Philosophica
Enciclopedia filosófica  on line

Jesús García López

Autor: José Ángel García Cuadrado

1. Apunte biográfico

Jesús García López nació en Orihuela (Alicante, España) el 28 de junio de 1924 y falleció en Murcia (España) el 28 de enero de 2005. Cursó sus estudios filosóficos en la Universidad de Murcia. En 1949 presentó su tesis doctoral en la Universidad Complutense de Madrid con una investigación dirigida por Ángel González Álvarez sobre El conocimiento natural de Dios. Un estudio a través de Descartes y Santo Tomás.

En 1957 obtiene la cátedra de “Fundamentos de filosofía e Historia de los sistemas filosóficos” en la Universidad de Murcia. En 1964 se trasladó a la Universidad de Navarra donde fue Profesor Ordinario, siendo Vicedecano de la Facultad de Filosofía y Letras (1965-1968) y Director de la Sección de Filosofía (1968-1975). En 1976 regresa a la Universidad de Murcia donde será catedrático de Lógica y Metafísica. Fue Decano de la Facultad de Filosofía de la Universidad de Murcia (1978-1982). En 1989 pasa a la situación de Profesor Emérito, aunque continuó su tarea docente en el Instituto Teológico de Murcia hasta el año 2003.

Como profesor invitado ha dictado cursos y conferencias en la Universidad de Cuyo (Mendoza, Argentina), en la Universidad Panamericana (México D. F.) y en la Universidad Católica de Santiago de Chile.

Ha publicado un total diecisiete libros y más de un centenar de artículos, capítulos de libros y voces de diccionarios, así como diversas traducciones, principalmente de obras de Tomás de Aquino. Su actividad filosófica ha sido premiada con distintos galardones, como el premio “Doxa” del Ateneo Filosófico de México, D. F., y Socio de Honor de la Sociedad Mexicana de Filosofía.

Uno de los rasgos que mejor definen la tarea filosófica de Jesús García López es su vocación docente. Desde el año 1947 hasta el 2003 su vida ha estado dedicada por completo a la enseñanza. En total más de 55 años de docencia en las Universidades de Murcia y Navarra, así como en el Instituto Teológico de Murcia. Su investigación filosófica nace del contacto con la labor docente más que de círculos de erudición académica. Sus principales obras son fruto de las clases que impartió, como por ejemplo, sus lecciones sobre metafísica que finalmente fueron publicadas bajo el título de Metafísica tomista. Ontología, Gnoseología y Teología Natural. Por otro lado, la claridad de su exposición fue también fruto del orden y equilibrio intelectual que aprendió del Doctor Angélico. Resulta muy ilustrativo a este respecto, el título del libro dedicado a la síntesis del pensamiento del Aquinate: Santo Tomás de Aquino, Maestro del orden.

2. Un tomista contemporáneo

Jesús García López ha sido uno de los mejores exponentes del tomismo del siglo XX en lengua castellana [Forment 1998: 63-65]. Su trayectoria docente e investigadora estuvo marcada por su honda formación tomista a través del profesor Ángel González Álvarez (1916-1991) y del dominico Santiago M. Ramírez (1891-1967). De Ramírez tomó diversas doctrinas metafísicas (como la de la analogía) así como su concepción de la filosofía cristiana. También recibió influencias filosóficas de Antonio Millán-Puelles (1921-2005) como se puede apreciar en las cuestiones de teoría del conocimiento y el tratamiento de la libertad.

Su investigación filosófica parte de un pormenorizado y penetrante conocimiento de los textos de Santo Tomás. Conoce a los principales intérpretes del Angélico tanto escolásticos (Cayetano, Vitoria, Juan de Santo Tomás) como contemporáneos (Maritain, Gilson, Fabro o Ramírez), pero prefiere la lectura directa de las fuentes tomistas. Con todo, la fidelidad a Santo Tomás no es incondicional, pues para él la filosofía no es un cuerpo doctrinal ya clausurado, sino que es posible ir más allá, también de un pensador genial como lo fue el Aquinate [Fernández Rodríguez 2005: 823-827]. De hecho, el profundo conocimiento de la obra de Tomás de Aquino le permite avanzar en algunas de sus doctrinas de manera ciertamente original, al tiempo que se mantiene fiel al espíritu de su maestro. La doctrina tomista no pertenece al pasado sino que sus doctrinas pueden seguir orientando las grandes cuestiones del mundo actual. Ése es el convencimiento que guía, por ejemplo, el libro sobre los derechos humanos [García López 1979]. En definitiva, su tomismo está más atento a la verdad –siempre actual- que a unas fórmulas acuñadas en una tradición. Así sucede en su interpretación de la analogía, las virtudes, o el amor. O cuando adopta la clave del “orden” como principio hermenéutico de la filosofía de Tomás de Aquino [García López 1985].

Además, su tomismo está abierto al diálogo crítico con filósofos modernos (Suárez, Descartes, Malebranche, Spinoza o Kant) y contemporáneos (Heidegger, Sartre, Ortega) [Díaz Díaz 1988: 412-414]. Por esta razón sus primeros libros se centran en la comparación entre Tomás de Aquino y Descartes a propósito del conocimiento de Dios [García López 1955], lo que le permitirá también escribir páginas ilustrativas sobre otros racionalistas, como Malebranche y Spinoza. Con Heidegger polemiza acerca de la verdad, mientras que en su tratado sobre las virtudes retoma críticamente las posturas de Sartre acerca de la naturaleza humana.

3. La perspectiva metafísica

A lo largo de su actividad docente el profesor García López ha recorrido prácticamente todo el abanico de las disciplinas filosóficas: Historia de la Filosofía, Estética, Teoría del conocimiento, Teoría de la Historia, Fundamentos de Filosofía, Psicología, Ética, Lógica, Filosofía de la ciencia, y Metodología de las ciencias. Sin embargo, en sus obras se aprecia el rigor y la penetración del metafísico que recorre transversalmente todo su pensamiento.

Para él, la Metafísica viene a ser tanto una Ciencia General como una Ciencia Fundamental. Se presenta como Ciencia General cuando esclarece y justifica las nociones comunes a todas las ciencias; se presenta como Ciencia Fundamental cuando asume la tarea de fundamentar todo el saber humano, ya sea en su dimensión lógica (formulando y justificando los principios gnoseológicos básicos en los que descansan todas las ciencias) ya sea en su dimensión real (demostrando el Fundamento último de lo real). [García López 1999a: 63-69]. La Metafísica cumple así una función “vivificadora” y “sapiencial” con respecto a los restantes saberes.

De este modo, la perspectiva metafísica posibilita la unidad de los saberes. Al mismo tiempo la unidad de la sabiduría metafísica no anula la legítima autonomía de las ciencias particulares, sino que las dota de coherencia con el resto de los saberes humanos. Así es posible integrar armónicamente las investigaciones interdisciplinares y multidisciplinares que deberían configurar una Universidad.

En todo caso, para García López, «la Metafísica debe ser ontoteológica» pues el tema de Dios es la cuestión más importante de modo absoluto. A esa tarea consagró buena parte de su especulación ya desde sus primeros trabajos. Con todo, la Metafísica no es la última palabra sobre Dios. El vigor de la especulación racional no agota nuestro conocimiento del Creador, puesto que la realidad de Dios trasciende el conocimiento racional. La razón no debe autoanularse para dejar espacio a la fe (como proponía Kant), sino que a medida que ahonda más en la verdad última, percibe sus límites reclamando la luz de la revelación sobrenatural. De este modo la razón se abre connaturalmente a la fe. En el pensamiento metafísico del García López hay un amplio espacio al conocimiento por la fe: precisamente a las relaciones entre fe y razón dedicó varios trabajos publicados después de modo conjunto [García López 1999b]. Su postura se encuentras equidistante tanto del racionalismo como del fideísmo, pues sin ceder a la autoexaltación ilusoria del ser humano, reivindica la fuerza natural del logos, como advierte a propósito de las heridas del pecado original [García López 1985: 37-56].

4. La analogía y sus aplicaciones

Una de las claves interpretativas más relevantes para comprender el pensamiento de nuestro autor es el tema de la analogía. Sigue de cerca el amplio tratamiento de Santiago Ramírez acerca de la noción de analogía y su tipología. [García López 1976a: 33-66]. La analogía es una semejanza en sentido estricto, es decir, una semejanza imperfecta, que no llega a la igualdad, y contiene por ello también desemejanzas y diferencias. A la vez, la analogía es un tipo de predicación en la que un nombre común se toma según significaciones semejantes, es decir, se predica en parte igual y en parte de modo diferente. Por eso se puede afirmar que ocupa un lugar intermedio entre la univocidad y la equivocidad, participando de las dos, aunque desigualmente.

Los nombres análogos se pueden tomar de dos maneras: en sentido real y en sentido lógico. La significación real connota a la cosa misma en tanto que existe en la realidad, y la significación lógica, que significa la representación que nos formamos de la cosa; o si se prefiere, apunta a la cosa, pero en tanto que representada en el entendimiento. Puede suceder que la semejanza entre varias significaciones se establezca atendiendo a la significación real, mientras que, por lo que hace a la significación lógica, se dé no solo la semejanza, sino también la igualdad estricta. Por ejemplo, entre un abeto y un buey y un hombre no hay igualdad real, sino solo semejanza, pues los tres son vivientes; pero sí puede establecerse una igualdad lógica, pues la representación abstracta de viviente prescinde de todas las diferencias entre los vivientes y retiene solo aquello en lo que coinciden o son enteramente iguales. En este caso tendríamos una analogía real, juntamente con una univocidad lógica; y este tipo de analogía que es solo real, pero no lógica, constituye una primera clase de analogía que se conoce con el nombre de analogía de desigualdad.

Las otras clases de analogía entrañan semejanza, pero no igualdad, tanto en la significación real como en la significación lógica de los nombres en los que se realiza. Esta analogía lógica puede a su vez ser analogía entre formas (o simple) y analogía entre relaciones (o compuesta). La analogía simple, que se conoce con el nombre de analogía de atribución, se da cuando se compara un término con otro, es decir, una forma con otra; mientras que la analogía compuesta, que recibe el nombre de analogía de proporcionalidad, se da cuando se compara una relación entre dos términos o formas con otra relación semejante. En el primer caso se trata de semejanza de formas, y en el segundo caso, de semejanza de relaciones.

Cada uno de estos dos tipos de analogía se divide a su vez en dos modalidades diferentes. En efecto, puede suceder que la forma significada por el nombre análogo se encuentre solamente en uno de los sujetos a los que se aplica ese nombre (primer analogado) mientras que en los otros (analogados secundarios) no se encuentre verdaderamente, sino que se les aplique ese nombre por cierta relación que guardan con el primer analogado. Este tipo de analogía se llama de atribución extrínseca. Pero puede suceder también que la forma significada por el nombre análogo se encuentre realmente en todos los sujetos a los que se aplica ese nombre, bien de manera desigual, es decir, en uno de ellos, de una manera perfecta y principal, y en los demás de manera imperfecta y derivada. Por ejemplo, el nombre de bien se aplica principalmente al fin, que es bien por sí mismo, puesto que por sí mismo se apetece, y se aplica secundariamente a los medios, que son bienes derivados, puesto que se apetecen en orden al fin. Y esta analogía se llama de atribución intrínseca. Por su parte, la analogía de proporcionalidad admite dos modalidades. Cuando la relación significada por el nombre análogo se realiza de manera propia en todas las parejas de términos. Así, por ejemplo, la relación de conocimiento que se aplica tanto al conocimiento sensible como al intelectual, y en ambos casos el nombre de conocimiento se toma en sentido propio. Por eso dicha analogía se llama de proporcionalidad propia. Cuando la relación significada por el nombre análogo se realiza de manera propia en una de las parejas mientras que en las otras no se realiza propiamente sino en sentido metafórico, tenemos una analogía de proporcionalidad metafórica.

Lo original en nuestro autor es la aplicación de la analogía a las diversas categorías metafísicas clásicas [García López 2001; Brusniak 2003]. En primer lugar, se puede aplicar a la noción de ente, así como a los trascendentales (bien, verdad, unidad, cosa o realidad), y sus contrarios (mal, falsedad, multiplicidad, etc.). También la noción de acto es análoga. Primero con una analogía de atribución intrínseca, con orden de prioridad y posterioridad, cuyo primer analogado es el acto de ser; pero también con una analogía de proporcionalidad propia, pues cada uno de los tipos de acto (el movimiento, la acción, la operación intelectual y volitiva, la forma, el ser) puede referirse a su correspondiente potencia, y todas estas referencias o comparaciones son semejantes. La noción de esencia también es análoga en razón de referirse a gran variedad de nociones que, si bien en parte son diferentes, también son en parte coincidentes: esencia sustancial (a la que le compete existir en sí) y esencia accidental (a la que le compete existir en otro). Y dentro de la esencia accidental una es la esencia de la cantidad, y otra la esencia de la cualidad, y otra la esencia de la relación. Dentro de la esencia sustancial, una es la que corresponde a las sustancias materiales, y otra la que corresponde a las sustancias espirituales. También es distinta la esencia universal y la esencia individual, que es propia de cada realidad singular y que es siempre el verdadero sujeto del ser, pues la esencia universal coexiste como tal. Y la analogía de la noción de esencia es, por una parte, de atribución intrínseca propia, con orden de prioridad y posterioridad, y por otra, de proporcionalidad propia, que implica semejanza de relaciones entre varios términos comparados entre sí. La misma analogía cabe afirmar de los diversos tipos de causas (material, formal, eficiente y final). También la noción de ciencia es análoga, que se aplica a las diversas disciplinas según un más y un menos [García López 1999a: 13-19].

El conocimiento analógico resulta central para el conocimiento metafísico de Dios, pues si no fuera posible establecer algún tipo de acceso intelectual a lo divino, la divinidad aparecería como lo “Totalmente Otro” tal como postula la teología protestante. Como se afirma en la Fides et ratio es necesario «reivindicar la capacidad que el hombre tiene de conocer esta dimensión trascendente y metafísica de manera verdadera y cierta, aunque imperfecta y analógica» (n. 83). Y el mismo Juan Pablo II continúa: «la fe presupone con claridad que el lenguaje humano es capaz de expresar de manera universal —aunque en términos analógicos, pero no por ello menos significativos— la realidad divina y trascendente» (n. 84). Así pues, la doctrina de la analogía juega un papel clave para el desarrollo de la teología sobrenatural. «[…] junto a la analogía del ser se hace necesario hablar de una analogía de la fe. […] Esta analogía [de la fe] se apoya en la analogía del ser y la enriquece, pues, al utilizar sus mismos elementos, los ha dotado no sólo de fuerza nueva, sino que los ha enriquecido sobremanera con nuevos significados» [Mateo-Seco 1998: 417; en las pp. 415-421 se remite explícitamente a García López 1995: 94-102].

5. El valor de la verdad

El tema de la verdad fue otra de las preocupaciones especulativas de nuestro autor ya desde sus primeros escritos. Tomando pie de las palabras de Santo Tomás: «La verdad es el ultimo fin de todo el universo» [Contra gentes, c. I], García López destaca que la verdad en sí misma es lo más valioso y excelente; y con respecto a la vida humana es tan esencial que sin ella desaparecería toda vida propiamente humana. Pero ¿qué es la verdad? Caben distinguir tres sentidos: como propiedad de las cosas, como perfección del conocimiento y como prerrogativa del lenguaje. El primer sentido se refiere a la autenticidad de las cosas, su realidad misma en cuanto acomodadas a las ideas ejemplares. La verdad del conocimiento se refiere a la conformidad de nuestra mente con la realidad; mientras que la verdad del lenguaje se refiere a la adecuación de lo que se dice exteriormente con lo que interiormente se piensa. Estos tres sentidos de la verdad tienen en común una cierta adecuación entre el entendimiento y la cosa, como se recoge en la definición clásica de verdad. Se trata de una noción análoga, con una analogía de atribución, como se desprende de la doctrina del Doctor Angélico:

La verdad se encuentra en el entendimiento divino de manera propia y principal; en el entendimiento humano, de manera propia, pero secundaria; por último, en las cosas, de manera impropia y secundaria, pues no se da en ellas sino por relación a la verdad del entendimiento divino o del humano [S. Tomás de Aquino: De Veritate, q. l, a. 4 c].

Es decir, que la verdad realiza una analogía de atribución, extrínseca si se predica de las cosas, intrínseca si predica del entendimiento humano y del entendimiento divino.

Según García López, la concepción tomista de la verdad recoge, en síntesis, otras concepciones históricas de la verdad. Así la primitiva concepción griega de la verdad como descubrimiento (aletheia), como rectitud (orthotes) y como adecuación (homoiosis). También recoge la concepción agustiniana de la verdad que retoma esos sentidos y añade el que se deriva del ejemplarismo, como concordancia de las cosas con las ideas divinas. Otras concepciones de la verdad destacan más un aspecto u otro de la verdad. Así, por ejemplo, Heidegger pone el acento en la verdad como manifestación o descubrimiento (aletheia); pero según nuestro autor, esa manifestación es el fundamento (verdad ontológica) de la verdad propia y formalmente considerada en la inteligencia (verdad lógica). Para que haya adecuación debe haber mostración u ofrecimiento que ha de “rimar” con la radical apertura del entendimiento: para Heidegger el fundamento de esa apertura es la libertad humana.

En este contexto continúa su diálogo con Heidegger a propósito de la autenticidad. Para García López, el filósofo alemán ofrece de la autenticidad un cuadro ensombrecido: la existencia auténtica es una conquista trabajosa a partir de la inautenticidad —dominada por la tiranía de lo impersonal— en la que todo hombre se encuentra primitivamente caído. La existencia auténtica consiste en asumir valerosamente la culpabilidad, la finitud y la muerte; toda la carga de nuestras posibilidades más propias y personales. Consiste en comprender en silencio y con angustia que estamos arrojados y abandonados, que tenemos que hacernos a cada instante proyectándonos en el futuro, que venimos de la nada y caminamos hacia la muerte. En resumen, para Heidegger vivir auténticamente es lo mismo que vivir en la verdad, sin ficciones ni ocultamientos; darnos cuenta de lo que verdaderamente somos y atenernos a ello, obrando en consecuencia. Y en esto, nuestro autor no puede más que estar de acuerdo; pero no concuerda con la imagen que se ha formado del hombre en «la analítica existencial del Dasein» del filósofo alemán. Para García López:

[…] vivir auténticamente es vivir en la verdad de lo que somos y de lo que debemos ser. Y ante todo, somos seres racionales, dotados de un alma espiritual e inmortal, abiertos a los horizontes infinitos de la verdad y del bien. Y lo que debemos ser es eso mismo hasta sus últimas consecuencias: seguidores de la razón, conquistadores de la verdad y obradores del bien. En una palabra: vivir auténticamente es vivir con arreglo a los dictados de nuestra razón práctica, juzgando rectamente sobre cada una de nuestras acciones [García López 1965: 31-32].

En definitiva, la verdad considerada en sí misma se identifica con el entender divino. Verdad y Dios se identifican, y por esta razón

[…] esta verdad primera es lo más valioso y excelente que existe. Y lo es por dos razones fundamentales: porque comporta la perfección máxima y porque es el último fin de todo el universo [García López 1965: 36].

En relación al hombre, la verdad es la más valiosa y apetecible de las cosas, elemento liberador y dignificador de la persona. Ella nos hace fuertes, no sólo porque nos asienta sobre un cimiento inconmovible, sino también porque nos descubre la dimensión espiritual de nuestra naturaleza y nos implanta en ella. La verdad, además, nos hace libres: a diferencia de Heidegger, nuestro autor afirma que es la verdad la que fundamenta la libertad. Distingue para ello una libertad física (capacidad de hacer esto o lo otro) y una libertad moral (que se apoya en la libertad física como su presupuesto), que consiste en el dominio y señorío de nosotros mismos. Ambos tipos de libertad tienen su fundamento en la verdad ontológica de nuestra propia naturaleza (libertad física), y en la verdad lógica de nuestra razón práctica (libertad moral). Además, la verdad nos congrega, mientras que el error disgrega: la verdad es esencialmente un bien común, abierto a todos pues es un bien espiritual, infinitamente participable y comunicable. Finalmente, la verdad nos perfecciona porque lleva a su plenitud la razón, la facultad más específicamente humana.

6. La libertad y el amor

El profesor García López aporta una reflexión ponderada sobre la libertad, desde una perspectiva clásica pero en diálogo con el existencialismo, inspirándose en el filósofo español Antonio Millán-Puelles [García López 2007: 69-99]

En primera instancia, nuestro autor distingue tres sentidos principales de la libertad: libertad como apertura, libertad como elección y libertad como liberación.

La libertad ante todo, es apertura cognoscitiva y volitiva a toda la realidad. Sin embargo, apertura no significa pura indeterminación: de esta manera el autor aborda la problemática relación entre naturaleza (determinada ad unum) y libertad (indeterminada frente a los objetos concretos de elección). El hombre posee ciertamente una naturaleza determinada, pero gracias a su espiritualidad se trata de una naturaleza abierta a múltiples realizaciones. La apertura trascendental de las potencias específicamente humanas hace posible el desarrollo de las otras dimensiones de la libertad.

El sentido más propio de la libertad es el del libre albedrío o libertad de elección. El hilo conductor de su exposición recorre las tres condiciones requeridas para su realización: ausencia de coacción (externa e interna), indeterminación de la voluntad (con respecto a sus actos, objetos y fines) y el dominio de los propios actos. Es en este último aspecto donde se explica con más detenimiento, siguiendo la descripción tomista de la fenomenología del acto voluntario. El diálogo con Kant, Leibniz o Bergson sirve para mostrar que la doctrina clásica –aristotélica y tomista- sigue siendo un interlocutor válido para adentrarse en el misterio de la libertad humana.

Pero, «¿para qué se nos ha dado el libre albedrío? […] y la respuesta no puede ser otra que ésta: para lograr nuestra plenitud, para conseguir nuestra liberación». De este modo nace el tercer sentido de la libertad: la libertad como liberación. La libertad se realiza y culmina en la auto-liberación de los estrechos márgenes del propio ser: es lo que Millán-Puelles llamaba “angustia esencial” frente a la “angustia existencial” de los existencialistas del siglo XX. La “angustia esencial” proviene tanto de la constatación de la propia limitación como de la tendencia siempre insatisfecha de trascenderse a sí mismo, de saciarse en el Absoluto que todavía no se posee. Esta liberación proviene por vía del conocimiento y del amor. La vía cognoscitiva es más imperfecta porque sólo se puede poseer intencionalmente la realidad, mientras que la vía del amor aspira a la posesión real:

A este otro modo de posesión –a la posesión real- es a la que aspira el amor. Si el conocimiento entraña una posesión puramente representativa o intencional, por el amor, en cambio, el hombre tiende a la posesión real de lo amado, a unirse con éste según su ser real y no sólo en la representación [García López 2007: 92].

Al hilo de la doctrina tomista, nuestro filósofo subraya el amor como modo de autotrascendencia libre hacia lo amado, distinguiendo entre el “amor de posesión” (amor en sentido imperfecto y secundario) y el “amor de entrega” (amor perfecto, al que se dirige el amor de posesión). Éste amor de entrega es el verdadero término de la liberación y se expresa mediante la mutua inhesión («por la que el que ama está en lo amado y, a su vez, lo amado está en el que ama») y el éxtasis («la salida de sí del amante»).

El tratamiento del amor de García López es una prolongación de las reflexiones iniciadas sobre el tema de la libertad. Para ello parte de un texto de Santo Tomás en el que el Aquinate aborda la definición del amor, donde se encuentra presente también la doctrina de la analogía:

Dice Aristóteles que amar es querer el bien para alguien, y siendo esto así, el movimiento del amor tiene dos términos: el bien que se quiere para alguien, ya sea uno mismo, ya otra persona, y ese alguien para quien se quiere el bien. A dicho bien se le tiene amor de concupiscencia, mientras que a la persona para quien se quiere ese bien se le tiene amor de amistad. Por lo demás, esta división es análoga o con orden de prioridad y posterioridad. Pues lo que se ama con amor de amistad es amado de manera absoluta y directa, mientras que lo que se ama con amor de concupiscencia es amado de manera relativa e indirecta, es decir, en orden a otro. El ente propiamente dicho es lo que existe en sí, es decir, la sustancia, mientras que el ente en sentido impropio es lo que existe en otro, o sea, el accidente. De parecida manera, el bien, que tiene la misma extensión que el ente, si se toma en sentido propio, es lo que tiene en sí la bondad, y si se toma impropiamente, es lo que tiene la bondad en otro. En consecuencia, el amor por el que se ama algo que es en sí mismo bueno es amor en sentido pleno, pero el amor por el que se ama algo que solo es bueno en orden a otro es amor en sentido deficiente y derivado [S. Tomás de Aquino, S. Th. I-II, q. 26, a. 4].

En su explicación, García López retoma la distinción tomista entre amor de concupiscencia (“amor de cosa”, como lo denomina él) y amor de benevolencia (“amor de persona”) desarrollando desde esta distinción lo que podríamos denominar una ética del “personalismo tomista”, donde la persona humana es considerada como fin en sí misma y revestida, por tanto, de una especial dignidad. De este modo se puede desarrollar una “norma personalista” del amor, asentada, de nuevo, en la noción de orden:

De aquí se sigue que el amor tiene un orden o una norma objetivos: a las personas se las ama por sí mismas (como se ama por sí mismo el fin objetivo), y a las cosas se las ama en orden a las personas (como se ama a los medios por el fin, y al fin subjetivo por el fin objetivo); y si este orden o esta norma son alterados, entonces estamos ante una aberración del amor, que […] puede adoptar tres formas: la que consiste en amar a las personas como si fueran cosas; la que resulta de amar a las cosas como si fueran personas; y la que se concreta en amar a las personas sin amar cosa alguna para ellas [Garcia Lopez 1976a: 258-259].

No ha pasado inadvertida cómo esta propuesta inspirada en la doctrina tomista entronca con el imperativo kantiano según el cual no se debe tratar al otro nunca sólo como medio, aunque como aclara el profesor Carlos Llano a propósito de la propuesta de nuestro autor, la persona es fin «pero un fin […] que no tiene una dignidad absoluta sino participada como ejemplar o copia que apunta hacia Dios como a su fin último» [Llano Cifuentes 1986: 14].

Desde esta perspectiva García López aborda las relaciones entre el amor y la libertad de elección o dilección, que se manifiesta en la “unión” con la persona amada (a nivel cognoscitivo, afectivo y volitivo), el “éxtasis” y el “celo” [García López 2007: 109-113]. Una propiedad esencial del amor de persona es la permanencia basada precisamente en el carácter espiritual del ser humano. El amor penetra hasta lo más íntimo de lo que se ama. Por eso,

[…] aunque varíen los accidentes más o menos externos mientras permanezca invariable la intimidad de lo amado, también permanecerá invariable el amor. […] pues la elección que precede a este amor no se ha hecho atendiendo a lo que hay de caduco en cada uno de nosotros, sino a lo que hay de permanente; no teniendo en cuenta lo superficial y periférico, sino lo hondo y lo íntimo. […] Cuando el amor es verdadero no está fundado en las cualidades corporales de una persona ni tampoco en sus cualidades espirituales; está fundado en la persona misma, en su sustancia, que es a la par espiritual y corporal. Por eso, mientras no cambie el fundamento del amor no tiene por qué cambiar el amor [García López 1976a: 271-272].

El amor supone así una ampliación de la libertad moral en lo que tiene de superación de los intereses del propio yo y de apertura al bien común.

7. El sistema de las virtudes humanas

Esa ampliación de la libertad moral se advierte con claridad en el tratamiento de las virtudes. A este propósito, García López considera un importante texto de Santo Tomás:

El que obra libremente es el que obra por sí mismo. Pero cuando el hombre obra por un hábito que es congruente con su naturaleza (un hábito operativo bueno, una virtud), obra por sí mismo, pues el hábito inclina a modo de una naturaleza. En cambio, si el hábito en cuestión fuese contrario a la naturaleza humana (un hábito operativo malo, un vicio), el hombre no obraría por sí mismo, sino por una perversión o desviación sobreañadida [S. Tomás de Aquino S. Th. I-II, q. 108, a. 1, ad 2].

Siguiendo, pues, la doctrina tomista, nuestro autor se dispone a tratar de las virtudes como esa ampliación de la libertad, pero en diálogo con la filosofía existencialista. En efecto, la esencia o naturaleza sustancial (que viene a ser como la naturaleza primera) es

[…] sumamente abierta e indeterminada. Hasta tal punto es esto así que no han faltado autores que negaron al hombre toda naturaleza sustancial. Se trata, sin duda, de una postura exagerada, […] pero esa exageración tiene su fundamento, porque la naturaleza sustancial del hombre difiere toto coelo de las propias de otros vivientes: de las plantas y de los animales irracionales [García López 1986: 18; García López 2003: 11].

La negación de una naturaleza humana, tal como la plantea Sartre, es rebatida por nuestro autor, pues para que las virtudes se desarrollen se precisa un sujeto con una naturaleza determinada, sobre la que se asientan las diversas facultades operativas, sujeto de la virtud. Pero se retiene el carácter abierto y dinámico propio de la naturaleza humana, tal como se desprende del planteamiento sartreano.

En su tratamiento de la virtud, García López recoge la clásica definición tomista de “hábito operativo bueno”. Estos hábitos son los que posibilitan que el hombre actúe como hombre, es decir, de manera racional y libre, y que obrando así, alcance su “plenitud” su “formación”, o su “recta segunda naturaleza”, para llegar cada uno de nosotros «al acabamiento de ser hombres», o «llegar a ser realmente lo que en potencia somos».

Dado que las virtudes son hábitos que perfeccionan a las facultades o potencias operativas, se trata de determinar los distintos tipos de operaciones humanas. Siguiendo la tradición aristotélica y escolástica, se distinguen tres tipos de operaciones. La especulación o theoria (el conocimiento en tanto que tal, es decir, el conocer por conocer, sin otra finalidad distinta que la de conocer o captar las cosas como son); la accion o praxis (el obrar humano propiamente dicho, o sea, el ejercicio de la voluntad libre del hombre y de las demás facultades humanas en cuanto movidas por la voluntad); y, por último, la producción o poiesis (la actividad por la que el hombre transforma de modo inteligente la Naturaleza exterior y produce también interiormente ciertos artefactos mentales). La primera operación descrita se inscribe en la inteligencia en su dimensión contemplativa; la segunda inhiere en la voluntad, mientras que la tercera perfecciona a la inteligencia en cuanto a su “saber hacer”.

[estas] tres dimensiones de la actividad humana […] se entrecruzan y penetran, aunque sigan siendo distintas. La especulación no tiene más finalidad que el conocer, saber lo que las cosas son; la acción, por su parte, tiene como fin el perfeccionamiento moral del hombre, hacer al hombre bueno en absoluto; la producción por último tiene como fin trasformar la Naturaleza exterior, haciéndola más útil o más bella, y trasformar también al propio hombre, perfeccionándolo en un determinado aspecto, haciéndolo bueno en esto o en aquello (por ejemplo, buen escultor o buen gramático) [García López 1986: 166; García López 2003: 84).

Cada una de estas dimensiones de las facultades humanas sirve de asiento a las diversas virtudes. Así tenemos, en primer lugar, las virtudes especulativas: la inteligencia, que perfecciona al entendimiento humano en orden al conocimiento intuitivo; la ciencia, que perfecciona a esa misma facultad en orden al conocimiento discursivo; y la sabiduría, que compendia en cierto modo las perfecciones de las dos virtudes anteriores. Por lo que se refiere a las virtudes activas que inhieren en la voluntad tenemos: la sindéresis que versa sobre los primeros juicios prácticos (imperativos generales), y la prudencia que versa sobre los últimos o más cercanos a la acción (imperativos concretos); la justicia, perfecciona la praxis misma para que la voluntad tienda al bien de los demás hombres; la templanza, que tiende a moderar el apetito concupiscible; y la fortaleza, que modera el apetito irascible. Finalmente, tenemos las virtudes productivas, entre las que se encuentra el arte o la técnica que perfeccionan la obra exterior (una cosa) o una obra interior (un silogismo), ya se trate de la consecución de un bien útil, honesto o deleitable. En cada una de las virtudes expuestas encuentran cabida cada una de las virtudes humanas menores.

Hasta aquí nuestro autor se ha limitado a sintetizar coherentemente la doctrina tomista sobre la virtud. Sin embargo, la mejor aportación de García López se refiere a la la conexión de las virtudes entre sí, hasta el punto de que el entramado de virtudes configura un cierto “sistema” en donde cada virtud se relaciona con las demás. Las virtudes especulativas se conectan entre sí con un orden o jerarquía: la inteligencia es la primera o fundamental, y la sabiduría es la última y como el colofón; en cambio, todas las ciencias se apoyan en la inteligencia, sin la cual serían imposibles, y se ordenan a la sabiduría como a su fin. También las virtudes activas presentan una cierta conexión entre sí.

La sindéresis (lo mismo que la inteligencia) es necesaria para todas las demás virtudes activas, pero no a la inversa. Para poseer la sindéresis no se necesita tener prudencia, ni justicia, ni fortaleza, etc., pero sí que se necesita la inclinación natural de la voluntad al bien en general y el bien humano. Mas fuera de la sindéresis, las demás virtudes activas se implican entre sí y se reclaman o exigen las unas a las otras. Así, nadie puede poseer la prudencia, como virtud cabal y completa, si no posee también la justicia y la fortaleza y la temperancia; ni hay alguien que pueda ser justo, de manera perfecta, si no posee las virtudes de la prudencia, de la fortaleza y de la temperancia, y así sucesivamente [García López 2003: 193-194].

Por su parte, las virtudes productivas no están conectadas entre sí, y por eso se pueden poseer perfectamente unas artes sin poseer otras. Sin embargo, hay un cierto orden en el conjunto de las artes, pues unas son más necesarias, pero menos nobles, y otras son más nobles y menos necesarias.

Así, las artes del bien útil son las primeras en el orden de la adquisición, pero son las últimas en el orden de la dignidad; en cambio, las artes del bien honesto son las primeras en el orden de la dignidad, pero son las últimas en el orden de la adquisición. En cualquier caso, las artes del bien deleitable parecen ocupar un lugar intermedio, y por ello se prolongan, por un lado, en las artes del bien útil, en las que se apoyan, y por otro, en las artes del bien honesto, a las que en cierto modo preparan [García López 2003: 197].

La conexión de las virtudes en sus diversos planos prepara el terreno para la sistematización de todas las virtudes.

[…] las virtudes especulativas y las productivas están sometidas, en su ejercicio, a las virtudes activas, pero […] las propias virtudes activas están sometidas, en su especificación, a las virtudes especulativas y productivas. Ciertamente sólo las virtudes activas perfeccionan las facultades humanas en su ejercicio, pues de la virtud moral nadie usa mal, como dice San Agustín; por eso, en el orden del ejercicio o del uso y ejecución de los actos, todas las virtudes humanas están sometidas a las virtudes activas o morales. En cambio, en el orden de la especificación o de la materia y contenido de los actos, las virtudes especulativas y las productivas son independientes de las virtudes morales; ellas tienen que atenerse a la adecuación con la realidad y a la eficacia de los medios que han de emplearse, y sólo a eso. Pero hay más, en el orden de la especificación, las mismas virtudes activas dependen de las especulativas y productivas, pues los dictámenes de la prudencia (guía y norte de las demás virtudes) no pueden contradecir las verdades de la ciencia o de la técnica, sino que han de atenerse a ellas [García López 2003: 198].

De este modo se pueden estudiar las relaciones entre técnica y moral, o entre el arte y la moral, un debate todavía abierto en cultura actual.

8. La cuestión de la filosofía cristiana

Merece la pena reseñar también la aportación de García López a la cuestión de la filosofía cristiana, tema al que dedicó diversos artículos [García López 1999b: 43-49; 80-94] que provocaron el debate con el medievalista belga Fernand van Steenberghen [García López 1999: 51-79]. Desde el principio, nuestro autor se muestra en deuda con la postura del dominico Santiago Ramírez a quien sigue de cerca en su exposición.

Para enmarcar mejor la propuesta de Ramírez, nuestro autor comienza por sintetizar un breve status questionis a propósito de las controversias parisinas de 1931. Para algunos filósofos de corte racionalista (Brèhier, Brunschvicg) nunca existió una filosofía cristiana, y de hecho, el adjetivo “cristiana” negaría el sustantivo “filosofía” pues la fe cristiana proporciona una verdad indudable y ya conseguida, excluyendo radicalmente la búsqueda de la verdad que pertenece esencialmente a la auténtica filosofía. Esta postura será a grandes rasgos la mantenida por Heidegger y Jaspers. En el extremo opuesto se situaría la postura de Gilson y Maritain. Para éste último, la filosofía, al menos la filosofía moral, tiene una dependencia esencial respecto de la teología, a la que debe subalternarse –y por tanto, también a la fe-, para que sea verdadera ciencia y esté adaptada a su propio objeto en la presente condición de la naturaleza humana. Por su parte, Gilson defiende que la filosofía cultivada por los Padres de la Iglesia y de los Doctores escolásticos es esencial y formalmente cristiana. Entre estas dos posturas extremas se encuentran la del cardenal Mercier que propone que la fe cristiana no es, no puede ser, para el filósofo un motivo de adhesión o una fuente directa de conocimientos, sino solo una norma negativa. Y semejante es la postura de van Steenberghen, que considera esencial la distinción entre el filósofo y la filosofía, de suerte que si bien se puede hablar con sentido de filósofos cristianos, es un error hablar de filosofía cristiana, ya que esta expresión abstracta no puede significar otra cosa que filosofía esencialmente cristiana, lo que entrañaría una contradicción en sus propios términos. Por último, para Bogliolo la llamada filosofía cristiana es formalmente filosofía, aunque también sea materialmente cristiana; tiene de filosofía todo lo que les es propio a los saberes que se apoyan solo en la luz natural de la razón, pero tiene también de teológico el que se ocupa de asuntos de los que trata asimismo la teología, aunque bajo otra luz.

García López pasa a continuación a criticar estas diversas posturas. En primer lugar, las tesis racionalistas de Brèhier, Brunschvicg y otros, que niegan la existencia y hasta la misma posibilidad, de una filosofía cristiana. Para García López, esa filosofía cristiana ha existido, y sigue existiendo, en muchos Padres de la Iglesia y de los escolásticos medievales que principalmente fueron teólogos, pero también fueron filósofos, y han aportado conocimientos importantísimos, estrictamente filosóficos (como son las doctrinas sobre la unidad y trascendencia de Dios y de su providencia, del origen del mundo por creación a partir de la nada, de la espiritualidad y de la inmortalidad personal del alma humana, etc.). Pero admitir la existencia de una filosofía cristiana no implica que esa filosofía sea esencialmente cristiana, como parecen sostener Gilson y Maritain. Es una contradicción admitir una filosofía esencial o formalmente cristiana, puesto que la filosofía, en cuanto ciencia, versa sobre lo intrínsecamente evidente (con evidencia inmediata o mediata), mientras que la fe divina versa de suyo sobre lo intrínsecamente inevidente. Tampoco es del todo aceptable la propuesta de Mercier por la que “cristiana” es una denominación meramente extrínseca o negativa. Esto no bastaría para que la filosofía pudiera decirse real y verdaderamente cristiana, porque así como no es suficiente que alguien no se oponga o no contradiga a la fe cristiana, para que pueda decirse realmente cristiano, tampoco basta con que una filosofía no contradiga a la doctrina cristiana para que pueda decirse, con verdad y positivamente, cristiana. Por último, tampoco le convence la postura de Bogliolo porque los asuntos propiamente teológicos, por lo menos en su mayoría, no pueden ser abordados y resueltos a la sola luz de la filosofía.

La mejor respuesta a esta cuestión viene, a juicio de García López, de Santiago Ramírez, que defiende la posibilidad, y también la existencia histórica de una auténtica filosofía cristiana, que ha de ser, desde luego, sustancial o esencialmente filosofía, pero que también debe ser accidentalmente cristiana. La filosofía cristiana es formalmente filosofía y accidentalmente cristiana. Para que la fórmula filosofía cristiana tenga un sentido real y verdadero, es necesario que el apelativo de “cristiana” no sea tomado en sentido esencial o formal, sino en sentido accidental, o sea, el correspondiente al quinto predicable: algo que se une de modo contingente a una esencia y que puede afectarla o no, sin que varíe dicha esencia. Por eso, la esencia de la filosofía permanece la misma, tanto si es cristiana como si no. Hay que decir también que la apelación de cristiana no debe ser meramente extrínseca o negativa. Esto no bastaría para que la filosofía pudiera decirse real y verdaderamente cristiana. La fórmula “cristiana” debe entenderse, pues, como una apelación positiva, pero contingente. La filosofía cristiana así entendida, no solo constituye un hecho histórico-cultural de primer orden, sino que se revela incluso como una exigencia perfectiva de la propia filosofía, puesto que la fuerza cognoscitiva de la razón natural no disminuye al sobrevenir la fe, sino que más bien la aumenta y se enriquece con la cercanía de esa nueva luz sobrenatural. La fe instruye a la filosofía acerca de sus limitaciones y posibles errores, para que no se exalte en exceso, como acontece en los racionalistas. Pues le da a conocer que más allá, y por encima de la razón natural, existen misterios intrínsecamente sobrenaturales que exceden, de modo absoluto, las fuerzas de nuestra razón. Y, por otra parte, también la fe defiende a la razón contra el pesimismo de los fideistas y de los agnósticos. La razón humana, por su propia energía nativa, puede conocer muchas verdades, de modo seguro e indudable, como los primeros principios, y también otras verdades como la existencia de Dios, la espiritualidad, inmortalidad y la libertad de nuestra alma. Esta es la auténtica filosofía cristiana: una filosofía autónoma dentro de su esfera, que se centra en sus propios objetos y los investiga desde sus propios principios y con su propio método. Pero una filosofía también armonizable, y armonizada de hecho, con la fe y con la teología sagrada; que no se opone, por tanto, a ninguna de las verdades reveladas.

La aportación de la propuesta de García López sobre esta cuestión reside en la aplicación de estos principios a otros ámbitos de la acción humana: el trabajo, la familia y la sociedad civil. Así, por ejemplo, el trabajo tiene su esfera de autonomía que es preciso respetar. Pero respetando esa autonomía, el trabajo del cristiano se encuentra positivamente enriquecido por la dimensión sobrenatural de la gracia, de las virtudes infusas y de los dones. Enriquecimiento que no hace a ese trabajo esencialmente distinto del de los otros hombres, sino solo accidentalmente diferente. Y con las debidas matizaciones es posible aplicar estos principios a la familia cristiana y a la sociedad civil cristiana [García López 1992: 49-127].

9. Bibliografía

9.1. Obras de Jesús García López

Nuestra sabiduría racional de Dios, C.S.I.C., Madrid 1950.

El conocimiento natural de Dios. Un estudio a través de Descartes y Santo Tomás, Publicaciones de la Universidad de Murcia, Murcia 1955.

El valor de la verdad y otros estudios, Gredos, Madrid 1965.

Doctrina de Santo Tomás sobre la verdad: Comentarios a la cuestión I “De Veritate”, Eunsa, Pamplona 1967.

Estudios de metafísica tomista, Eunsa, Pamplona 1976 [García López 1976a].

El conocimiento de Dios en Descartes, Eunsa, Pamplona 1976 [García López 1976b].

Los derechos humanos en Santo Tomás de Aquino, Eunsa, Pamplona 1979 [Posteriormente reeditado con el título Individuo, familia y sociedad, Eunsa, Pamplona 1990].

Tomás de Aquino maestro del orden, Cincel, Madrid 1985, 19892.

El sistema de las virtudes humanas, Editora de Revistas, México 1986. [Posteriormente reeditado con el título Virtud y personalidad, según Tomás de Aquino, Eunsa, Pamplona 2003].

Individuo, familia y sociedad, Eunsa, Pamplona 1990

Elementos de filosofía y cristianismo, Eunsa, Pamplona 1992.

El conocimiento filosófico de Dios, Eunsa, Pamplona 1995. [Publicado posteriormente en el volumen Metafísica tomista. Ontología, Gnoseología y Teología Natural, Eunsa, Pamplona 20012].

Lecciones de metafísica tomista. Ontología. Nociones comunes, Eunsa, Pamplona 1995. [Publicado posteriormente en el volumen Metafísica tomista. Ontología, Gnoseología y Teología Natural, Eunsa, Pamplona 20012].

Lecciones de metafísica tomista. Gnoseología. Principios gnoseológicos básicos, Eunsa, Pamplona 1997. [Publicado posteriormente en el volumen Metafísica tomista. Ontología, Gnoseología y Teología Natural, Eunsa, Pamplona 20012].

Elementos de metodología de las Ciencias, [Cuadernos de Anuario Filosófico], Servicio de Publicaciones, Universidad de Navarra, Pamplona 1999 [García López 1999a].

Fe y razón, [Cuadernos de Anuario Filosófico], Servicio de Publicaciones, Universidad de Navarra, Pamplona 1999 [García López 1999b].

Metafísica tomista. Ontología, Gnoseología y Teología Natural, Eunsa, Pamplona 2001.

Virtud y personalidad, según Tomás de Aquino, Eunsa, Pamplona 2003

Escritos de antropología filosófica, Eunsa, Pamplona 2006.

El alma humana y otros escritos inéditos, [Cuadernos de Anuario Filosófico], Servicio de Publicaciones, Universidad de Navarra, Pamplona 2007.

9.2. Bibliografía secundaria

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Esteban López, C., Ética de normas y ética de virtudes: introducción a la ética de Jesús García López, Tesis de Licenciatura, Universidad de Navarra, Pamplona 2009.

Fernández Rodríguez, J. L., Jesús García López. In memoriam, en «Anuario filosófico» 38 (2005), pp. 823-827.

—, “Prólogo” de Escritos de antropología filosófica, Eunsa, Pamplona 2006, pp. 9-15.

Forment, E., Historia de la filosofía tomista en la España contemporánea, Ediciones Encuentro, Madrid 1998, pp. 63-65.

—, “D. Jesús García López. In Memoriam”, en Espíritu 44 (2005), pp. 185-187.

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Guy, A., Historia de la filosofía española, Anthropos, Barcelona 1985, p. 403.

Kaobo Sumaidi, É., Acte et puissance chez Saint Thomas d’Aquin a la lumière de Jesús García López, Tesis de licenciatura, Universidad de Navarra, Pamplona 1996.

Llano Cifuentes, C., Prólogo, en: El sistema de las virtudes humanas, Editora de Revistas, México 1986, pp. 7-15.

López Quintás, A., Filosofía española contemporánea. Temas y autores, BAC, Madrid 1970, pp. 420-423.

Mateo-Seco, L. F., Dios Uno y Trino, Eunsa, Pamplona 1998, pp. 415-41.

Tarazona Huerta, J., “La persona humana y su alma en Jesús García López”, Tesis de Licenciatura, Pontificia Universidad de la Santa Croce, Roma 2008.

Vera Fernández, D., “Jesús García López”, en Eméritos, Universidad de Murcia: Servicio de Publicaciones, Murcia 2000, pp. 33-40.

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García Cuadrado, José Ángel, Jesús García López, en Fernández Labastida, Francisco – Mercado, Juan Andrés (editores), Philosophica: Enciclopedia filosófica on line, URL: http://www.philosophica.info/archivo/2013/voces/garcia_lopez/Garcia_Lopez.html

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