|
Thomas Reid
Autor: José Hernández Prado
Si en la historia de la filosofía abundan acaso las figuras “quijotescas”, pudiera decirse que hay en ella un notable “Sancho Panza filosófico”, que fue el ilustrado escocés Thomas Reid (1710-1796). Este autor reaccionó ante lo que consideró una serie de tendencias criticables en la muy valiosa filosofía moderna, con una apelación al sentido común que incluiría el serio esfuerzo por comprenderlo y por extraer de él consecuencias que significan importantes contribuciones filosóficas. De igual modo que es imposible afirmar que la sensatez de Sancho Panza fue alguna vez perniciosa para don Quijote de la Mancha en la gran novela de Cervantes, así las propuestas de Thomas Reid se muestran imprescindibles para las filosofías moderna y contemporánea.
Índice
1. Biografía, obras principales y legado
2. El nocionismo epistemológico reidiano
3. La capacidad de juicio y el sentido común
4. Los primeros principios del sentido común
5. Una moral “sensocomunista”. El interés y el deber
6. La moralidad como una cuestión de juicio y la justicia como una virtud natural
Thomas Reid nació en la casa parroquial de Strachan de Kincardineshire, Escocia, a unos treinta kilómetros de Aberdeen, el 26 de abril de 1710. Sus padres fueron el reverendo presbiteriano Lewis Reid y Margaret Gregory. En 1722 se matriculó en el Marischal College de la ciudad más septentrional escocesa, donde tendría como tutor (regent) al filósofo moral berkeleyano y reivindicador del sentido común en su acepción latina y ciceroniana, George Turnbull (1698-1748). Habiéndose graduado en 1726, entre este año y 1731 Reid efectuó los estudios requeridos para convertirse en ministro de la Iglesia Presbiteriana. Asimismo, entre 1733 y 1736 trabajó como bibliotecario de su alma mater, el Marischal College de Aberdeen. En 1736 viajaría a Londres, Oxford y Cambridge, donde conoció a un geómetra invidente de nombre Nicholas Saunderson, quien se convertiría en un referente importante para las sorprendentes teorías sobre la percepción sensorial que elaboró más adelante, tanto en Aberdeen como en Glasgow.
En 1737 fue nombrado párroco de New Machar, en Aberdeenshire. Las circunstancias políticas de su nombramiento hicieron que fuera recibido con hostilidad, pero su carácter amable y su moderado temperamento lograron que poco a poco revirtiese tal situación, de modo que los mismos feligreses que en un principio lo rechazaron, lamentarían a la larga su partida, cuando dejó el cargo en 1751, año en que aceptó convertirse en un regent o tutor del King’s College, también de Aberdeen. De hecho, Reid asumiría esta ocupación a iniciativa de su esposa, Elizabeth, con quien se casó en 1740 y quien tanto hizo por los necesitados y los enfermos de la parroquia de New Machar. Los Reid tuvieron nueve hijos, seis mujeres y tres hombres, aunque sólo una entre todos ellos, Martha, sobrevivió a nuestro autor y lo cuidó durante su vejez, como la esposa del Dr. Patrick Carmichael. Cuatro hijos de Thomas Reid (Elizabeth, Anna, Lewis y otra Elizabeth) fallecieron siendo bebés o niños muy pequeños y los cuatro restantes (Jean, Margaret, George y David), murieron ya adultos. La Sra. Martha Carmichael falleció en 1805.
La primera publicación académica de Reid ocurrió cuando era el ministro religioso de New Machar. Se trataba del artículo denominado “An Essay on Quantity, Occasioned by Reading a Treatise in which Simple and Compound Ratios are Applied to Virtue and Merit” (“Un ensayo sobre la cantidad ocasionado por la lectura de un tratado en que se aplican las razones simple y compuesta a la virtud y el mérito”), que examinaba críticamente una excéntrica reflexión de Francis Hutcheson (1694-1746) sobre la posibilidad de medir cuantitativamente la virtud y fue publicado en las Philosophical Transactions of the Royal Society de Londres, en 1748. Este artículo le abriría las puertas para su cargo académico en el King’s College, donde permaneció desde 1751 hasta 1764 y fundó en 1758 la Sociedad Filosófica de Aberdeen, conocida como el Wise Club (Club de los Sabios o de los Sensatos). Allí sometió Reid a discusión los textos que le darían forma a su libro, An Inquiry into the Human Mind on the Principles of Common Sense (Una investigación de la mente humana según los principios del sentido común; en lo sucesivo, IHM), que publicó en 1764, mismo año en que se trasladó al Old College de Glasgow, para sustituir a Adam Smith en la cátedra de filosofía moral. De inmediato ingresaría además a la Glasgow Literary Society. Cabe decir que la Inquiry de Reid fue un libro muy respetado y exitoso en aquellos días, pues tuvo cuatro ediciones en vida de su autor (las de 1764, 1765, 1769 y 1785).
En 1774 Reid publicó el texto denominado, “A Brief Account of Aristotle’s Logic” (“Una breve relación de la lógica de Aristóteles”), como parte de los Sketches of the History of Man (Esbozos de la historia del hombre) de Henry Homes (Lord Kames, 1696-1782). Las notas que escribió para sus cursos en el Old College de Glasgow fueron editadas por Knud Haakonssen a finales del siglo XX, bajo el título de “Practical Ethics, Being Lectures and Papers on Natural Religion, Self-Government, Natural Jurisprudence, and the Law of Nations” (“Ética práctica. Lecciones y escritos sobre religión natural, gobierno de sí mismo, jurisprudencia natural y la ley de la naciones”). Reid se retiró de la docencia universitaria en 1780, sucedido por su asistente Archibald Arthur (1744-1797), pero continuó trabajando intensamente. En 1784 fue nombrado Vicerrector de la Universidad de Glasgow por su Rector, Edmund Burke (1729-1797) y, sobre todo, se dedicó a escribir un extenso volumen llamado, en un principio, “Essays on Powers of the Human Mind” (“Ensayos sobre las capacidades de la mente humana”), que vio la luz pública dividido en dos grandes partes, la primera de 1785, intitulada Essays on the Intellectual Powers of Man (Ensayos sobre las capacidades intelectuales del hombre; en adelante, EIP) y la segunda, editada en 1788 como los Essays on the Active Powers of Man (Ensayos sobre las capacidades activas del hombre; en lo sucesivo, EAP).
En 1791, después más de 50 años de matrimonio, murió su amada esposa Elizabeth Reid. Sus dos últimos escritos académicos de importancia fueron dos textos breves llamados “On Power” (“Sobre la capacidad”), de 1792 y el intitulado “Some Thoughts on the Utopian System” (Algunas reflexiones sobre el sistema utópico”), que incluía ciertas “Observations on the Dangers of Political Innovation” (“Observaciones sobre los peligros de las innovaciones políticas”), de 1794. Reid murió el 7 de octubre de 1796, tras un inesperado malestar de escasos días. Hasta el final de su vida se mantuvo en extremo sano e intelectualmente activo –tan sólo afectado por una acentuada sordera en sus últimos años–, ocupándose, especialmente, de la resolución de difíciles y laboriosos problemas matemáticos. De hecho, desde que Reid dejara las actividades docentes en los años ochenta, se entregó de lleno y con entusiasmo a una buena serie de causas liberales y humanitarias. Por ejemplo, en 1788 y 1792 apoyó peticiones de la Universidad de Glasgow al Parlamento Británico en favor del movimiento antiesclavista del político y filántropo inglés William Wilberforce (1759-1833). En 1790 fue el primer presidente de la sociedad de Glasgow dedicada a la atención y ayuda a los hijos de los ministros de la Iglesia de Escocia. Entre 1791 y 1793 promovió y dirigió la Enfermería Real de Glasgow y en ese 1791 se sumó al grupo de los Glasgow Friends of Liberty, apoyando económicamente a la Asamblea Nacional Francesa, cosa que, para su sorpresa, le acarreó agresivas advertencias por parte de los enemigos políticos de tal Asamblea.
Quizás la única causa liberal de sus tiempos que Reid no secundó fue la Guerra de Independencia norteamericana, en la que estuvo en peligro de verse involucrado un hijo suyo, George Reid (fallecido en 1780), quien era un médico militar del Ejército Británico. Pero Thomas Reid sería siempre un centrado Whig, un monarquista constitucional, un bienintencionado republicano –en su sentido clásico de autogobierno de los libres, más que contemporáneo de régimen por completo democrático– y un liberal moderado, consciente tanto de los defectos y los riesgos de la moderna e ilustrada “sociedad comercial”, como de sus enormes ventajas civilizatorias y humanizantes. Como universitario, Reid gustaba dedicar su tiempo libre al cultivo de las matemáticas avanzadas, al atento seguimiento de la ciencia natural de sus días –tanto físico-química, como biológica– y en el final de su vida, a la elaboración del árbol genealógico de sus ancestros Reid y Gregory. Su pasatiempo favorito, aparte de la lectura y las caminatas, cuando era ministro religioso de New Machar, era la jardinería.
En Escocia los seguidores inmediatos de Reid fueron sus colegas y alumnos de Aberdeen –especialmente el poeta y filósofo James Beattie (1735-1802) – y de Glasgow –el célebre pensador moral Dugald Stewart (1753-1828)–, así como Sir William Hamilton (1791-1856), primer editor de sus obras completas. Como catedrático de la Universidad de Edimburgo, Dugald Stewart se abocó particularmente a la difusión y la valoración de Thomas Reid y, con un mayor éxito comprensible –dada su clara relación con los muy importantes temas económicos–, las de Adam Smith. Un discípulo de Reid en Aberdeen, William Small (1734-1775), sería profesor del Founding Father estadounidense, Thomas Jefferson (1743-1826) en el Colegio de Guillermo y María de Williamsburg, Virginia. Jefferson fue él mismo un gran admirador de la obra de Thomas Reid y promovió que sus libros se estudiaran en las universidades de la joven nación independiente y conservados y divulgados desde las bibliotecas públicas del país. En Francia, Reid gozó de la adhesión de Pierre Paul Royer-Collard (1763-1845), Théodore S. Jouffroy (1796-1842) y, muy especialmente, del espiritualista Víctor Cousin (1792-1867). En España supieron de él y se beneficiaron de sus aportaciones, los catalanes Jaume Balmes (1810-1848) y Francesc Xavier Llorens i Barba (1820-1872).
Desde luego, las propuestas filosóficas sensocomunistas de Thomas Reid tendrían desde un inicio adversarios filosóficos como Joseph Priestley (1733-1804), Thomas Brown (1778-1828) o James F. Ferrier (1808-1864), pero después de un largo periodo de eclipsamiento, a cargo de las inmensas figuras de Hume, Kant, Comte, Hegel o John Stuart Mill (1806-1873), Reid comenzó a ser reivindicado, primero por el gran pragmatista norteamericano Charles Sanders Peirce (1839-1914) y el filósofo analítico inglés, George Edward Moore (1873-1958) y luego por una larga y destacada la lista de estudiosos anglosajones actuales de su obra –véase el apartado de Bibliografía secundaria en lengua inglesa–. Sin embargo, es factible afirmar que mientras que en los ambientes filosófico-académicos de los países desarrollados Reid ha sido abordado con diligente rigor disciplinario, principalmente desde una especializada perspectiva epistemológica, antropológico-filosófica y moral, en los del mundo en desarrollo y, en particular, hispanohablante, la apenas incipiente atención a este ilustrado escocés pareciera desbordar con mucho esas materias y concentrarse también en los terrenos de la filosofía política y social. Hoy la epistemología reidiana aparece, presumiblemente, como un excelente antídoto contra los dogmatismos y los relativismos que han afectado al pensamiento latinoamericano y las propuestas metafísicas, morales e inclusive políticas del autor dan visos de constituirse en un sustento inmejorable para su inestable progreso democrático. El propio ambiente filosófico anglosajón actual debería ser consciente de ello.
Thomas Reid no veía con buenos ojos el término y el concepto de idea. Él prefería hablar de nociones. Consideraba que la adopción de esa palabra de origen griego había impulsado muchos equívocos en filosofía y había promovido, adicionalmente, toda una “teoría de las ideas”, cuya sugerente crítica era posible considerar como su modesta contribución personal a la “filosofía de la mente”. En agosto de 1790 le escribió a su corresponsal James Gregory:
Sería una falta de franqueza no reconocer que pienso que existe algún mérito en lo que usted quiere denominar mi filosofía y me parece que radica, principalmente, en haber objetado la habitual teoría de las ideas o de que las imágenes de las cosas en la mente son el único objeto del pensamiento, una teoría fundada en prejuicios naturales y tan universalmente aceptada, que se ha entretejido en la estructura del lenguaje [Reid 2002b: 210-211].
Y agregaría Reid, con la sencillez que lo caracterizaba:
El descubrimiento (de lo discutible o erróneo de esa teoría) fue un producto del tiempo y no del genio y Berkeley y Hume hicieron más por traerlo a la luz que el hombre que daría con él (Reid, desde luego, nota del autor) [Reid 2002b: 211].
Pero ¿qué son exactamente las ideas que criticaba Thomas Reid? Son las imágenes que existen en la mente, gracias a las llamadas impresiones sensibles o sensoriales, a modo de representaciones, retratos, reproducciones o copias de los supuestos objetos reales, que habrían llegado a esa mente por medio de los órganos de los sentidos. Hume había descrito este asunto con minuciosidad desde su gran obra de 1739: la mente humana se hace de impresiones de las cosas que hieren a los sentidos físicos y que son como las presentaciones de aquellas cosas y de sus propiedades ante los sentidos y la propia mente, pero ésta última genera con posterioridad ideas o representaciones de dichos objetos. Las ideas son representaciones mentales de las cosas perceptibles y de sus características; son las imágenes que tenemos en la mente, gracias a las impresiones que previamente han recibido nuestros sentidos. Ya los antiguos entenderían que las ideas copian o reproducen a las entidades del mundo real, pero los autores modernos propusieron que, en rigor, somos capaces de hablar de esas entidades sólo a través de las imágenes mentales o ideas que tenemos de ellas. Hablando con propiedad, no nos constan los llamados objetos reales, sino tan sólo los datos sensoriales que llegan a nuestra mente –las impresiones– y las representaciones mentales –es decir, las ideas– que tenemos de esas supuestas entidades reales. Los filósofos antiguos comenzaron a hablar de ideas, pero estaban convencidos de que existen cosas objetivas de las que tenemos ideas. Los filósofos modernos, por su parte, heredarían esa noción de idea y se dieron cuenta de que ella puede considerarse más real que el objeto mismo que supuestamente la origina.
Éstas son, pues, las ideas que criticó Thomas Reid: las representaciones que hay en las mentes humanas, en el mejor de los casos como copias o retratos de los objetos reales y en el peor, como los objetos mismos del pensamiento, pues de acuerdo con la “teoría de las ideas”, éste sólo puede pensar en, hablar de o referirse a esas representaciones o ideas, pero no logra hacerlo con respecto a las entidades reales que, presumiblemente, dan origen a las ideas.
Sin embargo, apuntaba Reid, toda la teoría o doctrina de las ideas presupone que los sentidos físicos del ser humano son sólo las ventanas del alma; son meros conductos por los que se introducen a la mente las impresiones que propician a las ideas, pero ello, escribiría Reid, no parece ser así. Percibir no es sencillamente recibir o acoger determinados datos sensoriales o de los sentidos. Percibir es hacer algo; es desplegar ciertas actividades a las que nos referimos en nuestro lenguaje cotidiano mediante verbos como los de ver, oír, tocar, degustar u oler; en una palabra, percibir. Escribiría Thomas Reid en el capítulo primero de su primer ensayo, “Preliminar”, de los EIP:
La percepción de los objetos externos por nuestros sentidos es una operación de la mente de naturaleza peculiar y debe tener un nombre apropiado a ella. Lo tiene en todas las lenguas y en inglés, no conozco ninguna palabra más adecuada para expresar ese acto de la mente que percepción (perception). Ver, oír, oler, degustar y tocar o sentir son palabras que expresan las operaciones propias de cada sentido y percibir expresa aquello que es común a todas ellas [EIP: 23].
Percibir no es, por tanto, el simple hecho pasivo de reunir o recabar información de la realidad y sus objetos y acontecimientos. Puede suceder, inclusive, que nuestros órganos sensoriales estén intactos –por ejemplo, nuestros ojos, nuestros oídos, etcétera–, pero que no funcionen siquiera mínimamente. Para que estos órganos perciban es necesario que operen de manera adecuada y en conjunción con nuestra mente. En consecuencia, percibir es, en rigor, ir activamente a tomar o a recolectar información del mundo real, por medio del quehacer de nuestros sentidos, a través de los actos mentales de percepción. No existen, propiamente hablando, datos de los sentidos, sino percepciones o actos de la percepción.
Pero esto significa que si nuestros sentidos tuvieran diferentes capacidades –como las que muestran otros animales, por ejemplo, el finísimo olfato de los perros o la aguda visión de ciertas aves– o, de plano, que si fueran otros esos sentidos –por ejemplo, el “radar” de los murciélagos o el “sonar” de los delfines; Reid no recurrió en sus explicaciones a casos tomados del mundo animal conocidos o no y en mayor o menor medida en sus tiempos, pero podría haberlo hecho perfectamente–, otra sería también la información que captemos del mismo mundo real con nuestras percepciones, por lo que entonces ocurre que lo que hemos aprendido a llamar nuestras ideas, no son las imágenes, representaciones o copias de las entidades que percibimos: son, en rigor, las nociones que nuestra mente se forma de esas entidades, a través de las percepciones de que es capaz.
Con tales percepciones comienzan las nociones que nuestra mente tiene del mundo real y dichas nociones llegan a ser más o menos completas y más o menos adecuadas a la naturaleza de las entidades reales. Para comenzar, ellas no son los retratos, las copias o las reproducciones de las cosas mismas: no son sus representaciones. Son, más bien, misteriosas alusiones figurativas de tales cosas; son, pues, nociones alusivas a las entidades y que se las figuran de alguna manera, tan sólo mejor o peor; más aproximado o menos aproximado: son nociones alusivas y figurativas de lo real. Nuestra mente no es, por lo tanto, como una colección de fotografías, filmaciones o pinturas de las llamadas “realistas”. En todo caso, se parecería más bien a una colección de pinturas de las que hoy denominamos “impresionistas”, al estilo de las elaboradas por Renoir, Van Gogh, Cézanne, etcétera. Y se entiende, además, que las nociones del mundo que poseen los animales en general son mucho más limitadas y menos profundas y completas que las que nos hacemos los humanos. Entre nosotros, las nociones del mundo también son bastante mejores o mucho peores. Por ejemplo, un niño sabe menos de ciertas cosas, en general, que un adulto común y este adulto sabe menos que un científico especialista en ellas.
Algo es claro, sin embargo, en todas estas consideraciones sobre la percepción: que las copias, retratos, representaciones o reproducciones de las entidades de la realidad son fieles o no son fieles a sus respectivos modelos objetivos; que ellas pueden ser verdaderas o pueden ser falsas; ser esencialmente verdaderas o esencialmente falsas, mientras que nuestras nociones de cualquier entidad real, únicamente serían mejores o peores para aludirla y para figurársela de alguna manera, más o menos aproximada. Nuestras nociones de las entidades y procesos del mundo son exclusivamente y siempre mejores o peores unas que otras; son más acertadas o más equivocadas, pero jamás son esquemáticamente verdaderas o falsas. Si adoptamos, entonces, el nocionismo o el antirrepresentacionismo que reivindicó Thomas Reid y nos alejamos del representacionismo que comenzara a dibujarse con Platón y Aristóteles y culminaría en David Hume –aunque prosiguió muy probablemente con Kant, Hegel, Comte, Marx, Stuart Mill y un muy largo etcétera–, concordaremos en que el conocimiento humano de lo real es siempre algo limitado y perfectible y tan sólo incluye las certezas absolutas que le parecen evidentes de suyo, pues la suscripción de verdades fácticas en esencia incuestionables es algo que se revela insostenible y sólo compatible con una discutible concepción representacionista de la percepción y del conocimiento. Escribiría Thomas Reid a su gran amigo Lord Kames en diciembre de 1778:
Por conocimiento, pienso, queremos decir creencia basada en una buena evidencia. Sabemos lo que es evidente de suyo y sabemos aquello de lo que podemos ofrecer una buena evidencia. Pero a veces creemos a partir de una mala autoridad o desde el prejuicio y a esa creencia no la llamamos conocimiento [Reid 2002b: 107].
Por otro lado, las percepciones que efectuamos son signos comprensibles; son el lenguaje con el que la naturaleza nos habla a los seres humanos –y a todos los animales percipientes– y hay muy pocas dudas de que somos capaces de comprender mejor o peor dicho lenguaje. La percepción nos informa sobre un mundo objetivo y ella no es algo eminentemente subjetivo, como lo es la sensación. Reid proponía el siguiente ejercicio lingüístico-filosófico para entender estas propuestas. En la oración “yo siento un dolor”, la distinción entre sujeto y predicado es gramatical, pero de ningún modo es real, porque el dolor que yo siento es justo mi sensación de dolor, mientras que en el juicio “yo veo un árbol”, la distinción entre sujeto y predicado es gramatical, pero también real, porque mi acción de ver no es en lo absoluto el árbol que veo [IHM: 167-168].
En los actos de la percepción, por consiguiente, se postula siempre o se da por supuesta una entidad real, externa u objetiva y hay dos elementos apreciables en dicho acto: nuestra noción del objeto que percibimos y –lo que es muy importante– nuestra creencia o convicción irresistible en la realidad del objeto percibido. Cuando percibimos, no podemos dejar de creer espontáneamente en que lo que percibimos es real. Así estamos hechos los humanos. Necesitamos introducir el tema de las ideas y adoptar acaso, como un desarrollo cultural muy especial, la doctrina o teoría de las mismas, para que sustituyamos con el idealismo epistemológico ese realismo “de sentido común” que han suscrito de un modo espontáneo y muy natural todas las culturas humanas. Para el idealismo representacionista el mundo es justo del modo en que lo entendemos, mientras que para el realismo nocionista él es justo como es –no obstante que nuestras creencias contribuyan tanto a construirlo– y, en rigor, sólo lo entendemos mejor o peor; de una forma más acertada o más desatinada.
Pero la convicción irresistible en la realidad objetiva de cuanto percibimos es, presumiblemente, parte de un juicio o de una acción de juzgar que remite a una operación y una capacidad mental diferente. Cuando percibimos, juzgamos; aunque como ya fue indicado, juzgar no solamente es afirmar, proponer o enunciar. Existen juicios o actos de juzgar que nunca recurren a enunciados o juicios [EIP: 406-407], por ejemplo y acaso, las ocasiones en que alguien dice “sin comentarios” o “interpreta mi silencio”. Hay juicios tácitos o no verbales, si bien los más comunes de entre todos ellos son los que profieren juicios o enunciados que expresan lo juzgado. ¿Qué es, propiamente, el juicio? Reid lo explicaría en el capítulo inicial de su ensayo acerca del mismo tema, en los EIP:
Aunque los seres humanos debieron haber juzgado en numerosos casos inclusive antes de que los tribunales de justicia fueran erigidos, es muy probable que esos tribunales existieran con anterioridad a que comenzaran las especulaciones acerca del juicio, y que la palabra misma se derivara de la práctica tribunalicia. Así como un juez, después de conocer las evidencias apropiadas, emite su sentencia en alguna causa y a esa sentencia se le denomina juicio, así la mente humana pronuncia su sentencia con respecto a lo que le parece verdadero o falso (o bueno o malo y bello o feo, se podría agregar, nota del autor) y la establece en concordancia con las evidencias de que dispone. Ciertas evidencias no dejan lugar para la duda. La sentencia es entonces, proferida inmediatamente, sin que se busquen o se escuchen evidencias contrarias... En otros casos, no obstante, es pertinente sopesar las evidencias de cada lado antes de pronunciar la sentencia. La analogía entre los tribunales de justicia y el tribunal interno de la mente es, pues, demasiado obvia como para que pasara inadvertida en todo hombre que haya comparecido ante un juez. Asimismo, es probable que la palabra juicio –de igual manera que muchas otras utilizadas al referirnos a esa operación mental– esté fundada sobre esa analogía [EIP: 407 y Reid 2003: 213-214].
Pero cuando se juzga no únicamente se tienen en cuenta determinadas evidencias. Como ya se anotó, algunas de esas evidencias parecen irrefutables y conducen a juicios inmediatos, pero ello ocurre así porque al juzgar también tomamos en cuenta principios; principios para juzgar. En todos los tribunales de justicia el juez y/o los miembros del jurado emiten siempre su juicio, su sentencia teniendo en mente los códigos y los antecedentes jurídicos que les hacen llegar al veredicto de “culpable” o de “inocente”, precisamente porque se robó, se defraudó, etcétera –acciones cuya caracterización está consignada en los códigos y precedentes jurídicos–, y así también “el tribunal interno de la mente” en cada ser humano juzga con base en evidencias y en determinados principios que, en general y en su mayoría, corresponden al contexto histórico y cultural de quienes despliegan la capacidad de juicio. Sin embargo, Reid propondría que existen unos primeros principios para juzgar, precisamente los que nos mueven a pensar en ocasiones que ciertas evidencias –empíricas, racionales o memorísticas– son incontestables. Estos primeros principios le parecen evidentes de suyo a la mente humana y su contradicción aparece también como algo absurdo. Reid los llamaría los primeros principios del sentido común y añadió que esos primeros principios se enuncian a través de “juicios originarios o naturales” a que asiente toda mente humana madura y sana. Así lo consignó en la conclusión de su IHM, de 1764:
Aquellos juicios originarios y naturales son, en consecuencia, una parte del equipamiento que la naturaleza le ha dado al entendimiento humano. Ellos son una inspiración del Todopoderoso en grado no menor al de nuestras nociones o captaciones simples, y sirven para que nos conduzcamos en los asuntos comunes de la vida en los que nuestra facultad de razonamiento nos deja a oscuras. Son una parte de nuestra constitución y todos los descubrimientos de nuestra razón se apoyan en ellos. Integran lo que se denomina el sentido común de la humanidad y cuanto es manifiestamente contrario a cualquiera de estos primeros principios es lo que denominamos absurdo. La fuerza de esos principios es el buen sentido, que a menudo se hace presente en quienes no son muy prolijos en su razonamiento. Una notable desviación de ellos, que surja de algún desorden en la constitución humana, es lo que denominamos locura, como cuando un hombre cree que está hecho de vidrio. Y cuando en algún hombre su razonamiento discurre, por argumentos metafísicos, fuera de los principios del sentido común, a eso lo llamamos locura metafísica, que difiere de otras especies de desarreglo en que no es continua, sino intermitente y capaz de atrapar al paciente en sus momentos especulativos y solitarios, si bien cuando retorna a la sociedad, entonces el sentido común recupera su autoridad en él. La explicación y enumeración claras de los principios del sentido común es uno de los principales desiderata de la lógica [IHM: 215-216 y Reid 2003: 119-120].
Este es pues el sentido común con el que todo ser humano puede juzgar las cosas del mundo, a fin de conocerlas, aprobarlas o reprobarlas y apreciarlas o evaluarlas de diversas maneras: el conjunto de los primeros principios de tal sentido común, que conforman un equipamiento mental propio de nuestra constitución humana. Los seres humanos bien madurados –lo que implica educados– y sanos aceptan estos primeros principios que dan lugar a toda una forma humana de percibir al mundo, así como de entenderlo y de actuar –moralmente– en él. Ellos son, justo, la parte “común” del sentido común; son nuestro sentido común “común”. Con esos principios los humanos juzgamos y, por consiguiente, logramos conocer –siempre aproximadamente, por medio de nociones tan sólo mejores o peores–, sancionar moralmente y evaluar de un modo estético las entidades reales. Claro que tales actos de juicio son en buena medida y en una primera instancia algo cultural e histórico, pero en última instancia son también algo natural y muy humano. Nuestros juicios dependen al fin de cuentas de nuestro sentido común “común” y nos llevan hasta la parte “sensata” del sentido común, hasta el sentido común “sensato” –estos dos términos, sentido común común y sentido común sensato, no fueron propuestos por Thomas Reid, pero quizás logran expresar a cabalidad su pensamiento–. Reid tenía en mente este último sentido común o esta segunda acepción del sentido común cuando escribió lo que sigue en el capítulo II, de su Sexto Ensayo, “Sobre el juicio”, en sus EIP:
... En el lenguaje ordinario, sensatez (sense) siempre implica juicio. Un hombre sensato (a man of sense) es un hombre juicioso (a man of judgment). Buen sentido (good sense) es buen juicio. Insensato (nonsense) es lo que es evidentemente contrario a juicio correcto (right judgment). Sentido común es ese grado de juicio que es común a los hombres con quienes conversamos y tenemos negocios (transact business) [EIP: 424].
Ahora bien, una buena parte de los esfuerzos de Reid se orientaría desde 1764, como parte de la “investigación de la mente humana” en la que estaba comprometido, a cumplir con el imperativo mencionado del esclarecimiento de unos primeros principios del sentido común. Pero Reid no se propuso, acaso como Kant cuando buscaba determinar los principios y los conceptos puros o categorías del entendimiento, deducir el número exacto y la caracterización precisa y definitiva de los primeros principios. «Enumeraciones de esta clase, aun cuando se hacen después de mucha reflexión, raras veces son perfectas» [EIP: 490], se puede leer en los EIP. Aquello que sugeriría Thomas Reid fueron tan sólo buenos o plausibles candidatos a conformar la serie los primeros principios del sentido común, elaborando tres listas o subseries factibles de esos principios. Se refirió así en los EIP a unos “primeros principios de las verdades contingentes” y a otros “de las verdades necesarias”. En los EAP, más tarde, abundaría sobre unos primeros principios morales del sentido común o unos primeros principios de la facultad o el sentido común moral. Jamás aseguró que estas listas fueran exhaustivas y perfectas. Su punto era, ante todo, reivindicar que contamos con unos primeros principios del sentido común, los cuales se encuentran en la base de la totalidad de nuestros juicios y aun de nuestros limitados y rectificables conocimientos.
Los primeros principios de las verdades contingentes buscan hacer posibles –junto con las evidencias suficientes y pertinentes– juicios correctos en la vida cotidiana. Hay algunos principios del sentido común que propician nuestro desenvolvimiento solvente y satisfactorio en los asuntos de la vida ordinaria y ellos son, propiamente, mecanismos de nuestra constitución humana que no debemos esforzarnos siquiera en aplicar, ya que su utilización es instintiva. Advirtiendo que estos primeros principios podían ser más o ser menos que los destacados y que a su enunciado también era posible rectificarlo, Reid propondría en el sexto de sus EIP los siguientes doce candidatos a principios “de las verdades contingentes”:
1. Todo aquello de lo que soy consciente es real de alguna manera y existe como mis nociones, percepciones, razonamientos, recuerdos, etcétera;
2. Los pensamientos de los que soy consciente son de ese ser que llamo «yo mismo, mi mente o mi persona» [EIP: 472 y Reid 2003: 239]. Es decir, los pensamientos siempre han sido pensados por alguien y no pueden subsistir por sí mismos;
3. «Aquellas cosas que recuerdo con claridad, sucedieron realmente» [EIP: 474 y Reid 2003: 240]. Lo usual es que mi memoria sólo me engañe ocasionalmente y debido a causas que son comprensibles;
4. Mi identidad y mi existencia han sido ininterrumpidas desde que las recuerdo con claridad;
5. «Las cosas que percibimos nítidamente con nuestros sentidos existen realmente» [EIP: 476 y Reid 2003: 245] y consisten en algo que percibimos, aunque no lo entendamos;
6. «Tenemos cierto grado de poder sobre nuestras acciones y sobre las determinaciones de nuestra voluntad» [EIP: 478 y Reid 2003: 246] o, en otras palabras, nuestras decisiones. Contamos con cierta libertad personal relativa, pero indiscutible;
7. «Las facultades naturales por las que distinguimos entre la verdad y el error no son falaces» [EIP: 480 y Reid 2003: 250]. Es viable distinguir entre lo verdadero y lo falso;
8. «Hay vida e inteligencia en nuestros semejantes con quienes tratamos» [EIP: 482 y Reid 2003: 253];
9. «Ciertas muecas del rostro, sonidos de la voz y gestos del cuerpo indican determinados pensamientos y disposiciones de la mente» [EIP: 484 y Reid 2003: 256];
10. «Debemos cierta consideración al testimonio de los hombres en materias de hecho, e inclusive también a la autoridad humana en materias de opinión» [EIP: 487 y Reid 2003: 259];
11. Ningún ser humano actúa de un modo por completo azaroso, sino que se conduce conforme a hábitos; y
12. «Lo que ocurra en los fenómenos de la naturaleza será probablemente semejante a cuanto haya sucedido con anterioridad en circunstancias similares» [EIP: 489 y Reid 2003: 262].
Aparte de estos primeros principios del sentido común que se pueden pensar como algo instintivo en los seres humanos, habría otros que no lo son, aunque es natural, factible y conveniente aceptarlos de un modo consciente y racional y asumirlos, inclusive, como un hábito de conducta mental y práctica. Estos otros primeros principios serían indispensables para que los humanos nos conduzcamos como tales y su pertinencia se muestra cuando nos sometemos a todas las disciplinas que hacen de nosotros seres humanos –el lenguaje hablado y escrito, la moral, las ciencias, las artes, etcétera–. Reid los llamó “primeros principios de las verdades necesarias” y en relación con ellos, ni siquiera se atrevió a formular un listado más o menos puntual. En lugar de eso, prefirió nombrar grupos de los mismos y citar algunos ejemplos probables de los que serían buenos candidatos para considerarse como juicios originarios de esta clase. En los EIP se mencionaban seis clases específicas, entre otras posibles:
1. Primeros principios gramaticales. Algunos ejemplos serían «en una oración todo adjetivo debe atribuirse a un sustantivo explícito o implícito, o toda oración completa incluye a un verbo» [EIP: 491 y Reid 2003: 264];
2. Primeros principios lógicos. «Toda proposición es verdadera o falsa; o ninguna proposición puede ser verdadera y falsa a un mismo tiempo; o el razonamiento circular no demuestra nada; o todo lo que puede predicarse con verdad acerca de un género, se puede predicar con verdad de sus especies y de los individuos que forman parte de aquel género» [EIP: 491 y Reid 2003: 264-265];
3. Primeros principios matemáticos. Por ejemplo, los de la geometría euclideana –dos superficies son iguales entre sí, si sus dimensiones son las mismas, etcétera–;
4. Primeros principios metafísicos. Juicios tales como «las cualidades que percibimos mediante nuestros sentidos deben tener un sujeto que llamamos cuerpo, y los pensamientos de los que somos conscientes, un sujeto que llamamos mente» [EIP: 495 y Reid 2003: 271] o también «todo lo que comienza a existir, debe tener una causa que lo produjo» [EIP: 497 y Reid 2003: 272];
5. Primeros principios relativos a las cuestiones del buen gusto. Reid sostenía que las normas básicas de todo cuanto nos agrada a los seres humanos son universales, a pesar de que nuestro gusto varíe enormemente por diferencias culturales y de educación. Un buen ejemplo de estos primeros principios sería formulado en un texto conocido como las Lectures on the Fine Arts (“Lecciones sobre las bellas artes”, de 1774, donde propuso que nos agradan las cosas artificiales o naturales que encontramos excelentes en su respectiva clase [Reid 1998: 369]); y
6. Primeros principios morales. En los EIP Reid mencionaría estos principios, pero los examinó más detenidamente en los EAP de 1788. Desde luego, su propuesta era que las reglas fundamentales de moral son asimismo uniformes en todos los seres humanos, aunque los códigos de moral sean histórica y culturalmente muy variados. En el libro de 1785 se citaban como ejemplos «que ningún hombre debiera ser culpado de lo que no estaba en su poder impedir, o que no debemos hacer a los demás lo que pensamos injusto o inadecuado que nos hagan a nosotros en las mismas circunstancias» [EIP: 494 y Reid 2003: 269).
No sería insensato o poco juicioso proponer que esta lista de posibles grupos de “principios de las verdades necesarias”, sugerida por Thomas Reid, revela las “deformaciones profesionales” de su autor –dicho sea esto sin el menor ánimo peyorativo–. ¿Por qué insistir en unos primeros principios matemáticos y no en otros políticos, por ejemplo? No destaca en particular alguna razón para ello. Si acaso unos principios matemáticos resultan relevantes y plausibles, al igual que otros morales, no se apreciaría como algo fuera de lugar la posibilidad de unos primeros principios políticos, o aquellos indispensables para el funcionamiento de las sociedades políticas de los seres humanos; principios cuyo paulatino esclarecimiento histórico, hasta arribar a los tiempos actuales, permitiría encontrarlos, de hecho, en las normas o los principios constitucionales de las sociedades políticas contemporáneas, sobre todo en las colectividades que se caracterizan por un funcionamiento constitucional adecuado y bastante satisfactorio; no aquellas otras donde la Constitución Política vigente se llega a juzgar como en extremo confusa o inservible o como “letra muerta” en muy numerosos casos. Thomas Reid incluiría en su serie de los primeros principios de las “verdades necesarias”, principios matemáticos y no políticos, aunque tal vez hoy no se opondría al hecho de tomar en cuenta a unos posibles principios de esta última clase, para enriquecer su serie tentativa o ensayística de los primeros principios del sentido común.
Los primeros principios de las verdades contingentes y los de las verdades necesarias ofrecen ya una buena noción de lo que es, en principio, el sentido común humano; ése común a todos los miembros de nuestra especie y que propicia lo que, en última instancia, también es dicho sentido común: no otra cosa que sensatez, juiciosidad o razonabilidad. Esta sensatez debiera procurarse en nuestro limitado y muy perfectible conocimiento del mundo real, a través de la búsqueda de cada vez mejores nociones acerca del mismo, pero también sería muy aconsejable para nuestro actuar en la realidad.
En el capítulo final del quinto y último de sus EAP, ensayo dedicado a la moral, Thomas Reid escribiría:
Los primeros principios de la moral no son deducciones (a partir de otros principios más generales y de distinto tipo, nota del autor). Ellos son evidentes de suyo y su verdad, como la de otros axiomas, se percibe sin razonamiento o deducción algunos. Y las verdades morales que no son evidentes de suyo se deducen no de relaciones muy diferentes a ellas, sino de los primeros principios de la moral [EAP: 386].
Hay entonces unos primeros principios del sentido común bastante particulares, que son los primeros principios morales o de la moral. Por ello, en su serie final de ensayos sobre las capacidades de la mente humana, los EAP, Reid propondría tres listados de primeros principios –y otros doce de éstos, aunque «sin pretender una enumeración exhaustiva» [EAP: 312]– para completar los esbozados en los EIP. Se puede hablar así de unos primeros principios referentes a la virtud en general –aquí los denominaremos la serie I–; unos primeros principios relativos a ramas específicas de la virtud –serie II– y otros que tendrían que ver con la comparación entre virtudes que parecen contradecirse entre sí –la serie III–.
Entre los primeros principios de la serie I figuran, presumiblemente:
1. Hay cosas en la conducta humana que merecen aprobación o elogio y cosas que ameritan culpa y castigo. Asimismo hay grados para la aprobación y la culpa en las distintas acciones de los seres humanos;
2. Lo que no es en modo alguno voluntario en nuestra conducta, no merece aprobación o desaprobación morales;
3. Aquello que se hace necesariamente o sin posibilidad de evitarse, pudiera ser agradable o desagradable, útil o inútil, dañino o beneficioso, pero nunca objeto de aprobación o reprobación morales;
4. Se puede ser culpable de hacer lo que no se debe hacer o de no hacer lo que sí es debido;
5. Tenemos que utilizar siempre los mejores medios a nuestra disposición para informarnos acerca de lo que es nuestro deber, ya sea por medio de la observación de lo aprobable y lo reprobable en la conducta de las demás personas, la instrucción moral que recibimos, o bien la reflexión personal «en un momento tranquilo y desapasionado» [EAP: 313]; y
6. Debe ser nuestra más seria preocupación realizar nuestro deber hasta donde sabemos que lo es y fortalecer nuestras mentes contra toda tentación que nos aparte de él. Es preciso mantener un vívido sentido de la belleza de la conducta recta y de lo horrible que resultan las acciones viciosas.
Pero estos seis primeros principios del sentido común moral abarcan asimismo los siguientes cinco, de la serie II:
7. Debemos preferir siempre un bien mayor, aunque más distante, a uno menor y más inmediato e, igualmente, un mal menor a otro mayor;
8. Cuando la intención de la naturaleza se manifieste en nuestra compleja constitución, deberemos atenderla y actuar de acuerdo con ella, siempre y cuando se encuentre apropiadamente encauzada hacia una conducta virtuosa, como sólo es posible que ocurra entre los seres humanos. «La vida de un animal es acorde a la naturaleza de ese animal, pero no es virtuosa ni viciosa. La vida de un agente moral nunca es de acuerdo con su naturaleza si ella no es virtuosa» [EAP: 315].
9. Ningún ser humano ha nacido sólo para sí mismo, sino que lo ha hecho para vivir entre sus semejantes;
10. Deberemos actuar siempre con respecto a los demás del modo en que juzgamos que sería correcto que ellos actuaran en relación con nosotros en las mismas circunstancias, o bien actuar de la forma en que aprobaríamos en los demás, tanto como no hacerlo del modo en que condenaríamos en otros; y
11. Para todo humano que crea en la existencia, las perfecciones y la providencia de Dios, es evidente de suyo que debe rendirle culto y obediencia.
Por último, la serie III se concentraría en este único principio mencionado por Reid:
12. Las virtudes tienen una jerarquía y no se contraponen unas a otras. Por ejemplo, es más importante ser justo que ser generoso y nunca debiera serse generoso hasta el punto de cometer injusticias.
Ahora bien, entre estos doce primeros principios morales del sentido común, evidentes de suyo y que serían el fundamento de los mil y un principios morales específicos que han sido reivindicados en muy diversos tiempos y lugares –por cierto, no todos ellos compatibles con los primeros principios del sentido común moral; como dice la expresión, “no todo lo que brilla es oro...”–, existen dos que destacan en particular y que son el siete y el diez. El séptimo primer principio es el que rige nuestra prudencia, la cual a su vez, según Thomas Reid, es lo que mejor dirige nuestro interés: “un hombre es prudente cuando consulta su verdadero interés, pero no puede ser virtuoso si no tiene consideración hacia su deber” [EAP: 221]. El principio número diez, por otro lado, es aquél «de todas las reglas de la moralidad, la más comprensiva y merece en verdad el encomio brindado a ella por la máxima autoridad, acerca de que es la ley y los profetas» [EAP: 316; cursivas del propio Reid], ya que comprende sin excepción toda regla de justicia y los deberes entre padres e hijos, amos y sirvientes, magistrados y súbditos, maridos y esposas, vendedores y compradores, deudores y acreedores, etc., decía Reid. Se trata del principio de sentido común que, en rigor, define y rige todo nuestro deber, algo que sólo experimentamos los seres humanos y de ninguna manera, presumiblemente, otros animales.
El interés y el deber, de acuerdo con Thomas Reid, son los dos principios racionales de la acción en los seres humanos. Exclusivamente estos seres –y no así los demás animales– son capaces de actuar conforme a reglas, normas o leyes que pueden concebir, entender, respetar y cumplir, mucho más allá del seguimiento mecánico y casi infalible que la disciplina logra en los animales más inteligentes –los “brutos” que evocaba Reid, pensando en perros, caballos, gatos u otros animales “superiores” domésticos y de trabajo, con los que convivían las personas en el siglo XVIII–, cuando a éstos se les adiestra para “cumplir” o seguir determinadas reglas que les son impuestas y que no entienden. Nosotros los humanos, que somos “sujetos de la ley”, tenemos una concepción clara de cada regla general de conducta a la que nos sometemos como entes de razón. Y lo que nos induce a cumplir las leyes es siempre «un sentido del interés o un sentido del deber, o bien los dos concurrentes» [EAP: 221; cursivas de Reid mismo], lo que significa, en primer lugar, que sólo los humanos tenemos estrictos intereses racionales y suscribimos deberes y, en segundo lugar, que de estos dos principios racionales de nuestra acción, el primero es el que nos proyecta hacia el mundo de la moralidad y el segundo el que nos instala decididamente en él; por lo tanto, este segundo principio sería más importante, más valioso o “más noble” que el primero. Cumplimos las normas jurídicas, morales o hasta religiosas, en principio, por mero interés, pero en última instancia y sobre todo –para que la acción posea un estricto valor moral– porque tal es nuestro deber, algo inimaginable e inexistente en los animales “brutos”. Adicionalmente, interés y deber son realidades irreductibles entre sí y perfectamente diferenciables una de la otra. Escribiría Reid en el capítulo V de la tercera parte del tercer ensayo de sus EAP:
Cuando yo digo, esto es de mi interés, quiero decir una cosa; cuando digo, esto es mi deber, significo otra cosa. Y aun cuando un mismo curso de acción, correctamente entendido, pueda ser tanto mi deber como de mi interés, las concepciones (de ambos) son muy diferentes. Ambos son motivos racionales de acción, pero muy diferentes en su naturaleza [EAP: 222].
Regresando, empero, al séptimo primer principio moral o de la prudencia, hay que comentar expresamente de él lo que está implicado en las observaciones precedentes: que cuando hacemos una buena estimación de los bienes y males que se nos presentan en la vida, de acuerdo con su dignidad, duración y grado, llegamos a la práctica de la virtud y, más directamente, a la del gobierno de nosotros mismos, a través de la prudencia, la templanza y la fortaleza, aunque indirectamente también a la de la justicia y el humanitarismo –“humanidad”, la llamaba Reid–. Este primer principio número siete no es entonces el más noble de todos cuantos haya, pero encierra la ventaja peculiar de que a su poder lo experimentan o sienten los humanos menos instruidos o más indolentes, y por consiguiente el juicio moral menos desarrollado por el ejercicio o el más corrompido por los malos hábitos, no serán indiferentes a él:
Si bien actuar desde este motivo solamente se pudiera llamar prudencia en lugar de virtud, esta prudencia, sin embargo, merece alguna consideración en sí misma y más aún porque es amiga y aliada de la virtud y enemiga de todo vicio... Si un hombre es capaz de verse inducido a hacer su deber incluso teniendo en cuenta tan sólo su propia felicidad, pronto encontrará razón para amar la virtud por sí misma y para actuar a partir de motivos menos mercenarios.
No puedo, por tanto, aprobar a los moralistas que proscriben toda persuasión hacia la virtud adoptada desde la consideración al bien privado. En el presente estado de la naturaleza humana, ésta no es menos útil que la mejor de todas ellas y es el único medio de que logran disponer los abandonados [EAP: 314].
Por otra parte, en relación con el primer principio moral número diez o de la justicia, Reid apuntaría que no es falta de juicio, sino de franqueza e imparcialidad en los seres humanos, lo que los lleva evadir este principio y que quienes actúan invariablemente según esta importante regla moral, rara vez se desvían del camino del bien y del deber y yerran en sus apreciaciones, pues sólo se equivocarán cuando carezcan de información o de elementos indispensables de juicio. Pero lo más notable de esta reflexión reidiana acerca del interés y del deber es que según el sensocomunista aberdinense, la virtuosa vida consecuente con el deber reconocido, es asequible desde la ponderación del mejor interés racional. En última instancia, el interés más importante de todos puede llevarnos hacia el deber y la virtud y no hay divorcio entre ambos elementos –interés y deber–, como tampoco lo hay entre los demás principios de la acción humana que no son racionales y aquél que corona a éstos últimos, el deber. El interés sólo se contrapone al deber cuando es interés inmediato o intermedio o acaso cuando está enfocado hacia bienes que no son los últimos y más valiosos.
En el capítulo VII y final del quinto ensayo, también final, de los EAP, Thomas Reid explicaría que la conducción de nuestras acciones –que puede ser buena o mala y tiene, por tanto, un carácter moral– y nuestra apreciación de las conductas de otros o de nosotros mismos, en el sentido de que ellas sean correctas o incorrectas, buenas o malas o debidas o indebidas, no son ambas una cuestión de sentimientos o sensaciones, como se había venido sosteniendo en la filosofía moderna, muy particularmente a partir de los textos de David Hume, sino una muy diferente cuestión de juicio. Una acción propia o ajena no es, en rigor, buena porque nos produzca un sentimiento de agrado o mala porque nos genere una sensación desagradable. Lo bueno no es sencillamente aquello que nos hace sentir bien y lo malo, lo que nos provoca sensaciones desagradables o deja en nosotros una “cruda” o “resaca” moral. La moralidad no es una cuestión de sentimientos, sino de juicios, propondría Thomas Reid en el capítulo mencionado.
Allí plantearía que las sensaciones y sentimientos son algo estrictamente animal o característico de los animales y que en el animal que es el humano, es frecuente que las sensaciones y sentimientos vayan aparejadas o asociadas a actividades mentales como el juicio. En ocasiones la sensación se encuentra seguida inmediatamente por el juicio, por ejemplo, cuando percibimos los objetos y a nuestras sensaciones visuales, auditivas, etcétera, sucede el juicio que nos convence de la realidad de lo percibido. La creencia irresistible en que lo percibido es real es, pues, un juicio vinculado a la sensación perceptiva y ambos elementos configuran la percepción. Hay ocasiones también en que al sentimiento, por ejemplo, de amor hacia nuestros padres o nuestros hijos, sigue el juicio de que ellos son buenos a pesar de que los hechos o de que sus acciones nos muestren lo contrario. Pues bien, también acontecería que a ciertos juicios los sigue un sentimiento determinado. Verbigracia, si juzgamos que alguien hizo una acción buena, de inmediato sentimos una estimación hacia la persona que realizó tal acción, o si juzgamos que una obra de arte es bella entonces deseamos contemplarla por largo tiempo –sentimos una agradable sensación en su contemplación– e incluso llegamos a sentir la necesidad de poseerla o tenerla cerca de nosotros.
De nuevo recurriría Reid, en este contexto, a reflexiones sugeridas por el lenguaje. Supóngase –escribió en el capítulo VII del quinto de los EAP– que en un caso bien conocido por ambos, un amigo me dijese: «tal hombre actuó bien y valiosamente; su conducta es altamente aprobable» [EAP: 381]. Esta forma de hablar en mi amigo expresa su juicio sobre la conducta de un hombre. Ese juicio puede ser verdadero o falso y yo puedo estar o no de acuerdo con él. Si disiento de este juicio, no cuestiono ni ofendo con ello a mi amigo; simplemente pongo al lado del suyo un juicio distinto, que me he atrevido a formular. En cambio, si en relación con el mismo caso mi amigo me dijera, «la conducta del hombre me produjo un sentimiento muy agradable» [EAP: 381], yo no puedo contradecir a mi amigo sin implicar que él no sepa lo que está sintiendo y, en consecuencia, sin ofenderlo de una manera indiscutible, porque le estoy diciendo que es un mentiroso, como no es el caso cuando contradije su primera afirmación, ésa que expresaba su juicio.
Si la aprobación o la desaprobación morales consistiesen en simples sentimientos agradables o desagradables, los proposiciones “tal hombre actuó bien y valiosamente; su conducta es altamente aprobable” y “la conducta del hombre me produjo un sentimiento muy agradable” deberían significar exactamente lo mismo, pero no es así. El primer enunciado expresa un juicio que no afirma nada sobre el hablante y sí algo acerca del sujeto del juicio, mientras que la segunda expresa un sentimiento que experimenta el hablante, que externa él mismo y que no dice nada sobre la conducta del hombre que produjo en dicho hablante un sentimiento determinado. Además y como ya se apuntó, a la primera proposición se la puede contradecir sin que eso conlleve afrenta alguna para el proponente, en tanto que a la segunda sólo es posible contradecirla efectuando tal afrenta y diciendo que el proponente es un mentiroso que no sabe lo que está sintiendo. Ninguna de estas consideraciones sería pertinente si ambas proposiciones significaran lo mismo y, por consiguiente, la apreciación moral fuese una cuestión de sentimientos y no de juicios. Pero tal no es el caso. La apreciación moral tiene propiamente lugar a través de juicios que generan sentimientos, aunque primero es siempre el juicio y luego el sentimiento o la sensación. A los juicios de aprobación moral les siguen, en principio, sentimientos agradables, mientras que a las desaprobaciones morales, sentimientos desagradables, excepto que a causa de haber tenido una mala educación moral, nos sintamos mal por hacer cosas buenas, o bien luego de hacer algo moralmente malo –el mentiroso que se jacta sinceramente de sus mentiras o el asesino que disfruta sus homicidios...–.
En última instancia, la moralidad no es una mera cuestión de sentimientos, porque no sólo somos animales, sino seres con características animales, aunque también dotados de razón, juicio racional y libertad moral. Precisamente por eso tenemos moralidad y esta moralidad tiene que ver con juicios racionales mayor o menormente complejos, afincados en principios acertados para juzgar –en última instancia, de sentido común– cuando son tales juicios los predominantemente correctos de un individuo o un ser humano juicioso o sensato. Apuntaría Thomas Reid en una franca polémica con David Hume e, inclusive, Adam Smith:
El sentido moral es por lo tanto, el poder de juzgar en moral. Pero Mr. Hume entiende por sentido moral únicamente una capacidad de sentir, sin juzgar. Considero que esto es abusar del término... Los autores que ubican la aprobación moral sólo en el sentimiento, utilizan muy a menudo la palabra sentimiento (sentiment) para expresar sentimiento sin juicio (feeling without judgment). A esto también lo considero un abuso de las palabras. Nuestras determinaciones morales pudieran, con toda propiedad, ser llamadas sentimientos morales. Porque en lengua inglesa nunca la palabra sentimiento, hasta donde yo entiendo, significa mero sentimiento (feeling), sino juicio acompañado de sentimiento [EAP: 284].
Pero así como la moralidad humana no es una simple cuestión de sentimientos, sino una de juicios que involucran posteriormente sentimientos, así tampoco la justicia es algo sencillamente acordado por los seres humanos, debido a que ella consista en cuanto es útil para la preservación y la promoción de la sociedad de tales seres humanos. Ni la aprobación moral es un mero sentimiento ni la justicia es, en rigor, eso que denominaría David Hume, en el Libro Tercero su Tratado de la naturaleza humana, una virtud artificial y no natural como sostuvo Thomas Reid en sus EAP. En efecto, en el Capítulo V de su quinto ensayo sobre las capacidades activas del hombre, Reid aduciría que la justicia o bien su ausencia en las acciones y situaciones, así como nuestro sentido humano para detectarla, no son algo creado artificialmente por los miembros de nuestra especie, a partir de una conciencia de intereses racionales que nos permitan establecer lo que es justo o injusto. La justicia y la injusticia son cosas que se dan en la realidad y que afectan tanto a las acciones de los seres humanos –víctimas de la injusticia o acreedores de su contrario–, como logran ser detectadas o percibidas por esos mismos seres –los cuales están dotados de un sentido de la justicia o de la capacidad para juzgarla–, como no así por los demás animales, en quienes los actos justos o injustos propiamente no resultan pertinentes para el desenvolvimiento de su actuar animal. Un sentido de las acciones justas e injustas es parte de la constitución natural de los seres humanos o, dicho en otras palabras, la justicia es una virtud natural y no artificial.
Reid recordaba que según el Hume del Tratado de la naturaleza humana, el mérito de la justicia consiste únicamente en su utilidad para la sociedad. Ni duda cabe, observaba Reid, de que la justicia es útil para la sociedad y que tan sólo por ello podría ser estimada. Quizás si no la ejercitáramos, no tendríamos noción de ella, «pero esto es igualmente cierto de los afectos naturales benevolentes, como la gratitud, la amistad y la compasión, que Mr. Hume considera virtudes naturales» [EAP: 342], no artificiales, porque las primeras son las que, en su opinión, producen sentimientos agradables y las segundas, las que prueban ser útiles para la sociedad o sus miembros, como la justicia misma. Pudiera, en efecto, decirse con el edimburgués que los humanos tenemos una noción de la justicia hasta que vivimos en sociedad, pues ella es una concepción moral y no nacemos teniendo ya concepciones y juicios morales. «Estos se desarrollan gradualmente, al igual que la razón» [EAP: 342]. Pero no existen afectos animales que nos hagan ser justos. Los afectos naturales acaso nos vuelven amables, pero en modo alguno justos. «La concepción misma de la justicia presupone una facultad moral, pero no así nuestros afectos naturales amables; de otro modo, tendríamos que aceptar esa facultad en los animales» [EAP: 342], algo que, ciertamente, no es el caso.
Lo que ocurre es que cuando los humanos arribamos hasta el ejercicio de nuestra facultad moral, percibimos algo monstruoso (a turpitude) en los actos injustos, como también lo hacemos con respecto a los crímenes en general, y de manera concomitante, experimentamos «una obligación hacia la justicia, muy aparte de la consideración de su utilidad» [EAP: 243]. En forma adicional, los seres humanos desarrollamos cierta concepción racional de los favores y los agravios, debido a que antes adquirimos una concepción de la justicia y percibimos que estamos obligados, por deber, hacia ésta, como algo muy distinto e independiente de la utilidad que ella pudiera brindarnos. Hasta los asaltantes y los piratas, agregaba Reid, luchan con su conciencia cuando rompen todas las reglas de la justicia y en sus ratos de soledad sienten remordimiento. Aunque el bien común de la sociedad (the common good of society) sea algo que complace a todos los hombres, nadie piensa claramente en dicho bien en el momento de ser justos o injustos. Tan sólo las personas más educadas e inteligentes llegan quizás a considerarlo, si bien es imposible hacer de ello una regla general. Se cumple con la justicia por simple deber moral y porque hay una voz dentro de nosotros mismos, que proclama que son ruines (base) y merecen castigo quienes faltan a ella.
Ahora bien, es conveniente establecer ciertas formas específicas como es factible ser justo o injusto con los demás. Para ello, vale la pena tomar en cuenta seis agravios muy básicos, entre otros, que llegan a sufrir los seres humanos. A las personas se les puede agraviar: 1) En su persona, cuando se las lastima, hiere o mata; 2) En su familia, cuando se afecta de cualquier modo algún miembro de ésta; 3) En su libertad, cuando se les confina o limita injustificadamente; 4) En su reputación, cuando se habla mal de ellas sin fundamento alguno; 5) En los bienes de su propiedad o de su patrimonio, y 6) A través de la violación a los contratos o compromisos adquiridos con ellas. Aquí se enumeran seis derechos fundamentales “del hombre”, que son sus derechos a la seguridad personal, la familia, la libertad, el buen nombre, la propiedad y el respeto a los acuerdos pactados con él. Decir que un ser humano tiene derecho a todo esto implica afirmar las maneras concretas en que debe serse justo con él, tanto como de no cometerle injusticias, «porque la injusticia es la violación a los derechos y la justicia, conceder a cada hombre aquello que es su derecho» [EAP: 349]. Los primeros cuatro de los anteriores derechos del hombre han sido llamados comúnmente derechos naturales o innatos y los últimos dos, derechos adquiridos, ya que se derivan con claridad de las prácticas de los seres humanos, aunque no así de la constitución natural humana. Pero todos ellos son derechos fundamentales del hombre. Cuando a una persona se le niegan o violan estos derechos, ella percibe y siente intuitivamente que ha sido injuriada y sus sentimientos surgen de un juicio que le permite su facultad moral o su sentido de lo que es justo:
Que estos sentimientos emergen en la mente de un hombre tan naturalmente como su cuerpo crece hasta la que será su estatura; que ellos no son el fruto de la instrucción, ya sea de los padres, ministros religiosos, filósofos o políticos, sino el mero desarrollo de cuanto es natural, es algo que pienso que no puede negarse sin descaro (effrontery) [EAP: 349-350].
Y es que encontramos dichos sentimientos igualmente fuertes entre las “tribus más salvajes” y los pueblos más civilizados de la humanidad. Con sólo que hubiera dos seres humanos sobre la faz de la tierra, uno pudiera ser injusto con el otro o hasta consigo mismo si faltara a cualquiera de los derechos fundamentales de su congénere. No importa que ambos tengan que crecer e instruirse juntos, a fin de adquirir plena conciencia de los derechos de cada uno; esos son los derechos de su singular especie animal.
Cuando David Hume propondría que la justicia es una virtud artificial, observó Reid, curiosamente la consideró sólo en relación con los últimos derechos fundamentales adquiridos, el de la propiedad y a contraer y respetar contratos, y no con respecto a los cuatro derechos naturales o innatos. Él nunca examinó las injusticias que podían cometerse en referencia a los otros cuatro derechos fundamentales. Sin embargo, si se les toma en cuenta a éstos y en conjunto a los seis grandes derechos del hombre aquí mencionados, es muy ostensible que la justicia y su contrario son una cuestión de deber, no tanto de interés, y que es preciso estimarla una virtud natural entre los seres humanos, antes que otra artificial convenida por ellos y a causa su enorme utilidad pública. En otras palabras, la justicia es una mera cuestión de especie y no de sociabilidad, porque la sociabilidad de otros animales –desde aquélla de las abejas o las hormigas hasta la de los chimpancés o los gorilas, diríamos hoy– no produce en ellos ni la justicia, ni la moralidad. Los humanos podemos apreciar las injusticias que existen y ha habido en el mundo y, por supuesto, somos plenamente capaces de cometerlas –y de enmendarlas–. Los demás animales no. Estamos obligados por nuestra facultad moral, nuestro sentido de la justicia y nuestro deber a ser justos, respetando los derechos del hombre y aún –diríamos ahora recuperando el espíritu de lo dicho por Thomas Reid– los de otras especies del ámbito natural.
Aunque la noción de justicia y el primer principio moral de sentido común relativo a ella, en la opinión de Reid, resultan determinantes para insertar a los seres humanos en el ámbito de la moralidad y, muy especialmente, en el del deber; y si bien el filósofo aberdinense abundaría sobre dicha justicia en su obra publicada –en particular, sus EAP–, no está por demás insistir en que según el esquema general de su pensamiento, ella debiera acompañarse por lo que en las lecciones sobre filosofía moral de nuestro autor en el Old College de la Universidad de Glasgow, a partir de 1765 y hasta 1780, llamó la humanidad o un sentido indispensable de humanitarismo, como le denominaríamos en la actualidad. Debe tomarse en cuenta que estas lecciones jamás fueron publicadas en vida de su autor. Ellas fueron editadas hasta finales del siglo XX por el especialista en la obra de Thomas Reid, Knud Haakonssen (véase la bibliografía secundaria en lengua inglesa).
Thomas Reid enseñaba que los deberes humanos se pueden dividir en los que tenemos hacia nosotros mismos, hacia Dios y hacia nuestros congéneres. Estos últimos son los deberes sociales, que incluyen a la justicia, por supuesto, aunque también a la humanidad o el humanitarismo. Justo es el ser humano que no lastima de ningún modo a sus semejantes y les concede cuanto les corresponde. Por la justicia, nos abstenemos de cometer agravios contra nuestros semejantes, pero también por humanidad es que buscamos hacerles todo el bien que nos es posible o que esté a nuestro alcance hacerles. La justicia es, propiamente, de una de estas dos clases: conmutativa o distributiva. Gracias a la justicia conmutativa no violamos los derechos de los demás ni invadimos su propiedad; no los afectamos en su persona, su familia o su buen nombre. Ella consiste, sencillamente, en “no meterse” con nadie y no hacer nada que afecte o le falte al respeto a otros. Tan necesaria es esta justicia conmutativa en las sociedades humanas, que sin su concreción esas sociedades no sobrevivirían el más mínimo tiempo. Se ha dicho que inclusive es necesaria para preservar una pandilla de ladrones o de piratas, escribiría Reid [Reid 1990: 138].
Y también apuntó en sus lecciones de Glasgow con tema en la justicia:
El primer objetivo de todo gobierno y el principal objetivo de las leyes humanas es proteger a los hombres de las violaciones injustas a sus derechos, las cuales pueden intentarse mediante la violencia y el fraude, así como disuadirlos, por medio de castigos, de aquellas violaciones a los derechos de otros [Reid 1990: 139].
Esto hace referencia a la justicia distributiva, consistente en la aplicación de las leyes y en la distribución, por lo tanto, de castigos y recompensas. La justicia distributiva se puede reducir al hecho de dar a cada quien lo que le corresponde, pero incluso ello está lejos de las dádivas y concesiones a las que no llama con propiedad esta justicia distributiva y que, sin embargo, pueden perfectamente ocurrir por humanidad. Es justo quien no daña a los otros y les concede cuanto es su derecho, pero es humanitario quien les procura un bien al que él mismo no está obligado a otorgar y que quien recibe no tiene derecho a reclamar. Es estupendo, por tanto, ser justos y ello es lo mínimo que se pide de las personas de bien, pero es factible, asimismo, ser humanitarios y refrendar y perfeccionar, con ello, a la moralidad y el deber. Si comprendemos las célebres palabras de Terencio (ca. 195-159 a.c.), apuntaría Reid –éstas son: Homo sum et nihil humanum a me alienum puto, “soy un hombre y nada humano me es ajeno” [Reid 1990: 139]–, quedará en claro que, en última instancia, no basta acaso conque seamos justos, sino que es todavía mejor ser humanitarios.
Reid, Th., Inquiry and Essays. Editado por Ronald E. Beanblossom y Keith Lehrer, con una introducción de Ronald E. Beanblossom. Hackett Publishing Co., Indianapolis 1983.
—, Practical Ethics. Being Lectures and Papers on Natural Religion, Self-Government, Natural Jurisprudence, and Law of Nations. Editado de los manuscritos y con una introducción por Knud Haakonssen. Princeton University Press, Princeton, Nueva Jersey 1990.
—, An Inquiry into the Human Mind on the Principles of Common Sense. A Critical Edition. Editado por Derek R. Brookes. Edinburgh University Press, Edimburgo 1997 (IHM).
—, Essays on the Intellectual Powers of Man. A Critical Edition. Editado por Derek R. Brookes. The Pennsylvania State University Press, Pennsylvania 2002 (EIP).
—, The Correspondence of Thomas Reid. Editado por Paul Wood. The Pennsylvania State University Press, Pennsylvania 2002 (2002b).
—, Essays on the Active Powers of the Human Mind, Etc. Editados por G. N. Wright. Kessinger Publishing, Montana 2006, pp. 77-392, (EAP).
—, An Essay on Quantity, Occasioned by Reading a Treatise in which Simple and Compound Ratios are Applied to Virtue and Merit. Editado por G. N. Wright. Kessinger Publishing, Montana 2006, pp. 591-599, (2006b).
Reid, Th., “Lecciones sobre las bellas artes”. Traducción crítica y Estudio introductorio de Jorge V. Arregui, en Contrastes, Volumen III, Universidad de Málaga, Málaga 1998, pp. 355-384.
—, La filosofía del sentido común. Breve antología de textos de Thomas Reid. Versión castellana e introducción de José Hernández Prado. UAM-Azcapotzalco, Colección Ensayos 5, México 2003.
—, Una investigación sobre la mente humana según los principios del sentido común. Traducción e introducción de Ellen Duthie. Editorial Trotta, Madrid 2004.
—, Del poder. Traducción y Estudio introductorio de Francisco Rodríguez Valls. Ediciones Encuentro, Madrid 2005.
Campbell Fraser, A., Thomas Reid, Famous Scots Series, Oliphant Anderson & Ferrier, Edimburgo y Londres 1898.
Cuneo, T. y van Woudenberg, R., The Cambridge Companion to Thomas Reid. Cambridge University Press, Nueva York 2004 (con colaboraciones de Alexander Broadie, Paul Wood, Nicholas Wolterstorff, James van Cleve, John Greco, Lorne Falkenstein, C. A. J. Coady, René van Woudenberg, William L. Rowe, Terence Cuneo, Peter Kivy, Dale Tuggy y Benjamin W. Redekop).
Diamond, P. J., Common Sense and Improvement. Thomas Reid as Social Theorist. Peter Lang GmbH, Frankfurt 1998.
Ferguson, L., Common Sense. Routledge, Londres y Nueva York 1989.
Haakonssen, K., “Introduction” a Thomas Reid, Practical Ethics. Being Lectures and Papers on Natural Religion, Self-Government, Natural Jurisprudence, and Law of Nations. Princeton University Press, Princeton, Nueva Jersey 1990, pp. 1-98.
Haldane, J. (ed.), «American Catholic Philosophical Quarterly», LXXIV (2000) (con colaboraciones de John Haldane, Ralph McInerny, Keith Lehrer y Bradley Warner, Philip de Bary, Alexander Broadie, Roger D. Gallie, William Rowe, Ronald E. Beanblossom, Nicholas Wolsterstorff y C. A. J. Coady).
—, The Philosophy of Thomas Reid, «The Philosophical Quarterly», 52 (2002, Núm. 209, Octubre) (con colaboraciones de John Haldane, Patrick Rysiew, J. Todd Burns, Jennifer McKitrick, Etienne Brun-Rovet, Alan Tapper, Ferenc Huoraanski, John Greco, Michael Palakuk, Ryan Nichols y Gideon Yaffe).
Herman, A., The Scottish Enlightment. The Scots’ Invention of the Modern World. Fourth Estate, Londres 2003.
Lehrer, K., Thomas Reid. Routledge, Londres y Nueva York 1989.
Nichols, R., Thomas Reid’s Theory of Perception. Oxford University Press, Nueva York y Oxford 2007.
— (ed.), Reid and Comtemporary Philosophy, «Journal of Scottish Philosophy», 6.1 (2008) (con colaboraciones de Ryan Nichols, James van Cleve, Terence Cuneo, Keith Lehrer, Michael S. Pritchard, Giovanni B. Grandi, Terence Cuneo, William C. Davies y Gordon Graham).
Stewart, D., Account of the Life and Writings of Thomas Reid, D. D. Edición de G. N. Wright. Kessinger Publishing, Montana 2006, pp. 1-76.
Varios autores, «Reid Studies. An International Review of Scottish Philosophy», 1-4 (1998-2000).
Varios autores, «Journal of Scottish Philosophy», 1-6 (2003-2008).
Wolsterstorff, N., Thomas Reid and the Story of Epistemology. Cambridge University Press, Nueva York 2001.
Yaffe, G., Manifest Activity. Thomas Reid’s Theory of Action. Oxford University Press, Nueva York y Oxford 2004.
Arregui, J. V., “Estudio introductorio” a Thomas Reid, Lecciones sobre las bellas artes. Traducción crítica y estudio introductorio de Jorge V. Arregui, en Contrastes, Universidad de Málaga, Volumen III, Málaga 1998, pp. 345-354.
Broadie, A., Mauri, M. y Angles, M., Escepticismo y sentido común. Universitat de Barcelona, Barcelona 1997.
Duthie, E., “Introducción” a Thomas Reid, Una investigación sobre la mente humana según los principios del sentido común. Traducción e introducción de Ellen Duthie. Editorial Trotta, Madrid 2004, pp. 9-60.
González de Luna, E. M., Filosofía del sentido común. Thomas Reid y Karl Popper, Colección Posgrado, Universidad Nacional Autónoma de México, México 2004.
Hernández Prado, J., Sentido común y liberalismo filosófico. Una reflexión sobre el buen juicio a partir de Thomas Reid y sobre la sensatez liberal de José maría Vigil y Antonio Caso. Universidad Autónoma Metropolitana, Unidad Azcapotzalco y Publicaciones, Cruz O., México 2002.
—, Epistemología y sentido común, División de Ciencias Sociales y Humanidades, Cuadernos Docentes núm. 16, Universidad Autónoma Metropolitana, Unidad Azcapotzalco, México 2005.
—, El menos común de los gobiernos. El sentido común según Thomas Reid y la democracia liberal, Colección Ensayos, núm. 16, Universidad Autónoma Metropolitana, Unidad Azcapotzalco, México 2007.
—, “Introducción” a Dugald Stewart, Relación de la vida y escritos de Thomas Reid, Los Libros de Homero, México 2007, pp. xi-xxxiv.
—, Breve introducción al pensamiento de Reid, Colección Biblioteca Básica, Universidad Autónoma Metropolitana, México 2010.
Livi, A., Crítica del sentido común. Lógica de la ciencia y posibilidad de la fe. Traducción de Tomás Melendo Granados. Ediciones Rialp, Madrid 1995.
Rodríguez Valls, F., “Estudio introductorio” a Thomas Reid, Del poder. Ediciones Encuentro, Madrid 2005, pp. 5-26.
Stewart, D., Relación de la vida y escritos de Thomas Reid. Traducción e Introducción de José Hernández Prado, Los libros de Homero, México 2007.
La enciclopedia mantiene un archivo dividido por años, en el que se conservan tanto la versión inicial de cada voz, como sus eventuales actualizaciones a lo largo del tiempo. Al momento de citar, conviene hacer referencia al ejemplar de archivo que corresponde al estado de la voz en el momento en el que se ha sido consultada. Por esta razón, sugerimos el siguiente modo de citar, que contiene los datos editoriales necesarios para la atribución de la obra a sus autores y su consulta, tal y como se encontraba en la red en el momento en que fue consultada:
Hernández Prado, José, Thomas Reid, en Fernández Labastida, Francisco – Mercado, Juan Andrés (editores), Philosophica: Enciclopedia filosófica on line, URL: http://www.philosophica.info/archivo/2009/voces/reid/Reid.html
Información bibliográfica en formato BibTeX: jhp2009.bib
Digital Object Identifier (DOI): 10.17421/2035_8326_2009_JHP_1-1
Agradecemos de antemano el señalamiento de erratas o errores que el lector de la voz descubra, así como de posibles sugerencias para mejorarla, enviando un mensaje electrónico a la .
© 2009 José Hernández Prado y Philosophica: Enciclopedia filosófica on line
Este texto está protegido por una licencia Creative Commons.
Usted es libre de copiar, distribuir y comunicar públicamente la obra bajo las siguientes condiciones:
Reconocimiento. Debe reconocer y citar al autor original.
No comercial. No puede utilizar esta obra para fines comerciales.
Sin obras derivadas. No se puede alterar, transformar, o generar una obra derivada a partir de esta obra.