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Marsilio Ficino

Autor: Valentina Zaffino

Marsilio Ficino (Figline Valdarno, 1433 - Careggi, 1499) fue un filósofo italiano del Renacimiento y uno de los principales exponentes del neoplatonismo del siglo XV. Muy activo en el ambiente cultural de su época, sobre todo en Florencia y en la corte de los Médici, fue un autor prolífico y refinado, que se interesó también por la teología, la astrología y la filología. Su obra más conocida es la Theologia platonica de immortalitate animorum, escrita con la intención declarada de ofrecer una nueva perspectiva teológica basada en el pensamiento de Platón releído en clave cristiana. La fama de Ficino también está ligada a su imponente labor como traductor, intérprete y comentarista de textos antiguos. De hecho, es suyo el mérito de haber puesto al alcance de la cultura occidental gran parte de los textos y autores de la tradición neoplatónica antigua, así como el Corpus Hermeticum. En concreto, tradujo las Enéadas de Plotino y todo el corpus platónico, publicado por primera vez en latín en 1484.

1. Vida y obra

Marsilio (conocido como Marsilio Ficino a partir de 1456) nació el 19 de octubre de 1433 en Figline Valdarno, en las cercanías de Florencia. Fue el mayor de los siete hijos de Diotifeci d’Agnolo, médico de la corte de los Médici, y Alessandra Nanoccio. Desde muy joven se inició en el estudio clásico de la medicina, la filosofía y la gramática. Si bien de manera sólo introductoria, aprendió también griego antiguo.

Ficino se mueve en el ambiente cultural de Florencia y Pisa. Entre sus maestros se cuentan Comando Comandi, Luca di San Gimignano y Nicolò Tignosi da Foligno. Cercano a las exigencias espirituales del cristianismo, cultivó un profundo sentimiento religioso. Ordenado sacerdote en 1473, con el tiempo llegará a ser canónigo de la catedral de Florencia. Su relación con la filosofía y la teología escolásticas será siempre conflictiva. Aunque su primera educación se inserta dentro de la tradición canónica, Marsilio se interesó muy pronto por el neoplatonismo, sin descuidar las temáticas mágico-herméticas ligados a él, y frecuentó también los círculos neoplatónicos de la época. Todo ello le llevará, más adelante, a dictar lecciones públicas sobre el pensamiento de Plotino en la basílica de Santa Maria degli Angeli. Esta inclinación por la filosofía neoplatónica estaba en franco contraste con las expectativas tanto por la familia de Marsilio como por el arzobispo de Florencia, que habrían preferido que se orientara hacia temáticas más ortodoxas. Este contraste, unido a una profunda crisis espiritual, marcará, poco antes de cumplir los 25 años, un momento difícil en la vida del autor. Incluso más adelante, se verá siempre impelido por un temperamento inquieto y por personales tensiones religiosas.

La actividad intelectual de Ficino está estrechamente ligada a su relación con la familia Médici, una relación que pasó por distintas fases pero que se mantuvo constante a lo largo de toda la vida del autor, que será uno de los primeros “filósofos cortesanos” del Renacimiento [Garin 1951: 290]. En concreto, cabe recordar que a principios de los años sesenta, Cosme de’ Médici le dona la villa de Careggi, donde se asentará la llamada Nueva Academia Platónica: un cenáculo cultural en el que se reunían intelectuales y artistas que gravitaban en torno al ambiente florentino, que compartían el entusiasmo por la sensibilidad platónica que emerge en aquellos años. El principal artífice de la difusión del pensamiento neoplatónico fue el propio Ficino, quien, gracias al impulso de su mecenas, perfeccionó su conocimiento del griego antiguo, que en Italia se difunde tras la llegada de eruditos bizantinos con ocasión del Concilio de Ferrara, y se dedicó a la traducción de aquellas obras consideradas expresión de la sabiduría antigua. Entre otros, tradujo los escritos de Hesíodo, Espeusipo, Alcínoo, Plotino (fue Pico della Mirandola, que llegó a Florencia en 1484, quien le animó a traducir las Enéadas), Porfirio, Jámblico, Proclo. Sobre todo, tradujo los Diálogos de Platón y el Corpus Hermeticum. El primer encargo de Cosme de’ Médici fue, de hecho, traducir las obras de Platón al latín, pero precisamente cuando Ficino se ocupaba en esta tarea, en 1460 llegaron a Florencia los textos herméticos recopilados por Miguel Pselo y redescubiertos por Leonardo de Pistoia, y el señor de la ciudad pidió a Ficino que suspendiera toda otra actividad para dedicarse a esta nueva traducción. Después de todo, los tratados de Hermes Trimegisto representarían la summa de toda la sabiduría antigua, incluida la platónica. Así, durante tres años Marsilio traducirá el Pimandro (la colección de catorce libros herméticos), que, al parecer, Cosme leerá antes de su muerte en 1464. La obra se publicará por primera vez en 1471, mientras que la traducción de los diálogos platónicos, que acabó más tarde, aparecerá en 1484.

Además de los numerosos tratados y comentarios ficinianos, es de notable importancia la rica correspondencia del autor con los humanistas de su tiempo, a la que a partir de 1473 se añaden las cartas con Lorenzo de’ Médici. El propio Lorenzo será uno de los miembros más autorizados y que realizará más aportes a la Academia platónica, que se afirma cada vez más como un centro de encuentro no sólo para los filósofos de la época, sino también para humanistas en sentido amplio, así como para artistas de todo tipo, que encontraban en la sensibilidad neoplatónica la raíz común de su inspiración y el trasfondo cultural de sus propias actividades aplicadas. El objetivo esencial de la Academia era conocer, interpretar y difundir del mejor modo posible los diálogos de Platón, los escritos de los autores neoplatónicos y la tradición hermética. Además, en el contexto de las actividades de Ficino y de la Academia que él dirige, se consolidan la adhesión a la prisca sapientia y la convicción de que precisamente la teología platónica hará posible el retorno a la antigua pia philosophia y docta religio.

Las posiciones de Ficino serán juzgadas por algunos como cercanas al paganismo. Además, la publicación en 1489 de los tres libros de De vita le hicieron sospechoso de herejía, debido al interés por la magia que se transparenta en ese escrito. Sería necesaria la intervención del arzobispo de Florencia, Rinaldo Orsini, cuñado de Lorenzo de’ Médici, para que el Papa Inocencio VIII desestimara esas acusaciones. Tras una intensa vida, Marsilio Ficino morirá en Careggi en 1499, en el umbral del siglo XVI, dejando sus obras fundamentales como legado para la Edad Moderna [Voss 2006: XIII-XV].

Entre éstas, además de las traducciones ya mencionadas, hay que incluir numerosos comentarios, como los dedicados a las Enéadas y los diálogos platónicos. Su obra principal es la Theologia platonica de immortalitate animorum, escrita entre 1469 y 1474 y publicada en 1482. Recordemos también el De virtutibus moralibus (1457), el De quattuor sectis philosophorum (1457) y el De voluptate (1457-58). Les seguirán el De christiana religione (1474), el De amore (1474), el De raptu Pauli (1476), el De vita libri tres (1489) y el De sole et lumine (1493). La última obra ficiniana, que quedó inacabada, es un comentario a los escritos de San Pablo.

2. Neoplatonismo cristiano y hermetismo renacentista: la psicología ficiniana y el tema del eros

Marsilio Ficino es uno de los protagonista del debate humanista-renacentista sobre la relación entre aristotelismo y platonismo, que en el siglo XV estaba redefiniendo sus categorías en parte gracias al descubrimiento —o redescubrimiento— de los textos originales de Platón y Aristóteles. Aunque sea un representante paradigmático del neoplatonismo cristiano [Allen 2002: 45-70], no se lo puede calificar ni de antiaristotélico ni de crítico de la tradición escolástica medieval. Más bien, Ficino se mueve dentro de la tendencia sincretista de su tiempo, reconociendo la profunda unión que existe entre las diferentes tradiciones del pensamiento antiguo, cada una de ellas expresión y manifestación particular del saber auténtico [Monfasani 2002: 179-202]. En este sentido, el autor se refiere de manera unitaria a la doctrina antigua, fundada sobre todo en el pensamiento conjunto de Platón y Aristóteles, es decir, en la llamada «Platonis Aristotelisque sententiam» [Theol. Plat.: XV 2, 1408]. Sin embargo, destaca claramente el papel fundamental que Ficino asigna a la filosofía platónica, a la que considera la manifestación más auténtica del saber antiguo. En otras palabras, la sabiduría antigua se revela en las diversas formas históricas del pensamiento —sin excluir al pensamiento aristotélico—, pero encuentra su expresión más acabada en la doctrina de Platón y sus seguidores, de manera que el platonismo es la filosofía más cercana a la verdad.

También la aproximación de Ficino a los temas teológicos puede calificarse de sincretista. El autor proclama la superioridad de la religión cristiana y de la confesión católica sobre las demás formas de expresión religiosa, aunque considera estas últimas como manifestaciones —imperfectas y alejadas de la verdad— de la única y profunda necesidad espiritual que anima al hombre en cuanto tal. Por tanto, dado el papel central asumido por el cristianismo y el platonismo en la investigación teológico-filosófica, Ficino reconoce en la teología racional, es decir, en la teología platónica de matriz cristiana, la síntesis plena de todo conocimiento, atribuyéndole además una función salvífica. Por otra parte, como afirma Ficino, todos concuerdan en calificar a Platón de divino y en definir su doctrina como teología: «sine controversia divinus et doctrina eius apud omnes gentes theologia nuncuparetur» [Theol. Plat.: Proemio, 2].

En este contexto, desempeña un papel importante la tradición hermética, que engloba en sí todo el pensamiento filosófico-religioso antiguo. En particular, Marsilio hace una importante contribución a la difusión de la cultura hermética renacentista, es decir, a la relectura de los temas herméticos clásicos a la luz de la alquimia y la astrología que se habían desarrollado en la Edad Media y habían adquirido formas específicas durante el Renacimiento. Además, los temas mágico-herméticos son reinterpretados por el autor en clave cristiana. Como es bien sabido, el Corpus Hermeticum, compuesto en realidad en época imperial, era considerado una colección de escritos de la era premosaica, obra del legendario Hermes Trismegisto, el “tres veces maestro”, quien supuestamente compendiaba las características del dios griego Hermes y del dios egipcio Thot. Al ser más antiguo que la Sagrada Escritura, el Corpus representaría, en cierta manera, una fuente de sabiduría anterior a la tradición judeo-cristiana. Por otra parte, desde un punto de vista filosófico, el hermetismo sería el tronco común en el que se insertan los autores de la tradición neoplatónica, en primer lugar el propio Platón, pero también Pitágoras, Plotino y los demás filósofos cuyas obras tradujo Ficino. Hay que añadir que, todavía en el siglo XV, la sensibilidad mágico-hermética no era considerada en todos los casos ni por todos los autores como lejana o alternativa a la cultura cristiana; por el contrario, en ocasiones se las pensaba a ambas de manera unitaria, lo que permitía a muchos autores cristianos buscar en la antigua doctrina hermética los fundamentos de la auténtica sabiduría [Allen 1995: 38-47; Toussaint 2000].

El intento de Ficino de sintetizar el pensamiento cristiano, neoplatónico y hermético resulta particularmente evidente en su doctrina del alma, es decir, en la psicología, tal como se propone principalmente en la Theologia platonica. El autor intenta conciliar el emanacionismo neoplatónico con el creacionismo cristiano, presentando una pentarquía que describe la jerarquía del ser. Los cinco grados ontológicos identificados por Ficino son Dios, el ángel, el alma, la cualidad y el cuerpo.

Dios, grado pleno del ser y origen de todo ente, es causa primera de los demás planos ontológicos. Con relación a éstos, Dios es tanto inmanente, en cuanto está siempre presente en aquello a lo que da el ser y que, a su vez, no se mantendría en el ser sin el principio divino del que brota, como trascendente, porque Dios supera a los entes que derivan y dependen de Él y no puede, por tanto, ser contenido por ellos. La trascendencia divina significa que, para Ficino, Dios es el creador del mundo y de todo lo que existe, ya que es Nous dotado de volición. Por tanto, Dios, mediante un acto de voluntad, crea libremente todo lo que es; después, se aleja de la obra creada, aunque permaneciendo siempre en ella su propia imagen divina. En consecuencia, lo creado es en sí mismo bueno porque contiene una impronta divina, y no es, como afirman algunos sistemas neoplatónicos, el resultado de una degeneración negativa que procede de un principio impersonal del que todo deriva por necesidad.

El puesto central de la pentarquía ficiniana lo ocupa el alma, que tiene la función de unificar los diferentes grados del ser. En efecto, sólo ella tiene la capacidad de contemplar la realidad angélica, que es puro espíritu carente de cuerpo, y de ascender hacia Dios cuando se desvincula del peso de la materia. Sin embargo, el alma, siguiendo un movimiento descendente, se dirige también hacia el cuerpo, animándolo interiormente incluso mediante sus cualidades físicas. En efecto, como refiere Ficino en el Libro III de la Theologia, la cualidad supera en grado al cuerpo, porque lo mueve, siendo ella totalmente móvil. La posición intermedia del alma le permite tender hacia lo infinito, permaneciendo al mismo tiempo inmanente a lo finito. Ella es copula mundi precisamente porque participa del mismo modo y al mismo tiempo de la unidad y de la multiplicidad, de lo infinito y de lo finito. Cabe señalar que el alma a la que se refiere Ficino no es sólo el alma individual, es decir, la forma aristotélica del cuerpo, sino también el alma del mundo, de origen platónico y hermético, que vivifica el cosmos, manteniendo en relación la materia más baja con el todo de Dios.

La fuerza motriz de este proceso ascendente y descendente del alma es el amor. En este sentido, Ficino recupera el tema platónico del eros, reinterpretándolo en clave cristiana [Kristeller 2005: 282-296]. En efecto, Dios es a la vez objeto de amor por parte de las criaturas —ante todo, del alma— y sujeto de amor, en cuanto crea mediante un acto de amor que informa el todo. Por tanto, para Marsilio el amor es la fuerza redentora que permite a los entes creados volver a Dios. Pero este movimiento de retorno al Creador no se entiende platónicamente, como separación del mundo sensible. Para el autor el mundo es también objeto de redención, es decir, está llamado a volver a unirse con Dios.

3. Docta religio y pia philosophia

Al encontrar en la teología platónica la antigua unión entre filosofía y religión, Ficino pronostica el retorno a la autenticidad de la docta religio y de la pia philosophia. En efecto, mientras que en la antigüedad teología y filosofía estaban íntimamente unidas, constituyendo un único saber originario, en el decurso de la historia cada una de ellas ha asumido una identidad particular propia y las dos disciplinas se han ido separando en virtud de sus diferentes objetos de estudio y de sus diversos métodos de investigación.

La idea de que el paso del tiempo y el desarrollo de las diversas formas de pensamiento representan un lento y gradual alejamiento de la verdadera sabiduría tiene profundas raíces herméticas. En efecto, mientras que la ciencia presupone que el avance de la historia trae consigo un aumento y una acumulación de saber, es decir, un incremento del conocimiento que se construye sobre la base del saber anterior, para la cultura hermética la verdad se ha manifestado de una vez por todas al comienzo de la historia y el paso del tiempo trae consigo una inexorable degeneración y corrupción del conocimiento originario. El desvelamiento de la verdad a lo largo de la historia tiene lugar en algunos momentos particulares y se realiza por medio de personajes únicos, como, por ejemplo, el mago, que, no por medio del estudio y la investigación, sino de la revelación y la inspiración, tienen acceso a los secretos de la naturaleza. Por otra parte, como regla general, las diversas manifestaciones históricas del pensamiento —tanto teológico como filosófico— son modos en los que se da la verdad. Estos modos son tanto más imperfectos cuanto más se alejan de su origen histórico.

Ficino hace propia la idea hermética de que la verdad se manifiesta en la prisca sapientia y reconoce en ésta la unión fundamental entre teología y filosofía. Docta religio y pia philosophia presuponen, para el observador moderno, una cierta contradicción, ya que comúnmente la religión se considera piadosa y la filosofía docta. El entrelazarse de estas características sugiere una íntima conexión entre el pensamiento teológico y el filosófico, el primero corroborado por la racionalidad inherente a la búsqueda de Dios, el segundo tendiente hacia lo alto y hacia la experiencia mística, porque se dirige hacia el objeto último de estudio, es decir, hacia el mismo Dios. En opinión de Ficino, esta auténtica sabiduría habría sido entregada por Dios a los hombres que, con el paso del tiempo, habrían abandonado la pureza de la revelación originaria. Y es precisamente en el siglo XV que, gracias a un conocimiento más profundo de los textos herméticos y platónicos, el autor cree posible volver finalmente a la verdad de los inicios. Será Ficino, en su carta dedicada a Cosme de’ Médici, quien hable por primera vez de una «priscae theologiae undique sibi consona secta» [Argumentum Marsilij Ficini Florentini, in librum Mercurij Trismegisti, ad Cosmum Medicem, patriae patrem, en Opera 1546: 1836]. Esta antigua teología que, aún en la diversidad de formas asumidas, permanece siempre coherente consigo misma a lo largo de los siglos, encuentra su plenitud en el renacimiento de la teología platónica, es decir, en una teología unida a la filosofía más elevada y más cercana a la religión. Ante todo, Ficino reconoce en la teología platónica esa racionalidad que es síntoma y expresión plena de la verdad divina. Esto es aquello que ya el divino Platón había reconocido y el objetivo que el propio Ficino persigue con su filosofía: «Hoc caelestis Plato quondam suis facile deo aspirante peregit. Hoc tandem et ipsi nostris Platonem quidem imitati, sed divina dumtaxat ope confisi, operoso hoc opere moliti sumus» [Theol. Plat.: Proemio 4].

4. Theologia platonica de immortalitate animorum

Marsilio Ficino compuso su obra principal, la Theologia platonica de immortalitate animorum, entre 1469 y 1474, y la publicó en Florencia, en 1482, en la imprenta de Antonio Miscomini. El escrito consta de dieciocho libros —cada uno de ellos dividido, a su vez, en capítulos acompañados por un título— precedidos de un proemio en el que se dedica la obra a Lorenzo el Magnífico y seguidos de una conclusión al tratado. Como observa Kristeller, el autor recupera la fórmula medieval de la disputa, pero utilizándola de manera más amplia que los filósofos y teólogos de los siglos anteriores. Como sugiere el título del tratado, la tesis que se busca demostrar es la de la inmortalidad del alma. Los argumentos que se esgrimen en apoyo de dicha tesis se dividen del siguiente modo: libro V (rationes communes), libros VI-XII (argumentationes propriae), libros XIII-XIV (signa), libros XV-XVIII (solutiones quaestionum). Los cuatro primeros libros exponen, en cambio, el argumento de los grados del ser. La estructura tesis-argumentaciones se repite también en cada una de las secciones, generando así una subestructura articulada [Kristeller 2005: 23-24].

Más arriba se ha mencionado ya el deseo de Ficino de escribir esta obra, al subrayar la intención de Marsilio de aunar la investigación teológica con la doctrina neoplatónica, que considera, a su vez, el fundamento de todo conocimiento verdadero, incluído el que tiene como objeto a Dios. El proyecto de presentar una teología racional fundada en una metafísica de origen platónico es, además, el hilo conductor de toda la especulación de Ficino. Por tanto, en su tratado sobre el alma, se ocupará de los temas clásicos del pensamiento neoplatónico —sobre todo antiguo— a la luz de las exigencias de la teología cristiana; al mismo tiempo, propondrá una lectura neoplatonizante de la doctrina cristiana. La importancia de esta obra, que concluirá tras una larga serie de revisiones y modificaciones, reside también en ser una especie de síntesis de todo el pensamiento del autor.

Como señala Vitale en su ensayo introductorio a la edición italiana, el mismo título de la obra indica cuáles son las fuentes del autor, a saber, la Theologia platonica de Proclo, de la que toma también la teoría de las cinco sustancias, el De immortalitate animae de Agustín de Hipona y el séptimo tratado de la cuarta Enéada de Plotino [Vitale 2011: LVIII-LIX; Allen 1995: 19-44]. Por el proemio sabemos que la obra fue concebida por Ficino como una especie de introducción al Corpus Platonicum: una ayuda para la lectura, la comprensión y la divulgación de los diálogos antiguos, ya que éstos contienen el corazón de la verdad filosófica y, en consecuencia, son difíciles de interpretar sin auxilio exegético [Vitale 2011: LXV].

El primer libro, dividido en seis capítulos, está dedicado propiamente al alma y presenta el tema de su inmortalidad [Kristeller 2005: 350-380]. El primer argumento esgrimido en apoyo de esta tesis es el siguiente: el hombre, debido a la inquietud espiritual y a la debilidad física que lo caracterizan, lleva a menudo una vida más dura que la de los demás animales y, sin embargo, es el único ser mortal capaz de adorar a Dios. Por eso el hombre, que de entre todas las criaturas es quien más se asemeja a su Creador, no puede encontrar la muerte definitiva al final de esta vida, pues en ese caso sería el más miserable de los animales. Dios, ciertamente, no lo ha creado tan semejante a sí para abandonarlo luego a ese destino. De ello se sigue que el ser humano, una vez liberado de la cárcel que es su cuerpo, conocerá la inmortalidad gracias a su alma, que es su forma excelente. El cuerpo, por el contrario, es por naturaleza completamente inactivo y posee las propiedades de la extensión y de ser afectado por otro. En efecto, mientras que Dios, el máximo absoluto, «primum in natura» [Teol. Plat.: I 2, 18], es siempre acto y no puede padecer, así el substrato material, «ultimum» [Teol. Plat.: I 2, 18], es decir, el grado más bajo del ser, lo padece todo y no puede actuar sobre otro, porque nada le es inferior. Como puede apreciarse, el tema del cuerpo entendido como cárcel es claramente platónico, mientras que la definición de la materia como potencia y de Dios como acto, es propiamente aristotélica. Incluso la definición del alma como forma indivisible que se opone al cuerpo, en el que la forma se encuentra dividida, tiene un fuerte carácter aristotélico. En el capítulo quinto, Ficino cita una vez más la Metafísica de Aristóteles, y distingue el alma racional, cuya esencia permanece siempre idéntica a sí misma, pero cuya acción implica movimiento y cambio, del ángel, que es motor inmóvil, que pone en movimiento las esferas celestes, pero no sufre ningún cambio. En verdad, las cosas imperfectas no existen por sí mismas, sino que existen en virtud de lo que es superior a ellas, ya que aquello que es móvil es indeterminado y no encuentra estabilidad en sí mismo. Por tanto, aquello que es por naturaleza indeterminado debe ser determinado por aquello que es más perfecto. Pues bien, por encima del ángel está Dios, ya que el alma es multiplicidad móvil, el ángel es multiplicidad inmóvil y Dios es unidad inmóvil.

El segundo libro trata de Dios, afirmando en primer lugar que no hay nada por encima de la unidad, ya que ella es la unión que confiere perfección y potencia a todo. En este sentido, unidad, verdad y bondad son una misma cosa. Ficino describe aquí las propiedades de Dios, afirmando, en primer lugar, su unidad, su unicidad y su potencia infinita. Dios existe siempre y está en todas partes, obra voluntariamente y lleva a término voluntariamente el fin de todas sus acciones. Él conoce todas las cosas, ama a su obra y la gobierna con su providencia.

El tercer libro de la Theologia trata de la pentarquía, presentándola no sólo —como se había hecho hasta entonces— como un proceso ascendente, sino también como un camino descendente, es decir, que lleva de Dios a la materia, pasando por el ángel, el alma y la cualidad. Las cualidades corpóreas son completamente móviles y son inferiores al alma porque cambian tanto con respecto a la esencia como a la operación. A su vez, el cuerpo es inferior a la cualidad, porque ésta es movida y mueve (mueve a los cuerpos), mientras que el cuerpo es movido pero no mueve nada. En esta escala, destaca el papel central del alma, que, siendo el primer móvil entre todos los entes móviles, se mueve por sí misma. En verdad, los cuerpos privados de alma sólo se mueven por impulso externo, mientras que los animados se mueven espontáneamente. Llegado a este punto, retomando la doctrina platónica, Ficino afirma que, gracias a una especie de luz perpetua, el alma racional piensa a Dios y al ángel, o más bien los intuye, desea ser como ellos y tiende a conformarse con estas realidades superiores a ella. El alma, por tanto, es el grado medio de la realidad y unifica todos los demás grados, tanto los superiores a ella como los inferiores, ya que el alma se eleva hasta los superiores y se abaja hasta los inferiores.

El cuarto libro está dedicado a la subdivisión de las almas racionales, entre las que se distinguen tres grupos. En el primero se encuentra el alma del mundo, en el segundo, las almas de las esferas y en el tercero, las almas de los seres vivos, contenidas a su vez en cada esfera. En efecto, afirma el autor, es necesario que el alma de la tierra sea racional, tanto porque en la tierra hay animales racionales como porque las obras de la tierra son más bellas y armoniosas que las de los hombres. Y si el alma del cosmos no está desprovista de razón, se deduce que tampoco lo están las de las esferas situadas por encima de la tierra. Pues bien, las almas de las esferas mueven a éstas según la ley del destino y las mueven circularmente, ya que ellas mismas son circulares.

El quinto libro está dedicado al alma racional y se centra en la tesis que afirma su inmortalidad. I) El primer argumento esgrimido en apoyo de esta postura es el de la autonomía del movimiento; en efecto, las almas racionales son autoras de su propio movimiento, por lo que, al no recibir de otro su movimiento interno, se dan la vida a sí mismas y, al ser un principio vital, no pueden morir. II) En segundo lugar, el alma racional es estable no sólo en virtud de su propio movimiento, sino también de su propia consistencia. El alma racional no cambia desde el punto de vista de la sustancia, y, por tanto, no deja de existir. III) El tercer argumento afirma que, puesto que el alma está unida a las realidades divinas, no puede dejar de existir. IV) Además, dado que debe dominar a la materia, no puede ser corruptible como ésta, de lo contrario no estaría en posición de gobernarla; V) se sigue que el alma ha de estar libre de la materia y, cuando ésta desaparece, el alma racional se eleva por encima del cuerpo material, VI) puesto que es indivisible. VII) El séptimo argumento afirma que, como la esencia misma del alma racional implica su existencia —ya que la existencia del alma no depende de otras realidades ni de la materia—, entonces el alma es necesariamente inmortal. VIII) De esto se sigue que nunca se separa de su propia forma y, por lo tanto, no muere, IX) ya que el ser le pertenece por sí. X) Además, como el alma se relaciona con Dios desde sí misma, no puede dejar de existir: ella se relaciona con Dios en virtud de su propia esencia, que es estable, por lo que el alma, en virtud de su propia esencia, permanece estable. XI) Por lo demás, el alma racional no está compuesta ni se resuelve en alguna potencia, puesto que es forma, y la forma está en relación con la forma pura que es Dios. XII) Ante todo, el alma racional no tiene en sí la potencia de no-ser. XIII) También, el alma recibe el ser directamente de Dios, sin intermediario alguno, por lo que está en relación directa con el primer principio de vida, que no le quita la vida, XIV) siendo ella en sí misma vida, XV) y vida más excelente que el cuerpo.

Los libros sexto, séptimo y octavo centran su interés en la refutación de las opiniones de los llamados filósofos vulgares, es decir, de aquellos que sostuvieron la tesis de la corporeidad del alma. Ficino rebate esta posición con múltiples argumentos, demostrando que el alma humana no es un cuerpo y que no es una forma dividida en el cuerpo. Por el contrario, el alma es una forma indivisible, no ligada a ninguno de los miembros corporales, sino infundida por completo en cada uno de ellos. Además, al no tener un origen material, el alma humana debe ser con toda propiedad, definida como inmortal.

El noveno libro continúa con la demostración de que el alma no sólo es la forma indivisible del cuerpo, sino que ni siquiera depende de él; por lo tanto, es inmortal. De hecho, afirma el autor, cuanto más se separa la mente del cuerpo, tanto más mejora su estado y se eleva, ya que por su propia naturaleza se opone al cuerpo y tiende a actuar libremente, desligada de la materia e independientemente de ella.

En el libro décimo, continuando con lo ya apuntado en el capítulo anterior, Marsilio se posiciona contra Epicuro y los epicúreos. El principal argumento es que, así como las realidades naturales se resuelven todas en una materia prima inmortal, del mismo modo se resuelven en una forma última inmortal. De forma parecida, Ficino critica las posiciones de Lucrecio y las de Panecio.

En el libro undécimo continúa la crítica a Epicuro, basada en los siguientes argumentos: la mente se une a un objeto eterno y tiene la capacidad de captar las especies separadas y las razones eternas; la mente es el sujeto de las verdades eternas. También en esta línea, se rechazan las tesis de los escépticos y los peripatéticos.

El libro doce vincula estrechamente la mente humana y la mente de Dios, afirmando que el acto intelectivo de la primera es formado por la segunda. En este caso, se menciona a Agustín como fuente de autoridad.

El libro trece se detiene a considerar el dominio que el alma ejerce sobre el cuerpo.

El libro decimocuarto examina el tema del alma que se inclina, es decir, que se acerca cada vez más a Dios, ya que desea captar su esencia. Esto se demuestra también por el hecho de que el alma anhela la verdad primera y el bien primero, esforzándose al mismo tiempo por llegar a ser todas las cosas, ya que el alma se afana por hacer todas las cosas, más aún, se esfuerza por superar todas las cosas. De ello se deduce que el hombre mismo desea estar en todas partes y ser eterno, aspirando al máximo de placer.

En el libro decimoquinto se proponen varias cuestiones sobre el alma. La primera se refiere al tema tradicional de la existencia o no de un intelecto único para todos los hombres. La respuesta de Ficino es negativa. A continuación se detiene en el supuesto —contrario al pensamiento de Averroes— de que la mente es forma del cuerpo, como es evidente ante todo en la naturaleza. También se insiste en la refutación de los argumentos averroístas sobre la mente separada y la unicidad de la mente.

En el libro decimosexto se aborda la cuestión de por qué las almas se encuentran al interno de cuerpos terrestres. El primer argumento sugiere que es para que sea posible conocer los individuos; el segundo, para que las formas particulares se unan a las universales; el tercero, tanto para que el rayo divino como sus fórmulas puedan retornar a Dios; el cuarto, para que el alma se vuelva más dichosa; el quinto, para que los poderes inferiores del alma puedan realizarse plenamente; el sexto, para que el mundo sea glorificado y Dios venerado. Se pregunta también, por qué las almas, a pesar de ser divinas, sufren turbaciones y por qué se separan de sus cuerpos contra su voluntad.

El libro decimoséptimo afronta la cuestión de cuál es el estado del alma antes de entrar en el cuerpo y una vez que ha salido de él. A este respecto, el punto de referencia es la doctrina platónica, tal como ha sido transmitida por las diversas escuelas platónicas antiguas y tardoantiguas.

El último libro concluye el discurso ficiniano sobre el alma afirmando que la filosofía de Platón no impide prestar asentimiento a la teología judía, cristiana y árabe, las cuales tienen en común la fe en la creación del mundo. Por tanto, emerge con fuerza la afirmación de la creación de las almas por parte de Dios.

5. Metafísica de la luz

Insertándose de lleno en la tradición platónica, Ficino profundiza también en el tema de la luz, es decir, de su correlación con el Bien. La metafísica de la luz ficiniana viene presentada en numerosos tratados: Quaestio de luce, Quid sit lumen, De comparatione solis ad Deum, Liber de sole, Liber de lumine y la propia Theologia platonica. En particular, en el De sole, retomando a Platón, afirma que la luz del Sol es semejante al Bien, que para Ficino significa el mismo Dios. De hecho, retornando al pensamiento de Platón, el autor sostiene la equivalencia entre Bondad y Dios, reinterpretando en clave teológica la doctrina platónica propuesta en la República. Además, en el segundo capítulo del tratado se observa que, así como la Bondad es en sí misma incomprensible e inefable, también lo es la luz. Por este motivo, aunque ningún filósofo haya logrado definir la luz, nada es más claro que ella y, al mismo tiempo, nada es más oscuro, es decir, más incomprensible e inefable que la luz. De manera similar, en el ámbito metafísico el Bien es lo más conocido y, al mismo tiempo, lo más desconocido. Por tanto, afirma Ficino, la luz física es imagen visible de la inteligencia divina; esta imagen alusiva mantiene una relación de proporcionalidad con su arquetipo, ya que la imagen es signo suyo, del mismo modo que los rayos de las estrellas son signo de la gloria De Dios, y los cielos son signo de la acción creadora divina. Del mismo modo, el Sol es signo de Dios. Hasta aquí, el análisis de Ficino coincide con el planteamiento neoplatónico tradicional del tema.

A partir del capítulo IX del De sole, el autor avanza una tesis propia, en parte original respecto de la tradición. Ficino propone una explicación alegórica de la analogía entre la luz física y la metafísica, sosteniendo que la primera no puede iluminar, por ejemplo, el interior de un cuerpo hecho de lana, o el interior de una hoja; sin embargo, penetra el cristal, que no puede ser fácilmente penetrado por ninguna otra cosa. Pero la luz divina va más allá, pues brilla incluso en la oscuridad del alma y no hay nada que, en su interior, no pueda ser iluminado por ella. De hecho, la luz metafísica es superior a todo lo que existe y es perfecta, mientras que la luz física es imperfecta, motivo por el cual hay cosas que permanecen oscuras, ya que la luz física no puede iluminarlas.

En el capítulo XI, Ficino observa nuevamente que el Sol, que es una minúscula parte del cielo, fue creado por Dios como la más espléndida de las criaturas. Además, es claro que el astro no se dio tan gran dignidad a sí mismo, sino que la recibió de lo alto. Y es también evidente que su esplendor deriva de Dios, que a través del Sol propaga su propia bondad en el universo. En efecto, del mismo modo que la luz física es percibida por los sentidos, así la luz inteligible del Sol ilumina los ojos espirituales, es decir, los del alma. Ficino afirma que, puesto que la impresionante luz del Sol, que es el regalo más perfecto jamás hecho a la naturaleza, ciertamente no tiene su origen en el pequeño cuerpo del Sol, sino en el Bien mismo, igualmente la luz de los intelectos no procede de la luz física, sino de la luz divina. Y ésta última, descendiendo primero a los intelectos angélicos y luego a los intelectos humanos, se hace inteligible. Así, cuando alcanza el alma del mundo se hace intelectiva, y al descender a los objetos sensibles y a los ojos humanos se hace sensible. Por lo tanto, Ficino afirma que Dios ha donado al hombre una doble luz, la primera natural, la segunda metafísica, puesto que tiene su origen directamente en Dios.

Como es bien sabido, en el Libro VI de la República Platón establece una analogía entre el Sol como causa del mundo físico y el Bien como causa del mundo metafísico. Marsilio recupera esta antigua tesis, pero relacionando los dos términos —el Bien y el Sol— según una relación jerárquica. En efecto, para Ficino el Sol es causa de todos los entes naturales, pero a su vez es causado por el Sol suprasensible, ya que el astro es causa eficiente de la naturaleza y de todo lo que sucede en ella, pero no es causa eficiente de sí mismo. Así pues, el Sol no es causa primera, sino que deriva directamente de la causa primera, que es Dios. En este sentido, el Sol es la primera manifestación divina.

Recordemos también que, según Ficino, el Sol influye directamente en los espíritus, es decir, en las partes blandas y luminosas que el calor del corazón genera a partir de la parte más sutil de la sangre. Por tanto, el spiritus tiene la función de vincular el alma y el cuerpo, de modo que el Sol, que para Ficino es la sede del anima mundi, está ligado no sólo al espíritu y a la materia, sino también al alma [Rabassini 2005].

6. El legado ficiniano en la edad moderna

Marsilio Ficino muere al final del siglo XV. La llegada del siglo XVI marca la irrupción en la historia del Renacimiento italiano de cuestiones parcialmente nuevas, lo que propiciará, en gran medida, la relectura de los temas humanísticos a la luz de una sensibilidad renovada. Ficino es el autor que definió el perfil de la primera etapa del Renacimiento, dejando un importante legado a la época sucesiva. En primer lugar cabe destacar su impresionante actividad como traductor. El mayor legado de Ficino serán sus cuantiosas traducciones, que, como hemos dicho, permitirán leer y conocer a numerosos autores antiguos que de otro modo habrían permanecido inexplorados. En particular, Marsilio lega a la posteridad el texto latino del Corpus Hermeticum, así como los diálogos platónicos y las Enéadas plotinianas, todos ellos traducidos al latín por primera vez. Pero la influencia de Ficino no se deberá tan sólo a su tarea como transmisor de textos, sino también a la calidad de sus traducciones, que le permitirán difundir la tradición platónica, si bien mediada por su propio pensamiento. De hecho, es posible decir que Ficino traduce a Platón, «philosophorum pater» [Theol. Plat.: Proemio, 2], “neoplatonizándolo”, y que realiza la misma operación con los demás textos en los que trabaja. El estilo de la traducción da invariablemente testimonio del pensamiento ficiniano, que a su vez se nutre de un conocimiento cada vez más amplio y preciso de los autores que de tanto en tanto son objeto de traducción. Así, el lenguaje con el que Marsilio traduce es neoplatónico y muchos temas clásicos son tratados según la sensibilidad moderna. Será esta característica de su obra la que se impondrá en los siglos posteriores, fundamentalmente porque casi todos los textos traducidos por el autor serán conocidos durante largo tiempo sólo gracias a su trabajo.

Desde un punto de vista estrictamente temático, además de difundir argumentos típicamente platónicos y neoplatónicos en general, Ficino dejará una huella importante en la reflexión sobre el eros. En particular, autores italianos y franceses del siglo XVI retomarán las consideraciones ficinianas sobre el amor platónico; entre ellos, véase sobre todo a Pietro Bembo, Baldassarre Castiglione, Joachim du Bellay y Pierre de Ronsard [Celenza 2021: Legacy]. Otro punto a destacar es que la noción de prisca theologia ficiniana, así como la noción de prisca philosophia (hemos visto que, para el autor, estos dos modos de pensamiento se integran mutuamente en una unidad originaria), servirán de base al concepto de philosophia perennis, tal como será presentado en el siglo XVI por Agustín Steuco. En efecto, este último, al igual que Ficino, partirá del supuesto de que la historia de la filosofía y la historia de las religiones comparten la misma base de verdad, que a lo largo del tiempo se manifiesta bajo formas diferentes.

Por último, cabe recordar que, a partir del siglo XVII, la fama de Ficino se verá eclipsada por el auge del pensamiento ilustrado y, más tarde, del positivista, que propondrá una forma de racionalidad muy diferente a la de Ficino, que, como hemos visto, va acompañada de misticismo y de una sensibilidad mágico-hermética. Por otra parte, el progreso de las ciencias pondrá freno a esta particular deriva del pensamiento. No obstante, en la época contemporánea, los estudios sobre el neoplatonismo se han beneficiado de manera importante de la aportación ofrecida por Marsilio Ficino, que aún hoy sigue destacando como uno de los máximos exponentes de la tradición que se remonta a Platón.

7. Bibliografía

7.1. Principales ediciones de referencia de los textos de Ficino

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7.3. Recursos Online

La Société Marsile Ficin: http://www.ficino.it/it/marsilio-ficino

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