Philosophica
Enciclopedia filosófica  on line

Emmanuel Mounier

Autora: Carmen Herrando

En los años treinta del siglo XX, Emmanuel Mounier ve la necesidad de rehabilitar el concepto de persona como inicio de la solución a la crisis cultural y de valores que asolaba Europa. Su vida estuvo dedicada a esta causa a través de la revista Esprit, por él fundada, y mediante los grupos de reflexión y de acción del mismo nombre. Mounier tuvo una vida breve, pero intensa, entregada al servicio del pensamiento personalista y comunitario, que él promovería con plena conciencia de que los hombres y mujeres de su tiempo necesitaban pensar de nuevo y en profundidad la persona y llevar sus reflexiones a todos los órdenes de la vida, hasta cambiar las estructuras políticas, adecuándolas a un mundo en el que se creyese y viviese de verdad que los seres humanos somos personas. Fue, sin duda, un testigo de su tiempo.

1. Esbozo biográfico

Emmanuel Mounier nace en Grenoble el 1 de abril de 1905, en una familia de la pequeña burguesía y de origen campesino. Sus padres eran creyentes. El padre, farmacéutico, era muy estimado por su laboriosidad y su dedicación familiar; la madre, igualmente entregada a la familia y al hogar. Tuvieron dos hijos: Madeleine y Emmanuel; Madeleine estaba interna en un colegio cuando Emmanuel era pequeño, y Emmanuel, acostumbrado a hallarse entre gente mayor, desarrollaría una actitud reflexiva bastante precoz. Cuentan sus biógrafos que de pequeño solía preguntar cosas de este tenor: «y a Dios, ¿quién lo ha hecho?». El año que nació Emmanuel Mounier se proclamaron en Francia las leyes de laicidad que hacían efectiva la separación entre Iglesia y Estado.

Cuando Emmanuel tiene trece años, sufre un accidente desgraciado: un compañero le lanza una piedra y le rompe las gafas (tenía un marcado estrabismo), pero le destroza también un ojo. A esto venía a sumarse la sordera de un oído provocada por una otitis mal curada. Todo ello habría de influir en su carácter melancólico y tímido.

En los estudios, Emmanuel Mounier destacó por su aptitud para las ciencias humanas, pero sus padres querían que fuese médico e ingresó en la Facultad de Ciencias de Grenoble, donde pronto vería que la física o la química le interesaban muy poco, aunque se esforzaba y lograba aprobar con buenas notas (durante toda su vida, probablemente a raíz de estos estudios, estuvo atento a los pasos que daban las distintas ramas de la ciencia). Barruntaba que su vocación era otra, y al cabo de tres años cambió los estudios de Medicina por los de Filosofía. La transición la facilitó un retiro de Acción Católica que describe como muy luminoso. Militaba desde muy joven en la ACJF (Action Catholique de la Jeunesse Française), donde viviría su primera experiencia asociativa y conocería el catolicismo social; fue por entonces cuando comprendió en qué consiste la verdadera humildad y cuando tuvo lugar su conversión a Cristo, que describe como «el paso de un pietismo tradicional y burgués a la vida verdaderamente cristiana» [carta a su hermana Madeleine, el 19-12-1925].

1.1. Estudiante de filosofía y filósofo

«Este es mi hijo, que desea estudiar filosofía para hacer apostolado»: así presenta Paul Mounier a su hijo Emmanuel ante Jacques Chevalier[1], profesor distinguido de la universidad de Grenoble. Mounier admiraba a su «maestro incomparable», a quien elogió en una carta que La Vie catholique publicaba el 6 de abril de 1926. Pero su relación con Chevalier pasaría por algunas crisis, sobre todo entre 1940 y 1941, durante el gobierno de Vichy, cuando Chevalier fue Secretario de Estado de Educación Nacional. Gracias a Chevalier conoció Mounier el pensamiento de Bergson.

Durante los años de universidad, Emmanuel Mounier frecuentó las Conferencias de San Vicente de Paul, que le permitieron conocer realidades muy pobres y a personas desfavorecidas. Junto al padre Guerry —que habría de ser uno de los mayores representantes del catolicismo social en Francia y obispo de Cambrai— trabajó en Saint-Laurent, una de las parroquias más pobres de Grenoble. Descubriría así un mundo bien distinto del ambiente pequeñoburgués en el que se había criado, disponiendo su corazón para acoger realidades marginales y para el compromiso con los pobres.

Con la filosofía se enriqueció la vida social e intelectual de Mounier, y él promovería un grupo de estudios católicos para futuros profesores, y otro de estudios helenistas (leían a Platón, sobre todo). Y se interesó por el pensamiento de René Le Senne (en particular por la caracterología de este catedrático católico). Todo ello, en el contexto laicista que reinaba en Francia.

En este periodo, Mounier leyó, entre otros, a André Gide y a Charles Péguy, quedando atrapado por este último; también le atrajo mucho Jacques Rivière (director de Nouvelle Revue Française), quien se convirtió al catolicismo tras una larga lucha interior, influido por Claudel). Y la polémica que alentó Action Française, condenada en 1926, tampoco dejaría indiferente a Mounier, advertido por Chevalier y por el padre Guerry del peligro que esta formación suponía para la autonomía de la fe frente a la política.

1.2. París

Simplemente soy incapaz de ponerme ante mi destino, como alguno de esos jóvenes que he visto a mi alrededor, que organizan sus asuntos como se traza un boceto. Tengo una idea muy nítida, sí, del sentido de mi vida. Entiéndelo como un impulso y una luz, más que como una dirección trazada. Por lo demás… He estado a punto de caer en la «mentalidad» de la máquina universitaria. La prueba me ha salvado, y ahora siento escalofríos como por un peligro evitado. Quiero recibir y dar, eso es todo (incapaz de saber incluso si acabaré en el mundo de las cátedras y decidido a no cerrar nada por adelantado).

Quizá sea además muy poco filosófico: ¿consiste ser filósofo en conceder más precio a una amistad que a una tesis? [Carta a Jean Guitton, 10-VIII-1928, Mounier 1964: 436][2].

Tras defender el trabajo para el Diploma de Estudios Superiores en Filosofía, cuyo tema fue «El conflicto entre antropocentrismo y teocentrismo en la filosofía de Descartes», Mounier llegó a La Sorbona en 1927; tenía que preparar el examen de acceso a la enseñanza superior y al doctorado. París, aquella «gran ciudad indiferente», no le causó buena impresión; en la universidad estaba estigmatizado el pensamiento cristiano y reinaba un clima cultural extraño para alguien que tenía como libro de cabecera los Pensamientos de Pascal. Por entonces estaba en boga el pensamiento idealista (idealismo moderno) de Léon Brunschvicg; y Chevalier le había transmitido cierta aversión por el idealismo.

Pero en París encontró grandes amigos. Jean Guitton fue uno de ellos; trabajaba entonces en su tesis sobre el tiempo y la eternidad en Plotino y san Agustín, y estudiaba el desarrollo del dogma en el pensamiento del cardenal Newman. A un Mounier que dudaba de sus propias posibilidades, Guitton le reveló que muchos le seguirían, pues captaba la fuerza de su personalidad y la hondura de su pensamiento. Cuando Mounier presentó a Guitton el proyecto de fundación de Esprit, Guitton vio en ello un «signo de los tiempos».

Otra amistad admirable de Mounier fue la del padre Pouget, un sacerdote lazarista, ciego, que sería su director espiritual hasta el año de su muerte, en 1933. Mounier le visitaba dos veces por semana y admiraba su alegría y el espíritu de pobreza con el que vivía; Guitton comparaba esta relación con la que mantuvieron el abbé Huvelin y Charles de Foucauld.

Al poco tiempo de estar en París, Mounier recibió un golpe muy duro: el 5 de enero de 1928 moría su amigo Georges Barthélemy. Así escribía a su hermana Madeleine tres días después:

No te puedes imaginar lo que se ha hundido en mí con esta amistad tan espontánea que desaparece. […]. Llegamos a ser amigos sin declaración, por el descubrimiento inmediato de la correspondencia entre nuestras almas. Era también el amigo de los dieciséis años, nacido con la vida, insustituible para siempre. Siento el estruendo sordo de todas las zonas de mi pasado que se hunde, este aislamiento súbito, este aturdimiento de algunos sueños con los que se quiere atrapar en vano lo que se nos escapa…» [Carta a Madeleine Mounier, Mounier 1964: 429-430].

El joven Mounier viviría una honda comprensión de la alegría que arraiga en el sufrimiento. La muerte de su amigo le hizo sentirse ajeno a las banalidades del mundo y le ayudó a descubrir que tenía que hacer algo bueno con su vida y a percatarse de la centralidad de su vocación. Esta experiencia de la alegría vivida en el dolor fue una constante en la vida de Emmanuel Mounier.

En 1928 se presentó al examen de agrégation, junto a Jean-Paul Sartre, Simone de Beauvoir, Jean Daniélou y Raymond Aron. Aron fue el primero de aquella promoción; Mounier quedó segundo. Pero tan buen resultado no terminó de reconciliarle con la universidad. Pidió una beca para iniciar el doctorado, y la disfrutó durante un año; y para tener acceso a una beca de tres años buscó argumento para una tesis en autores místicos españoles. Estuvo en España en 1930, algo menos de un mes, y escogió la figura de Juan de los Ángeles (1536-1609); pero la vida le señalaba otros caminos.

«El acontecimiento será nuestro maestro interior»: es una de las frases más conocidas de Mounier. Asimilado al Erlebnis o vivencia, que aprendió de Paul Louis Landsberg (pensador alemán refugiado en Francia, y gran amigo suyo), el acontecimiento es una categoría central en la vida y en el pensamiento de Mounier. Consideraba que los acontecimientos son una suerte de pedagogía para los seres humanos, pues son llamadas personales que sacan de la seguridad de los hábitos y albergan su parte de misterio. Vería así a la persona creyente como alguien que sabe emplear los resortes de la inteligencia y del corazón en la hermenéutica del acontecimiento, asociando a éste la categoría teológica evangélica de los signos de los tiempos (Mt 16,3). En 1930, en Dublín, Mounier habló en público sobre santa Teresita de Lisieux, e introdujo su visión del acontecimiento junto a la de la infancia espiritual, dos temas clave para combatir lo que llamaría más adelante «desorden establecido».

1.3. Jacques Maritain

En otoño de 1928, Mounier se aloja en la Casa de Juventud que dirigía Jean Daniélou. Allí conoció a Georges Izard (cofundador de Esprit) y, gracias a Daniélou y a Jean Guitton, conoce a Jacques y Raïssa Maritain, en cuya casa de Meudon se juntaban muchos intelectuales, escritores y pensadores. Maritain, que rondaba entonces la cincuentena, apreció en el joven Mounier «la nobleza de corazón, la fe sobrenatural y el celo ardiente por la pureza en la acción intelectual» [Bombaci 2002: 29]. Mounier veía a Maritain como «modelo de rigor y honestidad intelectual» [Bombaci 2002: 31]. En las conversaciones de Meudon se trataban todo tipo de temas: literatura, filosofía, ciencia, mística, política, música (Mounier tocaba el piano y le encantaban los conciertos). Frecuentaban Meudon: Marcel Arland, crítico literario de la Nouvelle Revue Française, Louis Massignon (orientalista, discípulo de Charles de Foucauld), el escritor Jean Cocteau, los teólogos Charles Journet y Garrigou-Lagrange, los filósofos Nicolai Berdiaev y Gabriel Marcel, entre otros. Marcel trabajaba entonces en la experiencia interior desde el existencialismo cristiano y afirmaba que el intelecto no puede captar el misterio de la existencia porque es ante todo «tensión» hacia el ser; pronto vería Mounier a la persona como «movimiento» hacia el ser, de manera que la relación entre ser y tener, que Marcel elaboró con especial sutileza, influiría en Mounier, sobre todo en su análisis de la mentalidad burguesa (la esfera del ser es la de la relación auténtica, mientras que la del tener se relaciona con algo exterior que se cree dominar, pero que no se domina en absoluto).

Estos amigos pensadores conversaban intensamente sobre la crisis que veían llegar. Berdiaev, representante de los rusos que vivían en París, conjugaba elementos de la tradición socialista con la necesidad de un renacimiento espiritual (se refería, por ejemplo, a una nueva Edad Media que hiciese renacer la cultura en Europa). Las conversaciones de Meudon supusieron para Mounier el inicio de su pensamiento sobre fe y cultura, uno de los problemas que más inquietaban a Maritain; y la presencia de cristianos católicos y ortodoxos ayudaría a la forja en Mounier de una seria conciencia ecuménica, que luego llevaría a cabo Esprit, tratando muchas veces el diálogo interconfesional.

Maritain propuso a Mounier la lectura de Tomás de Aquino, pero a Mounier no le cautivó, pues la noción de persona que iba fructificando en su pensamiento era más deudora de san Agustín que de santo Tomás. Puede decirse —simplificando mucho— que Maritain, fiel a la perspectiva tomista, adoptó un pensamiento fundado en la metafísica clásica, mientras que Mounier, que no rechazó ni el tomismo ni la metafísica, fundó su pensamiento sobre cimientos de tipo fenomenológico y existencial, tendiendo a valorar más los aspectos personales de la relación, hasta el punto de definir la comunidad personal como persona de personas, donde cada uno realiza su vocación, ese «principio viviente y creador» que consiste en la «unificación progresiva de todos mis actos», y que, al tiempo que unifica, es «singular por añadidura», como escribe en Manifiesto al servicio del personalismo [Manifeste au service du personnalisme, Mounier 1961a: 528].

La influencia de Maritain y los encuentros de Meudon contribuyeron a madurar la sensibilidad política del futuro director de Esprit (un «distinguir para unir» —como quería Maritain— entre lo espiritual y lo temporal, teniendo presente que lo temporal es distinto de lo espiritual, pero no son campos separados). También interiorizará Mounier el principio de pluralismo de la reflexión mariteniana, fundamental en una sociedad donde conviven personas y valores muy diversos. En la mediación entre fe, cultura y política, Mounier irá más lejos que Maritain, teniendo muy presente la responsabilidad de los laicos en este terreno. Ejemplo de esto último fue su colaboración con el movimiento Les Davidées[3], asociación de maestras católicas que trabajaban en la escuela pública. Carlos Díaz presenta esta cooperación como una suerte de ensayo de la obra entera de Mounier: un movimiento espiritual basado en la amistad y donde la labor educativa fuera un pilar importante [Díaz 2000: 54].

1.4. Charles Péguy

Daniélou organizó en 1928 unas conferencias sobre Péguy y su obra, e invitó a Mounier a presentar el pensamiento religioso del poeta. Charles Péguy fue un converso de pensamiento independiente y con cierta aversión hacia los convencionalismos académicos. Entre 1900 y 1914 fundó y dirigió los Cahiers de la Quinzaine. Era un socialista nada convencional que rechazó el ideal pacifista de las grandes corrientes del socialismo y optó por un nacionalismo que se remontaba a la grandeza de Francia en el pasado (de ahí su admiración por Juana de Arco). Denunciaría la degradación de la mística socialista en política, consciente de que la política siempre acaba conquistando el poder; y lo mismo haría con la mística cristiana, advirtiendo sobre los riesgos de desvirtuarse también en política. Ya cristiano, reprochó a algunos sacerdotes ser «funcionarios de lo sagrado» y encarnar una religión sin alma, confabulada a veces con las injusticias, y predicó con su vida el retorno a la sencillez que entrañan las virtudes evangélicas.

Péguy, que cautivó a Mounier, destaca como cantor de la esperanza (una esperanza que Mounier entenderá sobre todo como optimismo trágico); y se puede afirmar que fue Péguy quien, en buena medida, impulsó a Mounier a ser él mismo, de manera que que Mounier tomó de él no pocos aspectos vitales que serían centrales en su pensamiento: su particular mirada al acontecimiento, la distinción entre mística y política, la aversión al mundo del dinero, o la centralidad del misterio de la Encarnación. Así escribe en El pensamiento de Charles Péguy:

Toda realidad es una imagen de esta «pieza capital» del cristianismo [la Encarnación]. Cristo tomó la Encarnación en su exactitud y en su plenitud, sin reservas, sin fraude. Fue un hombre entre los demás, un santo entre los demás, el primero de los hombres y el primero de los santos: vinculado a un lugar, como ellos, a un tiempo, a una raza de carne, a una historia. Hay Evangelios y relatos: los cielos resplandecen eternamente la gloria de Dios, pero Cristo se relata. No fue un gran santo en el trono, como san Luis, ni una gran santa bajo las armas, como Juana de Arco. Eligió un puesto. Para narrarlo se precisan cronistas, como san Luis tiene necesidad de Joinville, y Juana de Arco de los pobres clérigos que escribían en el interrogatorio las preguntas y las respuestas. Libre hasta el último momento ante las profecías, fue un acontecimiento, y como tal quiso vivir, precario y discutido; se entregó a los exegetas y a los historiadores por el mismo movimiento por el que se entregó a los verdugos, porque quería que su memoria fuese también una memoria de hombre y humanamente conservada, como su cuerpo era un cuerpo de hombre que se condolía del sufrimiento humano. En este orden ratificado por Cristo, lo espiritual, que es dueño y señor, y lo eterno, que lo es todo, están perpetuamente expuestos, por su Encarnación, a las inquietudes y a las incertidumbres de la materia. [La pensée de Charles Péguy, Mounier 1961a: 102].

Del testimonio de Péguy, Mounier admiró ante todo la elección de una vida sencilla y pobre; él mismo abrazó este ideal y lo vivió con gran coherencia. Y Péguy contribuiría en una decisión capital de Mounier: la de abandonar el mundo académico oficial. «Entonces intervino Péguy. Fue durante las vacaciones de Navidad de 1928-1929. Me acuerdo bien de que me zambullí en su obra en prosa. Y comprendí por qué dudaba tanto al borde de esas tuberías bien montadas que llevan directamente desde la Escuela Normal a la enseñanza “superior”» [Carta a Jéromine Martinaggi, Mounier 1964: 452].

En la Casa de la Juventud, Izard y Daniélou plantean escribir una obra sobre Péguy, que llevaron a término Izard, Mounier y Marcel Péguy, hijo del poeta, pues Daniélou ingresó en la Compañía de Jesús. El libro se publicó en 1931 en la colección Le roseau d’or que dirigía Maritain para la editorial Plon. «Nadie ha captado a Péguy mejor que Mounier», llegó a escribir Bergson. Y esto escribe Mounier sobre Péguy, entre tantas otras cosas, refiriéndose a la infancia espiritual:

En este mundo turbado, algunos hombres llegan a nosotros, igual que niños, con ojos cargados de milagro. Llevan sobre sí, como una sonrisa, esa pureza a la que los demás aspiran laboriosamente, y de ese despertar que en ellos florece irradia un mensaje. […] Péguy nos reconcilia con cuanto brinda la tierra. Ignora a los hombres de letras y los problemas que éstos discuten. Surgido del pueblo, no quiere salir del pueblo. […]. Y voluntariamente, sin armar estrépito, renuncia a la ascensión gradual que conduce al éxito y se desposa con la pobreza de todo el mundo, sin dejar su lugar [La pensée de Charles Péguy, Mounier 1961a: 15].

Ante la generación de Mounier, hambrienta de maestros que sean también testigos, Péguy se presenta como alguien que «en un único movimiento, pensaba su vida y vivía su pensamiento, cruzándose ambos, como se juntan las manos para una misma oración». [La pensée de Charles Péguy, Mounier 1961a: 20].

1.5. Esprit o hacer apostolado con la Filosofía

La beca de tres años que pide a la Fundación Thiers fracasa. Mounier trabaja en la enseñanza secundaria (colegio Sainte-Marie de Neuilly, de madame Daniélou, y luego en el instituto de Saint-Omer, entre 1931 y 1932). Pero los acontecimientos “hablan” y le hacen ver que la enseñanza no es su vocación, aunque tiene que ganarse la vida. Concibe así la fundación de una revista de pensamiento como factor de una honda renovación, que convocase en torno a ella a intelectuales, artistas, científicos y personas inquietas, con diferentes visiones del mundo, pero animados todos ellos por la convicción de que existe un primado del espíritu entre los seres humanos; la finalidad era pensar y afrontar la catástrofe que vislumbraba en un horizonte no lejano.

Fue en esta época [Navidad de 1929] cuando cristaliza en mí un triple sentimiento: El sentimiento […] de que un ciclo creativo de Francia se había cerrado, que había cosas que pensar que no se podían escribir en ningún sitio; que, a nosotros, pianistas de veinticinco años, nos faltaba un piano. El sufrimiento, cada vez más vivo, de ver nuestro cristianismo solidarizado con lo que yo llamaría después «desorden establecido» y la voluntad de romper con él […]. La percepción de una crisis total de civilización bajo la naciente crisis económica. [Carta a Jéromine Martinaggi, 1-4-1941. Mounier 1964: 476-477].

Así escribía a su amigo Georges Izard en diciembre de 1930:

No sabes cuán disgustado me siento por el momento de la enseñanza, tal como la condiciona el Estado francés. Me aferro a París, esa última libertad de gestos y de pensamientos; no puedo resolverme a lo último. Y, además, con la conciencia de que nos espera en algún lugar del camino una catástrofe social o internacional, ¿cómo aceptar una carrera de jubilación? Sólo veo mi salvación, es decir, mi vocación, en la gran apuesta. Quizás podríamos arriesgarnos juntos. No somos nada, y esto me espolea. Tenemos la pobreza total de la que nacen las obras. [Carta a Georges Izard, Mounier 1964: 477].

Conciencia clara, pues, de una gran crisis en el seno de Europa, en la que jugaron el affaire Dreyfus a finales del siglo XIX y las consecuencias de la Primera Guerra mundial. En tal contexto, Mounier atribuye gran importancia a la responsabilidad de los hombres de cultura que creen en la primacía del espíritu. Hacía falta una renovación desde dos frentes: edificar, por una parte, nuevas estructuras y, por otra, construir un nuevo humanismo, que él interpretaba como una vuelta al espíritu del Renacimiento: reafirmar la dignidad del ser humano que tanto estaba limitando el individualismo. Se trataba, en definitiva, de poner en valor a la persona desde su vocación comunitaria, de rehabilitar la noción de persona y cultivarla, llevándola a todas partes.

La crisis empuja a Mounier a buscar una respuesta que estará muy vinculada a su identidad cristiana. Considera a pensadores que trabajaban desde la Filosofía del Espíritu, como Le Senne y Lavelle, a quienes pediría con frecuencia colaboraciones para Esprit.

En el Prospecto donde anuncia la pronta publicación de Esprit, en febrero de 1932, escribe:

¿Cómo no estar en permanente revolución contra las tiranías de esta época? Condenamos en ella: una ciencia separada, con demasiada frecuencia, de la sabiduría, y bloqueada en ocupaciones utilitarias; una filosofía vergonzosa, ignorante de su tarea y de los problemas que nos afectan, que mendiga a la ciencia una verdad que presenta por adelantado como relativa, y apenas capaz de demostrar que la ciencia no puede alcanzarla; unas sociedades gobernadas como casas de comercio y que funcionan como tales; economías que se agotan tratando de adaptar el hombre a la máquina y de extraer sólo oro del esfuerzo humano; una vida privada desgarrada por los apetitos, desquiciada, abocada a todas las formas de homicidio y de suicidio; una literatura cuyas complicaciones y artificios la separan de nuestra naturaleza, o atascada en un tiempo que ella debería inspirar; la indiferencia que nos llega por parte de quienes tienen al mundo entre las manos y lo envilecen, lo derrochan, o lo desprecian. No hay ninguna forma de pensamiento o de actividad que no esté esclavizada por un materialismo propio. Por todas partes se imponen al hombre sistemas e instituciones que lo desprecian: el hombre se destruye cuando se pliega a ellos. [Extraits du Prospectus annonçant la publication d’Esprit, Mounier 1964: 489-490].

La respuesta a estas inquietudes da como fruto una revista y un movimiento en torno a ella: Esprit y el movimiento Esprit. Entre el 16 y el 23 de agosto de 1932, Mounier y unas veinte personas más celebran un congreso en Font-Romeu, donde Mounier expresa por extenso su visión de las cosas y sus perspectivas, que quedaron recogidas en Las direcciones espirituales del movimiento Esprit, el editorial del primer número de la revista, titulado Rehacer el Renacimiento; salió en octubre. El movimiento comenzó teniendo cierto carácter político y se llamó Tercera Fuerza subrayando así el rechazo tanto del comunismo como de la sociedad burguesa. Pero, al cabo de un año, esta rama más política del movimiento se separaría de Mounier y de Esprit, para desaparecer en 1934. Esprit no sería la revista de un partido político, pero tampoco una revista católica, como hubiese querido Maritain. «Mounier construyó una revista en la que los católicos se cruzan con otros ideales espirituales, pero sobre la base de un acuerdo en torno a ciertos valores y otras convergencias en el plano espiritual» [Coq 2008: 15]. Así escribía a Jéromine Martinaggi en abril de 1932:

…No obstante, voy a pedirte una pequeña parte de tu vida. Esprit no será solamente una revista: fundar una revista es una evasión muy cómoda. Quiero que sea también un circuito de amistades activas, inclinadas, según su vocación, hacia una colaboración intelectual o hacia la acción sobre la opinión. Intento crear en tantas ciudades como pueda un grupito de trabajo que recibirá el resumen de las reuniones del comité central, intercambiará con él sugerencias, discutirá, tomará iniciativas, dará conferencias, hablará, propagará, contradirá. En fin, ya ves, muchas cosas [Carta a Jéromine Martinaggi, Mounier 1964: 494].

La cuestión financiera de Esprit no era un asunto menor. No fue casual que Mounier leyera entonces a Santa Teresa, en quien halló un ejemplo de alguien a quien nada se le pone por delante a la hora de pedir a los poderosos, y que confiaba infinitamente en su Señor. Además —observa Mounier—, al rechazar la renta fija para sus conventos, Teresa muestra que vivir en precariedad es una exigencia de la opción por la pobreza, de la que también halló buen testimonio en Louis Massignon, hijo espiritual de Charles de Foucauld, que lo invitaba a no hacerse ilusiones y a aceptar la parte de soledad a la que tenía que hacer frente. Mounier se movió mucho para conseguir ayuda económica. Las Ediciones Esprit asumieron la forma jurídica de sociedad cooperativa de capital variable; comenzaron sin un franco, y en enero de 1933 se instalaban en las oficinas de Desclée de Brouwer, en París. Los cuatro fundadores de Esprit fueron Georges Izard, André Déléage, Louis-Émile Galey y Emmanuel Mounier.

Muchos de quienes estuvieron en Font-Romeu abandonaron. Sin embargo, intelectuales como Marcel, Berdiaev, de Rougemont o Lacroix, apoyaron abiertamente la causa.

Uno de los imperativos del movimiento Esprit fue la ruptura con el mundo burgués. El número de marzo de 1933, Ruptura entre el orden cristiano y el desorden establecido, que trataba sobre la importancia de que el creyente arrincone los falsos valores burgueses, fue muy polémico. En este número, en el artículo Confesiones para nosotros, cristianos, Mounier recuerda la doctrina del cuerpo místico, en estos términos:

Hay toda una teología, poco conocida por el cristiano medio, del Cuerpo místico y de la comunión de los santos, que podría ser muy bien la teología de este tiempo. No es que confundamos comunismo y comunión, como recientemente nos acusaba Action Française. Es que el Reino de Dios no sólo está en nosotros: está entre nosotros, por más que lo hayamos olvidado demasiado tras el Renacimiento y la Reforma. Un refuerzo de los vínculos y de los servicios sociales podría revelarnos regiones inexploradas del hombre [Révolution personnaliste et communautaire, Mounier 1961a: 383].

Estas pinceladas muestran la dinámica que adquiría Esprit y el peso que llegaría a tener en el mundo intelectual francés. Desde el comienzo, Esprit estuvo en el punto de mira de muchos intelectuales y también en el de algunos miembros de la jerarquía eclesiástica, que no acababan de ver con buenos ojos a aquelloscristianos rojos”. Tuvieron bastante que ver en esto las acusaciones insidiosas de algunos herederos católicos de Action Française, que confundieron a algunos obispos, mientras que otros apoyaron claramente el movimiento desde el principio. Por su parte, Roma, que llegó a estar al tanto de dichas acusaciones, acabó haciendo caso omiso de ellas.

En julio de 1933, tras la ruptura con Tercera Fuerza, se constituyen los grupos Amigos de Esprit, con los que se buscaba promover una suerte de Hogares de reflexión que formasen una red de grupos en las principales ciudades francesas y también fuera de Francia. En estos Hogares se trataría de vivir el espíritu personalista y comunitario por medio de relaciones interpersonales auténticas. Como «hogares de amistad, estudio, testimonio, y centro de convergencia» de varios movimientos de inspiración personalista: así plantea su proyecto Mounier.

Entre 1934 y 1936, un nuevo grupo de intelectuales ingresa en la redacción de Esprit: Pierre-Henri Simon, desde Lille, Jacques Lefranc desde Bruselas, y Jean Lacroix desde Dijon. Pero hay que subrayar las aportaciones de Paul-Louis Landsberg, filósofo alemán de origen judío y convertido al cristianismo, que moriría en un campo de exterminio; Mounier destaca su pensamiento sobre el compromiso y hará suya la tensión, descrita por Landsberg, entre las imperfecciones de las causas emprendidas y la fidelidad a los valores implicados. Dicha tensión se reavivaría en Esprit con la guerra civil española y con los acuerdos de Munich (septiembre de 1938). Esprit planteó la necesidad de una firme resistencia al fascismo. En este sentido, Mounier escribirá que «no nos comprometemos sino en combates discutibles y con causas imperfectas. Y rechazar el compromiso por esa razón sería rechazar la condición humana» [Le personnalisme, Mounier 1962: 504].

Esprit era visto con simpatía por muchos miembros de la jerarquía católica, pero a otros les inquietaba su apertura y permanecían vigilantes, sobre todo en los años en que se publica la encíclica de Pío XI Divini Redemptoris (1937), donde se condena el comunismo. A Mounier se le pidió un informe donde quedase constancia de la fidelidad a la Iglesia asumida por los católicos que escribían en la revista.

1.6. La familia de Mounier

En marzo de 1933, Emmanuel Mounier conoce a Paulette Leclercq, con la que contrae matrimonio en 1935. Paulette trabajaba en los Museos del Cincuentenario, en Bruselas, donde había nacido. La amistad y el amor que unían a Emmanuel y a Paulette tuvieron por centro la vida interior de ambos. Las cartas de Mounier contienen numerosas referencias al amor espiritual «que no conoce ni hombre, ni mujer, ni medida, sino el de las personas unidas en la caridad de Dios» [Carta del 2-3-1933, Mounier 1964: 521], y que consiste en «echar la vida de uno en brazos del otro, hasta la carne de su alma y esta carne de sus días que ya no tienen precio para uno fuera de la transfiguración que trae a ellos el Otro» [Carta del 7-3-1933, Mounier 1964: 521]. Para quien vive esta experiencia, «la voluntad de Dios pasa en adelante por aquel a quien se ama» [Carta del 8-3-1933, Mounier 1964: 521]. Tuvieron tres hijas. Paulette vivió hasta 1991 (un frenazo brusco en el vagón de metro en el que viajaba en París le provocó una caída, y sufrió una embolia como consecuencia). Tras su muerte, se publicaron estas palabras de Mounier, halladas entre sus papeles, en las que brillan «la delicadeza, la limpieza, la luminosidad, la fe, la ternura y la alegría de Emmanuel» [Díaz 2000: 60]:

Marzo de 1933

Gracias, Dios mío, por haberme concedido tocar la Alegría.

No puedo pensar en estos días colmados de Alegría y de Esperanza. Aún los soy, camino en su luz, toco su presencia. Me gustaría no poner la mano sobre ellos para dejarme envolver en ellos. Pero, como esta mañana en el tren, es necesario que les dé vueltas en mi interior. Necesidad irresistible de soñarlos una vez, diez veces, de contármelos, de no dejar escapar su frescor durante los días en que me quede algo que recordar.

Este mes pasado, este camino. Que no va en absoluto hacia donde quiero ir ni hacia donde no quiero, un camino que no está en nosotros…

1.7. Una política de voltigeurs

Ante los acontecimientos políticos que desencadenarán la II Guerra mundial, Mounier propone una acción de voltigeurs, de volatineros o saltimbanquis, como esos soldados de infantería ligera destacados del resto de la compañía, que formaban un cuerpo de élite y solían avanzar por delante de los otros… «Los voltigeurs constituyen pequeñísimas células, centros de iniciativa que, sobre la base de los elementos doctrinales y del examen de las situaciones locales, se consagran a empeños concretos, a campañas de sensibilización para argumentos determinados, implicando cuando conviene al grupo Esprit correspondiente» [Bombaci 2002: 144]. Iniciaba así Mounier una publicación breve —Le Voltigeur— de dos números mensuales, cuyo fin era comentar los acontecimientos con cierta inmediatez. El editorial que salió el 19 de octubre reprochaba a los franceses no haber previsto las consecuencias de los acuerdos de Munich. Durante el tiempo que precede a la guerra, las dos publicaciones insistirán en la urgencia de un renacimiento espiritual y llamarán a despertar ante el avance del totalitarismo, así como a pedir una política regeneracionista.

Estas críticas a las políticas vigentes abrirían una reflexión en Esprit sobre la posibilidad de una democracia personalista basada en el estatuto de la persona. Y Mounier no dejaría de preguntarse cómo promover la paz en aquella coyuntura histórica, teniendo en cuenta el primado de lo espiritual. Su posición no será la de los pacifistas al uso, sino que pedirá reconocer un aspecto esencial de la paz —y de la paz cristiana— que suponga «una transfiguración de la fuerza; no una violencia agresiva, sino vigor tendido, aventurero, generoso» […]. «La paz no es una condición de debilidad, sino la condición fuerte que exige de nosotros el máximo despojamiento, el máximo de esfuerzo y de riesgo, para mantener el heroísmo de nuestra vocación cristiana» [Les chrétiens devant le problème de la paix, Mounier 1961a: 801]. En Los cristianos ante el problema de la paz, Mounier trata de dejar claro lo que no es la paz, y critica la superficialidad de quienes creyeron que los acuerdos de Munich habían salvado la paz sólo porque habían silenciado los cañones. Analiza después las condiciones que pone la teología católica para hablar de guerra justa, destacando que la guerra es una catástrofe espiritual desproporcionada, pero que los cristianos no pueden salvar la paz renunciando a luchar contra las potencias que amenazan la civilización y al mismo cristianismo.

La correspondencia de los años 38 y 39 muestra cómo Mounier proyecta la formación de un centro Esprit muy cerca de París: una comunidad de familias que den testimonio de los valores personalistas. Cuenta con la colaboración de Paul Fraisse, psicólogo, y de más miembros de los grupos Esprit. Emprenderían el proyecto en Les Murs Blancs (Châtenay-sur-Malabry), a unos veinte kilómetros al suroeste de París, pero las familias no se trasladarían allí hasta el final de la guerra. Les Murs Blancs será lugar de estudio y de confrontación de temas de interés en el mundo católico de los años cuarenta: el compromiso temporal del cristiano, la relación entre fe y cultura, entre fe y ciencia, las perspectivas de renovación en la Iglesia... Allí acudirá lo más granado del mundo académico e intelectual (científicos como Teilhard de Chardin, profesores como Bachelard, o teólogos de Lyon-Fourvière y de Le Saulchoir).

Al estallar la guerra, el proyecto de vida en común se tiene que posponer. El primer número de Esprit en tiempo de guerra sale en octubre de 1939 y se presenta bajo el doble título Esprit et le voltigeur hasta junio de 1940. Mounier, sordo de un oído y sin visión en un ojo, es llamado a filas en los servicios auxiliares del escuadrón de Cazadores de los Alpes, cerca de Grenoble, mientras Paulette y la pequeña Françoise –que había nacido en 1938− se trasladan a Dreux, con la familia Touchard (Touchard, dispensado de ir a la guerra por motivos de salud, será quien se encargue de la publicación). Mounier convivirá con compañeros de extracción humilde, y en sus cartas comentará a Paulette la amargura que le produce considerar todo lo que le distancia de estos soldados. En este primer tiempo de guerra lee a Scheler y a Marcel. Así escribía a Paulette aquel otoño:

La guerra mostraba al fin su rostro en nuestro periodo campestre cuando fueron alineados contra el muro del castillo doscientos o trescientos fusiles y después los tomaron en mano y uniformaron a esos muchachos que hasta hace poco eran campesinos, obreros o vendedores. Yo buscaba en sus rostros la sombra de la muerte, la mueca que harían cuando los mataran. Veía de lejos al cura con sotana y armado y pensaba en el «cuerpo de Cristo» y en lo que se hacía con él en este instante. [Carta a Paulette Mounier, Mounier 1964: 638].

Lejos de desistir en su empeño, Emmanuel Mounier sigue escribiendo y tratando cuestiones centrales; proyecta estudios sobre el sentido cristiano de la comunidad y escribe sobre los valores judeocristianos y el personalismo católico. Y convencido de que la dominación nazi se alargaría, al tiempo que condenaba el totalitarismo y la política de Vichy con los judíos, vio posible seguir la lucha de Esprit bajo el régimen, pero en una suerte de clandestinidad abierta en la que trató de aprovechar los escasos espacios de libertad que había; la revista fue autorizada en la Francia de Pétain. Durante la guerra saldrían diez números entre noviembre de 1940 y agosto de 1941.

Las cartas de este periodo hablan mucho de su hija Françoise, cuya enfermedad (una discapacidad severa causada por la encefalitis que le provocó una vacuna) causó en su padre una tristeza profunda. Los testimonios son hermosos.

… Desgarros y tristezas, pero nada que pueda producirnos la angustia de la impotencia o del total abandono. Y además sabemos que cada prueba no es algo negativo, sino un anticipo de Cristo que nos pregunta con dulzura: «¿quieres llegar a ser un poco más, quieres aprender un poco más el amor, del que la felicidad distrae?». Con todo mi corazón, con todo nuestro corazón, espero que Françoise sea lo que nos gustaría que fuera, pero si Dios quisiera otra cosa, no estoy seguro de que no fuésemos a hallar una alegría espiritual mayor ayudándola a caminar por sendas oscuras que haciendo de ella una mujercita corriente. [Carta a Paulette Mounier, Mounier 1964: 641].

... Al acercarme a esta cuna sin voz sentía que me acercaba a un altar, a un lugar sagrado donde Dios habla por un signo. Una tristeza penetrante y profunda; profunda, pero ligera y transfigurada. Y en torno a ella, una adoración; no tengo otra palabra. Nunca he conocido tan intensamente el estado de oración como cuando mi mano le decía cosas a esa frente que no respondía nada, cuando mis ojos se aventuraban hacia aquella mirada distraída dirigida hacia lo lejos por detrás de mí; no sé qué acto emparentado con la mirada, que miraba mejor que una mirada. Misterio, y sólo puede serlo de bondad, hay que osar decir: una gracia demasiado elevada, una hostia viva entre nosotros, muda como la hostia, resplandeciente como ella. Estos días releía a Bremond. Si toda plegaria verdadera se fundamenta en la muerte de las potencias, sensibles, intelectuales, voluntarias; si la fina punta del alma del niño bautizado, como escribe no sé qué autor espiritual, se pone en contacto directo con la vida divina en el instante del bautismo, ¿qué esplendores se ocultan en este pequeño ser que no sabe expresar nada a los hombres? ¡Durante cuántos meses hemos deseado que se marchara si iba a quedarse así! Mas ¿no es sentimentalismo burgués? ¿Qué quiere decir para ella ser infeliz? ¿Quién puede decir que ella lo sea? ¿Quién sabe si no se nos está pidiendo que guardemos y adoremos una hostia entre nosotros, sin olvidar la presencia divina en una pobre materia ciega? Mi pequeña Françoise, para mí eres la imagen de la fe. Aquí abajo, la conoceréis en enigma y como en un espejo [Carta a Paulette Mounier, Mounier 1964: 671].

En julio de 1940, el regimiento de Mounier pasa a zona libre y es desmovilizado. Mounier logró estar casi un año en Lyon junto a Paulette y su hija; vivían en condiciones precarias, pero llevaban una vida intelectual y de amistades intensa (Henri de Lubac, el hermano Roger de la comunidad ecuménica de Taizé…). En agosto del 41 nacería la segunda hija del matrimonio (la tercera nació en París en 1947). En el curso 1940-1941 Mounier vuelve a la enseñanza: da cursos de filosofía, psicología y caracterología en la Institución Robin de Vienne. Llegó a pensar que trabajando desde el interior del régimen de Vichy se podría llegar a contrarrestar la amenaza nazi; fue así como participó en organizaciones juveniles como Chantiers de la Jeunesse, Jeune France y Compagnons de France, aunque no tardaría en tener problemas. Frente a lo que se ha llegado a pensar, Mounier no tuvo voluntad alguna de cohabitar con el nazismo, no quería compromisos con aquel régimen de muerte, aunque es posible que le guiase cierta ingenuidad ante el grado de autoridad que Vichy mantenía frente a Alemania. Él trató de influir en los valores auténticos de los jóvenes para abrirles los ojos, porque no podía hacer otra cosa.

En Lyon encontró de nuevo al padre Guerry (con quien había trabajado de joven en Grenoble entre personas muy pobres), que era entonces secretario de la conferencia de obispos francesa. Y participó también en la Escuela nacional de cuadros en Uriage[4], donde impartieron cursos el dominico Chenu o el jesuita de Lubac. Pues la jerarquía católica y los miembros más relevantes de la Académie Française (a excepción de Mauriac) llegarían a reconocer el gobierno de Vichy.

Esprit volvió, como se ha indicado, a su ritmo normal en esta etapa de Lyon. Lacroix acercó a la revista a alumnos prometedores como Jean Marie Domenach o Gilbert Dru, quien llegaría a ser una de las figuras más emblemáticas de la Resistencia. El primer número de este periodo versó sobre el complejo de culpa que oprimía a los franceses a raíz del armisticio. Gabriel Marcel invitaba a vencer tal estado de ánimo en Nota sobre la condena de uno mismo, donde escribía que, ante aquel abatimiento, había que ponerse en guardia frente a las tentaciones de autocondena. Los diez números de esta fase fueron muy polémicos, y la revista acabó tomando partido contra Chevalier, el que fuera maestro de Mounier, Secretario de Instrucción Pública en el régimen de Vichy, porque reintrodujo la enseñanza religiosa en las escuelas y se negó a readmitir a un profesor judío en la Universidad de Grenoble. Esprit fue suprimida por la censura en agosto de 1941, además de por sus tendencias, por uno de los artículos del número de julio: un texto de Marc Beigbeder en el que se criticaba la colaboración y se llamaba encubiertamente “burro” a Pétain [Coq 2008: 18].

1.8. La cárcel y el final de la guerra

Tras esta etapa, Mounier se dedicó al estudio y comenzó a trabajar en un tratado de caracterología para el que pidió orientación bibliográfica a Henri de Lubac, a quien escribiría a finales de 1941 explicándole que quería delinear «el rostro del hombre que se esfuerza por vivir en lo eterno» [Carta al P. de Lubac, Mounier 1964: 722]. Proyectó asimismo una Declaración de los derechos de la persona, con Lacroix, Marroux y Fumet, que tendría gran importancia en el debate sobre los principios en que se inspiraría la nueva Constitución de Francia, tras la guerra. Tal Declaración fue uno de los elementos aducidos en el proceso que se abrió a Mounier por actividades antigubernamentales y por sospechar que participaba en el movimiento resistente Combat. Fue arrestado el 15 de enero de 1942 y confinado en la cárcel de Lyon, donde permaneció seis semanas, para seguir en arresto domiciliario en Clermont-Ferrand y ser transferido después a Vals-les-Bains en régimen de internamiento administrativo. De nuevo en Lyon, haría huelga de hambre con otros presos en la segunda mitad de junio, y desde julio hasta octubre de 1942 sería un preso político en la prisión de Saint Paul, donde escribió su Tratado del carácter. Durante el juicio, declarado nulo por falta de pruebas, el fiscal lo presentó como “director espiritual” de la Resistencia [Coq 2008: 19]. El 30 de octubre fue puesto en libertad, pero los alemanes invadieron la zona en noviembre y le vino justo para escapar hasta la región de Drôme, donde residió con nombre falso en un pueblecito de nombre sugerente, Dieulefit (Dios lo hizo), hasta la Liberación. En Dieulefit le esperaban varios amigos, que ayudaron a la familia económicamente.

Entre 1943 y 1944 se celebraron dos congresos Esprit en los que se discutió, entre otros temas, la continuidad de la revista tras la guerra. Mounier siguió escribiendo y permanecía en contacto con miembros de la Resistencia de la zona sur. Por entonces leyó con interés a Nietzsche, acudiendo a las fuentes cristianas para rebatirle; constataba que los cristianos eran cada vez menos capaces de combatir con esas armas. En este contexto escribió El afrontamiento cristiano, donde expresa la importancia de que el cristianismo dé respuestas a los desafíos del filósofo de la “muerte de Dios”, respuestas que «envuelvan, disuelvan y transfiguren en fe vivida la angustia depositada por Zaratustra en el corazón de la conciencia contemporánea» [L’affrontement chrétien, Mounier 1962: 12]. También denunciará un espiritualismo desencarnado que pone en primer plano el problema de la salvación del alma, practicando un individualismo que convierte el alma religiosa en la de un espectador.

1.9. Un corazón que latió con demasiada intensidad

El 25 de agosto 1944 París era liberada y los Mounier regresaron a la capital. Fueron tiempos difíciles y duros. Esprit reaparece el 14 de diciembre. A finales de año, las familias Mounier, Fraisse y Marrou se instalan por fin en Châtenay-sur-Malabry, en Les Murs Blancs. Se les sumarán los Domenach en 1946, los Baboulène en el 47, y más adelante Paul Ricoeur y su familia. Formaban una suerte de comunidad/federación de familias autónomas. Un domingo al mes acogían a los amigos de Esprit. Organizaron jornadas y seminarios en los que participaron filósofos, teólogos, científicos, escritores... Esprit no tardó en convertirse en una gran revista con cinco mil suscriptores, y su sede se instalaría en la rue Jacob, en el edificio de las ediciones du Seuil. En sus páginas escriben los más prestigiosos autores del momento, siempre con esa intención de mantener una implacable fidelidad al ser humano en un mundo cada vez más deshumanizado.

Entre 1945 y 1947, Mounier estudió el marxismo, y el diálogo con esta corriente sería tema central en los años venideros; le llevó a grandes polémicas, pero a él le importaban los pobres y quería entender el mundo en el que vivía. Estas palabras de Carlos Díaz explican bien la situación:

Hay que transformar la pobreza dialogando con el marxismo, pero sin confundir las cosas: el marxismo no es sino una herramienta —ella misma necesitada de engrase y de una muñeca humana para su manejo— en orden a la erradicación de la pobreza. Por eso el Evangelio de Mounier no es el marxismo, es el Evangelio de Jesús, liberador de los pobres. En marzo de 1950, en respuesta a Garaudy, escribe [Mounier]: «Mi evangelio me enseña que nadie es más astuto que Dios, porque busca siempre un camino hacia el corazón del más desesperado de los hombres. Mi evangelio, además, es el evangelio de los pobres. Nunca me dejará satisfecho ante un solo malentendido con aquellos que tienen la confianza de los pobres. Nunca me llevará a alegrarme de aquello que puede dividir el mundo y la esperanza de los pobres. Esto no es una política, ya lo sé. Pero es un cuadro previo a toda política y una razón suficiente para rechazar ciertas políticas» [Díaz 2000: 109].

Pero formaba parte de aquel tiempo no reconocer ciertas verdades. A pesar de ser amigo del disidente Victor Serge, gran crítico del estalinismo y autor de un artículo en Esprit sobre los deportados en la URSS (1936), Mounier no acababa de creer lo que realmente sucedía en Rusia. Aunque hay que decir que, como muestran los escritos publicados en el tomo IV de sus Obras, terminaría siendo crítico con el comunismo. El Boletín de la Association des Amis d’Emmanuel Mounier publicó en su número 39 parte de la correspondencia entre Mounier y Serge.

Mounier viajó bastante durante los años que siguieron a la guerra: Polonia, Austria y Bélgica, en 1946; varias colonias francesas en África en 1947; Alemania y Austria en el 48; en el 49, Inglaterra y los países escandinavos. También se desplazó hasta Italia en dos ocasiones (1947 y 1949). El diálogo del cristianismo con el mundo moderno siguió siendo un tema capital, un ejercicio que forma parte del hacer mismo del propio personalismo.

Durante el periodo siguiente, iniciada ya la llamada guerra fría, Esprit se opondría al Pacto Atlántico porque confinaba a Francia y a Europa a formar parte de uno de los bloques. Continuaba con su misión de pensar la realidad y leer con ojos verdaderos los acontecimientos que vivían los hombres y mujeres de su tiempo para denunciar injusticias y desvelar mentiras encubiertas, siempre al servicio de todos ellos.

Emmanuel Mounier sufrió en aquellos años tres crisis cardíacas. La tercera no la superó. El 22 de marzo de 1950, de madrugada, moría repentinamente de un ataque al corazón. Fue ante todo un testigo de su tiempo y un autor paradigmático a la hora de presentar la necesaria relación que se establece entre el pensamiento y la historia [Coq 2008: 24]

2. El personalismo comunitario

El hombre de su tiempo sufría, según Mounier, una doble alienación: la alienación idealista, que «se manifiesta, en el plano de la reflexión, por una suerte de primado decadente de la idea desencarnada sobre el pensamiento comprometido y la experiencia decisiva; y a través del desarrollo canceroso de la rumia intelectual, de las dialécticas sin fundamento, de los pensamientos gratuitos y de los ideales ineficaces» [Qu’est-ce que le personnalisme?, Mounier 1962: 211]; es decir, un idealismo sin arraigo en el que la vida personal equivale al egoísta repliegue en uno mismo. Y la alienación del activismo, que lanza a la persona al reino de las cosas (la producción, la manipulación, la conversación banal…) y a una actividad desenfrenada que despersonaliza al hombre, dispersándolo entre la palabrería y el automatismo e impidiéndole encontrarse a sí mismo en su interioridad. Esta alienación no es sólo propia del colectivismo comunista, sino que también va ligada al progreso tecnológico y al abuso de las tecnologías. Para superar esta doble alienación hacía falta una revolución que restituyese al hombre «aquella virtud interior que da autoridad, independencia y libertad respecto a las cosas» [Qu’est-ce que le personnalisme?, Mounier 1962: 213]. Esa sería la “revolución” personalista y comunitaria promovida por Mounier.

En uno de sus últimos libros, El personalismo (1949), Mounier coloca el personalismo en tensión entre las posiciones de Kierkegaard y Marx:

Simétricamente a Kierkegaard, Marx reprochaba a Hegel que hiciera del espíritu abstracto —y no del hombre concreto— el sujeto de la historia, que redujera a la Idea la realidad viviente de los hombres. […] Parece que lo que se podría llamar revolución socrática del siglo XIX, el asalto a todas las fuerzas modernas de despersonalización del hombre, se hubiese roto en dos ramas: una, a través de Kierkegaard, llama al hombre moderno, aturdido por el descubrimiento y la explotación del mundo, a la conciencia de su subjetividad y de su libertad; la otra, a través de Marx, denuncia las mistificaciones a las que lo arrastran las estructuras sociales injertadas en su condición material, y le recuerda que su destino no está solamente en su corazón, sino también en sus manos. ¡Funesta ruptura! [Le personnalisme, Mounier 1962: 436].

Convencido de que esas dos ramas no habían hecho más que separarse, Mounier comprende que la tarea encomendada a los hombres y mujeres del siglo XX no es otra que la de superar tal divergencia y volver, no tanto a reunirlas donde ya no pueden reencontrarse, sino a «remontarse más allá de su divergencia, hacia la unidad que ellas han desterrado» [Le personnalisme, Mounier 1962: 436]. De ahí su insistencia en recuperar la noción de persona como verdadera misión para rehacer una civilización que se resquebrajaba. Pero veía que el personalismo, representado entonces por el movimiento Esprit, sufría dos fuertes presiones: la que, por una parte, ejercía la propia renovación existencialista, que revivía problemas esencialmente personalistas como la libertad, la interioridad, la comunicación o el sentido de la vida y de la historia; y la provocada por la renovación marxista, que instaba a liberarse de las mistificaciones idealistas, a afirmarse en la condición común de los seres humanos, y a vincular la filosofía con los problemas reales de la ciudad humana. Como resultado de este doble forcejeo, Mounier detecta tres tendencias en el personalismo francés del momento: la tangente existencialista del personalismo, a la que se acercan Berdiaev, Landsberg, Ricoeur y Nédoncelle; la tangente marxista, rival de la anterior en muchos casos; y la tangente más clásica, dentro de la tradición reflexiva francesa, representada por Lachièze-Rey, Nabert, Le Senne, Madinier y Lacroix [Le personnalisme, Mounier 1962: 438].

El personalismo de Mounier venía a situarse así entre el existencialismo y el marxismo. Comparte con el primero el interés por la existencia del hombre concreto, subrayando la diferencia entre individuo y persona y recalcando que la existencia individual se caracteriza por una actitud de apertura y disponibilidad hacia los demás, muy alejada del individualismo; y con el marxismo comparte el rechazo de las concepciones desencarnadas del idealismo y la lucha a favor de la justicia social, en una organización política básicamente igualitaria y donde se tenga en cuenta a los más desfavorecidos. Sin embargo, para el personalismo la existencia colectiva no basta; las estructuras colectivas (racionalidad, ciencia, derecho o Estado...) son necesarias como soporte de la intersubjetividad, pero no son suficientes para gestar una auténtica comunidad de personas. En ambos casos, el elemento diferenciador es clave: la dimensión comunitaria del personalismo. El individuo no es —todavía— la persona, ya que ésta es esencialmente comunitaria. La colectividad no es tampoco la comunidad interpersonal, porque sólo en esta última se realiza en plenitud la existencia de la persona. Mounier llega así a la conclusión de que constituye un pleonasmo designar a la civilización que persigue el personalismo como personalista y comunitaria [Le personnalisme, Mounier 1962: 453] porque el auténtico personalismo es esencialmente comunitario, y es esta característica la que lo distingue de las formas individualistas del existencialismo y de las interpretaciones colectivistas del marxismo, pero también de las filosofías clásicas de la persona, que no llegan a dar con una formulación lo bastante honda de su dimensión comunitaria.

3. Estructuras de la persona

Aunque afirma que una persona es indefinible, ante todo porque es un ser abierto, Mounier definirá globalmente a la persona haciendo hincapié en la importancia del valor. Es conocida esta definición que da en el Manifiesto al servicio del personalismo:

Una persona es un ser espiritual, constituido como tal por una forma de subsistencia y de independencia en su ser; mantiene esa subsistencia e independencia mediante su adhesión a una jerarquía de valores, libremente adoptados, asimilados y vividos en un compromiso responsable y en una constante conversión. Unifica así toda su actividad en la libertad y, por añadidura, a impulsos de actos creadores, desarrolla la singularidad de su vocación [Manifeste au service du personnalisme, Mounier 1961a: 523].

Y volviendo al libro El personalismo, donde afirma que la persona «es incluso lo que en cada hombre no puede ser tratado como objeto» [Le personnalisme, Mounier 1962: 430], estas son para él las principales estructuras de la persona:

1. El ser humano tiene una estructura psicofísica, a la que denomina existencia incorporada o existencia encarnada. Con esto afirma la profunda unidad entre sujeto y cuerpo, pues ambos dan lugar a una misma experiencia de vida.

El hombre, así como es espíritu es también un cuerpo. Totalmente «cuerpo» y totalmente «espíritu» [Le personnalisme, Mounier 1962: 441].

«Yo existo subjetivamente», «yo existo corporalmente» son una sola y misma experiencia. No puedo pensar sin ser, ni ser sin mi cuerpo: estoy expuesto, por él, a mí mismo, al mundo, a los otros; por él escapo a la soledad de un pensamiento que no sería más que pensamiento de mi pensamiento. Al impedirme ser totalmente transparente a mí mismo, me arroja sin cesar fuera de mí, a la problemática del mundo y a las luchas de los hombres [Le personnalisme, Mounier 1962: 447].

2. Mounier afirma la trascendencia del ser humano con respecto a la naturaleza. «El hombre es un ser natural. […] ¿Sólo un ser natural? ¿Es enteramente un juguete de la naturaleza? Sumergido en la naturaleza, emergiendo de ella, ¿la trasciende?» [Le personnalisme, Mounier 1962: 442]. Responde afirmativamente: sí, la trasciende. El hombre es un ser natural, pero sus rasgos específicos no son meramente naturales, no responden únicamente al mecanismo de la naturaleza; en esto, como en todo, el ser humano es un ser singular.

El hombre se singulariza por una doble capacidad de romper con la naturaleza. Sólo él conoce este universo que lo engulle, y solo, lo transforma, él que es el menos armado y el menos poderoso de todos los grandes animales. Y es capaz de amor, algo infinitamente más grande aún. El cristiano añadirá: se le ha hecho capaz de Dios y cooperador de Dios [Le personnalisme, Mounier 1962: 443].

El ser humano va más allá de la naturaleza por el conocimiento y por su acción, por su propia capacidad de transformar la naturaleza.

3. Por esta capacidad de trascendencia, el hombre es capaz de apertura: a los demás, al mundo, a su propia dimensión interior, al misterio… Es capaz de comunicación.

El primer movimiento que revela a un ser humano en la primera infancia es un movimiento hacia el otro: el niño de seis a doce meses, al salir de la vida vegetativa, se descubre en los otros, se capta a sí mismo en actitudes dirigidas por la mirada de otros. La primera ola de egocentrismo reflexivo llegará más tarde, hacia el tercer año. […] La experiencia primitiva de la persona es la experiencia de la segunda persona. El , y, en él, el nosotros, precede al yo, o, al menos lo acompaña. Es en la naturaleza material (y estamos parcialmente sometidos a ella) donde reina la exclusión, porque un espacio no puede ser ocupado dos veces. Pero la persona, por el movimiento que la hace ser, se ex-pone. Y por eso es, por naturaleza, comunicable, la única que puede serlo […]. Se podría casi afirmar que no existo más que en la medida en que existo para los demás, y, en el fondo, ser es amar. [Le personnalisme, Mounier 1962: 453].

El primer acto de la persona es, pues, suscitar con otros una sociedad de personas cuyas estructuras, costumbres, sentimientos, y, finalmente las instituciones, estén marcados por su naturaleza de personas: sociedad cuyas costumbres solo empezamos a entrever y a esbozar. [Le personnalisme, Mounier 1962: 454].

4. Al no ser pura naturaleza, y por vivir en relación con los demás, el ser humano se caracteriza por su estructura dinámica, que consiste fundamentalmente en que la persona, más que ser, se hace. Y se hace desde el interior, pero saliendo también al exterior: «Hay que salir de la interioridad para mantener la interioridad» [Le personnalisme, Mounier 1962: 469]. «La persona es un dentro que necesita el fuera» [Le personnalisme, Mounier 1962: 469].

[La vida personal] se afirma en una perpetua labor de asimilación de aportaciones exteriores. Se elabora elaborándolas. Una subjetividad pura, como hemos visto, es impensable para el hombre. […] Afirmarse es, en primer lugar, darse un campo. No hay que oponer, pues, demasiado brutalmente, el tener y el ser, como dos actitudes existenciales entre las que habría que elegir. Pensemos más bien en dos polos entre los que se tiende la existencia incorporada […]. Centrarse desplegándose. […] La persona sólo se encuentra perdiéndose. […] Recogerse para encontrarse, y luego exponiéndose para enriquecerse y volverse a encontrar, recogiéndose de nuevo en la desposesión, la vida personal, sístole, diástole, es la búsqueda, proseguida hasta la muerte, de una unidad presentida, deseada y nunca realizada [Le personnalisme, Mounier 1962: 466 y 467].

De la misma manera que la persona implica la dinámica del hacerse, y eso involucra a la persona con los demás y con la naturaleza, este hacerse no puede estar centrado en ella, sino que la persona descubre que se hace sobre todo entregándose, dándose a los demás.

5. En esta relación dinámica con los demás y con el mundo, la persona no puede quedar absorbida por ninguna masa anónima, natural o social; más bien, al contrario, la persona es un ser singular y va tomando conciencia de su singularidad en el descubrimiento cotidiano de su vocación personal. «Ser persona, singularizarse, hay aquí una sinonimia bien establecida en el lenguaje. Se dice asimismo de una personalidad bien definida que es un original» [Le personnalisme, Mounier 1962: 470]. Y es que la persona es singular no sólo como un dato constatable, por ser un individuo de la especie, sino en un sentido mucho más profundo, a saber, porque se hace singularizándose, se relaciona con los demás y desarrolla su vida social y comunitaria siendo ella misma:

La persona es lo que no se repite. […] Pero guardémonos de pensar que la vida personal más elevada es la de la excepción, que alcanza, ella sola, cimas inaccesibles, por proeza. El personalismo no es una ética de «grandes hombres», un género nuevo de aristocratismo […]. Aunque la persona se dé cumplimiento a ella misma persiguiendo valores situados en el infinito, está llamada a lo extraordinario en el corazón mismo de la vida cotidiana. […] Como escribe Kierkegaard, a pesar de que se deslizó por la tentación de lo extremado: «El hombre verdaderamente extraordinario es el verdadero hombre ordinario». [Le personnalisme, Mounier 1962: 470, 471].

6. Este dinamismo esencial de hacerse y singularizarse, de trascenderse y entregarse, tiene como presupuesto básico la libertad, esa dimensión que hace al hombre un ser eminentemente moral. La libertad no es una propiedad más, sino la que viene a definir la esencia del ser humano, su auténtico fundamento.

Es la persona quien se hace libre tras haber escogido ser libre. La libertad dada y constituida no la hallará en ninguna parte. Nada en el mundo puede asegurarle que es libre, a no ser que entre ella misma audazmente en la experiencia de la libertad. [Le personnalisme, Mounier 1962: 478].

La libertad no está clavada en el ser personal como una condena [Sartre]; le es propuesta como un don. Y la acepta o la rechaza. [Le personnalisme, Mounier 1962: 479-480].

La libertad no progresa sino a base de obstáculos, elecciones, sacrificios; como el cuerpo. [Le personnalisme, Mounier 1962: 480-481].

Por eso, cada persona ha de llevar a cabo esta libertad que está en la base misma de su ser; en este sentido, la libertad se me presenta siempre como una tarea; es don y es tarea. La libertad es un proceso que no termina nunca.

La persona se vive en la comunidad de personas, que es, como se ha indicado, «persona de personas». Esta sería la solución a la despersonalización, principal problema del mundo moderno. «La despersonalización del mundo moderno y la decadencia de la idea comunitaria son, para nosotros, una misma y única desagregación» [Manifeste au service du personnalisme, Mounier 1961a: 536].

4. El personalismo como compromiso entre personas que crecen en libertad

La defensa de la persona […] encuentra opositores, ya sea en el materialismo capitalista, o en estatalismo. Nosotros los cristianos ponemos en el centro la persona de Cristo encarnado […]. Todo nuestro esfuerzo doctrinal ha buscado salvaguardar el significado de la persona de los errores individualistas y de los errores colectivistas [Del informe privado sobre Esprit para la Diócesis de París 1936].

Emmanuel Mounier sitúa la filosofía personalista entre las corrientes de pensamiento más importantes del siglo XX. En Introducción a los existencialismos, de 1947, describe el personalismo como una rama pequeña de las dos grandes ramas del existencialismo. Así lo presenta Carlos Díaz: «El árbol que Mounier dibuja hunde sus raíces en el mundo greco-cristiano; la base de su tronco la forman Pascal, Maine de Biran y Kierkegaard, y la altura del mismo la fenomenología, de cuyas ramas surgen autores dispares, desde Nietzsche y Sartre hasta Jaspers, incluido el propio personalismo, la rama más corta» [Díaz 2002: 31]. Las raíces greco-cristianas las constituyen Sócrates, los estoicos, san Agustín y San Bernardo. Y las dos grandes ramas que parten del tronco vienen a representar las dos clases contrapuestas del existencialismo: la primera, a través de Nietzsche y de su «muerte de Dios», va de Heidegger a Sartre; la segunda se ancla en el tronco cristiano, que Mounier describe de este modo: «Eminente dignidad, frente a la naturaleza, de la imagen de Dios, rescatada y evocada por Cristo encarnado; primacía de los problemas de salvación sobre las actividades de saber y de utilidad» [Introduction aux existencialismes, Mounier 1962: 72]. Para Mounier es éste el terreno abonado para recibir la exigencia existencialista que él mismo formula «como una reacción de la filosofía del hombre contra el exceso de la filosofía de las ideas y de la filosofía de las cosas» [Introduction aux existencialismes, Mounier 1962: 70], es decir, contra idealismos de corte racionalista y contra positivismos materialistas. Para Emmanuel Mounier, es ese existencialismo injertado en la tradición judeocristiana —que es preciso recuperar— el que coincide con el personalismo.

¿Se puede afirmar, entonces, que Mounier identifica el existencialismo cristiano con el personalismo? La primera misión del existencialismo es recuperar la vida y la existencia del hombre como principal problema de la filosofía, poner la pregunta por el hombre de nuevo en el centro, frente a la proliferación de las cosas, las ideas, o incluso del espíritu. Este cuestionarse por el ser humano se puede plantear de forma individual o comunitaria, pero la matriz judeocristiana es la que hace posible superar las tendencias individualistas de un existencialismo que se hace esta pregunta sin caer en una concepción colectivista cuyo centro sea lo social. Por lo tanto, la respuesta a la pregunta anterior es sí: se puede decir que el personalismo es esa ramita del existencialismo que evita las tentaciones individualistas y colectivistas de la existencia.

Todas estas ideas las va exponiendo Mounier tanto en Esprit como en sus libros. En 1935, publica Revolución personalista y comunitaria, y, en 1936, De la propiedad capitalista a la propiedad humana y Manifiesto al servicio del personalismo. En el ensayo sobre la propiedad, traza el estatuto de la propiedad en una sociedad donde se superasen las contradicciones del capitalismo y del comunismo (cita a Santo Tomás de Aquino, considerando las enseñanzas de Maritain). Es una reflexión fundamental sobre los límites del derecho de propiedad, debate muy vivo entre los pensadores católicos de su tiempo. El tema del trabajo también es esencial en este ensayo porque Mounier entiende que una economía humana ha de considerar el trabajo como título de adquisición de la propiedad, de acuerdo con el principio de la primacía del trabajo sobre el capital y en conformidad con la encíclica de Pío XI Quadragesimo Anno, de 1931, que defiende el carácter evolutivo del régimen de propiedad y reconoce una doble finalidad, individual y social, en el derecho a la propiedad. En la visión cristiana, la propiedad se configura como un derecho relativo, frente al carácter absoluto que cobra en la tradición romana. Mounier rechaza la concepción burguesa de la propiedad, mostrando que un pensamiento de inspiración cristiana ha de procurar que no se cometan abusos en este terreno, y subraya que los obreros tienen derecho al fruto de su trabajo, de forma que, si un régimen capitalista llegara a impedirlo, estaría legitimada una intervención pública.

Como hemos visto respecto a su posición decidida en contra del fascismo y el nazismo, en Mounier se da una auténtica Filosofía del compromiso. «Una persona se prueba por sus compromisos», escribe en Rehacer el Renacimiento, aunque lo primero es construir la persona, para lo que hacen falta estos tres ejercicios fundamentales: «la meditación, a la búsqueda de su vocación; el compromiso, como reconocimiento de su encarnación; y el despojamiento, o inicio del don de uno mismo y a la vida del prójimo» [Révolution personnaliste et communautaire, Mounier 1961a: 179]. Mounier subrayará la importancia de la fidelidad y de la presencia en el mundo a través del compromiso, centrando la acción en el testimonio y no en el éxito. Se refiere así a cuatro dimensiones de la acción: (1) el hacer —enfocado hacia la eficacia—, (2) el actuar —que es lo que caracteriza la autenticidad ética—, (3) la acción contemplativa —que se define por la perfección al servicio de los valores y tiene carácter universal—, y (4) el carácter colectivo de la acción, que implica a los demás. Estas cuatro dimensiones permiten diferenciar los distintos tipos de acción, según la dimensión que domine en ellas: (1) a la acción política corresponde una mayor eficacia, pero no queda por eso al margen de las demás dimensiones; (2) en la acción profética prevalecen la preocupación por los valores y su proyección universal. Mas siempre habrá tensión entre lo político y lo profético porque dicha tensión responde a una tensión más profunda entre el compromiso y la apertura a la trascendencia [Le personnalisme, Mounier 1962: 500-503]. Sin esta presencia de la trascendencia, el compromiso quedaría en nada para Mounier, para quien la trascendencia está en el corazón mismo del compromiso y es la que sostiene la relación entre compromiso y libertad, permitiendo a la libertad comprometerse. Cuando está iluminado por la trascendencia, el compromiso nunca asfixia la libertad, sino que la libertad se compromete gracias a la presencia de esta luz en su entraña.

En Rehacer el Renacimiento, plantea además Mounier el tema de la distancia espiritual, no sólo como principio de la relación interpersonal, sino también como principio de comprensión del conjunto del universo. Es una de las intuiciones principales del autor.

Esta distancia espiritual entre los seres, atravesada por el fulgor del espíritu en el que todo se intercambia de modos diversos, es la doble condición de la soledad en la que cada cual se eleva verticalmente hacia lo alto de uno mismo, como se estira un árbol, y de la unión sin confusión que une a todos los participantes del espíritu en un cuerpo universal. Es tal vez nuestra imagen central del mundo, en la que hallamos análisis ya llevados a cabo: cuando las distancias se relajan, ya no puede hacer nada el espíritu, y la materia cae en desorden en un mundo que ha quedado suelto; son ellas [las distancias] las que mantienen la realidad de las personas en la realidad de la comunión universal. Toda una política y toda una moral se contraen en esta metafísica. [Révolution personnaliste et communautaire, Mounier 1961a: 169].

Con esto aporta Mounier una clave también en filosofía política y moral: la dimensión del espíritu y su presencia en la vida social y política, incluso a nivel de la nación, la república o el Estado. E introduce también la noción de comunidad espiritual, pues sólo en la comunidad se realiza y expande la persona, y llega a ser ella misma. Explica que la comunidad de personas nunca será una fusión que acabe negando a unos u otros, sino que es importante la distancia, que es la que hace posible la unidad. Reservará la palabra comunidad para designar la única comunidad válida: la comunidad personalista, a la que definirá en varias ocasiones como «comunidad de personas» e incluso «persona de personas» [Révolution personnaliste et communautaire, Mounier 1961a: 202, etc.].

5. Las opciones políticas

Mounier busca edificar la sociedad entera desde la persona. Se decía revolucionario, pero en nombre del espíritu, que es esa apertura esencial del hombre a todas las dimensiones del vivir. Hoy invitaría a pensar la realidad presente partiendo de la persona y a construir la sociedad desde los valores que la persona está llamada a encarnar. Mounier calificó su “revolución” de personalista y comunitaria, subrayando la dimensión de apertura al otro, en esa tensión entre el individuo y la comunidad, que es la persona.

Una acción personalista está al servicio de todas las personas; no puede cubrir ningún interés parcial, ningún egoísmo de clase, aunque fuese de la clase más necesitada. Pero cualquier acción, si está inspirada por valores universales, queda sujeta a intereses, a situaciones colectivas, a sentimientos dominantes. Debe morder en una situación histórica cuyos hechos no ha elegido. Es en este punto donde la acción espiritual se transforma en acción histórica. [Manifeste au service du personnalisme, Mounier 1961a: 647].

Los análisis de Mounier sobre la persona y la relación interpersonal confluyen en la dimensión política del ser humano, que busca el cumplimiento de la sociabilidad humana, pues forma parte del hombre el ser histórico. Mounier comprendía que la política debe buscar la plenitud de la sociedad humana, y eso sólo puede hacerse construyendo la paz.

El ideal político de Mounier está centrado en estos tres elementos: instituciones comunitarias, una política al servicio del ser humano y cierta institucionalización personalista. Estas orientaciones se fundan en una dialéctica entre el derecho y el amor, cuyo objetivo es hacer más fácil y abierto el diálogo. Además, Mounier propone una lectura atenta de los acontecimientos, de los que decía que son nuestro «maestro interior»; es decir, invita a “leer” la realidad con lucidez y amplitud de miras.

Las instituciones comunitarias implican una sociedad pluralista porque, aun cuando el pluralismo no es el diálogo, es lo que lo hace posible, al entrañar un aumento de los poderes locales y mayor organización de los recursos de los ciudadanos frente al Estado. Para ello se acoge al federalismo que pedía Proudhon, pensando en un orden político que pusiera en valor los diversos grupos que constituyen una nación. Mounier fue un estudioso del anarquismo, del que tomaría aspectos como la promoción de asociaciones directas entre ciudadanos; aunque mantuvo cautelas suficientes ante el idealismo que contiene esta visión política (la eliminación de la verticalidad en las relaciones políticas, por ejemplo, algo que le parecía irreal). Distinguía, así, entre autoridad, poder y dominio. Para él, la autoridad trasciende el poder, sin estar del todo separada de él, pues si el poder rechazase toda autoridad degeneraría en dominio y el derecho daría paso a meras relaciones de fuerza. Mounier entiende el poder político como servicio, y para él todo poder viene del pueblo, que debería disponer de medios para controlarlo.

Junto a otros miembros de los grupos Esprit, Mounier propuso una declaración de derechos de las personas y de las comunidades, en la que presentaba los principios constitutivos de toda sociedad personalista [Mounier 1944a: 118-127].

Para Mounier, el personalismo debería realizar una suerte de socialismo de rostro humano, cuya economía estuviese fundamentada en la ética. Denunciaba los excesos del capitalismo y justificaba la crítica marxista al mismo, mientras él abogaba por un régimen de propiedad parcialmente colectivo. Lo plantea en De la propiedad capitalista a la propiedad humana, obra de 1936, donde expresa que una de las desviaciones del capitalismo es que ha sometido la vida espiritual de las personas a la producción y al consumo; lo válido para él sería lo contrario. Se puede afirmar que toda la visión económica de Mounier se basa en luchar contra dos enemigos: la riqueza y la miseria; las reformas anheladas estarían orientadas a suprimir las dos.

El trabajo también es un punto importante en esta visión política del personalismo, por la gran relación que guarda con la persona. Mounier pensaba que no puede ser mera mercancía, sino creación, único factor propiamente personal de la actividad económica; estaba convencido de que en una sociedad personalista abundarían la responsabilidad, la creación y la colaboración.

Pero Mounier no ignoraba que el egoísmo trata siempre de abrirse paso y que hay que enfrentarse constantemente al individualismo. Esto no le haría desviarse de sus intuiciones iniciales, y siguió bregando hacia esos ideales, asumiendo el optimismo trágico con el que define su postura: perseguir el objetivo a pesar de las dificultades que surgen sin tregua, sabiendo que la persona será siempre ese diálogo entre lo espiritual y lo político, entre la revolución personal y la revolución político-social. «La inseguridad, la preocupación, es nuestro lote […] La perfección del universo personal encarnado no es la perfección de un orden, como querrían todas las filosofías (y todas las políticas) […]. Es la perfección de una libertad luchadora que combate duramente» [Le personnalisme, Mounier 1962: 450].

Paul Ricoeur, uno de los compañeros de Mounier en Les murs Blancs, escribe estas palabras que subrayan la perspectiva personalista de Mounier, y pueden servir de conclusión a esta voz sobre un filósofo que entregó su vida al servicio del “personalismo comunitario”:

Si la persona vuelve es porque sigue siendo el mejor candidato para sostener los combates jurídicos, y sociales evocados, por otra parte; quiero decir con esto que es mejor candidato que las demás entidades que se han llevado por delante las tormentas culturales. [Ricoeur 1992: 198].

6. Bibliografía

6.1. Obras de Mounier

6.1.1. En orden cronológico de publicación original

La pensé de Charles Péguy, Plon, colección « Roseau d’Or », París 1931.

Révolution personnaliste et communautaire, Ed. Montaigne, París 1934.

De la propriété capitaliste à la propriété humaine, Desclée de Brouwer, colección « Questions disputées », Paris 1936.

Manifeste au service du personnalisme, Ed. Montaigne, París 1936.

Pacifistes ou Bellicistes, Éditions du Cerf, París 1939.

L’affrontement chrétien, Éditions de la Baconnière, Neuchâtel 1944.

Montalembert (Morceaux choisis), L. U. F., colección « Le Cri de la France », Fribourg 1945.

Liberté sous conditions, Éditions du Seuil, París 1946.

Traité du caractère, Éditions du Seuil, París 1946.

Introduction aux existentialismes, Denoël, París 1946.

Qu’est-ce que le personnalisme ? Éditions du Seuil, Paris 1947.

L’éveil de l’Afrique noire, Éditions du Seuil, París 1948.

La Petite Peur du XXe siècle, Éditions du Seuil, París 1948.

Le personnalisme, P. U. F., colección « Que sais-je ? » nº 395, París 1950.

Feu la chrétienté, Éditions du Seuil, París 1950.

Les certitudes difficiles, Éditions du Seuil, París 1951.

Mounier et sa génération. Lettres, carnets et inédits, Éditions du Seuil, París 1956.

6.1.2. En la edición de obras completas (original y traducción castellana)

Œuvres de Mounier (1931-1939), Tome 1, Éditions du Seuil, Paris 1961 (Obras completas, Tomo I: 1931-1939. Ediciones Sígueme, Salamanca 1992) [Mounier 1961a].

Œuvres de Mounier. Tome 2, Traité du caractère, Éditions du Seuil, Paris, 1961 (Obras completas, Tomo II: Tratado del carácter, Ediciones Sígueme, Salamanca, 1993).

Œuvres de Mounier (1944-1950), Tome 3, Éditions du Seuil, Paris 1962 (Obras completas, Tomo III: 1944-1950. Ediciones Sígueme, Salamanca 1990).

Œuvres de Mounier. Recueils posthumes, Correspondance, Tome 4, Éditions du Seuil, Paris 1964 (Obras completas, Tomo IV: Obras póstumas, Correspondencia, Ediciones Sígueme, Salamanca 1988).

6.1.3. Otras ediciones citadas

« Faut-il refaire la Déclaration des Droits ? Projet d’une Déclaration des Droits des personnes et des collectivités », Esprit, XIII année, 1 décembre de 1944, pp. 118-127 [Mounier 1944a].

Mounier. L’Événement sera notre maître intérieur. Pages Choisis, Le Gall, Y. (Dir.), Éditions Parole et Silence, París, 2014.

Entretiens (1926-1944), Presses Universitaires de Rennes, Rennes, 2017.

El personalismo. Antología esencial, Colección Hermeneia, 53, Ediciones Sígueme, Salamanca, 2014.

6.2. Bibliografía secundaria

Bombaci, N., Emmanuel Mounier. Una vida, un testimonio, Fundación E. Mounier [colección Persona, nº 4], Madrid 2002.

BAEM [Bulletin de l’Association des Amis d’Emmanuel Mounier]. Publicación anual. Transformado desde 2014 en Cahiers Emmanuel Mounier (Presses Universitaires de Rennes).

Burgos, J. M., Introducción al personalismo, Palabra, Madrid 2012.

Coq, G. (Dir.), Emmanuel Mounier: L’actualité d’un grand témoin. Actes du Colloque tenu à L’Unesco, 2 tomos, Parole et silence 2003.

Coq, G., Mounier. L’engagement politique, Michalon, París 2008.

Díaz, C., Introducción al personalismo actual, Gredos [Colección Biblioteca Hispánica de Filosofía], Madrid 1975.

—, Mounier y la identidad cristiana, Ediciones Sígueme, Salamanca 1978.

—, Emmanuel Mounier. Un testimonio luminoso, ediciones Palabra, Madrid 2000.

—, ¿Qué es el personalismo comunitario?, Fundación E. Mounier, [Colección Persona nº 1], Madrid 2002.

Domenach, J. M., Emmanuel Mounier, Éditions du Seuil, 1972.

Lurol, G., Emmanuel Mounier. Genèse de la personne, L’Harmattan, Paris 2000.

Moix, C., El pensamiento de Emmanuel Mounier, Estela, Barcelona 1964. Traducido del francés por Ana Ramón de Izquierdo.

Ricoeur, P., Lectures II, Le Seuil, París, 1992, p. 198.

Winock, M., Esprit, des intellectuels dans la cité, collection « Points Histoire », Éditions du Seuil, París, 1996.

6.3. Páginas web

Les amis d’Emmanuel Mounier: https://www.emmanuel-mounier.org/

Instituto Emmanuel Mounier: http://www.mounier.es


Notas

[1] «Católico y bergsoniano, estudioso de la mística y cultivador de la tradición introspectiva francesa, Chevalier vive su enseñanza como una misión dirigida a la formación de las élites católicas de Grenoble. […] Durante su juventud había viajado mucho por Inglaterra, quedando favorablemente impresionado por el espíritu de las congregaciones calvinistas inglesas y por su organización. Según testimonio de Jean Guitton, hablándoles a los estudiantes de ellas, las describía como sociedades “personalistas y comunitarias”, en cuanto atentas a las exigencias de las personas y animadas por un cierto aliento comunitario» [Bombaci 2002: 14].

[2] Las traducciones de los textos originalmente en francés son de la autora de la voz, aunque en la bibliografía se incluyan también los datos de las traducciones españolas.

[3] El nombre proviene de la novela de René Bazin Davidée Birot, la historia de una conversión que impactó a Marie Silve (1900-1976), la fundadora del movimiento, maestra católica en la escuela pública en una Francia donde no se impartía religión en la escuela, por las leyes de 1905. Pronto se organizarían varias maestras en un movimiento de apoyo mutuo y de vivencia compartida de la fe, publicando sus experiencias y reflexiones en la revista Aux Davidées, que promovía una espiritualidad laica. Mélanie Thivolle, compañera de Marie Silve, fue la iniciadora de la revista en 1916.

[4] Esta Escuela la fundó Pierre Dunoyer de Segonzac, un capitán de Saint-Cyr, hombre de moralidad íntegra, que aún veía en Pétain al vencedor de Verdún y estimaba que en su gobierno cabía la oposición al nazismo. Muchos de los hombres de esta institución vibrarían después con la Resistencia.

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Herrando, Carmen, Emmanuel Mounier, en Fernández Labastida, Francisco – Mercado, Juan Andrés (editores), Philosophica: Enciclopedia filosófica on line, URL: http://www.philosophica.info/archivo/2020/voces/mounier/Mounier.html

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