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Luigi Pareyson
Autor: Francesco Russo
Índice
3. La estética de la formatividad
4. La teoría hermenéutica: personalidad y carácter inagotable de la interpretación
5. Pensamiento trágico y ontología de la libertad
Luigi Pareyson nace el 4 de febrero de 1918 en Piasco (provincia de Cuneo, Italia). En 1935 se inscribe en la Universidad de Turín, en donde será alumno de Augusto Guzzo; se doctora en 1939 con una tesis sobre K. Jaspers, que dará origen al libro La filosofia dell’esistenza e Carlo Jaspers (La filosofía de la existencia y Karl Jaspers, Nápoles, 1939), que fue uno de los primeros ensayos sobre el existencialismo publicados en Italia.
Varias estadías en Alemania durante sus estudios universitarios le permiten conocer y tratar a K. Jaspers y a M. Heidegger; además, pasa algunos meses del 1937 en Francia, en donde conoce a G. Marcel, L. Lavelle e R. Le Senne. Durante la segunda guerra mundial enseña en el liceo de Cuneo y allí inicia su colaboración con la resistencia antifascista. Comienza la carrera universitaria en 1943, como “enseñante libre” (Libero docente, Privatdozent) de filosofía teorética. En 1945 es nombrado profesor encargado de estética en la Universidad de Turín, y en 1951 profesor titular de historia de la filosofía en la Universidad de Pavia. En 1954 volvió a Turín para tomar posesión de la nueva cátedra de estética, que dejará más tarde para pasar a ocupar la cátedra de filosofía teorética de la misma universidad. Sin embargo, durante unos años enseñará también cursos de filosofía moral. En 1948 y 1949 impartió cursos universitarios en Mendoza, Argentina.
Era académico de la “Accademia dei Lincei” y de la Academia de las ciencias de Turín, además de miembro del “Institut International de Philosophie” y del Consejo de la “Internationale Hegel-Vereinigung”, y socio de la “Société académique St. Anselme de Aosta”, así como ordinario del “Comité international pour les études d'esthétique” y socio honorario de la “American Society for Aesthetics”. Formó parte de las Comisiones de la “Bayerische Akademie der Wissenschaften” para la edición crítica de las obras de Fichte y de Schelling, y en Italia fue miembro de la comisión ministerial encargada de examinar las películas merecedoras de ayudas estatales. Entre los títulos honoríficos que recibió, se pueden recordar el premio 1966 del Ministerio italiano de la Enseñanza para las ciencias filosóficas, otorgado por la “Accademia dei Lincei”; en 1970 la Medalla de oro para los beneméritos de la Escuela, de la Cultura y del Arte, y finalmente en 1987 el premio Nietzsche.
En 1950 vió la luz la primera edición de Esistenza e persona (Existencia y persona), una de sus obras más originales e importantes. Pocos años después, en 1954, publicó Estetica. Teoria della formatività (edición española: Estética. Teoría de la formatividad, Xorki, Madrid 2014), el ensayo que, traducido también al rumano, al portugués, al francés y al polaco, confirmará su autoridad en el campo de la reflexión filosófica sobre el arte. En cambio, Conversazioni di estetica (1966) será traducido al castellano (Conversaciones de estética, Visor, Madrid 1988) y al francés (Gallimard, Paris 1992). Expuso su teoría hermenéutica en Verità e interpretazione (Verdad e interpretación, Encuentro, Madrid 2014; edición en portugués: Martins Fontes, São Paulo 2005), cuya primera edición es de 1971. De notable claridad y rigor son sus numerosos ensayos historiográficos, en particular los dedicados a Fichte, Schelling y Kant. Recientemente ha sido traducido al portugués (Martins Fontes, São Paulo 2012) y al español su libro sobre Dostoievski: Dostoievski: filosofía, novela y experiencia religiosa (Encuentro, Madrid 2008) y al danés Filosofía de la libertad (Basilisk, Copenaghen 2004) y Existencia y persona (Aarhus Universitetsforlag, Aarhus 2011).
En 1957 colaboró con A. Guzzo en la fundación de la revista “Filosofia”. Además, asumió la dirección de la “Rivista di estetica” desde de la muerte de su fundador, Luigi Stefanini, hasta 1984. También fue miembro del consejo de redacción del “Journal of Aesthetics and Art Criticism”. Dirigió colecciones filosóficas de diversas editoriales, por ejemplo “Biblioteca di Filosofia” y “Saggi di estetica e di poetica” para la editorial Mursia y “Filosofi moderni” para Zanichelli. A este respecto merece una mención especial la colección internacional “Philosophica varia inedita vel rariora” (Bottega d’Erasmo y Mursia), nacida en el ámbito del “Centro di studi sul pensiero tedesco” (Centro de estudios sobre el pensamiento alemán), que el mismo Pareyson puso en marcha en la universidad de Turín. Con Valerio Verra y Giuseppe Riconda fundó y dirigió la revista “Annuario filosofico” (Mursia), cuyo primer fascículo vio la luz en 1985.
Después de una larga enfermedad, afrontada con fortaleza y sentido cristiano de la existencia, murió en Milán el 8 de septiembre de 1991, en el hospital en el que llevaba internado algunas semanas. En 1995 se publicó el volumen Ontologia della libertà (Ontología de la libertad; publicado en francés por Éditions de l’Éclat, Paris 1998, y en portugués por Edições Loyola, São Paulo 2018), que contiene sus últimos escritos sobre el problema del mal y la libertad. La publicación de sus Opere complete está a cargo del “Centro Studi Filosofico-Religiosi Luigi Pareyson”, asociado a la Universidad de Turín.
Las reflexiones de Pareyson son fruto de su contacto con el pensamiento existencialista. En una entrevista concedida en 1977, explicaba de esta manera su alejamiento —provocado también por la lectura de K. Löwith— del espiritualismo que había encontrado una cierta difusión en Italia: «No acepto la definición de filósofo espiritualista post-existencialista, porque sin dudarlo me profeso existencialista». Los problemas con los que la filosofía existencialista lo había obligado a enfrentarse eran sobre todo los siguientes: la relación entre la filosofía y las circunstancias históricas, que apunta al problema de la universalidad de la verdad y a la pretensión de absoluto de la razón; el valor positivo del individuo singular, que permite superar la dialéctica de la complementariedad entre finito e infinito; la centralidad de la cuestión del cristianismo en contraposición a sus negaciones, que pide una respuesta de carácter filosófico; finalmente, la concepción de la existencia humana como coincidencia de relación con sí mismo y con otro, es decir, de autorelación y heterorelación.
La propuesta filosófica de Pareyson también sin duda puede ser considerada personalista, porque gira alrededor de los problemas centrales de la existencia humana, pero se distingue de otras formas de personalismo que se difundieron en la primera mitad del siglo XX. El mismo Pareyson lo explica con estos términos: «Y así he llegado a una forma de “personalismo” que no tiene nada en común ni con las distintas formas del personalismo francés, ni con el intimismo espiritualista de origen idealista y trascendental, y mucho menos actualista » [Pareyson 1985: 213].
Si se piensa en el itinerario intelectual que siguió Pareyson en los primeros años de sus investigaciones, es fácil deducir que no quiere elaborar una filosofía personalista siguiendo los esquemas de la filosofía clásica y que no pretende fundamentar una noción metafísica de la persona. En efecto, su punto de partida es un contexto filosófico e histórico (un siglo marcado por dos guerras mundiales y por los totalitarismos) muy distinto, y se dirige a interlocutores ligados a este contexto.
Las líneas que guían su proyecto personalista se encuentran perfectamente indicadas: «Mi objetivo era presentar una versión existencialista del personalismo, que por un lado surgiera de la crisis del racionalismo metafísico, con la sustracción de la realidad de lo finito al concepto racionalista de la complementariedad de finito e infinito, y por otro emergiera de la disolución del hegelismo, con la reivindicación del carácter irrepetible y singular del individuo; y culminara por este camino en una forma auténtica de personalismo ontológico» [Pareyson 1985: 14].
El racionalismo metafísico al que se refiere el texto que se acaba de citar, es la postura especulativa que tiene como prototipos a Spinoza y Hegel, y que exalta la totalidad del infinito, ya sea eso la Substancia Divina, o el Saber o Espíritu absolutos, pero con la consecuencia de convertir en algo negativo lo finito, y en especial al ser humano. Porque el concepto o principio racionalista denominado “de la complementariedad entre finito e infinito” tiene la siguiente implicación: si se exalta lo finito, se termina negando lo infinito (esta es la posición del ateísmo que reivindica la autosuficiencia del hombre y niega a Dios); si por el contrario se acentúa lo infinito, se hace necesario negar el valor positivo de lo finito (esta es la posición del espinozismo y del hegelismo). De lo anterior se deriva que «lo finito es de por sí negatividad. Negatividad que tiene que ser negada en modo dialéctico para que el absoluto pueda ser. […] La finitud es un medio, es algo que puede ser usado sólo en vista de un fin, que es el autoconocimiento del absoluto al final del proceso de su manifestarse que es el mundo» [Tomatis 2003: 39].
En la elaboración de su personalismo Pareyson da gran importancia a la crítica de este principio de la implicación o de la complementariedad: según él, autores como K. Barth, L. Feuerbach e S. Kierkegaard, que también polemizan con la filosofía de corte hegeliano se encuentran condicionadas por ello. Y es éste el sentido de la segunda línea guía de su proyecto personalista: la toma de consciencia de la disolución del hegelismo, es decir, la consciencia de que, al criticar el sistema hegeliano, algunos pensadores se han quedado enredados en el modo hegeliano de hacer filosofía y de concebir la existencia individual. El término “disolución” no indica, por tanto, la desaparición, sino más bien el penetrante influjo del pensamiento de Hegel.
Por el contrario, el personalismo ontológico de Pareyson propone una concepción filosófica en la que finito e infinito son inconmensurables, de tal modo que la libertad y el valor del individuo singular no disminuyen el carácter absoluto de Dios; el hombre no es autosuficiente, pero es positivo y autónomo. En el hombre hay una coincidencia de autorelación y heterorelación: él puede entrar en una relación auténtica con sí mismo porque siempre está en relación con lo otro distinto de sí mismo, es decir, con los demás, con el mundo, con el ser. Además, en la persona humana existencia y trascendencia son inseparables: la individualidad de mi situación existencial (en la que confluyen tanto las decisiones libres como las circunstancias no queridas) es al mismo tiempo apertura a la trascendencia; «la situación no es sólo colocación histórica, es decir, colocación de la persona en aquel contexto humano en el que cada uno, junto con los demás, esboza el perfil de la propia existencia histórica […]. Por el contrario, ella puede ser colocación histórica sólo en cuanto es originalmente y sobre todo colocación metafísica: apertura los otros, relación con el ser» [Pareyson 1985: 235].
Sobre estas bases Pareyson sostiene que la persona humana está marcada por la intencionalidad ontológica, o sea por la relación constitutiva con el ser que puede ser comprendido tanto a nivel fenomenológico como a nivel metafísico: de lo cual se deriva que «el hombre no tiene solamente relación con el ser, sino más bien es relación con el ser» [Pareyson 1985: 16; el subrayado es del original]. Como la relación ontológica no es simplemente poseída, el ser es inobjetivable en sentido heideggeriano: también para Pareyson no es posible sostener una metafísica óntica y objetiva, sino más bien una ontología crítica.
Sólo a la luz de estas raíces ontológicas se comprende de modo justo otra característica importante de la concepción pareysoniana de la persona: la acción humana siempre es una síntesis de pasividad y actividad. Por una parte, la situación en la cual el individuo singular se encuentra se recibe como una necesidad a la que se está sujeto; hasta la misma libertad es independiente del querer del hombre: somos necesariamente libres y no podemos alterar la estructura de nuestro acto libre. Por otra parte, la situación puede, sin embargo, convertirse en ocasión y estímulo para la acción, y la libertad es fuente de iniciativa personal.
Los principios teóricos que caracterizan al personalismo de Pareyson también marcan profundamente su filosofía del arte, expuesta sobre todo en la obra Estetica. Teoria della formatività. A inicios de los años cincuenta del siglo pasado, este ensayo representó en el ámbito académico italiano un giro en la reflexión sobre el arte, que hasta ese momento se encontraba bajo el dominio del planteamiento estético de Benedetto Croce.
Pareyson analiza la obra de arte en su “hacerse”, o mejor dicho, en su “formarse”. En la creación y en la contemplación artística acontece la producción de una forma, es decir, la consecución de un resultado, alcanzado a través de diversos intentos: por tanto, la forma es a la vez la guía y la culminación del proceso. En la operación artística se pone de relieve la intervención «de la vida entera de la persona, de su espiritualidad determinada y concreta, de su experiencia singular e insustituible» [Pareyson 1974: 26]. Tanto el artista como el intérprete, con toda su personalidad, se ponen en juego; por eso no es posible separar en la obra de arte el contenido del estilo y de la materia: no se trata de ámbitos independientes, porque ellos juntos confluyen en la actividad libre de la persona que hace arte y adopta su estilo inconfundible con una materia bien precisa. Y así, «hay una correspondencia entre determinados estilos y determinadas formas de espiritualidad, entre ciertos modos de formar y ciertos modos de pensar, vivir, sentir» [Pareyson 1974: 29].
Se nota, por tanto, que el planteamiento personalista se destaca también en su estética, sobre todo porque su reflexión sobre la persona maduró junto con su reflexión acerca del arte. Cuán inseparables sean las dos perspectivas se ve en el texto siguiente: «La obra de arte es entonces por un lado la persona misma del artista que se convierte en objeto físico, y por otro, el resultado de un proceso de formación, tentativo y orgánico a la vez» [Pareyson 1985: 225]. De esta orientación personalista se derivan, entre otras, dos consecuencias importantes. En primer lugar, la toma de distancia de las teorías estéticas que dependen de la visión idealista y hegeliana del arte, en las que la acción del artista y la singularidad de la obra pierden relieve. En segundo lugar, el carácter estético de la entera experiencia humana: efectivamente, si es verdad que sólo en el arte se especifica la formatividad porque allí la actividad no está sujeta a un fin utilitarista, también es necesario reconocer que toda acción humana es formativa, tanto el trabajo del obrero más sencillo cuanto la maestría del más hábil artesano. Esto lo confirma indirectamente el hecho que definimos una acción “bella” para expresar su valor moral, y consideramos “elegante” un razonamiento sobrio y coherente: «puede haber arte en toda actividad humana; más aún, existe el arte de toda actividad humana» [Pareyson 1974: 19].
La estética fue, por así decir, el laboratorio experimental para las ideas centrales que conformarían la teoría hermenéutica pareysoniana, pues ya desde entonces estaban activas en su pensamiento. De este modo, en el panorama de la filosofía moderna la propuesta hermenéutica de Luigi Pareyson no sólo destaca por su originalidad, sino también por el hecho de que fue concebida con anterioridad (y por tanto no subordinadamente) a las obras de H.G. Gadamer y de P. Ricoeur, que pueden ser considerados los otros dos exponentes de punta de la hermenéutica postheideggeriana. Más aún, resulta muy significativo que Pareyson siempre haya preferido hablar de “teoría de la interpretación”, porque no deseaba ser asociado sin más a los distintos autores de la que ha sido definida como la “koiné hermenéutica” de los años setenta y ochenta del siglo pasado. Si bien el libro en el que presenta en modo completo y sintético su teoría aparece en 1971, los fundamentos teóricos ya se encuentran en algunos ensayos de inicios de los años cincuenta, nuevamente publicados en la primera edición de Esistenza e persona. El mismo lo explicaba así en 1971: «Al estudio del concepto de interpretación me dedico ya desde hace más de veinte años, más exactamente desde cuando me puse a reflexionar sobre el problema de la unidad de la filosofía y de la multiplicidad de las filosofías, y sobre la posibilidad de un diálogo entre las distintas perspectivas personales una vez que se ha abandonado la concepción objetiva de la verdad» [Pareyson 1982: 10].
Al sostener que la verdad sea inobjetivable se nota una vez más la conexión con la doctrina heideggeriana, según la cual el ser no es simplemente objeto del pensamiento. Pero Pareyson precisa que quiere evitar «el callejón sin salida en el que» el autor de Ser y tiempo ha metido a la filosofía «con su propuesta de una ontología solamente negativa y con su rechazo total de la filosofía occidental desde Parménides hasta Nietzsche» [Pareyson 1982: 9]. El sentido en el que Pareyson habla del “abandono de la concepción objetiva de la verdad” se comprende mejor si se considera que las investigaciones filosóficas son distintas de las científicas, por lo que los resultados a los que llega el filósofo no se pueden comparar con los de un científico que posee los datos objetivos e impersonales de sus investigaciones [Pareyson 1966: 74].
En cambio, la verdad y la persona no se pueden separar, de tal modo que no existe ni platonismo ni subjetivismo o relativismo. No hay entre la verdad y la persona «una separación que le permita a esta última colocarse de tal modo que la pueda tener [la verdad] delante de sí en una figura completa y definitiva, ya que no es posible encerrarla en una fórmula que la explicite completamente y que por tanto valga como definitiva. (…) Toda formulación histórica y personal de la verdad es contemporáneamente la verdad misma y la interpretación que de ella se da, indivisiblemente, de tal manera que de ningún modo es posible distinguir la verdad de la interpretación de la interpretación de la verdad, y oponer una a la otra» [Pareyson 1982: 72; la segunda cursiva es original del texto].
Al reflexionar sobre la relación con la verdad es imposible hablar de una posesión definitiva y completa de la misma, porque el acto interpretativo no es único. Por el contrario, la verdad es única y universal, fuente inagotable de interpretaciones personales. «La formulación de la verdad es por un lado posesión personal de la verdad, y por otro posesión de un infinito: por una parte lo que se posee es la verdad, y se la posee del único modo como puede ser poseída, es decir, personalmente, de tal manera que la formulación que de ella se da es la verdad misma, o sea, la verdad como personalmente poseída y formulada; por otra parte la formulación de la verdad es una auténtica posesión, y no una simple aproximación, pues la verdad reside en ella del único modo como puede residir, como inagotable, de manera que lo que se posee es propiamente un infinito» [Pareyson 1982: 81; la cursiva es original del texto). La estética nos ayuda a comprender esta tesis: una obra de arte (una novela, una sinfonía, un cuadro, …) se nos presenta a través de múltiples ejecuciones o lecturas, de modo que ninguna de ellas puede ser considerada exclusiva; todo fiel intérprete (lector, espectador o ejecutor) llevará a cabo una interpretación personal y al mismo tiempo, verdadera.
A este punto se hace inevitable, sobre todo para quien conoce bien la filosofía clásica, preguntarse cómo es posible evitar el peligro de que esta postura sirva de apoyo a una tesis relativista. Sin embargo, el mismo Pareyson afirmó varias veces que había elaborado su teoría de la interpretación teniendo muy en cuenta la exigencia de salvaguardar la universalidad de la verdad. Un año antes de morir repetía: «La verdad se da sólo en la interpretación pero sin reducirse a ella. Y no sólo porque sean distintos los puntos de vista, sino más bien por el carácter inagotable de la verdad misma […]. Esto no significa en modo absoluto dar la razón al relativismo, a la equivalencia, a la indiferencia de los puntos de vista, idea tan consoladora y tranquilizante» [Pareyson 1998: 194]. Efectivamente, una de las características que distingue a la hermenéutica pareysoniana de otras propuestas aparentemente semejantes es justamente su insistencia en el peligro que entraña la ideología, y en la necesidad de acceder a la verdad por medio de un acto libre que da lugar al consenso o al rechazo, a la adhesión o a la traición.
Para marcar las distancias respecto a una hermenéutica conciliadora e ingenuamente optimista, Pareyson explicaba que la tesis según la cual la verdad se da sólo en la interpretación se puede entender de dos modos: «la verdad reside en la interpretación como origen, estímulo y norma, sin reducirse a ella; o bien la verdad se entrega completamente a la interpretación, disolviéndose en el evento mismo de la interpretación. En el primer caso, la interpretación tiene un deber de fidelidad respecto a la verdad, que puede ser incumplido por medio de una traición voluntaria, sin contar el hecho de que de por sí siempre puede fallar el proceso interpretativo mismo. En cambio, en el segundo caso cualquier resultado se justifica, en ausencia de toda norma que respetar y de toda distinción entre fidelidad y traición, y entre éxito y fracaso. En el primer caso, las interpretaciones dignas de tal nombre, es decir, fieles y logradas, son pocas, rodeadas de una multitud de discursos erróneos, falsos e insignificantes. En el segundo caso, hay tantas interpretaciones cuantos discursos, y todas las llamadas interpretaciones son igualmente verdaderas; más aún, no existen verdades sino sólo interpretaciones, sin ninguna distinción» [Pareyson 1998: 179-180]. Debería quedar claro al lector que la propuesta hermenéutica pareysoniana se coloca en el primer caso.
En la teoría pareysoniana de la interpretación hay una notable acentuación del acto libre y personal de adhesión a la verdad, acto expuesto al riesgo del fracaso y del engaño. Esta acentuación, que claramente va más allá de la simple hermenéutica textual, lo lleva a hablar de la “angustia de la interpretación”, y explica los tintes trágicos del pensamiento de Pareyson, sobre los cuales sin duda han influido tanto sus vivencias personales y las vicisitudes históricas de la época, como su familiaridad con los filósofos existencialistas.
«Si se piensa que el único acceso posible a la verdad es la libertad, la cual se ejercita con un acto que puede ser tanto de consenso y de aceptación como de negación o rechazo, resultará que el ambiente de la interpretación es el ambiente dramático del conflicto y de la contradicción. El pensamiento hermenéutico, en la medida en que apela a una ontología de la libertad, está estrechamente unido al pensamiento trágico. […] La actualidad del pensamiento trágico me parece confirmada por dos circunstancias. La primera es la situación de la humanidad después de la segunda guerra mundial. Siempre me ha llamado la atención fuertemente que en los primeros años de la posguerra haya habido una gran difusión de filosofías dedicadas exclusivamente a problemas técnicos de una abstracción y sutileza extremas, mientras la humanidad apenas salía del abismo del mal y del dolor en el que se había precipitado. ¿Cómo es posible, me preguntaba, que la filosofía cierre los ojos frente al mal, a la naturaleza absolutamente diabólica de ciertas formas de maldad, a las más espantosas manifestaciones de la brutalidad humana, a los horribles sufrimientos infligidos al hombre por el hombre […]? Un segundo motivo se impone. […] La filosofía hegeliana […] ha puesto una alternativa, que todavía es actual: o llevar hasta el fondo la secularización del cristianismo hacia las formas más radicales del ateísmo y del nihilismo, o recuperar el cristianismo en su autenticidad religiosa. […] Para el hombre de hoy que sea consciente del momento histórico en el que vive, el problema del cristianismo es ineludible, y tiene que resolverlo, en un sentido o del otro» [Pareyson 1998: 16-17].
Este largo pasaje muestra de modo muy claro que en Pareyson la reflexión sobre el mal, la idea del drama del acto libre y la apertura a una ontología de la libertad han estado presentes desde el inicio de su itinerario especulativo, aunque hayan recibido una particular atención y desarrollo en sus últimos escritos. Con admirable franqueza, él mismo lo repitió insistentemente: «¿A qué origen, si no es al existencialismo al que entonces no sólo me acerqué, sino más aún bebí y respiré, tengo que hacer remontar la primera, tengo que hacer remontar del primer motivo de la entonación cada vez más “pesimista” (se me permita la imprecisión) de mis reflexiones posteriores? En virtud de esa formación mía originaria —aclarada naturalmente y decantada en sí misma, y motivada por nuevas inspiraciones, además de crecida, ensanchada y profundizada por mi reflexión autónoma— todo mi itinerario intelectual está caracterizado por una siempre mayor atención hacia el problema de la negatividad, ya sea esa el mal, o el error, o el sufrimiento» [Pareyson 1983: XIX].
He aquí porqué las reflexiones pareysonianas, particularmente las de los últimos años, han sido inscritas en el ámbito del llamado “pensamiento trágico”, que designa, más que una corriente concreta, una perspectiva de investigación. Además de algunos de los filósofos existencialistas ya mencionados, no sólo algunos aspectos de las obras de B. Pascal, S. Kierkegaard. J.G. Fichte e F.W.J. Schelling, sino también K. Barth [Ravera 2009] y los filósofos italianos Pietro Martinetti y Giacomo Soleri [Riconda 2006] son fuente de su pensamiento. Sin embargo, no se debe suponer que Pareyson se haya limitado a tomar de otros algunas ideas, porque siempre llevó a cabo un profundo replanteamiento personal de los problemas, y en algunos casos se trató más propiamente de una confrontación que de una fuente de inspiración. Junto a las alusiones a autores específicamente filosóficos, no se pueden pasar por alto las numerosas referencias a la literatura, sobre todo a las obras de Dostoyevski, en quien descubre una auténtica antropología, «un modo de mirar la realidad espiritual del hombre, su destino trágico, su naturaleza ambigua y enigmática, su posibilidad de bien y mal, o sea su potencial de destrucción y muerte y su esperanza de resurrección y vida, su capacidad de perversión y servilismo y sus perspectivas de redención y rescate» [Pareyson 1993: 18].
Por tanto, el carácter trágico del pensamiento de Pareyson consiste en la confrontación consciente con las preguntas cruciales sobre Dios, el hombre y su destino. Pareyson adrede evita las respuestas tranquilizantes de la dialéctica racionalista y también la perspectiva metafísica, que según él supera con demasiada facilidad los conflictos y las angustias de los individuos singulares. La intención declarada de sus escritos sobre este argumento es la de interpelar, más aún, de involucrar a creyentes y no creyentes, pero no partiendo de un agnosticismo neutral, sino más bien indicando como ámbito de reflexión un cristianismo no consolatorio, templado por el choque con el nihilismo y el ateísmo. Sosteniendo que no es posible, desde un punto de vista filosófico, acoger la secularización del cristianismo que Hegel llevó a cabo, Pareyson se propone oponer a ella la hermenéutica de la experiencia religiosa, es decir, una reflexión filosófica que haga rendir la contribución de la religión en la tarea de enfrentar el problema del mal, y de esta manera «aclare su significado netamente humano y universalice sus términos, de modo que implique en ello o al menos interese a todos los hombres, creyentes y no creyentes» [Pareyson 1998: 168]. Se podría afirmar que alcanzó este objetivo, ya que sus últimos escritos —en el periodo final de su vida y más aún después de su muerte— han suscitado un vivo debate, y no sólo en el ámbito filosófico italiano.
A lo largo de la historia de la filosofía, los intentos de exorcizar o de dejar de lado el misterio del mal han sido muchos: la dialectización del mal como momento necesario para el triunfo del progreso; el encerramiento en la intimidad del propio yo, indiferente a las vicisitudes de la humanidad; la matematización de la realidad, que produce cálculos con resultado siempre previsible y positivo; la exaltación de una impersonal voluntad de poder o de pulsiones inconscientes, en las que se diluyen y sumergen las responsabilidades personales; la reducción del mal a simple límite estructural debido a la finitud de la criatura o un producto del ambiente; etc. Igualmente insuficiente resulta la perspectiva ética, que frecuentemente prevalece en los debates contemporáneos: «Normalmente, la filosofía encierra el problema del mal en el ámbito de la ética, que para una cuestión tan grande e inquietante es en verdad una esfera demasiado estrecha, y cuya reflexión resulta completamente inadecuada para un argumento tan central y decisivo. El mal entendido como alternativa de la opción moral o como disvalor que se manifiesta a nivel axiológico es un accidente a veces gravísimo en el difícil camino de la virtud; y el dolor entendido como un impedimento para la felicidad que está inseparablemente unida a la virtud concebida racionalmente es una adversidad que hay que domar y vencer con un difícil ejercicio de ascesis y de imperturbabiblidad. Pero un tratamiento del problema que se parase a este nivel se quedaría muy lejos de ser exhaustivo y profundo. Más aún, se dejaría escapar el núcleo mismo del problema» [Pareyson 1995: 151-152].
La postura filosófica que Pareyson llama “racionalismo metafísico”, que va de Descartes a Hegel, pasando por Spinoza y Leibniz, tiende a reducir el mal a un ente de razón o a presentar a nuestro mundo como el mejor de los mundos posibles, pero esta aparente solución induciría a Iván Karamazov (personaje de la famosa novela de Dostoyevski) a la devolución del billete de entrada a este mundo, cargado de sufrimientos espeluznantes [Pareyson 1993: 26-70]. Por el contrario, Pareyson siempre considera la realidad del mal con todo su espesor existencial: sabe bien que «ontológicamente, el mal es nada, no ser, inexistencia» [Pareyson 1993: 66], pero quiere focalizar su atención en los efectos disgregadores de las malas acciones. Aunque en algunos pasajes de sus escritos se pierda la distinción entre el nivel ontológico y el existencial, afirma que el mal «es el resultado de un acto positivo de negación: de un acto consciente e intencional de transgresión y revuelta, de rechazo y negación respecto de una previa positividad; de una fuerza negadora, que no se limita a un acto negativo o privativo, sino que, instaurando positivamente una negatividad es un acto negador y destructor. En consecuencia, hay que tomar el mal con su significado más intenso de rebelión y destrucción» [Pareyson 1995: 167-168].
Resulta evidente que el discurso sobre el mal aquí se une indisolublemente con el de la libertad, la cual, según Pareyson, es un puro inicio tanto en el hombre como en Dios: la libertad está precedida sólo por sí misma, y se presenta como «un único vertiginoso abismo, al borde del cual la mente humana vacila; dentro del cual la mirada del hombre sólo se adentra perdiéndose en las tinieblas más cerradas; a partir del cual el discurso puede emerger solamente acompañado de acentos insólitos […], permitiendo y hasta también sugiriendo […] las expresiones más temerarias» [Pareyson 1985: 27]. Justamente este último adjetivo (“temerario”, inspirado por Plotino) lo usa el mismo Pareyson para definir su reflexión sobre el origen del mal y sobre la libertad, que desarrolla acudiendo a la experiencia religiosa y a la narración mítica, porque desde su personal perspectiva sólo en este ámbito la libertad conservaría sus características de inicio absoluto y de ambigüedad entre positividad y negatividad.
No es fácil seguir las argumentaciones pareysonianas al respecto, ya sea por el hecho de no estar contenidas en un único libro, ya sea porque expresan una posición que todavía estaba abierta a la discusión [Tilliette 1996: 727-740]. Sin embargo, junto a afirmaciones con las cuales se puede estar plenamente de acuerdo, emergen algunos puntos críticos. Por ejemplo, su objetivo es demostrar que «la libertad comienza de la nada: la nada de la libertad. Es un inicio puro en el vacío de todo. El acto de la libertad (un evento, un hecho de la libertad) es un acto de elección respecto al cual nada preexiste» [Pareyson 1995: 31], pero el precio que hay que pagar es sostener que en la persona humana la libertad «existe sin una ley racional, sin una ley inmanente y constitutiva» [Pareyson 1995: 29]: por este camino, sin embargo, se acaba concibiendo la acción libre de modo antropológicamente abstracto, porque el ser humano ya no se le considera en su carácter integral de afectividad, racionalidad y socialidad.
El discurso se hace más problemático aún cuando esta misma postura se proyecta no sólo sobre la libertad humana, sino también sobre la divina: «Vista en cuanto a su carencia de límites, la libertad es ilimitada, arbitraria, absoluta, soberana, este poder descomunal, grande y terrible, que se ve en Dios tanto como primariamente poder de originarse a sí mismo, y de crear el mundo, como de contener en sí la posibilidad del mal, tanto en el hombre, como poder de obedecer a Dios o de impugnarlo, de ponerlo en duda y por tanto de trastornar el mundo, y por tanto poder de omni- y autodestrucción, de elegir el infierno (es decir, crear el infierno, que obviamente no es ni un lugar ni una pena, sino un estado y una elección)» [Pareyson 1995: 28]. Las referencias que este pasaje hace a las tesis de la auto-originación de Dios y la posibilidad del mal ínsita en las profundidades de la divinidad no son casuales, pues derivan de las mismas premisas teóricas apenas mencionadas: si se sostiene que la libertad no es tal sin la posibilitad de lo negativo, sin la capacidad de elegir el bien y el mal, de elegir el ser y la nada, lo mismo valdría para la libertad divina; por eso llega a hablar ―aunque admita que se trata de afirmaciones escandalosas y escabrosas― del “mal en Dios”, en el sentido que Dios habría ejercitado su libertad llegando a ser, eligiendo ser en la eternidad; decir “Dios existe” equivale a decir “el bien ha sido elegido”.
De frente a estas incursiones en la eternidad uno tiende de modo instintivo a dar un paso atrás, a ahorrar a la razón la aventura en los espacios inhóspitos e insondables de la intemporalidad, de la aparente contradictoriedad. Sin embargo, para entender la argumentación pareysoniana es necesario evitar una reacción apresurada y superficial, y sumergirse en la trama; sólo de este modo se ve que, reconducida a sus premisas, tiene una cierta coherencia y plausibilidad, aunque no carezca de aspectos criticables. ¿Por qué quiere Pareyson meterse a cualquier costo en el lugar del más espeso misterio? Estos son algunos, entre los motivos principales: Quiere evitar la imagen de un Dios definido antropomórficamente bueno (con frecuencia para acallar la propia consciencia), acomodado a una actitud dulzona y confortante, tranquilizante y acomodaticia. Éste sería el «blando cristianismo consolatorio, asunto de almas honestas pero simples, inconscientes de la torturante dureza del cristianismo, y sobre todo ignorantes de ese desierto de la desesperación que se encuentra en el fondo de la consciencia contemporánea, que justamente tiene que estar muy presente para un cristianismo que mire de tú a tú a la actualidad» [Pareyson 1995: 232]. Significativamente, come correctivo de tal desviación indica más de una vez a Pascal, Lutero y Kierkegaard. Por tanto, hay una intención polémica respecto a las tendencias dominantes del ateísmo y del nihilismo, cuyo objetivo es la banalización y la supresión del mal, porque este último es impensable sin Dios y es, más aún, indicio de su existencia: si Dios no existiese, hablar del mal no tendría sentido, todo estaría permitido, como recuerda Dostoyevski. Por otra parte, no le falta el deseo de desenmascarar el humanitarismo filantrópico e idealista de quien se nutre de sentimientos compasivos y cierra los ojos delante de la pecaminosidad que se anida en el ánimo humano.
Al poner de relieve la energía destructora del mal, Pareyson además quiere evitar la caída en un nuevo maniqueísmo, que considera la negatividad como un principio en sí mismo, dotado de autonomía y actividad propias. Pero, si no es así, ¿en dónde habría que buscar el origen de esta fuerza corrosiva que atraviesa toda la historia? No en el hombre, que si bien es autor del mal, no es su inventor: el ser humano se lo encuentra, por decir así, en la alternativa que se le presenta entre la rebelión contra la positividad divina y su aceptación. Uno se tiene que remontar, entonces, e ir aún más alto, a buscar en la existencia misma de Dios aquel fondo de ambigüedad que contraseña todo lo real: el origen del mal estaría entonces en el fondo de la existencia misma de la divinidad, que se afirma a sí misma y se presenta como victoria sobre la posibilidad de la nada o del mal.
Para intentar seguir este itinerario especulativo no de debe olvidar su crucial tesis de fondo, que es la consideración de la libertad como inicio y como elección: según Pareyson, el inicio y la elección en la acción libre son dos momentos inseparables y co-originarios. La libertad es siempre inicio, como ya se ha visto, en virtud de su carácter constitutivamente ilimitado: la libertad no está precedida da nada; pero tiene que ser también una elección, si no —podríamos decirlo así— desaparecería la tragicidad de todo el planteamiento: la posibilidad del mal debe estar siempre presente, si no se quiere reducir el inicio de la libertad a un momento descontado y optimista.
Pero si hacer co-existir inicio y elección en la acción libre del hombre puede ser posible en la perspectiva de la relación ontológica de la persona humana (si bien esta perspectiva parece perdida y contradicha en el esfuerzo por remontarse a la libertad pura), en la libertad divina eso puede intentarse solamente recorriendo a un desconcertante oxímoron: «Dios antes de Dios» [Pareyson 1995: 134], es decir, el primer acto, fontal y primordial, de la libertad divina sería aquel con el cual Dios se ha querido y se ha originado a sí mismo ab aeterno. Al límite —y con las debidas reservas terminológicas— esto podría ser entendido como el acto eterno con el que Dios se conoce y se quiere a sí mismo, pero Pareyson consideraría este modo de interpretar el misterio como fruto de la metafísica y por lo tanto para descartar: Dios no se quiere a sí mismo con una necesidad natural —insiste— sino en virtud de su libertad absoluta, pero dado que la libertad se concibe inevitablemente como inicio y como elección, este acto de libertad tiene que ser visto como victoria sobre la negatividad.
Cuán inaccesible resulte alcanzar esta conclusión se puede ver en el hecho de que, si por una parte se afirma que «Dios es el ser que ha querido ser, y por lo tanto es la victoria sobre la nada, [...] es elección del bien, y por tanto victoria sobre el mal» [Pareyson 1995: 176], por otra tiene que explicar inmediatamente después: «No es que Dios encuentre ante sí la alternativa bien-mal, el dilema ser-nada, y frente a estas alternativas ya definidas se limite a preferir un término al otro, el bien al mal, el ser a la nada. Él es libertad, y la libertad es de por sí ambigua, en el sentido que puede ser libertad positiva o libertad negativa, y ese dilema entre el bien y el mal, el ser y la nada, no hace sino expresar tal ambigüedad. No es que el bien preexista a la elección o subsista fuera de la libertad; no es que el bien sea bien por sí mismo antes de la elección divina, o que como tal se ofrezca o se proponga (o, peor, se imponga) a la elección de Dios. El bien es la elección hecha por la libertad positiva en alternativa a la libertad negativa, es el bien elegido, es decir el acto mismo de la libertad positiva» [Pareyson 1995: 177]. Por tanto, estamos ante una elección (porque, hay que insistir, para Pareyson la libertad es esencialmente libertad de elección), que sin embargo no puede ser propiamente tal, si no habría que postular un límite, una referencia o una alternativa real en confronto de la acción libre; pero si así fuera, la libertad divina ya no sería absoluta, ilimitada, y como se ha afirmado más de una vez, completamente arbitraria.
Se podrían aducir otros textos para sufragar estas críticas, o también para ilustrar como el mismo Pareyson ha intentado responder a las objeciones que le han puesto después de sus primeros escritos sobre este argumento, pero el discurso se alargaría demasiado. Nos limitamos a una última observación. El único modo de evitar la incongruencia de un Dios que elija existir antes de existir sería recorrer a las categorías que Pareyson ampliamente utiliza en otros lugares: la gratuidad y el carácter infundado, que son aspectos de la categoría modal de la realidad, en oposición a la categoría de la necesidad; en ese caso, en vez de buscar contar la historia eterna de un Dios que es porque ha elegido ser, se acercaría a la inagotable abismalidad de Dios que es porque es: independientemente de la interpretación en clave metafísica del famoso versículo del Éxodo (3, 14), hay que recordar que Dios se llama a sí mismo “Yo soy” y ciertamente no “Yo quiero”; esta indicación, unida a muchos otros elementos de la Biblia, reviste un papel importante justamente en la hermenéutica de la experiencia religiosa.
Ciertamente, Pareyson podría observar que esta aclaración derivaría de la filosofía del ser y no de la filosofía de la libertad, en la que la nada y lo negativo exigen un lugar originario respecto a Dios. Pero esto es necesario sólo si el poder y la fuerza de la libertad se reducen a la capacidad de elegir: «la libertad en el acto mismo de comenzar se divide y se desdobla, mostrando ser libertad sólo como elección, como decisión de una alternativa» [Pareyson 1995: 470-471]. Sin embargo, poniendo de relieve sólo la elección, aunque sea en relación al inicio, se dice demasiado poco sobre la libertad.
En los últimos escritos de Pareyson se afrontan muchos otros argumentos para nada secundarios: el sufrimiento de Dios y la lectura filosófica de la cristología; la fuerza redentora del dolor; la peculiar visión de la escatología; la relación entre historia y eternidad. Pero era necesario dar más espacio al problema del mal al interno de la ontología de la libertad. Al final queda la pregunta: ¿de verdad son dos alternativas radicales la filosofía del ser y la filosofía de la libertad? Se puede responder que no, y en fondo el mismo Pareyson quiso unirlas en la “ontología de la libertad”. Para las dos es oportuno permanecer en apertura recíproca y en fecunda comunicación, para que la filosofía del ser no se cristalice en conceptos desgastados por el uso, y la filosofía de la libertad no se convierta en algo vacío en el esfuerzo de autopurificación de todo presupuesto. Resulta evidente cuánto sea importante unir las dos perspectivas en las reflexiones acerca de la persona humana, cuya libertad no puede constituir un puro inicio sin romper el binomio ser-libertad, que contraseña el personalismo ontológico de Pareyson, y renunciando a la tragicidad de la capacidad de rebelión y de negación del bien.
Pero resulta aún más evidente la importancia de esta conexión entre las dos filosofías en la concepción de la libertad de Dios. Pareyson bien se da cuenta que atribuye a Dios el libre arbitrio humano [Pareyson 1995: 297], pero, como se ha señalado, lo hace porque está ligado a sus premisas: la libertad es esencialmente una elección. Pero si, por un lado intenta mostrar la existencia divina como una elección de existir (el Dios que se auto-origina), por otro reconoce que la originaria libertad divina es indeducible, indemostrable [Pareyson 1995: 52]: justamente por esto sería más congruente sostener que “Dios es porque es”, sin tener que montar una explicación de su existencia como victoria sobre la nada o sobre la negatividad. Ciertamente, entre los problemas que están aquí implicados está el de cómo concebir la eternidad y de cómo hablar de ella con nuestros conceptos empapados de historicidad; pero prescindiendo de ello, si la elección arbitraria de verdad tuviese que caracterizar la libertad divina desde el momento de su misma existencia, no es posible concebir un Dios arbitrario que se interesa por sus criaturas, que redime al hombre, orgulloso de su pecado, y toma sobre sí los pecados y los sufrimientos humanos; más aún, justo en el intento de alejar la impresión de que el Dios que se elije a sí mismo sea en el fondo un Dios egoísta, Pareyson busca mostrar tal voluntad de ser como un acto de generosidad [Pareyson 1995: 315].
En referencia a Dios, la concepción de la libertad como puro inicio puede por el contrario ser entendida en modo fecundo en el sentido que no teniendo un fin que lo trascienda, Dios no tiene que alcanzar con operaciones sucesivas un bien o un estado del que carezca (la libertad indica autoposesión); en Él no existe un momento del ser inicialmente “estático”, que después tenga necesidad de activarse o de desplegar las propias potencialidades; por tanto, la libertad divina es dinamismo puro, acto constitutivo y operativo al mismo tiempo. En este sentido es inicio absoluto, sin premisas ni presupuestos; justamente también por esto Pareyson evoca las palabras iniciales del Evangelio de San Juan: En el principio.
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www.pareyson.unito.it Centro di Studi Filosofico-religiosi “Luigi Pareyson”
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