Philosophica
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Fenomenología

Autor: Sergio Sánchez-Migallón Granados

La fenomenología es la corriente filosófica nacida propiamente de Edmund Husserl (1859-1938) a comienzos del siglo XX, y que sin duda ha fecundado amplia y profundamente casi toda la filosofía continental europea de esa centuria. En torno a él se reunió un grupo de jóvenes filósofos, al que sucedieron pensadores individuales de la talla de Martin Heidegger (1889-1976) y muchos otros, recibiendo el influjo de Husserl, también tras su muerte mediante su impresionante legado póstumo.

Por ello, el estudio de la fenomenología va necesariamente unido al del pensamiento husserliano, si bien a partir de él ha evolucionado generando otros modos de filosofar que incluso han adoptado nuevos nombres (existencialismo, hermenéutica o deconstruccionismo). Evolución que se vio influida además, en diversos sentidos, por las dos guerras mundiales que convulsionaron sobre todo el continente europeo.

Así pues, no es fácil determinar de modo preciso cuál es el perfil de la fenomenología —que Husserl pensó en realidad como un método y, si acaso, un conjunto de problemas—, ni qué autores pueden y deben llamarse propiamente fenomenólogos. Por ese motivo, aquí se ha optado por exponer la fenomenología combinando las perspectivas temática e histórica, ofreciendo una visión de conjunto.

1. Precedentes de la fenomenología. Crítica al psicologismo

El término “fenomenología” no es evidentemente originario de la llamada Fenomenología; ya había sido utilizado por Kant, Fichte y Hegel. Sin embargo, aparece ya con el sentido original y propio de la corriente filosófica en cuestión en Franz Brentano (1838-1917) y en algunos discípulos suyos, como Carl Stumpf (1848-1936) o Alexius Meinong (1853-1920). Lo que pretendía Brentano era refutar el psicologismo. Este enfoque epistemológico de matriz positivista concibe la psicología de modo empirista (psicología genética), situándola además como fundamento y matriz de toda la filosofía. El resultado era —y sigue siendo, pues el psicologismo, como toda forma de empirismo, es el permanentemente vivo enemigo de la filosofía— la naturalización de todo pensar y vivir: es decir, la reducción a lo material (sea orgánico, genético, económico, etc.) del alma o conciencia y de sus actos todos.

Brentano rechaza que ese sea el único modo de entender la psicología, y también que toda la vida —teórica o práctica— de la conciencia se resuelva al fin y al cabo en materia, en naturaleza física. El materialismo o naturalismo imposibilita entender vivencias tan evidentes como el conocimiento, la volición de fines o el amor a bienes no sensibles. Brentano desarrolla entonces otra forma de hacer psicología, que será llamada psicología descriptiva o fenomenológica. Ésta se apoya ciertamente en la experiencia, pues el racionalismo idealista no es menos arbitrario e infundado que el psicologismo, pero no se limita  a constataciones empíricas sensibles, sino que descubre además contenidos y leyes intrínsecamente necesarios. Una psicología que, además, identifica  su propio objeto no en los procesos orgánicos, sino en las vivencias, cuya peculiaridad es que poseen intencionalmente esos contenidos objetivos. Dichos contenidos y leyes, por ejemplo, de la lógica o de las matemáticas, pero también los conceptos fundamentales de la ética, poseen inteligibilidad y legalidad por sí mismos, con independencia de las condiciones empíricas de los actos en los que aparecen; esto es, tienen una esencia o consistencia ideal, apriórica, respecto a la experiencia. Ciertamente, descubrimos y percibimos ese sentido en la experiencia, pero se descubre en el contenido de ésta, y no en su mera facticidad, ni tampoco proyectada —al modo kantiano— por nuestro modo de pensar. Por eso, el sentido fenomenológico de la expresión “a priori” difiere radicalmente del kantiano: lo a priori es lo pensado, no el pensar.

Este seguro y riguroso modo de filosofar, anclado en el fundamento real de la experiencia y vertebrado por contenidos y leyes necesarios, junto al redescubrimiento de la intencionalidad como peculiaridad de lo psíquico, llamó poderosamente la atención de Edmund Husserl, que decidió avanzar por esa vía que Brentano había esbozado sólo tentativa e imperfectamente. Y ese programa o método ya perfilado es propiamente la fenomenología.

Así pues, en el corazón de la fenomenología se halla el convencimiento de que en la experiencia pueden encontrarse verdades necesarias; o dicho de otro modo, que en la conciencia de nuestro vivir podemos descubrir —gracias a la intencionalidad— esencias y sentidos ideales e intemporales. Frente al naturalismo materialista o vitalista (de las ciencias naturales o de ideologías dominadoras) y al racionalismo que pretende imponerse ciegamente (como el hegeliano), pero también frente a la actual posmodernidad cínica, la fenomenología apuesta decididamente por la inteligibilidad y por la posibilidad del conocimiento suprasensible, tanto para comprender el mundo como para dirigir la vida. La fenomenología dedica todo su empeño a extraer esa inteligibilidad ideal de la única cantera en donde puede encontrarse: de la vida de la conciencia. Apuesta y empeño que conecta directamente con la esencia misma de la filosofía tal como la entendieron Sócrates y tantos otros con y a partir de él.

Sin embargo, esta apuesta le ha costado a la fenomenología husserliana diversas críticas: hay quienes ven un nuevo idealismo en esa confianza en contenidos ideales, o   consideran la fenomenología un racionalismo ajeno a la vida y existencia personales, hasta aquellos que la ven como un ingenuo intento de algo ya demostrado históricamente como imposible e incluso peligroso. Desde luego, es un hecho que la fenomenología de Husserl —y también la transformada y ampliada por algunos filósofos en torno a él— abrió un cauce cuyas aguas han llegado a los rincones más variados del pensamiento, descubriendo y rescatando importantes verdades y provocando el surgimiento de nuevas corrientes. Y es también un hecho que constituye una alternativa real y sólida tanto al positivismo cientificista como al escepticismo del discurso posmoderno.

2. La actitud fenomenológica husserliana

La fenomenología propone —mejor, exige— que para descubrir esas verdades ideales, que sostienen toda inteligibilidad teórica y práctica, hay que cambiar de actitud intelectual e incluso vital. Desde siempre —como ya vio Platón—, la mirada y la mente humanas se encuentran fuertemente inclinadas a lo material; y especialmente desde la modernidad es permanente el acoso de la mentalidad cientificista con su pretensión de imponer su reduccionismo materialista. Y eso termina por configurar el modo de pensar de las gentes, por más que su modo de vivir no pueda explicarse en absoluto con ese modelo mecánico material. Sea cual sea el motivo —desde luego extraño— tendemos espontanea o naturalmente a vivir en una actitud según la cual lo que existe es ese gran cosmos material del que formamos una minúscula parte; se vive, entonces, de la satisfacción de necesidades y a la búsqueda de la utilidad para resolver problemas vitales y sociales. Ésta es la actitud natural que la fenomenología describe como prevalente punto de partida del hombre corriente moderno, sin por ello negar que en otra época o cosmovisión se viviera o se pueda vivir en otra actitud natural.

Pero dicha actitud natural es en realidad una actitud que convierte al ser humano y a su vivir en un fragmento de la naturaleza necesaria, sea física, biológica, económica, social, política, etc. Por eso hay que superarla, igual que había que superar el psicologismo. Es más, sólo trascendiéndola se logran ver las verdades de las que en realidad se nutre la existencia humana —y por tanto la propia actitud natural—, por lo que únicamente un cambio de actitud es lo que permite una vida genuinamente humana; en otras palabras, modificar la actitud natural viene a ser nada menos que un imperativo humano, moral. La tarea es, entonces, liberarse de esa fortísima inclinación natural, naturalista, mediante una poderosa reflexión. Se requiere un explícito y esforzado ejercicio para caer en la cuenta de que nuestro vivir cotidiano y natural se alimenta o está animado por verdades propiamente, y no por meros hechos mecánicos. Este ejercicio reflexivo pretende ante todo la contemplación de la vida humana para dejar que se nos aparezca en su verdad y sentido. Porque la verdad profunda y el sentido último que anhelamos como seres racionales sólo pueden aparecer y ser contemplados, y no producidos como las verdades y sentidos simplemente útiles. Por eso, esa nueva actitud es una actitud que contempla lo que se aparece, es una actitud fenomenológica (aparecer se dice en griego phainesthai, verbo del que proviene la palabra fenómeno); y es también una actitud que trasciende el escenario material, es una actitud trascendental.

Ahora bien, ¿cómo se realiza ese ejercicio?, ¿cómo se pasa de la actitud natural a la actitud fenomenológica o trascendental? Mediante la reducción fenomenológica. Ésta consiste, ni más ni menos, en la reflexión sobre la actitud natural, en su contemplación para hacerse cargo de ella y poder descubrir su sentido. Y para ello es preciso distanciarse de dicha actitud natural, suspender o neutralizar la potente creencia en las cosas mundanas que la constituye, ponerla entre paréntesis (epojé) para observarla en sí misma sin que nos remita inmediata e inevitablemente a la realidad material. Pero lo que no hace —no debe hacer— la actitud fenomenológica, lo que no es la reducción fenomenológica es dudar de las creencias de la actitud natural, y mucho menos negarlas. Si se introdujera la duda o la negación de la actitud natural, ésta se modificaría, y ya no podría contemplarse tal como es, que es de lo que se trata. Es más, en realidad esa supuesta duda o negación supondría una modificación de nuestra relación con las cosas, una transformación dentro de la actitud natural. Y precisamente lo que se pretende es retroceder, salir, de la actitud natural.

Por eso Husserl la llamó “reducción”; queriendo significar un apartamiento, un retirarse dando un paso atrás, un reducir la presión del empuje hacia lo material. Sin embargo, ese término no parece muy afortunado, pues ha sido visto con frecuencia como una pérdida de realidad, cuando supone exactamente lo contrario: un rebasamiento de ella. Al tomar distancia respecto a la realidad material y vital se gana la entera esfera del sentido; se descubre un nuevo mundo de sentido que incluye, como un círculo concéntrico más amplio, dicha realidad. «La reducción fenomenológica no pierde nada, sino que gana, trasciende. No pierde, ni siquiera, de vista la actitud natural; sólo que al reinterpretarla, la ha modificado ya en su misma esencia. Una actitud natural objetivada, conscientemente tal hasta el final, está ya rebasada, está ya contemplada desde fuera de ella misma» [García-Baró 1999: 106].

Así pues, la actitud fenomenológica no rehúye ni desprecia la realidad, sino que la quiere comprender tal como es y se aparece, tal como se da. Pero para ello no basta una simple descripción; es necesaria una depuración, que de nuevo no supone pérdida sino limpieza. Y esa depuración se da de dos modos. En primer lugar, hay que desprenderse de cualquier presupuesto interpretativo con los que habitualmente comprendemos y tratamos con las cosas. También esas interpretaciones heredadas, contagiadas y amalgamadas de muchas maneras deben ponerse entre paréntesis. Sólo así se deja que el fenómeno (la cosa que se da) se muestre ella misma. Para la fenomenología es imperativa la cancelación de teorías previas acerca de lo contemplado. Y en segundo lugar, como lo que interesa es lo que se muestra en sí mismo, su esencia, su “eidos”, hay que dejar de lado todo aspecto que no pertenezca a dicha esencia. No todo es esencial, aunque todo tiene su esencia. Es decir, no todo lo que se da en un fenómeno es elemento necesario constituyente de él, y para ver su índole propia hay que prescindir de lo accidental, como siempre ha hecho la filosofía mediante la abstracción (aunque con el término “abstracción” Husserl se refiere normalmente —para criticarla— a la abstracción generalizadora e inductiva del empirismo moderno, denominando la auténtica abstracción clásica como intuición eidética).

De manera que, por cierto, con la llamada intuición eidética la fenomenología no se refiere a una extraña percepción poco menos que mística. Se trata sencillamente de la captación inmediata o directa de algo en su esencia, de la esencia de algo, por oposición a generalización por inducción a partir de varios casos y a deducción a partir de otros conocimientos; exactamente del mismo modo que por aquellos años proponía también el francés Henri Bergson (1848-1936).

Pues bien, ¿qué descubre esa actitud y reducción fenomenológicas? Ya se ha dicho que, en primer lugar, sentido. Pero además se advierte que todo sentido lo es de posibles experiencias originarias en distintas modalidades, según las cuales los sentidos aparecen diversamente. Y entonces, como ulterior rebasamiento o ampliación de la realidad bruta, se abre todo el mundo de esas experiencias, es decir, la vida de la conciencia. A su vez, en esa vida se vislumbran dimensiones por explorar: la misma vida, el tiempo en que fluye, el proprio yo, el cuerpo que y con el que el yo percibe, los otros, el mundo como horizonte de sentido y de sentidos, la libertad y responsabilidad que nos distingue y nos apremia, etc. Y no se excluye que aún se abran nuevas esferas abarcantes de todo lo anterior (acaso la historia, la creación, la salvación…). A continuación se desplegarán  estos temas típicos de la fenomenología. Cuanto más detalladamente se exploran las vivencias de la conciencia donde aparecen sentidos, más claros veremos éstos y más nos conoceremos a nosotros mismos.

3. El mundo de los fenómenos de la conciencia

3.1. La intencionalidad y la vida cognoscitiva

Lo primero y lo más conocido que descubre la fenomenología es que las cosas se nos dan a la conciencia en una relación intencional. Las cosas se nos aparecen ellas mismas, sin que tengamos que suponer —como Kant— que ocultan su realidad tras esa apariencia, o sea, que esa apariencia no es real. Al contrario, toda la experiencia empuja a admitir que las cosas se muestran verdaderamente en su apariencia. «El modo como las cosas aparecen es parte del ser de las cosas; las cosas aparecen como son, y son como aparecen. (…) Las cosas no sólo existen; también se manifiestan ellas mismas como lo que son» [Sokolowski 2012: 24]. Y al mismo tiempo, ese aparecer muestra nuestro modo de conocer, y por ende también nuestro modo de ser. Comprender bien la intencionalidad supone superar el esquema espacial, erróneo, de figurarse la realidad conocida como exterior y el mundo de la conciencia como interior; retrotraerse al plano anterior —y más real— a la distinción entre sujeto y objeto. En este esquema dualista se enredan artificiosamente todos los representacionismos, naturalismos, inmanentismos e incluso la eterna disputa entre realismo e idealismo. De manera que el análisis de los modos de la conciencia intencional revelan las estructuras de las cosas del mundo y de nosotros mismos; pero sin confundir ni fundir, puesto que se trata de una auténtica relación, esos dos polos objetivo y subjetivo. Por eso la fenomenología puede definirse como «el estudio de la experiencia humana y de los modos en que las cosas se nos presentan ellas mismas en y a través de dicha experiencia» [Sokolowski 2012: 10].

El modo de intencionalidad más comúnmente atendido es el cognoscitivo o teórico, que va desde la percepción al juicio. En él ya se descubren estructuras básicas formales que serán comunes a todo modo de intencionalidad: diversos tipos de todos y partes, de identidades y multiplicidades, y de presencias y ausencias. La descripción de estos elementos y de las relaciones entre ellos es un momento esencial del análisis fenomenológico de toda vivencia que nos da y en la que se nos da algo. Mediante tal análisis o descripción se va vislumbrando cómo la cosa va apareciendo a la conciencia; o mejor, cómo se va actualizando o trayendo a la luz el objeto en su sentido idéntico, en su identidad, frente a las múltiples apariciones suyas actuales y posibles. Y esa actualización, aparición o toma de conciencia de la cosa es llamada por Husserl “constitución” del objeto en la conciencia. Pero, igual que el término “reducción”, tampoco la palabra “constitución” presta un buen servicio a la inteligencia de lo significado, pues no se trata de que la conciencia configure —al modo kantiano— los objetos de la conciencia, sino del modo en que ella llega a tenerlos claros ante sí, o lo que es lo mismo, la manera como éstos llegan a percibirse en su inteligibilidad.

Pues bien, la fenomenología husserliana comienza dicho análisis, en el ámbito teórico, con los actos más cotidianos y sencillos de esa esfera: los actos de significación lingüísticos. En estos actos —que, con todo, no son primarios ni simples, como sí lo son los actos que Husserl llama sensibles— se descubren estructuras fundamentales, ya materiales, que serán también esenciales en todos los actos. Estas estructuras son, en primer lugar, la síntesis entre una intención (en este caso significativa) y un cumplimiento intuitivo que llena o pretende llenar (satisfacer, cumplir) esa intención. En segundo lugar, todo acto completo consta de dos momentos que no pueden darse aisladamente (o no-independientes, en expresión de Husserl) a los que se denomina “materia” y “cualidad” intencionales. Se trata de una diferencia en el modo de referirse el acto a su objeto: según la “referencia” (materia) o según la “posición” (cualidad). Por ejemplo, un acto de percepción contiene, como materia, la perspectiva o el escorzo particular del objeto que se aparece y, como cualidad, la creencia (o doxa) en lo percibido. Paralelamente, un acto de juicio se refiere a lo juzgado, según la materia, mediante el sentido predicativo en que se determina el sujeto y, según la cualidad, mediante la posición —afirmativa o negativa—. Y, en fin, también en un acto estimativo se distinguen, como materia, el contenido de lo estimado y, como cualidad, la toma de posición afectiva. Hay, además, diferencias estructurales verticales, por así decir, entre actos simples (o fundantes) y actos fundados, y más acá del acto, entre los elementos materiales (o hyléticos) y lo que los anima, dotándoles de referencia objetiva.

Este instrumental estructural descubre o, en realidad, es descubierto por síntesis de actos que se van combinando y entrelazando hasta que cada objeto se constituye como tal ante la conciencia. Un proceso donde se superponen o edifican síntesis activas o conscientes, y pasivas o previas a la conciencia explícita. Por ejemplo, la percepción sensible exige un recubrimiento pasivo o inconsciente de diversas perspectivas sensoriales que corresponden a las diversas caras de lo espacial; mientras que el juicio atribuye activa y explícitamente sentidos o significados al objeto según las propiedades de éste. El resultado o efecto de ese cumplimiento cognoscitivo es la evidencia. Ésta puede definirse nada menos que como la “vivencia de la verdad”. Y así como el cumplimiento reviste diversas formas según los tipos de actos (y correlativamente según los distintos tipos de objetos), también hay diversos tipos de evidencia según los géneros de actos y las distintas regiones de objetos. Ahora bien, en la mayoría de los casos, el objeto no se presenta en la totalidad de su contenido; el sentido que captamos reclama a su vez más sentido, no se agota en lo dado. De manera que nuestros actos buscan aprehenderlo lo más completamente posible, buscando la verdad y evidencia plenas (o “adecuadas” a la integridad del objeto). En otras palabras, la verdad viene a revelarse como el fin u objetivo de las vivencias de la conciencia, descubriéndose así que la conciencia entera en todos sus actos —y sobre todo en los juicios como actos fundamentales— posee una estructura e intención teleológicas.

Además, el análisis de los actos y sus contenidos tal como se dan inmediatamente suele denominarse “fenomenología estática”; mientras que la “fenomenología genética” es el análisis de esos mismos actos y contenidos atendiendo más bien a su formación o constitución, tanto pasiva como activa. Y esos dos modos o fases del análisis fenomenológico se complementan necesariamente, pues la percepción inmediata incluye inconscientemente una génesis o historia constitutiva (que va desde los movimientos corporales cinestésicos a la acumulación de experiencias y conocimientos) añadida a aquel dato inmediato.

En el fondo y en general, se trata de sacar el máximo rendimiento posible a la correlación intencional entre actos de conciencia y contenidos objetivos, o también, entre vida y mundo (de sentidos). Cada tipo de acto ilumina un contenido o aspecto del objeto, y cada objeto sólo se ve al ejercer cierta clase de actos: así, con un ejemplo de Husserl, la visión capta el peculiar y concreto rojo de un objeto, mientras que la ideación capta —sobre la misma base empírica— la rojez ideal (y también, como enseguida se verá, la estimación capta el valor en las cosas, el deseo el atractivo y la posibilidad o no de realización de tales cosas, etc.). La fenomenología quiere explorar con todo detalle esta relación en todas sus modalidades, sin apresurarse a construir un sistema que explique más de lo que se da inmediatamente, y sin apoyarse en presupuestos tampoco dados con evidencia. “A las cosas mismas” era el lema que Husserl acuñó para la fenomenología; consigna que produjo una poderosa atracción a quienes deseaban, frente a tradiciones académicas artificiales, filosofar sobre la vida concreta y real.

3.2. El mundo de lo práctico

Aunque las obras publicadas primeramente y más divulgadas de Husserl contienen discusiones teóricas, hoy conocemos —gracias a la publicación de sus lecciones de los primeros años— que al fundador de la fenomenología también le preocupaba desde el principio el ámbito de lo práctico. Así, el imperativo de no aceptar nada que no se haya probado revestía un rigor especial al constatar que de las verdades que nutren la vida depende el modo de actuar responsable. Es decir, que la fenomenología vendría exigida, y definida, como el ejercicio de responsabilizarse máximamente de las verdades de las que uno vive y actúa. Y, desde luego, la fenomenología posterior ha seguido viendo la importancia de la reflexión práctica, incluso en ocasiones con primacía sobre la teórica, especialmente tras los dramáticos desastres de las dos guerras mundiales, así como ante la imparable dominación de la técnica.

Ya el propio Brentano señalaba los actos de amor y de odio en general —los actos prácticos— como una clase fundamental con leyes análogas a los actos de juicio. Y Husserl continuó y desarrolló este pensamiento, tanto para los actos estimativos o valorativos como para los actos propiamente prácticos o volitivos. Para ambas esferas rigen leyes propias, no prestadas de la razón teórica. Con ello la esfera sentimental y volitiva alcanzan en la fenomenología un estatus independiente, que habitualmente se les había negado, pues quedaban o subordinadas al ámbito teórico o directamente abandonadas a la arbitrariedad. Sin embargo, no se trata de dos razones diferentes, la teórica y la práctica, sino de dos lados de la misma razón. De este modo, la fenomenología proporcionó también un poderoso impulso a las investigaciones sobre la racionalidad práctica. En concreto, los análisis de los fenómenos afectivos sacaron a la luz, ya en Husserl pero más prolijamente en Max Scheler (1874-1928) y en Dietrich von Hildebrand (1889-1977), las cualidades de valor y las correspondientes investigaciones axiológicas, tan fecundas en muchos campos.

Y respecto a los fenómenos de la voluntad, en los escritos husserlianos se encuentran detalladas descripciones del modo en que se configuran los fines que nos proponemos, desde sus inicios muchas veces en la simple teleología natural como en las decisiones racionales más elaboradas. Por su parte, Alexander Pfänder (1870-1941) nos dejó unas minuciosas y luminosas descripciones de las vivencias desiderativas y volitivas, así como de la índole de la motivación. Uno de los campos donde se dejaron sentir los estudios sobre la afectividad y la voluntad es la psiquiatría, sobre todo a través de Kurt Schneider (1887-1967) y Karl Jaspers (1883-1969). Y también en el ámbito de lo práctico, Adolf Reinach (1883-1917) —el más cercano colaborador de Husserl en sus primeros años, y muerto prematuramente en la Primera Guerra Mundial— elaboró un original estudio sobre los fundamentos aprióricos del Derecho civil.

Pero, además, el propio Husserl advierte que para la ética no basta con determinaciones formales y generales, sino que hay que llegar a la persona singular. Es decir, no es suficiente caracterizar al agente como un sujeto vacío, puro polo de actos, sino que debe alcanzarse a la persona única y cualitativamente determinada. Así, aplicando el paso de la fenomenología estática a la fenomenología genética, en ética se pasa del análisis de la simple estimación y actuación al de la libre motivación y los hábitos. Análisis donde se descubren de nuevo diversas síntesis de actos que, además o a la vez que constituyen sus respectivos objetos, se van constituyendo y edificando entre sí teleológicamente. Y en tales análisis se llega entonces a nociones tan personales como el amor como motivo y la vocación individual como fin. Como se sabe, Scheler prolongará y enriquecerá extraordinariamente estas intuiciones, que influirán no poco en diversas filosofías, e incluso teologías, que se han dado en llamar personalistas.

3.3. La temporalidad

Como se ha visto, la fenomenología es incompleta si no atiende a cómo se desarrollan genéticamente los actos, cómo se constituyen en el tiempo. Y ello desvela que la temporalidad es una propiedad intrínseca de la conciencia, del sujeto. Pero la conciencia del tiempo, como de casi todo fenómeno, se da progresivamente en diversas capas de sentido y profundidad. En primer lugar se nos da el tiempo del mundo. Es éste un tiempo que se localiza en las cosas y eventos del mundo, y que se objetiva espacializando la sucesión para medirla cuantitativamente. Enseguida se advierte, además, el tiempo interno precisamente como condición de la percepción del tiempo del mundo. Se trata del tiempo inmanente y subjetivo en el que se suceden los eventos de la vida consciente; un tiempo privado, no cuantificable según una medida igual para todos. Pero aún hay otro nivel. Y es que, a su vez, el ser consciente de ese tiempo interno supone una conciencia de sí como temporal, una autoconciencia fluyente, un flujo absoluto y último que no requiere ya otro. Se llega así a un horizonte dinámico que, sin embargo, funda la constancia de la vida y del fondo desde el que distinguimos las identidades y distinciones más profundas.

La descripción de la vida de la conciencia como un flujo temporal ha sido una de las mayores originalidades de la filosofía del siglo XX, desde Henri Bergson a Martin Heidegger (el primero iluminando la originalidad del tiempo psíquico o vital; el segundo viendo la temporalidad como la principal y última propiedad existencial humana). Y los esfuerzos de los análisis husserlianos son verdaderamente fecundos y aún por explotar. En ellos se descubre que en cada instante presente se halla ya un sentido de pasado y de futuro aun antes de vivir las correspondientes nociones temporales como tales. Cada experiencia presente se vive como desvaneciéndose —aunque quedando retenida constituyendo un pasado— y como anticipando otra.

Pues bien, esa conciencia del tiempo interno, es decir, el flujo de esos presentes (cada uno con su pasado y futuro), algo así como el pequeño motor del tiempo, estático y fluyente a la vez, permite la conciencia de la continuidad —en una doble intencionalidad— de nuestra identidad como agentes y de la identidad de los objetos como cosas del mundo. Una conciencia que ciertamente nunca es plenamente adecuada o transparente, donde se dan presencias y ausencias, algo percibido y algo que se nos escapa. Pero una conciencia que, aun en ese claroscuro, es necesaria para acceder al yo como dativo de manifestación temporal y, a la vez, a las cosas (y al mundo mismo) en su manifestarse temporalmente. La fenomenología explora con su método, entonces, esos polos, objetivo y subjetivo, que nos descubre la conciencia: el yo y el mundo.

4. El yo y los otros

4.1. Fenomenología del yo

Al volver la mirada al propio yo, percibimos inmediatamente una doble y peculiar realidad. Por un lado, el yo es una cosa del y en el mundo como las demás cosas (el ego empírico); y por otro, al mismo tiempo, el yo es el centro al que se da el mundo como correlato necesario, el yo que conoce (el ego trascendental, porque trasciende las cosas mundanas conociéndolas). Desde sus inicios, la fenomenología lucha constantemente por no reducir lo trascendental a lo empírico, lo espiritual a lo material, según la permanente y recurrente tentación de todo empirismo, naturalismo, psicologismo, biologismo, sociologismo, etc. Dicho de otra manera, la fenomenología quiere respetar e incluso defender los fenómenos humanos como tales. De ese modo, ve en el reconocimiento del yo trascendental y de sus operaciones racionales o espirituales algo decisivo para hacerse cargo de lo propiamente humano. Y no se trata sólo del plano cognoscitivo teórico, conceptual y discursivo, sino también de la percepción de presencias y ausencias, del establecimiento de partes y todos, del recordar y anticipar humanos, del verificar, del proponerse fines, del decidir moralmente, del percibir sentimentalmente valores, del amar, etc.

El yo trascendental únicamente se percibe tras ejercer la reducción fenomenológica o trascendental, es decir, en actitud fenomenológica. Pero como se vio, esta reducción no pierde sino que gana contenido. Así, mientras el yo en actitud natural simplemente tiene mundo en el que cree, en la actitud o reflexión fenomenológica vemos además la actividad en la que ese mundo se constituye ante nosotros y la que constituye al propio yo como cognoscente o trascendental. El yo trascendental ve el mundo en sí mismo y se ve a sí mismo de un modo nuevo, enriquecido de sentido. Sin embargo —y esto es esencial para la fenomenología—, ese yo y actividad trascendentales no se alejan del yo empírico y su actitud natural, y menos aún pretenden sustituirlos, como tiende a hacer el racionalismo. De lo contrario, se alejaría de su intención de contemplar y aclarar lo que realmente ocurre en la actitud natural. Es más, el yo trascendental descubre que él mismo está operando ya en la actitud natural, en cada intelección, en cada acto de significar, en cada decisión, etc., sólo que sin contemplarse a sí mismo como así operante. De modo que el yo se va reconociendo e identificando a sí mismo en niveles sucesivos: primero se reconoce como el mismo que vive diversas percepciones; después, el yo que ejerce intelecciones esenciales o eidéticas (o categoriales) se vive como idéntico al yo que percibe sensiblemente; finalmente, se advierte que es el mismo yo el que reflexiona sobre su actividad natural y trascendental.

Además, como se mencionó a propósito de los actos prácticos, el yo no es sólo un sujeto puntual y vacío, puro polo de actos cognoscitivos. En el yo se van sedimentando los actos que realiza. El yo va adquiriendo hábitos y disposiciones, pasado e historia. Es un yo que se va modificando, que va creciendo; pero manteniendo su identidad. Es un yo idéntico que se actualiza en sus distintos actos, no detrás de ellos. Estas estructuras antropológicas fueron analizadas como tales ya con gran precisión por Husserl y Scheler, y más tarde serán fuente de inspiración para los filósofos existencialistas (aunque algunos llegarán paradójicamente a disolver el yo mismo).

Otra dimensión del yo humano cuyo estudio en el seno de la fenomenología ha sido muy fecundo es la corporalidad. El yo no sólo se experimenta o vive como sujeto de actos, sino también como cuerpo. Y dicha vivencia es desde luego única. El propio cuerpo se experimenta simultáneamente de una doble manera (sobre todo mediante el sentido del tacto): como algo exterior igual a otros cuerpos y como algo propio y vivido desde dentro. De un modo curioso, el cuerpo se percibe como localizado en el espacio y tiempo mundanos y, a la vez, como centro de toda percepción y “lugar” del yo trascendental. Aunque muy pronto aparecen análisis de la experiencia del propio cuerpo en Edith Stein (1891-1942), fue sin duda Maurice Merleau-Ponty (1908-1961) quien más y mejor ha desarrollado los estudios de cómo el yo percibe el propio cuerpo.

Por su parte, Michel Henry (1922-2002) ha tratado de comprender cómo el yo vive ese fenómeno primario y fundamental que es su vida misma, en su inmanencia más profunda y radical.

4.2. Fenomenología de los otros: la intersubjetividad.

Pero no sólo percibimos el propio yo, sino el de otros. De los otros sujetos tenemos también experiencia directa, de manera que se aleja la impresión que de solipsismo podría tenerse en la fenomenología como estudio de los actos de conciencia. Los demás los percibimos como semejantes a nosotros, como otros dativos de revelación y aparición de la realidad; o bien como unos que pueden responder a nuestro conocimiento y ante los que podemos vernos como a su vez semejantes a ellos. Dicha experiencia se basa en la experiencia de otro cuerpo como el propio, de un cuerpo donde domina por tanto —como en el mío— la conciencia. Se trata de un experimentar el cuerpo del otro de modo semejante a como se experimenta el propio, como un cuerpo que expresa pensamientos, que posee una vida consciente y una temporalidad semejante, aunque distinta, a la propia.

Además, la experiencia del otro no se reduce a esa intersubjetividad cognoscitiva, que Husserl se esforzó por consolidar para evitar el solipsismo. El propio fundador de la fenomenología sentó las bases para el desarrollo de otras dimensiones de la intersubjetividad. Así, Edith Stein nos dejó unos ricos análisis de cómo esa intersubjetividad funda colectividades y comunidades, lo que inspiraría no poco los inicios de la naciente sociología, por ejemplo, mediante la obra de Alfred Schütz (1899-1959). Y más tarde, como se verá, Enmanuel Lévinas (1906-1995) vería en la relación con el otro el fundamento del deber moral. La sola y peculiarísima experiencia del rostro ajeno —y únicamente ella— supone ya un incondicionado reclamo de respeto capaz de sustentar el sentido a la entera existencia humana.

Pero hay además otra vasta dimensión que se abre con la intersubjetividad. Y es que experimentamos a los otros, y en el fondo todo un mundo intersubjetivo o común, a través de la experiencia sencilla y directa de objetos. Es decir, cada vez que experimentamos cosas, las vivimos también como a su vez experimentadas o experimentables por otros sujetos. Pues el objeto que percibimos o pensamos no es sólo lo que de él percibimos o pensamos, sino que contiene también, y así lo vivimos, lo que otros perciben o piensan (actual o potencialmente) de él. Todo objeto se da, entonces, en una identidad también como visto —o como pudiendo ser visto— por otros; en otras palabras, los objetos se aparecen como disponibles para otros, como dados intersubjetivamente, de suerte que conocemos o valoramos las cosas como cognoscibles o valiosas incluso en formas no dadas actualmente. Y de este modo, la fenomenología descubre otro de sus campos más fecundos, el mundo común humano: el mundo compartido por los sujetos y el mundo como horizonte de sentido de todos los objetos. Aquí los análisis de Husserl no han sido superados, e incluso puede decirse que han sido poco desarrollados o explicitados de modo relevante.

5. La noción de mundo: mundo de la vida y mundo de las ciencias

Ese mundo descubierto por la intersubjetividad que comparte el sentido de lo conocido, en sentido amplio, es el mundo visto desde o en la actitud fenomenológica. Es el mundo de sentido social o intersubjetivamente constituido; una trama de sentidos que, precisamente al ser intersubjetiva o disponible para cualquiera, se reconoce como objetiva, independiente y sobrepasado a cada sujeto. Un mundo que, como común y fundamental horizonte de sentido, se vive con anterioridad a toda teoría y práctica sobre él, es decir, se vive presuponiendo en él sentidos por descubrir. Husserl lo llama por ello “mundo de la vida”; y Heidegger se fijará en sus referencias pragmáticas (o posibilidades de acción) anteriores a toda tematización u objetivación, describiéndolas como propiedades existenciarias de ese mundo y del hombre en él.

De ese mundo de la vida, el mundo en realidad cotidiano y familiar, ha surgido, por necesidades pragmáticas, la teoría de las ciencias prácticas. Ciencias prácticas o experimentales que, buscando la utilidad, frecuentemente han tomado las matemáticas como modelo de conocimiento y de experiencia. La matematización de la experiencia permite su cuantificación, su medición, la réplica de los experimentos con ella. Pero corre el riesgo de confundir la exactitud que exhibe con la perfección o grado de realidad de su objeto. De hecho, éste ha sido un grave error de la ciencia moderna, el de creer que su objeto, amoldado a su método matemático, refleja perfecta y plenamente la realidad, declarando ilusorio todo lo que no encaje en su horma. Así, el mundo de las ciencias experimentales se ha impuesto de tal manera que ha llegado a configurar la moderna actitud natural, el modo de concebir la realidad sesgadamente materialista o naturalista. Junto a ese error, la ciencia experimental moderna ha olvidado el origen descrito: nació sobre el suelo del mundo de la vida y para resolver necesidades humanas en el seno de dicho mundo. Pretender afirmar que se origina a partir de la razón abstracta y con el fin de suplantar el mundo de la vida es, directa y radicalmente, violentar las cosas y la vida, deshumanizándola hasta la violencia de volver la ciencia contra el propio hombre, como desgraciadamente ha demostrado y sigue demostrando la historia.

La fenomenología, en cuanto análisis de los modos de intencionalidad y de su respectivo origen, se propone —pues está en condiciones óptimas para ello— aclarar el método o modo de pensar, e incluso de valorar, de la ciencia experimental, iluminando a la vez su origen y, por tanto, también su fin. Esto es, no se limita a meros análisis metodológicos o epistemológicos, tan frecuentes en algunas filosofías de la ciencia, más al servicio de la ciencia misma que del hombre.

6. Historia y desarrollo de la fenomenología

6.1. La gestación husserliana

Las dilucidaciones de Franz Brentano suelen tomarse como simple preparación de la fenomenología. De manera que el inicio de ésta se sitúa en las Investigaciones lógicas (1900-1901) de Husserl. Tras esta publicación, su autor es llamado a la Universidad de Göttingen, atrayendo numerosos jóvenes estudiantes (sobre todo muniqueses) gracias precisamente a aquella obra. Poco después, en 1907, se constituye la Sociedad Filosófica de Göttingen; y en 1913 aparece el órgano de expresión de dicho grupo, el Jahrbuch für Philosophie und phänomenologische Forschung (“Anuario de Filosofía e Investigaciones Fenomenológicas”). En esta publicación, cuyos editores eran el propio Husserl, A. Pfänder, A. Reinach y Moritz Geiger (1880-1937), y que se prolongaría hasta 1930, aparecieron los diversos escritos que configuraron la fenomenología, incluido Ser y Tiempo (1927), de Heidegger. Sin embargo, el estallido de la Primera Guerra Mundial, ciertas discrepancias de los miembros del grupo con su maestro, Husserl, y la marcha de éste a la Universidad de Friburgo provocaron la disolución del grupo de Göttingen (sólo E. Stein le acompaña). Es en Friburgo donde Heidegger y Lévinas entran en contacto con Husserl.

6.2. La transformación heideggeriana

La filosofía de Martin Heidegger es fenomenología de un modo distinto al husserliano. Mejor conocedor de la historia de la filosofía, se vale de una terminología más clásica y aborda problemas filosóficos más tradicionales, enraizándolos todos en su peculiar concepción metafísica y dialogando más con los diversos filósofos del pasado. Lo que justifica su calificación como fenomenólogo es la gran influencia del principal tema husserliano: la intencionalidad como relación de la conciencia básica y previa a toda objetivación. Algo que llama la atención en este filósofo, tenido también gracias a ello por existencialista, es el carácter vital y existencial del estilo y contenido de sus escritos. Este rasgo hace su filosofía más atractiva e interpelante, pero también más confusa al no distinguirse a veces entre reflexión y exhortación, entre filosofía y religión.

Heidegger pensó que Husserl concedía demasiada importancia a la intuición llevada a cabo y descubierta en la conciencia; que, aunque Husserl decía haberlo superado, en el fondo seguía dentro del paradigma cartesiano de la filosofía subjetivista moderna. Según Heidegger, había que retroceder más radicalmente al suelo previo a la distinción entre sujeto y objeto. Con toda probabilidad, este pensador se había dejado confundir por el confuso y ambiguo —por descuidado— lenguaje de su maestro, y se había contagiado de la tesis nietzscheana según la cual toda intelección y objetivación deforma irremediablemente su contenido genuino.

Así pues, Heidegger concebía la intencionalidad ya no como una característica de la conciencia (que aún sigue siendo algo ontológicamente presupuesto), sino la relación ya ontológica del hombre con el mundo. Por eso, mientras que Husserl buscaba cómo se constituye la objetividad en y a través de la conciencia subjetiva, Heidegger indaga cómo se aparece el ser al hombre como lugar donde éste se desvela (el hombre es, por eso, el ahí del ser, el “ser-ahí”). Pero ambos, como se ve, se esfuerzan por desentrañar cómo el mundo se aparece al ser humano; ambos tienen claro que sólo existe objetividad-para-la-subjetividad [Moran 2011: 15]. Sin embargo, una diferencia capital es que mientras para Husserl la subjetividad es más que temporalidad (es también hábitos, creencias, deseos, etc. sedimentados), para Heidegger la subjetividad es sólo temporalidad y pura posibilidad práctica.

Además, a Heidegger le parecía que Husserl era intelectualista también en el sentido de que no se comprometía con el mundo, o al menos no suficientemente. Este existencialista ve al hombre más involucrado en el mundo —es el “ser-en-el-mundo” —, y como tal debe comprometerse con él, con su trasformación, con su salvación (tal actitud llamará extraordinariamente la atención de Sartre).

Uno de los aspectos de ese compromiso con el mundo es la atención a la temporalidad y la historicidad. Husserl, por un lado, había rechazado las tradiciones heredadas por considerarlas perjudiciales para intuir las vivencias en su esencia pura, había dejado de lado las filosofías de la vida y de las concepciones del mundo; aunque, por otro, juzgaba necesario el análisis genético de las vivencias y conceptos. Heidegger acentúa esto último retomando la historicidad de las tradiciones y cosmovisiones. Desde esta perspectiva —e influido por Schleiermacher y la hermenéutica teológica— afirma que toda descripción supone una interpretación. Las pretendidas descripciones puras son, según él, una ingenua utopía. Es necesario, pues, enmarcar la fenomenología en una hermenéutica radicalmente histórica. Uniendo esto con el enfoque ontológico antes señalado se ve cómo para Heidegger la fenomenología ya no es un análisis puro del yo y sus vivencias, sino una manera de formular (y por tanto de interpretar) la pregunta por el ser. Hasta el punto de que, para él, la ontología sólo es posible como fenomenología y como hermenéutica.

6.3. Otros desarrollos

Emmanuel Lévinas tuvo como uno de sus méritos el introducir la fenomenología en Francia, tanto la de Husserl como la de Heidegger. Este filósofo contribuyó enormemente a restaurar e impulsar el pensamiento ético tras la Segunda Guerra Mundial, llegando a concebirlo como filosofía primera. Como a Heidegger, a este pensador francés de origen lituano le pareció que Husserl permanecía en la filosofía moderna del yo cartesiano. Por ello busca superar más radicalmente también la dualidad moderna entre sujeto y objeto mediante —y esta es su originalidad— la experiencia del otro. Lévinas también se sitúa en un plano más metafísico que gnoseológico: también a él le parece que la intencionalidad es el contacto directo de la conciencia con el mundo y con el ser. Pero podemos escapar de ese ser que amenaza con abarcar todo y que se resiste a la conciencia como algo mostrenco y que al final aísla al sujeto; podemos escapar de él, trascendiéndolo, mediante la vivencia de los otros. De hecho, esta sería la única vivencia que saca realmente al sujeto de su encerramiento, la más radical intencionalidad. La experiencia de la alteridad de otro ser humano es la condición de la experiencia de auténtica alteridad en general; es decir, en la experiencia de cualquier alteridad mundana se halla entrañada de algún modo la alteridad del prójimo. Indaga, así, el modo en que otros seres humanos están en el horizonte de la propia experiencia. Y descubre que esos otros se presentan de un modo peculiar, a saber, como reclamando una respuesta responsable, una exigencia moral. La fenomenología, en Lévinas, es el fundamento radical de la ética.

Otro importante pensador francés, claramente más relacionado con Heidegger que con Husserl, es Jean-Paul Sartre (1905-1980). Este autor toma también la intencionalidad como punto de partida de sus reflexiones, pero llevándola al extremo de negar la identidad del polo subjetivo, vaciando y diluyendo así al sujeto. Más precisamente, la conciencia busca —en virtud de su esencia intencional y referida al ser como tal— convertirse en ser, pero sin conseguirlo nunca del todo. Curiosamente, al eliminar el polo subjetivo de la relación intencional, Sartre deshace esa relación y termina tratando al hombre con la dinámica y el fin de una cosa más del mundo. También como Heidegger, su estilo es exhortativo y dramático, sin evitar el peligro de enfatizar por ello algunos puntos ignorando otros. Para él, el compromiso con el devenir del mundo es esencial a la filosofía, por eso su pensamiento termina por transitar de la metafísica a la política.

Maurice Merleau-Ponty centró su atención en lo prerreflexivo, lo temporal, el cuerpo vivido y el mundo de la vida. De estilo más asequible que Husserl, contribuyó bastante a la difusión de la fenomenología. Convencido también de que la intencionalidad consiste en la relación radical entre el sujeto y el mundo, le parece que ambos polos de la relación están tan entretejidos que no pueden ni siquiera conceptualizarse por separado. Y entonces descubre que donde se encuentran hombre y mundo, conciencia y ser, es en el cuerpo propio. Es ahí donde y mediante lo que percibimos el mundo, el cuerpo viviente es el punto de contacto entre la subjetividad y la objetividad. De manera que este pensador se da a la tarea de describir la experiencia del propio cuerpo: experiencia distinta a la que tenemos de otros cuerpos humanos, y por supuesto de los cuerpos inertes. El también francés Michel Henry, al describir la autocomprensión y autodonación de la propia vida, sostiene que tal donación escapa tanto a todo acto intencional como a toda “preocupación” existencial. Antes bien, la vida se vive y se nos da únicamente al sentir, a la afección. Donación que, en buena y fiel fenomenología, revela la índole de lo donado. Descubriéndose entonces que la vida humana es autoafección pura. Más aún, que el sentimiento —el amor, con resonancias cristiano-joánicas y agustinianas— es la esencia y el ser último de toda realidad.

En ocasiones, también se cuenta a Paul Ricoeur (1913-2005) entre los fenomenólogos franceses; tradujo las Ideas I de Husserl y son conocidos sus estudios sobre la libertad y sobre la hermenéutica, a lo que se dedicó especialmente.

En el ejercicio de la fenomenología en otros países, Polonia ocupa una posición importante, gracias a la figura e influjo de Roman Ingarden (1893-1970), filósofo polaco que formó parte del grupo de Göttingen. También en Italia, Chequia y Rusia hubo pronto representantes de la fenomenología. En cuanto al mundo hispano, la introducción y difusión de la fenomenología se debe a José Ortega y Gasset (1883-1955). Aparte de sus propias obras, este pensador español promovió vivamente el estudio y la traducción de las principales obras del propio Husserl y de los primeros fenomenólogos. Además, el exilio al que se vieron obligados varios discípulos de Ortega a causa de la Guerra Civil española —entre ellos José Gaos (1900-1969), primer traductor de Ser y tiempo de Heidegger— provocó la propagación de la fenomenología en Hispanoamérica, especialmente en México y en Argentina.

Finalmente, es una cuestión discutida si la hermenéutica, desarrollada sobre todo por Hans-Georg Gadamer (1900-2002), y el pensamiento posmoderno de Michel Foucault (1926-1984), de Jacques Derrida (1930-2004), y otros, pueden considerarse como una continuación de la fenomenología, e incluso de la versión heideggeriana. Ciertamente se inspiran en ella: en concreto, en la teoría de la significación de Husserl y en la hermenéutica existencial de Heidegger; sobre todo, en general, en los análisis de la dualidad entre presencia y ausencia y entre identidad y diferencia.

Y así como Gadamer pretende hacer una fenomenología de la comprensión, sin ceder al escepticismo (por más que haya supuestos discípulos suyos en última instancia escépticos), en Foucault y en Derrida se advierte un claro influjo de Nietzsche y un escepticismo incompatible ya con la fenomenología. Estos últimos autores terminan negando la posibilidad de la presencia plena de significado en un acto intencional, acentuando, en cambio, el continuo y elusivo desplazamiento de todo significado a regiones ausentes y ocultas. Siguiendo el fuerte espíritu nietzscheano que los anima, la fenomenología genética se reduce a una mera herramienta útil en sus manos para poner al descubierto las estructuras gnoseológicas y valorativas que no hacen sino imponer supuestas verdades y valores, sobre el mundo y sobre el propio hombre. La filosofía debe, entonces, desenmascarar y deconstruir esas estructuras para debilitar su poder hasta su desaparición en favor de la libertad individual y, si acaso, del consenso democrático.

7. La fenomenología en contraste con otras filosofías

Volviendo a una perspectiva más directamente temática, la fenomenología primigenia o husserliana puede compararse con otras formas de fenomenología, e incluso con otras corrientes de filosofía afines.

A propósito de la fenomenología existencial o existencialismo (fundamentalmente representado por Heidegger y Sartre), podríamos decir que, en general, esta corriente tiende a considerar que la reflexión teórica desnaturaliza por esencia su objeto, que todo conocimiento objetiva su contenido y que, por tanto, lo cosifica y falsea. La tentación consiguiente es renunciar a la posibilidad del conocimiento y abandonarse, tarde o temprano, a algún género de relativismo. La fenomenología husserliana no obvia la dificultad de la objetivación del objeto del conocimiento, y trata ese problema con detalle. Asimismo se ocupa del mundo de la vida previo al conocimiento, y de nuestra originaria relación con él. Pero no renuncia a la posibilidad de conocer ese suelo vital, por difícil que resulte hablar de él. Y no renuncia por dos razones. Primera, por el evidente hecho de que tal conocimiento existe, pues hablamos de semejante plano precognoscitivo. Por muchas que sean las limitaciones de nuestro conocer, por muchas que sean las posibilidades de error, de vaguedad y de olvido, somos capaces de conocer, y de conocer también ese plano previo al conocimiento mismo. Y la segunda razón es que precisamente la actitud que adopta el filósofo (frente quizá al poeta, al político o al predicador) es la de la contemplación, la socrática de buscar claridad intelectual, aunque esa claridad sea decisiva —como también para el ateniense— para vivir una vida auténticamente humana.

Puede decirse que, mientras el existencialismo se sumerge en el mundo existencial humano, la fenomenología husserliana trata siempre de “desmundanizarse” —mediante la reducción fenomenológica o trascendental— intentando adoptar el papel de filosofía primera, en el sentido de la primera tarea y actitud que debe tomarse para todo ulterior pensar propiamente filosófico. Y ese no acabar de distanciarse suficientemente del mundo característico del existencialismo (distanciamiento fenomenológico no para perderlo —es preciso insistir en ello—, sino para ganar claridad y sentido) vale también para el vitalismo de Ortega, en buena medida para la filosofía de Scheler, y también para las doctrinas (o técnicas) hermenéuticas nacidas del existencialismo [García-Baró 1999: 114].

Por otro lado, la hermenéutica se distingue por la búsqueda del sentido expresado en el lenguaje. Un sentido que podría confirmarse o refutarse si se logra establecer como el efectivamente mentado; posibilidad, sin embargo, discutida entre los hermeneutas. Es decir, la reflexión de la hermenéutica, y también la de la filosofía del lenguaje en general, se distancia del lenguaje o discurso limitándose al sentido proposicional. La reflexión fenomenológica, en cambio, es más universal al distanciarse de la actitud natural en su totalidad. Además, en la reflexión proposicional estamos interesados pragmáticamente en la verdad de algo para comprobarla, mientras que en la fenomenológica se busca la verdad no directamente para verificarla, sino para contemplarla. Y como consecuencia, así como la reflexión proposicional cambia la modalidad de los juicios, de creencia a duda (para indagar su ulterior confirmación), la fenomenológica no los pone en duda ni cambia su modalidad en modo alguno. En realidad, la investigación proposicional sigue dentro de la actitud natural, busca la verdad de lo que se dice. Por el contrario, la fenomenología —por así decir— no quiere tanto buscar la verdad de la actitud natural como contemplar esa verdad y esa actitud; trata de explicitar la estructura intencional de lo vivido en actitud natural, y por eso no la modifica, pues entonces ya no la podría ver tal cual es. La fenomenología —dígase una vez más— no intenta sustituir, con sus verdades, la actitud natural, sino sólo contemplarla e iluminarla. En definitiva, la fenomenología no es simple descripción ni análisis lingüístico, sino reflexión radical que va más allá y que incluye a la misma actividad proposicional.

Por lo demás, algo similar puede decirse en relación a la filosofía de la ciencia. Tanto a ella como a la fenomenología les interesa la ciencia (su método, fundamentación y función). Pero la filosofía de la ciencia se haya más bien al servicio de la ciencia, buscando legitimarla y acaso corregirla procedimentalmente; mientras que la fenomenología no pretende tanto servir a la ciencia como contemplarla, y sólo después aparecerán claras y por sí solas las limitaciones y el lugar de la ciencia en el saber humano y en la concepción del mundo (en el señalado contraste entre el mundo de la vida y el mundo científico).

El deconstruccionismo busca también desentrañar el sentido del lenguaje, sobre todo filosófico, y de un modo más radical que la hermenéutica, en continuidad con Heidegger. Pero, inspirada en Nietzsche, renuncia por principio al conocimiento y a la misma idea de verdad, que interpreta en términos de imposición o dominio. Esta toma de postura, no menos interesada que el presunto interés cognoscitivo tradicional que denuncia, la aleja de la contemplación —libre de presupuestos y prejuicios— de la fenomenología. Mientras que la fenomenología prescinde de la tradición y sus presupuestos, la deconstrucción quiere desmantelar la tradición presuponiendo que ha falseado la interpretación dominante.

La fenomenología busca, así, la restauración de la actitud filosófica premoderna, o sea, recoge todas las formas de racionalidad y experiencia que se dan en la actitud natural (sin privilegiar la razón autónoma y científica, como hace la modernidad). Eso sí, quiere comprenderlas plenamente, en lo que esas formas significan, presuponen e implican. Y, además, posee la ventaja de ir más allá de la filosofía clásica al abordar las cuestiones suscitadas por la modernidad. Es la fenomenología, pues, antigua y moderna a la vez; logrando así evitar el asfixiante racionalismo de la modernidad (bien en la forma del positivismo, bien en la del idealismo) y a la vez escapar de cierto voluntarismo desengañado frecuente en la posmodernidad.

Y queda entonces, finalmente, la difícil pregunta por la relación entre la fenomenología y la que se llama a sí misma philosophia perennis, que ve la metafísica y el teísmo uno de sus elementos esenciales, y donde se encuadra la tradición metafísica clásica tanto aristotélica como tomista (aunque no menos la tradición platónica y la agustiniana). A falta de un consenso o pronunciamiento expreso de los especialistas de ambas corrientes (fenomenología y, especialmente, metafísica clásica), pueden señalarse dos puntos a la vez de convergencia y divergencia. El primero se refiere a que ambos modos de filosofar incluyen y defienden lo no sensible. La metafísica clásica de un modo muy claro gracias a las demostraciones basadas en el principio de causalidad; y la fenomenología al reconocer modos de darse la realidad —directos o incluso indirectos— distintos de la percepción sensible. A este respecto, es cierto que los fenomenólogos no acuerdan en una misma noción de fenómeno: es siempre lo dado a la conciencia, pero no es claro si exclusivamente de modo inmediato o en una acepción más amplia. En esto consistiría la divergencia en este punto con la filosofía metafísica tradicional. Y el segundo punto —relacionado con el anterior— se refiere al pretendido alcance de la filosofía. Los dos modos de pensar aspiran a hacerse una idea global del sentido de la vida humana y del mundo. Pero abordan esa tarea, por así decir, desde perspectivas e inicios de algún modo diferentes. La metafísica clásica atiende primera y primordialmente al entramado causal del mundo, mientras que la fenomenología se preocupa de aclarar antes que nada —sin que esto signifique en absoluto relativismo ni subjetivismo, como se ha mostrado— cómo vivimos y comprendemos ese mundo y a nosotros mimos en tanto que lo vivimos. Naturalmente, a partir de estos arranques, ni la metafísica clásica descuida la subjetividad ni la fenomenología se desentiende del mundo.

Sin duda, esta diversidad de enfoque o punto de partida general entre la metafísica clásica y la fenomenología se explica en gran medida por las respectivas coyunturas históricas en que vieron la luz, con sus problemas e inquietudes manifiestamente tan distintas. Y esta consideración acerca de estas dos tradiciones —que no anima al historicismo ni al eclecticismo, sino al rigor y a la riqueza posible del filosofar— vale igualmente para la fenomenología misma. No hay una sola y única fenomenología como escuela, más que como cierto método de aproximación y ciertas preguntas fundamentales; lo que hay son fenomenólogos tratando temas diversos que salen a la luz gracias al método e inspiración fenomenológicos, que no es sino el estudio y la reivindicación de la subjetividad.

Con todo, en la medida en que la fenomenología busca retroceder a la vida y el mundo previos a las ciencias de la modernidad, para salvaguardar el ideal socrático —a saber, que a cada uno de los hombres compete investigar por sí mismo el valor de las convicciones sobre las que está edificada su existencia—, dicha corriente inaugurada por Husserl se inserta en, y es ya, philosophia perennis.

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- Círculo Latinoamericano de Fenomenología: http://www.clafen.org/

- Sociedad Española de Fenomenología: http://huespedes.cica.es/aliens/sefe/

- Fenomenología y filosofía primera:  http://www.fenomenologiayfilosofiaprimera.com/

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Sánchez-Migallón Granados, Sergio, Fenomenología, en Fernández Labastida, Francisco – Mercado, Juan Andrés (editores), Philosophica: Enciclopedia filosófica on line, URL: http://www.philosophica.info/archivo/2014/voces/fenomenologia/Fenomenologia.html

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