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Gabriel Marcel
Autor: Paul O'Callaghan
Marcel es uno de los autores más conocidos e influyentes de la corriente personalista cristiana del siglo XX. A lo largo de su vida se dedicó al teatro ―como dramaturgo y crítico― , a la música, y desde luego, a la filosofía. Se entiende que todos estos campos de la vida cultural hayan influido profundamente en su vida y en sus escritos filosóficos. Hilo común a lo largo de su reflexión es la búsqueda del ser, del misterio ontológico. Y en medio de esa búsqueda, de esa ‘filosofía concreta’, Marcel nos ofrece un desarrollo de diversas vivencias antropológicas de notable riqueza: la esperanza, el amor, la fidelidad, la encarnación, la técnica… Y, aunque sostenga que la labor del filósofo debe dirigir su mirada penetrante hacia la sociedad, se entiende que se trata siempre de una reflexión hecha sobre los hombres uno a uno, sobre las personas que componen la sociedad, sin reducirse a ella. Por eso no es de sorprender que la existencia y el actuar de Dios, del Dios de los cristianos, se encuentre en la base de esta sabrosa reflexión filosófica.
Índice
2. Contexto histórico e intelectual del pensamiento de Marcel
3. Situando la búsqueda del ser
4. La dinámica de la búsqueda del ser
5. Caminos concretos hacia el misterio ontológico: la antropología de Marcel
6. El valor y límite de la técnica y la recuperación de la esperanza
7. El ser y el Ser Absoluto: de la fidelidad a la fe
9. El papel del filósofo en la sociedad
10. Bibliografía de Gabriel Marcel
b) Algunos artículos de Marcel citados
c) Algunas obras de teatro de Marcel
d) Bibliografías que recogen los escritos de Marcel y sobre Marcel
Gabriel Marcel nació en París el 7 de diciembre del año 1889. Estudió en el Liceo Carnot y en la Universidad de la Sorbonne, donde cayó bajo la influencia del idealismo crítico de León Brunschvig y del espiritualismo de Henri Bergson. Luego enseñó en algunos liceos clásicos, y más tarde se dedicó al periodismo y a la crítica literaria. Entre otras cosas, fue crítico literario de «Les Nouvelles Littéraires». También fue autor de muchas obras de teatro y algunas composiciones musicales [Chenu 1948, Cañas 1998: 157-264]. De origen hebreo, creció agnóstico, aunque más tarde ―en el año 1929―, se convirtió al catolicismo.
Entre sus obras filosóficas principales, todas escritas en francés, se cuentan las siguientes: Diario metafísico, escrito entre los años 1913 y 1922, y publicado en el 1927 (el mismo año en que fue publicado Ser y tiempo de Heidegger), en el que Marcel documenta su descubrimiento del sentido de la existencia. De 1935 es Ser y tener, en la que Marcel desarrolla el tema de la existencia humana en el contexto de la distinción que le hizo famoso entre “problema” y “misterio”; esta obra fue precedida por una obra breve de importancia fundamental llamada Posiciones y aproximaciones concretas al misterio ontológico publicada en el año 1933. En 1940 publica De la negación a la invocación. Sobre la esperanza humana —otro tema muy de Marcel— aparecerá en 1944 un volumen rico y compacto, Homo viator., seguido un año más tarde por Para un prolegómeno de una metafísica de la esperanza. A inicios de los años cincuenta dará a la imprenta un volumen amplio, fruto de las Gifford Lectures: El misterio del ser (1951).
Otras obras de carácter filosofico, no traducidas al castellano, incluyen: La metafísica de Royce (1945), Los hombres contra lo humano (1951), El declino de la sabiduría (1954), Fe y realidad (1954), El hombre problemático (1955), Presencia y inmortalidad (1959). En el año 1971 publica el volumen autobiográfico ¿En el camino hacia qué despertar? Aparte de los escritos filosóficos, Marcel ha compuesto muchas obras de teatro.
En el año 1953, Roger Troisfontaines escribió una extensa obra resumiendo las enseñanzas de Marcel hasta esa fecha, con un título muy acertado: De l’Existence a l’Être. La philosophie de G. Marcel. Como se puede ver en la bibliografía que se recoge al final de la voz, ya en vida de Gabriel Marcel han abundado los estudios y ensayos sobre su pensamiento. Esa tendencia ha continuado después de su muerte, que tuvo lugar en París el 8 de octubre del 1973.
Al inicio de su camino filosófico, Marcel se interesó por el idealismo de cuño alemán (Schelling) y anglo-americano (Coleridge, Bradley y Royce). En el 1910 preparó una tesis intitulada «L’influence de Schelling sur les idées métaphysiques de Coleridge». En el 1913 hizo un estudio sobre Josiah Royce con el título «La métaphysique de Royce». Más tarde, en parte debido a la influencia de Henri Bergson [Ríos Vicente 2005], el pensamiento de Marcel se desplazó hacia lo que se podría llamar la “filosofía concreta”: la filosofía de la existencia. Se interesó particularmente por el tema de la “encarnación”, no en el sentido teológico sino filosófico de esta palabra, es decir, la condición intrínsecamente corpórea del hombre [Riva 1985]. Esta prioridad dada a lo concreto le llevó en muchas de sus obras a un análisis fenomenológico pormenorizado de la vida humana, sobre todo de la interioridad del hombre. Lo mismo puede decirse de sus obras de teatro. Por otro lado, quiso evitar que fuese aplicado a su obra el apelativo “existencialista”, pues consideraba la palabra “existencialismo” un “vocablo horrible” [Troisfontaines 1953: 2,145-148]. A pesar de ello, aunque no lo haya leído hasta tarde, su dependencia de un autor como Kierkegaard es clara [Grene 1952, Kierkegaard et ma pensée].
Según Marcel, el objeto de la investigación filosófica es siempre y solo el ser: la “exigencia ontológica” (exigence ontologique) debe caracterizar toda reflexión filosófica. Esta dinámica la expresa Marcel en sus obras en tres momentos que podrían llamarse estructurales [McNicholl 1957, Prini 1950]: el binomio problema/misterio, el binomio ser/tener, y el fenómeno de la encarnación.
Para el hombre, afirma nuestro autor, el ser nunca es algo puramente objetivo, un espectáculo, realidad sin vida, externa, perteneciente a lo que él llama el ámbito del “problema”. En efecto, el problema es lo que el hombre puede objetivar, determinar, distinguir netamente de su propia subjetividad, dominar, y al final, transformar. El “problema” expresa el dominio del hombre sobre las cosas. Pero más que un problema ―dice Marcel― el ser es un “misterio”, en el que el yo del hombre queda plenamente involucrado y comprometido [Anderson 1975, Bespaloff 1968, Dec 1982, Gallagher 1966, Keen 1984, Konickal 1992, Lazzaro 1973, Miccoli 1973, Miceli 1965, O’Callaghan 2006, Ostermann 1954, Peccorini 1959, Prini 1950, Russo 1993, Urabayen 2001]. Por esta razón el hombre no puede representar, ni demostrar, ni tampoco delinear el ser, sino sencillamente reconocerlo en la intuición de una trascendencia que la propia existencia encuentra y con la que se vincula. Definido negativamente, el ser es «aquello que no se deja disolver por la dialéctica de la experiencia» [Journal Métaphysique, 181].
Expresión del binomio central problema/misterio en el pensar y en el actuar humanos es otro binomio, muy presente y característico del pensamiento de Marcel: ser y tener, que ha dado el título a un importante libro suyo, Être et avoir. Al hombre se le abre la posibilidad de vivir la propia vida y resolver los retos que se le presentan en el ámbito de la pura objetividad, del dominio y de la posesión (el tener), o de vivirla como misterio de la propia auto-implicación en la realidad en la que está inmerso (el ser). Este proceso al mismo tiempo trasciende y funda la existencia concreta de la persona. La auténtica actitud metafísica, dice Marcel, lleva consigo la apertura al ser como misterio.
Con este planteamiento, nuestro autor quiere superar la distinción típicamente cartesiana entre el sujeto capaz de conocimiento por un lado, y el sujeto vital, objetivado biológicamente en el cuerpo, por otro, es decir, entre la res cogitans y la res extensa. Dicho con otras palabras, el hombre puede abrirse al misterio del ser recuperando su propia intimidad, dentro de la relación vital con el propio cuerpo (es el tercer momento estructural de la filosofía marceliana) descubriéndose y viviendo como un ser esencialmente encarnado. Yo tengo mi cuerpo como una realidad externa y objetiva, y al mismo tiempo soy mi cuerpo, diría Marcel, porque mi existencia concreta es inseparable de él [Flores-González 2005].
Según Marcel, la “exigencia ontológica” no es un deseo efímero, ni tampoco una afirmación voluntarista que otorga realidad a las cosas. Es más bien un «empuje interior, profundamente radicado en el hombre, o bien, igualmente, una especie de apelación» [Mystère de l’Être, 2,37]. En otras palabras, el hombre experimenta la exigencia ontológica, no la produce. Marcel considera que las formas típicas de pensar en la sociedad actual han impuesto un freno decisivo a este tipo de exigencia, cuando la vida se reduce al “tener”, en vez del “ser”: cuando el hombre busca con ahínco la diversión (el divertimiento). Aún así, la “exigencia ontológica” no desaparece del todo; se experimenta siempre como inquietud, insatisfacción, un elemento que ha caracterizado toda la vida de Marcel. La razón de esta persistencia estriba según Marcel en el hecho que el hombre experimenta el hambre del ser en el fondo del alma, lo que llama une connaissance aveuglée, “una intuición cegada” [Être et avoir, 36].
Al mismo tiempo, Marcel es consciente de que la mera experiencia de la inquietud, de la insatisfacción, podría llevar derechamente a la negación del ser, como sucede por ejemplo en el pensamiento de J.-P. Sartre. La experiencia de la esperanza, del amor, por el contrario, se mueven en la dirección contraria. En su obra Mystère de l’Être, afirma Marcel que el punto de partida para la ontología es doble: una cierta plenitud de vida, y luego la convicción que esa plenitud no puede simplemente ser mía, privada, pues tiene que ser nuestra, del conjunto [Mystère de l’Être, 2,8]. Por ello ofrece la siguiente definición del ser: esse est semper co-esse [Troisfontaines 1953: 1,291; 2,27; Lazzaro 1973], «el ser es siempre el co-ser». Y en modo más sugerente: «la metafísica, es el próximo» [Foyers sociaux de Saint-Denis]. Samuel Keen describe el descubrimiento del ser para Marcel en estos términos: «De repente el dato que parecía encontrarse delante de mí cuando hice la pregunta sobre el ser, realmente me invade, me penetra, y no puedo separar la pregunta sobre “quién soy” y la pregunta sobre la naturaleza del ser» [Keen 1984: 104].
Marcel habla de los approches concrètes du mystère ontologique, de “los caminos concretos de acercamiento hacia el misterio del ser”. La descripción marceliana de estas vías al ser abre el campo para toda una antropología. Son cuatro: el amor, la fidelidad, la esperanza y la disponibilidad. Hay que tener en cuenta que no se trata aquí de un mero discurso moralístico, que allana o esquiva el áspero camino de la reflexión filosófica. Por estos caminos, dice Marcel, el hombre toma contacto con la realidad más alta, con el misterio más profundo: el alma, la comunión entre los hombres, y en fin de cuentas, Dios. Con énfasis programática, escribe en el diario Être et avoir, «se da la necesidad de restituir a la experiencia humana todo su peso ontológico» [Être et avoir, 82].
En primer lugar el amor es camino más fundamental hacia el descubrimiento del ser. Bien conocida es la declaración de Marcel: «el amor quiere decir: “tu no deberás morir”» [de la obra de teatro La mort de demain].
Pero esto se manifiesta especialmente mediante la fidelidad, tema al que Marcel ha dedicado un notable esfuerzo de reflexión [Notes sur la fidélité; Fidélité créatrice; Aperçus phénomenologiques sur la fidélité; Troisfontaines 1953: 2,361-388]. En la fidelidad Marcel percibe la permanencia de las cosas, el hecho que la realidad no depende de la subjetividad humana [Être et avoir, 99]. La fidelidad contribuye en modo decisivo al encuentro con el ser en tres modos. Primero porque sin la fidelidad el hombre no tendría ninguna unidad en sí mismo, pues sería una pantalla sin más en la que se reflejan los momentos sucesivos de los procesos de la propia vida. Segundo, se puede hacer justicia al ser de otra persona solamente por medio de la fidelidad. Pues la fidelidad es «el acto de la persona total que toma responsabilidad por el otro» [Keen 1984: 111]. Y en tercer lugar, en ella se obtiene la seguridad que los vínculos humanos de amor y de compromiso pueden llegar a ser significativos para siempre. En efecto, la fidelidad es como «el reconocimiento de algo como permanente» [Être et avoir, 74]. Por su radicación en el ser, que es vida, se puede pensar en el idea de una “fidelidad creativa”, que nos permite ir más allá de las apariencias.
Otro camino concreto al ser es la esperanza, central en el pensamiento de Marcel. Es por medio de la esperanza que el hombre puede abrirse a una realidad que todavía no posee, una realidad que se puede recibir sólo por gracia, por donación [González 1964, O’Callaghan 1989a, Pasqua 1985, Plourde 1975, Randall 1992, Rogel 1975]. Nuestro autor habla —nada menos— que de una metafísica de la esperanza, porque ésta se hace posible no en base a los recursos que están a disposición del hombre, sino que hace referencia a lo que es real, siempre externo al hombre y nunca a su disposición arbitraria. En pocas palabras, dice, «la esperanza es quizás el tejido del que está hecha el alma» [Être et avoir, 61].
Finalmente, se accede al ser por medio de una categoría importante que Marcel llama la disponibilidad. Mientras el idealista se confronta con la realidad con prejuicios a priori, el realista es abierto, o disponible, a lo que la realidad le ofrece, lo que le quiere decir. Por esto decía que «el pensamiento está ordenado al ser como el ojo a la luz» [Être et avoir, 51].
De lo dicho, Marcel saca varias consecuencias. Primero, que no debemos referir los contenidos de nuestra existencia concreta (las ideas, los hábitos, los sentimientos) únicamente a la realidad objetiva, sin vivificarlos continuamente por medio de la creatividad humana. Luego, no debemos considerar el mundo objetivo como posesión nuestra, lo que nos podría llevar a optar por la ciencia y la técnica como si fuesen capaces de situar y determinar enteramente nuestras decisiones. Y lo mismo: hay que evitar la tendencia a degradar a las demás personas al nivel de “cosas”, con las que se tiene un trato meramente impersonal.
De hecho, Marcel reflexiona mucho sobre el tema de la técnica, en especial por la relación ambivalente que el hombre tiene con ella [Russo 1995]. Por un lado insiste sobre el sentido y valor de la técnica. «Cada técnica en sí misma es buena por el hecho que encarna una cierta fuerza auténtica de la razón y también porque introduce en medio del aparente desorden de las cosas un principio de inteligibilidad» [Les hommes contre l’humain, 46-47]. Valoriza en particular la exactitud requerida por la técnica y la satisfacción auténtica que puede producir en la vida del hombre. Además, para Marcel, la técnica tiene siempre una finalidad formativa para el carácter humano.
Por otro lado, sucede fácil y frecuentemente que los hombres abusan del poder que les viene dado por la técnica. Y esta tendencia debe ser moderada por un modo de obrar que Marcel llama “meta-técnica”. En la sociedad actual (Marcel se refiere a los años ’30 y ’40) este modo de obrar, sin embargo, fácilmente queda desacreditado. Frecuentemente el hombre llega a ser prisionero de la técnica —de su propia técnica— si no se muestra capaz de dominarla y subordinarla a su propia naturaleza. Esta tendencia puede tener consecuencias éticas desastrosas para el hombre, cuya dignidad espiritual queda vaciada y distorsionada. En muchos casos el hombre tiende a representar el mundo, y por ende a sí mismo, a la luz de las técnicas más avanzadas. Por lo tanto no logra dar una imagen correcta de sí mismo. Se encuentra obligado a renunciar al “conócete a ti mismo” socrático.
Como ejemplo de este fenómeno, Marcel menciona la invasión del cerebro humano con lo que se llamaba en aquel entonces el “suero de la verdad”, una inyección con que al hombre se le obligaba a decir la verdad. «No es pura casualidad», escribe Marcel, «que procedimientos de este género hayan sido puestos por obra, con un apresuramiento y una perseverancia incomparables, por regímenes totalitarios de los que no basta decir que no se preocupan de la verdad, sino más bien que la verdad es para ellos el enemigo número uno, porque a la luz de la verdad, las pretensiones inconfesables que les mueven se revelan por lo que son» [Les hommes contre l’humain, 112].
Fruto inevitable de este proceso es la desacralización de la vida humana, pues ésta ha sido despojada de una dignidad sagrada conferida divinamente, cuyo lugar ha sido ocupado por el antropocentrismo práctico. El hombre se siente siempre más dispuesto a manipular la vida, la propia y la de otros. La vida es considerada siempre más como algo que no tiene ningún valor intrínseco y que se puede suprimir como se apaga una luz eléctrica. Matar a otra persona no es considerado siempre como un crimen, sino algo que puede ser legítimo.
Marcel se pregunta cómo será posible luchar contra esa “ley de la gravedad” que tira al hombre hacia los excesos de la tecnocracia. Insiste sobre la necesidad de reaccionar contra la disociación entre lo vital y lo espiritual del hombre, fruto del moderno racionalismo exsangüe. Esto se consigue con una reflexión más profunda sobre la noción de la vida a la luz de un elevado pensamiento religioso, al redescubrimiento de lo sagrado, no como remedio evasivo a la deshumanización de la vida actual, sino más bien como conversión sincera y profunda a la gracia. Es la gracia lo que explica y aclara toda la realidad, sin que esta conversión, añade Marcel, tenga necesariamente connotaciones confesionales. Sólo así el hombre podrá superar la desesperación que resulta inevitablemente de la vida vivida con criterios basados en la cantidad, la eficiencia, el pragmatismo, la pura tecnología, es decir, en el “tener” por encima del “ser”.
Esta asociación entre técnica y desesperación se explica fácilmente: la posesión se caracteriza siempre por un equilibrio inestable entre la tensión del individuo hacia la apropiación definitiva de las cosas, y la tendencia continua a perder los objetos poseídos. Esta inestabilidad genera una sensación de miedo, ansiedad y desesperación. A lo cual, según Marcel, se opone la esperanza. «Sólo cuando soy totalmente libre del peso de la posesión en todas sus formas, soy capaz de conocer la divina ligereza de la vida real de la esperanza», lo que llama la «divina ligereza de la vida esperanzada» [Homo Viator, 78]. Como ya hemos visto, la esperanza surge cuando el hombre se abre al misterio del ser, como un principio fiel y misterioso que se me da, un principio que al mismo tiempo me supera, me invade y al cual me adhiero.
Para vivir una vida esperanzada, el hombre debe abrirse humildemente al ser, lo cual establece en él una relación de presencia, de amor, con el ser y con los hombres. Pero si el individuo se cierra al ser, viviendo ocupado de sí mismo, viviendo en una soledad desolada, tenderá siempre más hacia el suicidio. En pocas palabras, mientras la desesperación consiste en atribuir a las técnicas presentes y futuras la capacidad de resolver nuestros problemas, la esperanza, aunque reconozca el valor y la eficacia de la técnica, va más allá de la voluntad de dominio. Ante el materialismo que caracteriza la comprensión marxista de la esperanza de Ernst Bloch, Marcel explica que la esperanza constituye un anhelo del alma de una forma de liberación absoluta por gracia, irrealizable en esta vida [Blain 1970; O’Callaghan 1989b, 1996]. La única esperanza que interesa al hombre debe tener la capacidad de superar el ámbito del “tener”, también cuando el “tener” se aplica a esta vida terrena. Dicho en otras palabras, la esperanza debe ser capaz de superar la muerte [Lohner 1997, Pfeiffer 1977, Rotella 2001], abriéndose a la resurrección. Se trata de un contraste entre un inmanentismo materialista por un lado, y una comprensión de la vida humana abierta a la trascendencia, por el otro. Pero, ¿de qué tipo de trascendencia se trata?
A lo largo de toda la vida y obras, Marcel se concentra en el ser, comprendido ―como hemos visto― en el contexto antropológico más amplio posible. Sin embargo, todo ello encuentra su fundamento en la relación primordial con el Ser Absoluto, Dios. Con palabras de Kenneth Gallagher, «su descenso en la intersubjetividad coincide con su ascenso hacia la trascendencia» [Gallagher 1966: 126]. «Cada relación humana de tipo existencial», decía Leonardo Verga hablando de Marcel, «encuentra su autenticidad y su seguridad en el vínculo de fe con Dios» [Verga 1980: 241]. De hecho, los cuatro caminos que llevan al hombre a la realidad y al ser (el amor, la fidelidad, la esperanza, la disponibilidad), encuentran su grado máximo de realización en la relación con Dios. Concretamente, la fidelidad alcanza su sumo grado de incondicionalidad cuando se expresa como fe en Dios [Keen 1984: 112], mientras la fidelidad hacia las creaturas no puede nunca ser incondicional [Homo Viator, 176]. Y al mismo modo que el vínculo existencial con la realidad no la crea sino que la descubre, la relación existencial con Dios no da consistencia a Dios, sino que lo descubre en su revelación.
Es más: el horizonte trascendente de la búsqueda marceliana del ser es en el fondo el Dios de los cristianos. En efecto, Marcel dice que una metafísica de la esperanza «no puede no ser cristiana» [La Structure de l’Espérance, 78]. El vínculo entre el mundo (el ser) y Dios (el Ser Absoluto) es tan estrecho que Marcel pudo decir que su convicción más íntima, la más irremovible, «es que Dios no quiere absolutamente ser amado por nosotros en contra de lo creado, sino glorificado a través de lo creado y partiendo de ello» [Être et avoir, 113].
A veces se puede tener la impresión que el discurso sobre el ser en Marcel coincide con la teología, con el discurso sobre Dios [Sweeney 2006]. En el fondo del primero se encontraría el segundo. Algunos autores han señalado una cierta falta di rigor filosófico en el pensamiento de nuestro autor, tildándolo de “místico”, irracional, fideísta, subjetivista, etc. Fritz Heinemann llama a Marcel “empirista misterioso” [Heinemann 1954]; Étienne Gilson considera que su pensamiento es una especie de “misticismo especulativo” [Gilson 1947: 252], James Collins dice que su obra es sólo un “drama prefilosófico” [Collins 1959]; Marjorie Grene considera que la filosofía de Marcel es una especie de sermón malo sobre el Dios del Amor, o bien una imitación ambivalente de la loca dialéctica de Kierkegaard [Grene 1952]. Al respecto se pueden ver los estudios críticos de Battaglia, Morando, Di Corte, Stefanini, Sciacca y Rebollo Peña que se recogen en la bibliografía.
De todas formas, no parece lícito afirmar que en Marcel se confunde el ser en general con el ser de Dios. Por un lado, los estudiosos de Marcel concuerdan sobre el hecho que no hay sombra de panteísmo en su pensamiento [Troisfontaines 1953: 2,289; Möller 1960: 277]. Con todo, el hombre es homo viator, en movimiento hacia Dios. Por otro lado, Marcel presenta a Dios más bien como el director de una sinfonía, la de todos los seres [Mystère de l’Être, 2,188]. Por ello, tanto el creyente como el no creyente pueden buscar la verdad sinceramente, encontrando en el ser algo sólido, rico y último. «El lenguaje ontológico ofrece la base sobre la que el creyente y el no creyente puedan comunicar y testimoniar entre sí, porque los dos participan en la misma sinfonía del ser» [Keen 1984: 117]. Además, el hecho que Marcel haya querido acercarse a Dios y al ser por medio de distintas categorías intersubjetivas —el amor, la fidelidad, etc.— debe ser considerado un valor notable de su pensamiento. Muchos otros autores del siglo xx han intentado, con más o menos éxito, acercarse al ser por medio de “dos modos de conocimiento”, uno más objetivo, abstracto, otro más intuitivo, concreto, entre ellos, Bergson, Scheler y Maritain, y en el siglo XIX, Dilthey. Como ellos, Marcel quiere afirmar el carácter originario de la experiencia humana en toda su amplitud, precisamente porque toca la profundidad y la riqueza de lo real.
Marcel se ha dado cuenta que el papel crítico del filósofo en la sociedad ha sufrido un fuerte disminución a partir del siglo XIX. Y se pregunta por qué. En el mejor de los casos —observa— el filósofo puede llegar a ser profesor de filosofía para profesores de filosofía. En las actuales circunstancias, el filósofo fácilmente pierde la capacidad de meditar, la libertad de pensamiento, la virginidad de espíritu. Cae o bien en una visión utilitarista de la vida, o bien acaba retirándose de la vida, alejándose de la realidad, encarcelado en su propio pensamiento. Hablando de algunos de sus colegas, dice Marcel: «¿cómo no espantarse ante el carácter estrecho y abstruso de sus investigaciones?» [Les hommes contre l’humain, 81]. Por esta razón, no se puede concebir al filósofo como alguien que esté todo orientado hacia una reflexión especulativa y abstracta siempre más absoluta y definitiva. «Mi obra filosófica se presenta enteramente como una lucha obstinada, sin tregua, contra el espíritu de abstracción» [Les hommes contre l’humain, 7].
Marcel sugiere que el filósofo debe pensar, por así decirlo, “hacia los demás”, hacia la humanidad. Para esto tiene que reconocer que el hombre —cada hombre— es un ser portador de luz. El filósofo debe dejarse penetrar por esta luz, para dar testimonio a favor de los hombres y para contribuir a mejorar la vida de todos. Sin desconectar de la realidad concreta de la vida, el filósofo debe proponer ante una sociedad en decadencia una flexible y eficaz reflexión sobre el sujeto responsable. No tiene por qué buscar a toda costa el consenso del vasto público, transformando su labor en un producto mediático cada vez más dominado por los empresarios de la comunicación. Igualmente impropio para el filósofo es la tendencia, o bien a tomar posición sobre cuestiones y problemáticas que desconoce, o bien a quitar peso específico a las cuestiones particulares de tipo científico, político o social, en nombre de unos principios filosóficos artificialmente absolutos. «El primer quehacer del filósofo», dice, «consiste en pronunciarse claramente respecto a los límites de los conocimientos propios y reconocer que hay campos en que su incompetencia es absoluta» [Les hommes contre l’humain, 84].
Marcel se muestra crítico de todo esfuerzo por catalogar con una precisión pretendidamente definitiva las categorías del pensamiento, también de su propio pensamiento. Quería que su reflexión, más que un contenido, fuese una vía que cada uno pueda seguir libremente, un método que cada uno aplica con originalidad a la gran riqueza de la vida. Se trata de una indagación continua y casi infantil, llevada a cabo con una curiosidad impaciente y universal, libre de todo utilitarismo, al mismo tiempo realista y responsable. Constituye para Marcel, por decirlo de algún modo, su vocación, el proyecto de su vida.
Sin duda, la posición del filósofo en la sociedad es difícil, pues vive de algún modo «en el mundo sin ser de este mundo» [Les hommes contre l’humain, 92] parafraseando un texto del Evangelio [Juan 17,14-16]. Pero es esta convicción de no pertenecer del todo a este mundo lo que le permite al filósofo contribuir a hacer que sea un mundo más humano, sin excluir ni la técnica ni el espíritu.
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Homo Viator. Prolégomènes à une métaphysique de l’Espérance, Aubier-Montaigne, Paris 1944; trad. cast. Prolegómenos para una metafísica de la esperanza, Nova, Barcelona 1954;
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Le mystère de l’être (Gifford Lectures 1949-50), 2 vols, Aubier-Montaigne, Paris 1951; trad. cast. El misterio del ser, en Obras selectas (I), BAC, Madrid 2002, pp. 1-387;
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© 2009 Paul O'Callaghan y Philosophica: Enciclopedia filosófica on line
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