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Simone de Beauvoir
Autor: Elena Colombetti
Escritora y filósofa existencialista, Simone de Beauvoir es sobre todo conocida por su aporte teórico al movimiento feminista, realizado en su impresionante obra Le deuxième sexe. En realidad, su producción filosófica y literaria es mucho más amplia y ha contribuido de manera significativa en diversos frentes al desarrollo del panorama cultural y del pensamiento del siglo XX.
Índice
2.3. La libertad como la fuente e imperativo de la moral
4. El arte de vivir y la novela metafísica
5.2. El rol de la corporeidad: el ser humano como antiphysis
5.3. El materialismo histórico
Simone de Beauvoir nace en París 9 de enero de 1908 en el seno de la burguesía francesa. Sus padres fueron Georges Bertrand de Beauvoir, abogado, y Françoise Brasseur. Dos años más tarde nace su hermana Helene. El padre, ateo, la animó desde niña a familiarizarse con las grandes obras maestras de la literatura y a escribir. Durante los años de su infancia, Simone vive una fe ardiente, transmitida por su madre, de la que, sin embargo, se alejará gradualmente hasta que, a la edad de 14 años, acabará decidiendo que Dios simplemente no existe. Como escribe en su autobiografía, Dios se había convertido en una idea abstracta de la que una tarde decidió deshacerse. Debido a un revés económico familiar, el padre no pudo procurarles una dote ni a ella ni su hermana. Sin embargo, ya hacia los 16 años la joven Simone decide que quiere trabajar y convertirse en profesora. Acude al Instituto Désir (Deseo), donde conoce a Elizabeth Mabille, apodada Zazà, con quien la unirá una profundísima amistad. Zazà morirá en 1929, al parecer víctima de una meningitis, aunque de Beuvoir deja entrever que su muerte se debió a la lucha extenuante que tuvo que sostener con su familia por culpa de un matrimonio al que se oponían. Lo ocurrido con su amiga tendrá un fuerte impacto en ella y alimentará su crítica al estilo de vida del ambiente en el que se mueve y hacia su actitud frente a la mujer.
En 1926, mientras prepara los exámenes para entrar en la universidad, se asocia al movimiento socialista. En la Sorbona, asiste a los cursos de literatura y de filosofía, y en esos años conoce y frecuenta a Merleau Ponty, Paul Nizan, Claude Levi-Strauss, Raymmond Aron. En 1929 obtiene el título en Letras y la habilitación como profesor agregado (la agrégation) en filosofía: es la estudiante más joven en haber conseguido ese título en Francia. Ese mismo año conoce a Jean Paul Sartre con quien permanecerá ligada de por vida, tanto sentimental como intelectualmente. Nunca se casaron y mantuvieron un ligamen declaradamente abierto a las relaciones con terceros. De hecho, a lo largo de los años ambos tuvieron diversas aventuras y Simone mantuvo relaciones tanto con mujeres como con hombres. En sus textos, así como en diversas entrevistas, nunca hace mención de sus relaciones con mujeres, aunque sí habla de ellas en algunas cartas a Sartre y en su diario, anotado y publicado póstumamente por su hija adoptiva, Sylvie Le Bon de Beauvoir (Journal de guerre: septembre 1939-janvier 1941, Diario de guerra: septiembre de 1939-enero de 1941).
A partir de 1931 se dedica a la enseñanza primero en Marsella, luego en Rouen, y finalmente, a partir de 1936, en París en el Liceo Molière. En 1943, abandona ese trabajo y decide dedicarse por entero a la escritura. Ese mismo año publica su primera novela, L’invitée (La invitada), una narración de inspiración autobiográfica que refleja la complicada relación a tres bandas entre Sartre, la misma Simone y una joven estudiante de origen ruso, Olga Kosakiewicz. La novela combina en una sola persona a Olga y a su hermana Wanda.
Al año siguiente aparece Le Sang des autres (La sangre de los otros), en la que debate la cuestión de la responsabilidad de un intelectual en tiempos de guerra. Siempre reflexionando sobre la guerra y la resistencia, en 1946 publica su tercera novela, Tous le hommes sont mortels (Todos los hombres son mortales), que dedica a Sartre. En el período de la ocupación escribe también su única obra de teatro, Les bouches inutiles (Las bocas inútiles), puesta en escena en octubre de 1945 en el Théâtre des Carrefours de París.
Inmediatamente después de acabar la guerra mundial aparecen sus primeros ensayos filosóficos: Pyrrhus et Cinéas (trad. al español como ¿Para qué la acción?) en el 44, Idéalisme moral et réalisme politique, L’existentialisme et la sagesse des Nations (El existencialismo y la sabiduría popular), Oeil pour oeil (Ojo por ojo) en el 45, Littérature et métaphysique en el 46 y Pour une moral de l’ambiguïté (Para una moral de la ambigüedad) en el 47.
En 1944, junto con otros intelectuales —Jean Paul Sartre, Raymond Aron, Michel Leiris, Maurice Merleau-Ponty, Albert Ollivier y Jean Paulhan— funda para la editorial Gallimard Les Temps Modernes (Tiempos modernos), una revista cercana al Partido Comunista y medio de expresión del pensamiento existencial.
Entre enero y mayo de 1947 se encuentra en los Estados Unidos para una serie de conferencias, al término de las cuales, un año más tarde, publica L'Amérique au jour le jour (América día a día). En Estados Unidos conoce al escritor Nelson Algren con quien mantiene una relación sentimental (cuya historia está recogida y narrada, además de en su autobiografía, en la novela Les mandarins). En ese mismo año aparecen los dos volúmenes de Le deuxième sexe (El segundo sexo), que provoca escándalo y un animado debate incluso en la laicísima Francia.
En la primera mitad de los años cincuenta realiza numerosos viajes tanto por Francia como por el extranjero dando conferencias y clases; después de un viaje a China publica La longue Marche (La larga marcha), comenzado en el 55 y dado a la imprenta en el 57. En 1954, publica Les mandarines (Los mandarines), su principal novela, que ganó el Prix Goncourt. Su producción filosófica continúa a un buen ritmo y en Le Temps Modernes aparecen varios ensayos a lo largo de los años, entre los cuales destaca el estudio sobre Sade, Faut-il brûler Sade? (¿Hay que quemar a Sade?) de 1955.
Muy atenta a la política internacional, en 1956 firma el manifiesto contra la invasión soviética a Hungría; cuando en 1958 la guerra de Argelia abre un segundo frente de hecho directamente en Francia, de Beauvoir tomar partido de manera abierta a favor de la independencia argelina: junto con muchos otros intelectuales firma el “manifiesto de los 121”, en el que se afirma que el colonialismo es un sistema de opresión y que la que se encuentra en curso es una guerra de independencia legítima por parte de los argelinos. En 1960 visita a Cuba, donde junto con Sartre, se entrevista varias veces con el Che Guevara.
En 1964 muere su madre: Simone cuenta sus últimos días en Une mort tres douce (Una muerte muy dulce). Su continua actividad literaria se entremezcla con largos viajes por la URSS, Egipto, Japón, Israel. En el 66 y el 67 aparecen dos nuevas novelas, Les belles images (Las bellas imágenes) y La femme rompue (La mujer rota). 1968 es un año rico en acontecimientos de importancia histórica. Simone apoya el inicio de la revuelta estudiantil y condena la invasión a Checoslovaquia: a pesar de su cercanía al marxismo, nunca se unió formalmente al Partido Comunista, del cual, a partir de ese momento, y junto con Sartre, toma expresamente distancia. Los años setenta la encuentran cada vez más comprometida con la problemática de la situación de las mujeres, así como posicionada a favor del aborto e involucrada en cuestiones de actualidad como la disidencia soviética, Chile y el conflicto árabe-israelí. Son años en los que se dedica también a examinar la cuestión de la vejez, comenzando por el voluminoso estudio publicado sobre el tema en 1970, La vieillesse (La vejez). En 1972 cierra el ciclo de cuatro volúmenes autobiográficos iniciados casi 15 años antes: Mémoires d'une jeune rangée (Memorias de una joven formal, 1958), La force des choses (Necesariamente, 1963), La force de l'âge (La plenitud de la vida, 1960) y Tout compte fait (En conjunto, 1972).
En 1980 muere Sartre. Al año siguiente pública La cérémonie des adieux (La ceremonia del adiós), en el que recuerda su relación y narra los últimos meses de vida del pensador francés, ya profundamente afectado por la enfermedad.
De Beuavoir muere el 14 de abril de 1986 y está enterrada junto a Sartre en el cementerio de Montparnasse en Paris.
El pensamiento de Simone de Beuavoir se presenta como una filosofía de la libertad y del compromiso. Su modo de entender al existente queda delineado ya desde sus primeros trabajos, en los que la ontología existencialista aparece profundamente fundida con la cuestión ética.
Los nexos con el pensamiento de Sartre son evidentes, aunque no exclusivos. Con respecto al origen de esos vínculos filosóficos, en la literatura crítica es posible encontrar diferentes interpretaciones. Ciertamente, tanto a lo largo de sus ensayos como de sus novelas, la consonancia con el pensamiento de Sartre es profunda, aunque, al mismo tiempo, hay diferencias y propuestas originales, especialmente en lo que se refiere a la ética. Más que de una derivación de uno a partir del otro, tal vez sea mejor hablar de un interés común y de una influencia recíproca. En un encuentro celebrado con Sartre y la periodista Schwarzer en 1973, por ejemplo, ambos afirman haberse siempre influido mutuamente [Schwarzer 2007]. Así, en La force des choses, hablando de su relación escribe que «para aferrar el sentido del mundo disponemos de los mismos instrumentos, de los mismos esquemas, de las mismas claves: con frecuencia sucede que uno termine la frase comenzada por el otro; si nos hacen una pregunta, llegamos a formular juntos respuestas idénticas» [La force des choses, p. 489]. De hecho, L’Être et le néant y L’Invitée aparecen casi contemporáneamente, el mismo año (1943), dejando entrever una elaboración a la vez autónoma y común de los temas de fondo que los atraviesan. De los diarios y de sus cartas, se desprende también que, en ese período, ambos estaban interesados en el tema de la alteridad y de la mala fe, así como en la relación entre la existencia del individuo y las condiciones sociales en las que este se halla inmerso. Además, desde las primeras obras de nuestra autora encontramos, igual que en Sartre, una referencia constante a la relación entre el en-sí y el para-sí, donde el primero indica el ser opaco de las cosas, mientras el segundo, la realidad que, estando dotada de conciencia y siendo capaz de trascendencia, no coincide con ella misma. También a partir de esta premisa ambos explican la relación con el otro distinto de sí.
Los años cuarenta son señalados por ella misma como el “período de moral” de su obra [La force de l'âge]. Cuando se leen en su conjunto, los ensayos de ese período (junto a los cuales hay que considerar las obras de literatura) ofrecen un cuadro completo de esta primera fase de su reflexión sobre la ética. Se trata de Pyrrhus et Cinéas (1944), Pour une moral de l’ambiguïté (1947), Idéalisme moral et réalisme politique (1945), L’existentialisme et la sagesse des Nations (1945), Oeil pour oeil (1945), Littérature et métaphysique (1946), a los que se debe también añadir La phénoménologie de la perception de Merleau-Ponty (1949), un ensayo sobre un tema no inmediatamente ético, pero conectado con la temática. De esos años son también los ensayos preparatorios para Le deuxième sexe, aparecido en su forma definitiva en 1949. De hecho, a partir de los trágicos sucesos de la Segunda Guerra Mundial, de Beauvoir comienza a formular una verdadera y propia teoría ética, si bien más adelante ella misma llegará a definirla como abstracta, por ser demasiado propensa a buscar fórmulas universales.
Como primer fruto de esta reflexión sobre las cuestiones éticas, en 1944 aparece el ensayo Pyrrhus et Cinéas en el que encontramos ya delineados los rasgos principales de su ontología existencialista. Se trata de un texto en el que afronta dos problemas relacionados con la libertad: el del límite de la propia trascendencia, que se autodefine con cada nuevo proyecto, y el de la coexistencia entre diversas libertades. De esta propuesta surge un sujeto cuyo rasgo constitutivo radica en la capacidad de trascendencia. Cabe aclarar que se trata de una trascendencia inmanente, en la que cada situación contingente es constantemente superada por la incesante capacidad de proyectar del hombre, el cual, sin embargo, no consigue jamás eliminar la contingencia misma. Cada nuevo estado de cosas encontrado o producido por la propia acción se convierte en un hecho que debe ser a su vez nuevamente superado. No existe punto alguno en el que el sujeto pueda considerarse acabado, precisamente porque su existencia consiste en este continuo proyectarse, en un trascender incesantemente la situación dada. A partir de este movimiento, el mundo adquiere sentido y justificación, ya que es justamente el proyecto quien confiere valor a lo que, de otra manera, sería simplemente una dación de hechos. Incluso la existencia del sujeto se justifica de esta manera; su valor, de hecho, no proviene del exterior, sino de su propio esfuerzo, ya que cada hombre, actuando, decide el lugar que ha de ocupar en el mundo, sin poder prescindir, por otra parte, del hecho de ocupar uno.
Precisamente porque al lanzarse a emprender y a actuar cada hombre decide acerca de sí mismo y estructura el mundo de un modo significativo, un proyecto no puede comprenderse sino desde la perspectiva desde la cual ha sido estructurado. Las metas pueden considerarse tales y adquieren un valor sólo en cuanto propuestas como fines a alcanzar: intentar una lectura a partir de categorías externas termina convirtiendo cualquier empresa en algo contradictorio o vacío. Análogamente, sería un error confundir el sentido del sujeto con el contenido que éste se ha propuesto y definido: el éxito, pero también el posible fracaso de una empresa, constituye simplemente un nuevo estado de cosas que puede y debe ser ulteriormente trascendido por un nuevo proyecto. Este concepto se retoma más tarde en Pour une moral de l'ambiguïté, publicado en 1947, donde volvemos a encontrar la idea de que ningún hombre tiene valor porque se dedica a una cierta tarea, sino que esta adquiere valor porque un sujeto se la ha propuesto como fin. El hombre no tiene otra manera de existir que este ir proponiéndose fines y, al proponérselos, no puede no entenderlos como aquello que no debe ser superado, si bien, una vez alcanzados, deberá ir más allá de los mismos.
Pour une moral de l'ambiguïté es un texto del que más tarde de Beauvoir tomará distancia debido a su pretensión universalista de derivación kantiana. Como ella misma afirmará en sus escritos autobiográficos y en algunas entrevistas, en los años cuarenta Kant había sido su fuente de inspiración, no tanto por el contenido de la ética que propone, como por su estilo argumentativo por medio del cual se busca dar con algún tipo forma universal. En todo caso, se trata de un ensayo denso y de particular interés, que marca un hito en la parábola del pensamiento de de Beauvoir y en su intento de elaborar una ética existencialista. Es posible leer allí que la condición de la moral reside en el hecho de que no hay ni podrá existir jamás una coincidencia entre el sujeto y su propio ser. Precisamente porque el ser no es aun aquello que puede llegar a ser, es posible hablar de una ética: «podría existir un deber ser sólo para un ser que, según la definición existencialista, se cuestiona su propio ser, un ser que se distancia de sí mismo y que debe ser su propio ser» [Pour une moral de l’ambiguïté, p. 16]. Análogamente a lo que ocurre con el para-sí sartreano, esta falta de coincidencia es, sin embargo, ineliminable y consiste en un jaque que debe ser asumido: el objetivo no es ser, que además de revelarse imposible equivaldría a convertirse en una simple dación, sino tratar de desvelar el ser. De esta manera no hay jaque sino éxito. El sujeto, al proyectar, hace surgir un mundo y se confiere a sí mismo un significado, pero ninguna de las metas que se hacen realidad a través del mismo sujeto pueden llevarlo a cumplimiento. Con el fin de que la voluntad no muera como consecuencia del obstáculo que ella misma ha suscitado por medio de su proyecto, es necesario que ésta, dándose un contenido singular, no se limite sólo a éste. Asumir el jaque a la libertad significa, entonces, comprender que cada proyecto parcial no es más que un modo de establecer al existente. En esto consiste de hecho la existencia, en un continuo tender hacia un ser que no llegará jamás a ser. «No le está permitido existir sin tender hacia ese ser que jamás será; pero le es posible querer esta tensión con la frustración que conlleva. Su ser es falta de ser, pero hay una manera de ser de esta ausencia que precisamente es la existencia» [Pour une morale de l’ambigüité, p. 19].
Aceptar esta tensión requiere una conversión: los fines alcanzados se convierten en puntos de partida; el jaque no se resuelve pero se supera. De Beauvoir habla de esta conversión comparándola con el epojé husserliano: si el hombre consigue poner entre paréntesis su propia voluntad de ser, es reconducido a su verdadera condición. El jaque se produce, en cambio, cuando se piensa que algunos fines son valores absolutos, olvidando que estos existen porque han sido establecidos por la propia libertad.
Si ésta es la condición del sujeto, es imposible no captar la problematicidad de la alteridad. Gracias al sujeto, el mundo recibe un sentido, pero esto ocurre en un horizonte en el que co-existen diversas libertades, cada una de las cuales tiene sus propios proyectos autónomos. En general, en de Beauvoir, también aquí de modo análogo a lo que ocurre en Sartre, la relacionalidad es vista originariamente como dialéctico-confictiva. En el trasfondo se encuentra la referencia a la dialéctica hegeliana amo-esclavo (no por casualidad el exergo de L’Invitée cita a Hegel, afirmando que cada conciencia busca la muerte del otro), ahora presentada en términos de sujeto (que se pone como absoluto) y de otro (lo no-esencial). En este sentido, también la oposición hombre-mujer, el tema central de su obra más famosa, aparece como un ejemplo de una disposición universal a la contraposición que afecta a todos, desde los hombres individuales hasta las naciones. Sin embargo, mientras que para Sartre «l'enfer, c'est les autres», el infierno son los otros [Huis clos: 1944], en de Beauvoir hay un intento de construir una ética que requiere del otro para que la propia acción y la propia existencia no pierdan su libertad. Como escribió en Pour une morale de l’ambigüité «una libertad no puede quererse auténticamente sino queriéndose como movimiento indefinido a través de la libertad del otro; apenas se repliega sobre sí, la libertad reniega de sí misma en favor de cualquier objeto que ella prefiera en vez de sí» [Pour une morale de l’ambigüité, p. 127].
El punto de partida, sin embargo, es el hecho de que los sujetos están separados unos de otros y, en primer lugar, que atentan los unos contra la libertad de los otros: cada uno hace del otro un objeto y le otorga un sentido a partir de su propio movimiento trascendente, de su mismo proyectarse. Este concepto, presente desde el comienzo de su obra, se expresa con especial fuerza en Le deuxième sexe, concluido en 1949. Allí, observa que existen diversas situaciones en las que cada uno considera recíprocamente a los otros precisamente como otros, a menudo con una sutil hostilidad. Este fenómeno, sostiene , no se entendería «si la realidad humana se considera exclusivamente un mitsein basado en la solidaridad y la amistad. Por el contrario, se aclaran inmediatamente si, siguiendo a Hegel, descubrimos en la propia conciencia una hostilidad fundamental respecto a cualquier otra conciencia; el sujeto sólo se afirma cuando se opone: pretende enunciarse como esencial y convertir al otro en inesencial, en objeto» [El segundo sexo, v. I, p. 52]. La relación con el otro queda así marcada por una inevitable ambigüedad. Cada uno, al conferir sentido a la realidad, convierte al otro en objeto del propio mundo y, de esta manera, lo sustrae constantemente de su mundo, aquel que se ha forjado por medio de su subjetividad trascendente. La red de significados estructurados por la propia libertad pierde ese carácter absoluto que parecía tener antes del encuentro con el otro. El mundo deja de coincidir con el propio punto de vista. Simultáneamente, la presencia de otra conciencia que confiere significados, al mismo tiempo que le hurta su mundo al sujeto, se lo devuelve precisamente en cuanto significante. Puesto que el otro le arrebata su mundo, el primer impulso es de odiarlo, pero se trata de un odio ingenuo porque, si el sujeto fuera único, a su alrededor no habría más que vacío: el otro, al tiempo que sustrae el mundo al sujeto, se lo dona.
Esta ambigüedad en la relación se hace evidente también en la exigencia de que se reconozca la propia libertad. La posesión o cualquier otro tipo de vínculo que pueda darse entre el ser humano y las cosas que él utiliza, no es suficiente para confirmar su trascendencia. La libertad precisa de un futuro que sólo puede ser abierto por otras conciencias. La mirada del otro constituye la constante amenaza de ver reducida la propia subjetividad a objeto, pero, al mismo tiempo, esa mirada es necesaria para seguir siendo libre, porque sin la confirmación de otra conciencia libre que la reconozca como tal, los propios actos libres se reducen a hechos opacos, que se convierten en cosas entre las cosas. Este concepto se desarrolla también en un escrito de 1955, Faut-il brûler Sade? en el que se señala que esta dinámica del reconocimiento es observable incluso en las prácticas sádicas más abyectas, donde la reducción del otro a objeto es aún más extrema. El libertino y torturador necesitan que la carne de su víctima esté habitada por una conciencia y por una libertad. «para que a través de los sufrimientos infligidos me transforme también en carne y sangre,» escribe, «es preciso que en la pasividad del otro reconozca mi propia condición, por lo tanto, que una libertad y una conciencia lo habiten» [El marqués de Sade, p. 50]; gracias a esta rebelación, “el objeto” torturado es afirmado como semejante al verdugo, y así se le restituye la síntesis de espíritu y carne que le había sido inicialmente negada.
Esta situación de separación entre los individuos no puede ser superada ni siquiera poniendo al otro como fin del propio proyecto. De Beauvoir niega rotundamente esta posibilidad [Pyrrhus et Cinéas, trad. ¿Para qué la acción?]. Puesto que no es posible individuar bien alguno que sea independiente del establecido por el proyecto mismo, la dedicación al otro es irrealizable. Para entender mejor el porqué de esta negación se debe tener en cuenta, una vez más, la ambigüedad de la existencia. En el movimiento del propio querer libre, el sujeto se capta como coincidente consigo mismo, pero, al mismo tiempo, como aquel que establece algo distinto de sí. El otro, en cambio, se presenta bajo el doble aspecto de la plenitud del objeto sólido y de la capacidad de trascendencia del sujeto. Ante la propia mirada, es un objeto, pero es también un sujeto y, en cuanto tal, tiene un valor absoluto y es capaz de dar sentido al mundo. Se podría pensar que si este absoluto tiene necesidad de nosotros, nuestra existencia quedaría justificada, recibiría un sentido pero, para la pensadora francesa, esto no es más que un engaño. Muchos hombres y mujeres caen en el error de dedicarse incondicionalmente a alguien pensando que de esa manera dan sentido a su vida, cuando una dedicación tal no es realmente posible: es siempre el sujeto mismo quien ha dado ese contenido (o sea, el otro) a la propia libertad. Puesto que desde el comienzo los hombres están separados los unos de los otro, y puesto que el valor es conferido por el proyecto, al dedicarse, el sujeto esta siempre afirmándose a sí mismo. «Uno se sacrifica por que lo quiere; uno lo quiere porque es de esa manera que espera recuperar el ser» [¿Para qué la acción?, p. 77]. Desde esta perspectiva, no es posible decir que se hace algo por el bien de los demás, porque aquello que es bueno es siempre algo decidido, jamas algo sencillamente reconocible. Se podría hablar de dedicación únicamente poniéndose como fin el fin del otro, pero como estos cambian con el tiempo, convierten esa pretensión en irreal: ningún hombre se consuma por completo en un momento dado de su existencia, y esto implica la necesidad de elegir cuál de los múltiples fines posibles se propone uno como meta. Es lo que ocurre, por ejemplo, cuando un padre debe elegir si sacrifica la voluntad del niño de hoy por el adulto de mañana, o cuando un médico tiene que decidir si contraría la voluntad del paciente en favor del hombre sano que puede volver a ser en el futuro. No existe criterio alguno con pretensión de objetividad que pueda guiar la decisión: para de Beauvoir nos dedicamos a alguien sólo a través del riesgo y de la lucha. El riesgo no está determinado tan sólo por el hecho de que una verdadera relación implica poner en juego la propia libertad y la ajena, sino, en la línea del pensamiento existencialista, también por la constatación de que no es posible identificar un bien objetivo. «Hay que tomar partido y debemos elegir sin que nada nos dicte nuestra elección» [¿Para qué la acción?, p. 83]. Ninguna acción, por su parte, puede “fundar” al otro, indicando con este término la justificación del sentido de la existencia. Cualquier acción constituye simplemente un estado de cosas que el otro deberá trascender. Este es el motivo por el que nadie puede hacer nada ni a favor ni en contra del otro, sino tan sólo actuar sobre la propia facticidad.
El ser humano es libre y no puede, en cuanto tal, eludir su libertad. Como se trata de un sujeto que, como hemos visto, no es sino que tiene que ser, es imposible acumular libertad, atesorarla con el objeto de hacer frente a los sucesivos compromisos que se presentarán en el futuro. Solo es posible ponerla en acto en el presente. Es precisamente en esta perspectiva que de Beauvoir distingue dos dimensiones de la libertad: la ontológica y la moral. El hombre es libre, pero debe asumir su libertad mediante la participación en proyectos y tomando una posición. Debe entender que su identidad no se define desde el exterior, sino en este dinamismo del compromiso. Este punto es central. Puesto que es el sujeto quien confiere los valores proponiéndose fines, el intento de la pensadora francesa es precisamente el de construir una ética sin hacer referencia a ninguna justificación, y menos aun una fundamentación, de bienes o valores objetivos, sino basándose exclusivamente en la libertad. La primera exigencia de la moral, por lo tanto, es asumir de modo conciente la propia libertad: se debe pasar de una libertad ontológica a una libertad moral. La libertad «se confunde con el movimiento mismo de esa realidad ambigua que se llama existencia y que no es sino viniendo a ser; por eso en cuanto que tiene que ser conquistada ella se dona. Quererse libres significa llevar a cabo el paso de la naturaleza a la moralidad fundando una libertad auténtica sobre el surgir originario de nuestra existencia» [Pour une morale de l’ambiguïté, p. 36]. Este movimiento no es automático ni puede darse por descontado: no se puede no querer ser libre, pero es posible querer ser no-libre. Al comprometerse, se cae en la cuenta de que la libertad no equivale a la pura espontaneidad, sino más bien a lo contrario. Se debe asumir la propia finalidad, en el sentido de que existe el deber de explicitar y querer un fin, sin refugiarse en la aparente seriedad de la repetición estereotipada de actos que puede esperarse de quien desempeña un papel (como si se recitara una parte), ni de la negligencia, ni de la superficialidad, ni del conformismo. Aunque el intento de fundar una ética exclusivamente en la libertad da lugar a algunas aporías insolubles (véase infra), su análisis es agudo y permite dar razón de un dinamismo de crecimiento o de reducción de la libertad en sí misma, y derribar las máscaras que atribuyen al contexto la responsabilidad sobre la propia vida.
De Beauvoir describe cinco personalidades que, de diferentes maneras, fracasan en el empeño de asumir la libertad moral: lo que llama el sub-hombre, el hombre serio, el nihilista, el hombre apasionado y el aventurero. Para el primero, el fracaso es el resultado de una vida vivida superficialmente, de acuerdo con lugares comunes, refugiada en la masa: se trata de un hombre que, por añadidura, se vuelve peligroso, porque es presa fácil de la manipulación de los demás. El nihilista, en cambio, trata de no ser nada destruyendo a otros seres humanos; pero al final, al tiempo que busca la anulación, vuelve, en contra de su voluntad, a los contenidos, porque hace de la negación de todo valor una nueva ética, incluso una nueva religión con ritos precisos y oficiantes. Las otras tres figuras, fracasan porque llegan a confundir, de diferentes maneras, el objeto al que se dedican con un fin absoluto, pensando que su vida recibe valor desde el exterior: olvidan que han sido ellos mismos los que han conferido valor al objeto o decidido servirse de él como de un medio. El hombre serio, en particular, es capaz de sacrificar cualquier cosa por el objeto de su empeño, ya que cree que aparte de eso nada tiene valor. Son figuras que, en el fondo, tratan de realizar la síntesis imposible del en-sí y el para-sí.
Años más tarde, en sus escritos autobiográficos, de Beauvoir calificará a estas figuras de demasiado abstractas, juzgando como un error el haber descontextualizado de la situación histórica concreta a estos tipos de hombre: llegará a sostener que es aberrante describir una moral separada de un contexto social [La force de l'âge]. Sin embargo, a lo largo de su obra, sigue habiendo una fuerte llamada ética a no eximirse del compromiso, poniendo en juego la libertad y dando sentido al mundo. La inevitabilidad de la acudir a libertad para la justificación interna de la existencia tiene como consecuencia que ninguna ley heterónoma pueda jamás constituirse en una verdadera norma para el sujeto, y, sin embargo, para de Beauvoir, precisamente esta perspectiva se traduce en profundos reclamos. Una vida que no busca fundarse permanece en la pura contingencia, mientras que cuando comprende que puede conferir un significado y una verdad, entonces encuentra en su corazón rigurosas exigencias. Un rigor que requiere también el mantener y reafirmar la elección en el tiempo. De Beauvoir habla del drama de la elección original precisamente para indicar que se la debe repetir en cada instante. La libertad desvela, cada vez, que la decisión es una pura contingencia: en la temporalidad de la existencia, que no puede ser leída en términos de una simple sucesión de momentos y actos no relacionados, cada decisión estructura un mundo que pesa sobre las elecciones subsiguientes. Ninguna es jamás decisiva y la “conversión” es siempre posible, aunque con el paso del tiempo los cambios radicales son más difíciles: cada elección no puede sino partir de aquel mundo que la propia libertad ha ya plasmado.
Coherentemente con sus premisas, en el pensamiento de de Beauvoir no hay lugar para los valores universales, porque no existe el hombre objetivo, abstracto, sino tan sólo los individuos. La fuente de los valores no es el hombre impersonal, universal, sino la pluralidad de los hombres concretos, que se proyectan hacia sus propios fines a partir de situaciones cuya particularidad es tan radical e irreducible como la misma subjetividad. Existe, por tanto, una pluralidad que debe encontrar su lugar en la ética, pero no al precio de eliminar la separación entre los individuos. Tal ambigüedad, afirmada en el título de su segunda obra filosófica, indica precisamente que la situación del ser humano se asemeja a un oximorón. El sujeto se erige a sí mismo como único soberano de un universo de objetos. Al mismo tiempo, descubre junto a sí la presencia de otros seres igualmente soberanos. El sujeto es un dador de sentido que se encuentra, a su vez, siendo objeto de los otros sujetos y reducido a individuo de la comunidad de la que depende. Para de Beauvoir una moral de la ambigüedad se funda precisamente en el hecho de no negar que los existentes, si bien esencialmente separados, pueden, simultáneamente, estar conectados, y que sus libertades individuales pueden forjar leyes válidas para todos. Su reflexión sobre la libertad y su ambigua relación con los otros desemboca en una propuesta ética del compromiso, cuya justificación se busca únicamente sobre base a la trascendencia del sujeto. Como ya había escrito en Pyrrhus et Cinéas, la libertad aparece configurada como el único fin que puede justificar las acciones de los hombres. Es un fin que no se puede encontrar en otros fines.
En Pour une moral de l'ambiguïté hallamos dos principios que pueden ser entendidos como imperativos morales. La primera exigencia moral es querer ser uno mismo libre, asumiendo, como hemos visto, la propia libertad ontológica para alcanzar la libertad moral. El segundo es querer que los otros sean libres. Este último imperativo deriva de la necesidad de interactuar con otros sujetos para hacer realidad la propia libertad. De hecho, no sería posible afirmar la libertad en un vacío absoluto de valores, en un universo que consistiera únicamente en dación. La libertad se da siempre en un contexto humano en el que otros existentes ya han estructurado un mundo y una red de significados. No sólo la propia acción se inserta en este mundo: necesita también que existan otros hombres libres para no convertirse simplemente en un objeto, en una dación más entre otras. Para que el acto libre permanezca en ámbito de la libertad, debe ser reconocido como tal por otros existentes. «Ser libre no significa poder hacer cualquier cosa, sino poder superar lo dado hacia un porvenir abierto; la existencia del otro en cuanto libertad define mi situación. Aún más, ella es la condición de mi propia libertad» [Pour une moral de l’ambiguïté, p. 127]. El existencialismo, por tanto, sostiene de Beauvoir, no es un solipsismo ni un nihilismo: todo proyecto surge de una subjetividad, pero este mismo movimiento establece la superación de la subjetividad. En otras palabras, el hombre es capaz de justificar su existencia gracias al compromiso pero, precisamente por eso, precisa de la existencia de otros que reconozcan sus acciones como acciones humanas significativas. Querer ser uno mismo libre requiere intrínsecamente querer también que los otros sean libres. De esta manera nace una moral no abstracta que, promoviendo la libertad de todos, lleva a condenar el conflicto y la tiranía. Las cuestiones éticas, por lo tanto, no deben plantearse desde el punto de vista de la felicidad, sino del de la libertad.
Sin embargo, la idea de querer que los otros sean libres, en cuanto segundo imperativo de la moral, sigue siendo un punto problemático del pensamiento de Beauvoir. Es necesario que haya otras libertades para que la existencia tenga sentido, pero esto no necesariamente requiere querer que todos los hombres sean libres, sino que exista al menos alguna libertad. En cuanto nos enfrentamos con los otros, en cuanto tenemos que vérnosla con otras libertades, nos acecha el peligro. Es por esto que hay que luchar: el ser sólo puede realizarse eligiendo el riesgo de enfrentarse con un mundo en el que existen libertades extrañas y distintas de la suya [Pyrrhus et Cinéas]. Por quién y para qué luchar, sin embargo, dependen siempre del propio proyecto, respecto al cual los otros aparecen como aliados o adversarios. En última instancia, afirma de Beauvoir, para poder existir frente a los demás hombres libres a menudo es necesario tratar a algunos de ellos como si fueran objetos, como ocurre en el caso del prisionero que, para llegar hasta sus compañeros, mata al carcelero. Es una pena que el carcelero no pueda ser contado entre los compañeros, pero lo importante es que haya algunos compañeros. El imperativo de querer que todos los demás sean libres se desmorona y se revela en el fondo selectivo, precisamente como consecuencia del proyecto. Lo importante es que haya al menos algunas libertades que reconozcan la propria.
Es necesario, se lee en el ensayo del 44, que haya otos que sean libres para nosotros, cuyos proyectos tengan como punto de partida aquello que nosotros hemos establecido como fin. Para esto hay que promover un espacio en la que los otros puedan acompañar y superar luego nuestra trascendencia. Es necesario crear unas circunstancias en las que los hombres no tengan que consumirse en una lucha constante por la salud y por el bienestar y puedan, en cambio, dedicarse a relanzar su libertad hacia nuevos proyectos. En este sentido, la ética de de Beauvoir es un fuerte reclamo contra la tiranía y la injusticia. Sin embargo, en sus páginas encontramos también que la violencia no es en último término eliminable. No es posible aceptarla con superficialidad porque, si se hiciera violencia a todos los hombres, el sujeto se quedaría solo e invalidaría su propia libertad, pero tampoco es posible eludirla por completo. La dificultad reside en que, en razón de su contenido, las distintas libertades a menudo entran en conflicto entre ellas. Sin embargo, no es posible decir nada acerca del valor de lo que cada libertad propone, porque esa propuesta no se refiere a nada objetivo, sin que es establecida por el proyecto. Ella misma afirma que «Estamos condenados al fracaso porque estamos condenados a la violencia. Estamos condenados a la violencia porque el hombre está dividido y opuesto a sí mismo, porque los hombres están separados y opuestos entre ellos» [¿Para qué la acción?, p. 122]. El hecho de que siempre haya que tomar partido, no hace menos arduo el problema: la libertad es el único fin que justifica la acción, pero las libertades están siempre empeñadas en proyectos particulares. Se trata, por tanto, de elegir entre la negación del contenido de una libertad o de otra. Ese es el motivo, dice nuestra autora, por el que toda guerra presupone una disciplina, toda dictadura una revolución, toda política unas mentiras [Pour une moral de l'ambiguïté]. Cuando la libertad está en peligro, está justificado oprimir al opresor, también en el caso de que traiga aparejado violencia y víctimas inocentes (como cuando realizando actos de resistencia contra el invasor, se es consciente de que rehenes inocentes serán asesinados como represalia). Este dilema no se plantearía si el individuo estuviera totalmente sometido a la comunidad: en ese caso, el problema moral quedaría reducido a un mero problema técnico [véase infra: “Una moral realista”]. Pero si las cosas se entienden de esa manera, ya no hay espacio ni para la elección ni para el arrepentimiento o la indignación. Y, lo que es más, si el individuo no vale nada, tampoco vale nada la sociedad que está formada por individuos. Sólo si estos tienen valor, tiene sentido la palabra sacrificio. El centro de la política debe ser el individuo (recuérdese que, para de Beauvoir, aunque no se puede prescindir del otro, las conciencias están separadas entre ellas) y esto vuelve problemáticas aquellas acciones violentas en las que, por el fin de la libertad, algunas personas son sacrificadas por otras. En este punto, el pensamiento de de Beauvoir no consigue pasar de un cierto impasse, ya que, al tiempo que reconoce que en ese tipo de situaciones el fin se encuentra en contradicción con los medios, considera, sin embargo, que tales acciones no pueden ser totalmente excluidas. Su idea es que, cuando el fin de alcanzar la libertad nos pone ante este dilema, esta justificado sacrificar a algunas personas hoy por las personas del mañana, porque sin un futuro abierto no puede haber ninguna libertad. Sin embargo, esta propuesta no da razón del hecho de que, de esa manera, se consigue un futuro abierto para otros, pero se priva a las personas sacrificadas de ese mismo futuro. También aquí hay que elegir y, así, queda comprometido el imperativo de querer que todos sean libres.
Sin embargo, no se elude el compromiso y la responsabilidad permanece intacta. Reconocerlo requiere asumir la propia responsabilidad: toda elección y toda acción producen un estado de cosas, incluso si el otro puede siempre trascenderlo. No actuamos nunca sobre el otro, sobre su libertad, sino sólo sobre su facticidad. Sin embargo, debemos responder precisamente por esto. La dación en la que el otro se mueve es un hecho, pero somos nosotros los que decidimos ser parte, y cómo, de ese hecho. El otro sigue siendo totalmente libre, pero lo es frente a nosotros. La fatalidad es la mirada petrificada que la libertad de los demás dirige a cada uno de nosotros.
Asumiendo aquello que ha señalado como la ambigüedad de la condición humana, de Beauvoir llega a hablar de una moral realista. La moralidad no consiste en un conjunto de valores y principios ya constituidos, sino que surge de un proceso constituyente gracias al cual los valores y los principios son establecidos. Para de Beauvoir la moral auténtica es realista en el sentido de que, por medio de ella, el hombre se realiza, realizando los fines que elige [Idéalisme moral et réalisme politique].
No es posible emitir juicio alguno sobre el hombre y sus actos. Esta imposibilidad es la consecuencia de la primacía axiológica dada a la libertad sobre su contenido. A pesar de esto, es necesario también tomar una posición, incluso si no existe un criterio que pueda justificar esa decisión. La ética, como el arte, no proporciona recetas, sino tan sólo propone métodos. Dado que los valores son establecidos por la libertad, la única indicación que parece posible dar es la de una coherencia entre fines y medios que, desde esta perspectiva, son justificados precisamente por el fin. Pero puesto que son las acciones presentes las que definen el fin al que se dirigen, es necesario que éstas no lo contradigan. Por tanto, el método de la moral propuesto por de Beauvoir es el de la coherencia entre fines y medios: el fin justifica los medios, pero éstos deben manifestar claramente el fin. Por eso, es necesario evaluar caso por caso si hay coherencia entre los fines y los significados, es decir, entre los valores de hecho realizados y aquellos intentados, entre el significado que se atribuye a la acción y su contenido.
La moral realista abandona los principios abstractos y las leyes universales para hacer frente a los problemas concretos que el ser humano debe enfrentar en su vida cotidiana. Considerando como normas morales típicas aquellas propias de una ética formal heredera del kantismo, de Beauvoir observa que los grandes ideales de la Justicia, la Verdad y la Ley pertenecen sí a un hipotético paraíso ideal, pero son de poca utilidad en las situaciones concretas en las que se debe decidir qué cosa hay que hacer, tanto en la vida personal como en la acción política. En Idéalisme moral et réalisme politique, publicado en Les Temps Modernes en 1945, desarrolla el concepto de que no hay ninguna separación entre ética y política. También en este campo cualquier acción establece valores y estructura un mundo. La vacilación frente a las decisiones que deben tomarse no deriva de la dificultad del problema que se aborda, sino de la consciencia de que la propia elección instaura valores, un mundo concreto y no otro. Cuando los políticos reniegan de la moral y se declaran “realistas”, afirmando que han de tener en cuenta la situación real, caen en el error y corrompen tanto la política como la moral. Este realismo mal entendido busca transformar los problemas políticos en cuestiones técnicas: el fin aparece como algo ya dado y se busca cuál sea la mejor manera de realizarlo. El problema, sin embargo, es que el fin ya dado no existe. Haciéndose eco de la afirmación de Marx de que el hombre es lo más alto para el hombre, de Beauvoir corrobora que los seres humanos son un fin para sí mismos. Ahora bien, ni siquiera los hombres constituyen un “fin ya dado” que pueda por sí solo justificar la acción del político, liberándolo de cualquier preocupación moral, porque no se puede establecer a priori cuál es la idea de hombre a la que debe servir la política. Las diversas políticas que se presentan igualmente como “realistas” son extremadamente diferentes entre sí. Los objetivos, si bien propuestos como necesidades objetivas, son en realidad establecidos, forjan valores, y responden a la pregunta sobre cómo deberían ser considerados el hombre y el mundo. Los fines que se persiguen no pueden ser desligados de su significado. «Es preciso comprender que fin y medios conforman un todo indisoluble; el fin es definido por los medios, que, a su vez, reciben su sentido del fin; una acción es un conjunto significativo que se despliega en el mundo y en el tiempo, y cuya unidad no puede ser quebrantada» [Idéalisme moral et réalisme politique, p. 268] Hacer política implica hacer la historia y hacer al hombre: es preciso renunciar a las falsas certezas del realismo político, aceptando que los fines políticos derivan de las elecciones y que estas producen significado. A veces, como había ya escrito en Pour une moral de l'ambiguïté, el drama de una decisión que afecta a otros o a la comunidad, se ve agravada por la imposibilidad de saber cuál será el resultado de la acción y, sobre todo, si esa acción puede exigir el sacrificio de inocentes. Se realiza una apuesta sobre las posibilidades de éxito y los riesgos que éste implica, pero el hecho de que esas posibilidades y esos riesgos deban ser asumidos en unas circunstancias dadas, es objeto de una decisión y, al decidir, surgen los valores. La decisión política es una decisión ética. Hablar de necesidad sería mala fe: es siempre la libre elección quien determina la acción y los valores.
En este contexto, el ensayo Oeil pour oeil aborda el tema de la venganza y el castigo, un tema especialmente vivo en la Francia de la inmediata posguerra. Para de Beauvoir, también en este caso la reflexión teórica se entrelaza con el análisis de hechos históricos contemporáneos, como por ejemplo el proceso del general Petain o la condena de algunos colaboradores ilustres. Tras haber explorado las condiciones de posibilidad y el significado de la venganza o del castigo, llega a la conclusión de que ambos están condenados al fracaso, aunque por diferentes razones. La primera es inviable tanto por la distancia que media entre los actos cometidos por los culpables y la venganza, como por la imposibilidad de restaurar la justicia haciendo pagar a quien es responsable de ellos. Mientras que en la guerra el sufrimiento que se provoca es funcional a la victoria, en la venganza tiene como único propósito el dolor que se inflige. Mediante el dolor se pretende que el adversario comprenda lo que hizo y experimente en sí mismo el dolor que causó. Pero esto es imposible porque no tenemos modo de apropiarnos de la libertad del otro y, a su vez, el mismo dolor del víctima lo reafirma como individuo. Aún más difícil resulta la cuestión buscar venganza por los muertos. El que se venga no es el mismo que ha sido asesinado. En esta situación un acto de venganza sería legítimo solamente si el que la procura se hace portavoz de la esencia universal del hombre, que se ha visto lesionada en la víctima. En otras palabras, la legitimidad debería buscarse en un plano universal. Pero, para de Beauvoir, esto sería un acto de tiranía. Para defender los derechos universales del hombre, el ejecutor debería ser una conciencia soberana absoluta, la única libertad que establece los valores en el mundo. Sin embargo, no existe el hombre universal: sólo los individuos.
El tema del castigo no presenta menos dificultades. En este caso, no sería un individuo el que castiga sino la comunidad, por medio de sus instituciones, purificando así el juicio de las pasiones subjetivas. Los jueces no tienen la intención de vengar a los muertos, sino que miran hacia el futuro, buscando proteger a una comunidad humana y que en ella permanezcan los valores que el crimen ha negado. Para de Beauvoir, sin embargo, esto presenta dos problemas. En primer lugar, es preciso considerar la distancia histórica: el contexto en el que se llevó a cabo la acción criminal es diferente del del juicio; asimismo, hay disparidad entre aquel que ha cometido el acto que se quiere castigar y el imputado. A esto hay que añadir que, en cualquier caso, la justicia violada no puede ser restaurada: el mal hecho no puede ser eliminado. Los jueces emiten su veredicto apelando a un derecho impersonal, intentando reducir un caso particular a una ley universal. Ahora bien, dada la existencia individual y concreta del imputado, esto es imposible. El castigo sólo puede justificarse en caso de conflicto real y, por este motivo, únicamente la venganza fundada en el odio, que también está condenada al fracaso, podría darle sentido. Sin embargo, no es posible renunciar a castigar porque no se puede permitir que el crimen contra el hombre pase inadvertido: cuando alguien degrada a otro reduciéndolo a una cosa, es tarea del hombre castigar.
Desde sus primeros textos, de Beauvoir está convencida de la necesidad del reconocimiento para que el individuo pueda moverse en un mundo humano. Al principio, considera que el individuo debe formular sus metas de forma independiente y sólo después pedir a otros que las reconozcan. Con el tiempo su pensamiento sobre este punto cambia: cada uno es radicalmente libre, pero la sociedad está presente desde el principio y es sólo al interno de la relación que establece con ella que el individuo puede decidir por sí mismo. Su pensamiento mantiene los mismos principios de fondo, pero, poco a poco, va dejando de lado toda pretensión de universalidad para volverse cada vez más hacia lo concreto del existente. Desde este punto de vista deben leerse tanto su producción literaria como los cientos de páginas que, en diversos volúmenes, constituyen su autobiografía, y su obra más conocida, Le deuxième sexe.
Partiendo de y permaneciendo fiel a la individualidad, la ética se presenta ahora como un arte de vivir, donde la coherencia del personaje se estructura a través de las decisiones concretas que tiene que tomar en el curso de su existencia. La palabra arte evoca, precisamente, aquel conocimiento práctico que se confronta con lo singular y lo forja. De Beauvoir lo ilustra con especial eficacia en su novela principal, Les mandarins, en la cual se invita a uno de los protagonistas a dedicarse a la escritura, ya que, teniendo el sentido de lo concreto, debe enseñar a los otros a vivir el día a día. Se trata de una consecuencia directa de lo expuesto en sus primeros ensayos, aunque en ellos se buscaba aun alguna fórmula universal que permitiera expresarlo: no existen las leyes validas para todos ni los métodos universalmente aplicables. Las decisiones se dan en lo concreto y crean el personaje que el sujeto quiere ser.
El vínculo entre este arte y la literatura es puesto de manifiesto ya en Littérature et métaphysique, publicado en 1946. La tarea de la filosofía consiste en trazar la esencia universal de la existencia humana, pero al intentarlo no consigue expresar bien lo que ocurre al nivel de la subjetividad y de la individualidad, y los dramas que la acompañan. La literatura, por el contrario, es capaz de expresar toda la riqueza de la existencia. El filósofo brinda a sus lectores una reconstrucción intelectual de su experiencia, mientras que el novelista restablece, en el plano la imaginación y en su forma original, la misma experiencia que precede a toda dilucidación. Es por esto que la filosofía, para dar espacio a la dimensión subjetiva de la vida, debe aliarse con la literatura y forjar lo que de Beauvoir llama la “novela filosófica” o “novela metafísica”. En esta asociación encuentra su voz aquella experiencia metafísica que cada persona siente cuando se percibe como sujeto respecto a la totalidad del mundo. La metafísica no es, de hecho, un sistema, sino la forma en que se mira el mundo. No se “hace” metafísica, sostiene, como se “hace” matemática: hacer metafísica significa “ser” metafísico.
«En realidad, “hacer” metafísica significa “ser” metafísico, significa realizar en sí la actitud metafísica que consiste en colocarse con la propia totalidad frente a la totalidad del mundo» [Littérature et métaphysique, p. 1158]. Cada acontecimiento humano, más allá de sus características psicológicas y sociales, tiene siempre un significado metafísico, porque el hombre se implica por completo frente al mundo entero. Cada persona pone en acto una cierta situación metafísica por medio de sus alegrías, sus esperanzas, sus miedos, su experimentar la resistencia de las otras conciencias. Tal posesión trascendente de realidad puede expresarse con un lenguaje universal, abstracto y objetivo, pero de esta manera se dejan de lado la subjetividad y la temporalidad. En cambio, una filosofía, cuanto más quiere conservar el aspecto subjetivo y dramático de la existencia, tanto más debe acercarse a lo temporal y hacer uso de la narrativa. En este sentido, la novela filosófica o metafísica ofrece la experiencia vivida de la verdad sobre la cual se construye el sistema filosófico mismo. En último término, la novela metafísica es vista como aquella forma de escritura capaz de desvelar la existencia de una manera que ninguna otra forma de expresión puede igualar.
Esta atención a las formas de subjetividad, que se revela fecunda de tantas maneras diversas, tiene, sin embargo, un punto débil, que queda bien resumida en la frase lapidaria de uno de sus personajes, que recuerda que no se puede juzgar, pero que se debe tomar partido [Les mandarins]. Una idea, como hemos visto, ya presente en Pyrrhus et Cinéas: después de haber excluido la posibilidad de una justificación objetiva de los bienes en juego en las diversas situaciones y de su jerarquía, el juicio se vuelve imposible. En este arte de vivir, cuando se presentan los dilemas morales, no se trata de descubrir qué cosa debemos hacer, sino de decidirlo. Dado que no existen los valores objetivos, no hay espacio para el juicio. Hay que tomar una postura y hacerse cargo de los valores y significados así constituidos.
En esta línea de la novela metafísica deben leerse incluso los largos volúmenes dedicados a la historia de su vida. En los centenares de páginas que los componen de Beauvoir trata de forjar una imagen coherente de sí misma, creada precisamente a través de la narración. No se trata de una simple reconstrucción de los hechos, exteriores e interiores, sino de un verdadero y propio proceso creativo. Nelson Algren, escritor estadounidense y amante de Simone, con un juicio despectivo, califica su autobiografía como autoficción, opinión compartida por muchos críticos de la pensadora. Para otros estudiosos, sin embargo, ese estilo debe considerarse como plenamente compatible con la totalidad de su pensamiento, encaminado a proporcionar ejemplos de este “arte de vivir”.
A la luz de todo esto se comprende que el pensamiento de Simone de Beauvoir no se encuentra expresado tan solo en los ensayos explícitamente filosóficos, sino que, en buena medida, ha sido confiado a la narración y al desarrollo de los personajes que pueblan sus novelas y la historia de su vida.
Le deuxième sexe constituye la obra más voluminosa y quizás más conocida de Simon de Beauvoir. Publicado por primera vez en 1949, fue desde el principio objeto de polémica. El movimiento feminista lo descubre a principios de los años 60 y su famosa frase mujer no se nace: llega una a serlo (On ne naît pas femme: on le devient), se convierte en el estandarte de numerosas batallas teóricas y políticas por la emancipación de la mujer. Sin embargo, incluso al interno del mismo movimiento feminista (o movimientos, ya que éste no es reducible a un único enfoque teórico) ha sido y sigue siendo objeto de discusión.
El texto se divide en dos libros: Hechos y mitos y La experiencia vivida. En el primero se hace una reconstrucción fenomenológica de la mirada con la que, histórica y culturalmente, se ha visto a la mujer. A lo largo de sus tres secciones —destino, historia, mitos— establece los presupuestos teóricos sobre los que se asienta lo tratado en el segundo volumen. Este último afronta la cuestión de la formación de la mujer, de su situación efectiva y de sus posibles justificaciones existenciales. Encontramos allí un análisis (que la crítica posterior, incluso feminista, ha tanto alabado como vilipendiado), de las diferentes situaciones de la mujer: madre, casada, lesbiana, prostituta; y entre las justificaciones, la perspectiva de la mujer narcisista, de la enamorada, de la mística. Cierra la obra un capítulo dedicado a la liberación y a la mujer finalmente independiente.
Se trata de un texto particularmente complejo que podría sintetizarse como una fenomenología existencialista que se desarrolla en clave de género y en la que se resalta el peligro siempre inminente de que la mujer decida no afirmarse como conciencia y acepte jugar un papel relativo al otro, que la reduce a objeto. Podemos identificar dos cuestiones que son la columna vertebral de toda la obra: la mujer como otro y el papel de la corporeidad.
De Beauvoir funda su idea de otro sobre la dialéctica del amo y del esclavo de Hegel. Como se sabe, para el filósofo idealista, este momento de la fenomenología del espíritu describe en forma narrativa la lucha a muerte entre dos autoconciencias por afirmar la propia independencia. El amo arriesga la vida y vence sometiendo al otro que, precisamente, acaba por rendirse para no perderla. Pero a continuación, el siervo se convierte en indispensable, ya que proporciona al amo lo que este necesita: de esta manera, el amo no pueden prescindir de él y, así, la subordinación se da vuelta. De Beauvoir coloca esta dinámica al interno de la radical ambigüedad del ser humano que objetiva al otro, pero, al mismo tiempo, lo necesita en cuanto conciencia libre para ser reconocido por él. En Le deuxième sexe se procede a una especie de aplicación de esta dialéctica al género, buscando mostrar cómo la ambigüedad de la conciencia en la relación entre los sexos ha adquirido históricamente un dinamismo peculiar. La estructura hegeliana del reconocimiento tiene un desarrollo dramático, ya que pasa siempre a través del conflicto, pero, a diferencia de la dialéctica amo-esclavo, en la lucha entre el hombre y la mujer, esta última no ha opuesto nunca al hombre alguna pretensión de reconocimiento recíproco. La tesis que atraviesa toda la obra es que, partiendo de esta asimetría, la mujer es concebida como otro. En estas páginas, la dialéctica entre las conciencias es aplicada a los hombres y a las mujeres pero no tomados individualmente, sino como pertenecientes a un género. La relación no puede ser eliminada, así como tampoco la relación entre los dos sexos: su oposición se da dentro de un Mitsein original, un estar juntos de la díada hombre-mujer que no puede ser quebrada. Pero es precisamente aquí donde la mujer, según ella, es tomada como otro. Mientras que en general todo el mundo experimenta algún tipo de escándalo al ser captado como “otro” por las conciencias con las que tiene que verse, en este caso sólo la mujer es percibida como otro, otro con respecto al hombre, sin reciprocidad. La particularidad está en que no sólo las mujeres nunca han opuesto resistencia, sino en que los hombres han encontrado en ellas una complicidad con la que ningún opresor ha contado jamás por parte de sus víctimas. En las otras formas en las que se desarrolla la dialéctica amo-esclavo cada una de las conciencias pone en riesgo su vida para alcanzar reconocimiento, pero en este caso la vida del hombre no está nunca en cuestión, y la mujer misma asume el papel de otro concibiéndose sólo en relación al varón: ella es lo no-esencial que nunca vuelve a lo esencial, no llegando a ser jamás verdadero sujeto. De Beauvoir ve que lo que aquí está en juego no es sólo el rol social de la mujer, sino su propia identidad, desde el momento en que se la define como “otro con respecto al hombre”. Es a partir del varón que se define al ser humano y sólo en un segundo momento se realiza la pregunta por quién sea la mujer, pero presentando así la cuestión, ésta representa siempre el polo negativo y toda determinación se le imputa como una limitación, sin reciprocidad. «La mujer se determina y se diferencia con respecto al hombre, y no a la inversa; ella es lo inesencial frente a lo esencial. El es el Sujeto, es el Absoluto; ella es la Alteridad» [El segundo sexo, v. I, p. 50].
Para de Beauvoir desconocer esta realidad implica caer en la mala fe, en el más genuino significado existencialista de mentirse a sí mismo y a los demás. «Cuando se mantiene a un individuo o grupo de individuos en situación de inferioridad, el hecho es que es inferior; pero tendríamos que ponernos de acuerdo sobre el alcance de la palabra ser; la mala fe consiste en darle un valor sustancial, cuando tiene un sentido dinámico hegeliano: ser es llegar a ser, es haber sido hecho tal y como le vemos manifestarse» [El segundo sexo, v. I, p. 58]. De este tipo es la inferioridad de las mujeres, que están subordinadas a los hombres porque viven en una situación que les brinda menores posibilidades. La mala fe, sin embargo, se da también en el caso de aquel que cuenta con las herramientas culturales para liberarse de esta condición, sin embargo, desempeña conscientemente el papel de no-esencial: es el caso de la mujer que asume el papel de un ser débil, que debe ser salvado, pero por medio de ese rol afirma su soberanía sobre el hombre. El hombre, por su parte, debe defender su imagen de dominador viril. Sin embrago, esta imagen está constantemente en peligro, porque depende siempre de la libertad de la mujer, negada y, al mismo tiempo, solicitada al buscar el reconocimiento. Tal mala fe impide una relación simétrica. La mujer, sostiene, piensa que tiene un valor infinito en cuanto a su feminidad —que sería, en cambio, el fruto de convenciones sociales— y, sin embargo, se relaciona con el hombre proponiéndose como otro, buscando en él la justificación de su existencia; el hombre, en cambio, tomándola como otro la percibe como un bien no-esencial: de este modo el intercambio no puede ser entre iguales. Para la pensadora francesa, se convence a la mujer de que debe buscarse a sí misma en el otro, alienándose, con el objeto de corromperla. Se le presenta la renuncia a sí misma como su vocación y de esta manera se adormece la conciencia de su individualidad y de su apertura trascendente.
Yendo más allá del análisis sociológico y social de la situación de la mujer y de su proceso de emancipación, la tesis ofrecida por de Beauvoir es heredera directa de una perspectiva antropológica que parte de las conciencias separadas y, precisamente debido a su trascendencia, dialécticamente opuestas. La relación misma entre madre e hijo, en cuyo interior comienza la existencia, es vista como conflictiva, como la situación en la que una vida primero viola y luego aliena a otra. Como ya se ha visto, en última instancia, esta perspectiva vuelve aporético todo intento de estructurar una ética a partir de la sola libertad. Sin embargo, debe decirse que, en las páginas de esta obra, encontramos también uno de los raros pasajes de la producción de de Beuavoir en los que se entrevé una posibilidad de conciliación. Allí leemos que tanto en los hombres como en las mujeres «se vive el mismo drama de la carne y el espíritu, de la finitud y la trascendencia; los dos están devorados por el tiempo, los acecha la muerte; ambos tienen una misma necesidad esencial del otro; y pueden encontrar la misma gloria en su libertad» [El segundo sexo, v. II, p. 541], o sea, la duración de su compromiso más allá de la acción nulificadora de la muerte. En muchos otros lugares, sin embargo, se vuelve a plantear esa oposición, al punto de que, en algunas de sus páginas, el amor se presenta únicamente como un dinamismo de conquista del otro. En concreto, sostiene que la mujer sale derrotada de ese dinamismo porque para conquistar al hombre se hace carne e inmanencia pura y permanece encerrada en sí misma, sin la redención de la libertad «ha aceptado hacerse carne en la excitación, la espera, la promesa; solo podía ganar perdiéndose: está perdida» [El segundo sexo, v. II, p. 503].
Una cuestión importante para el análisis de la mujer se toma del materialismo histórico que, para de Beuavoir, tuvo el mérito de poner de relieve que la humanidad no es una especie animal, sino una realidad histórica.«La sociedad humana es una antiphysis: no sufre pasivamente la presencia de la naturaleza, la asume. Esta asunción no es una operación interior y subjetiva, se realiza objetivamente en la praxis» [El segundo sexo, v. I, p. 115]. La definición de lo humano como antiphysis es parcialmente corregida por lo dicho anteriormente, en las páginas sobre el destino de la mujer. Allí observa que, en el fondo, el sujeto puede en realidad contradecir el dato natural. A pesar de esto, insiste luego en que «el hombre no puede contradecir sus circunstancias, pero constituye su verdad por la forma en que las asume; la naturaleza sólo tiene realidad para él en la medida en que se engloba en su acción, y su propia naturaleza no es una excepción» [El segundo sexo, v. I, p. 97]. Con el término naturaleza de Beauvoir indica la biología —no la idea a ella totalmente extraña de principium operationis— y considera que sólo la dimensión existencial de la libertad y del desarrollo cultural son expresión propia del ser humano. «[E]l cuerpo no es una cosa, es una situación: es nuestra forma de aprehender el mundo y el esbozo de nuestros proyectos» [El segundo sexo, v. I, p. 97]. El cuerpo y la sexualidad son expresiones de la existencia, y sólo desde esta perspectiva se puede entender su significado. En particular, por cuanto se refiere a la objetividad del cuerpo sexuado, considera al varón y a la mujer como dos individuos, dentro de una misma especie, que se diferencian para fines reproductivos. La diferencia parece ser, entonces, funcional a la sola especie, sin que la sexualización pueda decir nada del individuo. De Beuavoir no niega el dato de la biología, pero rechaza que el cuerpo pueda definir a la mujer. En un marco teórico en el que el único fin reconocible es la libertad y su movimiento proyectante, no es posible encontrar valor alguno en la fisiología: «las circunstancias biológicas revisten los valores que les confiere lo existente» [El segundo sexo, v. I., p. 99]. La inferioridad del cuerpo de la mujer en términos de fuerza y de poder no tiene otro significado que aquel que le es asignado por la cultura. Sin embargo, en muchos pasajes del texto, el desequilibrio que pesa sobre la proyectualidad como factor dador de sentido, paradójicamente termina transmitiendo una valoración negativa de la corporalidad femenina, cuestión que levantará oposición entre muchas pensadoras feministas posteriores, especialmente a partir de los años noventa. Los años fértiles de la mujer, por ejemplo, son vistos como el periodo «cuando más vive su cuerpo como una cosa opaca, alienada; es presa de una vida obstinada y extraña (…) la mujer, como el hombre, es su cuerpo: pero su cuerpo es una cosa ajena a ella» [El segundo sexo, v. I, p. 91]. El ritmo cíclico de su fisiología es una alienación, así como la maternidad es vista en términos de una esclavitud funcional a la mera supervivencia de la especie. Hay también una especie de disociación entre la identidad de la persona y su cuerpo: en el caso de la mujer este la aprisiona en una vida distinta de la suya. En cualquier caso, para ambos sexos, el cuerpo asume un papel instrumental con respecto a la intencionalidad, que sigue siendo la única fuente de sentido. Es tal vez en esta disociación donde es posible encontrar una explicación a la tesis, que emerge con fuerza en sus novelas y en su autobiografía, de una libertad sexual capaz de distinguir entre un amor esencial y otros amores periféricos, a pesar de la equivalencia entre los diversos actos de intimidad corpórea realizados con diferentes personas. Lo que cambia el sentido, de hecho, está confiado siempre y únicamente a la intencionalidad.
Si bien reconociendo al materialismo histórico, como hemos visto, el mérito de haber evidenciado que la humanidad es una realidad histórica, de Beauvoir realiza también una aguda crítica a uno de sus textos canónicos: El origen de la familia, la propiedad privada y el Estado, de Engels. El punto de conflicto es la sola dimensión económica como categoría interpretativa y la conexión entre el origen de la propiedad privada y la formación de la familia patriarcal entendida como origen de la opresión de la mujer. Su tesis es que las cuestiones relativas a la división del trabajo, la propiedad y la opresión no se pueden leer en los términos propuestos por Engels «porque afectan al hombre en su totalidad y no a la abstracción que constituye el homo oeconomicus» [El segundo sexo, v. I, p. 118]. La idea de que el perfeccionamiento de los instrumentos técnicos, la intensificación y la subdivisión del trabajo sean la fuente de las opresiones no le parece, de hecho, una tesis viable. Por un lado, es necesario ahondar más en el origen del interés del hombre por la propiedad privada; por otra, observa que esa misma división del trabajo podría llegar a ser positiva. La propiedad no sólo es comprensible únicamente en términos de un instrumento para el trabajo, sino que requiere tener en cuenta la infraestructura ontológica del hombre. El interés por la propiedad, según de Beuavoir, proviene del hecho de que el existente «sólo consigue percibirse alienándose; se busca a través del mundo en una imagen ajena que hace suya» [El segundo sexo, v. I, p. 119]. A su vez, la opresión de la mujer no puede deducirse de la propiedad privada, sino que «es una consecuencia del imperialismo de la conciencia humana, que trata de reforzar objetivamente su soberanía. Si no estuviera en ella la categoría fundamental de la Alteridad, y una pretensión original al dominio del Otro, el descubrimiento de la herramienta de bronce no hubiera podido provocar el sometimiento de la mujer» [El segundo sexo, v. I, p. 120]. La oposición de los sexos, por tanto, no puede ser entendida en términos de un conflicto de clases, como quiere Engels, puesto que, mientras que los que luchan por la revolución quieren abolir las clases sociales, la mujer no quiere abolirse como sexo.
La sociedad compuesta de individuos es importante en la medida en que lo es cada uno de sus miembros. En un socialismo democrático en el que se eliminaran las clases pero en el que los individuos no fueran absorbidos en lo social, la cuestión del destino individual y la diferencia entre los sexos conservaría, por lo tanto, toda su importancia. De Beauvoir habla, de hecho, de una infraestructura existencial que hace irrepetible cada vida, irrepresentable en términos de cualquier generalización.
La Vieillesse constituye el último gran estudio de de Beauvoir. De modo análogo a como en Le deuxième sexe se analizó la situación de la mujer como otro, en este volumen se examina a los ancianos, vistos como otros respecto de un sujeto adulto.
En el tratado sobre la mujer, su rechazo del universalismo la llevó a rechazar la idea de que se puede hablar de un abstracto eterno femenino, un mito culpable de ocultar la singularidad de las existencias concretas. Este objetivo, que, como han hecho notar muchas críticas pertenecientes al movimiento de los Women’s Studies, está en contradicción con su intento de hablar de “la” madre, “la” lesbiana o “la” mística, se mantiene, sin embargo, como un horizonte general. Encontramos esta misma preocupación en su ensayo sobre la vejez: pensar en los ancianos como en una realidad abstracta que lleva a olvidar que se trata de vidas individuales que aún deben ser tratadas como tales. La asignación de un significado sustantivo a partir de la biología, establece la situación de alteridad que se les atribuye: son los otros respecto a los miembros productivos de la sociedad. De esta manera se los margina, se olvida que son sujetos capaces de trascendencia, se les priva de su capacidad de decidir y de proyectar.
De Beauvoir ofrece una lectura de la imagen de la vejez en diferentes épocas históricas y culturales, complementándola luego con la imagen que el anciano tienen de sí mismo, la forma en que vive su cuerpo y la relación con los otros, para terminar con una descripción de cómo lo representa la sociedad contemporánea. Lo que emerge es un cuadro que ella define como escandaloso, en el que el anciano no es solo biológicamente viejo, sino socialmente obsoleto. Su drama se vive tanto a nivel externo, en el ser dejado de lado como otro, como a nivel interno: ya no puede lo que quiere, estructura proyectos pero no puede pasar a la acción, porque su organismo se evade; su impulso se pierde por el cansancio y su pensamiento a menudo se desvía del objetivo. La vejez puede ser vivida como una enfermedad mental en la que se experimenta la angustia de huir de sí mismo. A partir de todo esto la sociedad parece no considerar ya a los viejos como verdaderamente humanos, como si no tuvieran las mismas necesidades que los demás miembros de la comunidad. Para apaciguar nuestras conciencias, los ideólogos habrían forjado los mitos en los que el anciano se encuentra sublimado o degradado: el sabio venerable que domina desde lo alto el mundo terrestre, o el viejo tonto, extravagante y vano. En cualquier caso un otro. Se trata de un texto que, a través del análisis existencialista, ofrece una denuncia social. Su objetivo es mostrar cómo el triste destino reservado a los ancianos constituye un fallo de todo el sistema social. Una vez más encontramos también en estas páginas como el pensamiento de Simone de Beauvoir, a pesar de sus puntos problemáticos y sus muchas contradicciones internas, se presenta como una filosofía del compromiso y de la responsabilidad.
L’Invitée, Gallimard, Paris 1943 (La invitada, Edhasa, Barcelona 19792)
Pyrrhus et Cinéas, Gallimard, Paris 1944 (¿Para qué la acción?, Pléyade, Buenos Aires 1972).
La phénoménologie de la perception de Maurice Merleau-Ponty, «Les Temps modernes», 1945/2:363–67
Le Sang des autres, Gallimard, Paris 1945 (La sangre de los otros, Seix Barral, Barcelona 1985).
Les Bouches inutiles, Gallimard, Paris 1945 (Las bocas inútiles: obra en dos actos y ocho cuadros, Ariadna, Buenos Aires 1957).
Idéalisme moral et réalisme politique, «Les Temps Modernes» (2/1945), pp. 248-68.
Littérature et métaphysique, «Les Temps modernes» (7/1946), pp. 1153–63.
Tous les homes sont mortels, Gallimard, Paris 1946 (Todos los hombres son mortales, Edhasa, Barcelona 1997).
Pour une morale de l’ambiguïté, Gallimard, Paris 1947 (Para una moral de la ambigüedad, Schapire, Buenos Aires 1956).
L’Amérique au jour le jour, Editions Paul Marihein, Paris 1948 (América día a día, Grijalbo, Barcelona 1999).
L’Existentialisme et la sagesse des nations, Nagel, Paris 1948 (El existencialismo y la sabiduría popular, Siglo Veinte, Buenos Aires 1969). Además del ensayo que le da el nombre, obra contiene también: Idéalisme moral et réalisme politique, Littérature et métaphysique y Œil pour œil.
Le deuxième sexe, Gallimard, Paris 1949 (El segundo sexo, vv. I y II, Cátedra, Madrid 20005).
Faut-il brûler Sade?, «Les Temps modernes» (74/1951), pp. 1002–33; (75/1952), pp. 1197–230 (El marqués de Sade, Leviatán, Buenos Aires 1956).
Les mandarins, Gallimard, Paris 1954 (Los mandarines, Círculo de Lectores, Barcelona 1986).
Merleau-Ponty et le pseudo-sartrisme, «Les Temps modernes», 1955/10: 2072–122 (J.P. Sartre versus Merleau-Ponty, Siglo Veinte, Buenos Aires 1969).
Privilèges, Gallimard, Paris 1955 (El pensamiento político de la derecha, Siglo XX, Buenos Aires 1969)
La longue marche, essai sur la Chine, Gallimard, Paris 1957
Mémoires d’une jeune fille rangée, Gallimard, Paris 1958 (Memorias de una joven formal, Edhasa, Barcelona 19812).
La force de l’âge, Gallimard, Paris 1960 (La plenitud de la vida, Edhasa, Barcelona 19822).
Djamila Boupacha, Gallimard, Paris 1962 (escrito junto con Gisèle Halimi, trad. Djamila Boupacha, Seix Barral, Barcelona 1964).
La force des choses, Gallimard, Paris 1963 (La fuerza de las cosas, Sudamericana, Buenos Aires 2000).
Une mort très douce, Gallimard, Paris 1964 (Una muerte muy dulce, Edhasa, Barcelona 19792).
Que peut la littérature?, «Le Monde», 1965/249, pp. 73–92.
Les Belles images, Gallimard, Paris 1966 (Las bellas imágenes, Edhasa, Barcelona 2004).
La Femme rompue, Gallimard, Paris 1967 (La mujer rota, Edhasa, Barcelona 20152).
La Vieillesse, Gallimard, Paris 1970 (La vejez, Edhasa, Barcelona 1983).
Tout compte fait, Gallimard, Paris 1972
Quand prime le spirituel, Gallimard, Paris 1979 (Cuando predomina lo espiritual, Edhasa, Barcelona 20012).
La Cérémonie des adieux, suivi de Entretiens avec Jean-Paul Sartre, Août-Septembre 1974, Gallimard, Paris 1981 (La ceremonia del adiós, El País, Madrid 2003).
Lettres à Sartre, curato da Sylvie le Bon de Beauvoir, Gallimard, Paris 1990 (Cartas a Sartre, Lumen, Barcelona 1996).
Journal de guerre: Septembre 1939-Janvier 1941, curato da Sylvie le Bon de Beauvoir, Gallimard, Paris 1990 (Diario de guerra: septiembre de 1939-enero de 1941, Edhasa, Barcelona 1990).
Lettres à Nelson Algren. Un amour transatlantique (1947-1964), edizione e traduzione dall’inglese di Sylvie Le Bon de Beauvoir, Gallimard, Paris 1997 (Cartas a Nelson Algren: un amor transatlántico 1947-1964, Lumen, Barcelona 1999).
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© 2017 Elena Colombetti y Philosophica: Enciclopedia filosófica on line
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