causalidad

En 1936 el filósofo italiano publicó “La difesa critica del principio di causa” en la Rivista di Filosofia Neoscolastica, escrito que ha sido incluido en el volumen 23 de la edición de sus obras completas [Fabro 2017]. Este artículo marca el inicio de una detallada investigación sobre la causalidad en relación con la noción de participación en el pensamiento de Tomás de Aquino [Fabro 1960]. El artículo original trata de hacer frente a un problema que puede presentarse, en palabras del autor, como un «enigma lógico»:

el principio de causalidad se considera como necesario y universalmente válido: el predicado pertenece necesariamente al sujeto y el efecto, para ser, exige necesariamente el influjo de la causa y la reclama como fundamento de su realidad. Pero la causa y el efecto son en la naturaleza cosas realmente distintas: ¿cómo puede la mente fundar esta necesidad de predicación, mostrar que el predicado se contiene en el sujeto, cuando el sujeto es una realidad realmente distinta del predicado? [Fabro 2017: 13]

Esta forma de plantear el problema del principio de causalidad es lo que Fabro llama una exigencia crítica: el tener una causa, ¿conviene necesariamente a un sujeto?, ¿se trata de una exigencia intrínseca del sujeto mismo? Si fuese así, la negación de la causalidad llevaría a algún tipo de contradicción [Fabro 2017: 14].

Cornelio Fabro propone considerar el principio de causalidad un exponente de lo que en la tradición tomista se llaman proposiciones conocidas por sí mismas (per se nota). Estas proposiciones surgen cuando el entendimiento se “repliega” sobre los primeros datos del conocimiento, y obtiene de ellos las verdades que le permiten juzgar. En este movimiento reflejo del pensamiento, dice Fabro, «se ve que el predicado pertenece al sujeto, porque la naturaleza misma, o esencia, del predicado se presenta a la mente de tal manera que exige la referencia al sujeto en general, es decir, independientemente de modalidades particulares de ser que el objeto puede tener en su realización concreta» [Fabro 2017: 26]. En otras palabras, Fabro sostiene que, cuando se afirma una relación causal el fundamento de la afirmación está dentro «de los elementos que constituyen la esencia de los términos» [Fabro 2017: 27]: no hay que buscar una fundamentación externa, sino profundizar en lo que ya está contenido en el entendimiento y advertir que nuestro conocimiento de la realidad incluye la relación causal.

Esta postura coincide con la estrategia que sugiere para justificar los principios: la reducción al absurdo; es decir, según Fabro, la defensa racional del principio de causalidad no se puede deduciéndolo a partir de otros principios, sean estos racionales o procedan de la experiencia. El método que propone es mostrar a quien niegue el conocimiento de la causalidad las contradicciones que se derivarían de esta negación respecto a algún otro principio que se acepta [Fabro 2017: 28]. En concreto, Fabro señala que la negación de la causalidad es incompatible con aceptar que el primer principio de la realidad es el ser.

2.1. Causalidad y ser participado según Fabro

La postura de Fabro, inspirada en numerosas fuentes tomistas, se construye a partir de la noción de ser por participación. Este sería aquel que «no es “todo ser” o “todo el ser”: […] se revela imperfecto, sujeto a la generación y la corrupción, mutable». Bajo esta categoría se encuentra todo sentido de ser que sea finito y limitado, incluyendo todo el cosmos y cada uno de sus componentes. El ser limitado únicamente posee una «semejanza deficiente o algún grado» del acto y la forma del ser plenamente realizado [Fabro 2017: 45]. Junto con esto, el ser limitado tiene una conexión con el ser plenamente realizado —o ser por esencia—; según Fabro esta conexión es tanto intelectual como ontológica: «un “ser participado” no se comprende como ser y del ser, si no se ve en relación con el ser, forma pura que es tal por esencia, porque es su modelo y medida; […] el ser por participación no se comprende, es decir no se comprende que es, no es más que en dependencia del ser por esencia» [Fabro 2017: 46]. El propio autor es consciente de que esta exposición del ser por participación y el ser por esencia carece del rigor matemático que podría exigirse a otras demostraciones; no obstante, tampoco pretender tenerlo: lo enfoca como un ascenso dialéctico desde la experiencia ordinaria al fundamento de dicha experiencia.

Si se acepta la postura de Fabro respecto a la distinción entre el ser por participación y el ser por esencia, junto con su mutua relación, la justificación del principio de causalidad es relativamente sencilla. En primer lugar, es pertinente caracterizar el principio de causalidad; para Fabro, este principio sería la exigencia de que «el ser que comienza, que es contingente y sujeto a la generación y a la corrupción, que se muestra imperfecto y finito… dependa de otro ser, el cual, al menos bajo este aspecto y al mismo tiempo, no comience, no sea contingente… sino que dura, es necesario, simple e infinito». Es importante advertir que estos rasgos que caracterizan a la causa —es decir, al ser del cual se depende— se limitan a un aspecto y tiempo limitados: en concreto, a aquel aspecto y aquel tiempo durante el cual hay otro ser que comienza, que es contingente, etc.

El ser que comienza, o contingente, según lo que se ha dicho acerca del ser por participación, se identifica con éste: efectivamente, según Fabro, «aquel ser no es el Ser, la forma pura de ser, sino solo una imitación más o menos deficiente y lejana». Dado que «un ser por participación dice relación inmediata al ser por esencia», relación que, como se ha visto, es de dependencia, negar la causalidad sería tanto como negar la dependencia del ser por participación respecto del ser por esencia y, por tanto, negar un principio que, salvo indicación en contrario, se acepta [Fabro 2017: 48].

Dicho de otro modo: la defensa que hace Fabro del principio de causalidad trata de mostrar que la noción de dependencia causal entre seres es un correlato de la dependencia que el ser por participación tiene del ser por esencia. Si se mantiene que esta segunda dependencia se da, ha de sostenerse también la primera: en este sentido, la noción de causalidad que defiende Fabro depende —esta vez en sentido intelectual— de todo un sistema metafísico; en consecuencia, el principio de causalidad permanece o cae con el conjunto del sistema.

4. Observaciones finales

Las tres explicaciones del principio de causalidad que se han presentado parten de supuestos muy diferentes: en este sentido, y dejando de lado las consideraciones epistemológicas que subyacen en cada una de las posturas, hay un rasgo que merece ser destacado. Tanto el análisis humeano como el intento de justificar la causalidad por medio de otros principios se centran de forma más o menos manifiesta en lo que la tradición aristotélica ha llamado la causalidad eficiente, es decir, en la influencia de un agente en el cambio de otro ser. La postura de Fabro, si bien se puede aplicar a este tipo de causalidad, también se puede relacionar con los otros tres sentidos de la causalidad aristotélica.

Junto con esto, las discusiones actuales sobre la causalidad suelen estar marcadas por la impronta del pensamiento de Hume: si bien no se ha hecho referencia a ello, resulta decisiva su influencia en Kant y, a través de él, en el tratamiento de la metafísica en los siglos XIX y XX. En este sentido, incluso la investigación de Fabro puede considerarse una respuesta a la exposición humeana sobre la causalidad.

Para concluir, cabe señalar que esta exposición únicamente se refiere a cómo se puede entender el principio de causalidad en orden al estudio filosófico de la noción de causa. El tratamiento de los diferentes sentidos de la causalidad, tanto en la tradición aristotélico-tomista como en otras formas de pensamiento, corresponde a otro lugar.

5. Bibliografía

Beebee, H. – Hitchcock, C. – Menzies, P. (eds.), The Oxford Handbook of Causation, Oxford University Press, Oxford 2009.

Carraud, V., Causa sive ratio. La raison de la cause, de Suarez à Leibniz, Épiméthée, Presses Universitaires de France, París 2002.

Fabro, C., Partecipazione e causalità secondo San Tommaso d’Aquino, Società editrice internazionale, Torino 1960.

—, La difesa critica del principio di causa, en Trombini, G. (ed.), Esegesi Tomistica, Opere Complete, Vol. 23, Editrice del Verbo Incarnato, Segni 2017, pp. 9-53.

Feser, E., Scholastic Metaphysics: A Contemporary Introduction, Editiones Scholasticae, Heusenstamm 2014.

Gilson, É., Les principes et les causes, «Rev. Thomiste» LII/1 (1952), pp. 39-63.

Hume, D., An Abstract of A Treatise of Human Nature 1740, Keynes, J. M. – Sraffa, P. (eds.), Thoemmes, Bristol 1990.

—, An Enquiry concerning Human Understanding, Beauchamp, T. L. (ed.), Clarendon Press, Oxford 2000.

—, A Treatise of Human Nature, Norton, D. F. – Norton, M. J. (eds.), Vol. 1, Oxford University Press, Oxford 2007 [Hume 2007a].

—, Dialogues concerning Natural Religion And Other Writings, Coleman, D. (ed.), Cambridge University Press, Cambridge 2007 [Hume 2007b].

Leibniz, G. W., De rerum originatione radicali, en Idem, Die Philosophischen Schriften, C. I. Gerhardt (ed.), volumen VII, Olms, Hildesheim 1965, pp. 302-308.

Maritain, J., Sept leçons sur l’être et les premiers principes de la raison spéculative, en Cercle d’Études Jacques et Raïsa Maritain (ed.), Oeuvres Complètes, Vol. V, Éditions Universitaires, Fribourg 1982, pp. 517-683.

Pruss, A. R., The Principle of Sufficient Reason. A Reassessment, Cambridge University Press, Cambridge 2006.

—, Ex nihilo nihil fit: Arguments New and Old for the Principle of Sufficient Reason, en Campbell, J. K. – O’Rourke, M. – Silverstein, H. S. (eds.), Causation and Explanation, MIT Press, Cambridge MA 2010, pp. 310-29.

Russell, B., On the Notion of Cause, «Proc. Aristot. Soc.» 13 (1913), pp. 1-26.

Sanford, D. H., Causation, en Kim, J. – Sosa, E. – Rosen-Krantz, G. S. (eds.), A Companion to Metaphysics, Blackwell, Oxford 20092, pp. 3-10.

¿Cómo citar esta voz?

La enciclopedia mantiene un archivo dividido por años, en el que se conservan tanto la versión inicial de cada voz, como sus eventuales actualizaciones a lo largo del tiempo. Al momento de citar, conviene hacer referencia al ejemplar de archivo que corresponde al estado de la voz en el momento en el que se ha sido consultada. Por esta razón, sugerimos el siguiente modo de citar, que contiene los datos editoriales necesarios para la atribución de la obra a sus autores y su consulta, tal y como se encontraba en la red en el momento en que fue consultada:

Pereda, Rubén, Teorías sobre el principio de causalidad, en Fernández Labastida, Francisco – Mercado, Juan Andrés (editores), Philosophica: Enciclopedia filosófica on line, URL: http://www.philosophica.info/archivo/2020/voces/teoriasprincipiocausalidad/TeoriasPrincipioCausalidad.html

Información bibliográfica en formato BibTeX: rps2020.bib

Digital Object Identifier (DOI): 10.17421/2035_8326_2020_RPS_1-1

Señalamiento de erratas, errores o sugerencias

Agradecemos de antemano el señalamiento de erratas o errores que el lector de la voz descubra, así como de posibles sugerencias para mejorarla, enviando un mensaje electrónico a la .

Este texto está protegido por una licencia Creative Commons.

Usted es libre de copiar, distribuir y comunicar públicamente la obra bajo las siguientes condiciones:

Reconocimiento. Debe reconocer y citar al autor original.

No comercial. No puede utilizar esta obra para fines comerciales.

Sin obras derivadas. No se puede alterar, transformar, o generar una obra derivada a partir de esta obra.

Resumen de licencia

Texto completo de la licencia