Philosophica
Enciclopedia filosófica  on line

Relativismo moral

Autor: Juan José García Norro

Aunque ciertamente el término relativismo moral no ha sido usual en la bibliografía filosófica hasta hace unos pocos decenios, no cabe duda de que muchas doctrinas éticas del pasado, sin darse a sí mismas este nombre ni ser consideradas explícitamente como tales por otros, merecen esta denominación. Así, por ejemplo, la conocida crítica de Kant a las éticas materiales se apoya en la demostración de que, según este pensador, todas ellas incurren en el relativismo moral [KpV, AA V: 21].

El relativismo moral debe ser distinguido con claridad del escepticismo moral. Mientras que el escepticismo en general y el moral en particular mantienen intacta la noción de verdad como correspondencia entre la creencia y la realidad, y únicamente dudan de si es posible estar plenamente seguros de haber alcanzado esta adecuación, es decir, niegan que el ser humano sea capaz de certeza objetiva, el relativismo, tanto el general como el específicamente moral, socava la noción misma de verdad, pues la identifica con la creencia subjetivamente firme. En una peculiar mezcla de humildad y orgullo, el relativista considera desmesurada la pretensión de conocer, aunque sea en una sola ocasión, la realidad misma, las cosas tal y como son. En su opinión, el ser humano debe conformarse con el parecer y renunciar al ser. Pero, a la vez, el relativista convierte al hombre en la medida de todas las cosas, incluida la verdad. Ahora bien medir la verdad equivale a establecerla o, lo que es lo mismo, crearla. Por consiguiente, de esta forma, bastaría creer algo para que ello fuese, eo ipso, verdadero. Naturalmente no verdad para todos, no una verdad objetiva, válida en sí misma, sino válida para aquel individuo que la tiene por verdadera (relativismo subjetivo o subjetivismo) o grupo de individuos que comparten la creencia en cuestión (relativismo cultural). Muchos pensadores —por ejemplo, E. Husserl, o, más recientemente, H. Putnam [Husserl 1900: Prolegómenos, §§ 36; Putnam 1981: 113-123]— han estimado que un relativismo total, o sea, que se extienda a todo objeto de conocimiento, es de suyo incoherente, tan absurdo como un escepticismo completo que niegue la posibilidad de cualquier conocimiento a la par que afirma el conocimiento de que no se puede conocer. Sea como fuere, el relativismo moral, que es el único del que aquí se va a hablar, no cae bajo esta crítica, porque reduce su alcance a un tipo de verdades: las éticas. Hemos de ver, pues, con qué argumentos se avala esta pretensión y cuál puede ser su fuerza.

1. Niveles de la reflexión ética

Es común distinguir tres niveles de reflexión dentro de la disciplina filosófica que recibe el nombre de ética. El primero, conocido como ética descriptiva, es, en realidad, una rama de la sociología. Su objeto se ciñe, en principio, a describir las creencias morales vigentes en una sociedad. Se habla más de creencias que de modos de vida porque realmente la ética descriptiva no se ocupa del comportamiento habitual de los miembros participantes en una cultura en la medida en que, como es sabido, este nunca se acomoda enteramente a los ideales morales que persiguen los integrantes de una sociedad. La ética descriptiva, por tanto, consta de una serie de enunciados descriptivos y empíricos que expresan las expresiones normativas y los juicios de valor que son tenidos por válidos en una determinada cultura.

La ética descriptiva, o como también a veces se la conoce, la ciencia de las costumbres, de acuerdo con la denominación acuñada por los sociologistas franceses [Lévy-Bruhl 1927] es, pues, un saber empírico, una ciencia con un estatus epistemológico similar a la mineralogía, por señalar una. El ser humano difícilmente se conforma con el reconocimiento de los hechos. Desea explicárselos. Siguiendo esta tendencia natural en el hombre, la ética descriptiva añade a la recopilación de creencias sobre el modo de vida recomendado en cada sociedad, un intento de explicarlas, de encontrar las causas que las han producido y que, al ser distintas en épocas y culturas diferentes, darían razón de por qué no todos los pueblos de la tierra comparten un mismo credo moral, una manera parecida de valorar las conductas propias y las de sus semejantes. La propuesta metodológica del materialismo cultural avanzada por Marvis Harris es un ejemplo, entre otros muchos, del proyecto de dar cuenta de la diversidad de estilos de vida de las distintas sociedades humanas encontrando sus causas en la biología y ecología, es decir, «en explicaciones materiales de tipo práctico» [Harris 1980: 11].

En un segundo nivel, el de la ética normativa, la reflexión ética se ocupa de las normas y de los juicios de valor que el investigador propone como válidos con independencia de la adhesión que susciten en su propio grupo social o en cualquier otro. Lejos de limitarse a decir lo que hay, a describir cómo son las cosas, en este caso, las creencias morales, quien practica la ética normativa indica lo que deben ser. Por consiguiente, la ética normativa no se compone de juicios descriptivos ni empíricos. Sus proposiciones son normativas o valorativas y, dado que la experiencia sensible es incapaz de mostrar lo que debe ser, pues se limita necesariamente a lo que es, tampoco son proposiciones empíricas.

Por último, cabe distinguir un tercer nivel de reflexión moral, que, en la bibliografía ética más reciente, suele recibir la denominación de metaética. En este nivel se pretende encontrar un fundamento a la propuesta moral que ofrece la ética normativa. Hay que reparar que se trata de un fundamento entendido como justificación, en vez de como un fundamento que sea una mera explicación [Boudon 2008], como se propone en la ética descriptiva, que toma las normas y valores morales exclusivamente como creencias, o sea, como acontecimientos psicológicos o sociológicos, que, al igual que cualesquiera otros sucesos del mundo natural, tienen causas que los explican completamente. Al decir de Arthur Schopenhauer, «predicar moral es fácil, fundamentarla difícil» (Schopenhauer Preisschrift über die Grundlagen der Moral: Motto). Lo primero, la predicación, pertenece a la ética normativa, lo segundo, la fundamentación de un código moral, que Schopenhauer encuentra más arduo, es parte de la metaética. Con todo, conviene aclarar que la metaética no se ocupa de la fundamentación de una norma moral cualquiera. Por lo general, este paso corresponde todavía a la ética normativa que, a partir de unos pocos principios morales muy generales, o en un caso extremo de uno solo, deduce otros más concretos. En esta perspectiva, la regla de oro, quod tibi fieri non vis, alteri ne feceris, el principio utilitarista de maximizar el placer, o el principio agustiniano de ama et quod vis fac, pueden hacer las veces de principios supremos de la moralidad de los que se deduzcan normas más precisas para regular conductas concretas. Este proceso de fundamentación de unas normas a partir de otras se mueve todavía dentro de la ética normativa. La perspectiva metaética se alcanza cuando el énfasis se pone en cómo fundamentar los principios supremos de la moralidad o el conjunto completo de las normas y juicios de valor que se proponen; se reflexiona sobre qué validez se puede otorgar a esa fundamentación y se medita acerca de la naturaleza de las proposiciones normativas y axiológicas que constituyen la ética normativa.

2. El relativismo moral normativo

El relativismo moral normativo, o simplemente relativismo moral, es una tesis perteneciente al tercer nivel de reflexión ética, el de la metaética, por eso algunos autores lo denominan relativismo moral metaético. Este relativismo afirma que las normas morales y los juicios de valor de índole ética no tienen una validez absoluta y, por consiguiente, toda fundamentación que pretenda otorgársela se encamina al fracaso. De acuerdo con este relativismo, no hay un criterio universalmente válido para juzgar las acciones humanas, los hábitos ni las instituciones, de manera que los juicios morales solo pueden aspirar a validez dentro de un código determinado. Por consiguiente, las normas morales y los juicios estimativos no poseen un valor de verdad absoluto u objetivo, sino relativo a las tradiciones, convicciones o prácticas de un grupo de personas (relativismo normativo sociológico o cultural) o, en algunas ocasiones, relativo a las creencias de una sola persona (relativismo normativo individual o subjetivista). Está mucho más extendido el relativismo sociológico que el subjetivista, puesto que este difícilmente puede dar cuenta del carácter suprapersonal con que se viven las normas que se consideran morales, si bien algunos autores [Williams 1972] piensan que teóricamente es más sólido el subjetivismo que el relativismo sociológico. En lo que sigue, nos referiremos siempre, salvo indicación en contra, al relativismo normativo sociológico, donde se confunde norma válida y norma vigente.

Las normas morales no son las únicas normas utilizadas en nuestro lenguaje cotidiano. Muchas de las normas a las que nos referimos en nuestras conversaciones muestran un patente e innegable carácter relativo. Por ejemplo, todas las normas regulativas de los juegos a los que nos entregamos con frecuencia. Nadie en su sano juicio aceptaría que está absolutamente prohibido tocar el balón con la mano. A la pregunta de si es lícito o no tocar el balón con la mano, solo cabe una respuesta sensata: según el juego de que se trate; en unos sí y en otros no. La norma acerca de tocar el balón con la mano es una norma relativa a un código que define o constituye un juego o deporte. En sí misma considerada, con independencia del código en el que se encuadra, la norma no es válida o inválida, verdadera o falsa. Su validez depende de a qué se juegue; por tanto, es una norma relativa. Su carácter relativo proviene del hecho de que la norma es claramente convencional: la crea el ser humano al proponerla. Basta con aceptarla, aunque sea tácitamente cuando uno decide participar en ese juego, para que la norma entre en vigor, restringida naturalmente al deporte de que se trate. Que la norma sea convencional no equivale a declararla arbitraria. Una norma constitutiva de un juego no puede modificarse generalmente sin que se resienta el juego, por ejemplo, este pierda interés para los participantes o para los espectadores. En este sentido, unas normas son “mejores” que otras al aumentar la emoción, la dificultad o el atractivo del juego. Pero carece de sentido sostener que la validez de una norma de este tipo es un rasgo suyo objetivo o que muestra un valor de verdad con independencia de cualquier código concreto. Hasta hace unos años, el portero de un equipo de fútbol podía tomar la pelota con sus manos, aunque se la pasase un compañero de su equipo siempre que estuviese dentro de su área. Posteriormente los organismos deportivos correspondientes establecieron la norma de que la “cesión al portero” obliga a este a jugar el balón con el pie. Podrá discutirse si es mejor la norma actual o la pasada, pero esta controversia no afecta al hecho de que ninguna de estas dos normas, la vigente y la derogada, es en sí misma válida, sino que es la aceptación de una de ellas la que le confiere a esta una validez relativa.

Lo dicho para las normas, se traslada sin dificultad a los juicios estimativos. Resulta manifiesta la naturaleza relativa de muchos de ellos. Que la misma brisa procedente del mar sea agradable o desagradable es una pareja de juicios estimativos que, a pesar de su apariencia, no se contradicen entre sí, siempre que los pronuncien dos personas diferentes, puesto que lo que afirman es que para una de estas personas la brisa le agrada por la sensación térmica que experimenta mientras que a la otra le incomoda porque la siente de otra forma. Carece de sentido sostener que en sí misma la brisa es agradable y que este es el valor que le corresponde objetivamente. Al contrario, su carácter “agradable” se lo confiere la sensación correspondiente que una persona experimenta. Es este sentimiento placentero el que crea el valor de agrado en el viento suave. Sin dicha sensación, la brisa no tendría ningún valor. Aunque en este caso, y a diferencia de la norma constitutiva de un juego, no es un acto de voluntad quien crea el valor, sino un sentimiento que se experimenta sin que el sujeto se lo proponga, el carácter relativo del valor de agradabilidad es igualmente patente.

Con todo, el relativismo moral no se define por reconocer que hay normas y valores relativos, lo que nadie ha negado nunca, sino por sostener que sin ninguna excepción toda norma y todo juicio estimativo posee una validez exclusivamente relativa. De este modo, lo dicho de las normas constitutivas de los juegos se amplía, en el relativismo moral normativo, a todo género de normas, y lo que es peculiar de los valores de lo agradable o de lo subjetivamente satisfactorio se extiende a todas las clases de valores.

Junto a las normas constitutivas de los juegos, se suelen distinguir las normas sociales y las normas legales. Estos dos últimos tipos de normas coinciden en su carácter condicionado, o hipotético en el lenguaje kantiano, porque, de acuerdo con una interpretación habitual de ellas, se limitan a ordenar a un sujeto una cierta clase de acción bajo la condición de que este desee un determinado fin que es, en estos casos, evitar una sanción. También las normas constitutivas de los juegos son hipotéticas, ya que solo obligan bajo la condición de que el individuo que a ellas se somete desee participar en el juego que definen. La diferencia entre las normas sociales y legales radica en la autoridad que las promulga (el poder legislativo en todas sus variantes o una difusa voz de la sociedad), en su carácter escrito o no y, sobre todo, en el género de sanción a que se arriesga quien las infringe. Tanto las normas sociales como las legales son prima facie convencionales, puesto que las crea un acuerdo, explícito o táctico, de los hombres y, en consecuencia, su vigencia es solo relativa. Como en el caso de los juegos, una pregunta acerca de ellas (por ejemplo, la cuestión de si se puede fumar en un local público) no admite una contestación sencilla (sí o no) en la medida en que inmediatamente hay que restringir el valor de esta respuesta a un ámbito determinado (la legislación de un territorio en un momento concreto) o, en el caso de que nos refiriésemos a una cuestión social, la de si está bien o mal visto, a una cultura o subcultura.

Las normas hasta aquí mencionadas no agotan todas las clases de normas existentes. Como mínimo, habría que señalar otras dos: las normas técnicas y las morales. Las normas técnicas presentan asimismo un carácter netamente condicional. Obligan a realizar determinadas acciones u omitir otras, siempre bajo la condición de que el sujeto de esta obligación desee alcanzar un determinado fin. Por ejemplo, ingiere tal sustancia para mitigar un dolor. En este caso es innegable que el vínculo entre el medio propuesto (objeto del mandato de la norma) y el fin a cuyo través se obtiene viene dada por la naturaleza de las cosas, en vez de surgir de una voluntad humana. Por esta razón estas normas parecen no compartir el carácter relativo que veíamos que caracterizaba las anteriores. Sin embargo, estas normas son también, en cierto sentido, relativas por dos razones. En primer lugar, porque siguen siendo hipotéticas o condicionadas. Ninguna norma técnica ordena actuar u omitir una acción a todo ser humano, sino solo a aquellos que deseen el fin para el que lo mandado en la norma es un medio. La “obligación” de tomar un analgésico solo afecta a quien desee aminorar la intensidad del dolor experimentado no a quien está libre de él en ese momento. Una vez más, se ve que la pregunta relativa a una norma (por ejemplo, si debo tomar un analgésico) no admite más contestación que un depende. Depende de si sufres dolor. Pero esta última restricción, aminorar el dolor que sufres, no capta lo esencial. Y es que se podría observar que cualquier norma, incluidas las normas morales, el último tipo de norma que aquí se va a distinguir, solo obliga cuando se dan las circunstancias que son ocasión de su aplicabilidad. Dar de comer al hambriento, de beber al sediento o consolar al afligido, como cualquier otra obra de misericordia, que se proponen ahora provisionalmente como normas morales, requieren, como toda norma, para obligar a un sujeto que exista la ocasión para poderla cumplir: que haya hambrientos, sedientos o afligidos. La triste abundancia de personas en estas situaciones no impide reconocer que la norma sería inaplicable si no los hubiera al menos suficientemente cerca de quien pretende llevarla a cumplimiento. En suma, sin dolor, no hay obligación de tomar analgésicos y sin afligidos no hay deber de consolarlos. Con todo, esta observación pasa por alto una diferencia esencial entre la norma técnica y la norma moral. Esta última norma se presenta como incondicionada. Naturalmente, como se ha visto, se halla sometida a que se dé la condición de su aplicabilidad, pero no depende de nada más. En cambio, la norma técnica exige la presencia de su condición de aplicabilidad, experimentar dolor en el caso de la prescripción de tomar un analgésico, y además que se produzca el deseo de no experimentarlo. La condición de la norma técnica es, pues, doble: condición de aplicabilidad —común a cualquier norma— y deseo del fin para el que lo prescrito es un medio —esto es lo peculiar de las normas condicionadas—. La norma moral sólo se encuentra sometida a la condición de su aplicabilidad. Contra esta diferencia, de nada sirve objetar que todo el mundo desea no experimentar dolor porque, si bien es verdad que dolor lleva consigo el vehemente anhelo de que cese junto al miedo de que vaya a más, las ganas de que cese pueden verse contrarrestadas por otros deseos. Por ejemplo, si el analgésico adormece y tengo interés en permanecer totalmente atento a una tarea, no me siento obligado por la norma técnica. Un asesor fiscal puede garantizarme que ciertas limosnas perjudican especialmente a mi patrimonio y sin embargo, no sentirme obligado a dejar de entregarlas. Al fin y al cabo, las normas técnicas versan sobre los medios, nunca sobre los fines. Por otra parte, en segundo lugar, la relatividad de la norma técnica está sometida a una segunda restricción que la relativiza aún más. No hay un único medio de alcanzar un determinado fin deseado. El avance del conocimiento técnico descubre continuamente nuevos recursos, por lo que a la pregunta de si una determinada persona, con su concreto historial médico, que padece un dolor causado por tal tumor, debe tomar un analgésico opiáceo, hay que responder, otra vez más que depende. Depende, entre otras consideraciones, de si la investigación de la industria farmacéutica no ha descubierto otro más eficaz o con menos efectos secundarios.

Frente a todas las normas hasta ahora consideradas, que comparten un carácter hipotético, las normas morales se presentan como incondicionadas. Su estructura lógica no es “si quieres A, haz B”, sino “debes hacer B”. Y este mandato no se somete a los vaivenes de la historia ni a las especificaciones de la geografía. Cuando Platón pone en boca de Sócrates que es preferible padecer la injusticia antes que cometerla, está proponiendo un juicio de valor y una norma deducible inmediatamente de él, que pretende ser incondicionada y con vigencia mas allá de los muros de Atenas y en cualquier época. En este caso, Platón no habría aceptado que a la pregunta de si es preferible padecer la injusticia antes que cometerla, se respondiese que depende de qué código tengamos en este momento por válido, pues para la “moral” de los fuertes, no; mientras que para la “moral” de los mansos, sí.

El relativismo moral normativo sostiene, en cambio, que también en este caso, como en cualquier otro, la norma es relativa. No es válida o inválida en sí misma. Es un desatino atribuirle un valor de verdad sin ulteriores consideraciones. Un filósofo español contemporáneo lo expresa con una rudeza muy esclarecedora:

¿Con cuántas mujeres me puedo casar, con cuántas mujeres tengo derecho a casarme, con cuántas mujeres me está permitido casarme? Con ninguna, según los austeros códigos normativos de los cátaros y anabaptistas. Con una o con ninguna, según los códigos matrimoniales de tradición cristiano-occidental. Obligatoriamente con una, según las normas citadas por Octavianus Augustus en Roma a principios de nuestra Era. Con tantas como pueda alimentar, hasta cuatro, según el código islámico. Con un número de mujeres proporcional al de mis vacas, según el código masai, etc. Alguien puede preguntar: con independencia de esos y otros muchos códigos históricos o imaginables, en sí mismo y desde un punto de vista absoluto, ¿con cuántas mujeres puede casarse un hombre? La pregunta carece de sentido. La validez de una norma es siempre relativa a un cierto código, juego o institución. Hay que reconocer el relativismo insuperable de las normas [Mosterín 1981: 22-23].

En la medida en que, para muchos autores, una norma moral o es no relativa —es decir, incondicionada y válida más allá de condiciones históricas, geográficas, etc.— o no es una norma moral, existe una versión alternativa del relativismo moral normativo que viene a decir que no existen normas morales propiamente dichas, y que las que reciben esta denominación son en realidad normas de otro tipo. En este sentido, el relativismo moral reduce las supuestas normas morales a normas de carácter no moral.

3. El relativismo moral descriptivo

Con frecuencia el relativismo moral normativo se relaciona con el relativismo moral descriptivo, si bien estas vinculaciones son de muy distintos géneros. A veces se entiende que el relativismo normativo se fundamenta en el relativismo descriptivo. Otras veces, se pretende solo que éste sea un indicio de aquél, aunque no haya un nexo lógico estricto entre ambos. Antes de examinar estas relaciones, es preciso describir con algún detalle el relativismo moral descriptivo. Éste consiste en la tesis de que las distintas culturas características de diversos pueblos, sociedades y épocas poseen códigos éticos diferentes. Las creencias morales no son inmunes a la historia, pues se transforman con el paso del tiempo, ni escapan tampoco a las determinaciones geográficas, ya que, como subraya Pascal, tres grados de latitud transforman toda la justicia; un meridiano trastoca la verdad; un río delimita el código moral; la verdad a este lado de los Pirineos es falsedad al otro lado (Pensamientos, 60-294). La observación de la mutabilidad de la conducta humana es familiar a cualquiera que frecuente los libros de historia o guste viajar fuera de las fronteras de su tierra para mirar más allá del humo de su chimenea, como apunta Locke. Comprobar la pluralidad de las costumbres conmocionó a los griegos. Heródoto, un gran viajero a la par que historiador, reflexiona acerca del dominio que la costumbre ejerce sobre el hombre y narra la anécdota del asombro del gran rey de los persas meditando sobre la diferente manera en que los pueblos gobernados por él trataban a los cadáveres de sus allegados. Darío preguntó primero a los griegos si estarían dispuestos a comerse los cadáveres de sus padres. Respondieron que no lo haría bajo ninguna condición. A continuación convocó a otros súbditos de su inmenso imperio, los indios conocidos como calatias, que devoran a sus progenitores fallecidos, y les preguntó si consentirían en quemar en una pira los restos mortales de quienes los engendraron, como acostumbraban los griegos. Le rogaron que no les forzase a cometer semejante sacrilegio (Historia, III, 38). La descripción de la diversidad de las formas de tratar el cuerpo de los muertos podría haber continuado casi interminablemente. De formas de actuar tan dispares, Herodoto extrae, al menos provisionalmente, la tesis, resumida en el verso de Píndaro, de que la costumbre es la reina del mundo (frag. 152). El descubrimiento de que hay otros modos de proceder abre la distinción entre nomos y physis, entre convención y naturaleza, entre lo que el hombre se da a sí mismo y lo que encuentra dado y es invariable.

No obstante, es muy difícil citar autores que hayan convertido la reflexión sobre esta disparidad de costumbres en el eje de su pensamiento y, sobre todo, que hayan extraído de ella, la equiparación del valor de todas ellas. Posiblemente hasta el siglo XX todos los relatos de pueblos lejanos no hacían más que confirman la creencia en la superioridad de la cultura del viajero que se maravillaba ante la visión de formas “estúpidas”, cuando no “abominables”, de actuar. Sin duda Darío experimentaba parecido estupor ante los griegos, incineradores de los cuerpos de sus allegados, que ante los calatias, que los tomaban como alimento; y tenía para sí que exponerlos en alto para ser devorados por las aves era el modo “más correcto”, “más natural” de proceder, de manera que solo consideraciones prudenciales le aconsejaban tolerar otras formas de tratar a los fallecidos. Los relatos etnográficos que eran tan del gusto de los europeos durante los siglos de los grandes descubrimientos geográficos y procesos colonizadores compartían ese mismo punto de vista etnocéntrico que permitía ver a las otras culturas como “primitivas”. El colonialismo, característico de la historia europea de la época moderna y comienzos de la contemporánea, se justificaba precisamente en la creencia de la superioridad de la cultura propia frente a la de los pueblos colonizados a los que había que rescatar de su atraso, a su pesar. Por ello fue justamente a partir del auge de la conciencia emancipadora de los pueblos cuando ganó terreno la idea de que no había unas costumbres mejores que otras, sino que todos los modos de vida eran similares en cuanto a su valía. Y la nueva antropología cultural, que se arrogaba para sí misma el estatus de científica, iniciada por Franz Boas y sus discípulos como Ruth Benedict, Melville J. Herskovits y Margaret Mead suscribió ampliamente esta concepción [Boas 1921; Benedict 1934; Herskovits 1948; Mead 1928]. Es mérito de esta nueva antropología haber insistido en la necesidad de que el antropólogo que estudia una cultura debe convivir con ese pueblo durante bastante tiempo interfiriendo lo menos posible en su modo de vida, no contentarse con describir externamente su comportamiento, sino esforzarse por comprenderlo teniendo presente sus concepciones globales del universo y abstenerse siempre de juzgar, es decir, de valorar lo que observa. Más discutible es si, a partir de estas recomendaciones metodológicas, cabe extraer una tesis metaética del relativismo moral normativo.

4. El objetivismo moral

Antes de discutir los argumentos de los partidarios del relativismo moral, tanto descriptivo como normativo, y tras describir esta posición es conveniente prestar atención, durante un momento, a la delimitación de la posición opuesta. El objetivismo moral es una tesis metaética que admite la existencia de normas y valores morales objetivos. Es una posición más “débil” que el relativismo moral en el sentido de que afirma menos, puesto que se limita a decir que hay como mínimo una norma moral o un valor moral de carácter objetivo, mientras que el relativismo sostiene que no hay ninguna norma ni valor moral de esa índole. El objetivismo es, pues, una tesis existencial, expresada mediante una proposición particular (“hay una cosa con tales y cuales características”), a diferencia del relativista que sostiene una proposición universal, la que expresa la no existencia de tales cosas. En tanto que es más fácil probar la existencia de algo que la no existencia de ese algo, más sencillo probar una proposición singular o particular, que una universal, se dice que el objetivismo es una tesis más débil que el relativismo. Por supuesto, que aquí “débil” no significa más improbablemente verdadera, sino simplemente que, como es menor su contenido informativo, resulta de más sencilla prueba. Dicho de otro modo, nada habría conseguido el relativista si logra demostrar que ésta o aquella norma supuestamente moral y objetiva, es, en el fondo, una costumbre de validez restringida a un ámbito social, pues tendría que probar a continuación esto mismo respecto de toda norma posible.

Para ser objetivista moral tampoco se requiere sostener que se conocen todas las normas y valores morales realmente objetivos. El objetivismo moral es compatible con la admisión de la dificultad del conocimiento moral y de la posibilidad de que haya errores en él. Por consiguiente, el objetivista moral puede sentirse inseguro en algunos de sus juicios morales, incluso en la mayoría y hasta en todos. En un caso extremo, el objetivismo moral sería compatible con un escepticismo moral. Por ejemplo, una concepción estrictamente consecuencialista (es correcta la acción que trae consigo las mejores consecuencias posibles) es claramente objetivista y compatible con el reconocimiento de que jamás se podrá estar seguro de si una acción es correcta o incorrecta en la medida en que no se pueden conocer todas sus consecuencias y mucho menos las consecuencias de las acciones posibles desechadas por el agente en su elección. La tesis del objetivismo moral es, pues, en el fondo, bastante modesta, se limita a aceptar la existencia de criterios morales universales para juzgar los códigos éticos, aunque el propio objetivista no se considere a sí mismo necesariamente un perito en tales pautas.

Por otra parte, frente a lo que con frecuencia se piensa, el objetivismo moral que concede un valor moral a una acción, una intención, un motivo, un hábito o una institución no tiene por qué transferir sin más este mismo valor moral al agente de esa acción o al sujeto que posee esa intención o es impulsado por ese motivo o participa en dicha institución. Dicho de otra forma, la incorrección de la acción ejecutada no implica por sí sola la maldad de quien la ejecuta o la iniquidad de una institución, como la esclavitud, no supone inexorablemente la perversión de quienes participan de ella. Es importante subrayar esta observación porque a veces el relativismo normativo se apoya en la idea, ampliamente aceptada, de que no tenemos ningún derecho a juzgar a personas pertenecientes a una cultura muy diferente de la nuestra puesto que carecemos de los parámetros indispensables para comprender sus actos y motivaciones, o también en la convicción asimismo muy extendida de que lo importante es que cada cual siga su propia conciencia, la “fidelidad para consigo mismo”, la autenticidad, etc. Con independencia de cuál sea la verosimilitud de estas dos hipótesis, el objetivismo no se compromete con la negación de ninguna de ellas. El repudio objetivista de ciertas prácticas habituales en muchas sociedades actuales, como puede ser la ablación de una parte del aparato genital femenino como rito de paso a la edad adulta, es totalmente compatible con abstenerse de condenar a quienes practican tales conductas, como también, por supuesto, con su condena y persecución.

Por último, otra concepción errónea del objetivismo moral es confundirlo con el absolutismo ético o reconocimiento de absolutos morales. Para esta última posición, existen clases de acciones, intenciones, motivos, instituciones, etc., describibles sin la utilización de criterios éticos, que son siempre incorrectos moralmente. Si nos ceñimos a las acciones, el tipo de objetos más común de valoración moral en la ética contemporánea, habría que decir que el absolutismo ético sostiene que hay clases de acciones, delimitadas mediante rasgos puramente descriptivos, que son siempre moralmente rechazables y que, por tanto, no se deben llevar a cabo con independencia de las circunstancias existentes en que se halla el agente y las consecuencias previsibles que se sigan tanto de su ejecución como de su omisión. Naturalmente, una posición absolutista supone la verdad del objetivismo, pero la conversa de esta proposición no es aceptable. Así, un consecuencialismo es una posición objetivista que no implica obviamente el absolutismo ético.

5. Argumentos a favor del relativismo moral

5.1. El argumentos sociológico

El relativismo moral normativo se propone generalmente a partir de dos argumentos. Al primero de ellos se le puede denominar argumento que parte de la relatividad de opiniones morales o argumento sociológico. Consiste en aplicar el conocido tropo escéptico de la disonancia de pareceres al tema específico de la apreciación ética. Aunque, como hemos visto, desde muy antiguo, los seres humanos se han asombrado de la diversidad de formas de conducirse el hombre en sus quehaceres diarios o extraordinarios, no se sacó de ella, salvo en raras ocasiones, la tesis de que todos los modos de proceder eran equivalentes en tanto en cuanto que se carecía irremediablemente de un patrón universal que juzgase su corrección. Por consiguiente, de la relatividad de las costumbres no se extrajo, por lo general, la conclusión que afirma el relativismo moral normativo. De este modo, la célebre descripción de Montaigne de las costumbres de los caníbales, un tema muy de moda en la época de los grandes descubrimientos, va acompañada de una acerba crítica, en vez de las costumbres de estos pueblos, de las comunes entre los europeos. Montaigne cultiva con maestría el género satírico y compara los usos de su sociedad y época con los de otras que se tenían por más atrasadas para ridiculizar así la pretendida superioridad de que se vanagloriaban sus coterráneos. Escribe Montaigne: «Hallo más barbarie en comer a un hombre vivo que en comerlo muerto. Y nosotros sabemos no solo por haberlo leído, sino visto ha poco [...] que aquí se ha estado desgarrando a veces, con muchas torturas, un cuerpo lleno de vida, asándolo a fuego lento y entregándolo a los mordiscos y desgarros de canes y puercos» (Ensayos, I, XXX). Y concluye: «Esto es más bárbaro que asar y comer a un hombre ya difunto» (ibídem).

De la descripción de Montaigne de ninguna manera extrae el lector, pues, la idea de que la diversidad de usos y costumbres pone en entredicho la creencia en un patrón moral objetivo. Y, aunque en algún momento se desliza alguna apreciación que, tomada aisladamente, puede pasar por una explícita declaración de relativismo moral normativa, como la siguiente: «no tenemos otra medida de la verdad y la razón sino las opiniones y costumbres del país en que vivimos y donde siempre creemos que existe la religión perfecta, la política perfecta y el perfecto y cumplido manejo de todas las cosas» (Ensayos, I, XXX), considerada su obra en su conjunto, queda claro que, para Montaigne, como para muchos otros, es totalmente compatible un relativismo moral descriptivo con un objetivismo moral normativo.

Dejando aparte algunos atisbos en la sofística griega, posiblemente el primer autor que extrajo de la multiplicidad de costumbres dispares la tesis relativista en moral fue John Locke, aunque su postura definitiva reconoce que existen unas normas morales universalmente válidas que han sido dictadas por Dios. En el primer libro de su Ensayo sobre el entendimiento humano, dirige su argumentación contra la posición que afirma que hay verdades innatas, tanto en el terreno del conocimiento teórico como en el ámbito del saber práctico. En el contexto en que escribía Locke, por verdades innatas se entendía principios que superan lo que la experiencia sensorial puede enseñarnos. Verdades, por tanto, universales y objetivas.

En lo que respecta a las normas y los valores morales, Locke parece argumentar de este modo: (a) Si hubiese verdades morales universales y objetivas, todo el mundo las conocería. (b) Es así que no son conocidas por todos. Luego, (c) no hay verdades morales universales y necesarias. Muchos autores han encontrado inaceptable este argumento. Puesto que el razonamiento es formalmente válido, el rechazo de la conclusión tiene que apoyarse en la negación de que sean verdaderas o, al menos, esté probada, una de las dos premisas o ambas.

La verdad de la primera premisa no resulta evidente. La existencia de verdades universales y objetivas no parece implicar la necesidad de que toda persona las conozca. Este hecho queda en parte enmascarado por la terminología escogida por Locke para designar las verdades universales y objetivas que él llama innatas, como anteriormente había hecho Descartes. Ciertamente Locke podría haber citado en su favor el texto paulino que habla de los gentiles, que no han recibido la ley, como teniendo esa misma ley moral escrita en su corazón (Rm 2,14) o los lugares paralelos del Antiguo Testamento (Dt 3,14 y Jr 31, 33). Pero innatas o no, cualquiera que sea lo que esta expresión quiera decir, no se tiene que suponer su conocimiento inmediato por todo ser humano. Los más acérrimos defensores del innatismo admiten la posibilidad de que nunca se actualice en un sujeto concreto el conocimiento de una verdad innata. De este modo, Leibniz, en su polémica con Locke, no se cansa de repetir que el reconocimiento de las ideas innatas no supone en absoluto su conocimiento actualizado en todo ser humano. Es más, insiste en que quienes sostienen que hay principios prácticos universales y objetivos, como es su caso, admiten igualmente la posibilidad, e incluso el hecho cierto, de que no todos los hombres los reconozcan. Por otra parte, este desconocimiento no es exclusivo de los principios que atañen a la moral, también los principios universales y objetivos de orden especulativo son desconocidos por muchas personas. Hasta los principios teóricos más evidentes, como son los matemáticos, pasan desapercibidos para muchos, que en su vida diaria no tienen el sosiego suficiente que les permita pararse a considerarlos. Es más, incluso los matemáticos más famosos incurrieron en multitud de errores respecto de ellos. Leibniz cita en apoyo de esta última afirmación a dos célebres autores, Scaliger y Hobbes (Nuevos ensayos sobre el entendimiento humano: lib. I cap. 2, § 12). Los errores respecto de las verdades innatas son, sin duda, más frecuentes en lo que toca a los principios de índole práctica que a los de naturaleza teórica, pero esto se explica, sin necesidad de recurrir al rechazo del carácter universal y objetivo de estos últimos, por el hecho de que su conocimiento y aceptación afectan mucho más a la vida personal que la admisión de verdades teóricas, por lo que no ha de extrañarnos que el sujeto obligado por las normas morales que contrarían sus apetitos intente nublar su conocimiento de ellas hasta deformar su sentido, para dejar de sentirse constreñido por ellas. Se descubre todo un proceso de autoengaño mediante el cual el interés subjetivo empaña su conocimiento. También Leibniz en su crítica a Locke es consciente de esta argucia psíquica: «Si la geometría se opusiese a nuestras pasiones e intereses tanto como la moral, tampoco dejaríamos de violarla e impugnarla, pese a todas las demostraciones de Arquímedes y Euclides, que serían consideradas como fantasías llenas de paralogismos» (Nuevos ensayos sobre el entendimiento humano: libro I, cap. 2, § 12). Posteriormente, en su obra La religión dentro de los límites de la mera razón, Kant volvió a insistir en la existencia de ciertos mecanismos psicológicos que elabora el ser humano, sin por lo general percatarse de ello, para borrar de este modo su conciencia de los principios morales que le entorpece actuar de acuerdo con sus inclinaciones. Y la sociología del conocimiento, iniciada por un gran defensor de la objetividad de los valores, como fue Max Scheler, y continuada por Karl Mannheim, que estudia en qué medida una sociedad conforma el conocimiento de sus miembros, es compatible, salvo en sus versiones más radicales, como algunas marxistas y anarquistas epistemológicas, con la aceptación de un mundo real cognoscible, incluyendo en él las normas y valores morales. Por tanto, muchos autores creen que el objetivismo moral es totalmente compatible con la tesis de que el conocimiento de las normas y los valores morales está condicionado profundamente por la educación moral recibida. Lo que el objetivismo no puede admitir es que la educación moral determine de modo inexorable la totalidad de las creencias morales de todo individuo a lo largo de toda su vida. La rebeldía moral, los intentos de reforma de las costumbres de la sociedad de uno y la propuesta de ideales más excelsos muestran que cabe reaccionar contra la formación moral recibida, que es posible elegir los ejemplos que seguir y que, en definitiva, hay un mundo moral objetivo que no es enteramente construido socialmente.

Asimismo ha sido discutida la verdad de la segunda premisa. Esta afirma que los hombres de diversas culturas divergen en todas sus creencias morales. Por tanto, la segunda premisa no se apoya en que los hombres se comporten de diferente forma —que unos mientan y otros declaren la verdad—, sino que sostienen puntos de vista morales diferentes, se separan por su manera de considerar la legitimidad de la mentira.

Es cuestión muy discutida qué grado de divergencia existe entre los códigos morales de diferentes culturas y si es más significativa la disparidad que la convergencia de las creencias éticas. C. S. Lewis, en su defensa del objetivismo moral, recoge abundantes testimonios del acuerdo de distintas sociedades respecto de las creencias morales. Sostiene que lo que él denomina el tao, el conjunto de las verdades morales, es reconocido ampliamente por hombres de muy distintas épocas y latitudes geográficas [Lewis 1943]. De todas maneras, hay que tener en cuenta que estas coincidencias pueden ser explicadas, desde el punto de vista del relativismo moral normativo, como originadas por las comunes condiciones de la existencia de estos pueblos. Además, pese a su universalidad, las coincidencias en las valoraciones morales admiten excepciones. Son estos puntos de divergencia los que sirven de apoyo al argumento relativista.

Frente a estas discrepancias, el objetivista intenta otra estrategia de respuesta. Pone de manifiesto que la divergencia en la creencia moral es solo aparente y se explica sin dificultad por una discrepancia en el terreno fáctico, es decir, en el ámbito no moral. Para argumentarlo, subraya el carácter complejo de todas las valoraciones morales, que constan siempre de un elemento descriptivo y otro propiamente moral. Si tomamos como ejemplo la costumbre, tantas veces mencionada como practicada aparentemente por ciertas poblaciones esquimales de abandonar en el hielo a sus ancianos, o la persecución y ejecución de personas acusadas de brujería en sociedades cristianas, encontramos que estos juicios morales van acompañados de una serie de creencias fácticas sin las que no tendrían sentido. En el caso de los hombres de las regiones frías, la convicción de que una persona anciana desdentada no podrá sobrevivir a un largo viaje indispensable para la supervivencia del grupo familiar y la de que intentar realizar esa migración pondrá en serio peligro a todos los demás. Visto desde esta perspectiva, el abandono es más bien un acto heroico por parte del anciano que se aparta voluntariamente para favorecer las posibilidades de supervivencia del grupo familiar. De algún modo, se podría decir que entrega su vida para que otros vivan. Avala esta interpretación el hecho de que este abandono desaparece cuando los pueblos esquimales se vuelven sedentarios. Asimismo, si creyéramos que una persona, después de pactar con el diablo o haber sido poseída por él, posee poderes fabulosos que emplea en perjudicar a la sociedad, su persecución y ejecución toma otro cariz totalmente diferente. En ambos casos, la divergencia se da, antes en unas condiciones de vida o en una creencia sobre un hecho, que en el terreno propiamente moral.

Ahora bien, la discrepancia que requiere el argumento sociológico no es una diferencia entre los conocimientos no morales de los distintos pueblos —si hay o no brujas— que producen comportamientos deseables dispares, sino en los mismos códigos morales de dos sociedades, de manera que se enjuicie moralmente de forma diferente un comportamiento que se describe, con independencia de sus atributos morales, de manera sensiblemente semejante [Westermarck 1932: 283-285].

Aunque este tipo de discrepancia no moral pueda explicar numerosos ejemplos de divergencias en los códigos morales, sigue siendo cierto que otros muchos casos no se dejan reducir a unanimidad moral tan fácilmente, ni pueden verse como modos distintos de acatar un mismo principio moral. Especialmente renuente a esta concordancia es la persistencia de normas morales tan extendidas como la ley del talión, la valoración de las conductas homosexuales, la prohibición de la esclavitud, la aceptación del suicidio, entre otras. En nuestra época algunos autores, como G. Harman y D. B. Wong, siguen considerado decisivo el argumento sociológico a favor del relativismo moral [Harman 1996; Wong 1984 y 2006].

Junto a esta discusión, que es de carácter eminentemente empírico, en ocasiones los objetivistas han recurrido a un argumento a priori para negar la posibilidad de reconocer una divergencia moral entre distintas culturas. El argumento se apoya en conocidas consideraciones acerca de la intraducibilidad de lenguajes y la inconmensurabilidad de las distintas culturas entre sí. Es innegable que el reconocimiento de un desacuerdo presupone un alto grado de acuerdo en otros temas, pues si no lo hubiese, no cabría ni siquiera saber en qué no se está de acuerdo. Veamos este aspecto de la cuestión ayudándonos con un ejemplo del ámbito no moral. Si alguien nos asegura que una misma superficie puede ser simultáneamente roja y verde, después de intentar eliminar ciertos equívocos, sobre todo los referidos al uso estricto de la expresión “misma” (puesto que una misma superficie en cierto sentido puede ser verde con lunares rojos) y “simultáneamente” (ya que algo puede variar ininterrumpidamente del rojo al verde con gran rapidez), sospecharíamos que, más que un desacuerdo acerca de la imposibilidad de la bicoloración, estamos ante una incomprensión del uso por su parte de las expresiones “rojo” y “verde”, puesto que la “gramática” de estos términos excluye que se apliquen al mismo objeto a la vez. Dicho de otra forma, somos proclives a aceptar que no nos entendemos, que no compartimos el mismo juego del lenguaje, antes que reconocer que discrepamos sobre este asunto.

Algo similar ocurre asimismo en el terreno moral. Pensemos en el modo en que la civilización hindú se comporta respecto de las vacas. Su conducta con estos cuadrúpedos es muy diferente de la que exhibe la cultura occidental. ¿Estamos ante una diferencia de códigos éticos, como podría pensar el relativista moral descriptivo? Para contestar afirmativamente, habría que admitir que tanto unos como otros hablamos del mismo objeto, que entendemos por “vaca” idéntico ser vivo. Pero cuanto más conscientes nos hacemos de la diversidad de valoraciones, más sospechamos que quizá hayamos traducido equivocadamente su expresión para designar a las vacas, es decir, más nos convencemos de que en realidad no hablamos de la misma cosa. Acaso los hindúes se refieren a un símbolo sagrado, mientras nosotros seguimos mentando una especie de rumiantes. La introducción del elemento religioso disuelve inmediatamente el malentendido. Comprendemos que la diferencia, lejos de ser de valoración moral, pues ambas culturas aprecian que los símbolos sagrados merecen veneración, se encuentra en dónde reconocemos unos y otros una hierofanía. Supongamos, no obstante, por seguir el argumento, que los miembros de la cultura que respeta las vacas asegurasen que no veían en ellas nada sobrenatural ni alusivo a lo trascendente y fuesen para ellos objetos puramente profanos. ¿Creeríamos, entonces, haber hallado un ejemplo de palmaria divergencia de códigos morales? Los autores partidarios de la imposibilidad a priori del reconocimiento de la diversidad moral estiman que esta no sería jamás nuestra respuesta, sino que seguiríamos buscando qué ven los miembros de esa cultura ajena en las vacas, que nosotros no vemos y que las convierte en objeto de ese trato tan especial. Dicho de otra manera, la comprobación experimental de la diferencia de opiniones morales exigiría que estuviésemos ciertos de que hablamos de las mismas cosas, que no traducimos mal de una lengua a otra, y esta seguridad no la alcanzaríamos jamás mientras fuésemos conscientes de nuestras distintas valoraciones, puesto que estas discrepancias de estimación nos harían sospechar una y otra vez que no nos referimos a lo mismo. De ser correcto este razonamiento, como pretende, por ejemplo, D. Davidson [Davidson 2004], no habría forma de verificar experimentalmente la divergencia de opiniones morales y el argumento sociológico a favor del relativismo moral no podría ni siquiera iniciarse.

5.2. El argumento de la singularidad

El segundo argumento más usual a favor del relativismo moral normativo es el que se apoya en la singularidad del objeto del juicio moral. Este argumento ha recibido también el nombre de argumento epistemológico. Muchos son los autores que lo han defendido. Se encuentra, por ejemplo, en Hume, cuando hurta del ámbito de la razón los juicios morales y los entrega al sentimiento. Con esta maniobra, al eliminar la jurisdicción de la razón sobre las valoraciones éticas, las sitúa al margen de la discusión racional, de forma que ya no habrá una base razonable que permita resolver las discrepancias morales que puedan aparecer. En nuestra época, distintas formas de emotivismo ético han seguido esta misma línea. Uno de los más conocidos defensores del relativismo moral normativo en el siglo XX, J. L. Mackie, denomina a este argumento el argumento de la singularidad [Mackie 1983]. Para este autor, si hubiera valores morales objetivos o normas morales universalmente válidas, tendrían que existir unas entidades de una naturaleza muy “extraña”, distintas de cualquier otra entidad del universo (los valores y las normas morales). Esta es la versión metafísica del argumento de la singularidad. Además tendría que darse en nosotros, capaces de conocer la verdad de los juicios de valor y de las normas morales objetivos, una facultad muy especial de captar esas entidades. He aquí la versión epistemológica de este mismo argumento de la singularidad. Mackie reconoce que el intuicionismo ético, que admite dicha facultad, defendido, entre otros por G. E. Moore, tiene el innegable mérito de haber puesto de relieve con toda claridad esta doble exigencia. Cuando Moore declara que las cualidades morales, tales como correcto, justo o bueno, son propiedades no naturales, está expresando precisamente este carácter singular, o raro, de dichos atributos.

Como el argumento sociológico, también el argumento de la singularidad puede resumirse de un modo muy sencillo. (a) Si hubiera normas y valores morales objetivos, entonces tendría que haber unas entidades singulares (no naturales) y una capacidad intelectual, singular también, de aprehenderlos. (b) Es así que no existen entidades no naturales ni una capacidad extraña de captarlas. Luego, (c) no hay normas y valores morales objetivos.

Como en el caso del argumento sociológico, este es también un razonamiento impecable desde el punto de vista lógico, que obliga a quien no desee abrazar el relativismo a negar una de las dos premisas o ambas. La premisa (a) es difícilmente refutable como muestra la reflexión de que los términos estimativos como justo, bello, etc. no son equiparables a las expresiones que describen cualidades “normales”. En cierto modo, se podría decir que los términos valorativos expresan propiedades superestructurales, propiedades que no constituyen la estructura o naturaleza de una cosa, sino que advienen a ella, una vez que está constituida como siendo lo que es. Un ejemplo sencillo muestra qué se pretende decir con esta reflexión. Tiene pleno sentido que una persona diga a otra que en el armario de su habitación cuelga un traje igual que el suyo, pero de una talla más, de otro color o de otro tejido, etc. Tamaño, color, tejido son todas ellas propiedades estructurales que no se implican mutuamente. Sin embargo, carecería de sentido que esa misma persona le dijese a la otra que su cuarto guarda un traje como el suyo (corte, tejido, color, talla, etc.), pero mucho más elegante. Salvo como broma, esta afirmación carece de sentido. Del conjunto de las propiedades estructurales podemos extraer una y sustituirla por otra. Como las propiedades superestructurales no están en ese nivel, no admite su simple sustitución por otras dejando intactas todas las restantes propiedades estructurales. Se puede decir que las propiedades superestructurales se siguen, o son consecuencia, de las estructurales. Este rasgo de peculiar de la propiedad “elegante”, lo poseen obviamente también las propiedades de “justo” y “bello”.

Pero el hecho de que los términos valorativos parezcan expresar propiedades superestructurales no agota en absoluto toda su singularidad o rareza, puesto que se suele aceptar que se dan otras muchas propiedades superestructurales cuya existencia no plantea dificultades especiales. Entre estas propiedades superestructurales que son generalmente admitidas cabe citar las cualidades secundarias de los representacionistas u otras cualidades como la utilidad. Pero, a diferencia de los valores expresados por las palabras “justo” o “bello”, estas otras cualidades superestructurales dependen en su existencia de una conciencia, por lo general humana, sin la cual no existirían. Como dice Locke, el cuerpo físico posee la capacidad de producir, en determinadas circunstancias, sensaciones cromáticas, auditivas, olfativas, etc., del mismo modo que una pluma es capaz, movida convenientemente, de causar cosquilleo. Es el sujeto consciente el que, por así decir, produce, en unión con ciertas propiedades estructurales del cuerpo, las propiedades superestructurales, que son, por ello, a la postre, relativas a dicha conciencia, más aún, que solo existen, propiamente dicho, en esa conciencia, en vez de en la cosa en la que parecen situarse. En cambio, para el objetivista, ciertos valores se le presentan supuestamente como no dependiendo de una conciencia que los vive. Ciertamente algunas éticas, las no cognitivistas o la éticas emotivistas, no han encontrado dificultad en aplicar un análisis similar a las propiedades superestructurales como las cualidades secundarias y a los supuestos valores morales. Dada nuestra forma de ser (biológica, psicológica o cultural), ciertos conjuntos de propiedades estructurales suscitan en nosotros una reacción emotiva. Las propiedades superestructurales no son más que “proyección” de ese sentimiento en el objeto que lo produce. Este análisis, que elimina la rareza de propiedades tales como “justo” o “bello” supone, sin embargo, una forma de relativismo moral o estético. Si no subjetivista o sociológico, al menos antropológico.

Pero la singularidad de los valores morales no se acaba aquí. El objetivista ha de suponer que el vínculo existente entre las cualidades estructurales de una acción, digamos aquellas que permiten describirla como una acción sádica, pongamos por caso, disfrutar mediante el acto de infringir dolor a un inocente, y las superestructurales que la acompañan, la injusticia o incorrección de estos actos, tiene que ser un nexo necesario, aunque no lógica o analíticamente necesario. Esta necesidad no se encuentra en las otras asociaciones entre propiedades estructurales y superestructurales. Por ejemplo, el sonido producido por el roce de unas uñas largas sobre ciertas pizarras —un sonido que posee propiedades estructurales fácilmente descriptibles— va acompañado de la propiedad superestructural de “productor de dentera”. Ahora bien, el vínculo entre estos sonidos desagradables y la sensación de dentera parece puramente fáctico, un mero hecho bastante inexplicable. Mientras que no vivimos este sonido como exigiendo sentir dentera, experimentamos que la contemplación de los actos sádicos exige que nazca en quien lo contempla el repudio. Esta es la diferencia que hace de los valores morales, y también de los estéticos, unas entidades muy extrañas.

La rareza de estos valores se amplía cuando consideramos otro rasgo suyo como es su capacidad de mover a la acción con independencia del placer o displacer que produzcan en nosotros. Ninguna otra propiedad, aunque sea superestructural, posee plausiblemente esta virtualidad.

Igualmente el estatus ontológico de las normas morales se presenta problemático. A diferencia de las leyes naturales, que recogen regularidades, las normas morales no describen acontecimientos. Por esta razón, el hecho de que se infrinjan a veces o con frecuencia, incluso que jamás se cumpliesen, no mermaría su validez, desde un punto de vista objetivista.

Este tipo de consideraciones son las que sustentan la primera premisa del argumento. Es muy difícil encontrar autores objetivistas que no terminen aceptándola. Los intentos de mostrar la “normalidad” de los valores y las normas morales conducen probablemente todos ellos a alguna forma de relativismo moral.

Por consiguiente, la mayoría de los objetivistas prefieren negar la segunda premisa y aceptar la existencia de propiedades no naturales. Naturalmente esta admisión tiene consecuencias filosóficas, por ejemplo, pone en entredicho muchas formas de empirismo extremo. Así, se muestra la profunda conexión que se da entre tesis filosóficas de ámbitos muy diferentes. De la misma forma, muchos objetivistas aceptan una intuición moral o capacidad especial de captar las propiedades no naturales, que no se confunda con métodos familiares de conocimiento, como son la experiencia sensorial, la introspección, la inferencia, la elaboración y contrastación de hipótesis o el análisis lógico de conceptos.

En opinión de muchos autores, el intuicionismo es una posición que vuelve inviable el discurso racional sobre la ética y no proporciona herramientas para solventar las discrepancias morales, ya que, si se enfrentan dos intuiciones éticas opuestas, parece que nada quede por hacer para resolver el conflicto intelectual que ha surgido. El descontento con el intuicionismo ha impulsado a algunos pensadores a intentar fundar el conocimiento de los valores, fines y normas morales de otra manera. La moral del discurso de J. Habermas o los planteamientos de M. Nussbaum aspiran a dar voz real a los propios interesados para que expresen sus puntos de vista éticos y sus objetivos vitales, de modo que pueda alcanzarse mediante un diálogo un consenso acerca de lo bueno y lo malo [Habermas 1983; Nussbaum 2000]. Para estos últimos filósofos, no se trata tanto de ponerse en el lugar del otro, de universalizar la máxima de conducta en mi pensamiento, sino de que el otro pueda expresar su punto de vista al respecto. Desde el punto de vista del intuicionismo moral estos planteamientos siguen siendo deficientes, porque están aún sometidos al argumento de la pregunta abierta, que consiste en darse cuenta de que, ante cualquier identificación entre una propiedad no natural, como justo, y una natural, tiene pleno sentido la pregunta de si lo que posee tal propiedad no natural es realmente justo. Si cupiese un consenso universal, tras el diálogo correspondiente, ¿sería justo o bueno lo que se hubiese acordado en él como justo o bueno? La respuesta a esta cuestión no es lo importante, sino el hecho de que la pregunta tenga sentido, a diferencia de si preguntamos si realmente placentero es lo que place. Esto muestra que lo justo puede coincidir con esa propiedad no natural, todo lo que es justo tiene dicha propiedad y viceversa, pero no se identifica con ella.

6. Prueba del objetivismo moral

Casi todos los partidarios del objetivismo piensan que esta tesis no es demostrable. Esta indemostrabilidad es otra forma de expresar el intuicionismo ético defendido por numerosos objetivistas. Naturalmente que cabe construir un argumento lógicamente sólido que demuestre, a partir de ciertas premisas, que hay normas y valores morales objetivos. En realidad, en cierto sentido, si no somos muy exigentes respecto de lo que admitimos como premisa, toda tesis puede ser deducida lógicamente. Cuando el objetivismo insiste en el carácter indemostrable de su posición, pone de relieve el hecho de que cualquier premisa que se utilice para argumentarlo (la existencia de un Dios providente, las tendencias naturales del hombre, etc.) no supera en evidencia la tesis que se pretende demostrar. Por supuesto que esto no exime de la necesidad de intentar una fundamentación metafísica, antropológica, teológica, etc. de la moral, pero, de conseguirse dicha fundamentación, ella no añadirá certeza —según la mayoría de los objetivistas— a la tesis de la no relatividad de normas y valores morales. En esta perspectiva, el objetivismo moral formaría parte de esas verdades primeras, que a modo de axiomas, no precisan de demostración porque su evidencia es inmediata.

Que no quepa demostración del objetivismo moral no significa que no pueda probarse de alguna forma. En general esta manera de hablar a su favor consiste en ayudar a otra persona, mediante el diálogo, a que experimente intuitivamente la certeza en la verdad de la objetividad de las normas y valores morales. Para facilitar esta intuición conviene ante todo eliminar malas comprensiones del objetivismo. Y es que, frecuentemente, las posturas objetivistas son rechazadas al ser confundidas con otras posiciones que poco tienen que ver con ella. Ante todo, es preciso deshacer un equívoco bastante común. El objetivista rehúsa la tesis de que toda norma es convencional. Pero este rechazo no le arroja por sí solo a la posición opuesta, y de muy difícil defensa, de que las normas sociales de su grupo cultural son objetivamente válidas. El objetivista ve la mayor parte de las normas sociales (y jurídicas) vigentes en su grupo cultural como relativas a éste y solo considera objetivas a unas pocas, a aquellas que reflejan muy adecuadamente, a su juicio, normas morales supraculturales. Por consiguiente, el objetivista no tiene por qué pretender culturizar a otras sociedades con los estándares vigentes en la suya. Un segundo error que impide a veces asentir al objetivismo consiste, como ya se ha dicho, en considerar que el objetivista necesariamente se cree en posesión de todas las verdades morales. Evidentemente, esto no es así. Sostener que existe lo justo y lo justo objetivamente considerado no implica que se esté ya en posesión del conocimiento de qué es justo en un caso dado. Tampoco el objetivismo va lógicamente unido a una posición deontológica que reconozca la existencia de absolutos morales.

Una vez desechados posibles equívocos que dificultan aceptar el objetivismo, el diálogo que favorece la captación de su verdad ha de encaminarse a poner delante del relativista situaciones en las que resulte especialmente patente el carácter objetivo de las normas y valores morales. En su diálogo con el relativista, el partidario de la objetividad de la moral utiliza un argumento ad hominem, en el sentido en que lo define Locke (Ensayo, IV, 17, 21). En este argumento se pretende poner de manifiesto que una persona concreta —de aquí su denominación— sostiene a la vez una tesis y, probablemente sin darse cuenta de ello, su negación. Admite, en este caso, el relativismo y a la vez, generalmente en sus juicios sobre el comportamiento ajeno y, sobre todo, en su propio actuar, la posición opuesta: el objetivismo. Naturalmente con ello no se ha demostrado la falsedad del relativismo, pero la persona así interpelada debe reconstruir la coherencia de su pensamiento o la congruencia entre su pensar y su actuar, y rechazar el relativismo o abandonar una serie de conductas verbales y no verbales que se le oponen. La idea la expresó ya Aristóteles: no siempre creemos lo que decimos (Metafísica, IV, 3, 1005 b 25-26). No se trata de una acusación de hipocresía. Es más grave si cabe. Ocurre a veces que nuestra vida teórica, las teorías a las que nos adherimos, y nuestra vida activa, la forma en que nos comportamos, no son compatibles entre sí. Según el objetivista, esta es la situación en la que se encuentra por lo habitual el relativista.

Mostrar esta incompatibilidad entre lo afirmado intelectualmente y lo creído cordialmente y reflejado en el propio comportamiento no resulta dificultoso. Platón lo intenta en los dos primeros libros de la República. Herodoto había hablado de Giges, mayordomo real, y de cómo la torpeza de áquel a quien servía, deseoso de que su consejero admirase de primera mano la belleza de su esposa, le había escondido tras unas cortinas para que viese a la reina desnudarse en su habitación. La historia que narra Herodoto termina muy mal para el rey. Descubierto Giges por la reina, esta finge no darse cuenta de que está siendo observada. Pero después, al día siguiente, obliga a Giges a que le ayude a vengarse de su marido, al que destrona. Platón convierte este relato de vanidad y despecho en una narración mítica. Ahora un seísmo que ha abierto una tremenda zanja le permite a Giges, un pastor, apoderarse de un tesoro oculto bajo tierra. Una de las alhajas de este tesoro es además mágica: un anillo que posee el desconcertante efecto de volver invisible a quien lo porta con la piedra hacia la palma de la mano. El anillo de Giges otorga la invisibilidad y, con ella, la impunidad. De aquí parte el argumento platónico a favor de la justicia, el test que no todo relativista declarado es capaz de pasar, según el objetivismo. Consiste en rogar al relativista declarado que suponga por un momento que es dueño del anillo de Giges, que tiene, pues, garantizada enteramente la impunidad. Y preguntarle a continuación que nos diga sinceramente qué acciones que ahora no efectúa, aunque le apetezcan o le vengan bien a sus intereses, haría una vez obtenida la invisibilidad. Breve o larga, la lista refleja las normas condicionadas que se cumplen solo para evitar un castigo. Normas evidentemente relativas por su carácter hipotético. A continuación, se le pide que componga una segunda lista. Ahora se trata de que, siguiendo con el supuesto de poseer el don de la impunidad, anote las acciones que, por muy bien que le vengan, no haría o, si cediese a la tentación, sentiría que no debería haber ejecutado. El relativista consecuente tendría que dejar esta última lista en blanco por completo. Cualquier cosa que pusiese hablaría en contra de su coherencia. Este es el punto clave de la prueba y puede expresarse de otra forma: El relativismo socava los motivos para actuar moralmente. Si el relativismo es verdad, deja de ser racional postergar los intereses propios a supuestas normas objetivas inexistentes. No se trata, claro está, de que el relativista tenga que actuar siempre como un inmoral. En la medida en que las normas supuestamente morales coinciden con normas sociales o legales, el relativista tiene muy buenas razones para plegarse a ellas (en general evitar el castigo correspondiente) y también tiene razones para intentar que estén en vigor dichas normas, dado que es previsible que promuevan el bienestar general en mayor medida que un estado de anarquía o de anomía. Pero que el relativista acepte leyes y costumbres no significa que sea racional para él incumplirlas cuando los beneficios que espera de su infracción superan los perjuicios previsibles; por ejemplo, cuando tiene garantizada la impunidad. O también cuando se encuentra fuera de su cultura. Para poner de nuevo un caso ficticio, aunque por desgracia todavía se siguen produciendo en nuestros días situaciones similares, la actuación del protagonista de la novela de Jules Verne La vuelta al mundo en ochenta días, en su accidentado viaje contempla los inicios de la ceremonia del sati, la inmolación de la viuda en la pira en que se crema el cadáver de su esposo. Además le resulta evidente que la joven viuda no desea ser incinerada viva pues se resiste a ser colocada al lado del difunto. ¿Cuál es la posición racional de un relativista? ¿Qué motivos le pueden llevar a actuar poniendo en riesgo su vida? ¿Por qué no dejar que las cosas sigan su curso? Estas cuestiones ante una situación ficticia que bien pudiera ser real ponen de manifiesto la principal debilidad del relativismo, según el parecer del objetivista. La objetividad de las normas importa porque sin esta cualidad se desactivan las motivaciones racionales de actuar siempre de acuerdo con ellas.

Es más, la primera incongruencia que comete el relativista es propagar su credo. Protágoras haría mejor en callar su terrible descubrimiento, que guardado le otorga un gran poder, ya que él no se siente sometido a las normas morales, al haber descubierto su origen espurio, pero sabe que los demás sí las tienen en cuenta. Divulgar su secreto es perder posibilidades de dominio sobre sus semejantes, traicionar su proyecto sofístico.

7. Relativismo moral y tolerancia

Uno de los atractivos del relativismo es que parece promover una actitud de tolerancia respecto de los que son muy distintos, mientras que el objetivista, con su admisión de normas y valores objetivamente válidos, debe de sentirse inclinado a imponer su propio punto de vista a aquellos que no lo comparten. En algunos autores, esta consideración se fortalece mediante el examen de casos históricos, donde pueblos conquistadores —generalmente entre la amplia historia de la humanidad se elige siempre a los cristianos— imponen gracias a la fuerza de las armas sus concepciones morales. Aquí lo que importa es ver en qué medida esta asociación de relativismo moral y tolerancia, por una parte, y objetivismo moral e intolerancia, por otra, puede mantenerse desde el punto de vista teórico.

El argumento relativista se apoya aparentemente en la siguiente consideración: no hay un único criterio para juzgar las conductas desde un punto de vista moral. Esto implica que, de dos conductas, como que los padres acuerden el matrimonio de sus hijos o que los futuros esposos se elijan mutuamente, no cabe decir que una sea mejor que la otra desde un punto de vista no relativo, esto es, que sea mejor sin más. Por consiguiente, los miembros de una sociedad no deben interferir en el modo de actuar de los miembros de otra. El mismo argumento vale para una concepción relativista de tipo subjetivista. Puesto que las creencias morales que profeso son solo válidas para mí, no tengo ningún derecho a inmiscuirme en el comportamiento de ninguna otra persona.

El objetivista replica que semejante razonamiento es absurdo. La contradicción se produce porque su conclusión, el deber de no interferencia, conculca lo que afirma una de las premisas, a saber, que, en realidad, no hay deberes. Dicho de otra forma, de la tesis metaética relativista que viene a negar cualquier posibilidad de un código normativo con pretensiones de universalidad, se extrae la norma pretendidamente universal de que debemos tolerar prácticas distintas de las usuales en nuestra cultura.

El objetivismo no acepta el principio tantas veces repetido de que “todas las opiniones son igualmente respetables”, que parece seguirse de la tesis relativista de que no hay unas opiniones mejores que otras. Por el contrario, el objetivismo, aunque concede que de todas las opiniones cabe aprender algo y conviene, por ello, escucharlas y meditarlas con atención, cree que unas opiniones exigen respeto y otras merecen desprecio. Pero esta posición no lleva consigo el rechazo de la tolerancia porque es compatible con el reconocimiento de que, si bien no todas las opiniones son respetables, sí lo son todos los opinantes. Al contrario, el reconocimiento del otro como un semejante en cuanto que comparte la misma humanidad requiere no solo que se le vea como sujeto con los mismos derechos que uno mismo reclama para sí, sino también sometido a los mismos deberes. Cuando Hernán Cortés y sus compañeros llegaron a México, según narra uno de ellos, Bernal Díaz del Castillo, se sintieron horrorizados ante los sacrificios humanos practicados por los aztecas. Este sentimiento es signo indiscutible de que consideraban a los indios como verdaderos seres humanos, a pesar de que su conducta desmereciese esta creencia [Williams 1982: 37]. De haberlos considerados como infrahumanos, no habría surgido en el ejército de Cortés la repulsa por su comportamiento. Entre los rasgos definitorios del hombre está el poseer un ideal de vida aceptable. Cuando uno cree que otros seres humanos no lo tienen, ni son capaces de tenerlo, necesariamente termina por verlos como menos que hombres y tratarlos en consecuencia. El monoteísmo teológico —hay un único Dios de todo y de todos—, del que brota el monoteísmo ético —al igual que Dios, la moralidad es común a toda la humanidad— es condición indispensable de la hermandad de todos los seres humanos y de la genuina tolerancia.

8. Bibliografía

Benedict, R, Patterns of Culture, Houghton Mifflin Boston MA 1934.

Boas, F., The Mind of Primitive Man, The MacMillan Company, New York 1921.

Boudon, R., Le relativisme, PUF, Paris 2008.

Davidson, D., Expressing Evaluations, en Davidson, D., Problems of Rationality, Clarendon Press, Oxford 2004, pp. 19–37.

Habermas, J., Moralbewußtsein und kommunikatives Handeln, Suhrkamp, Frankfurt am Main 1983 [Conciencia moral y acción comunicativa. Trotta, Madrid 2008].

Harman, G., Moral Relativism, en Harman G. – Thompson J.J. (eds.) Moral Relativism and Moral Objectivity, Cambridge, Blackwell Publishers 1996, pp. 3–64.

Harris, M., Cows, Pigs, Wars, and Witches: The Riddles of Culture, Random House, New York 1974 [Vacas, cerdos, guerras y brujas, Alianza Editorial, Madrid 1980].

Herskovits, M.J., Man and his works. The Science of Cultural Anthropology. Alfred A. Knopf, New York 1948.

Husserl, E., Logische Untersuchungen, Felix Meiner, Leipzig 2009 (ed. original 1900-1901).

Lévy-Bruhl, L., La Morale et la Science des Mœurs, Alcan, Paris 19273.

Lewis, C. S., The abolition of Man, Oxford University Press, London, 1943 [La abolición del hombre, Encuentro, Madrid 1990].

Lukes, S., Moral Relativism, Picador, New York 2008 [Relativismo moral, Paidós, Barcelona 2011]

Mackie, J. L., Ethics: Inventing right and wrong, Penguin, Harmondsworth 1983 [Ética. La invención de lo bueno y lo malo, Gedisa, Barcelona 2000].

Mannheim, K., Ideologie und Utopie, Klostermann, Frankfurt am Main 1985 (ed. original de 1929).

Mead, M., Coming of Age in Samoa, William Morrow, New York 1928.

Mosterín, J., Grandes temas de la Filosofía actual, Salvat, Madrid 1981.

Nussbaum, M., Women and human development: the capabilities approach, Cambridge University Press, Cambridge, New York 2000 [Las mujeres y el desarrollo humano, Herder, Barcelona 2002].

Putnam, H., Reason, truth and history, Cambridge University Press, Cambridge, 1981 [Razón, verdad e historia, Tecnos, Madrid 1988].

Scheler, M., Versuche zu einer Soziologie des Wissens, Verlag von Duncker & Humblot, München und Leipzig 1924.

Schopenhauer, A., Die beiden Grundprobleme der Ethik behandelt in zwei akademischen Preisschriften, Diogenes, Zürich 1986 [Los dos problemas fundamentales de la ética, Siglo XXI, Madrid 1993].

Williams, B., Morality: an Introduction to Ethics, Cambridge University Press, Cambridge 1972 [Introducción a la ética, Cátedra, Madrid 1982].

Westermarck, E., Ethical Relativity, Harcourt Brace Jovanovich, New York 1932.

Wong, D.B., Moral Relativity, University of California Press, Berkeley 1984.

—, Natural Moralities: a defense of pluralistic relativism, Oxford University Press, Oxford, New York 2006.

9. Otras voces relacionadas

Ética

10. Vínculos de Internet

Stanford Encyclopedia of Philosophy, voz Moral Relativism: http://plato.stanford.edu/entries/moral-relativism/

Internet Encyclopedia of Philosophy, voz Moral Relativism: http://www.iep.utm.edu/moral-re/

Un texto de R. Boudon: http://www.asmp.fr/fiches_academiciens/textacad/boudon/comprendre1.pdf

¿Cómo citar esta voz?

La enciclopedia mantiene un archivo dividido por años, en el que se conservan tanto la versión inicial de cada voz, como sus eventuales actualizaciones a lo largo del tiempo. Al momento de citar, conviene hacer referencia al ejemplar de archivo que corresponde al estado de la voz en el momento en el que se ha sido consultada. Por esta razón, sugerimos el siguiente modo de citar, que contiene los datos editoriales necesarios para la atribución de la obra a sus autores y su consulta, tal y como se encontraba en la red en el momento en que fue consultada:

García Norro, Juan José, Relativismo moral, en Fernández Labastida, Francisco – Mercado, Juan Andrés (editores), Philosophica: Enciclopedia filosófica on line, URL: http://www.philosophica.info/archivo/2013/voces/relativismo_moral/Relativismo_moral.html

Información bibliográfica en formato BibTeX: jjgn2013.bib

Digital Object Identifier (DOI): 10.17421/2035_8326_2013_JJGN_1-1

Señalamiento de erratas, errores o sugerencias

Agradecemos de antemano el señalamiento de erratas o errores que el lector de la voz descubra, así como de posibles sugerencias para mejorarla, enviando un mensaje electrónico a la .

Este texto está protegido por una licencia Creative Commons.

Usted es libre de copiar, distribuir y comunicar públicamente la obra bajo las siguientes condiciones:

Reconocimiento. Debe reconocer y citar al autor original.

No comercial. No puede utilizar esta obra para fines comerciales.

Sin obras derivadas. No se puede alterar, transformar, o generar una obra derivada a partir de esta obra.

Resumen de licencia

Texto completo de la licencia