Philosophica
Enciclopedia filosófica  on line

Dolor

Autor: Juan José Sanguineti

Se estudia en esta voz el problema del dolor en una perspectiva filosófica, con algunas referencias teológicas desde el punto de vista de la fe cristiana. El dolor debe considerarse a la luz de la filosofía de la vida y del problema del mal. El dolor físico se encuadra dentro de la temática más amplia del sufrimiento. Un apartado está dedicado a sus bases neurofisiológicas. Se toca el tema del dolor animal y el problema teológico del sufrimiento (Dios y el mal). El sentido de los padecimientos humanos depende de la visión metafísica y antropológica que se tenga. Según ese sentido, teniendo en cuenta también las reacciones emocionales y personales, surgen las diversas actitudes del hombre ante el problema del dolor, desde la respuesta médica hasta la gestión personal de los sufrimientos propios y ajenos. Esta gestión se basa principalmente en las virtudes, si queremos que el dolor alcance un valor positivo y no destructivo de la vida humana.

1. El dolor como sensación vital negativa

Los seres vivientes de alguna manera son fines para sí mismos, porque despliegan espontáneamente una serie de actividades o funciones naturales que tienden a preservarlos, a desarrollarlos hasta un cierto límite y a transmitir su especie. Para eso utilizan las substancias que encuentran en su ambiente y modulan convenientemente su cuerpo de un modo u otro. Llamamos vivir al conjunto unitario de esas funciones y sujeto viviente a su portador.

En cierto modo los vivientes no sirven “para nada”, aunque unos son útiles para otros. En definitiva, el vivir es un fin o un bien en sí mismo. Una prueba de que el organismo —la unidad corpórea viviente— es auto-teleológico es que los vivientes, e incluso una sola célula, están siempre amenazados por peligros que pueden obstaculizar sus funciones, como un pájaro no puede volar si sus alas se le paralizan, dando así lugar a lo que llamamos enfermedad, inhabilidad o con otros términos semejantes, que nunca atribuimos a las cosas inanimadas. Cuando sus funciones cesan completamente, el viviente no sólo se destruye, sino que decimos que muere. Lo que en los seres inanimados es simple destrucción, en los vivientes es muerte.

Las máquinas son igualmente entidades funcionales. Sin embargo, no son substancias naturales. Su unidad teleológica —son útiles, unas partes sirven a otras— les viene de fuera, de la técnica humana. Su teleología es tal con relación a la mente humana que las ha construido, las interpreta y las usa. No se enferman, sino que sólo se estropean o se rompen.

Vivir bien, llegando a cierta plenitud dentro de los límites de cada especie, es para los vivientes algo bueno. No poder hacerlo es malo para ellos. La categoría de “ir bien” o “resultar mal” surge en el universo por primera vez con los vivientes. A un animal puede “irle mal”, mientras no tiene sentido decir, por ejemplo, que “le va mal” a una piedra. El ser viviente actúa, así, como dentro de una polaridad que se extiende entre su bienestar biológico y la posibilidad de que se le presenten defectos anatómicos o funcionales que malogren su vida.

Dicho de un modo más neto: el mal surge en el universo sólo con la vida. No sólo el mal moral, sino el mal físico, que es real. Obviamente esta polaridad es contextual. Se entiende como relativa a una especie viviente que despliega una praxis propia en un ambiente. No es un mal físico que un perro no pueda volar, pero sí que no pueda ver.

Los animales son vivientes dotados de cognición y emociones o estados afectivos. Entre esas dimensiones se da una correspondencia mutua. Los animales perciben objetos de su entorno y tienen sensaciones corpóreas, en las que su cuerpo, o parte de él, se les auto-presenta de modo vivencial, por ejemplo al sentir la piel o los movimientos somáticos. Algunas de las funciones vitales, como la nutrición, cuando son bien efectuadas, se acompañan de una sensación placentera, mientras ciertas disfunciones, aunque no todas, provocan una sensación desagradable o dolorosa. Por ejemplo, no satisfacer el apetito de comer da paso a una sensación de hambre que va siendo cada vez más aguda y que al final puede acabar con la muerte.

Los vivientes cognitivos —animales y seres humanos— tienen al menos las mismas funciones biológicas que los vegetativos, pero con la añadidura de que sienten algunas de ellas, especialmente las relativas a la alimentación y a la sexualidad, y también otras relacionadas con la defensa y la agresión. Se siente el propio cuerpo animado como un todo y en su dinamismo: el vivir corpóreo mismo.

Esta auto-sensibilidad está sujeta a una polaridad análoga a la vista arriba sobre el bienestar biológico y sus defectos. Lo bueno biológicamente, que es el ejercicio eficaz de las funciones biológicas, en la vida animal se siente agradablemente. En cambio, lo defectuoso, como la enfermedad o una privación física, se manifiesta en la forma de sensaciones negativas como malestar, dolor, cansancio, lo que en última instancia es la auto-sensación de un cuerpo malogrado.

Aquí hemos presentado en forma esquemática la filosofía de los vivientes según una inspiración aristotélica [Aristóteles, Acerca del alma, libro II, capítulos 1-3], válida hoy en sus líneas fundamentales y compatible con las ciencias biológicas. Estas últimas, sin embargo, no se centran en la consideración de los fines intrínsecos de la vida, como es propio de la filosofía. En esta óptica filosófica podemos situar así el tema del dolor dentro del contexto de la vida sensitiva.

El panorama de la vida sensible se despliega en torno a estos valores contrapuestos, placer y dolor, correspondientes a lo bueno y lo malo biológicos. Esos dos polos no se reducen a meras sensaciones subjetivas, sino que son expresiones del mismo vivir perceptivo/afectivo. La vida cognitiva de por sí es agradable, es decir, el placer forma parte del mismo vivir bueno cognitivo [Aristóteles, Ética a Nicómaco, libro IX, 1166a20-30; 1168a5-10; 1170a15 – 1170b15]. Pero como la vida animal es contingente, sujeta a enfermedades y lesiones, el dolor aparece como la dimensión afectiva que testimonia su valor de modo negativo. Para Aristóteles el dolor sobreviene cuando el sujeto cognitivo padece la privación de un bien natural [Aristóteles, Ética a Nicómaco, libro X, 1173b5-10].

Las percepciones y sensaciones son intencionales cuando se refieren a objetos externos. Pero pueden referirse también al mismo sujeto sentiente o a aspectos de su cuerpo, como sucede con las sensaciones de la piel, los músculos, las vísceras. El objeto intencional percibido de por sí no es ni agradable ni desagradable, pero el hombre reconoce sus proporciones y belleza y así puede contemplarlo con agrado (o desagrado). En cambio la vivencia del propio cuerpo y de las propias operaciones no se separa de sus resonancias afectivas. El cuerpo cuando está bien y se siente da lugar a una afección agradable, contrapuesta al malestar cuando está mal. Pero las respuestas dolorosas de la auto-sensibilidad corpórea no siempre son iguales y no se dan del mismo modo en los diversos ámbitos del cuerpo. Aparecen cuando hay una lesión o una disfunción orgánica, que puede tener diversas causas (traumas, enfermedades, etc.).

El tipo más común de dolor físico, llamado nociceptivo, nace de estímulos a los nociceptores —terminaciones nerviosas sensibles a estímulos dañinos mecánicos, químicos, térmicos—, propios de la sensibilidad somática en sus diversas vertientes: sensibilidad cutánea o exteroceptiva (la piel), profunda o propioceptiva (muscular, ósea, cinestésica) y visceral o enteroceptiva (tórax, abdomen, etc.) [Kandel 2000: 472-491; Purves 2000: 166-179]. A veces la sensibilidad cutánea y la propioceptiva juntas suelen denominarse “somática”, contrapuesta a la “visceral”. Otro tipo de dolor procede de una lesión en los mismos nervios: dolor neuropático (neuralgia, por ejemplo la neuralgia del trigémino) [McDermontt 2006]. Otra categoría es el dolor psicológico, del que hablaremos más adelante.

Los dolores agudos desaparecen al removerse sus causas. Los crónicos [Merskey 1994; Miró 2003; Moix 2006] persisten largo tiempo e incluso toda la vida. Estos últimos no deben verse sólo como síntoma de una deficiencia orgánica, sino que son como tales una enfermedad.

El dolor físico anuncia que algo no va bien en el cuerpo. Podemos considerarlo como psicosomático, afectivo, informativo, subjetivo y no propiamente intencional [Aydede 2013]. Su fundamento objetivo es una malformación, disfunción o déficit corporal en los sujetos sentientes (animales y seres humanos):

1. Es psicosomático porque es propio del cuerpo animado y sensibilizado. Usamos este término en un sentido filosófico aristotélico, aunque en psicología esta expresión suele indicar los fenómenos psicológicos relacionados con el organismo. No es del todo correcto considerar el dolor físico como un “acto mental”, como si fuera puramente psíquico. En la visión hilemórfica aristotélica el dolor físico es una afección del alma corporalizada, o del cuerpo sensibilizado [Sanguineti 2007: 61-77].

2. Es afectivo —los clásicos lo consideraban una pasión o acto del apetito sensible [Tomás de Aquino, S. Th., I-II, qq. 35-39]—, aunque como sensación no es ni una emoción ni un sentimiento. Lo más justo en este sentido es verlo como una sensación corpórea negativa que denuncia en modo vivo la presencia de un mal físico. En un nivel más alto sí tiene una traducción emocional, como veremos más adelante.

3. Es informativo porque no sólo es una sensación del cuerpo, sino que se une a la percepción del miembro o la parte dolorida, con aspectos como la intensidad, la cualidad y la localización. Se ha distinguir, por tanto, entre la sensación del dolor y su elaboración perceptiva. Las sensaciones/percepciones del sistema somático (tacto, temperatura, etc.) pueden ser dolorosas (una cosa es sentir calor y otra sentir una quemazón). El dolor informa, en este sentido, sobre algo que sucede en el cuerpo. Un dolor de muelas informa de un estado de las muelas. Pero ciertos dolores son difusos o de localización imprecisa, o pueden indicar una lesión en otra parte del cuerpo (dolor “referido”).

4. Es subjetivo porque indica una situación del sujeto y por eso, aunque sea de una parte del cuerpo, afecta al individuo sentiente como un todo subjetivo.

5. No es intencional en el sentido de que no remite de suyo a algo externo, aunque pueda tener una causa externa, así como un pinchazo en la piel se une a captar el objeto externo que lo causa. Se podría considerar intencional sólo si consideramos su objeto interno al cuerpo, así como el dolor de un dedo tiene por objeto al dedo. Por otra parte, una cosa es la sensación dolorosa y otra es su conceptualización y expresión lingüística, lo que de suyo no es doloroso [Sanguineti 2017].

Podría parecer que lo opuesto al dolor es el placer. Ambas sensaciones pueden tener una vertiente fisiológica y otra psíquica y espiritual (dolor físico y moral como la tristeza; placer físico y gozo espiritual). Sin embargo, no son completamente simétricas, pues no existe un sistema somático con terminaciones nerviosas especializadas para el placer físico, análogo a los receptores nociceptivos. El placer físico responde más bien a la realización cumplida de ciertas funciones fisiológicas o a la satisfacción de un deseo o impulso corpóreo que orienta hacia ese cumplimiento, por ejemplo beber cuanto estamos sedientos [↗ Placer].

Se da, sin embargo, una simetría fenomenológica entre placer y dolor. El alivio del dolor físico es placentero. Y los dolores somáticos no son el único tipo de sensación física negativa. Existen otros malestares físicos, como hambre y sed cuando superan cierto umbral, cansancio, náuseas, mareos, debilidad física, dificultades respiratorias, estados febriles, somnolencia excesiva, zumbidos desagradables en los oídos, etc. La oposición más precisa se da entre las sensaciones agradables y desagradables, una de las cuales es el dolor físico [Leknes 2008].

El dolor somático —comprendiendo con este término también los dolores viscerales— suele ser, de todos modos, el primer referente en el que se piensa al hablar del dolor. Los dolores somáticos son básicos porque tienen que ver con el cuerpo mismo en su constitución vegetativa y en cuanto lesionado en sus tejidos. A esto responde la definición de la Asociación Internacional para el estudio del Dolor (IASP: International Association for the Study of Pain), fundada en 1973 y liderada por John Bonica, según la cual el dolor es una “experiencia sensorial y emocional desagradable asociada a un daño en los tejidos, actual o potencial, o descrita en términos de dicho daño” [Bonica 1990: vol. 1, 18]. La IASP se asocia a la revista científica Pain. Es una definición útil, aunque imperfecta, pues hay también dolores físicos no asociados a daños en los tejidos.

2. Dolor y sufrimiento

El dolor y los diversos malestares físicos, fruto de enfermedades, lesiones, traumas, discapacidades, disfuncionalidades, no agota el ámbito de lo desagradable. Existen otros malestares que no son propiamente físicos y que surgen cuando algo malo afecta a las capacidades psíquicas o conductuales como tales, o cuando se malogra la relación con sus objetos (percepción, emociones, inteligencia, voluntad, relaciones con los demás, amor, trabajo).

El sujeto, al advertir estos males en sí o en otros, sufre. Por ejemplo, sentirse incapacitado para leer bien, perder el trabajo, no conseguir algo muy deseado, un fracaso, ser objeto de burlas, ver cómo sufren los seres queridos, etc., provocan un dolor no físico, sino emocional o espiritual, que podríamos llamar genéricamente sufrimiento. Debido al influjo de nuestra parte espiritual sobre nuestra dimensión corpórea, estos sufrimientos pueden tener repercusiones fisiológicas —hormonales, inmunitarias, cardíacas, etc.— y así provocar daños físicos en el organismo.

El concepto de dolor se amplía, por consiguiente, en la noción de sufrimiento [Fuster i Camp 2005: 15-110, con aspectos fenomenológicos], el cual suele llamarse también simplemente dolor (espiritual, anímico). Es una noción compleja, pues puede referirse al dolor físico como tal, como al malestar afectivo que sobreviene al sujeto que padece físicamente, o a los sufrimientos no orgánicos, como vimos, cuando el sujeto no alcanza o pierde un bien no-físico al que aspiraba o debía tener —honra, estima, amor, amigos, dinero—, por muy variadas causas (déficit personal, maldad ajena, circunstancias adversas de la vida).

Etimológicamente “sufrimiento” indica una pasividad —en latín, passio, sustantivo de “padecer”—, algo que el sujeto no causa ni quiere, sino que le sobreviene. El sufrimiento supone una pasividad vivida negativamente en el plano afectivo. Es un estado de la conciencia afectiva que percibe dolorosamente un mal en la propia vida y que por tanto es contrario a la voluntad o a los deseos, aunque no absolutamente, porque algunos sufrimientos pueden aceptarse en función de bienes mejores.

a. El sufrimiento incluye normalmente relaciones con los demás. Uno padece, por ejemplo, al notar que otras personas captan su propio mal. Esto puede ocurrir en diversos sentidos: puede apenarse al ver que otros sufren a causa de sus males porque los ama, o puede sentir vergüenza al verse disminuido y digno de lástima, por autoestima o amor a sí mismo.

El percibir que otro está sufriendo hace sufrir también y esto a diversos niveles. Por ejemplo, hay personas que se sienten mal al entrar en un hospital, o que no pueden resistir ver una intervención quirúrgica o una herida seria, con mucha sangre, en otros sujetos, aunque sí cabe acostumbrarse a hacerlo poniendo en juego recursos cognitivos y afectivos, y cierto aprendizaje, como necesitan hacerlos los médicos y enfermeros.

Además, una persona normalmente sufre cuando ve que sufre un ser querido, cosa que se llama compasión —participar en las pasiones dolorosas de los otros—, la cual alcanza un grado más alto en la misericordia, que consiste en dolerse y apiadarse de corazón al ver la miseria ajena, sintiéndola como algo propio.

b. La percepción y tolerancia al dolor tiene también aspectos culturales. Según los ambientes (épocas, regiones, etc.), se puede tener mucha resistencia al dolor o a los sufrimientos, casi sin notarlos o no dándoles mucha importancia, o al contrario, ser muy sensibles a ellos, con actitudes de lamento, lloros y poca fortaleza. No es la misma la actitud ante el dolor de un médico, un soldado, o en épocas de bienestar, de guerras o de peste. A veces se admiten más fácilmente los lamentos por el dolor, por ejemplo en los niños, y en cambio, en ciertas culturas, el llanto y la poca fortaleza ante el dolor en varones adultos era visto con desaprobación (ambientes machistas “estoicos”).

c. Tengamos en cuenta, para analizar estos aspectos, los diversos niveles de la persona: 1) vegetativo/sensorial; 2) perceptivo/emocional; 3) personal y espiritual (moral) que incluye inteligencia, voluntad y sentimientos [Sanguineti 2014: 164-198]. Los seres humanos poseemos estos tres niveles. Los animales subhumanos tienen sólo los niveles 1 y 2. Las características del nivel 2 no son homogéneas en hombres y animales. El nivel 2 está fuertemente asociado y “transformado” por el 3, y es el puente que permite la repercusión del 3 sobre el 1. El nivel 3, siendo espiritual, se enraíza en el cerebro mediante el nivel 2. Los sufrimientos pueden adscribirse a cada uno de estos niveles en la medida en que no se puedan cumplir debidamente sus operaciones. Esto puede suceder o por deficiencia del sujeto o como consecuencia de un defecto en relación con sus objetos. Así, el que esperaba recibir un premio y no lo recibe sufre a causa de la decisión del jurado, que para el sujeto es parte de su campo intencional perceptivo. El sufrimiento suele referirse a la dimensión afectiva o emocional y así puede verse como una emoción o un sentimiento, pero puede considerarse también como un estado negativo de la voluntad. Esquematizando:

I) Los dolores físicos corresponden a la vida vegetativa, cuando una lesión se percibe con padecimiento físico. Estos dolores suelen elaborarse a nivel emotivo y de afectos voluntarios, con una gran variedad de posibilidades, como sufrimiento, desazón, irritación, según el dinamismo que siga la lesión o la enfermedad (causas, tipos, perspectiva de curación, importancia que se le da, etc.).

Hoy en neurociencia se acepta pacíficamente la distinción entre dolor como sensación/percepción y como emoción o sentimiento [Damasio 1999: 71-79]. Sus bases neurales no son las mismas, y el dolor emocional puede separarse del orgánico. Como sensación corpórea el dolor es sólo la otra cara del mal físico u orgánico. Como emoción nace, antropológicamente, del “amor natural” a uno mismo. Captar que el cuerpo está mal hace sufrir porque nos “amamos” naturalmente a nosotros mismos.

II) Los sufrimientos como emociones son variados: tristeza, ansiedad, congoja, envidia, rabia. Surgen cuando en la vida psíquica y en la conducta sobreviene algo malo, lo que puede suceder también con relación a los demás o al medio ambiente. Estos sufrimientos se dan en algunos animales. Un perro puede caer en la tristeza a causa de la muerte de uno de sus compañeros, o al verse menos preferido que otros por sus dueños. En el hombre estos sentimientos están espiritualizados porque se unen a la dimensión afectiva de la voluntad y a la conciencia intelectual, cosa que los hace más intensos y duraderos.

III) El sufrimiento puede ser un sentimiento espiritual como tal, concretamente una situación afectiva de la voluntad en relación a los bienes a los que la persona tiende. Estos sentimientos suelen “descender”, sin embargo, a la dimensión emotiva propia de las tendencias sensitivas. El hombre puede sufrir porque no ve realizados sus proyectos o porque observa con pena la difusión de la maldad en el mundo.

Un sufrimiento especial es la pena que se siente cuando se observa, con sentimiento de rechazo y deseos de reparar, el mal que uno ha causado voluntariamente. Se sufre porque se percibe el mal del que uno es culpable y así uno se ve de alguna manera como una “mala persona”. Esta pena emocional se llama arrepentimiento. Si no se asocia a una conversión de la conducta, es un sentimiento triste cerrado en sí mismo.

Las situaciones afectivas que corresponden a lo que llamamos “sufrimientos” son, pues, muy variadas y por eso reciben diversos nombres. Los nombres suelen ser muy fluidos y a veces se usan como sinónimos o por analogía. Así, la tristeza es un estado de ánimo bajo a causa de algún mal que ha sobrevenido al sujeto o a algo que él ama: una enfermedad o la de un ser querido, ser aplazado en un examen, etc. Otros sentimientos penosos son: angustia (no se le ve salida a una situación negativa), desesperación, pesadumbre, aflicción, ansiedad, disgusto (al ver en otros conductas reprensibles o al ver mal hecho un trabajo), compasión (dolor por el sufrimiento ajeno), nostalgia (por bienes de otros tiempos que no volverán), desilusión (se esperaba demasiado de algo), congoja, desazón, pena, descontento, desasosiego, hastío, desolación, desconsuelo, depresión, infelicidad (tristeza generalizada).

d. Consideremos ahora un tipo de dolores ya mencionado arriba: los dolores psicológicos o funcionales [Merskey 1967]. Los situamos aquí porque nacen en los niveles altos de la persona —psicológicos y espirituales, especialmente emociones y sentimientos, pero también creencias— y no de lesiones orgánicas. Suelen originarse de situaciones psíquicas difíciles —estrés, ansiedad, miedo, preocupaciones, inquietudes, urgencias— que el sujeto —su cerebro— traduce inconscientemente en el cuerpo. Los dolores psicológicos se sienten en el cuerpo o en alguna de sus partes: típicamente cefaleas, dolores de espalda, dolores abdominales. El sujeto los padece realmente —no los finge ni se los imagina—, con una correspondencia cerebral adecuada, aunque sus órganos están completamente sanos. El dolor psicológico puede basarse también en un dolor orgánico leve, pero psicológicamente amplificado.

El fenómeno de los dolores psicológicos es delicado y difícil de diagnosticar, pues exige discernimiento en cada caso. Esto no es sorprendente. Los estados psicológicos afectivos, como los sufrimientos, tienen repercusiones orgánicas, especialmente hormonales y a causa de su comunicación con el sistema nervioso vegetativo. Los clásicos ya sabían que las pasiones tenían repercusiones fisiológicas [Tomás de Aquino, S. Th., I-II, q. 37, a. 4]. Situaciones psicológicas especiales —pánico, estrés, ansiedad, nerviosismo, rechazo emocional, tristeza, desengaños, cólera— pueden provocar lesiones cardiovasculares, úlceras, diarreas, dermatitis, pruritos crónicos, tos, irritabilidad en la vejiga, asma, bajas defensas. No es extraño entonces que, por causas similares, puedan provocarse espontáneamente dolores en partes del cuerpo. Esto no implica necesariamente una patología psiquiátrica, aunque a veces sí pueden llegar a ser patológicos.

e. Los trastornos psiquiátricos en los que aparecen dolores físicos irreales son un caso distinto [DSM-5 2014]. En los trastornos somatomorfos el sujeto padece una serie de molestias físicas —dolores, náuseas, vértigos— cuya causa es psicológica, no orgánica. Así sucede por ejemplo en el trastorno de somatización, antes llamado síndrome de Briquet o histeria crónica, en el trastorno por dolor y en la hipocondría. Distinto es el trastorno facticio —o síndrome de Münchhausen—, en el que el paciente finge deliberadamente una enfermedad o incluso se la provoca, sin buscar una utilidad (desea asumir el rol de enfermo). No es el caso de la simple simulación en la que un individuo busca una ventaja. En la hipocondría el sujeto se imagina estar enfermo o tiene miedo obsesivo de estarlo (es el caso contemplado en la célebre obra teatral de Molière El enfermo imaginario).

Las aprensiones de estar enfermos, con la interpretación exagerada de presuntos síntomas, patológicos o no, pueden a veces proyectarse en otros, especialmente en personas que están bajo el cuidado de uno (por ejemplo la madre en los hijos, la cuidadora en las personas que atiende), creando así situaciones de dependencia psicológica.

3. Dinámica del dolor

A la vista de lo explicado en las páginas precedentes, se comprende cómo el dolor y el sufrimiento constituyen el lado afectivo de la presencia del mal en la vida. En la perspectiva de los niveles vitales, desde el grado orgánico, pasando por el sensitivo y hasta llegar al espiritual, el sufrimiento se va manifestando en diversas formas, desde su expresión más material, como son los dolores físicos, hasta sus manifestaciones más personales, como son los sufrimientos por los bienes de los que nos vemos privados y el dolor que nos invade cuando vemos sufrir a los seres queridos y en último término a todos los seres humanos (sufrimientos por conflictos familiares, desórdenes sociales, injusticias, guerras, etc.).

Hemos observado también cómo se da un cierto reflujo entre estos niveles, porque los dolores físicos tienen repercusiones emotivas y, a su vez, los sufrimientos morales, a través de su impacto emotivo, con su radicación cerebral, pueden favorecer u ocasionar algunas enfermedades y dolores físicos, sobre todo si existe una predisposición o porque ya están presentes (la dimensión psicológica puede agudizarlos).

Considerado dinámicamente, el dolor físico es una respuesta afectiva, ya desde el mismo nivel táctil, a lo que daña o puede dañar al organismo. Esta respuesta provoca una reacción natural de huida. Lo placentero atrae y se busca, así como lo doloroso actual o potencial repele y se evita [Aristóteles, Ética a Nicómaco, libro X, 1172 a 25]. Placer y dolor son las motivaciones básicas de la conducta en su nivel elemental. A partir de aquí pueden desarrollarse una serie de dinamismos en los que, siguiendo la “lógica de la vida” que puede entreverse en el dolor, se trata de aprovecharlo y no simplemente de evitarlo, aun sabiendo que la tendencia a eludirlo es natural [Maillard 2003; Pérez Marc 2011]. Veamos en concreto algunos de estos aspectos.

2.1. Dolor y aprendizaje

En una primera perspectiva, el dolor tiene la función —su “utilidad”— de prevenir o de llevar a expulsar lo malo presente o potencial en la vida. A veces sirve para proteger al órgano lesionado. Una respuesta análoga puede darse respecto a los sufrimientos psicológicos y morales. El dolor no debe verse, pues, aisladamente. Una de sus funciones vitales es de la “enseñar”, pero no de modo informativo abstracto, sino en su misma negatividad vital, así como lo placentero, si se asume como es debido, ejerce una función positiva en la vida [Orellana 1999].

Un individuo aprende a no acercarse al fuego para tocarlo porque le hará daño, y percibirá este posible daño por el intenso dolor de la quemadura. Aunque el hombre conoce intelectualmente los peligros que corre en todos sus actos —al cruzar la calle, correr, saltar, comer, hacer deporte, etc.— y aprende a reconocerlos al percibirlos (verlos, olerlos, etc.), siempre interactivamente, una parte importante de este aprendizaje es la experiencia memorizada de lo que resulta dañino porque ya su primer contacto resulta desagradable o doloroso. Esto genera el temor ante el posible daño. Se asocia aquí la percepción de lo peligroso, que la tradición clásica asignaba a la estimativa, al desencadenarse la emoción del miedo, con la consiguiente respuesta conductual de la huida. Si el daño ya se ha producido, su recuerdo doloroso se incorpora a la experiencia y permite actuar con más prudencia en el futuro.

La pérdida de la sensibilidad dolorosa —especialmente la insensibilidad congénita al dolor o analgesia congénita— pone el sujeto a merced de muchos peligros, provoca lesiones frecuentes y supone un riesgo de muerte. Sin dolores, los animales (y el hombre) no se defenderían de los peligros y morirían en poco tiempo.

El dolor presente puede estar unido ostensiblemente al daño, es decir, a su causa manifiesta, que entonces se intentará remover. Si uno tiene una herida en el brazo, procurará no apoyarse demasiado sobre él; si ha sido picado por un mosquito, acudirá a una crema en la piel que pueda aliviarle. En otros casos la causa del dolor no se conoce. Pero al menos actúa como síntoma y así lleva a tomar medidas para averiguar sus causas y quitarlas. El que siente un dolor de muelas va al dentista. Si el daño físico no se manifiesta con dolor, resulta más peligroso. Así, hay formas de cáncer que empiezan a desarrollarse en silencio y, cuando se notan, la enfermedad ya está avanzada.

El valor “didáctico” del dolor, en el que ha insistido el conductismo, se plantea en los animales de modo instintivo, contando con su aprendizaje y con sus recursos cognitivos (inteligencia animal). En el hombre a esto se añade el conocimiento intelectual, que se eleva a nivel científico con la biología y la medicina. La ciencia intenta interpretar bien el significado de los malestares orgánicos para conocer el daño que está afligiendo al cuerpo —sus causas— y así poder actuar para curarlo.

En el plano educativo y en el Derecho penal la “lógica del dolor” se emplea, en condiciones normales —es deseable que sea de modo justo y moderado— para conducir a las personas al bien y alejarlas del mal, o a lo que se estima tal. Este es el sentido de los castigos. El sujeto que realiza algo mal recibe la “paga” de una punición, que por otra parte la misma vida suele inferir, cosa que sirve para aprender a mejorar la conducta. Por supuesto no es éste el método educativo central ni ideal, que además admite muchas deformaciones.

En la vida social este procedimiento es normal. Las infracciones voluntarias en la conducción se sancionan con multas, las cuales, como toda pena, tienen el sentido de provocar en el sujeto un fastidio para que éste se convenza, aunque sea a la fuerza, a cambiar su conducta en el futuro. Por desgracia el dolor se utiliza como instrumento para perpetrar acciones malas, no sólo con la tortura, sino para amenazar, atemorizar y así sojuzgar, o para conseguir por la vía violenta, penosa para la víctima, cualquier acto injusto. El dolor físico por naturaleza es violento, es decir, comporta una fuerza externa y material que se impone contra una inclinación vital.

2.2. Dolor y bien arduo

El dolor puede asumir también la función de ser un mal necesario y transitorio que permite quitar obstáculos y alcanzar un bien difícil. Esta función se asocia a la virtud de la fortaleza, pero aparece ya en la misma estrategia de la vida, que inevitablemente encuentra obstáculos, agresiones, situaciones que deben afrontarse, resolverse o eliminarse para conseguir un bien.

Para llegar a un territorio añorado, para obtener un premio, para conseguir alimentos, etc., es necesario superar una serie de obstáculos que de suyo son dolorosos porque exigen esfuerzos (debilidad propia, enemigos, inclemencias, inseguridad de obtener lo buscado, etc.). El sujeto debe realizar actos que contienen algo doloroso (inhibiciones, soportar posibles heridas, arriesgarse a ser derrotado). Si un sujeto busca sólo lo placentero inmediato y no está dispuesto a soportar privaciones, posponiendo para más adelante la obtención de los fines valiosos deseados, se verá al final privado de ellos y acabará malográndose. Igualmente tendrá que aceptar sufrimientos para defender los bienes ya poseídos, eliminando los nuevos obstáculos que pueden presentarse.

El concepto de lucha implica una serie de esfuerzos destinados a vencer obstáculos. El dolor asume así la función de medio, nunca fin en sí, necesario como instrumento de defensa y agresión. No es un fin como tal, sino un bien instrumental y relativo. Así lo es, por ejemplo, una intervención quirúrgica, de suyo dolorosa. Esta función se asocia a la indicada en el apartado anterior, pues cuando un sujeto no se ahorra privaciones para conseguir algo bueno —con inteligencia y no de cualquier modo—, aprende muchas cosas y crece intelectualmente. Por el contrario, las personas que sólo buscan lo agradable y huyen de todo lo que cuesta suelen desarrollar poco su inteligencia.

De aquí se concluye que no puede establecerse de modo simple la ecuación de “placer=lo bueno” y “dolor=lo malo”. Lo placentero puede ser dañino y lo doloroso puede ser beneficioso. Este es el fundamento de la virtud de la fortaleza, que ayuda a soportar lo difícil y doloroso en vista de bienes que se esperan, aunque todavía no estén presentes. Sin embargo, la mencionada ecuación tiene valor absoluto si consideramos la fase terminal del proceso dirigido a la obtención de bienes. Si lo que al final se desea es una plenitud de vida, esto no puede sino dar satisfacción. Si el dolor fuera la última palabra, tendríamos que decir que no ha triunfado la vida, sino su corrupción. Este punto abre un interrogante antropológico importante que afrontaremos más adelante, porque la vida física es corruptible y acaba en la muerte.

2.3. Autonomía relativa del dolor

Hemos visto que el dolor físico es signo y consecuencia de un daño corporal, pero eso no significa que exista una proporción sencilla entre ambos elementos. Ciertos dolores leves ocultan males graves o, al contrario, ciertos dolores físicos fuertes no son graves. Ni la intensidad, ni la duración, ni la modalidad de los dolores son un signo inequívoco de la entidad de sus causas y, como dijimos, no todos los daños físicos se anuncian dolorosamente.

El dolor, por consiguiente, aun siendo funcional al mal, tiene sus propias características, tanto en su rango ínfimo como sensación corpórea, como en su amplificación como sufrimiento psicológico y espiritual. Su sentido en cada caso concreto debe ser interpretado examinando sus causas y su relevancia en la persona que lo padece.

En el apartado anterior vimos que el dolor puede tener el papel de un bien instrumental, lo que le confiere cierta racionalidad. Pero de por sí es siempre algo negativo, opuesto al fin y al bien. Nunca puede ser buscado ni aceptado como un bien en sí mismo. Por eso el dolor orgánico no sólo acompaña al deterioro físico, sino que él mismo, especialmente cuando se hace crónico —carente ya de una utilidad biológica—, constituye como tal una enfermedad. Otro ejemplo de malestar físico que biológicamente no aporta nada son los dolores de parto, explicables sólo por las circunstancias peculiares del nacimiento de los seres humanos.

Los dolores, especialmente si son intolerables y persistentes, tienen muchas consecuencias negativas. Aumentan la debilidad física y psíquica: privan de sueño, producen inapetencia, inmovilizan, reducen la capacidad cognitiva, deprimen, aíslan. Hacen que la vida no pueda disfrutarse, sino que se convierta en un continuo sufrimiento.

No es posible, por tanto, pretender encontrar una racionalidad perfecta al dolor, como no la tienen ni la enfermedad ni la muerte. El dolor, como todo mal físico, se introduce en la vida en un contexto de contingencia y azares, por culpa propia o de otros, por causas naturales o por puro accidente, sin culpa de nadie. Puede afectarle a alguien desde niño, durante toda su vida, o sólo al final. Puede arruinar un porvenir prometedor o estropear un proyecto. Dolores de este tipo, que generan sufrimiento, se transforman en desgracias. Cuando sobreviene en enfermedades incurables, o como dimensión del envejecimiento y anuncio de mortalidad, entonces no hace más que testificar el carácter frágil y corruptible de la vida mortal.

Llamamos a estos aspectos la “autonomía” relativa del dolor, es decir, su propia consistencia negativa. Como hemos dicho, el dolor es el lado afectivo del mal. Sus causas pueden ser múltiples y deben analizarse. Pero el dolor tiene su propia dinámica, que hemos descrito en este apartado, y que ante todo debe aceptarse como ley de vida. Sobre su sentido volveremos en los siguientes apartados.

4. Aspectos neurofisiológicos

Daremos aquí una explicación muy simplificada de las bases neurales del dolor. El tema de suyo es complejísimo [García Barreno 1992; Price 1988 y 1999; Kandel 2000: 472-491; Agrò 2003; Villar 2016. Una visión histórica de los estudios médicos del dolor puede verse en Rey 1998, Pérez-Cajaraville 2005 y Dormandy 2006].

a. Vías y procesamiento del dolor. Los estímulos potencialmente nocivos para el cuerpo son registrados por terminaciones libres de las células nerviosas llamadas nociceptores, que reaccionan sólo a partir de un umbral. Los nociceptores se encuentran distribuidos por todo el cuerpo, tanto en las zonas periféricas como en las viscerales. Responden a estímulos mecánicos —por ej., presiones, pellizcos—, térmicos o químicos. Provocan reflejos, por ejemplo, cambios de posición, que así evitan daños que puedan ocasionarse, y que no se traducen en sensación consciente de dolor mientras no lleguen al cerebro, presumiblemente a la corteza. Sin embargo, la conciencia de dolor no exige que pueda ser declarado lingüísticamente o con signos externos. Se puede tener dolor consciente sin poder comunicarlo.

La información recogida por los nociceptores se transmite al encéfalo siguiendo una serie de vías que culminan en el tálamo. Es importante la vía espinotalámica, que pasa por la médula. Otra vía sale de la raíz espinal del nervio trigémino, relativa a la información dolorífica —o algésica, del griego: ἄλγος, dolor (dolor se dice en griego también λύπη, πάθος, πόνος)— de la cara.

Desde el tálamo, las vías ascendentes del dolor llegan a diversas áreas cerebrales que, integradas, dan lugar al procesamiento del dolor tanto cognitivo (intensidad, localización, etc.) como afectivo, incluyendo reacciones vegetativas, lo que eventualmente permite las respuestas motoras. Cabe hablar, en este sentido, de una matriz de la elaboración cerebral del dolor [Brumovsky 2017], compuesta por diversas regiones corticales, como la ínsula, las áreas somatosensitivas primaria y secundaria, las cortezas del cíngulo anterior y media, las cortezas frontal anterior y parietal posterior, y el área motora suplementaria. La sensación consciente del dolor se asocia a la activación de la matriz neural del dolor en las áreas corticales parietales y prefrontales.

El mapeo del cuerpo que se forma en el área somatosensorial permite explicar en parte el síndrome del miembro fantasma, miembro amputado que por un tiempo (breve o largo) se sigue sintiendo, incluso con dolores, debido a que el sector cortical asociado no ha desaparecido del todo y se excita cuando el sujeto, por ejemplo, imagina que va a moverlo.

Las proyecciones de las vías mencionadas en el sistema límbico —especialmente la corteza insular y la circunvolución del cuerpo calloso— dan lugar al procesamiento de la componente emocional del dolor. Las proyecciones en la corteza prefrontal permiten relacionar el dolor con la dimensión cognitiva (atención, conocimiento que tiene el sujeto de la importancia y causas que puede tener un dolor). La conexión con el hipocampo vincula los dolores sentidos a la memoria. Todo esto permite una percepción integral del dolor y la subsiguiente reacción conductual que integra sensación, emoción y cognición. Sujetos que padecen una lesión en la corteza insular, por ejemplo, a veces sufren la asimbolia del dolor, es decir, lo sienten, pero sin una reacción emocional que les permita reaccionar debidamente. Por otra parte, la percepción del dolor, con todos sus matices, permite la captación empática del dolor ajeno, un tema importante abierto a la investigación.

b. Modulación del dolor. Existe una modulación neural de la percepción del dolor que permite inhibirlo de alguna manera y a diversos niveles (desde el nivel medular, ascendiendo, hasta el cortical). Estos mecanismos permiten entender la variabilidad en personas y situaciones de las reacciones ante el dolor (índices de tolerabilidad, amplificación o reducción de la sensación dolorosa, etc.). La modulación es inconsciente en los niveles bajos, pero puede depender de factores conscientes en los niveles altos (por ejemplo, de la atención y preocupaciones del sujeto). La modulación puede ser inhibitoria o amplificadora, tanto top-down (desde arriba) o bottom-up (desde abajo), como se ha visto.

Los mecanismos de inhibición del dolor a nivel medular y supramedular fueron explicados por la teoría del control de la compuertagate control theory— de Robert Melzach y Patrick Wall, propuesta en 1965 [Melzack - Wall 1988; McMahon 2013]. En el nivel medular existen circuitos neuronales en el asta dorsal medular que permiten la inhibición de señales dolorosas ascendentes, es decir, tienen un efecto analgésico. La teoría permite explicar, por ejemplo, el alivio del dolor en una zona cutánea por estimulación táctil suave (masajes, fricciones), y da una pista —parcial— sobre posibles bases de la acupuntura.

La teoría del control de compuerta abrió paso a la investigación contemporánea sobre muchos aspectos analgésicos naturales que antes se pensaba que eran simplemente psicológicos. Así permitió la comprensión de que la sensación dolorosa está modulada por el cerebro en muchos aspectos. Se descartaron o mejoraron teorías anteriores según las cuales la sensación de dolor sería sin más tan específica como las otras sensaciones (tacto, gusto, etc.), o, al contrario, de que nacería de una estimulación excesiva de las vías sensoriales normales.

Muchas controversias de los siglos XIX-XX sobre la naturaleza de la sensación del dolor y su regulación psicológica fueron superadas por la teoría del control de compuerta. La teoría fue perfeccionada por sus autores en años posteriores. Aun así, muchos aspectos del dolor todavía no son bien comprendidos por las actuales teorías neurofisiológicas, por ejemplo los dolores crónicos, el dolor psicológico, el efecto placebo y los efectos analgésicos de la hipnosis y de la acupuntura.

La inhibición del dolor a nivel del tronco cerebral se produce también desde centros del tallo cerebral, como son el núcleo gigantocelular reticular, los núcleos del rafe y la sustancia gris central (o periacueductal). Esto explica por qué, por ejemplo, se puede producir analgesia por estimulación eléctrica de esta última área.

Fue importante el descubrimiento de la existencia de neuronas espinales y cerebrales que producen encefalinas, endorfinas y dinorfinas, sustancias naturales de acción analgésica (opiáceos endógenos). El organismo a veces responde a situaciones de emergencia reduciendo la respuesta a estímulos dolorosos a base de activar el sistema de los opioides endógenos (analgesia por estrés). Este fenómeno explica por qué los heridos en batalla o los atletas que tienen lesiones durante sus prestaciones no sienten dolor en el momento de recibir la herida e inmediatamente después. Se pudo así comprender por qué el explorador Livingstone (siglo XIX), atacado por un león que le aplastó un hombro, no sintió nada, lo que permite suponer que los animales no sienten dolores cuando son atacados y matados por carnívoros. El descubrimiento de sustancias naturales o sintéticas exógenas —morfina y sus derivados—, que imitan la acción de los opioides endógenos, está en la base de la investigación farmacológica sobre la analgesia y la sedación.

La corteza cerebral interviene, por su parte, en la modulación “desde arriba” del dolor. Su acción puede producirse en áreas corticales relacionadas con la percepción dolorosa (por ej., polarizando la atención hacia otros tipos de sensaciones) y en áreas subcorticales asociadas. Por eso, por ejemplo, una gran motivación permite ignorar el dolor, así como un estudiante muy estimulado por sus estudios no tiene en cuenta el esfuerzo que debe poner, mientras que si estuviera poco atraído por ellos sería más sensible a las dificultades dolorosas —privarse de ciertas diversiones, sacar horas de estudio como pueda— y más fácilmente abandonaría su empeño. El que tiene motivaciones importantes en su vida no hace tanto caso de los dolores. El que no las tiene está más indefenso ante las adversidades.

Una consecuencia de la modulación del dolor podría ser el efecto placebo [Besson 1999: cap. 7; Purves 2000: 176; Wall 2000: cap. 9], por el que el sujeto, al recibir una substancia inactiva con la expectación de que va a producirle cierto efecto fisiológico (por ej., mitigar el dolor, dormir o, al contrario, permanecer en vela, etc.), obtiene efectivamente el efecto esperado. Este fenómeno no se produce en todas las personas, sino sólo en un porcentaje estadístico variable según los contextos, y podría quizá explicarse porque la expectación de un evento puede activar mecanismos centrales modulatorios (inhibitorios o amplificados). Por eso, cualquier tratamiento contra el dolor y la enfermedad, en la medida en que el sujeto espere curarse y tenga confianza en los médicos, produce cierto efecto placebo que ayuda a la terapia. Este efecto tiene que ver con la sugestionabilidad psicológica de las personas y puede relacionarse también con la hipnosis, una técnica que produce efectos analgésicos.

5. El sentido del sufrimiento

En las páginas precedentes se ha podido entrever algo del sentido del dolor y del sufrimiento. Hay que distinguir entre el dolor físico, los sufrimientos psicológicos y los que tienen que ver con la responsabilidad humana y el uso de la libertad, que podemos llamar sufrimientos morales. En todos los casos el sufrimiento se relaciona con la existencia del mal en el universo, algo que afecta a los que son sensibles al mal, como son los vivientes y en especial el hombre.

El problema del sentido del dolor y sufrimiento responde a la pregunta: ¿por qué tanto dolor, junto a tantas cosas maravillosas de la vida? ¿para qué sirve? ¿por qué se distribuye tan desigualmente en las personas, según tiempos, épocas, situaciones?

En la medida en que encontremos una razón al sufrimiento, éste tendrá un sentido, por ejemplo, alguna finalidad o un beneficio final [Frankl 2011]. Si, en cambio, no se encuentra ninguna razón que lo justifique, entonces nos parecerá que el sufrimiento carece de sentido y que es, sin más, una especie de crueldad incomprensible de la realidad, postura que, al que la admite, acerca al nihilismo. Las personas tienden a soportar mejor el dolor si captan que puede servir para algo (al menos, como obstáculo para vencer, o como sacrificio para ayudar a otros, o como pena por una culpa). El sufrimiento sin ningún sentido ni utilidad provoca perplejidad, depresión y puede llegar a anular el sentido de la vida.

5.1. El problema teológico

El problema del sentido del dolor suele ponerse en relación a Dios, un Dios bueno y todopoderoso, ante el cual puede plantearse la pregunta no sólo de por qué lo permite, sino por qué ha creado un universo donde está previsto que haya un caudal enorme de sufrimientos, que podría haber evitado creando las cosas de otro modo. La llamada teodicea, “justificación de Dios”, suele asumir el papel de justificar por qué Dios crea un mundo donde existe tanto mal [Lambrecht - Collins 1990; Schmidt 2001; Canobbio 2004; Murphy 2007; Kreiner 2007; Galindo Rodrigo 2008; Keating - White 2009; Stump 2010; Lewis 2012].

La respuesta que se dé a este problema es muy variada y puede llegar a sustraer de Dios sus atributos de omnipotencia, presciencia y benevolencia absoluta. En ciertas propuestas teológicas, Dios de alguna manera no sería inmune al mal cósmico y se involucraría en los procesos materiales para intentar superar el mal. El mal afectaría al mismo Dios, que sufriría con el sufrimiento del mundo [Pareyson 1995, Piazza 2002, Gavrilyuk 2012].

En otros planteamientos, la existencia del mal en la vida y en la humanidad se ven como incompatibles con la existencia de Dios, dando así pie al ateísmo. El argumento decisivo para el ateísmo sería la misma existencia del mal y del dolor, sobre todo cuando no parecen tener sentido, como sucede en el caso de los sufrimientos continuos de millones de personas inocentes a causa de catástrofes, enfermedades sin cuento e injusticias irreparables de las que la humanidad es testigo secular.

La respuesta atea, sin embargo, no satisface la exigencia antropológica de dar un sentido al mal y al dolor, que siguen existiendo. En cierto modo la agudiza, porque sin la perspectiva de una vida eterna sin sufrimientos ni injusticias se abre paso la desesperación y el nihilismo. De ahí surgen a veces las esperanzas utópicas de que en un futuro el dolor, la muerte, los crímenes, serían superados por una nueva situación humana o posthumana, quizá por efecto de los avances biotecnológicos y biocomputacionales o por una nueva organización de la humanidad.

Pero la esperanza de un futuro sin dolores y sin muerte no consigue explicar por qué tanto sufrimiento “inútil” en los seres humanos que han existido en el pasado o que viven actualmente. Además no es una esperanza confiable, porque las perspectivas de una victoria humana absoluta y definitiva sobre los límites naturales, biológicos, climáticos, ecológicos y cósmicos, que son la raíz del mal y del dolor, son prácticamente nulas.

Como se ve por los argumentos que acabamos de considerar, el sentido que demos a la existencia del mal y del dolor es el presupuesto de las grandes actitudes antropológicas ante el mal: lucha esperanzada contra el sufrimiento, pero quizá vana; ateísmo y confianza más o menos fuerte en el hombre; esperanza en nuevas intervenciones de Dios; aceptación desesperanzada del mal como algo inevitable. Y tantas otras posibles actitudes.

El sentido del mal y de los consiguientes sufrimientos sale, así, de la metafísica acerca del universo, del hombre y de Dios que se adopte. Conocer ese sentido no sirve ciertamente para consolar al que sufre en un hospital o en una cárcel. Pero servirá, en todo caso, para dar cierta racionalidad al mal, satisfaciendo legítimas preguntas que puede ponerse el hombre como ser racional. La cosmovisión y la “antropología” del maniqueísmo, neoplatonismo, epicureísmo, estoicismo, budismo, hinduismo, optimismo leibniziano, dialéctica hegeliana, visión darwiniana de la lucha por la vida y la selección natural, filosofía posthumanista contemporánea y tantas otras posturas dan una respuesta peculiar al problema del dolor. Muchas veces el dolor se acepta como un elemento necesario para el progreso de la humanidad, como sucede en la dialéctica hegeliana o en la tesis de la lucha de clases de Marx[1].

En esta voz consideramos que la mejor respuesta al problema del mal y del dolor está en la visión cristiana, como diremos más adelante, una visión que hace compatible la presencia incluso del dolor de los inocentes con la existencia de un Dios salvador, bueno, misericordioso, justo y omnipotente. Esta respuesta tiene como elemento fundamental la existencia de la vida eterna, es decir, el hecho de que la vida mortal en la que estamos inmersos no cierra el horizonte de la vida humana y se destina a un encuentro definitivo con Dios que puede dar a la persona humana la plenitud que busca y a la que está llamada.

Si sólo existiera la vida mortal, estimamos que el problema del mal y del dolor sería absolutamente insoluble. Sin embargo, pueden aportarse algunos elementos filosóficos —racionales— que permitan al menos captar cierta racionalidad del dolor y el sufrimiento de esta vida y que así refuerzan, a modo de base natural, las reflexiones teológicas que pueden hacerse a la luz de la fe cristiana en la revelación de Dios al hombre.

Las consideraciones que siguen no eliminan del todo el problema del mal, sobre todo de la injusticia y los sufrimientos sin culpa, problema que contiene un elemento de misterio, es decir, algo que el hombre no llega a comprender del todo, pero al menos pretenden dar una luz que permita entender parcialmente esta cuestión y así abrir una ventana a la esperanza.

Respecto al problema de por qué Dios crea un mundo con males físicos y morales, o los permite, sobre todo cuando parecen sin sentido —sólo “parecen”, como la misma muerte puede parecerlo—, estimamos que no puede afrontarse directamente “desde” Dios mismo. No podemos entrar en su Mente. El problema se plantea de modo dramático ya en el libro de Job, con una respuesta humilde que apela a la grandeza misteriosa de Dios [Job 38-42]. Pero, como hemos dicho, sí podemos tratar de comprender algo de la inteligibilidad que puede tener el mal y el dolor en este mundo.

El dolor, como se vio, tiene un sentido en la lógica de la vida, porque permite aprender, sobrevivir, conseguir bienes difíciles y progresar de un modo u otro. El dolor aparece en la vida animal y humana mezclado con muchísimos bienes y placeres, en un contexto de vida contingente, corruptible, mortal, azarosa y arriesgada. Todo lo visto en la sección de la base neurofisiológica del dolor tiene una enorme inteligibilidad.

En un primer nivel, el dolor responde a un plan de vida corruptible, siendo así índice del lado negativo de la corruptibilidad. Rechazarlo como absolutamente irracional equivale a rechazar la existencia misma de un sistema biológico muy bueno, en el que están previstas las enfermedades, los accidentes y la muerte, pero también la salud, la curación, el placer, la supervivencia. Estos aspectos tienen un sentido muy distinto según que consideremos a los animales o al hombre. El aporte de la teología será especialmente necesario cuando examinemos el sentido último del dolor aparentemente inútil e injusto en la vida humana.

5.2. Dolor animal

Tendemos inconscientemente a proyectar el carácter trágico de nuestros sufrimientos sobre el de los animales. Para nosotros, a causa de la dignidad de la persona humana, el problema del sufrimiento de una sola persona es enorme, por mucho que el dolor de uno pueda servir a los demás, por ejemplo a médicos y estudiantes de medicina. Además tenemos la conciencia de lo que supone sufrir, y por eso nos interrogamos sobre su sentido y nos angustiamos si no lo encontramos. En tercer lugar, con los adelantos culturales, técnicos y médicos, la vida humana se prolonga mucho y con ella también los sufrimientos, como se ve en las curas y cuidados hospitalarios, con la prolongación de la vida en la vejez. Nuestras exigencias de bienestar físico y social, con el progreso social, son cada vez más altas. Nos hacen sufrir los defectos técnicos, burocráticos, educativos, legales, los de los servicios, etc., cosa impensable en formas de vida humana primitivas casi cercanas a la de los animales.

Los animales sufren realmente, por lo menos los superiores, pues no es posible saber con certeza si los animales inferiores, como los insectos, elaboran emocionalmente sus eventuales sensaciones dolorosas o, al menos, en qué medida lo hacen, ya que el dolor admite muchas modalidades, que no siempre conocemos. En todo caso, los animales no son conscientes del dolor, en el sentido intelectual (autoconciencia, saber qué significa sufrir), y por eso son indiferentes ante el “problema” de sus dolores, enfermedades y muerte, cosa que para ellos ni siquiera es un problema. Se limitan a sufrir, intentan evitarlo y fácilmente no sobreviven cuando esos sufrimientos —hambre, sed, una herida, una enfermedad— se prolongan mucho y alcanzan cierta gravedad. Los males de unos sirven muchas veces al bien de otros, como se ve en los animales carnívoros. Sus dolores tienen el sentido biológico de defender parcialmente sus vidas en lo que sea posible, y pueden ponerse fácilmente al servicio del grupo, de otras especies o de la supervivencia de la propia especie.

En definitiva el dolor animal, al igual que el placer, forma parte de la estrategia de la vida (supervivencia, adaptación, evolución). La entera vida animal se juega en torno al dinamismo de evitar lo doloroso, acometerlo en la agresión y la defensa, si hace falta, y buscar la satisfacción gustosa de sus instintos. Aunque algunos animales puedan compadecerse empáticamente de los dolores de otros —por ejemplo, el perro que sufre al percibir que su dueño está enfermo—, este fenómeno no pasa de ser un evento afectivo que al final carece de una gran importancia.

En conjunto, la presencia del dolor y la muerte en la vida corruptible de los animales tiene un sentido, siempre que no asignemos a los individuos un valor absoluto. Los animales individuales están al servicio de la especie y de los ambientes bióticos en los que se despliega la existencia y evolución de las especies. El conjunto forma una indudable armonía. Esta armonía adquiere más valor si se pone en función de la vida humana [Geach 1977: 67-83].

5.3. Sentido del dolor humano

5.3.1. Visión no-personalista del hombre sufriente

El dolor y las discapacidades humanas, en sus aspectos físicos y psicológicos —enfermedades mentales, depresiones—, podría tomarse en ciertos aspectos como algo semejante a lo que ocurre en los animales, es decir, como algo triste e inhabilitante, pero nada más, que al final se olvida cuando el individuo muere y deja de sufrir.

En esta visión materialista estaríamos casi asimilando las personas a los animales. De aquí resultaría que la vida humana individual tendría un valor muy pobre, por lo que podría plantearse la conveniencia de suprimirla cuando se hiciera insoportable o una carga, o cuando no diera esperanzas de ser útil. Los cuidados a los enfermos terminales o a los muy ancianos e inhábiles poco a poco perderían sentido. Los no-nacidos abocados a la perspectiva de sufrir toda la vida deberían ser eliminados.

La ética se reduciría aquí a no permitir los sufrimientos excesivos que estropearan la calidad de vida. El imperativo de evitar el dolor justificaría la eliminación de vidas humanas excesivamente dolientes y hasta uno mismo tendría la obligación de auto-eliminarse cuando viera que su vida es una carga inútil y doliente. Una parte de la medicina estaría abocada a la eliminación de las “vidas inútiles”. Las actuales prácticas abusivas de aborto y eutanasia van en esta línea y por desgracia corrompen el valor y la dignidad de la vida humana personal [↗ Eutanasia].

Suprimir la vida humana propia o ajena cuando se sufre demasiado, incluso en situaciones cercanas a la muerte, elimina el valor de la persona porque pone la vida y la muerte a disposición del arbitrio voluntario, un acto anti-ético que siempre ha sido considerado un homicidio. Pero el dolor puede afrontarse de una manera u otra sin suprimir la vida. Hacerlo respetando la vida personal es signo de que se reconoce un valor en sí mismo a la vida de cada persona, y supone naturalmente el esfuerzo de asistirla y acompañarla.

Solucionar el problema del dolor matando es una derrota, no una victoria ni una superación del mal. Aunque en algunos casos este homicidio pueda estar dictado por la compasión o por la desesperación, al justificarlo racionalmente y al permitirlo legalmente aceptamos una visión antropológica errada en la que la persona tiene un valor condicionado (por su utilidad, sus prestaciones, su estado físico, su situación mental).

Esta aceptación abre la puerta a una creciente deshumanización. Las situaciones insufribles se irán multiplicando según criterios subjetivos personales o sociales sin límites. La motivación de matar al final ya no sería tanto la compasión, sino el cálculo y la utilidad, en una visión técnica de las vidas humanas. La muerte indolora sería objeto de programación social y se transformaría en una práctica que iría afectando a millones de personas consideradas inhábiles, poco útiles, peligrosas, etc. Esta práctica inevitablemente sería compulsiva. Ya no habría diferencia entre el modo de tratar a los seres humanos y a los animales (su concepción, nacimiento, vida, muerte). La dignidad de la persona quedaría sustituida por una ética emocional y utilitarista de no hacer sufrir y de evitar gastos inútiles. Es una solución fácil al problema del sufrimiento. Basta una pastilla o una inyección. Pero así se mata a la humanidad.

5.3.2. Valor del dolor humano

El dolor en sí mismo es un mal. Para descubrir su dimensión positiva, se ha de reconocer ante todo su carácter negativo. Una filosofía del dolor es solidaria con una filosofía del mal. El dolor tiene por causa un mal y, por tanto, cualquier actitud valorativa ante él tiene que ponerse en relación con sus causas. Si se quiere remediar el dolor, hay que atender a sus causas. Suprimirlas equivaldrá a eliminar lo que da pie al dolor.

Los dolores físicos y psicológicos se comprenden en cuanto forman parte de una estructura psicobiológica caracterizada por los obstáculos, la fragilidad y la corruptibilidad. El dolor físico tiene valor para el hombre primeramente porque le enseña dónde están los males materiales que debe evitar. Esta enseñanza no es meramente práctica, como sucede en los animales, sino que da ocasión para que el hombre conozca la naturaleza científicamente e intente controlarla utilizando las potencialidades que las cosas materiales contienen. El dolor —no de modo exclusivo— ha sido un factor importante para que el hombre cultivara las ciencias naturales y perfeccionara la naturaleza con la cultura. Casi todas las obras de la técnica tienen por objeto superar las dificultades de la vida (edificación, vestido, comunicaciones, etc.).

1. Lo que el hombre pretende evitar, en este amplio cuadro, no es sólo el elemento emocional y subjetivo del dolor, sino las dificultades que se oponen a su vida buena. Es el anverso de la búsqueda de la felicidad. Buscamos ser felices no sólo para saborear la sensación subjetiva de “gusto”, sino para alcanzar bienes objetivos (amistad, ciencia, contemplación) que corresponden a la dignidad personal y que por consiguiente satisfacen: hacen felices.

2. En segundo término, la existencia del dolor, la enfermedad y la muerte, con sus causas físicas —climáticas, biológicas, accidentales—, enseña al hombre el valor limitado de la vida mortal. Esto le permite adquirir una visión sapiencial. El destino último de la vida humana no puede ser el dominio técnico absoluto de la naturaleza, un dominio que siempre será limitado y que nunca estará exento de riesgos y posibles desastres. Pero la muerte no es la última palabra de la vida para cada persona. Si lo fuera, el dolor, síntoma de corrupción y anuncio de la posibilidad de la muerte, sería también un signo de la inanidad de la vida humana y así no tendría sentido ni valor para cada uno, aunque lo tuviera para otros en el futuro.

3. En tercer lugar, el dolor asumido intencionalmente vale como expresión del amor, en cuyo caso adquiere la característica del sacrificio [Bouessel du Bourg 2013: 79-84]. Conseguir y defender lo que para nosotros tiene valor cuesta. Renunciamos a muchas cosas por amor de aquello que deseamos como un bien. Cuando una persona se sacrifica por otra, renunciando a su tiempo y a otras posibles ventajas y aceptando una dosis de sufrimiento, significa que la ama con obras. Al contrario, eludir los sufrimientos en los compromisos que tenemos en la vida por cobardía, egoísmo, pereza, es signo de poco amor y de fealdad moral.

4. En cuarto término, el dolor físico y psicológico de los demás y sus miserias morales, que hacen sufrir, son ocasión para que nos movilicemos para ayudarles, del mismo modo que cuando sufrimos esperamos recibir una ayuda de parte de familiares, amigos, colegas, compañeros, o sin más de nuestros semejantes, que son nuestro prójimo. El dolor asume así el valor positivo de ser motivo de misericordia, ayuda y caridad. Muchas obras de caridad y asistencia en la historia de la humanidad (escuelas, hospicios, hospitales, etc.) son fruto de la reacción positiva del hombre ante el dolor de sus congéneres.

En síntesis, los dolores y sufrimientos físicos, psicológicos y morales cuyas causas son naturales (enfermedades, calamidades) tienen un valor positivo: 1. Son un estímulo poderoso para aprender a conocer la naturaleza y mejorarla con la ciencia y la técnica. 2. Constituyen cierta enseñanza sapiencial porque nos enseñan los límites de la vida humana. 3. Asumidos por amor, como un servicio cuando es el caso, tienen el valor del sacrificio, es decir, expresan con obras el amor. 4. Son ocasión para que vivamos la caridad y la misericordia con los demás.

El dolor que proviene, en cambio, de la culpa humana, por crímenes, negligencias, traiciones, odio, faltas de responsabilidad, es una consecuencia penosa del abuso de la libertad. Una cantidad inmensa de dolores humanos no tiene causas naturales, sino que nace de la maldad del corazón humano. Estos dolores son mucho peores que los naturales, más incomprensibles y más irritables. Además, muchos dolores debidos a causas naturales —hambre, enfermedades, miseria, pobreza, muertes— nacen de la maldad humana (guerras, violencias, ambiciones, abusos de poder, omisiones por corrupción o desidia).

El valor positivo que pueden tener estos sufrimientos es sapiencial y ético. Ellos nos enseñan a valorar más el bien moral y las virtudes, que traen felicidad, aun faltando el bienestar material, y a reconocer con más claridad la fuerza negativa y desestructurante de los vicios y el pecado.

El hombre suele remediar el mal moral, en parte, con el castigo de los culpables (Derecho penal). El “dolor penal” —el de un criminal que está en la cárcel— tiene el valor positivo de que es justo (suponiendo que lo sea de verdad). No es pues un dolor absoluto. Si se administra como es debido, produce bienes en la sociedad y en los mismos culpables, si estos tienen buena voluntad, aunque éste no sea el medio ideal para promover el crecimiento de las personas en el bien moral (el medio óptimo para esto es la educación).

Resta por cuestionarnos el valor que puede tener el sufrimiento de los inocentes, sea debido a causas naturales o a crímenes y pecados humanos. ¿Qué valor puede tener este sufrimiento para las mismas víctimas, sobre todo cuando es irreversible, por ejemplo, muertes, violaciones en la infancia de las que la persona ya no podrá recuperarse, miseria y opresión a las que no podrá llegar ninguna ayuda humana?

Estos sufrimientos de alguna manera los padecen todos, porque nadie está exento de enfermedades y de morir, aunque sea más intenso en el caso de las grandes desgracias o en situaciones sociales muy duras. En este caso, si las víctimas son conscientes, su sufrimiento asumido siempre podrá convertirse en un valor moral y aún en otros bienes, aunque en definitiva podrá ser superado si se pone en relación con Dios y con la vida eterna.

Si las víctimas no son conscientes, por ejemplo, en los niños pequeños que son víctimas de guerras y exterminios, o son sometidos a esclavitud, o mueren en epidemias, la confianza en Dios Padre y la esperanza en la vida futura nos permite entrever, ciertamente en una dimensión de misterio, que esos males no son definitivos ni absolutos, y que Dios sabrá remediarlos con justicia y misericordia.

5.3.3. Sentido cristiano del dolor

La visión cristiana, basada en la Revelación divina a la que el fiel cristiano presta fe, deja intacto el valor y el disvalor del mal físico y moral, pero da una luz superior que permite asumirlo y de alguna manera comprenderlo. La primera enseñanza judeo-cristiana es que el mal fundamental del hombre no es la miseria física, sino el pecado. La culpa original hizo que entrara en el hombre la muerte y la sujeción a las penalidades físicas, sin que pudiera dominarlas completamente, es más, añadiendo con la violencia y la injusticia mucho más dolor físico que el que habría sido esperable [Juan Pablo II 1984; Galot 1984; Orellana 1999; Burggraf 2001; Canobbio 2004; Monge 2005 y 2012; Leone 2007; Escrivá 2012; Binetti 2013; Polo 2015; Lucero 2017; Scheler 1960. Sobre los aspectos bíblicos del dolor ver Gersternberger - Schrage 1977; Galot 1984: capp. III-VI; Dou 1992: 207-235; Leone 2007: 18-80; Stump 2010: 175-368].

Dios no causa el mal, ni el sufrimiento como tal, sino que, al contrario, se compadece del hombre que lo sufre y le ayuda con misericordia a remediarlo. No elimina las leyes naturales corruptibles que ocasionan sufrimientos físicos, porque quiere que el hombre ante todo se convierta hacia el bien y el amor, y promete la felicidad y la vida inmortal al que con su libertad se abre a la justicia y a la santidad. Los sufrimientos de esta vida sirven como una prueba temporal para crecer en virtudes y purificarse.

Para animar al hombre a seguir esta vía, Jesucristo, Hijo de Dios encarnado, asumió en su propia carne todos los sufrimientos humanos, menos el pecado, incluyendo el deshonor y la muerte injusta, dolorosa, desprendida y humillante de la Cruz, como una ofrenda de amor y obediencia al Padre.

Cualquier sufrimiento humano, unido a la Cruz de Cristo, adquiere un valor positivo de amor y así alcanza un sentido pleno [Escrivá 2012, nn. 172-234, 430]. El sacrificio de Cristo en la Cruz no es antinatural, porque asume lo más noble del amor humano, que es el sacrificio por quien se ama, y lo eleva a la dimensión de la gracia de Dios. Lo central del sacrificio de Cristo no es el dolor en sí mismo, sino el amor de su voluntad, en la obediencia a Dios, que acepta desprenderse de su honor y vida física, como ejemplo, estímulo y fundamentalmente causa meritoria de la reconciliación del hombre con Dios.

Un dolor que en la visión cristiana asume un valor especial es la penitencia, es decir, la pena por haber abusado de la libertad culpablemente, acompañada de la conversión y reforma de la vida. El sufrimiento aceptado por amor, en la medida en que ayuda a desarraigar afectos desordenados —ambiciones, egoísmo—, tiene un valor purificador que explica el sentido del Purgatorio, en el contexto de la fe cristiana.

5.3.4. Dolorismo

Se ha acusado a veces al Cristianismo de “dolorismo”. Se trata de una actitud espiritual que exalta unilateralmente el valor del dolor y lo busca positivamente, viendo en él sin más una virtud, y en el placer humano algo cercano al pecado. Se buscan penitencias duras, privaciones durante toda la vida, y se mira exclusivamente la cruz de Cristo de un modo tremendista, sin fijarse en la alegría de la resurrección ni en los misterios de gozo de la vida del Señor.

El dolorismo, así entendido, es una desviación de la espiritualidad, basado en una teología defectuosa. Esto no quita que, sin llegar a extremos heterodoxos, en otros tiempos algunos autores o corrientes ascéticas hayan insistido de un modo quizá desmedido en la búsqueda de dolores, con desprecio del cuerpo, y en la necesidad de los castigos, o hayan visto demasiado fácilmente en cualquier penalidad humana un castigo divino debido a los pecados de la humanidad [Dormandy 2006: 437-443; Leone 2007: 54-66; Monge 2012: 20-30].

Pero no es ésta la verdadera faz de Cristo, que no vino a condenar al mundo, y que ni siquiera optó por una vida penitencial del estilo de Juan Bautista, sino por una vida normal y alegre, incluso con escándalo de algunos [Mateo 6, 16-17; 11, 19; 12, 8; Marcos 2, 16 y 18]. Toda la vida de Cristo expresa mansedumbre y dulzura. Viene a consolar a los afligidos y a curar de las dolencias y enfermedades. El Nuevo Testamento expresa con frecuencia el gozo y la alegría de los que se acercan y trabajan por Cristo [Mateo 2, 10; 11, 25-30; 13, 44; Lucas 1, 14; 1, 46; 2, 10; 6, 23; 10, 21; 12, 37; Juan 15, 11; 16, 22; Hechos, 5, 41; 13, 51; 1 Corintios 9, 7; Filipenses 1, 4; 4, 1; las referencias podrían multiplicarse].

Con el pretexto de evitar el dolorismo, sin embargo, no puede marginarse la importancia del valor redentor de la Cruz de Cristo, así como el valor de la mortificación y la penitencia, que deben moderarse y plantearse siempre en términos de amor. Es central en la vida cristiana la presencia de la alegría y el gozo, y una actitud positiva ante las dificultades.

Las penalidades que sufre el cristiano, como se ve en la vida de Cristo y de los Apóstoles y en buena parte de la historia de la Iglesia, provienen muy especialmente de las persecuciones, que no son nunca buscadas, sino padecidas con paciencia y gozo, sin rabia y sin victimismo, como parte del sacrificio que gozosamente puede ofrecerse a Dios para así transformar el dolor en amor.

La práctica ascética de la mortificación, por otra parte, suele tener el sentido de forjar la virtud de la templanza, es decir, de moderar la tendencia a buscar satisfacer los gustos de modo incondicionado. Sin llamarla así, de hecho la viven todos los que se privan de multitud de gustos con el objeto de realizar sus proyectos deportivos, científicos, humanitarios, etc.

6. La actitud humana ante el dolor y el sufrimiento

El hombre puede reaccionar ante el dolor de una manera positiva o negativa[2]. La primera modalidad admite un nivel sapiencial, científico y ético. La segunda deprime, es inútil y termina por cerrar al ser humano en el círculo del mal. Los modos negativos de reaccionar ante el mal pueden nacer de una visión metafísica y antropológica errada o insuficiente, o simplemente de una actitud emocional inadecuada [Spaemann 1993].

Corresponden a esa visión inadecuada, por ejemplo, el fatalismo que lleva a una resignación pasiva ante males que se ven sin más como inevitables, la supresión del yo y de los deseos en el budismo [Scheler 1960], la aceptación estoica serena y sin pasiones del dolor como algo ínsito en el orden cósmico, la asunción del dolor como algo inevitable en la gente menos favorecida (visión frecuente en el capitalismo ideológico o en el racismo), su eliminación a toda costa con procedimientos físicos (visión materialista), el dolorismo del que hablamos arriba y tantas otras posibles actitudes. La reacción emocional inadecuada es la desesperación, la tristeza, el pesimismo, la depresión, el abandono, el aislamiento, el cinismo, la rebeldía, el victimismo, el deseo de venganza, la inclinación al suicidio o a la violencia, todas actitudes que no hacen más que aumentar la dosis de sufrimiento.

Vamos a fijarnos ahora en las reacciones positivas ante el dolor. Pueden situarse en diversos niveles, y además se diferencian respecto a sus objetos. Una cosa es reaccionar ante males físicos inevitables, o ante males provocados culpablemente por los hombres, ante los que le afligen a uno personalmente o ante los que padecen los demás, sean materiales, psíquicos (por ejemplo, enfermedades mentales) o morales (tragedias familiares, desastres económicos), cosas que, por otra parte, pueden solaparse entre sí.

6.1. La terapia médica del dolor

El dolor físico debido a enfermedades, esfuerzos, accidentes, intervenciones quirúrgicas, vejez, ha sido siempre afrontado por la medicina con el objeto de aliviarlo y de curar las lesiones y disfunciones que lo provocan. Ya en la antigüedad se conocían substancias, como el opio, la coca y otras drogas, encontradas en plantas, capaces de atenuar o eliminar el dolor, y también técnicas como la acupuntura en la tradición médica china[3]. Curar de una enfermedad y quitar el dolor están asociados, pero no siempre. Si la enfermedad no es curable, como sucede en el caso de los enfermos terminales, al menos se puede atenuar el dolor (curas paliativas), ya que el dolor físico intenso y persistente es en sí mismo un tipo de enfermedad y tiene efectos muy negativos en la persona [Besson 1999; Agrò 2003; Leone 2007: 81-117; Benzon 2011 y 2013; Hoppenfeld 2014].

En los siglos XIX-XX se descubrieron terapias del dolor acordes con los avances de la biología y la medicina modernas. Así son, concretamente, la anestesia (bloquea la sensibilidad), usada para las intervenciones quirúrgicas (al principio, con el uso de éter y cloroformo) y los analgésicos, capaces de disminuir o quitar el dolor, por ejemplo la morfina, alcaloide contenido en el opio. Uno de los principales promotores contemporáneos de la terapia del dolor (algología) fue el anestesiólogo siciliano-americano John Bonica (1917-1994), ya mencionado como fundador del IASP. Su obra monumental es The Management of Pain [Bonica 1990].

Los fármacos anestésicos y analgésicos pueden actuar contra el dolor disminuyendo la conciencia al deprimir el estado de excitación del sistema nervioso (sedación, tranquilización) o quitando la conciencia (efecto narcótico o hipnótico), o bien pueden no tener tales efectos. Entre los posibles efectos colaterales negativos de estos fármacos podemos mencionar la dependencia y la adicción.

Algunos tipos de fármacos utilizados para la terapia del dolor hoy son principalmente: 1. Fármacos antiinflamatorios no esteroideos (AINE), como la aspirina y el paracetamol. Suelen usarse contra los dolores de intensidad baja y media. 2. Opioides, derivados del opio, como la morfina, usados para el tratamiento del dolor moderado-grave y para el dolor que acompaña a las enfermedades terminales. Son sedativos. 3. Anestésicos locales o totales. 4. Fármacos coadyuvantes, como benzodiapezinas, antidepresivos, anticonvulsivantes, corticosteroides.

Existen también métodos no farmacológicos para la terapia del dolor, como la acupuntura, la hipnosis, los masajes, la música y otros. En cualquier caso, el tratamiento del dolor debe atender siempre a la situación de la persona y no sólo a su estado físico. El paciente deber ser respetado, animado, informado, acompañado, cuidado, para que su respuesta emocional y personal ante su situación sea positiva (reducción de la ansiedad, esperanza, distracciones, confianza, comunicación). Esta tarea incumbe especialmente a los médicos y enfermeros, y más en general al entorno familiar, social, hospitalario, etc. en el que se mueve el paciente. El estado psicológico del paciente es inseparable de su situación clínica. La fenomenología del estado doliente —enfermos crónicos, ancianos, enfermos terminales— ayuda a conocer mejor los aspectos cognitivos, emocionales y relacionales de las personas que sufren.

A esto que decimos debe añadirse la terapia psicológica aconsejable ante sufrimientos psíquicos patológicos o semipatológicos como la depresión, la ansiedad, el pánico, las obsesiones. Los sufrimientos personales pueden a veces desembocar en un trastorno psíquico que exige un tratamiento psicoterapéutico. Este tratamiento no está encerrado en sí mismo, sino que conviene que esté unido a los puntos que señalamos en el siguiente apartado.

6.2. La gestión personal de los sufrimientos

Más importante que la lucha médica contra el dolor es el modo en que cada persona asume los sufrimientos que le depara la vida, tanto físicos como psicológicos o morales [Buytendijk 1951; Von Engelhardt 1991; Le Breton 1999; Gadamer 2003; Esclanda - Russo 2003]. Este punto es a la vez objetivo y subjetivo, porque el sufrimiento tiene un componente objetivo, que es la situación concreta y real que lo provoca —por ej., la pérdida de un ser querido— y otro subjetivo, que es el padecimiento mismo.

Ambos aspectos se relacionan entre sí. Ante un mal objetivo, si es reparable, el principal esfuerzo se concentrará en el objeto. Así, un estudiante que encuentra arduo su trabajo deberá concentrarse en realizarlo, superando con fortaleza las renuncias necesarias para conseguir sus metas. En cambio, ante una desgracia irreparable, como la muerte de un familiar, la persona tendrá que saber gestionar bien su dolor, para que éste no la domine de un modo desproporcionado, que dañaría su vida.

La “gestión moral” de lo que cuesta no es tanto un problema de procedimientos psicológicos —aunque éstos no se excluyen, por ejemplo, ante un sufrimiento muy fuerte pueden ser útiles las distracciones, los paseos, la ayuda de un amigo o un experto—, sino ante todo algo que puede afrontarse de modo eficaz con ciertas actitudes de fondo y con el cultivo de virtudes. Indiquemos algunos aspectos, aunque deben verse todos en conjunto, pues se solapan y apoyan mutuamente:

1. Aceptación del sufrimiento [Polaino-Lorente 1993]. Se opone a la rebelión interior. El dolor debe rechazarse en la medida de lo posible. Pero hay dolores y sufrimientos inevitables o irremediables. Si el sujeto no los asume, sino que se queja continuamente, sintiéndose víctima, viendo su vida y su cuerpo como un peso, recordando con nostalgia su pasado más feliz, sufrirá más e inútilmente, pues se sentirá un desgraciado. Esta aceptación, que es parte de la virtud de la fortaleza, será más llevadera si se apoya en fundamentos objetivos, por ejemplo, asumir su nueva situación como un desafío, como una prueba, o como una especial llamada de Dios a santificarse de un nuevo modo, en unión a la Cruz de Cristo en la perspectiva cristiana.

Esta aceptación debe ser humilde. No se trata sin más de ser héroes, aunque esto pueda suceder. El dolor debería aceptarse con la conciencia de la propia fragilidad, admitiendo quizá una situación de dependencia de otros —médicos, enfermeras—, contraria a la normal tendencia que todos tenemos a la autonomía. En definitiva, se trata de aceptar, ante Dios y con amor, la propia caducidad, igual que se acepta la muerte. Obviamente algunos puntos que aquí se señalan presuponen la actitud cristiana ante el dolor. De otro modo llevarían a actitudes religiosas o no religiosas de otro estilo —aceptación estoica, epicúrea, sólo psicológica, etc.— que pueden valorarse según diversos criterios (pueden tener aspectos positivos, ser insuficientes, etc.).

2. Desprendimiento. Lo que más hace sufrir cuando se produce una pérdida, por ejemplo un fracaso económico o profesional, es el gran apego que se tiene a ciertos bienes temporales legítimos que se han amado mucho. El desprendimiento es una virtud que modera nuestro amor a las cosas temporales. No se confunde con la indiferencia o la ausencia de pasiones. La pérdida de bienes temporales —dinero, libertad, honor, fama— es dolorosa. Pero puede ayudar, si se tiene finura interior, a desprenderse de esos bienes sin por eso despreciarlos, y a poner más el corazón y el amor en los bienes eternos a los que la persona está llamada (Dios, la vida eterna).

3. Fortaleza, resiliencia, aprovechamiento. La fortaleza es la virtud que lleva a no achicarse ante las dificultades y obstáculos para conseguir bienes difíciles o para defenderse de ataques y agresiones. Tiene eficacia si se une a la prudencia, pues de lo contrario sería una pura fuerza sin inteligencia. La paciencia lleva a sobrellevar con serenidad y entereza de ánimo las dificultades y sufrimientos prolongados. La resiliencia es una modalidad de la fortaleza que lleva a no plegarse, como con cierta dureza, ante circunstancias muy adversas: quedarse sin trabajo, ser calumniados, ir a la cárcel injustamente, recibir la noticia de que se tiene una enfermedad grave.

La persona fuerte sabe encontrar en esas situaciones adversas modos de aprovecharla, por ejemplo, para aprender, para crecer interiormente, para prestar ciertos servicios que antes no se habían imaginado. Esto incluye, naturalmente, la lucha esperanzada por salir de ese estado si es posible, sin descorazonarse, aunque quizá hagan falta años de esfuerzo e incluso aunque al final no se consiguiera nada. En una visión cristiana de la vida, la persona siempre puede santificarse en esa situación, haciendo algún bien a los demás y creciendo en el amor de Dios, cuya recompensa llegará en algún momento, en esta vida o en la otra. Además la fortaleza cristiana no es sólo una virtud humana, sino un don del Espíritu Santo que hace especialmente fuertes ante las adversidades.

4. Saber disfrutar de lo bueno, alegría, buen humor. Este punto se opone a la depresión y al pesimismo. La persona que sufre anhedonia [Gorwood 2008] es incapaz de disfrutar de las cosas bonitas de la vida diaria. La mínima dificultad se transforma en una ocasión de sufrimiento: una pequeña contrariedad, unas palabras o gestos de otros interpretados como ofensivos o como maltrato, etc. La persona vive así en un estado de sufrimiento auto-inducido. Ve en todas las cosas sus aspectos negativos. Se preocupa obsesivamente de los riesgos y peligros, y a veces no sólo respectos a su persona, sino en relación con sus seres queridos (hijos, parientes, etc.).

Para evitar esta actitud, que puede degenerar en depresión, conviene que la persona que sufre, ayudada por los demás, cultive el buen humor, la alegría, el saber divertirse un poco con sus límites, el saber valorar las pequeñas cosas bellas que siempre tendrá a su alcance. Naturalmente, también aquí la visión cristiana aporta un fundamento objetivo de la actitud optimista: confianza en Dios, esperanza, alegría de que el sufrimiento, ofrecido por amor y a modo de oración, pueda tener un sentido ante un Dios que también ha sufrido en la persona de Jesucristo.

6.3. Acompañar a los que sufren

La persona que sufre es digna de compasión y misericordia. Estas dos actitudes no son sin más sentimientos superficiales y pasajeros que uno puede tener cuando ve en la TV que otros sufren. Implican una participación personal en el padecimiento del otro, cuando esto es posible o corresponde por la posición social en que alguien se encuentra: amigo, familiar, cuidador, médico, enfermero. En último término es una manifestación de la caridad —amor desinteresado a los demás, afectivo y con obras, como el del buen samaritano de la parábola del Evangelio—, que potencialmente debemos tener con todos, sabiendo que nadie es ajeno a los sufrimientos [Orellana 1999; Schmidt 2001; Monge 2005 y 2012].

La misericordia, así entendida, como virtud y no sólo como sentimiento, se plantea diversamente según las situaciones de miseria en que pueden encontrarse los demás, y según las posibilidades objetivas de ayudarles que tenemos. No se ejerce del mismo modo con un enfermo, con un pobre, con un encarcelado, con quien padece un trastorno psíquico o con quien es simplemente débil para realizar ciertas tareas. Se vive de modo diverso según la posición profesional o personal que se detenta (maestro, sacerdote, médico, padre, cónyuge, amigo). Exige saber adecuarse a la psicología de cada persona para saber ayudarla de un modo efectivo, materialmente y con proximidad personal. Esta ayuda en muchos casos debe ser continua y delicada. En otras situaciones supone acudir prontamente, en un determinado momento, al que tiene un percance inesperado, por ejemplo un accidente.

La ayuda al que padece una situación dura puede consistir en prestar un servicio material, pero también es consolar, alegrar, acompañar, no dejar solos, animar, aliviar. Supone el respeto del otro, sin actitudes invasivas inoportunas, pues cada uno desea ser autónomo en lo posible en muchas cosas, a veces necesita estar tranquilo e incluso solo, y tiene que poder tener iniciativas en algún margen. La verdadera ayuda no humilla, sino que dignifica.

El mejor servicio que puede prestarse al que padece es el que le alienta a afrontar el sufrimiento con las características que se han indicado en el apartado anterior, en la medida en que el paciente pueda entenderlo y asumirlo, aunque sea por grados y sin por eso pretender darle lecciones.

Por eso no basta acompañar al que sufre, sino que hace falta alentarle a que asuma una actitud positiva ante el dolor, como desearíamos que se hiciera con nosotros. Esta actitud tiende a que el paciente no sea simplemente pasivo ante su mal, sino que lo afronte activamente, con la dignidad de la libertad, como una posibilidad que la Providencia de Dios le ofrece de poder crecer personalmente. Esto implica más concretamente, a la luz de la visión y amor cristiano, una participación muy personal e íntima en la Redención (“completo en mi carne lo que falta a las tribulaciones de Cristo, en favor de su Cuerpo, que es la Iglesia”: Colosenses 1, 24).

En conclusión de esta voz, podríamos decir que el dolor y el sufrimiento constituyen una dimensión de la vida humana ligada a una estructura antropológica caracterizada por la contingencia, la dificultad, la presencia del mal y la misma muerte. Tiene muchos aspectos positivos aprovechables, aun siendo en sí misma una realidad negativa. Su carácter dramático para nosotros es un signo de la dignidad de la persona humana y de nuestra orientación al bien y a la felicidad. Es un misterio que, como el mal y la muerte, no podemos comprender completamente. La visión cristiana de la vida eterna y del valor del sufrimiento en esta vida asumido por amor le dan un sentido y hacen que el ser humano, aun en el momento del dolor y a la vista de los sufrimientos ajenos, pueda vivir con esperanza.

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Notas

[1] Para un panorama histórico de las posiciones filosóficas sobre el dolor ver Galot 1984: cap. II; Di Giovanni 1988; Zucchi 1998. Sobre el dolor en Tomás de Aquino ver Fuster i Camp 2005; Stump 2010: 371-481. Aspectos culturales de la actitud ante el dolor pueden verse en Dou 1992: 329-366.

[2] Para una visión histórica interdisciplinar de las actitudes ante el dolor, entre la biología y la cultura, ver Coakley - Kaufman 2007.

[3] Aspectos históricos de la terapia del dolor pueden consultarse en Pérez-Cajaraville 2005 y Dormandy 2006.

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Sanguineti, Juan José, Dolor, en Fernández Labastida, Francisco – Mercado, Juan Andrés (editores), Philosophica: Enciclopedia filosófica on line, URL: http://www.philosophica.info/archivo/2017/voces/dolor/Dolor.html

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