Philosophica
Enciclopedia filosófica  on line

Aristóteles

Autor: Ignacio Yarza de la Sierra

Índice

I. Introducción

1. Rasgos biográficos

2. Los escritos de Aristóteles

3. Visión de conjunto del pensamiento aristotélico

4. Aristóteles y Platón

a) La inmanencia de los universales

b) Diferencias de método y de intereses

II. La Lógica

1. Estructura y contenido de los libros del Órganon

2. El conocimiento de los principios: la inducción

a) Los predicables

b) La ciencia

c) La clasificación de las ciencias

III. La física

1. La composición hilemórfica

2. Sustancia y accidentes

3. El cambio o movimiento

4. El espacio, el lugar y el tiempo

5. Del cielo

6. La tierra: elementos simples y cuerpos mixtos

IV. La Metafísica

1. Concepto y características

2. La unidad de la metafísica

3. El principio de no contradicción

4. Los sentidos del ser

a) Ser como sustancia y ser como accidente: las categorías

b) Ser como acto y ser como potencia

c) El ser accidental y el ser como verdadero

5. Las causas

V. La causa primera

1. La existencia de Dios

a) La prueba de la Física

b) La prueba de la Metafísica

2. Naturaleza del acto puro

3. Unidad y multiplicidad de lo divino

4. Dios y el mundo

VI. Los vivientes y el hombre

1. La vida y el alma

2. La vida sensitiva

3. La vida intelectiva

La unidad del intelecto y su inmortalidad

4. Los tratados de biología

VII. Ética y Política

1. El bien y el fin del hombre

2. Las virtudes

a) Las virtudes éticas

b) Las virtudes intelectuales

3. El acto voluntario

4. Política

VIII. Poética y Retórica

IX. El pensamiento aristotélico en la historia

X. Bibliografía

1. Corpus aristotelicum

a) Ediciones

b) Traducciones

2. Estudios

a) Estudios generales

b) Lógica

c) Física y psicología

d) Metafísica

e) Ética y Política

f) Poética y Retórica

I. Introducción

1. Rasgos biográficos

Aristóteles nació en Estagira, colonia griega de la Calcidia, el año 384 a.C. Hijo de Nicómaco, médico del rey de Macedonia Amintas III, que fue el abuelo de Alejandro Magno. Su madre Festis era originaria de Calcis, en la isla Eubea, en donde Aristóteles, como veremos, transcurrirá sus últimos días de su vida. La fuente principal de información sobre la vida de Aristóteles es Diógenes Laercio [Vida de Filósofos ilustres, Libro V, 1-17]. Huérfano desde niño, fue confiado a los cuidados de un anciano pariente, Próxeno, con quien vivirá hasta los 17 años. Al llegar a esa edad eligieron la Academia como el mejor lugar para continuar su formación, y allí permanecerá durante los siguientes veinte años, hasta la muerte de Platón.

El ambiente de la Academia y la personalidad de Platón influyeron profundamente en Aristóteles. La Academia no era una escuela en la que solamente se enseñaba el pensamiento de su fundador, sino un lugar de investigación científica y discusión filosófica. Probablemente antes de poder tomar parte en tales discusiones, los más jóvenes debían seguir un exigente programa de estudios, más o menos cercano al propuesto por Platón en la República: gimnasia, música, matemáticas y geometría, como preparación a la filosofía, a la dialéctica.

A los años de estudio en la Academia pertenecen las primeras obras que nos han llegado de Aristóteles: el Grillo o Sobre la retórica, en la que Aristóteles defiende el modo platónico de concebir la educación, y en el fondo la filosofía, frente al modelo seguido por Isócrates, y Sobre las ideas, donde manifiesta su desacuerdo con la doctrina platónica de las Ideas. Estas primeras obras muestran un Aristóteles interesado por las cuestiones filosóficas discutidas en la escuela, sobre todo la doctrina central de su maestro, las Ideas. El clima de discusión y debate de la Academia se refleja tanto en algunos diálogos del mismo Platón, sobre todo el Parménides, como en las versiones propuestas de tal doctrina por otros académicos: Eudoxo, Espeusipo y Jenócrates. Parece por tanto claro que ya en estos años Aristóteles comenzó a elaborar una propia visión de la realidad que posteriormente irá profundizando y perfilando.

A la muerte de Platón, el 347, su sobrino Espeusipo tomará las riendas de la Academia y Aristóteles, ya sea por discrepancias doctrinales con él o por otros motivos, iniciará un periodo de viajes que durará hasta el 335, año en que retorna a Atenas.

La primera etapa de sus viajes fue Aso, en donde Aristóteles enseñó filosofía, entre otros, a Teofrasto, que será su discípulo más importante y su sucesor en la escuela que fundará. De Aso Aristóteles se trasladó a Mitilene, en la isla de Lesbos, en donde permaneció dos años, hasta el 342 cuando fue llamado por Felipe II, rey de Macedonia, para que se hiciera cargo de la educación de su hijo, Alejandro. Del influjo de Aristóteles sobre su discípulo no se conservan muchos datos; sí parece cierto que la relación entre ellos fue buena, aunque no es fácil adivinar alguna influencia del ideal político de Aristóteles en el imperio construido por Alejandro Magno.

Aristóteles se había casado con Pitias, pariente del tirano de Atarneo, de la que tuvo una hija llamada como su madre. A la muerte de su mujer, Aristóteles se casó con Herpilis, anteriormente sierva suya; de ella tuvo un hijo, Nicómaco.

Cuando Alejandro subió al trono, el 340, Aristóteles regresó a Estagira y el 335 a Atenas. En Atenas Aristóteles fundó una nueva escuela en unos edificios cercanos a un templo dedicado a Apolo Licio, de donde procede su nombre Liceo; además, como Aristóteles daba sus lecciones paseando por los jardines de esos edificios, la escuela fue también llamada Peripato (περίπατος = paseo) y peripatéticos sus discípulos. El Liceo alcanzó rápidamente grande prestigio, hasta el punto de eclipsar a la Academia. El ideal pedagógico de Aristóteles no era otro, sin embargo, que el aprendido en la Academia, esto es una instrucción enciclopédica, pero orientada por el espíritu filosófico y científico de Aristóteles, que no compartía la tendencia platónica a unificar todo saber en uno solo.

A la muerte de Alejandro Magno, el 323, se desencadenó en Atenas una revuelta contra Macedonia y Aristóteles, dejado el Liceo en manos de Teofrasto, huyó a una antigua propiedad de su madre, en la isla Eubea, en donde murió el año siguiente a la edad de 62 años.

En su testamento Aristóteles manifiesta su profunda humanidad, ocupándose del futuro de su mujer, de sus hijos y de sus siervos, así como su religiosidad, encargando honrar en su nombre a los dioses Zeus y Atenea.

2. Los escritos de Aristóteles

Los escritos de Aristóteles se dividen en dos grandes grupos: los exotéricos (ἐξωτερικός = externo), compuestos en forma de diálogo y destinados al gran público; y los escritos esotéricos (ἐσωτερικός = interno), que constituyen el fruto y la base de la actividad didáctica de Aristóteles, destinados sólo a sus discípulos y, por tanto, patrimonio exclusivo de la escuela. Estos escritos se designan también como ἀκροατικοὶ λόγοι, es decir, discursos o lecciones orales, pues fueron escritos con ese fin, no para ser publicados.

El primer grupo de escritos se ha perdido casi por completo, y no nos han llegado sino algunos títulos y fragmentos. Quizá el primer escrito exotérico fuera el ya mencionado Grillo o Sobre la retórica, mientras los últimos fueron el Protréptico y Sobre la filosofía. Otros escritos juveniles son: Sobre las ideas, Sobre el bien y el Eudemo.

Todo lo contrario ha sucedido con la mayoría de las obras de escuela, que tratan de todos los problemas filosóficos y de algunas ramas de las ciencias naturales. En la actual ordenación del corpus aristotelicum aparece en primer lugar el Organon, que es el título con el que, a partir de Andrónico de Rodas (s. I a.C.) se designan los tratados de lógica. Éstos son: Categorías, Sobre la interpretación (o Peri Hermeneias), Primeros analíticos, Analíticos posteriores, Tópicos y Argumentaciones sofísticas. Siguen las obras de filosofía natural: Física, Del cielo, De la generación y la corrupción y los Meteorológicos. Conectadas con estas obras están las de temas de psicología, constituidas por el Sobre el alma, y un grupo de opúsculos recogidos bajo el título de Parva naturalia. La obra más famosa, formada por catorce libros, es la Metafísica. Luego vienen los tratados de filosofía moral y política: Ética a Nicómaco, Ética a Eudemo, Gran Ética, considerada por casi todos los intérpretes no auténtica, y Política. Por último hay que señalar la Poética y la Retórica. Entre las obras dedicadas a las ciencias naturales, se pueden recordar: La historia de los animales, Las partes de los animales, La generación de los animales, La locomoción de los animales y El movimiento de los animales, obras que interesan más a la historia de la ciencia que a la de la filosofía.

La disposición de las obras de Aristóteles en un corpus parece responder más a la visión estoica de la filosofía, propia de Andrónico, que no a las intenciones de Aristóteles. Andrónico era un gramático y filósofo romano que tuvo acceso a las obras de Aristóteles cuando, el año 84 a.C., Sila transportó a Roma el material encontrado en Atenas. Con gran probabilidad Andrónico fue quien en muchos casos reunió, dio un título y ordenó los escritos de Aristóteles hasta constituir un corpus, es decir un conjunto de obras pretendidamente sistemático, en las que unas se subordinan a otras. La misma consideración de las obras lógicas, no como un saber independiente sino como un instrumento (ὄργανον), que permite el acceso a un saber posterior, la física, para concluir después en la ética, responde a la concepción estoica de la filosofía. Esto no significa, sin embargo, que los diversos tratados escritos por Aristóteles no guarden relación entre sí, ni que su pensamiento metafísico sea en muchos casos la clave para comprender su visión de la realidad.

El modo habitual de citar las obras de Aristóteles es el establecido por I. Bekker en su edición de 1831: título de la obra, cuando sea el caso número del libro y del capítulo, página, columna –a ó b– y líneas, hasta un máximo de 44 (p. ej. Metafísica, I, 1, 980 a 21 - 981 b 25). Siendo continua la numeración de las páginas, en rigor no serían necesarios todos esos datos para encontrar cualquier texto en sus obras; bastaría con señalar la página, la columna y la línea.

La cuestión de la ordenación cronológica de las obras de Aristóteles, en conexión con el problema de la génesis de su pensamiento, ha preocupado a los historiadores del siglo pasado. Si bien éstos han conseguido dar un notable impulso al estudio de la filosofía aristotélica, no han podido llegar a conclusiones definitivas en este tema.

En líneas generales, se puede decir que las obras exotéricas pertenecen a los años en que Aristóteles permanece en la Academia (366-347). En estos escritos, el estilo y también en gran parte la doctrina hacen pensar en un marcado influjo platónico. Por el contrario, los escritos esotéricos, destinados a la actividad didáctica, de gran densidad doctrinal, con un estilo muchas veces árido y posiblemente corregidos con el paso del tiempo por el mismo Aristóteles, no permiten establecer una cronología precisa y libre de problemas. Por esta razón, en la exposición de su pensamiento no seguiremos ningún hipotético esquema cronológico, sino que, siguiendo a Aristóteles, distinguiremos los diversos sectores —ciencias— de que se ocupa su filosofía.

3. Visión de conjunto del pensamiento aristotélico

Las anteriores consideraciones sobre la formación del corpus aristotélico, así como la reconstrucción genética de su pensamiento [Jaeger 1923], aconsejan evitar tanto una visión excesivamente unitaria, sistemática de su filosofía, herencia de sus intérpretes antiguos y medievales, como una visión excesivamente fragmentada, dispersa y problemática de su pensamiento, que es la que ha prevalecido en alguna medida el siglo pasado. La mayoría de los intérpretes mantiene hoy una posición más equilibrada, que sin negar la evolución del pensamiento aristotélico y la distinta datación de sus tratados, considera que su filosofía encierra una fuerte unidad, que no es sin embargo la del sistema, en el que cada parte de la filosofía, cada obra, encaja y se armoniza perfectamente con las demás. La unidad del pensamiento aristotélico es más bien dinámica, abierta, constituida por saberes diversos que gozan de su propia autonomía y están a la vez ligados a través de algunos puntos nucleares, de algunas constantes que, con variaciones y desarrollos a lo largo de la vida de Aristóteles, permanecen sustancialmente inalteradas.

Exponer la visión de conjunto del pensamiento de Aristóteles nos obligará a anticipar algunas cuestiones que serán posteriormente explicadas. Comenzamos por señalar que Aristóteles heredó de Platón el ideal de un saber científico —necesario, inmutable y cierto—, pero que se separó de su maestro en el modo de concebirlo. La diferencia fundamental reside en que Platón piensa que la ciencia es posible sólo respecto a la realidad suprasensible, reduciendo el conocimiento del mundo sensible a mera opinión, mientras Aristóteles considera que también es posible el conocimiento científico de lo sensible; no sólo existen la ciencia matemática y la dialéctica, como entiende Platón, sino que los saberes teóricos son por lo menos tres: la física, la matemática y la filosofía primera o metafísica [Metafísica, VI, 1, 1026 a 18-19].

Como veremos más adelante, en los Analíticos posteriores Aristóteles también elaboró una teoría de la ciencia demostrativa, apta sobre todo para la matemática, y que es posible aplicar a otras ciencias, pero con grandes dificultades. Para Aristóteles la razón es capaz no sólo de argumentar demostrativamente, sino también de hacerlo de un modo más flexible, adaptándose a los diversos objetos de estudio para alcanzar el grado de necesidad y de precisión proporcionado a la naturaleza del objeto estudiado. Esta mayor flexibilidad de la razón es el reflejo subjetivo de una visión de la realidad menos rígida que la de su maestro [Berti 1989].

Algunos textos de Aristóteles manifiestan su visión del saber y de sus distinciones. Es bien conocida la reconstrucción que hace en el libro primero de la Metafísica de los modos diversos de conocer y de saber, partiendo de la percepción sensible hasta llegar a la constitución del arte y de la ciencia [Metafísica, I, 1, 980 a 21-981 b 25]. A su vez en la Metafísica señala la distinción entre el saber teórico, práctico y productivo —de la que trata también en la Ética a Nicómaco [VI, 3-4]—, la superioridad del primero sobre los demás y su aparición sólo después de haber sido satisfechas las necesidades más urgentes de la vida [Metafísica, VI, 1, 1025 b 25; I, 2, 982 b 11-27]. Aristóteles se ocupó de muchos de estos saberes sin pretender, sin embargo, articularlos perfectamente. No hay duda de que para Aristóteles el saber más excelente es el teórico, y el más elevado entre ellos la sabiduría o filosofía primera, si bien su superioridad no es concebida al modo platónico.

El presupuesto de fondo de la distinción aristotélica de los saberes es una visión de la realidad no dividida, como en Platón, en realidad sensible y suprasensible, y no unificada según la unidad del género. Para Aristóteles el ser, la realidad, es originariamente diversa y no resulta posible reconducirla a la unidad de un primer género. Análogamente, los saberes son distintos, sin posibilidad de establecer uno primero del que los demás dependan como las especies dependen del género. Para Platón la dialéctica, la filosofía, conduce al conocimiento de los principios de la realidad, el Bien o el Uno y la Díada, y tal conocimiento comprende y funda todos los demás. Aristóteles considera que la filosofía primera, la sabiduría o σοφία, es el saber primero y más elevado, pero tal saber no concede ipso facto el conocimiento de otros ámbitos de la realidad, y menos aún en el dominio práctico y productivo. La subordinación de todo saber a la filosofía primera es más compleja. Evidentemente la visión de la realidad presente en los libros de la Metafísica incide en los demás saberes, pero asegura también su relativa autonomía.

Aristóteles considera que el universo está constituido por la realidad sensible, caracterizada por el movimiento, y dividida en mundo sublunar, es decir la tierra, y el mundo supralunar, los astros. Aristóteles se ocupa de este ámbito de la realidad en la Física y en los tratados sobre el cielo y los astros.

A partir del estudio de la naturaleza Aristóteles llega a la conclusión de la existencia de otras sustancias, inmateriales e inmóviles, de las que se ocupa la metafísica, en cuanto ciencia de las primeras causas y principios y, por tanto, ciencia de lo divino, ciencia teológica. Tal ciencia no debe confundirse, sin embargo, con la teología, pues lo divino no es para Aristóteles la única causa primera de la realidad ni, en consecuencia, el único objeto de estudio de la metafísica.

Es posible concluir que el principal interés de Aristóteles fue el estudio de la naturaleza. Tal estudio le conducirá a ocuparse también de sus presupuestos, esto es de las primeras causas universales, pues de otro modo el estudio de la naturaleza restaría incompleto, y a elaborar una filosofía primera. De estas ciencias teóricas (la física y la metafísica) se ocupan buena parte de los tratados aristotélicos, a los que quedan ligadas, como base en cierto modo fenomenológica, sus muchas observaciones de ámbito biológico y zoológico.

Pero junto a estos intereses, Aristóteles también se ocupó de la política y del saber productivo, es decir, de las ciencias prácticas. El saber hacer cosas diversas, como componer tragedias —Poética— o discursos persuasivos —Retórica—, así como el saber obrar —Ética—, es por su misma finalidad un saber práctico. Sin embargo, los tratados de Aristóteles sobre estas cuestiones son también filosofía, reflexión: filosofía de las cosas humanas [Ética a Nicómaco, X, 9, 1181 b 15]. Es decir, la reflexión sobre el obrar y el producir de los hombres se distingue del saber obrar y producir, precisamente porque se trata de reflexión, de filosofía, conocimiento universal y, por tanto, distinto del conocimiento fundamentalmente particular que debe poseer quien actúa y produce. Sin embargo, aun siendo filosofía, al versar sobre realidades no naturales sino causadas por los hombres, la reflexión sobre el obrar no quedará inmediatamente sometida a las ciencias propiamente teóricas.

En el ámbito de la realidad natural, cada saber teórico conserva una cierta autonomía así como una dependencia respecto al saber más alto, la filosofía primera. La diversidad de saberes y artes en el campo del obrar y del hacer es todavía mayor que en el ámbito teórico y, sin embargo, Aristóteles señala la existencia también entre ellos de una ciencia arquitectónica u ordenadora, la política [Ética a Nicómaco, I, 1, 1094 a 26-28]. Su capacidad de unificar hasta cierto punto el ámbito práctico, viene dada por la existencia de un fin último de la vida humana. Conocer tal fin corresponde a la ética-política y, como consecuencia, también le compete la posibilidad de ordenar las diversas actividades humanas. Por este motivo Platón pretendió moralizar las artes sometiéndolas al conocimiento del Bien o de los principios. Aristóteles no aprueba tal solución, pues no distingue suficientemente el ámbito teórico del práctico, pero conserva la convicción de la necesidad de que las artes sean orientadas por un saber distinto y superior, arquitectónico, que permita dirigirlas al bien del hombre, pues ellas mismas carecen de la capacidad de asegurar su recto uso. En definitiva, para Aristóteles el ámbito del hacer y del obrar tiene características propias que impiden un conocimiento semejante al del saber teórico.

Para Aristóteles existirían, por tanto, dos grandes ámbitos del saber que constituyen los dos principales núcleos de su pensamiento: el teórico y el práctico [Bodéüs 2002]. Dos polos no estrictamente paralelos, ni completamente autónomos. La sabiduría (σοφία) pretende conocer los principios, las causas primeras de todo aquello que es; la política, en cambio, busca conocer los principios universales del obrar. Son principios diversos: ni el conocimiento teórico lleva al conocimiento práctico, ni éste último puede ser entendido como la simple aplicación a la vida del saber teórico. Y, sin embargo, Aristóteles, si bien no explica con claridad la relación entre estos dos ámbitos, tampoco excluye el recíproco influjo del uno en el otro.

Aristóteles, como se ha visto, se disocia en buena medida de las enseñanzas de su maestro, pero sin renunciar a algunas de sus profundas convicciones. Comprender las relaciones entre ambos, tarea de la que ahora nos ocuparemos, nos ayudará a entender mejor la originalidad de la filosofía aristotélica, así como a reconocer que, en última instancia, sin una comprensión profunda de la doctrina de Platón, y de los problemas que suscitaba, la suya no habría sido posible.

4. Aristóteles y Platón

Con el fin de completar la visión de conjunto del pensamiento aristotélico, puede ser útil precisar un poco más su posición con respecto a la filosofía platónica [Reale 2004: 4, 21-34]. Con frecuencia se presenta a Aristóteles subrayando su oposición a las enseñanzas de Platón y, en efecto, el Estagirita, como se ha dicho, criticó y negó la doctrina de las Ideas; sin embargo, con ello no pretendió negar la existencia de realidades diversas de lo sensible, sino quiso más bien demostrar que la realidad trascendente era distinta de como Platón la pensaba.

a) La inmanencia de los universales

Para Platón las Ideas son la causa de las cosas. En cuanto tales, deben estar presentes en el interior de las cosas, pues cada realidad sensible participa de alguna de ellas. Pero además, las Ideas son trascendentes y, en consecuencia, subsisten separadas de la realidad sensible. Aristóteles rechaza este modo de concebir lo sensible, sobre todo debido a la trascendencia de las Ideas; aquello que constituye la esencia de las cosas, su fundamento, sólo puede ser interior a ellas y no algo trascendente y con subsistencia propia.

Además Platón se preocupa principalmente de la estructura del mundo ideal, no de lo sensible, y sus discípulos —a excepción de Aristóteles— continuaron sus investigaciones en esa misma dirección. Aristóteles reaccionará contra esa tendencia. Su crítica se puede resumir como sigue: por una parte, la forma trascendente debe convertirse en forma exclusivamente inmanente; por otra, las Ideas, por su carácter de sustancias, de entidades subsistentes, no pueden identificarse con la forma inmanente. La inmanencia para Aristóteles no sería tanto propia de la Idea sino del universal, y el universal no puede ser sustancia, pues para el Estagirita la sustancia es en primer lugar individual.

Esta transformación de las Ideas en fundamento inteligible de todo lo sensible no implica, sin embargo, renunciar a toda forma de trascendencia; también para Aristóteles existe un principio trascendente que es causa de lo sensible, y tal principio es Dios, el Motor inmóvil, principio ya no sólo inteligible, como las Ideas, sino inteligente.

Junto a la forma, que Aristóteles entiende como acto, coloca otro principio de la realidad sensible: la materia, que se comporta respecto de aquella como potencia. Así puede Aristóteles salvar la realidad de lo sensible, negando la trascendencia de las Ideas, pero manteniendo el principio platónico de la primacía de la forma sobre la materia y, más en general, el primado del acto sobre la potencia.

Esto lleva a pensar que para Aristóteles la forma no constituye ni el único ni el más radical modo de ser y, por tanto, el primer principio trascendente, Dios, más que como forma primera es entendido como acto puro. De modo sintético, podría decirse que si para Platón el ser es principalmente consistencia, identidad, idea, Aristóteles, considerando la forma como principio constitutivo de toda realidad sensible, entiende el ser sobre todo como subsistencia, como acto.

Aristóteles, por tanto, más que oponerse al platonismo, lo corrige y desarrolla; su filosofía sólo se comprende desde el platonismo y, aunque en ella haya mucho de personal, de distinto e incluso de aparentemente opuesto al espíritu de su maestro, siempre permanece en el trasfondo la doctrina que por veinte años aprendió y discutió en la Academia.

b) Diferencias de método y de intereses

No pueden negarse, por otra parte, las diferencias de carácter, de formación, de intereses entre los dos filósofos que, sin duda, influyeron en la orientación de sus investigaciones.

Los diálogos de Platón manifiestan en muchas ocasiones una profunda religiosidad, expresada tantas veces de manera poética; Aristóteles, aun otorgando un puesto privilegiado a lo divino, deja en sus escritos menos espacio a sus creencias religiosas, ocupándose sobre todo —especialmente en sus obras esotéricas— de problemas teóricos que estudia con todo el rigor de su método científico. Entre las ciencias teóricas, además de la metafísica, Platón se ocupa primordialmente de las matemáticas, descuidando las ciencias empíricas. Aristóteles, por el contrario, tuvo un interés especial por los fenómenos naturales y por casi todas las ciencias que los estudian, dedicándose en muchas ocasiones a recoger y clasificar hechos empíricos.

Teniendo en cuenta el estilo de los escritos de los dos filósofos, la primera impresión es que hay un gran contraste entre Platón, pensador desordenado e impreciso, y Aristóteles autor riguroso y metódico. Mientras en los diálogos platónicos las cuestiones se dispersan y mezclan, se resuelven y critican para volver luego de nuevo a tratarse, Aristóteles acostumbra a establecer en cada uno de sus tratados el objeto y el método de su investigación. Además, mientras Aristóteles se esfuerza por expresar su pensamiento mediante un lenguaje preciso y técnico, Platón se sirve de metáforas, alegorías y, en general, de la fuerza poética. Esta impresión no debe, sin embargo, hacer perder de vista que la tendencia de fondo del pensamiento de uno y del otro es, en cierto sentido, la opuesta; es decir, mientras la filosofía de Platón tiende a la unidad del sistema, a constituirse en conocimiento sintético y unitario que reconduce a sí todo otro saber, el pensamiento de Aristóteles, sin negar la superioridad de una ciencia —la filosofía primera— sobre las otras, pretende respetar y proteger la autonomía y la peculiaridad de los demás saberes, resultando por este motivo menos sistemático y más abierto a desarrollos ulteriores que la propuesta platónica.

Estas divergencias, algunas más superficiales que otras, han ayudado, sin duda, a exagerar las divergencias entre maestro y discípulo, hasta hacer de ellos dos pensadores opuestos.

Pasamos ahora a la exposición del pensamiento de Aristóteles. Lo haremos siguiendo el orden en que habitualmente se lo presenta —lógica, física y metafísica, ética-política, poética y retórica— sin que esto implique una sucesión progresiva de estos saberes, tal como la tradición establecía.

II. La Lógica

1. Estructura y contenido de los libros del Órganon

La dificultad de encontrar un lugar en la clasificación aristotélica de las ciencias a los tratados que componen el Órganon, probablemente llevó al recopilador de las obras de Aristóteles a agruparlas bajo ese nombre, interpretando de este modo la naturaleza del saber que en ellos se expone: los instrumentos y medios necesarios para llevar a cabo cualquier quehacer científico. Aristóteles usó el término lógica en un sentido general y reservó el de Analítica para referirse a un saber en cierta medida previo, propedéutico [Metafísica, IV, 3, 1005 b 3], que se ocupaba de lo que hoy designaríamos como lógica formal y teoría de la ciencia. El término lógica para designar este saber propedéutico comenzó a difundirse en tiempos de Cicerón y su significado era semejante al de dialéctica. Se considera que fue Alejandro de Afrodisia (200 d.C.) quien empleó por primera vez el nombre de lógica en su sentido actual.

Aristóteles conservó el concepto de ciencia que heredó de Platón. El conocimiento científico ha de ser estable, pues se trata de un conocimiento universal, fijo y necesario. Para los presocráticos y Platón dicha estabilidad es función de sus objetos. Para ellos, no cabía la posibilidad de ciencia respecto de las realidades contingentes del mundo sensible. La ciencia sólo podía versar sobre las realidades eternas e inmutables. Aristóteles hace entrar en del campo de la ciencia a las sustancias materiales del mundo sensible. Tales sustancias no son necesarias, pueden ser y no ser, están sujetas al cambio, y, sin embargo, el conocimiento que nosotros tenemos de ellas puede ser universal y necesario, científico.

Platón señala que la dialéctica es el modo en el que el intelecto humano puede conocer el mundo de las Ideas y así alcanzar la ciencia. Para Aristóteles la Analítica es la que establece el modo de proceder del pensamiento humano en la actividad científica. Lo que Aristóteles se propone con su estudio es mostrar cómo procede el pensamiento humano, cuál es la estructura del razonamiento, cómo son posibles las demostraciones y sobre qué objetos pueden versar.

Convendrá tener en cuenta que Aristóteles distingue tres operaciones fundamentales en el conocimiento humano: la simple aprehensión, con la que captamos la naturaleza de las cosas y mediante la que se obtienen los conceptos; el juicio, que relaciona los conceptos, y el raciocinio, por el que pasamos de juicios conocidos a otros desconocidos. A estas tres operaciones, y a algunas cuestiones relacionadas con ellas, responden de algún modo los seis libros del Órganon.

a) El tratado primero, las Categorías, se ocupa de las palabras o términos, expresiones elementales de los actos intelectivos más simples, que son los conceptos.

Para Aristóteles el lenguaje es expresión adecuada del intelecto, y éste lo es de la realidad. Por lo tanto, las palabras recogen, en última instancia, los distintos modos de ser a los que se reduce toda realidad; estos modos de ser son diez y constituyen los predicamentos o categorías.

«Cada una de las palabras o expresiones independientes o sin combinar con otras, significan de suyo una de estas cosas: o la sustancia o la magnitud o la cualidad o la relación o el dónde o el cuándo o el estar en una posición o el tener o el hacer o el padecer» [Categorías, 4, 1 b 25-27].

Si, como veremos, las categorías representan desde el punto de vista ontológico los modos fundamentales de ser, desde el punto de vista lógico serán los géneros supremos a los que podrán reconducirse cualquier término de la proposición. Así, cuando digo “Sócrates corre”, “Sócrates” entra en la categoría sustancia y “corre” en aquella otra de acción.

Si unimos los términos entre sí y afirmamos o negamos algo de una cosa, tenemos el juicio. Juicio es, por tanto, el acto con el que afirmamos o negamos un concepto de otro concepto, y la expresión lógica del juicio es la proposición. Por lo tanto, la proposición —a diferencia de las palabras o términos— es siempre verdadera o falsa. El juicio será verdadero o falso en la medida que lo unido o separado por la inteligencia esté unido o separado en la realidad.

«Las afirmaciones, igual que las negaciones, sólo pueden darse cuando varios términos se combinan o unen entre sí. Toda aserción positiva o negativa debe ser verdadera o falsa; pero las palabras o expresiones no combinadas con otras —por ejemplo “hombre”, “blanco”, “corre”, “vence”— nunca pueden ser verdaderas o falsas» [Categorías, 2 a 5-10].

b) Aristóteles se ocupa de la proposición en el segundo tratado, Sobre la interpretación, distinguiendo las distintas clases que pueden darse según sean afirmativas o negativas, de mayor o menor extensión y según el modo como se afirme o niegue.

c) El tercer tratado es el de los Primeros analíticos, donde estudia la vinculación de proposiciones o estructura del razonamiento: el silogismo (συλλογισμός). Encontramos aquí toda una teoría y una técnica del silogismo enormemente desarrollada. Este estudio constituye pues una verdadera lógica formal, ciencia que Aristóteles creó y llevó a una gran perfección.

d) El cuarto tratado es el de los Analíticos posteriores, que se ocupa de la demostración o raciocinio tal como es empleado por las ciencias. Temas centrales son la inducción (ἐπαγωγή), como método de llegar a los primeros principios de la ciencia, y los diversos tipos de demostración.

e) Este tratado se complementa en cierto modo con el quinto, los Tópicos. En él se propone otra cuestión metodológica, el estudio de la dialéctica, precedentemente usada por Zenón de Elea y elevada por Platón a principal método filosófico. Aristóteles, continuando en parte la tradición anterior, entiende la dialéctica como el arte que permite obtener lo que hay de verdadero en las conversaciones corrientes, es decir como el método de argumentar a partir de opiniones, no desde premisas necesariamente válidas. En este tratado Aristóteles hace un detallado estudio de los predicables.

«El propósito de este estudio es encontrar un método a partir del cual podamos razonar sobre todo problema que se nos proponga, a partir de opiniones notables, y gracias al cual, si nosotros mismos sostenemos un enunciado, no digamos nada que le sea contrario. […] Hay demostración cuando el razonamiento parte de cosas verdaderas y primordiales, o de cosas cuyo conocimiento se origina a partir de cosas primordiales y verdaderas; en cambio, es dialéctico el razonamiento construido a partir de opiniones notables (ἔνδοξα)» [Tópicos, I, 1, 100 a 19-30].

f) El último tratado, Argumentaciones sofísticas, se ocupa de los falsos silogismos o razonamientos viciosos.

2. El conocimiento de los principios: la inducción

Aristóteles parte siempre del dato de experiencia de que existen sustancias individuales. Sin embargo, a la hora de elaborar una ciencia sobre ellas, distingue entre el ente real y el modo humano de conocer el ente, porque resulta manifiesto que el ente no está del mismo modo en la realidad que en la mente humana. Si se admite lo contrario, se incurre en el error de Platón, quien pensaba que los entes reales eran las Ideas universales y que, en consecuencia, no sería posible una ciencia del mundo físico. Aristóteles se sitúa en un plano distinto: no hay que partir de lo universal, sino de la observación de la realidad, que sólo presenta individuos, cosas singulares, a partir de las cuales se abstraen los conceptos, que son siempre conformes a lo real y se predican de las cosas [Nussbaum 1986: c. 8].

En los Analíticos posteriores Aristóteles se plantea la cuestión radical del conocimiento de las verdades universales primarias, que constituyen los primeros principios de la filosofía y de todo saber: el principio de no-contradicción y el del tercero excluido. ¿Cómo los adquirimos? Teóricamente, hay tres posibilidades: (1) que los principios sean innatos, como sostenía Platón, ya que no veía cómo podían provenir de la experiencia; (2) adquirirlos por raciocinio es imposible, porque eso supondría poseer un conocimiento anterior: ¿a partir de qué conoceríamos los principios si precisamente ellos son lo primero?; (3) que puedan adquirirse a partir de la experiencia, por medio de la actividad espontánea de nuestra inteligencia, que es la solución elegida por el Estagirita [Analíticos posteriores, II, 19].

Así como los conceptos son elaborados por abstracción a partir de las sensaciones —formamos el concepto de hombre como resultado de ver muchos hombres particulares—, del mismo modo los principios surgen por inducción (ἐπαγωγή) a partir de fenómenos particulares; por ejemplo, al ver que este todo es mayor que sus partes, capto en universal el principio indemostrable, pero evidente, de que cualquier todo es mayor que sus partes.

Aristóteles describe con detalle el itinerario inductivo que tiene por término la adquisición de los principios: es un proceso que asciende de las sensaciones a los recuerdos e imágenes, y que culmina en la formulación de proposiciones universales ciertas. La inducción en Aristóteles no es un raciocinio ni tampoco tiene el sentido moderno de experimentación: es más bien una “intuición” intelectual (νοῦς) realizada sobre la base de una experiencia compleja y repetida, donde entran en juego todas las potencias sensitivas.

«Ninguna forma de saber es más exacta que el conocimiento intuitivo de los principios. Ya que los principios son más cognoscibles que aquello que viene probado desde ellos, y todo el saber, además, se basa sobre los fundamentos, no se puede dar de los principios ninguna ciencia mediante demostración. Y ya que sólo la razón intuitiva puede conocer la verdad mejor que la ciencia demostrativa (deductiva), los principios deben entrar en el campo del conocimiento intuitivo» [Analíticos posteriores, 100 b 8-12].

Es cierto sin embargo que para Aristóteles, el conocimiento de los principios universales supone un cierto razonamiento en cuanto que para adquirirlo se deben confrontar diversas percepciones [Wieland 1993, Irwin 1988]. Es decir, la razón concibe, a partir de diversos datos concretos, un principio universal.

a) Los predicables

En el libro primero de los Tópicos se trata particularmente de los conceptos universales. Éstos se obtienen por abstracción de muchos casos particulares, separando la forma común a muchas cosas, por ejemplo, de muchos hombres se abstrae la forma hombre. El universal para Aristóteles es ante todo un concepto que puede ser atribuido a muchos singulares: las ideas generales como hombre, músico, blanco, son tales porque corresponden a muchos singulares; en ellos son —en el orden real y contra la tesis platónica de que subsistirían aisladamente— y de ellos se predican, lo cual es una consecuencia lingüística de su ser en muchos.

Aristóteles analiza los diversos modos en que el universal puede referirse a las cosas. Esos modos son los predicables. El predicado de cualquier proposición o es convertible con el sujeto o no lo es. Si es convertible y expresa la esencia del sujeto, tenemos la definición. Ésta se obtiene mediante la determinación de la diferencia propia del término que se ha de definir y que, en última instancia, debe coincidir en extensión con dicho término —p. ej., “el hombre es animal racional”—. Si siendo convertible con el sujeto no expresa la esencia, esto es, si se refiere a un aspecto exclusivo pero parcial del sujeto, tenemos una propiedad — p. ej., “el hombre es risible”—. Si el predicado no puede convertirse con el sujeto, puede ser o bien un elemento de la definición, y esto es el género del sujeto —p. ej., “animal respecto de hombre”—, o bien no serlo, y en ese caso tenemos un accidente (lógico) —p. ej., “que el hombre sea blanco o negro”—. Ésta es la clasificación aristotélica de los predicables [Tópicos, I, 8, 103 b 3-19], que más tarde Porfirio modificará estableciendo la especie como un quinto predicable y sustituyendo la definición por la diferencia específica.

Los predicables en Aristóteles son diversos modos de acercamiento de la mente a la realidad; en efecto, la mente distingue la sustancia singular —aquello que no es en otra cosa ni se predica de otra cosa— de todo lo que se predica de ella, a la vez que reconoce y es capaz de regular tal predicación según modalidades diversas de pertenencia del predicado a la cosa, a la sustancia.

Con la teoría de los predicables el Estagirita se opone al platonismo, que otorgaba subsistencia a lo universal —a los géneros y a las especies—. Aristóteles, en cambio, los sitúa en el plano lógico. Los géneros supremos —las categorías— en sí mismos no son sustancias, sino simplemente géneros: su realidad consiste en su realización en el singular. La pieza clave de la lógica aristotélica es la primacía del singular.

En este sentido, es importante no confundir predicables y predicamentos, porque los predicables no son sustancias ni entes reales, sino modos de predicar o referir un universal a la realidad, según un mayor o menor acercamiento a lo específico e individual. En cambio, los predicamentos son modos de ser dados en la realidad, es decir, sustancias y accidentes.

De ahí la distinción aristotélica entre sustancia primera y segunda. La sustancia segunda es un universal que contiene la esencia o naturaleza de una pluralidad de individuos que comparten la misma forma y, por tanto, es predicable de todos ellos; por ejemplo, el hombre se predica de Juan, Pedro, etc. La sustancia segunda se expresa en la definición. En cambio, la sustancia primera es singular y concreta, un ente real, de la cual todo se predica sin que ella se predique de nadie; por ejemplo, Juan no puede predicarse de Pedro ni de Andrés; pero de Juan puede decirse que es hombre, que es alto, etc. Ésta es la verdadera sustancia en la doctrina aristotélica.

b) La ciencia

Para Aristóteles, la ciencia (ἐπιστήμη) es el conocimiento cierto por las causas. Al modo platónico, Aristóteles distingue la ciencia de la opinión; esta última consiste en proposiciones probables y discutibles, no así la ciencia. El conocer científico exige saber con toda certeza cómo y por qué es una cosa, y eso implica remontarse a sus causas necesarias. Es un saber mediato, elaborado, que parte de principios inmediatos, necesarios y universales, esto es, evidentes e indemostrables, comunes a todo saber, y de los principios específicos de ese determinado ámbito del saber; también estos últimos son apodícticos, esto es, incondicionalmente ciertos y no demostrables dentro de la ciencia específica.

«Consideramos tener ciencia sobre algo […] cuando creemos conocer la causa en virtud de la cual es la cosa, que ella es efectivamente causa de aquella cosa y que no es posible que fuera de modo distinto de como es […]. En consecuencia, es imposible que aquello de lo que hay ciencia en sentido propio sea diversamente de como es en realidad. Ahora, si hay algún otro modo distinto de tener ciencia (conocimiento intuitivo de los principios) lo diremos enseguida; por el momento decimos que tener ciencia es lo que hemos dicho (conocer la causa), es necesario que la ciencia demostrativa proceda de premisas verdaderas, primeras, inmediatas, más conocidas, anteriores y causa de las conclusiones. De tal modo en efecto los principios pertenecen también a lo demostrado. El silogismo en efecto subsiste también sin estas condiciones, mientras la demostración no puede subsistir sin ellas, ya que no produciría ciencia» [Analíticos posteriores, I, 2, 71 b 9-25].

La ciencia propiamente es el conjunto de conclusiones demostradas a partir de esos principios. Y demostrar para Aristóteles es proceder mediante un silogismo del tipo señalado, o sea deductivo y causal. Es posible también argumentar desde los efectos a la causa, inductivamente, pero en tal caso no se trata propiamente de una demostración, sino de una argumentación que Aristóteles considera muy útil en ámbitos no propiamente científicos, como por ejemplo la retórica.

La ciencia, por tanto, es según Aristóteles un conocimiento:

a) Necesario, opuesto al conocimiento probable y contingente que procede de premisas no necesariamente verdaderas, como son las opiniones. Como la ciencia procede de principios incondicionalmente ciertos, sus conclusiones son igualmente ciertas y necesarias, pues no pueden ser de otro modo.

b) Es, además, un conocimiento universal, en el sentido de válido para todo un tipo de entes –aquellos que constituyen el objeto de cada ciencia– y también en cuanto opuesto a particular. Para Aristóteles la ciencia puede versar sobre la realidad sensible, pero nunca tomada individualmente, sino agrupada en géneros o especies.

Junto a este concepto riguroso del saber, considerado en el pasado como uno de los rasgos más típicos del pensamiento aristotélico, hoy los intérpretes tienden a revalorizar el alcance y la presencia en el corpus aristotélico de otros tipos de racionalidad.

Además del saber apodíctico, Aristóteles teoriza, en efecto, acerca de otros modos de saber menos rigurosos, más asequibles y dotados también de cierto grado de necesidad. Su empleo será necesario allí donde el objeto y la finalidad del estudio no permitan, al menos en un primer momento, la argumentación demostrativa.

En particular, la atención de los intérpretes se ha centrado en los últimos años en la dialéctica de Aristóteles, señalando su valor científico. Este método argumentativo, como se ha dicho antes, no parte de premisas apodícticas o necesarias, sino plausibles, esto es, de opiniones notables (ἔνδοξα) sostenidas por todos, por la mayoría o por los sabios; desde ellas, también silogísticamente, se alcanzan conclusiones cuya verdad dependerá de la verdad de las premisas. Tales conclusiones pueden alcanzar un grado de necesidad que normalmente no será absoluto, pero sí suficiente para el ámbito del saber en que se desarrollan. La demostración dialéctica se pone en práctica en el contexto de una discusión, y tiende a probar la validez o no de una tesis confrontándola, tanto a ella como a sus conclusiones, con las opiniones notables aceptadas previamente por quienes toman parte en la discusión y, de modo más general, por la opinión común de los hombres o de la comunidad científica.

Si la demostración apodíctica es la metodología expositiva de quien posee un determinado saber, la dialéctica es el método más adecuado en el proceso inventivo, de búsqueda, en el que –como para Platón– desempeña un papel importante la dimensión dialógica [Evans 1977; Berti1989].

c) La clasificación de las ciencias

Aristóteles distinguió las ciencias en tres grandes ramas: las ciencias especulativas o teóricas (θεωρητική) son las que buscan el saber por sí mismo; la ciencia práctica (πρακτική), que persigue el saber en función de la conducta, del perfeccionamiento moral, y las ciencias poiéticas o productivas (ποιητική), que buscan el saber para hacer cosas, para producir determinados objetos. Las más altas en dignidad y valor para Aristóteles son las ciencias especulativas: la física, las matemáticas y la metafísica.

La distinción entre estas tres ciencias especulativas la establece Aristóteles teniendo en cuenta su objeto propio y el modo como la inteligencia lo considera. Por un lado, estas ciencias difieren por la extensión de su objeto. Como veremos, la metafísica es la ciencia del ente en cuanto ente y, como tal, incluye en su objeto toda la realidad: es una ciencia universal, mientras que la física y la matemática se ocupan sólo de aspectos parciales de la realidad, esto es, de los seres sensibles y de las realidades matemáticas respectivamente [Metafísica, VI, 1].

Por otra parte, para Aristóteles todo conocimiento intelectual es abstracto, porque opera con universales, dejando de lado los casos individuales, que son objeto del conocer sensible. Por consiguiente, las ciencias teóricas se distinguirán según las modalidades de la abstracción.

a) La física trata de la sustancia sometida al movimiento, esto es, de los seres sensibles en cuanto sensibles. La física estudia su naturaleza en sí misma, sin separarla de la materia. Aquí la inteligencia prescinde de los caracteres concretos de la materia, pero no de la materia misma. Es propio de la física tratar, por ejemplo, de los animales, el perro, el caballo, y no sólo de este caballo individual. Los conceptos físicos dejan de lado lo individual, pero no lo sensible: se estudia lo sensible en general.

«También la física es una ciencia que versa sobre cierto género de entes, pues trata de aquella sustancia que tiene en sí misma el principio del movimiento y del reposo […]. La física será una ciencia especulativa, pero especulativa acerca del género de entes capaz de moverse, y acerca de la sustancia entendida según la forma, pero prevalentemente considerada como no separable de la materia» [Metafísica, VI, 1, 1025 b 18-28].

b) Entre las diversas propiedades de las cosas sensibles, una de ellas es la cantidad. Las matemáticas consideran las cosas precisamente bajo este aspecto, es decir, se centra en el estudio de las dimensiones y el número de las cosas prescindiendo de todo lo demás. Su abstracción es peculiar: la matemática deja de lado los aspectos sensibles —por ejemplo, una curva no tiene color, peso, etc.—, pero estudia realidades que son en lo sensible –la curva no subsiste sino en objetos curvos—; analiza objetos que son en lo sensible, pero los entiende por abstracción fuera de lo sensible.

Los objetos de esta ciencia —los entes matemáticos— en cuanto entes abstractos son inmóviles y no subsisten.

«[L]as proposiciones universales de las matemáticas no se refieren a entes separados y existentes aparte de las magnitudes y de los números, sino que se refieren precisamente a éstos, pero no considerados como tales, es decir, como capaces de tener magnitud o ser divisibles; por tanto, es evidente que podrá haber también razonamientos y demostraciones que se refieran a las magnitudes sensibles, pero no consideradas en cuanto sensibles, sino en cuanto dotadas de determinadas propiedades […]. Acerca de las cosas que se mueven habrá enunciados y ciencia, pero no en cuanto se mueven sino tan sólo en cuanto cuerpos, y, nuevamente, o bien sólo en cuanto superficies o sólo en cuanto longitudes, y en cuanto divisibles, o en cuanto indivisibles dotados de posición, o sólo en cuanto indivisibles» (Metafísica, XIII, 3, 1077 b 17-30).

c) El objeto de la metafísica son las realidades inmateriales, que existen separadamente del mundo sensible —las sustancias inmateriales, como el primer motor inmóvil— o la consideración de la realidad en cuanto su ser radical. Para Aristóteles es evidente la existencia de entes físicos, pero, una vez demostrado que también existen realidades inmateriales, el término ente no queda limitado al ámbito sensible.

«Pero si existe algo eterno, inmóvil y separado, es evidente que su conocimiento competerá ciertamente a una ciencia teórica, pero no a la física, porque la física se ocupa de entes en movimiento, ni tampoco a la matemática, sino a una ciencia anterior a una y otra. De hecho, la física tiene como objeto realidades separadas (subsistentes) pero no inmóviles; algunas de las ciencias matemáticas hacen referencia a realidades inmóviles, pero no separadas (subsistentes), sino inmanentes a la materia; sin embargo, la filosofía primera versa sobre realidades que son separadas e inmóviles» [Metafísica, VI, 1, 1026 a 10-16].

Así pues, son objeto de la metafísica las sustancias que están “más allá” de la física, las sustancias suprasensibles, inmortales, eternas e inmóviles: ocupándose de Dios y lo divino, la metafísica alcanza una de las causas universales de la realidad. Sin embargo, como después diremos, objeto de la metafísica no es sólo la realidad trascendente, sino, como afirma el mismo Aristóteles, el ente en cuanto ente y las propiedades que le corresponden.

De esta clasificación de las ciencias teóricas parece poder deducirse que Aristóteles ligaba el grado de perfección del saber especulativo o bien al grado de inmaterialidad de su objeto, o bien al modo particular en que la inteligencia lo considera. Ciencia suprema es para él, sin duda, la filosofía primera, pues estudia los inteligibles más altos y logra la más profunda comprensión de la realidad.

«Ella (la metafísica) es de hecho entre todas las ciencias la más divina y la más digna de honor. Y en dos sentidos es tal ella sola: pues es la ciencia que Dios posee en grado sumo, o, también, porque tiene como objeto las cosas divinas. Y ésta sola reúne ambas condiciones; pues Dios les parece a todos ser una de las causas y cierto principio, y tal ciencia puede tenerla o Dios sólo o él principalmente. Así, pues, todas las otras ciencias serán más necesarias que ésta, pero superior a ella, ninguna» [Metafísica, I, 2, 983 a 5-11].

III. La física

En su clasificación de las ciencia teóricas, antes apuntada, Aristóteles determina que el objeto de la física son aquellas realidades caracterizadas por el movimiento del que ellas mismas son su causa, es decir, las sustancias materiales, que van desde los entes corpóreos más simples hasta los astros y el cielo. A cada uno de estos géneros de realidad le corresponde un movimiento propio que Aristóteles estudia en los diversos tratados de filosofía de la naturaleza. Es, sin embargo, en los libros de la Física donde afronta las cuestiones previas y más generales: en los dos primeros las primeras causas y principios de la naturaleza, y en los seis restantes el movimiento en cuanto tal.

El modo de proceder en esta investigación lo señala el mismo Aristóteles al inicio del tratado:

«La marcha natural es ir de las cosas que son para nosotros más conocidas y claras, a aquellas otras que son más claras y cognoscibles en sí» [Física, I, 1, 184 a 16-18].

Y para Aristóteles lo más evidente es la existencia de una multiplicidad de realidades móviles. Rechaza de este modo, por irrazonables, las conclusiones a las que llegaban los eléatas. Su visión de la realidad tampoco comparte la propuesta atomista, que entendía el todo como un compuesto de átomos y de vacío; es más, el punto de partida aristotélico es de algún modo su opuesto: el universo y todos sus procesos está marcado por la continuidad. No le parece sensato, por ser contrario a la experiencia, considerar la unidad del cosmos como una suma de realidades aisladas e inconexas. Tampoco acepta la visión heraclítea, y hasta cierto punto platónica, de una realidad inestable hasta el extremo de no poder ser científicamente conocida. La realidad física se caracteriza por la continuidad: la cosas cambian, se trasforman, pero su identidad permanece, del mismo modo que permanece la unidad y la identidad del cosmos a pesar de su continuo movimiento.

El movimiento que sobre todo interesa a Aristóteles es el movimiento natural, es decir el que surge de las cosas mismas. La naturaleza es, pues, el primer principio del movimiento, de donde procede el dinamismo que impulsa y gobierna el devenir de la realidad sensible. Por naturaleza (φύσις) Aristóteles entiende no tanto el conjunto del mundo material o el cosmos, sino sobre todo el núcleo más propio de cada realidad sensible o de un conjunto de ellas —piedras, plantas, animales, astros—, de donde proceden y se explican sus procesos naturales: el tender hacia abajo de una piedra, el desarrollo de una semilla o el giro permanente de los astros.

A diferencia de Platón, que aceptaba con dificultad la consistencia del mundo material y, como consecuencia, la posibilidad de su conocimiento científico, para Aristóteles la realidad sensible tiene consistencia y puede ser científicamente conocida precisamente porque está dotada de un núcleo estable y permanente, la naturaleza, que da razón tanto de la identidad como del devenir de cada cosa [Vigo 2007: 65-70].

1. La composición hilemórfica

A partir de la observación de las realidades materiales y de su cambio más radical —su generación y corrupción—, y teniendo también en cuenta el pensamiento de sus predecesores, Aristóteles elabora una teoría para explicar su estructura. Lo que define el cambio sustancial, la generación de una nueva sustancia, es la forma (μορφή) que adquiere una vez terminado el proceso generativo; la forma es lo que define a cada sustancia en cuanto a su naturaleza [Física, II, 1; Metafísica, VII, 7-9]. Sin embargo, durante el proceso generativo de la nueva sustancia es necesario suponer la permanencia de un sustrato, un fondo estable y real en el que el cambio se realiza, pues de otro modo habría que admitir que cada nueva realidad surge de la nada. Tal sustrato es para Aristóteles la materia (ὕλη). Por ejemplo, en la combustión del carbón, que genera la ceniza, debe suponerse un sustrato permanente y real que nuestros sentidos no perciben.

«De suerte que, según se dice, la generación es imposible si no preexiste algo. Así pues, es evidente que por necesidad preexistirá alguna parte; la materia, en efecto, es tal parte, ya que está presente en la cosa y se hace ésta» [Metafísica, VII, 7, 1032 b 30-1033 a 1; cfr. Física, I, 7, y De la generación y la corrupción, I, 3, 318 a 9].

Según Aristóteles, materia y forma no son sustancias o entes reales, sino principios intrínsecos de la sustancia, de modo que toda realidad sensible está siempre compuesta y consta precisamente de materia y forma. Además, como la materia no puede estar ni un instante sin la forma, no puede darse corrupción sin generación, ni viceversa. Puesto que toda la realidad de la materia y la forma reside en la constitución del compuesto o sustancia corpórea, se advierte que se trata de dos principios íntimamente relacionados: la forma estructura la materia, a la vez que la materia condiciona la existencia concreta de la forma, que desplegará su virtualidad siempre en unión a la materia. Por tanto, la sustancia material, aun cuando la forma sea su principio determinante, nunca se identifica completamente con ella, pues queda siempre vinculada a su componente material. He aquí la primera exposición del hilemorfismo. Se deberá acudir a los libros de la Metafísica para conocer su formulación definitiva [Metafísica, VII, 7-9; VIII, 4; XI, 9-12 y XII, 1-4].

Para advertir la originalidad de esta doctrina, se ha de tener en cuenta que, según Aristóteles, la materia es un principio potencial real, porque es el sustrato o sujeto del cambio y posee aptitud de ser determinada por una perfección actual. De este modo Aristóteles se aleja de los presocráticos, que consideraron la materia como el único principio de lo corpóreo, y de Platón, que veía en ella una simple privación. Por otra parte, la forma sustancial es el principio fundante de la sustancia individual, es decir, el principio actual por excelencia. Inmanente a la sustancia, la dota de una determinada naturaleza actual. En este sentido, la forma sustancial es el acto o determinación actual de la materia y, en consecuencia, es única para cada sustancia corpórea.

«¿Qué es entonces lo que hace uno al hombre, y por qué es una sola cosa y no varias? […]. Es, pues, evidente que los que así proceden —los platónicos—, de acuerdo con las definiciones y enunciados que les son habituales, no pueden responder ni solucionar esta dificultad. Pero si se admite nuestra distinción entre la materia y la forma, entre la potencia y el acto, dejará de parecer difícil lo que indagamos […]. La dificultad desaparece porque lo uno es materia y lo otro forma» (Ibíd., VIII, 6, 1045 a 14-29; cfr. Física, II, 1).

En síntesis, la materia es entendida por Aristóteles como pura potencia, incorruptible, indeterminada, pasiva, pero capaz de recibir determinaciones o perfecciones. La forma, como opuesta y complemento de la materia, es el coprincipio sustancial determinante de ésta, que confiere a la sustancia un determinado modo de ser y la hace inteligible al espíritu humano. Materia y forma, pues, se relacionan entre sí como la potencia (δύναμις) y el acto (ἐνέργεια).

2. Sustancia y accidentes

El análisis del devenir muestra que los cambios que pueden sobrevenir a la sustancia corpórea tienen esencialmente dos diversos grados de profundidad: el cambio sustancial, que acabamos de ver, y el cambio accidental [Física, V, 1]. Para Aristóteles, el cambio sustancial no es un movimiento en sentido estricto, pues el movimiento requiere un sustrato que conserve durante el proceso su propia identidad; en la generación y la corrupción, sin embargo, la identidad del sustrato —la materia— cambia mientras dura el proceso. Por el contrario, en el movimiento propiamente dicho el sustrato es siempre una sustancia corpórea a la que pueden sobrevenirle algunas modificaciones —movimientos— que no afectan su identidad. Estas modificaciones son:

1) la alteración o cambio cualitativo, mediante el cual la sustancia puede adquirir, perder o ver modificada alguna cualidad, por ejemplo, el color o la temperatura;

2) el crecimiento o la disminución, también llamado cambio cuantitativo, como por ejemplo el aumento de peso;

3) el movimiento local, de rotación o traslación en línea recta o curva, etc.

Lo que importa subrayar en estos casos es que la sustancia en cuanto tal se comporta como sujeto o sustrato de esas modificaciones; es decir, adquiere o pierde una perfección sin transformarse en otra sustancia. Estas perfecciones que varían se denominan accidentes o actos formales accidentales.

«Si pues las categorías se dividen en sustancia, cualidad, lugar, tiempo, relación, cantidad, acción y pasión, debe haber tres movimientos, el de la cualidad, el de la cantidad y aquel que es según el lugar» [Física, V, 1, 225 b 5-9; cfr. Metafísica, XI, 11).

El precedente análisis muestra que en la naturaleza hay una multitud de sustancias individuales que subsisten por sí solas o de modo independiente y que están compuestas de dos principios: materia y forma sustancial. Además existen los accidentes, que no son aparte, sino exclusivamente en la sustancia.

3. El cambio o movimiento

Si bien Aristóteles distingue el cambio (μεταβολή) del movimiento (κίνησις), con frecuencia usa este último término para referirse de modo general a todo cambio. Cuando Aristóteles estudia la naturaleza del movimiento, tomado en su sentido genérico, subraya su dimensión a la vez procesual y real.

Según Aristóteles, “todo movimiento es algo imperfecto”, porque no tiene condición de fin; al contrario, es siempre para un fin, que es la forma definitiva.

«Y la causa de que el movimiento parezca ser cosa indeterminada es que no puede ser incluido ni en la potencia de los entes ni en su actualización […]. Y por eso es difícil comprender qué es el movimiento» [Metafísica, IX, 9, 1066 a 17-23].

En este sentido, el cambio es siempre un acto imperfecto, que jamás alcanzará la perfección, porque esto puede suceder sólo una vez que el movimiento cesa, cuando el proceso ha finalizado y ya no hay movimiento. Pero Aristóteles no deja de darnos otra definición más completa: un cuerpo apto para el cambio (potencia pasiva) se mueve (está en acto de moverse) en cuanto que es potencia para tal cambio, no en cuanto que es ya acto. Es decir, el movimiento es algo real, un acto, pero que no debe ser confundido con la realidad que la cosa ya posee, con lo que la cosa es, aunque presuponga tal realidad. El movimiento expresa esa dimensión dinámica de la realidad de las cosas, que la teoría hilemórfica no puede captar. De ahí la definición que se ha hecho clásica:

«… acto imperfecto (entre la potencia y el acto) de lo que está en potencia en tanto está en potencia» [Física, III, 1, 201 a 10-11].

Los principios o causas del movimiento son el objeto del libro segundo de la Física, a saber:

1) el sujeto del cambio o materia;

2) el acto imperfecto del mismo cambiar, o movimiento;

3) la causa motriz, puesto que todo lo que se mueve es movido por otro;

4) el fin o dirección en que se realiza el cambio.

Aristóteles enuncia también una de las leyes básicas del movimiento: para que el movimiento o cambio sea posible, se requiere que haya proporción entre el motor y su potencia o capacidad activa, y el móvil y su potencia pasiva o material de ser movido [Física, II, 1). Estos principios y leyes reciben una ulterior profundización al estudiar las causas.

4. El espacio, el lugar y el tiempo

Aristóteles introduce estas cuestiones al inicio del tercer libro de la Física:

«Movimiento y cambio son los fenómenos fundamentales de la naturaleza. Quien no entiende el movimiento, no comprende tampoco la naturaleza. Después de haber determinado la noción de movimiento, habrá que estudiar, del mismo modo, las cuestiones que de ella se desprenden […]. Además, sin lugar, ni vacío, ni tiempo, el movimiento es imposible. Y como estas determinaciones pertenecen a todas las cosas de la naturaleza y valen universalmente, nuestro esfuerzo debe comenzar por el examen de cada uno de estos puntos» [Física, III, 1, 200 b 12-24].

Ya se ha anticipado que la continuidad es una de las características propias de la física de Aristóteles. Es precisamente tratando de estas cuestiones —espacio, lugar y tiempo— donde Aristóteles profundiza en su significado. No solamente, como se ha visto, el movimiento, entendido como proceso, manifiesta continuidad, sino que sobre todo la manifiestan el espacio y el tiempo.

La continuidad del movimiento, en particular del movimiento local, se apoya en la continuidad espacial del trayecto recorrido; y, a la vez, la continuidad del tiempo depende de la del movimiento.

Continuo es, para Aristóteles, aquello que puede ser infinitamente divisible, que puede ser siempre ulteriormente dividido [Física, III, 1, 200 b 18-20]. Sin embargo, a diferencia de lo que afirmaba Zenón en su defensa del ser-uno de Parménides, o posteriormente la doctrina atomista, lo continuo no debe entenderse como el compuesto de partes indivisibles, o la agregación de puntos aislados. Tanto en el espacio como en el movimiento y el tiempo no hay lapsos de vacío, sino que cada lugar, movimiento e instante está siempre en continuidad con el anterior y con el sucesivo. No hay, por tanto, magnitudes mínimas indivisibles —átomos— ni de espacio, ni de movimiento ni de tiempo.

La forma básica de continuo es el espacio y, de modo derivado, la del movimiento y la del tiempo. Y aun cuando lo propio de la continuidad es la divisibilidad infinita, Aristóteles no acepta, sin embargo, una infinitud espacial, del mismo modo que niega la posibilidad de cualquier infinito en acto, esto es la presencia simultánea de infinitas partes espaciales o temporales. Sí admite, en cambio, la infinitud del movimiento, entendida como el sucederse sin inicio y sin fin del movimiento circular de los astros, y por tanto y únicamente en este sentido la infinitud del tiempo.

Por otra parte, ni el espacio ni el movimiento ni el tiempo son realidades sustanciales. Para Aristóteles lo que subsiste son las sustancias corpóreas que, en virtud de la cantidad, son espacialmente extensas.

«Cantidad se llama a aquello que es divisible en sus partes integrantes, de las cuales cada una es por propia naturaleza algo uno y determinado» [Metafísica, V, 13, 1020 a 7-8].

Si la materia es para Aristóteles el principio multiplicador de los entes, aquello que permite que una misma forma sustancial esté presente en muchos individuos [Del cielo, I, 9, 277 b 27; Metafísica, VIII, 6, 1045 b 23 y XIV, 1], la cantidad es aquella afección de la materia que modifica la sustancia en el sentido de desplegarla en el ámbito espacio temporal; y hace que, sin perder su unidad, tenga partes yuxtapuestas y, en consecuencia, que sea potencialmente divisible al infinito.

Aristóteles distinguió entre cantidad extensa o continua —un bloque de piedra, por ejemplo— y cantidad discreta o actualmente dividida, o sea, el número. La cantidad extensa es lo continuo actualmente existente y, por tanto, como se ha dicho, potencialmente divisible al infinito.

Pero el continuo de la sustancia corpórea tiene un límite que lo abarca: el lugar. Aristóteles muestra que el lugar debe ser algo diferente de cada uno de los cuerpos que lo ocupan; no puede ser ni la forma ni la figura de los cuerpos, pues ésta acompaña al cuerpo que cambia de lugar. Por otra parte, tampoco es admisible entender el lugar como un vacío o “hueco” en el que se coloca el cuerpo, pues ésa sería una solución imaginaria. Por eso Aristóteles considera que el lugar es la superficie circundante, formada por otros cuerpos, que contiene inmediatamente a cada cuerpo, sin ser propia del cuerpo:

«El límite del cuerpo continente, en cuanto que es contiguo al contenido» [Física, IV, 4, 212 a 6-7].

En consecuencia, el lugar es la medida exacta de la extensión de los cuerpos físicos.

La definición que Aristóteles da del tiempo —«la medida del movimiento según el antes y el después» [Física, IV, 11, 219 b 1]— manifiesta la estrecha relación que guarda con el movimiento; el tiempo se distingue del movimiento, pero implica el movimiento:

«La existencia del tiempo no es posible sin la del cambio; de hecho, cuando no cambia nada en nuestro ánimo o no advertimos que algo cambie, nos parece que el tiempo no transcurre» [Física, IV, 11, 218 b 21-23].

Y si el movimiento local es entendido como un proceso caracterizado por la continuidad, algo semejante le sucede al tiempo; el continuo dimensional implicado en el movimiento local marca también la continuidad del tiempo. De hecho, conocemos el tiempo cuando percibimos el antes y el después del movimiento.

Como realidad fluyente, el tiempo es real en la naturaleza. Sin embargo, su medición en abstracto implica la actividad discursiva de la inteligencia, que puede captar el tiempo como un todo y distinguir sus partes.

«Pero la cuestión más difícil de saber es si sin el alma el tiempo existe o no, pues si no puede haber nadie que numere, no habrá nada numerable, y en consecuencia no habrá número; pues el número es o lo que ha sido numerado o lo numerable. Pero si nadie puede por naturaleza contar sino el alma, y en el alma la inteligencia, no puede haber tiempo sin alma, salvo para aquello que es el sujeto del tiempo, como si por ejemplo se dijera que el movimiento no puede ser sin el alma» [Física, IV, 14, 223 a 21-26].

En dependencia de la física de su tiempo, Aristóteles precisará que para medir el tiempo se necesita una unidad móvil primaria, y que tal unidad radica en el movimiento uniforme y perfecto, esto es, en el movimiento circular de las esferas y cuerpos celestes [Física, IV, 14, 223 b 19). Por otra parte, señala Aristóteles que Dios y las inteligencias motrices, en cuanto que son inmóviles, escapan al tiempo: son sempiternas.

5. Del cielo

En Del cielo Aristóteles nos ofrece una visión del universo que, en algunos aspectos, permanecerá inalterada hasta Copérnico. En este libro no todas las afirmaciones son originales del Estagirita, ya que recoge en él las teorías del platónico Eudoxo de Cnido y de Calipo de Cícico. El propósito de Aristóteles es hacer comprensible y explicar la estructura del proceso natural del universo.

Para él, como se ha dicho antes, el cosmos está dividido en dos grandes sectores, el mundo sublunar —por debajo de la órbita de la luna— y el mundo supralunar o celeste, por encima de su esfera.

A diferencia de los filósofos anteriores, Aristóteles considera que el universo no ha tenido un principio temporal; ha sido y será siempre tal y como actualmente lo vemos. La necesidad de concebir eterno el universo deriva del modo aristotélico de comprender el movimiento. No es posible, para Aristóteles, un momento cero en el que no hubiera ni movimiento ni tiempo. Suponer un inicio del movimiento significaría, en la mente de Aristóteles, admitir que el movimiento se genera de manera inexplicable, sin que pueda darse razón del cambio producido, del paso del no movimiento al movimiento; y lo mismo sucedería si se postulara al término del movimiento, su corrupción. La eternidad del movimiento implica la eternidad del tiempo, la imposibilidad de pensar un antes o un después del tiempo [Física, VIII, 1, 251 a 18-252 a 5].

¿Cómo explicar entonces el origen del movimiento tanto de las sustancias terrestres como el de los astros? Aristóteles liga la eternidad del movimiento del mundo al movimiento circular de los astros, y tal movimiento requiere una particular composición material. Si el movimiento del mundo sublunar, precisamente por su estructura corpórea, presenta las diversas posibilidades ya señaladas, el movimiento exclusivamente circular, sin inicio ni fin, de las esferas celestes exige un particular componente material. La materia propia de los astros es para Aristóteles el llamado quinto elemento o éter, materia incorruptible cuya única potencialidad es la de moverse local y circularmente.

Tal movimiento requiere, además, una propia causa eficiente de naturaleza del todo peculiar: un motor inmóvil, esto es libre de toda potencia, acto puro. En su visión del cosmos, Aristóteles establecerá, corrigiendo las teorías de sus contemporáneos, la existencia de 55 esferas y otros tantos motores, poniendo en el vértice de todas ellas la esfera del primer cielo y el primer motor inmóvil, que es acto puro, como explicará en Metafísica XII, 7-8.

Por otra parte para Aristóteles el movimiento celeste ejercita una causalidad eficiente sobre el movimiento terrestre que hace que éste sea, en última instancia, dependiente de aquél. Es decir, mientras el movimiento del cielo puede explicarse en base a su composición material y al impulso de los diversos motores inmóviles, el movimiento del mundo sublunar no sería posible sin el movimiento celeste.

6. La tierra: elementos simples y cuerpos mixtos

La teoría hilemórfica constituye una de las tesis centrales del pensamiento aristotélico, presente no sólo en los tratados de filosofía de la naturaleza, sino también en los de metafísica, donde Aristóteles precisa el significado y el alcance de los conceptos de la forma y la materia, así como en otras muchas de sus obras en las que se sirve de ella para dar razón de fenómenos —cambios o movimientos— más o menos profundos [Vigo 2007: 78-85].

En De la generación y la corrupción, después de haber examinado las doctrinas de los filósofos precedentes y de haber rechazado la posibilidad de la generación absoluta, es decir del surgir algo de la nada, Aristóteles trata precisamente de la estructura de las sustancias terrestres más simples.

En continuidad con la física de su tiempo, considera los cuatro elementos de Empédocles —tierra, aire, fuego y agua— como las sustancias básicas, como las primeras determinaciones sustanciales del mundo sublunar, aquellas que están presentes en cualquier cuerpo mixto y en las que termina su descomposición [Del Cielo, III, 3, 302 a 14-19]. Tales sustancias no tienen, sin embargo, las características de elementos inalterables que les atribuyó Empédocles; Aristóteles considera que también ellas se transforman recíprocamente, pasando de la corrupción de una a la generación de otra. Para poder explicar tales transformaciones, Aristóteles atribuye a cada una de estas sustancias un par de cualidades elementales opuestas —caliente-frío, seco-húmedo—, de tal modo que la pérdida de una de estas cualidades y la adquisición de la contraria explicaría la transformación de una sustancia en otra. El agua, por ejemplo, fría y húmeda, se transforma en aire cuando cambia una de sus cualidades —fría— por su opuesta, caliente [De la generación y la corrupción, II, 1-4]. Y es precisamente en estas transformaciones de las sustancias elementales donde Aristóteles supone como sustrato material de las cualidades contrarias una materia primera indeterminada [De la generación y la corrupción, II, 1, 329 a 28-36].

Pero, además, Aristóteles atribuye a cada una de estas cuatro sustancias básicas otra cualidad elemental, la ligereza o la pesadez, en virtud de la cual tenderán naturalmente a su lugar propio [Del Cielo, IV, 1-5]. El espacio físico no es, pues, para Aristóteles, un espacio geométrico homogéneo, sino que está determinado por lugares definidos.

En base a tal explicación Aristóteles intenta dar cuenta de los distintos cambios de nuestro mundo, desde la generación a la traslación, movimientos todos rectilíneos, procesos con un inicio y un fin, en contraposición al movimiento circular y eterno de los cuerpos celestes. El movimiento circular de los astros, y en particular del sol, es, sin embargo, decisivo para que se puedan producir, con continuidad indefinida, los procesos generativos del mundo sublunar [De la generación y la corrupción, II, 10].

De las ilimitadas combinaciones de los cuatro elementos, surgen unos compuestos base llamados homeomerías, los cuales, mezclados no por simple yuxtaposición sino por alteraciones y generaciones, provocan la educción en la materia de formas sustanciales superiores, según grados de continuidad: los sucesivos cuerpos mixtos o compuestos tienen, según prosiga la generación, formas sustanciales más perfectas, de modo que éstas incluyen las inferiores —como los números: el nueve por ejemplo, incluye los números precedentes—, las cuales reaparecen cuando una sustancia se corrompe [Meteorológicos, IV, 12].

Esto significa, obviamente, que la materia por sí sola no basta para explicar la generación y corrupción de los cuerpos; junto a la causa material Aristóteles señala la necesidad de las causas formal, eficiente y final [De la generación y la corrupción, II, 9-11], que trataremos en la sección 5 de la parte siguiente.

IV. La Metafísica

1. Concepto y características

La metafísica es para Aristóteles la más alta de las ciencias especulativas. Sin embargo, conviene aclarar en primer lugar que el término metafísica, con el que se designan los 14 libros de Aristóteles que versan sobre esta ciencia, no es propiamente aristotélico. El Estagirita la llamaba habitualmente “filosofía primera”, para distinguirla de las “filosofías segundas” o ciencias particulares.

Probablemente el término metafísica fue acuñado por Andrónico de Rodas en el siglo I a.C., con motivo de la edición de las obras de Aristóteles. No obstante, el nombre de metafísica cuadra muy bien con las características que tenía esta ciencia para Aristóteles. Su objeto son las realidades que están más allá de las cosas sensibles, es decir, las realidades inmateriales o al menos no captables por los sentidos, sólo inteligibles, y que en sí mismas no dependen de nada sensible.

Aristóteles definió esta ciencia de cuatro modos:

a) la metafísica indaga por las primeras causas y los principios supremos de la realidad;

b) la metafísica investiga el ente en cuanto ente;

c) la metafísica estudia la sustancia;

d) la metafísica versa sobre Dios y las sustancias suprasensibles.

a) Ciencia de las causas primeras: la metafísica, como cualquier otra ciencia, debe ser conocimiento de causas. Pero, a diferencia de las ciencias particulares, en cierto sentido debe conocer todas las cosas, y esto no por simple enumeración de causas particulares, sino en cuanto llega a los primeros principios de todas las cosas. Es decir, no se interesa por las causas particulares del fuego, del agua, o de cada especie animal, sino por las causas de toda la realidad, de todo el universo.

«Lo que ahora queremos decir es esto: que la llamada sabiduría versa, en opinión de todos, sobre las primeras causas y sobre los principios» [Metafísica, I, 1, 981 b 27-29].

b) La metafísica es también ciencia del ente en cuanto ente. Con esta definición Aristóteles resalta la universalidad de la metafísica, en cuanto se ocupa no de un sector de la realidad, sino de la realidad en su totalidad. En la línea inaugurada por Parménides, Aristóteles considera que la característica central de todas las cosas es el ser. Ante todo las cosas son. Éste es el aspecto más universal de los objetos reales.

Por consiguiente, la metafísica estudia qué significa ser, cuáles son las propiedades que se siguen de ser, cuáles son las modalidades del ente en cuanto tal: ente potencial o actual, ser en sí o en otro, etc.

«Hay una ciencia que considera el ente en cuanto ente (τὸ ὂν ᾗ ὂν) y las propiedades que le competen en cuanto tal. Y esta ciencia no se identifica con ninguna de las que llamamos particulares, pues ninguna de las otras ciencias considera el ente en cuanto ente, en universal, sino que, después de haber delimitado alguna parte de él, cada una estudia las características de esa parte» [Metafísica, IV, 1, 1003 a 21-25].

c) La metafísica estudia también la sustancia. Este objeto está en perfecta continuidad con el anterior, ya que para Aristóteles preguntarse por el ente equivale sobre todo a preguntarse por la sustancia (οὐσία). Aristóteles considera que el ente no tiene un sentido unívoco, sino en cierto modo analógico: no cabe pensar —como Parménides— en un único ser que abarque la diversidad de lo real; el ente tiene una valencia múltiple, pues hay diversos modos de ser, de los cuales el fundamental es ser sustancia: todo lo que es, o es sustancia o depende de algún modo de las sustancias, que constituyen el ente en el sentido más propio de la palabra; ser un ente propiamente es ser una sustancia.

«Y en efecto, lo que desde antiguo, así como ahora y siempre constituye el eterno objeto de búsqueda y el eterno problema: ¿qué es el ser?, equivale a esto: ¿qué es la sustancia?» [Metafísica, VII, 1, 1028 b 2-4].

d) Por último, la metafísica se ocupa también de Dios. Quien busca las causas y los principios primeros, debe encontrar a Dios, causa y principio por excelencia. Del mismo modo, preguntarse por el ente es preguntarse si existen sólo entes sensibles o si también hay un ser suprasensible y divino y si es único o hay varios. Y el problema de la sustancia implica además saber qué tipos de sustancia existen, si sólo las sensibles o también algunas suprasensibles y divinas.

«Hay pues otra ciencia, distinta de la física y de la matemática, la cual estudia el ente separado e inmóvil, siempre que exista una sustancia de este tipo, o sea una sustancia separada e inmóvil, como buscamos demostrar. Y si entre los entes existe una realidad de este género, allí estará también sin duda lo divino y este será el Principio primero y más importante» [Metafísica, XI, 7, 1034 a 34-b 1].

2. La unidad de la metafísica

Estos cuatro objetos distintos que Aristóteles asigna a su metafísica han suscitado no pocos problemas y numerosas interpretaciones. De una parte, Jaeger y todos los que siguieron el método evolutivo veían en los 14 libros de la Metafísica una ciencia fluctuante cuyo objeto variaba según el momento del estadio evolutivo en el que Aristóteles había escrito cada uno de los libros o incluso sus partes. La unidad de la Metafísica sería entonces la del espíritu aristotélico, vivo y cambiante a lo largo de toda su vida.

Otros intérpretes han considerado que la Metafísica contendría no una única ciencia, sino al menos dos distintas: (1) la teología aristotélica, la filosofía primera, ciencia particular que tiene a Dios por objeto y que debe, en consecuencia, subordinarse a (2) la ciencia universal y propiamente metafísica, cuyo objeto es el ente en cuanto ente y que Aristóteles expone en el mismo tratado [Aubenque 1966].

Para otros intérpretes, sin embargo, esta postura es insostenible ya que la metafísica y la teología eran para Aristóteles una y la misma ciencia [Owens 1963; Reale 1967].

Por último, y quizá sea ésta la interpretación más acertada, otros estudiosos explican la diversidad de objetos de la Metafísica como fruto de una única investigación filosófica que tendría por objeto el ente en cuanto ente y sus causas, y en esa búsqueda por entender las causas del ente habría surgido la teología que si no puede sin más identificarse con la metafísica, tampoco puede considerarse sólo como una ciencia particular. «La teología aristotélica no es ni una ciencia particular junto a otras, la cual presupone un objeto propio, esto es la sustancia suprasensible de la que deduce sus propiedades; ni es la única ciencia universal, en la que se resuelve enteramente la ciencia del ser en cuanto ser, es decir la ontología.

»Ella es, al contrario, un desarrollo necesario, porque entre las causas primeras del ser algunas, aquellas motrices, resultan pertenecer a la esfera de lo suprasensible, es decir de lo divino en el sentido más propio. La teología es una ciencia universal, porque alcanza a descubrir causas que son universales, que abrazan a todo ser; pero no agota enteramente la función de la ciencia del ser en cuanto ser, que es la ciencia universal por definición, y por tanto no resuelve esta última en sí misma, ya que existen otras causas, diversas de aquellas motrices e igualmente necesarias para explicar el ser en cuanto ser, es decir la causa material y la formal-final, que son diversas para las distintas cosas. Por último, la teología no presupone su propio objeto, la sustancia suprasensible, sino que demuestra su existencia, y demostrándola absuelve enteramente su función, que es aquella de buscar una entre las causas primeras del ser en cuanto ser» [Berti 1977: 449; cfr. Berti 2011].

3. El principio de no contradicción

Frente al relativismo y escepticismo de algunos filósofos de la naturaleza y los posteriores sofistas, representados principalmente por Heráclito y Protágoras, Aristóteles busca la verdad más cierta, la base o principio de toda demostración y, por tanto, de toda ciencia. La encuentra en el principio de no contradicción:

«Es imposible, en efecto, que el mismo atributo, a un tiempo, pertenezca y no pertenezca a una misma cosa, según el mismo sentido (con todas las demás puntualizaciones que se podrían añadir con miras a las dificultades lógicas). Éste es, pues, el más firme de todos los principios […]. Es imposible, en efecto, que alguien crea que una misma cosa es y no es, según en opinión de algunos dice Heráclito […]. Por eso todas las demostraciones se remontan a esta última noción, porque ella, por su naturaleza, constituye el principio de todos los demás axiomas» [Metafísica, IV, 3, 1005 b 19-34].

Compete a la metafísica el estudio de este primer principio que afecta a toda la realidad. Las ciencias particulares se ocupan de los principios propios del sector de la realidad que consideran; pero, todas las ciencias, además de sus propios principios, usan también otros más universales, axiomas (ἀξιώματα) válidos para toda la realidad.

«Es evidente que el estudio de estos axiomas entra en el ámbito de aquella única ciencia, esto es la ciencia del filósofo. En efecto, ellos valen para todos los entes, y no son propiedades peculiares de algún género particular de entes con exclusión de los demás. Y todos se sirven de estos axiomas, porque son propios del ente en cuanto ente, y todo género de realidad es ente» [Metafísica, IV, 3, 1005 a 20-25].

El principio por excelencia es el de no contradicción. Es el principio más seguro, más conocido, y constituye la condición necesaria para demostrar cualquier cosa. Se puede decir que es como una ley del ente, en el sentido de que toda realidad concreta, todo ente, es de un modo determinado y no puede, a la vez, ser de otro. Por eso mismo es también una ley del pensamiento que conoce y entiende el ente.

Por ser primero, no puede demostrarse; todos lo usan en cuanto ley del ente y de la inteligencia, y es evidente a todos. Sin embargo, entre los filósofos antiguos hubo quienes quisieron negarlo, y contra ellos arguye Aristóteles mediante la confutación. El principio de no contradicción no puede demostrarse, pero sí se puede mostrar que cualquier raciocinio que intentara negarlo no tendría ningún sentido, sino haciendo uso del principio mismo. Si alguien dice algo, y admite para lo que dice un sentido determinado, es imposible que a la vez admita el sentido contrario. El simple hecho de decir algo con sentido implica ya hacer uso del principio de no contradicción [Metafísica IV, 4 y XI, 5].

4. Los sentidos del ser

Hemos visto cómo Aristóteles define la metafísica como ciencia del ente en cuanto ente. Veamos ahora qué es el ente en cuanto ente en el contexto de la especulación aristotélica.

Parménides había considerado —al menos así lo interpreta Aristóteles— que no podía haber más que un solo ente, ya que había tomado esta noción según un único significado, esto es, unívocamente. Para Parménides el ser era una identidad absoluta y opuesta al no ser, entendido también de modo absoluto, como la nada. De este modo la realidad de lo múltiple resultaba inexplicable. En efecto si sólo el ser es y es pensado como ingénito e incorruptible, uno, continuo, íntegro, idéntico, completo… no es posible afirmar, como concluyeron Zenón y Meliso, la realidad —el ser— de lo múltiple. Aristóteles, en cambio, parte de la experiencia, no de las exigencias lógicas, y la experiencia nos dice que hay muchos entes. El hombre es, el color es, el número es… Pero no todo es en el mismo sentido. Y así Aristóteles pone una base metodológica importante de su doctrina metafísica: el ente se dice en muchos sentidos, que hay que averiguar cuidadosamente [Brentano 1975].

Aristóteles entiende que el término ente se predica de todo aquello que es y, por tanto, siendo la realidad diversa, no se le asigna un único sentido (univocidad), aunque tampoco sentidos completamente diversos, como si fuera un término equívoco, como si entre todo lo que se designa como ente no hubiera otra relación que la del nombre en común (homonimia total o casual). Entre la univocidad y la equivocidad cabe una posición intermedia que Aristóteles llama homonimia relativa a uno (ὁμωνυμία πρὸς ἕν), y que más tarde será traducida como analogía. La homonimia relativa no significa sólo la coincidencia de nombre entre cosas completamente diversas, sino más bien la coincidencia de nombre entre cosas que tienen algo en común, porque todas ellas están en relación con una primera a la que el nombre corresponde de modo propio. Aristóteles formula esta doctrina acudiendo al ejemplo de la salud:

«El ente se dice en múltiples significados, pero siempre con relación a una unidad y a una realidad determinada. El ente, pues, no se dice por mera homonimia, sino del mismo modo como decimos sano a todo aquello que se refiere a la salud: o en cuanto la conserva, o en cuanto la produce, o en cuanto es síntoma, o en cuanto está en condición de recibirla» [Metafísica, IV, 2, 1003 a 33-b 1].

Es decir, muchas cosas se dicen sanas —rostro, clima, medicina, etc.—, pero siempre con alguna referencia a un significado principal: lo propiamente sano es el cuerpo viviente.

a) Ser como sustancia y ser como accidente: las categorías

Así pues, hay que buscar, entre todas las cosas que son, aquellas que son en sentido primordial. Una vez descubiertas éstas, todas las demás se dirán en relación a aquéllas. Ese único principio, esa única realidad fundamental implicada en los diversos significados de ente es, para Aristóteles, la sustancia individual, es decir, las cosas concretas e independientes: este hombre, este caballo, etc.

«Así pues, también el ente se dice en muchos sentidos, pero todos con referencia a un único principio: algunas cosas se dicen entes porque son sustancias; otras, porque son atributos de la sustancia, o bien por ser corrupciones, privaciones, cualidades o causas productivas o generadoras de la sustancia» [Metafísica, IV, 2, 1003 b 5-9].

En este sentido Aristóteles supera también a su maestro Platón, para quien el “ente verdaderamente tal” o en sentido fuerte eran las Ideas. Para Aristóteles esa solución era válida sólo en el plano lógico. Pero Platón toma los conceptos universales que expresan la esencia de las cosas como si fueran realidades en sí, como si su contenido universal subsistiera realmente y en cuanto tal: el Hombre en sí, el Perro en sí son reales. Para Aristóteles no hay más realidad que la de las cosas singulares; los universales en sí mismos son abstracciones. El universal —“hombre”— expresa, eso sí, la naturaleza real de las cosas; pero esa naturaleza es parte integrante de la cosa individual. Lo que es verdaderamente es el ente completo singular y sustancial. El centro de la metafísica aristotélica no es sólo la sustancia, sino la sustancia individual: todo lo demás se dice con referencia a ella.

En uno de los libros de lógica, las Categorías, establece Aristóteles los géneros supremos a los que se puede reducir toda la predicación del ser. Por ejemplo, decir que algo es hombre, es blanco, es grande, es hijo, es en un lugar, etc. Tales géneros lógicos se corresponden a otros tantos modos supremos de ser, y son los significados primeros y fundamentales del ente. Las categorías —predicamentos— son para Aristóteles diez: sustancia, cualidad, cantidad, relación, lugar, cuando, acción, pasión, posición y posesión, aunque estas dos últimas no siempre aparecen en sus obras. Como dijimos, de todas ellas es la sustancia la que tiene la primacía, la que constituye el sustrato presupuesto por todas las demás:

«El es se predica de todas las categorías, pero no del mismo modo, sino que de la sustancia de manera primaria y de las otras categorías de modo derivado» [Metafísica, VII, 4, 1030 a 21-22].

Sólo la sustancia es en sí misma, mientras que los demás tipos de realidad —llamados accidentes— son “afecciones” de la sustancia.

Aristóteles, distinguiendo la sustancia del resto de las categorías, sienta las bases para la división del ente en dos campos bien diversos: el sustancial y el accidental.

La primacía de la sustancia sobre el resto de las categorías se manifiesta de distintos modos. En primer lugar, la sustancia existe por sí misma —es subsistente—, mientras que las demás categorías sólo subsisten o son en la sustancia; la blancura, el tamaño, la semejanza, no son “cosas” o realidades independientes, sino que siempre son en la sustancia.

Otra manifestación del primado de la sustancia consiste en que la definición de cualquier categoría accidental debe incluir la de la sustancia: así, el blanco o el músico se entienden sólo como algo de una sustancia. También el hecho de conocer evidencia la primacía de la sustancia, en cuanto que conocer una cosa es, sobre todo, conocer qué cosa es y no únicamente qué cualidades, cantidad o lugar tiene [Metafísica, VII, 1, 1028 a 10-b 2].

b) Ser como acto y ser como potencia

Otro modo fundamental de ser es el “ser en acto” y “ser en potencia”. Este modo puede afectar a cualquiera de las categorías; por ejemplo, ser blanco en acto o en potencia. La experiencia misma enseña que, además del modo de ser en acto, hay un modo de ser en potencia: esto es, aquel modo de ser que no es acto, pero que es capacidad real de estar en acto y no mera posibilidad lógica. Quien negara la existencia de la potencia encerraría la realidad en un inmovilismo que excluye cualquier tipo de devenir: por ejemplo, el niño es un hombre adulto en potencia, y puede llegar a ser adulto en acto precisamente por el movimiento, paso de potencia a acto. La piedra, en cambio, no tiene potencia de ser hombre [Metafísica, IX, 3].

«Es evidente que la potencia y el acto son diversos el uno del otro; aquellos razonamientos (de los megáricos), al contrario, reducen la potencia y el acto a la misma cosa e intentan destruir una diferencia que es importante. Cabe, por tanto, que una sustancia esté en potencia para ser y que, sin embargo, no exista, y también que una sustancia esté en potencia para no ser y que, sin embargo, exista. Lo mismo vale también para las demás categorías: puede darse que aquel que tiene capacidad de caminar no camine, y que quien no está caminando tenga la capacidad de caminar» [Metafísica, IX, 3, 1047 a 18-24].

Como se ha dicho, el ente en potencia y en acto no tiene un único significado, sino múltiple, en cuanto que se extienden a todas las categorías. Esto significa que un modo de ser en acto y en potencia corresponde a la sustancia, otro diverso a la cualidad, a la cantidad, etc.

Con respecto a la sustancia sensible, la materia es potencia, en el sentido de que es capacidad de asumir una forma: el bronce está en potencia de ser estatua; la madera es potencia de los diversos objetos que con ella pueden hacerse, porque implica una concreta capacidad de asumir distintas formas. Por el contrario, la forma se constituye como acto o actuación de aquella capacidad. Para Aristóteles las cosas singulares del mundo sensible están compuestas de acto y potencia, forma y materia: no son realidades simples, sino “estructuras” o composiciones de principios simples [Metafísica, VIII, y IX, 8].

Para Aristóteles, acto significa perfección. El acto tiene absoluta prioridad y superioridad sobre la potencia:

a) La potencia se conoce precisamente como referencia al acto correspondiente: la potencia de correr, respecto al correr;

«Que el acto es anterior a la potencia en cuanto a la noción es evidente. De hecho la potencia (en el sentido primario del término) es aquello que tiene capacidad de pasar al acto: llamo, por ejemplo, constructor a quien tiene capacidad de construir, y vidente a quien tiene capacidad de ver, y visible a lo que puede ser visto. Y esto mismo se aplica a las demás cosas. De tal modo, la noción de acto necesariamente precede al concepto de potencia, y el conocimiento del acto precede al de la potencia» [Metafísica, IX, 8, 1049 b 12-17].

b) Además, todo paso de potencia a acto requiere antes algo ya en acto. Lo que es en potencia no puede llegar a ser en acto sino en virtud de algo que ya esté en acto: no puede nacer un árbol si no existe antes otro árbol. La potencia, en cuanto es pasividad, necesita siempre de algo anterior ya en acto;

«El acto, además, es anterior a la potencia en cuanto al tiempo en este sentido: si el ser en acto es considerado como específicamente idéntico a otro ser en potencia de la misma especie, es anterior a él; si por el contrario el ser en acto y en potencia son considerados en el mismo individuo, el ser en acto no es anterior. Pongo algunos ejemplos: de este hombre particular que ya existe en acto, y de este particular trigo y de este particular ojo que está viendo, en orden temporal es primero la materia, la semilla y la posibilidad de ver, que son hombre y grano y vidente en potencia y no todavía en acto. Pero a éstos, siempre en orden temporal, son anteriores otros seres ya en acto de los cuales han derivado: de hecho, el ser en acto procede siempre del ser en potencia por obra de otro ser ya en acto» [Metafísica, IX, 8, 1049 b 17-25].

c) Por otra parte, el acto tiene razón de fin y término de la potencia: cualquier potencia alcanza su fin y perfección sólo cuando llega al acto: la semilla, que es árbol en potencia, tiene como fin llegar a ser árbol, y los animales tienen la vista para ver.

«Pero el acto es anterior también en cuanto a la sustancia: en primer lugar porque las cosas que en el orden de la generación son últimas, en el orden de la forma y la sustancia son primeras: por ejemplo, el adulto es antes que el niño y el hombre antes que el semen; uno posee ya la forma actuada, el otro no. En segundo lugar, es anterior porque todo lo que se genera procede hacia un principio, o sea hacia el fin: pues el fin constituye un principio y el devenir tiene lugar en función del fin. Y el fin es el acto y gracias a él se adquiere también la potencia. En efecto, los animales no ven para poseer la vista, sino que poseen la vista para ver» [Metafísica, IX, 8, 1050 a 4-11].

Sin embargo, todo esto no basta para entender el alcance del acto aristotélico. Si hasta el momento se ha hecho referencia al acto y a la potencia con relación a las categorías, a los modos de ser, es preciso dar un paso más para comprender que Aristóteles no concibe el ser, como Platón, sólo en una dimensión objetiva, formal, sino también y sobre todo como subsistencia. Como antes se advertía, el centro de la metafísica aristotélica no es la sustancia, sino la sustancia individual, esto es, la sustancia en acto. Y este mismo hecho, que la sustancia sea susceptible de ser en acto y en potencia, hace entender la prioridad del acto respecto al ser categorial. La distinción categorial la establece Aristóteles desde el lenguaje y la estructura predicativa, siendo, sin embargo, consciente de no abrazar con ella la realidad en su dimensión más profunda. La dificultad que el mismo Aristóteles encuentra para exponer el acto, da prueba precisamente de su prioridad respecto a la forma, de su carácter no objetivable.

El acto (ἐνέργεια) expresa para Aristóteles el aspecto más radical de la realidad, el aspecto no sólo dinámico, sino también existencial. En Metafísica IX, 6 señala los tres significados del acto: movimiento —κίνησις, acto imperfecto—, operación πράξις, acto perfecto— y el ser mismo, el existir de las cosas (τὸ ὑπάρχειν τὸ πρᾶγμα). Antes y más importante que el modo de ser de una cosa —la forma— es que la cosa sea, exista; sólo lo que es actual —lo que existe— puede moverse y operar de acuerdo con el modo de ser proveniente de su forma [De Garay 1987]. Aristóteles no atribuye, sin embargo, a la distinción señalada entre el modo de ser de las cosas, su esencia, y su subsistencia, la importancia que adquirirá en la posterior metafísica medieval y en la filosofía de Heidegger.

c) El ser accidental y el ser como verdadero

Además de las categorías y del ser en acto y en potencia, Aristóteles señala otros dos significados del ser, ser accidental (κατὰ συμβεβηκός)—contrario a ser per se (καθ’αὐτό)— y el ser como verdadero. Sin embargo, ambos sentidos quedan excluidos de la consideración metafísica.

No es fácil definir el ser accidental. Aristóteles indica su naturaleza sirviéndose, como en otras ocasiones, de ejemplos:

«Pues a lo que ni es siempre ni generalmente, a eso llamamos accidente. Por ejemplo, si en el verano se produce mal tiempo y frío, decimos que es accidental, pero no si hace bochorno y calor, porque esto se da siempre o generalmente, y aquello no. También es accidental que un hombre sea blanco, pues ni lo es siempre ni generalmente, pero que sea animal no es por accidente. Y que un arquitecto produzca la salud es accidental, porque lo natural no es que haga esto el arquitecto, sino el médico, y es accidental que sea médico el arquitecto» [Metafísica, VI, 2, 1026 b 31-1027 a 2; cfr. V, 30].

El ser accidental expresa, por tanto, lo que se da pero sin suceder de modo necesario. Del hombre se puede predicar que es blanco, pero sólo accidentalmente, es decir sin ningún nexo necesario entre el sujeto y el predicado. Es, pues, algo fortuito, algo que no se da siempre ni la mayoría de las veces, pero que, sin embargo, constituye un modo de ser real que se atribuye a un sujeto aquí y ahora.

La causa del ser accidental no puede ser el sujeto de quien se predica —su esencia— y, en consecuencia, no podrá ser deducido de la consideración del sujeto. Por lo tanto, el ser accidental no podrá ser estudiado ni por la metafísica ni por ninguna otra ciencia, ya que el objeto de la ciencia es mostrar, en la medida de lo posible, los atributos de las cosas en cuanto necesariamente proceden de ellas, de su esencia [Metafísica, VI, 2, 1027 a 20]. Lo accidental, por el contrario, es lo fortuito, lo contingente, algo que no permite ser definido ni razonado, debido a que per se no tiene antecedentes. Aunque sea un ser causado, no cabe establecer sus causas a priori. A lo más, sería posible hacerlo a posteriori, es decir, una vez que ya se ha producido el ser accidental, podríamos intentar descubrir por qué éste se ha producido. En última instancia llegaríamos a la causa material cuya indeterminación permite lo fortuito [Metafísica, XI, 8, 1065 a 25].

Por último, Aristóteles habla también del ser en cuanto verdadero (el ser veritativo), y su opuesto, el no-ser en cuanto falso. El ser veritativo es puramente mental, pero no por eso se identifica sin más con el ser lógico, es decir, con el modo de ser que las cosas tienen en el entendimiento. El ser veritativo añade una referencia a la realidad extra-mental: es el ser de las cosas en el entendimiento en cuanto poseen un refrendo real; si no lo poseen se da la falsedad.

«Lo verdadero, en efecto, significa la afirmación de aquello que está realmente unido y la negación de lo que está realmente separado; lo falso es, al contrario, la contradicción de esta afirmación y de esta negación […] Ciertamente, lo verdadero y lo falso no están en las cosas, como si lo bueno fuera verdadero y lo malo falso, sino en el pensamiento» [Metafísica, VI, 4, 1027 b 20-27].

Este modo de ser, por lo tanto, pertenece a la razón y su estudio compete no al metafísico, sino al lógico [Metafísica, VI, 4, 1028 a 30]. Esto no significa, sin embargo, que Aristóteles no admita la existencia de cosas verdaderas o falsas. Quiere decir únicamente que la verdad o falsedad no son el modo primario del ser, sino tan sólo el reflejo en la razón de lo que las cosas son o no son en la realidad.

«Pues tú no eres blanco porque nosotros pensemos verdaderamente que eres blanco, sino que, porque tú eres blanco, nosotros, los que lo afirmamos, nos ajustamos a la verdad» [Metafísica, IX, 10, 1051 b 6-9].

En definitiva, estos dos modos de ser —accidental y veritativo— presuponen y remiten a las categorías. A través de su presencia en el pensamiento y en el lenguaje, las categorías implican un modo de acceso a lo real. Ante el pensamiento y su expresión lingüística, la realidad aparece formalizada y distinta según modos de ser —las categorías— cuya consistencia es posible definir. En consecuencia, es posible distinguir lo que pertenece a cada uno de esos modos por esencia, de lo que puede sucederles sólo de manera fortuita, esto es, del ser accidental. Siempre dentro de este ámbito, el pensamiento puede componer y dividir, afirmar y negar. La mente es capaz de articular las distinciones formales que alcanza a descubrir en la realidad, y esto es lo que se denomina ser veritativo.

Sin embargo, Aristóteles entiende que reducir la realidad a estos modos de ser significaría dejar de lado su aspecto más profundo y más difícil de conceptualizar, el que más resistencia ofrece al dominio del lenguaje. Su manifestación más evidente es el dinamismo de lo real, su movilidad, que se presenta a primera vista precisamente como indeterminación; más allá de ella, y como su fundamento, se encuentra el existir mismo de las cosas. Para dar razón de este aspecto de la realidad, Aristóteles ha acuñado un nuevo término, acto, ἐνέργεια, y ha elaborado una teoría considerada por muchos intérpretes como uno de los núcleos más originales de su metafísica, que posteriormente se revelará extraordinariamente fecundo.

5. Las causas

La doctrina aristotélica de las causas se encuentra dispersa entre sus diversos tratados. Por ejemplo, en los Analíticos posteriores encontramos la noción de causa al definir la ciencia como conocimiento por las causas. Sin embargo, es en el libro segundo de la Física y en la Metafísica donde el Estagirita hace un estudio detallado de esta cuestión.

El principio de causalidad es un punto firme del pensamiento aristotélico. Precisamente una de las principales acusaciones que Aristóteles dirige a los filósofos anteriores, es el no haber determinado con claridad el porqué de las cosas. No basta apelar, como algunos hicieron, al azar y a la casualidad, ni tampoco son suficientes las explicaciones mitológicas. Para Aristóteles, todo lo que sucede tiene una causa que explica su origen, su fin y su modo peculiar de producirse: «todo lo que llega a ser, es por una causa» [Metafísica, VII, 8, 1033 a 24]. Aristóteles distingue cuatro especies de causa:

«Se llama causa, en primer sentido, la materia de la que son hechas las cosas: por ejemplo, el bronce es causa de la estatua, la plata de la copa, y también los géneros de estas cosas. En otro sentido, causa significa la forma y el modelo, o sea la noción de la esencia y sus géneros: por ejemplo, en la octava la causa formal es la relación de dos a uno, y, en general, el número. Y causa en este sentido son también las partes que entran en la noción de la esencia. Además, causa significa el principio primero del movimiento o del reposo; por ejemplo, es causa quien ha tomado una decisión, el padre es causa del hijo y, en general, quien hace es causa de lo que es hecho y aquello que es capaz de producir el cambio es causa de lo que lo sufre. Además, la causa significa el fin, es decir, aquello para lo que algo se hace: por ejemplo, el fin de pasear es la salud» (Metafísica, V, 2, 1013 a 24-34).

Brevemente, las causas se pueden definir del siguiente modo:

a) causa material: aquello a partir de lo cual una cosa es producida, como su constitutivo intrínseco: por ejemplo, la madera para una estatua de madera;

b) causa formal: es la forma o esencia de las cosas, lo que hace que una cosa sea lo que es: una determinada estructuración interna hace que una estatua sea como efectivamente es;

c) causa eficiente: es un ente en acto del que proviene el devenir; el escultor que talla la estatua;

d) causa final: aquello en cuya dirección se realiza el cambio, y que constituye la perfección del ente; en el caso de la estatua, el fin que tiene. Aristóteles considera la causa final como la más importante y de la que dependen, en última instancia, todas las demás.

Como se puede ver, Aristóteles desarrolló toda su teoría de las causas desde el punto de vista del ser. Se entiende así que la división aristotélica de las causas no corresponda a la partición escolástica entre causas intrínsecas (material-formal) y extrínsecas (eficiente y final), sino que se base en el acto y la potencia. Tres de ellas —formal, eficiente y final— siguen al acto, una —material— a la potencia.

V. La causa primera

La metafísica, al ocuparse del ente en cuanto ente y de sus causas debe tratar también de Dios, principio causal de los entes. El motivo es obvio para Aristóteles, ya que todos concuerdan en señalar a Dios como una de las primeras causas del universo.

Desarrolla este tema en el libro octavo de la Física y en el doce de la Metafísica bajo dos aspectos distintos, pero relacionados entre sí. El núcleo de la argumentación aristotélica consiste en reconocer que los entes en potencia requieren como fundamento un acto puro, al que llama Dios. Si la conclusión de la Física es la existencia y naturaleza de un primer motor, la de la Metafísica es la existencia de una sustancia cuya naturaleza es la pura actualidad.

1. La existencia de Dios

a) La prueba de la Física

Aristóteles demuestra en la Física la necesidad de que exista un primer motor inmóvil que cause el movimiento de todo el universo. La argumentación tiene como primer fundamento el principio de causalidad, que aplicado al movimiento puede formularse así: «todo lo que está en movimiento, es movido por otro» [Física, VII, 1, 241 b 24]. Partiendo de esta verdad, Aristóteles asciende rigurosamente hasta probar la existencia del primer motor inmóvil: si todo lo que está en movimiento es movido por otro, este otro, si a su vez está en movimiento, es movido por un tercero. Pero para explicar cualquier movimiento, es necesario llegar a un principio no movido ulteriormente. Sería absurdo pensar que se pueda ascender de motores movidos en motores movidos, hasta el infinito, ya que el proceso al infinito no explicaría nada. Si esto es así, no sólo debe haber motores causantes de los movimientos particulares, pero movidos a su vez, sino que debe haber un principio absolutamente inmóvil y primero, que cause el movimiento de todo el universo. Sin él, nada se movería [Física, VIII, 5].

Además de ser inmóvil, el primer motor es eterno, pues si comenzase a ser necesitaría una causa. Por otra parte, la eternidad del movimiento del universo según Aristóteles pone de manifiesto también la eternidad del primer motor [Física, VIII, 6; Natali 1974].

De estas dos características se desprende la tercera: su naturaleza de acto puro, ya que no puede tener potencia alguna. Aristóteles trata de su naturaleza en la Metafísica.

b) La prueba de la Metafísica

Si la Física parte del movimiento, la Metafísica parte de la sustancia. Aristóteles, después de señalar las características propias de la sustancia, se pregunta qué clases de sustancias existen: si sólo las sensibles, como pensaban los antiguos presocráticos, o también algunas suprasensibles, aunque no en el sentido platónico. La existencia de sustancias sensibles para Aristóteles es una evidencia que no necesita ser demostrada; no ocurre lo mismo con las sustancias suprasensibles, de cuya demostración se ocupa el libro doce de la Metafísica.

Aristóteles afirma que si todas las sustancias fueran sensibles, corruptibles, nada existiría. En efecto, lo corruptible alguna vez no fue y, además, nada se mueve de la potencia al acto sino por un ser en acto. Por lo tanto, el principio que explica las series de generaciones de los entes corruptibles no puede ser un ente corruptible, sino que ha de ser un ente incorruptible, que no tenga potencia, sino que sea sólo acto, pues si su modo de ser incluyera la potencia, para llegar al acto debería ser causado a su vez por otro ser en acto, y así indefinidamente. Esta demostración se sitúa en el contexto de un universo eterno, sin principio ni fin, que se mueve continuamente. El movimiento cíclico de los astros y las generaciones terrestres tiene por causa un acto trascendente a los entes corruptibles, una sustancia inmaterial, eterna e inmortal, que es puro acto [Metafísica, XII, 6, 1071 b 12-22].

Ya hemos visto cómo en la Física Aristóteles se remonta desde el movimiento a un primer motor inmóvil y eterno. En la Metafísica lo considera como una sustancia cuya naturaleza es ser acto puro, sin mezcla de potencialidad, ya que si tuviera potencia debería haber una causa previa que le hiciera pasar al acto. Hay que notar que por movimiento Aristóteles no entiende sólo los traslados locales, sino todas las generaciones y corrupciones, cualquier mutación ontológica.

En conclusión, ya que hay un mundo en movimiento, es necesario que exista un primer principio que lo produzca, y es necesario que tal principio sea:

a) eterno, porque el movimiento causado también lo es;

b) inmóvil, pues la causa primera de lo móvil no puede estar sujeta a mutación; y

c) acto puro, ya que si tuviera potencia no podría ser la primera causa.

Éste es el Dios, la sustancia suprasensible que buscaba Aristóteles. Pero ¿de qué modo puede mover el primer motor permaneciendo absolutamente inmóvil? En el ámbito de las cosas que conocemos, ¿hay algo capaz de mover sin moverse a sí mismo? Aristóteles responde señalando a modo de ejemplos el objeto del deseo y de la inteligencia. El objeto del apetito es lo bello y lo bueno, que atraen el apetito sin moverse ellos mismos; el inteligible mueve a la inteligencia, sin moverse a sí mismo. De este tipo es también la causalidad ejercida por el acto puro, que mueve como el objeto del amor atrae al amante [Metafísica, XII, 7].

El primer motor de Aristóteles, su teología, se inserta perfectamente en su búsqueda de la ciencia de las causas primeras del ser y constituye uno de sus momentos culminantes al alcanzar la primera causa motriz. El primer motor, la sustancia inmóvil, es la primera de todas las sustancias, aquella sin la cual todas las demás no podrían ser. Es causa eficiente y también final, en el sentido de ser aquello hacia lo que todo movimiento tiende.

2. Naturaleza del acto puro

Según Aristóteles, este principio del que “dependen el cielo y la naturaleza”, es también vida. Además, es el tipo de vida más excelente, perfecta y placentera, aquella que a los hombres sólo les es concedida por breve tiempo: la vida del entendimiento, la actividad contemplativa. El objeto de esa contemplación es también lo más excelente, que no puede ser sino Dios mismo. Dios es entendimiento que se entiende a sí mismo, el entender que comprende su propio entender.

«De tal Principio, pues, dependen el cielo y la naturaleza. Y su modo de vivir es el más excelente: es aquel modo de vivir que a nosotros nos es concedido sólo por breve tiempo. Y en aquel estado Él está siempre. A nosotros eso es imposible, pero para Él no es imposible, pues el acto de su vivir es placer […] Si, por tanto, en esa feliz condición en la que nos encontramos nosotros de vez en cuando se encuentra Dios permanentemente, es maravilloso; y si Él se encuentra en una condición superior, es todavía más maravilloso. Y en esa condición Él se encuentra efectivamente. Y Él es también vida, porque la actividad de la inteligencia es vida, y Él es aquella actividad. Y su actividad, que subsiste de por sí, es vida óptima y eterna. Decimos, en efecto, que Dios es viviente, eterno y óptimo; así que a Dios pertenece una vida permanentemente continua y eterna: esto es, pues, Dios» [Metafísica, XII, 7, 1072 b 13-30].

Además Dios es acto puro carente de potencia. Por tanto, no tiene materia, ni extensión: «no puede tener algún tamaño», sino que debe ser «sin partes e indivisible», y también «impasible e inalterable» [Metafísica, XII, 7, 1073 a 5-11].

3. Unidad y multiplicidad de lo divino

Sin embargo, Aristóteles consideró que Dios por sí solo no bastaba para explicar el movimiento de todas las esferas celestes. Dios mueve directamente al primer móvil —el cielo de las estrellas fijas—, pero entre esta esfera y la tierra él supone otras muchas esferas concéntricas, cada una de ellas de menor tamaño que la anterior y contenidas unas en otras. ¿Quién mueve cada una de estas esferas? Las respuestas podrían ser dos: o son movidas por el movimiento que deriva del primer cielo, que se transmitiría mecánicamente de una esfera a otra, o bien son movidas por otras sustancias suprasensibles, inmóviles y eternas, que mueven de modo análogo al Primer Motor.

La segunda solución es la que propone Aristóteles, ya que la primera no es compatible con una concepción que admita la diversidad —la no uniformidad— de los diversos movimientos de las esferas. Para explicar esa heterogeneidad de movimientos, Aristóteles se ve obligado a multiplicar los motores inmóviles, que consideró como sustancias inteligentes, capaces de mover de modo análogo a Dios, esto es, como causas motrices, eficientes y finales relativas a las diversas esferas. No es claro si estos intelectos son instrumentos trascendentes a sus esferas correspondientes.

En base a la astronomía de su tiempo y efectuando las correcciones que consideró oportunas, Aristóteles fijó en 55 el número de las esferas celestes, admitiendo por tanto, otros tantos motores intelectuales que produjeran los movimientos correspondientes. Dios, el primer motor, mueve sólo la primera esfera, e indirectamente mueve las demás [Metafísica, XII, 8].

A pesar de esta multiplicidad de inteligencias, Aristóteles afirma en la Metafísica que las cosas no admiten ser gobernadas por una multiplicidad de principios, sino que han de serlo por uno solo. Es claro que Aristóteles concibe las inteligencias inferiores como distintas del acto puro. Por tanto, el Estagirita admite en el fondo la unidad de Dios como causa suprema.

«… y admiten muchos principios; pero las cosas no quieren ser mal gobernadas: “el gobierno de muchos no es bueno, uno sólo debe ejercer el mando”» [Metafísica, XII, 10, 1076 a 3-4].

4. Dios y el mundo

Según Aristóteles Dios se contempla a sí mismo. Pero ¿conoce también el mundo y los hombres que están en él? Aristóteles no responde en modo claro a esta pregunta, y parecería tender a una respuesta negativa. Es claro que Dios, conociéndose a sí mismo, debería saber que es el principio primero del mundo, así como el modo en que ejerce su causalidad [Metafísica, XII, 9].

Sin embargo, da la impresión de que los individuos en cuanto tales, con sus limitaciones, deficiencias y pobreza, no serían conocidos por Dios. Aunque Aristóteles calla sobre este punto, muchos de sus intérpretes opinaron que un conocimiento de individuos corruptibles sería inadmisible, al menos permaneciendo en el marco estricto del pensamiento aristotélico. De ser así, habría que concluir que la providencia divina no descendería hasta los casos particulares.

No obstante, se ha de notar que Platón defiende, en Las leyes, que la providencia divina llega hasta las acciones particulares de los hombres, y Aristóteles en algunos pasajes de sus éticas —a través del carácter divino del intelecto humano— parece afirmar lo mismo:

«Esto es precisamente lo que estamos investigando: cuál es el punto de origen de las mociones del alma. La respuesta es, pues, evidente: igual que en el universo, también aquí todo es movido por Dios, ya que, de alguna manera lo divino en nosotros es la causa de nuestras mociones» [Ética a Eudemo, VIII, 2, 1248 a 25-27; cfr. Gran ética, II, 8 y 15].

Intentar precisar más la naturaleza del Dios aristotélico y su relación con los hombres sería aventurado, pues el mismo Aristóteles dejó abierta la cuestión.

Como puntos claros de su teología se pueden señalar: que el primer motor es de naturaleza personal, capaz de entender y querer; que un Dios que se conoce sólo a sí mismo, aunque no por ello debe ignorar el mundo, pues para Aristóteles el conocimiento de la causa es también conocimiento de lo causado; que Dios constituye la realidad más excelsa del universo y de él dependen, a la vez, su bien y su orden [Metafísica, XII, 10, 1075 a 11-15]. Pero el Dios de Aristóteles no es la única causa. Ciertamente es la causa motriz universal y, al menos en la interpretación tradicional, es también causa final. Sin embargo, junto a Él coexisten otras causas independientes y necesarias para explicar el mundo: la causa material y la formal.

VI. Los vivientes y el hombre

Todos los entes naturales son móviles y los diversos tipos de movimiento dan lugar, según Aristóteles, a la distinción de dos grandes grupos de seres: los entes inanimados y los seres vivos, que no se mueven como los anteriores por impulsos externos, sino que al contrario, se mueven a sí mismos en orden a su propio bien natural. En la cima de los seres vivos está el hombre. Para Aristóteles, el estudio del hombre en cuanto ser sensible es un capítulo de la ciencia natural y en este marco hay que situar su tratado El alma. Otras obras que completan el estudio de este tema son: Sobre la sensación y el sentido y La memoria y la reminiscencia.

1. La vida y el alma

La distinción aristotélica entre seres vivos e inanimados, caracterizada por el movimiento, responde a su concepción de la vida. Para Aristóteles, la vida es, sobre todo, auto-movimiento, capacidad de moverse y obrar por sí mismo en diversos grados. El principio de la vida es el alma (ψυχή), de modo que es lo mismo decir seres vivos que decir seres animados.

Para explicar qué es el alma, Aristóteles recurre a su concepción hilemórfica de la realidad. Toda realidad sensible está compuesta de materia y forma, y la materia es potencia, mientras que la forma es acto. Esto vale también para los seres vivos. Ahora bien, observa Aristóteles, los cuerpos vivientes tienen vida no en tanto que cuerpos. Su corporalidad es como el sustrato material y potencial del que el alma es la forma y el acto. El alma, por consiguiente, en cuanto forma, es acto, y es acto de un cuerpo susceptible de recibir la vida, de un cuerpo orgánico.

«En consecuencia, todo cuerpo natural dotado de vida será sustancia, y lo será precisamente en el sentido de sustancia compuesta. Pero ya que se trata precisamente de un cuerpo de una determinada especie, esto es que tiene vida, el alma no es el cuerpo, ya que el cuerpo no es una de las determinaciones de un sujeto, sino más bien el cuerpo es sujeto y materia. Necesariamente pues, el alma es sustancia, en el sentido que es forma de un cuerpo natural que tiene la vida en potencia. Ahora, tal sustancia es acto, y por tanto el alma es acto del cuerpo que se ha dicho […] el alma es el acto primero de un cuerpo natural que tiene la vida en potencia» [El alma, II, 1, 412 a 15-28].

Otra de sus definiciones, aunque aplicable exclusivamente al alma humana, es la siguiente: alma es «aquello por lo que vivimos, sentimos y entendemos» [El alma, II, 3, 414 a 13]. Es decir, el alma es el principio vital mismo, y es —en cuanto forma sustancial— raíz de todas las operaciones vitales del viviente.

Al definir de este modo el alma, Aristóteles se sitúa en una posición intermedia entre los presocráticos, que identificaban el alma con algún principio físico, y Platón, quien la concebía como contrapuesta al cuerpo, como su motor, pero no como su real principio sustancial. Para Aristóteles, el alma es algo intrínsecamente unido al cuerpo, siendo su principio formal; no se trata de una sustancia, sino de la forma o acto primero del cuerpo. De este modo salva el Estagirita la unidad del ser vivo.

Analizando las funciones de los vivientes, los fenómenos de la vida, Aristóteles comprueba ciertas operaciones constantes y netamente diferenciadas, de modo que el alma, principio de la vida, debe tener capacidad de causar tales operaciones.

Las funciones fundamentales de la vida son [El alma, II, 2, 413 a 22]:

a) de carácter vegetativo, como la reproducción, la nutrición y el crecimiento;

b) de carácter sensitivo y motriz, como las sensaciones, las pasiones y el movimiento;

c) de carácter intelectivo, como el conocimiento, la deliberación y la elección.

De este modo, Aristóteles introduce la distinción entre alma vegetativa, sensitiva e intelectiva. El alma para Aristóteles es única en cada viviente, aunque tenga diversas funciones: las plantas poseen sólo alma vegetativa; los animales, sensitiva, que incluye en sí las funciones del alma vegetativa; los hombres tienen alma racional, que supone las dos inferiores.

«El caso de las figuras es semejante al del alma, ya que siempre en el término sucesivo está contenido en potencia el término antecedente, y esto vale tanto para las figuras como para los seres animados. Por ejemplo, en el cuadrilátero está contenido el triángulo, y en la facultad sensitiva aquella nutritiva» [El alma, II, 3, 414 b 28-32].

2. La vida sensitiva

Los animales se distinguen de los vegetales por poseer la facultad del conocimiento sensitivo y, consiguientemente, por el apetito sensitivo y la potencia locomotora. De ahí que Aristóteles se esfuerce por explicar qué es sentir. Para ello recurre a la doctrina del acto y de la potencia, traducida ahora en términos de actividad y pasividad. Aristóteles compara la sensación a la intelección. En ambos casos se trata de poseer la forma de la realidad conocida: la forma sentida o entendida adquiere en el sujeto un nuevo estatus ontológico; no es posesión natural de la forma, que es el modo como el árbol físico tiene la forma sustancial de árbol, sino posesión intencional y, en algún grado, inmaterial. La diferencia es que la sensación en acto es de objetos individuales, de formas sensibles, mientras que la intelección es de universales.

Aristóteles explica este modo de poseer, que es la sensación, en términos de asimilación, análoga a la asimilación vital: esto es, el cognoscente se posesiona de una forma, la hace suya, se asimila a ella o en cierto modo se “transforma” en ella. Así la forma árbol en el ojo que lo percibe es, en cierto sentido, el ojo mismo que —a manera de una sustancia moldeable— se ha dejado “formar” por el objeto percibido, pero no del modo físico en que el árbol es configurado, sino de un modo intencional y de algún modo inmaterial [El alma, II, 5, 418 a 3].

La sensación es, por tanto, un acto que presupone un objeto sensible en potencia y un sujeto cognoscente también en potencia, y puede ser definida como el acto común del sensible (objeto) y del que siente (sujeto). Aristóteles explica esta coincidencia de sentir y ser sentido mediante un ejemplo: el sonido y la audición.

Quien tiene capacidad, potencia de oír, no siempre oye; y lo que suena no por eso es oído en acto, a menos que alguien lo esté escuchando. Por tanto, el ser audible en acto coincide con el oír en acto. En el mismo acto se funden la actualidad de la forma sensible y la del sujeto que siente [El alma, III, 2, 425 b 26]. Esto es, la sensación es un proceso asimilativo en el que el sujeto que siente se posesiona de una forma sensible —color, sabor, etc.— que queda impresa en la potencia sensible, actualizándola, a la manera como la cera es marcada por un objeto externo que se imprima en ella.

«Desde un punto de vista general, respecto a toda sensación, se debe afirmar que el sentido es aquello que tiene capacidad de asumir las formas sensibles sin la materia, como la cera respecto a la marca del anillo sin el hierro o el oro: recibe la marca del oro o del bronce, pero no en cuanto es oro o bronce. Análogamente el sentido respecto a cada sensible, sufre la acción de aquello que tiene color, o sabor o sonido, pero no en cuanto se trata de cada uno de estos objetos, sino en cuanto el objeto posee una determinada cualidad y en virtud de la forma» [El alma, II, 12, 424 a 17-24].

Aristóteles pasa ahora al estudio de los sentidos en particular, distinguiendo dos grandes grupos: los sentidos externos, que requieren la presencia actual del objeto sensible y son: la vista, el oído, el olfato, el gusto y el tacto, y los sentidos internos. Respecto a los sentidos externos, los objetos pueden ser de dos clases:

1) sensibles per se o propios, que son las cualidades alterantes que constituyen el objeto propio y exclusivo de cada sentido externo; por ejemplo, el sonido sólo se oye, y

2) sensibles comunes, que pueden ser captados por varios sentidos externos.

Éste es el caso de los aspectos cuantitativos del objeto sensible, que son objeto de la vista y el tacto: la figura, por ejemplo, es captada por la vista y el tacto [El alma, II, 6-11, y Sobre la sensación y el sentido, passim].

En cuanto a los sentidos internos, éstos se actualizan a partir de las mutaciones de la sensibilidad exterior y son más perfectos porque integran, estabilizan y enriquecen en cierto modo los datos parciales provenientes de cada uno de los sentidos externos. Para Aristóteles los sentidos internos son dos: el sentido común y la memoria. A estos dos habría que añadir la función imaginativa o fantástica, que Aristóteles describe minuciosamente, pero sin llegar a determinar con claridad si es o no una potencia distinta del sentido común.

Para Aristóteles, el sentido común no significa el buen sentido o la capacidad de discernir lo verdadero y lo falso, como suele entenderse en el lenguaje corriente, sino que se trata de un sentido interno que realiza dos funciones:

1) captar que es el propio sentido el que siente; por ejemplo, mi ojo ha visto;

2) discernir los objetos de los diversos sentidos, así por ejemplo, que lo blanco es objeto de la vista y lo amargo, del gusto. De este modo, el sentido común viene a ser el sentido interno que unifica los 5 sentidos externos y permite la captación unitaria de un objeto sensible [El alma, III, 1 y 2].

Los animales más perfectos poseen la imaginación o fantasía, que tiene por misión representar y conservar las impresiones sensibles y reproducirlas cuando el objeto está ausente. La imaginación es concebida por Aristóteles —como ya se ha dicho— como una función del sentido común y no como una potencia independiente.

La memoria es la facultad de conservar las imágenes sensibles reconociendo en ellas su carácter pretérito [El alma, III, 3, y La memoria y la reminiscencia, 1]. No se debe confundir esta memoria sensitiva con la memoria intelectual, que no es una potencia a se, sino más bien una función —la de conservar especies inteligibles— propia del entendimiento posible.

Estrechamente ligados al conocimiento sensible están los apetitos: «Si hay facultad sensitiva, también habrá facultad apetitiva» [El alma, II, 3, 414 b 1]. Cuando el sentido aprehende algo como agradable, surge la inclinación natural o tendencia del individuo a poseerlo; si lo considera desagradable, a rechazarlo. Estos dos movimientos —el amor y odio sensitivos— pertenecen a un mismo tipo de apetito posteriormente denominado concupiscible. Si el objeto que se desea alcanzar se presenta como difícil y arduo, la tendencia a adquirirlo se denomina impulso o apetito irascible.

La conducta de los seres vivos deriva de los apetitos: «el motor es un principio único: la facultad apetitiva» [El alma, III, 10, 433 a 21]. El apetito (ὄρεξις) es puesto en movimiento por el objeto deseado, que el animal capta mediante la sensación o, al menos, por su representación sensible. En su doctrina del apetito Aristóteles explica la afectividad animal, que es como el motor intrínseco de la conducta animal, siempre en dependencia del conocer sensible. Los actos concretos de los apetitos concupiscible e irascible se denominan pasiones; por ejemplo, gozo, dolor, ira, esperanza, miedo, etc. [El alma, III, 9-10].

3. La vida intelectiva

En el grado superior de la vida se encuentra el hombre, cuya forma sustancial es el alma intelectiva. Así como la sensibilidad no puede reducirse a la vida vegetativa, pues contiene algo más que no puede explicarse sino introduciendo el principio ulterior del alma sensitiva, del mismo modo el intelecto y las operaciones propias de la vida intelectiva son irreductibles a la sensibilidad y a la vida sensitiva, ya que pertenecen a un orden superior que requiere un principio más alto: el alma intelectiva.

El acto intelectivo, dice Aristóteles, es análogo al acto perceptivo, en cuanto es un recibir o asimilar las formas inteligibles, al igual que aquél asimila las formas sensibles. Sin embargo, difiere profundamente de la facultad perceptiva, pues el intelecto no está “mezclado” con el cuerpo, es decir, es intrínsecamente independiente del cuerpo.

En el libro tercero de El alma, Aristóteles caracteriza al intelecto como la facultad capaz de captar las formas inteligibles de las cosas, haciéndose semejante a ellas. El intelecto, en cuanto puede recibir la forma inteligible de todos los objetos sensibles, debe ser distinto de todos ellos, no pudiendo ser de naturaleza semejante a la de ningún objeto físico: su naturaleza será precisamente estar en potencia respecto a todas las cosas, siendo en acto distinto de todas ellas. El intelecto no puede ser, por lo tanto, corpóreo; a diferencia de lo que ocurre con los órganos sensibles, que por ser corpóreos no pueden captar los sensibles sino dentro de ciertos límites, el intelecto, precisamente por su incorporeidad, puede conocer todas las realidades en su universalidad y necesidad [El alma, III, 4, 429 a 12].

Aristóteles explica el conocer intelectivo en función del acto y de la potencia. La inteligencia es, de por sí, capacidad y potencia de aprehender las formas inteligibles; esas formas están contenidas en potencia en las sensaciones y en las imágenes de la fantasía. Por eso se necesita un principio activo que traduzca en acto esa potencialidad, de modo que la forma contenida en las imágenes se haga inteligible para poder ser entendida, y así el intelecto se actualice, captando en acto esas formas. De este modo surge la distinción aristotélica, fuente de innumerables problemas en la Antigüedad y en el Medioevo, entre el intelecto agente (ποιητικός) y el intelecto paciente o posible (παθητικός): el primero pone en acto todos los inteligibles, y el segundo, por asimilación intencional se hace en acto todas esas realidades preparadas por el intelecto agente.

«Por un lado hay —en el alma— un intelecto que tiene la potencialidad de ser todos los objetos (intelecto posible); por otro, el intelecto que todo lo produce (intelecto agente), como si fuera semejante a la luz, pues en un cierto aspecto la luz hace en acto los colores que están en potencia» [El alma, III, 5, 430 a 14-17].

Aquí Aristóteles sostiene dos cosas. En primer lugar, la comparación con la luz sirve para diferenciar los dos intelectos netamente: así como los colores no serían visibles y la vista no podría verlos si no hubiese luz, así las formas inteligibles que están contenidas en las imágenes sensibles permanecerían en su estado potencial, y el intelecto en potencia no podría a su vez captarlas en acto, si no hubiese como una luz inteligible que permitiera al intelecto extraer el inteligible y que éste sea entendido en acto.

La otra afirmación es que tal intelecto en acto, es decir, el intelecto agente, está en el alma. Carecen de fundamento las interpretaciones de los antiguos comentadores, según las cuales el intelecto agente sería Dios o, al menos, un Intelecto separado.

Esta interpretación de un Intelecto agente único y común para todos los hombres procede de Alejandro de Afrodisia (s. II-III d.C.). De él se transmitirá al aristotelismo árabe —Alfarabí y Averroes— y llegará por esta vía a la filosofía medieval.

La unidad del intelecto y su inmortalidad

Aristóteles afirma que «el intelecto viene de fuera y sólo él es divino» [La generación de los animales, II, 3, 736 b 27], mientras las facultades inferiores del alma están en potencia ya en la facultad generativa. Este “venir de fuera” parece indicar, como mínimo, que el intelecto es una realidad trascendente, diferente en cuanto a su naturaleza respecto del cuerpo. Significaría así la afirmación de la dimensión suprasensible y espiritual que hay en nosotros [Reale 2004: v. 4, 137].

Aunque el intelecto agente no sea Dios, refleja, sin embargo, los caracteres de “lo divino”, sobre todo su absoluta impasibilidad:

«El intelecto en sí mismo es impasible. El meditar, el amar o el odiar no son afecciones suyas, sino del sujeto que tiene el intelecto, en cuanto lo posee. Por esto, si este sujeto perece, el intelecto no recuerda y no ama; ya que cuanto ha perecido no era suyo, sino del compuesto» [El alma, I, 4, 408 b 25-29].

Este texto de Aristóteles, que sugiere la supervivencia del alma intelectiva después de la muerte, sin embargo hace problemática la supervivencia personal del individuo, pues el alma después de la muerte no puede llevarse al más allá ningún recuerdo de la vida en esta tierra [Düring 1976: 655].

Afirmando este carácter divino del intelecto agente y su inmortalidad —«separado (del cuerpo), es sólo aquello que es inmortal y eterno» [El alma, III, 5, 430 a 22-23]—, y señalando su espiritualidad, Aristóteles deja sin resolver los problemas que de ello se deducen: ¿Tal intelecto es individual? ¿Qué significa que es “divino”? ¿Cómo puede “venir de fuera”? ¿Qué relación tiene con nuestra personalidad y con nuestro comportamiento moral? ¿Tiene un destino escatológico? Son interrogantes a los que Aristóteles responde sólo parcialmente en algunos pasajes de sus éticas.

Lo único que se puede concluir es que Aristóteles no llegó a unir en una sola noción la función del alma, que esencialmente es forma de un cuerpo organizado, con la del entendimiento (νοῦς) que es puramente impasible en cuanto intelecto en acto o luz de entender. Por este motivo, los primeros autores cristianos no adoptaron la antropología aristotélica, prefiriendo la doctrina platónica que aseguraba con mayor firmeza la inmortalidad del alma.

Por otra parte, Aristóteles dedica poco espacio en su estudio sobre el alma a la voluntad. De la voluntad hablará, como veremos, en la Ética a Nicómaco cuando intenta dar razón de la responsabilidad moral del individuo.

4. Los tratados de biología

Además del estudio de las cuestiones precedentemente señaladas en la Física y en El alma, Aristóteles también manifestó su intención de estudiar los animales y las plantas, tanto en general como en particular [Meteorológicos, I, 1], y cumplió en parte su propósito con sus tratados de zoología y biología, que constituyen una grande novedad para la época, y cuyo influjo estaba destinado a perdurar hasta el nacimiento de la moderna biología a finales del siglo XVIII.

La mayor novedad de estos escritos aristotélicos deriva de su decisión de proceder a una ordenación de los conocimientos adquiridos por la observación directa de la vida, morfología, comportamiento, reproducción y estructura de múltiples especies animales. Al estudio de la vida animal Aristóteles aplica, en efecto, sus convicciones generales sobre la estructura fundamental de las sustancias físicas y sobre los procesos naturales, introduciendo de este modo criterios y modelos funcionales capaces de ordenar y explicar los datos procedentes de la observación.

El esquema causal aplicado a la vida animal lleva a Aristóteles a entender la prioridad de la causa formal sobre las demás causas, en cuanto en ella confluyen tanto la causalidad eficiente (la forma presente en el generante), como la causalidad final (la forma misma en cuanto fin de los procesos vitales). Para Aristóteles el orden de la naturaleza se funda en la prioridad de la causa formal-final sobre la causa material. Por ello es normalmente la función lo que explica tanto la estructura orgánica de los animales como el desarrollo de sus procesos vitales: cada organismo y cada animal se adaptan perfectamente a su función-fin. A la vez, cada especie o forma específica queda para Aristóteles perfectamente limitada, sin que unas especies se subordinen a otras.

En la Historia de los animales Aristóteles recoge los datos pertenecientes a este ámbito de la realidad agrupándolos según las diferencias entre sus principales partes y funciones, que estudia en otros tratados. En Las partes de los animales, en efecto, analiza las partes homogéneas (ὁμοιομερής), los tejidos —sangre, cerebro, carne y huesos—, y las partes heterogéneas (ἀνομοιομερή), los órganos, explicados en base a su composición a partir de las cualidades elementales de la materia. Luego se ocupa de las partes internas —las vísceras— destinadas a realizar funciones específicas.

Con excepción del hombre, cuyo pensamiento trasciende la dimensión orgánica, el cuerpo vivo constituye para Aristóteles una unidad compuesta por la agregación de órganos cuya función es garantizar la vida de cada animal y la perpetuación de su especie.

Entre los distintos órganos, Aristóteles asigna al corazón la función primordial, en cuanto sede del calor orgánico, necesario para la realización de los principales procesos fisiológicos: alimentación, reproducción y percepción. El calor constituye para Aristóteles la cualidad que garantiza el logro de los fines de la vida y a su servicio entiende la función propia del cerebro: templar el calor cardíaco.

En el estudio La generación de los animales, además de analizar las formas de reproducción y los órganos reproductivos, Aristóteles estudia el desarrollo del embrión, en particular del humano. En este proceso atribuye al padre la causalidad eficiente, formal y final, mientras la función de la madre queda reducida a la causalidad material. La razón estaría en el calor del esperma masculino, que permite al hombre la transmisión de la forma, mientras que el exceso de sangre de la madre sirve come materia para el cuerpo del embrión. Para explicar la acción vivificante del semen sobre la materia menstrual, Aristóteles recurre al pneuma (πνεῦμα), calor húmedo de naturaleza análoga al éter de los astros y, por ello, de modo enigmático, en relación con su naturaleza divina. Tal explicación no es sin embargo suficiente para comprender el origen del νοῦς que, como se ha dicho, Aristóteles afirma, sin ofrecer más detalles, que viene de fuera [La generación de los animales, II, 3, 736 b 27]. Una vez transmitida la forma a la materia gracias a la acción del πνεῦμα, se iniciaría el proceso de formación de los órganos y el desarrollo del embrión sin la necesidad de la acción de ningún otro agente externo.

En la Locomoción de los animales y El movimiento de los animales Aristóteles se ocupa, respectivamente, de explicar los mecanismos del cuerpo animal que hacen posible su movimiento, y la dimensión psicológica del movimiento voluntario.

Más allá de los evidentes límites de algunas de sus explicaciones, como el desconocimiento del sistema nervioso y la centralidad que otorga al corazón, superados rápidamente por el desarrollo de la ciencia, el influjo de la biología y de la zoología aristotélicas fueron enormes, transmitiendo un modo nuevo de estudiar la vida animal y consignando a la historia un ingente repertorio de observaciones zoológicas.

VII. Ética y Política

Aristóteles nos ha dejado tres tratados de ética, la Ética a Eudemo de Rodas, la Ética a Nicómaco, y la Gran ética. La Etica a Nicómaco, dedicada a su hijo, obra maestra distribuida en diez libros, es el tratado que ahora merecerá nuestro interés. La Gran ética es, con mucha probabilidad, obra de un aristotélico posterior. En cuanto a la Ética a Eudemo, sus libros centrales (IV a VI) coinciden con los libros V a VII de la Ética a Nicómaco. Estos tres tratados recogen —junto a la Política— lo que Aristóteles denomina ciencia práctica o ciencia política, aquel saber universal que tiene como finalidad orientar el obrar del hombre, en cuanto hombre y en cuanto ciudadano.

La ética aristotélica constituye hoy el centro del interés de numerosos especialistas, que en estos últimos años han sabido recuperar un aspecto de la misma hasta ahora, en parte, olvidado: la peculiar metodología que Aristóteles utiliza en estos tratados y su fundamento, es decir, la racionalidad que en ellos pone en juego y sobre la que teoriza [Crisp-Slote 1997]. En efecto, la peculiaridad del saber práctico, y su dificultad, radica en su intención de constituirse en saber universal y, por tanto, de algún modo normativo, tratando de un tipo de realidad, el obrar humano, que se configura desde la deliberación y elección de cada hombre y que, en consecuencia, ofrece particular resistencia a su formalización por la ciencia. Pero, además de la peculiaridad de su objeto, la dificultad de la ética, tal como Aristóteles la concibe, procede de su finalidad práctica, esto es, es un saber para obrar, un saber que no pretende conocer lo que los hombres han hecho o hacen, sino lo que los hombres deben hacer.

Estas características de la ética exigen un método propio, que no puede ser el propuesto por Aristóteles para las ciencias apodícticas. Este método debe partir de la experiencia de la vida, experiencia propia y ajena, cristalizada en la opinión notable, ἔνδοξα. El recurso a la opinión, el peculiar tipo de precisión que Aristóteles reclama para la ética, que es distinta de la propia de la ciencia apodíctica y, sobre todo, su modo de argumentar, justifican que pueda hablarse de un método dialéctico, que no niega —como antes se advirtió— el rigor de este saber ni la posibilidad de que alcance conclusiones necesarias.

No es la ética de Aristóteles un saber deducido —un corolario de su metafísica—, sino un saber de algún modo autónomo, por su objeto, por su finalidad y por su método, que, sin embargo, no puede prescindir de un fundamento ulterior, metafísico [Yarza 2001].

1. El bien y el fin del hombre

Hechas estas advertencias sobre el método de la ética, conviene centrar la atención en la pregunta clave que Aristóteles se plantea: ¿cuál es el fin que ha de guiar la conducta humana? Formularla significa asumir que la conducta de los hombres debe alcanzar algún fin. Tal suposición parece a primera vista refrendada por la experiencia común: «Toda acción y elección, parecen tender a algún bien; por esto se ha dicho con razón que el bien es aquello a que todas las cosas tienden» [Ética a Nicómaco, I, 1, 1094 a 1-3].

En efecto, el hombre no actúa si no concibe el objeto de su acción —el fin por alcanzar— como un bien. Aristóteles además distingue entre aquellos fines-bienes que son perseguidos por sí, de los que sólo se buscan por la utilidad que reportan, por su condición de medios para conseguir un fin ulterior.

Esto le permite hacer una nueva suposición: todo indica que debe haber un fin último de la conducta humana en relación al cual se entiendan todos los otros fines. Si no existiera tal fin, no se podría concebir la vida del hombre de un modo unitario, no habría propiamente conducta, sino un conjunto episódico de acciones desligadas entre sí [Annas 1993].

Supuesto el fin, Aristóteles precisa las características formales que habrá de tener para ser verdaderamente fin último. Éstas son (1) su unicidad, es decir, que sea único, que todo lo demás sea querido por él mientras que él sea querido por sí mismo; además, (2) deberá ser autárquico, autosuficiente para colmar de plenitud la vida humana; (3) ha de ser logrado con el propio obrar, encarnado por la persona y no, como pretendía Platón, una realidad externa y autónoma; por último, deberá ser estable, permanente. Tomando el término del lenguaje ordinario Aristóteles denomina al fin último ἐυδαιμονία, felicidad.

A continuación Aristóteles afronta la tarea de determinar su contenido. También para ello recurre a la experiencia propia y a la opinión notable. En base a ellas, y teniendo en cuenta las características formales antes señaladas, rechaza que la felicidad pueda consistir en los honores, las riquezas o los placeres.

Los placeres, en su acepción vulgar, no pueden constituir la felicidad, el fin último propio del hombre, pues en nada se distinguiría entonces de lo que parece satisfacer a los animales; implicaría reducir al hombre a ser sensible, ignorando su característica más propia, la inteligencia. Tampoco el honor puede ser el fin último del hombre, ya que la experiencia enseña que éste no depende tanto del propio actuar como del juicio ajeno. En consecuencia, el honor no es más que un bien externo. Las riquezas, más que cualquiera de los anteriores, son indignas de ocupar el puesto del fin último, pues su carácter medial, instrumental, resulta a todas luces evidente [Ética a Nicómaco, I, 3].

Aristóteles se adentra en la tarea de definir la felicidad humana y, para ello, recurre a lo que todos consideran más característico del hombre: su racionalidad. La pregunta de la ética no es en modo alguno abstracta, no interesa saber qué es el bien, qué es el fin, sino cuál es el fin, el bien del hombre. Para ello Aristóteles entiende que es preciso dirigir la mirada al modo propio de ser del hombre, sin que ello contradiga las indicaciones metodológicas que él mismo ha establecido. No se trata de deducir desde el concepto teórico de naturaleza humana lo que habrá de hacer el hombre si quiere ser feliz, sino de proponer —y defender— dialécticamente, desde la consideración vivencial y comúnmente admitida del modo propio de ser del hombre, aquello que podría constituir su último fin [Ética a Nicómaco, I, 6; Pakaluk 2005].

De este modo, y ateniéndose a las consideraciones hechas en los Tópicos sobre la dialéctica, propone la siguiente definición de la felicidad:

«El bien humano consiste en una actividad según la virtud, y si las virtudes son múltiples, según la más excelente y más perfecta» [Ética a Nicómaco, I, 6, 1098 a 16-18].

De tal definición, que Aristóteles justifica y concreta a lo largo de su tratado, se puede ya sacar una primera conclusión: existe un fin último objetivo y único, que es la actividad de la virtud mejor y más perfecta.

2. Las virtudes

Ya que la felicidad ha sido definida como la actividad del alma según las virtudes, es preciso determinar ahora qué debe entenderse por virtud. La virtud (ἀρετή) es lo que añade perfección a una actividad. Del mismo modo que entre la actividad del músico y la del buen músico media la virtud, la perfección del oficio, entre el hombre y el hombre bueno y feliz media la virtud humana.

Virtud, por tanto, en su significado amplio, procedente de la tradición, implica perfección: es lo que permite cumplir acabadamente una actividad. Ahora bien, dado que en el actuar humano interviene el aspecto somático (vegetativo), el sensible y el racional, es posible distinguir la perfección, la virtud, correspondiente a cada una de tales funciones. De las tres, serán virtudes propiamente humanas sólo las de las dos últimas, pues únicamente en ellas hay una presencia propia del hombre, de su inteligencia y deseo. Las funciones sensitivas, siendo de por sí irracionales, pueden de algún modo participar en la razón, en cuanto pueden someterse a ella. El intelecto, independiente del cuerpo y característico de los hombres, es susceptible también de una perfección propia.

Por lo tanto, para Aristóteles hay dos tipos de virtudes humanas, unas éticas (ἠθική) o morales, que consisten en dominar las tendencias e impulsos irracionales, propios del alma sensitiva, y otras que corresponden a la parte racional, y que el Estagirita llama dianoéticas (διανοητική) o intelectuales [Ética a Nicómaco, II, 1, 1103 a 14-18].

a) Las virtudes éticas

Aristóteles distingue dentro del alma sensitiva las pasiones (πάθη), que son movimientos transitorios de la afectividad; las potencias (δυνάμεις), raíz activa de los actos humanos, y las disposiciones adquiridas o hábitos (ἕξεις), cualidades estables que otorgan al sujeto una facilidad para realizar ciertos actos. Los hábitos buenos son las virtudes, y los malos, los vicios. Las virtudes y los vicios no son pasiones porque éstas, que vienen dadas por la naturaleza, no son ni buenas ni malas; en cambio, los hábitos pueden ser buenos o malos, pues son perfecciones o imperfecciones de las potencias y se adquieren libremente con el ejercicio [Ética a Nicómaco, II, 4].

Según Aristóteles, las virtudes morales no son ni un efecto innato de la naturaleza ni algo contrario a ella: el hombre está predispuesto a adquirirlas, al repetir muchas veces un mismo acto. La naturaleza nos da más bien inclinaciones y potencias que luego nosotros debemos actualizar: «practicando la justicia nos hacemos justos, practicando la templanza, templados» [Ética a Nicómaco, II, 1, 1103 a 34-b 2].

El Estagirita señala que no puede darse la virtud moral cuando hay exceso o defecto; la virtud implica justa proporción, justo medio entre dos excesos. Sin embargo, no se trata tan sólo de un medio aritmético, cuantitativo, sino un justo medio relativo a nosotros. De esta manera, la virtud es determinada por dos aspectos: por un lado, por la objetiva bondad que encierra la obra en sí misma y, por otro, por las circunstancias diversas que se refieren al sujeto. Por ejemplo, respecto al comer habrá una cantidad excesiva y otra insuficiente. La virtud consiste precisamente en el justo medio entre los dos excesos, es decir, comer lo que para mí es justo, ni demasiado ni muy poco [Ética a Nicómaco, II, 6].

El justo medio, que cuantitativamente es algo intermedio, desde el punto de vista de la cualidad constituye un extremo. Por tanto, si consideramos el justo medio bajo su aspecto de bondad, hay una inversión: lo virtuoso que se ha definido como un medio aparece ahora como un extremo, como lo más elevado y excelente [Ética a Nicómaco, II, 6, 1107 a 5-8].

Para Aristóteles, la virtud ética está íntimamente ligada a la recta razón, pues ella señala el defecto y el exceso que se ha de evitar, para alcanzar el justo medio (μεσότης). A su vez, la recta razón se adquiere por la prudencia (φρόνησις), cuyo criterio o norma viene a coincidir con el juicio de un “varón sensato y experimentado” (φρόνιμος).

Por lo tanto, la virtud ética se puede definir como la justa medida que impone la razón a los sentimientos, acciones y pasiones, que sin el control de la razón tenderían hacia un extremo u otro. Las virtudes éticas son, pues, hábitos adquiridos voluntariamente, por la repetición de actos, y consisten en un justo medio, tal como los determinaría la recta razón de un varón prudente.

«Es, por tanto, la virtud un hábito electivo que consiste en un término medio relativo a nosotros, determinado por la razón, por la que decidiría el hombre prudente» [Ética a Nicómaco, II, 6, 1106 b 36-1107 a 1].

En las virtudes morales pueden distinguirse dos campos bien definidos:

a) respecto al propio sujeto, las que regulan la parte no específicamente racional del hombre son:

1) la fortaleza, que aleja al hombre de la cobardía y de la temeridad regulando el apetito irascible;

2) la templanza, que regula los placeres de los sentidos;

3) la modestia o pudor, que versa sobre las emociones;

b) respecto a sus semejantes, hay una multitud de virtudes que versan sobre la convivencia —liberalidad, veracidad, buen humor, amabilidad, etc.—y además encontramos la justicia y la equidad.

La virtud de la justicia tiene en Aristóteles un sentido muy preciso: es, por una parte, obediencia a la ley y, por otra, la relación de igualdad respecto a los demás hombres. Según el primer aspecto, lo justo es lo conforme a la ley; pero en la ley hay dos tipos de normas:

1) Las que tienen un origen natural y que en todas partes tienen los mismos efectos. Estas normas son inmutables y no dependen de las opiniones de los hombres. Se llaman normas de ley natural, porque tienen la misma estabilidad que las propiedades naturales. De modo gráfico las compara con el fuego, que «quema lo mismo en Grecia que en Persia» [Ética a Nicómaco, V, 10, 1134 b 27].

2) Las demás normas tienen su origen en el legislador humano y se hacen obligatorias una vez establecidas por la ley civil [Ética a Nicómaco, V, 10, 1134 b 18-1135 a 3].

En cuanto al segundo aspecto, Aristóteles dice que la igualdad debe presidir el orden de las relaciones humanas, pues hay que dar a cada uno lo que se le debe, pero teniendo en cuenta sus cualidades naturales, dignidad, funciones que ejerce; es decir, que no se trata de una igualdad aritmética, sino geométrica o proporcional.

De aquí su división de justicia distributiva y justicia conmutativa según corresponda a las relaciones del poder público con los ciudadanos o a las relaciones de los ciudadanos entre sí [Ética a Nicómaco, V, 3 y 4]. En resumen, la justicia es una virtud que regula la relación con los demás hombres y comprende:

1) La justicia natural basada en la ley natural;

2) la justicia civil fundada en las leyes civiles no escritas (costumbre) y escritas (justicia legal), que a su vez se subdivide en distributiva y conmutativa.

b) Las virtudes intelectuales

Aristóteles distingue diversas virtudes propias de la parte racional del alma humana, pues como la razón tiene dos funciones, conocimiento de las cosas necesarias e inmóviles y conocimiento de lo cambiante y contingente, habrá también dos virtudes correspondientes. La virtud propia de la razón práctica es la prudencia (φρόνησις), mientras que aquella de la razón teórica es la sabiduría (σοφία).

La sabiduría está en relación con las realidades más altas, y su ejercicio continuo, la contemplación, constituye como hemos visto la felicidad perfecta para Aristóteles.

La prudencia es la cualidad práctica del entendimiento por la que delibera correctamente en orden a obrar bien. La prudencia otorga al hombre el verdadero conocimiento ético, el saber con precisión en cada momento y circunstancias cómo debe obrar en vista a la felicidad. Su papel es, por tanto, decisivo para la conducta humana, aunque ella sola no basta para que ésta sea prudente: mejor dicho, el hombre necesita también haber adquirido las demás virtudes éticas para obrar rectamente. Si las virtudes éticas garantizan la rectitud del fin que el hombre determina para su vida, la prudencia orienta su actuar hacia tal fin; por eso, Aristóteles afirma que «no es posible ser verdaderamente virtuoso sin prudencia, ni ser prudente sin ser virtuoso» [Ética a Nicómaco, VI, 13, 1144 b 30-32].

3. El acto voluntario

En la descripción hecha hasta ahora de la ética aristotélica hemos destacado casi exclusivamente el elemento racional: la felicidad última es la actividad de la parte superior del alma racional y en las virtudes humanas, tanto éticas como dianoéticas, está presente también la razón. Sin embargo, esto no quiere decir que Aristóteles no dé cabida al elemento volitivo; es más, su ética debe entenderse como un intento consciente de superar el intelectualismo de sus predecesores, y aunque no llegará a expresar con toda precisión una teoría de la voluntad, tal doctrina no está sin embargo ausente de su obra [Hardie 1968: 178].

En este sentido, Aristóteles hace intervenir nuevos elementos, como la deliberación (βούλευσις), y la elección (προαίρεσις), además de presentar la voluntad (βούλησις) como deseo racional. ¿Cómo articular todos estos elementos en el acto humano virtuoso? La respuesta no está exenta de dificultades. De todos modos, una descripción genérica puede ser ésta: la voluntad, apetito iluminado por el entendimiento, es movida por el bien; éste sería el inicio del obrar humano. Además, el intelecto deberá deliberar sobre los medios necesarios para alcanzar dicho bien. A la deliberación racional de los medios le sigue la elección, «inteligencia deseosa o deseo inteligente» [Ética a Nicómaco, VI, 2, 1139 b 4-5], es decir, un acto en el que está presente tanto la inteligencia como la voluntad.

Ahora bien, ¿qué da al hombre la certeza de la bondad de su actuar?, ¿cómo asegurar que el bien querido por la voluntad y los medios concretos para ponerlo en práctica son objetivamente buenos? La rectitud moral, según Aristóteles, depende de la virtud:

«De un modo absoluto y en verdad es objeto de la voluntad el bien, pero para cada uno lo que le aparece como tal. Así para el hombre bueno lo que en verdad lo es; para el malo cualquier cosa […] El bueno, efectivamente, juzga bien todas las cosas y en todas ellas se le muestra la verdad» [Ética a Nicómaco, III, 6, 1113 a 23-31].

En estas palabras se ha visto una especie de círculo vicioso, pues para ser bueno debo querer fines buenos, pero no podré querer tales fines si no soy ya bueno. Sin embargo, tal círculo no existe si se tiene en cuenta que si bien la bondad del carácter y la voluntad buena no son independientes —no pueden darse una sin la otra—, es el hombre quien debe poco a poco construirlas mediante sus actuaciones concretas y libres, en las que intervienen tanto la razón como la voluntad, la deliberación y la elección.

«El fin no aparece por naturaleza a cada uno de tal o cual manera, sino que en parte depende de él […] En efecto, somos en cierto modo causa de nuestros hábitos, y por ser como somos nos proponemos un fin determinado» [Ética a Nicómaco, III, 7, 1114 b 16-25].

De manera que ya que cada uno es causa de su propio carácter ético, de sus hábitos buenos o malos, también es responsable de la determinación de su propio fin. Y esa determinación del fin, actualizada en cada una de nuestras acciones, se hace presente también en la deliberación y en la elección de los medios [Ética a Nicómaco, VI, 2, 1139 a 30; VI, 12, 1144 a 20; Aubenque 1976: 106].

Aristóteles no presenta una doctrina sistemática de la voluntad y menos aún de la libertad, pero sí da los elementos suficientes para hacer entender que tal doctrina está presente, al menos de un modo germinal, en sus éticas. Por otra parte, como ya se ha señalado, la finalidad y el objeto de este saber, otorgan a los tratados éticos de Aristóteles unas características peculiares, distintas de las de los tratados teóricos:

«Por consiguiente, hablando de cosas de esta índole y con tales puntos de partida, hemos de darnos por contentos con mostrar la verdad de un modo tosco y esquemático; hablando sólo de lo que ocurre generalmente y partiendo de tales datos, basta con llegar a conclusiones semejantes. Del mismo modo se ha de aceptar cuanto aquí digamos: porque es propio del hombre instruido buscar la exactitud en cada género de conocimientos en la medida en que la admite la naturaleza del asunto» [Ética a Nicómaco, I, 1, 1094 b 19-25].

Llegados a este punto, y a modo de síntesis, parece oportuno volver a la definición aristotélica de felicidad para comprender mejor su alcance y resolver algunos problemas. De cuanto se ha dicho, parece claro que para Aristóteles la felicidad consiste en el ejercicio de la virtud perfecta, la σοφία, esto es la actividad teórica, contemplativa. Y, sin embargo, ello no quiere decir que tal actividad, sea el fin exclusivo de la vida humana y excluyente de cualquier otro valor. Es el fin más alto que el hombre puede alcanzar, pero junto a él, otras muchas actividades tienen también carácter eudaimónico y son capaces de otorgar —aunque en grado inferior— la felicidad; son las actividades que proceden de las virtudes éticas. Además, tales actividades conservan, en cierta medida, su carácter final, es decir, no deben ser entendidas exclusivamente como medios para alcanzar la contemplación. La contemplación seguramente exige el ejercicio de las virtudes morales, pero las virtudes morales no se adquieren, ni se entienden, como medios para la contemplación. No son, pues, dos posibilidades contrapuestas o disyuntivas de entender la felicidad, sino complementarias.

La felicidad, en su sentido pleno, será la vida según la virtud total, esto es, la virtud más perfecta que incluirá implícitamente como su condición lo que es menos perfecto; pero lo menos perfecto, por ser también en sí mismo perfecto es en cierto modo, secundariamente —δεύτερος— eudaimónico. En este sentido pueden entenderse las afirmaciones del Estagirita:

«Tal vida (contemplativa), sin embargo, sería demasiado excelente para el hombre. En cuanto hombre, en efecto, no vivirá de esta manera, sino en cuanto hay en él algo divino, y en la medida en que ese algo es superior al compuesto humano, en esa medida lo es también su actividad a la de las otras virtudes. Si, por tanto, la inteligencia (νοῦς) es divina respecto del hombre, también la vida según ella es divina respecto a la vida humana. Pero no hemos de tener, como algunos nos aconsejan, pensamientos humanos, puesto que somos hombres, ni mortales, puesto que somos mortales, sino en la medida de lo posible inmortalizarnos y hacer todo lo que está a nuestro alcance por vivir de acuerdo con lo más excelente que hay en nosotros; en efecto, aun cuando es pequeño en volumen, excede con mucho a todo lo demás en potencia y dignidad» [Ética a Nicómaco, X, 7, 1177 b 27-1178 a 2; cfr. Ética a Eudemo, VIII, 3].

Lo que para Aristóteles realiza con rigor en la vida de los hombres la razón de fin, es la actividad virtuosa; sólo ella tiene un valor objetivo y absoluto, es en sí misma buena y placentera; y la vida del hombre virtuoso es presentada como canon y medida del obrar humano.

Aristóteles manifiesta en este punto su profunda agudeza, al penetrar en la rica complejidad de la verdad práctica, que no puede quedar reducida —aunque no prescinda de ellas— a proposiciones prescriptivas, a un código moral cuya sola observación garantice la rectitud de la vida. La vida humana sólo puede ser medida por su fin, la vida virtuosa, la vida plenamente lograda, pero ésta no se realiza más que en la vida vivida, de ahí la dificultad aristotélica en precisar ulteriormente la felicidad, el bien vivir humano. Con todo, Aristóteles no deja de señalar que entre las virtudes existe una jerarquía, una ordenación de todas a la actividad contemplativa. De este modo Aristóteles indica el límite último, la perfección máxima que en su opinión el hombre puede lograr y a la que toda otra perfección, cualquier otra actividad, deberá orientarse.

4. Política

Al final de la Ética a Nicómaco Aristóteles introduce el estudio de la Política, tratado de ocho libros que analiza la naturaleza de la ciudad, los diversos tipos de regímenes políticos —rectos o desviados— y el mejor régimen posible.

Los ocho libros de la Política no constituyen un tratado perfectamente ordenado. Probablemente, su actual composición, que parece incompleta, responde a la fusión de diversos cursos de Aristóteles sobre filosofía política. La finalidad de estas lecciones es evidentemente práctica y posiblemente estaban dirigidas a la formación de futuros legisladores, aquellos que deberían ocuparse de elaborar la constitución de alguna nueva colonia o, con más probabilidad, de preservar y en su caso mejorar la constitución de la propia ciudad. Aristóteles no pretende, como Platón en la República, teorizar sólo sobre la mejor constitución posible sino, sobre todo, sobre la constitución más conveniente para las concretas circunstancias de cada ciudad. Sin embargo, antes de estudiar los principales tipos de constituciones, Aristóteles se detiene en algunas consideraciones más generales sobre la génesis, la naturaleza y el fin de la ciudad, así como sobre la naturaleza y la finalidad de la actividad política [Bodéüs 2010].

Son bien conocidas las afirmaciones de Aristóteles sobre la condición política del hombre y sobre el carácter natural de la ciudad:

«De todo esto es evidente que la ciudad es una de las cosas naturales, y que el hombre es por naturaleza una animal social (πολιτικὸν ζῷον), y que el insocial por naturaleza y no por azar es o un ser inferior o un ser superior al hombre. […] La razón por la cual el hombre es un ser social, más que cualquier abeja y que cualquier animal gregario, es evidente: la naturaleza, como decimos, no hace nada en vano, y el hombre es el único animal que tiene palabra. […] Y esto es lo propio del hombre frente a los demás animales: poseer, él sólo, el sentido del bien y del mal, de lo justo y de lo injusto, y de los demás valores, y la participación comunitaria de estas cosas constituye la casa y la ciudad» [Política I, 2, 1253 a 1-18].

El hombre, en efecto, de modo natural constituye la casa, οἰκία, comunidad que comprende la familia en sentido amplio, incluyendo a cuantos en ella trabajan —los esclavos— a las órdenes del señor. De la unión de varias casas surge la aldea (κώμη), y de la agrupación de aldeas la ciudad (πόλις). Cada una de estas comunidades se distingue no sólo por el número de sus componentes, sino por su diversa estructura en razón de su distinta finalidad. El fin de la casa sería solventar las necesidades cotidianas de sus habitantes, y su gobierno corresponde al padre de familia, el señor, que manda de modo diverso sobre su mujer e hijos que sobre sus esclavos. La aldea surge para satisfacer necesidades no cotidianas, es decir el comercio de bienes entre las casas que la componen; su gobierno correspondería a la autoridad que todos reconocen en el jefe del clan.

«La comunidad perfecta de varias aldeas es la ciudad, que tiene ya, por así decirlo, el nivel más alto de autosuficiencia, que nació a causa de las necesidades de la vida, pero subsiste para el bien vivir» [Política I, 2, 1252 b 27-30].

La finalidad de la ciudad es, por tanto, poner a sus ciudadanos en condiciones de vivir bien, de lograr la felicidad. La ciudad es para Aristóteles la comunidad soberana pues incluye a las demás sin ser una parte de una comunidad política mayor; Aristóteles no toma en consideración, o más bien rechaza, la conveniencia de comunidades políticas superiores. La ciudad no es, por tanto, ni una familia ni una aldea de dimensiones mayores. La ciudad es una comunidad específica que requiere una específica organización política, una forma de gobierno, una constitución, que le otorgue su propia identidad. Precisamente a causa de su fin, Aristóteles entiende que el saber propio del político, la política, y su ejercicio, el gobierno, deben estar en relación con la praxis (πράξις), o sea con la conducta de los ciudadanos, más que con su actividad productiva (ποίησις). Es decir, el político debe gobernar en vista de la buena conducta de los ciudadanos, su felicidad, y sólo de modo subordinado deberá ocuparse también de su actividad productiva [Ética Eudemia VII, 2, 1236 b 39-1237 a 3]. La política no puede, en consecuencia, reducirse a una técnica (τέχνη) sino que debe ser reconducida al saber prudencial, a la φρόνησις. En la Ética a Nicómaco Aristóteles habla de una prudencia política y de una prudencia legislativa [VI, 8, 1141 b 24-26], que no se ocuparían tanto de la propia vida como de las leyes y del gobierno de la ciudad. Parece evidente que la adquisición de esta virtud requiere, a diferencia de la prudencia normal, una experiencia y unos conocimientos particulares que exceden el contenido de la reflexión ética. Precisamente ése sería el motivo que movió a Aristóteles a escribir este tratado.

La política tiene como fin, en efecto, ordenar con sus leyes la actividad de los ciudadanos consiguiendo que las relaciones entre ellos sean justas. El fin del gobierno es la justicia, y la justicia es para Aristóteles no sólo una virtud, sino la virtud completa, en cuanto su efectiva realización requiere la adquisición y el ejercicio de todas las virtudes morales [Ética a Nicómaco V, 3, 1129 b 25-1130 a 13]. En cierto modo el camino que permite el logro de la felicidad de los ciudadanos pasa a través de la justicia y éste es el criterio determinante del buen gobierno y de la recta constitución.

Un buen régimen político es un régimen justo, así como el buen político es aquel que gobierna en vista de la justicia de la ciudad, del bien de los ciudadanos, y no del propio beneficio. Para Aristóteles, en principio no tendría importancia que el gobierno estuviera en manos de una sola persona —monarquía (μοναρχία)—, de un grupo —aristocracia (ἀριστοκρατία)— o de muchas personas —república (πολιτεία)—. En estos tres casos estaríamos ante tres regímenes rectos fundados sobre la virtud (φρόνησις) bien de una sola persona, el rey, o de un grupo menor o mayor de personas. Tales regímenes rectos no son, sin embargo, frecuentes. Normalmente, como enseña la historia, las ciudades son gobernadas por regímenes más o menos desviados: tiranías (τυραννία) —degradación de la monarquía—, oligarquías (ὀλιγαρχἰα) o democracias (δεμοκρατία), degeneraciones de la aristocracia o de la república.

La razón de la degeneración de cada uno de estos regímenes es, en última instancia, la sustitución del fin recto, la justicia, el bien de los ciudadanos, por el interés de los gobernantes. El tirano miraría a satisfacer su propio placer, los oligarcas a acumular riquezas, mientras que la democracia tendría como finalidad no la justicia, sino asegurar la igual libertad de todos los ciudadanos. Aristóteles esboza el posible paso de la monarquía a la aristocracia y sucesivamente, a causa del olvido de la virtud, a la oligarquía, a la tiranía y finalmente a la democracia [Política III, 15, 1286 b 8-22].

Aristóteles es consciente de la dificultad de fundar sobre la virtud la vida política de la ciudad. Quizá esto fue posible en los orígenes de la vida política, en las antiguas monarquías o aristocracias, en las que cabía imaginar la presencia de un gobernante «que fuera como un dios entre los hombres» [Política III, 13, 1284 a 10-11] o de un grupo de personas virtuosas. Lo normal, sin embargo, es que la mayoría de las constituciones de las ciudades, incluso aquellas consideradas mejores —las de Esparta, Creta o Cartago— contengan elementos desviados.

Antes de continuar con el examen de las constituciones es necesario recordar las mejores circunstancias sobre las que, según Aristóteles, debería fundarse una ciudad. Para asegurar el buen gobierno de una ciudad sería necesario, en efecto, que ésta tuviera una extensión limitada, suficiente para asegurar su autarquía, y que fuera también limitada su población, permitiendo el conocimiento mutuo de sus habitantes y el establecimiento entre ellos de la amistad política [Ética a Nicómaco VIII, 11-13; IX, 6]. El clima debería ser también adecuado, ni muy caluroso ni muy frío, la tierra fértil y la población naturalmente inclinada a la virtud. Sin tales condiciones —difícilmente presentes en la mayoría de las ciudades— la mejor constitución posible sería irrealizable.

Debe también tenerse en cuenta que no todos los habitantes de la πόλις son ciudadanos de pleno derecho, capaces de participar en el gobierno de la ciudad; además de las mujeres y de los niños, que no son plenamente ciudadanos, también los esclavos quedan excluidos de la ciudadanía. Aristóteles, como es sabido, justifica en la Política la esclavitud natural y lo hace por considerar que algunos hombres carecen de aquella capacidad —deliberación— que les permitiría gobernar sus propias vidas. Por eso, de modo análogo a las mujeres y a los niños, el bien de tales sujetos requeriría la obediencia a quienes pueden ejercitar tal capacidad. «Y en todos ellos existen las partes del alma, pero existen de diferente manera: el esclavo no tiene en absoluto la facultad deliberativa; la mujer la tiene, pero sin autoridad; y el niño la tiene, pero imperfecta» [Política I, 13, 1260 a 10-14]. La esclavitud natural debería estar reservada a las personas de ánimo servil, a las que Aristóteles no niega la posibilidad, mediante la educación, de desarrollar la capacidad que les permitan en un futuro adquirir el señorío sobre sus vidas y alcanzar, también jurídicamente, la libertad [Política VI, 1, 1330 a 32-33]. Sin pretender disculpar a Aristóteles por sus afirmaciones sobre la esclavitud y la condición de la mujer, éstas deben ser entendidas en su contexto cultural e histórico y, sobre todo, comprender que su motivación última más que en prejuicios de raza o de sexo —también presentes— descansa en lo que él considera —por condiciones climáticas, constitución somática y ausencia de educación— incapacidad de obrar libremente, esto es deliberar y decidir.

El realismo de Aristóteles en la Política se manifiesta en su intención de ocuparse no sólo de la mejor constitución posible —que como se ha visto difícilmente pueda lograrse— sino, sobre todo, de señalar los modos de preservar las constituciones ya existentes procurando, en la medida de lo posible, limar aquellos elementos que causan su desviación respecto a las constituciones rectas [Política IV, 1, 1288 b 21-39]. La radicalización, al contrario, de los elementos desviados provocaría un cambio de régimen con consecuencias muchas veces peores para los ciudadanos. Esto significa considerar que tanto la tiranía, la oligarquía y la democracia admiten distintas posibilidades de realizarse, configurándose como regímenes más o menos desviados, más o menos cercanos a los regímenes rectos. Es, en efecto, la falta de prudencia del tirano, sus excesos, como los excesos de los oligarcas o de la masa, lo que mueve a la rebelión. El buen político debería, al contrario, legislar de tal modo que la tiranía presente se pareciera lo más posible a la monarquía, la oligarquía a la aristocracia y la democracia a la república. Para Aristóteles el buen político no es quien busca agrandar los defectos de un régimen injusto para poder abolirlo, sino aquél que logra la persistencia del régimen desviado reconduciéndolo a través de las leyes a parecerse lo más posible a alguno de los regímenes justos.

Aunque hoy día pueda resultar extraño, la democracia es para Aristóteles uno de los regímenes desviados, si bien el menos malo de ellos. De hecho la constitución que Aristóteles considera mejor para la mayor parte de las ciudades, la república (πολιτεία) sería el resultado de mezclar algunas características de la democracia con otras de la oligarquía [Política IV, 9, 1294 b 13-16]. Paradójicamente Aristóteles promueve como el mejor régimen político, uno procedente de dos regímenes desviados. La desviación de la democracia, la democracia extrema, consistiría en no mirar al bien de todos, a la justicia distributiva, sino al bien de la mayoría que, en muchos casos, coincidiría con los menos capaces, aquellos privados no sólo de riqueza sino también de instrucción y de virtud. Su única finalidad sería garantizar la igualdad de todos, poniendo el gobierno en manos de quien no está preparado para ejercerlo.

En cierto modo lo propio de cada constitución consiste en el acceso al poder de uno sólo, unos pocos o todos. Los sistemas de alternancia en los cargos públicos —magistrados, estrategas y asamblea legislativa— pueden ser distintos según el modo de acceso a tales cargos —por sorteo o por elección— y según la delimitación de quienes tendrían acceso al poder —uno solo, unos pocos, todos— y de quienes, en el caso de elección, tendrían derecho de elegir.

Al final de la Ética a Nicómaco Aristóteles advertía de la importancia de la educación para la vida política de la ciudad, y acusaba a los políticos de no prestarle suficiente atención [X, 10, 1180 a 14-33]. El último libro de la Política se ocupa precisamente de la educación, que debería adaptarse a cada uno de los diversos regímenes políticos, ser común para todos los ciudadanos y mirar, sobre todo, a la virtud. El libro contiene sin embargo sólo un programa parcial, incompleto, dirigido a la educación tanto del alma —gramática, música— como del cuerpo —gimnasia— de los jóvenes ciudadanos.

VIII. Poética y Retórica

La Poética es un tratado compuesto de 26 capítulos en los que Aristóteles se propone hablar «del arte poético en sí mismo y de sus formas, de la potencialidad que posee cada una de ellas, y de qué modo se han de componer las tramas (μύθος) para que la composición poética resulte bella» [Poética 1, 1447 a 8-10]. La sucesión de los capítulos del tratado responden en buena parte a este programa. En los cinco primeros capítulos se habla de la poesía en general, en oposición a sus formas, esto es los géneros literarios entonces conocidos: poesía ditirámbica, epopeya, tragedia y comedia. De tales géneros, en particular de la tragedia, hablan los capítulos sucesivos incluyendo, además, consideraciones importantes sobre la composición de las tramas y sobre las partes de la obra poética: elocución (λέξις), pensamiento (διάνοια) y, referido a la tragedia, los caracteres (ἤθη), la música (μελοποιία) y el espectáculo (ὄψις). Los capítulos dedicados a la elocución y al pensamiento presentan consideraciones de carácter más general, aplicables a toda obra literaria y en directa relación con lo estudiado en la Retórica. Sólo en los cuatro últimos capítulos Aristóteles se ocupa de la epopeya.

Si éste es, a grandes líneas, el contenido de la Poética lo que no resulta claro es la intención de Aristóteles al escribir el tratado. Ateniéndonos a la distinción de saberes de Metafísica VI, 1 —teóricos, prácticos y productivos— la Poética parecería ser la mejor expresión de un tratado poiético, esto es la reflexión sobre un arte cuya finalidad no es otra que producir (ποιείν) un resultado, una obra, bien sea una tragedia, una epopeya o una comedia. Sin embargo, la caracterización exclusiva del tratado como obra poiética implicaría entender que la intención de Aristóteles sería ofrecer una especie de guía práctica a quien pretendiera escribir una obra literaria. No faltan, es verdad, consideraciones de tipo prescriptivo sobre la estructura técnica, por ejemplo, de la tragedia, pero en general el tenor de la Poética es más reflexivo, más teórico que práctico, destinado a formar sobre todo el espíritu crítico del espectador o lector que no el arte del escritor. Pero, además, las consideraciones generales sobre la poesía, y aquellas particulares sobre la tragedia, acercan de modo sorprendente la poesía a la praxis, el arte a la vida, obligando a revisar una interpretación quizá excesivamente rígida de la distinción entre los saberes. En cierto modo en este punto se juega el alcance filosófico de la Poética. Si fuera un simple manual poiético, una guía técnica para uso de aspirantes artistas, su relevancia al interno del corpus aristotélico sería completamente secundaria; si, al contrario, la reflexión aristotélica sobre la poesía mira a resaltar su dimensión cognoscitiva y su peculiar importancia para la praxis humana, entonces resultaría claro su significado filosófico. Y esto último es lo que efectivamente sucede realizándose un peculiarísimo entrelazamiento entre teoría, acción y producción [Guastini 2010].

Aristóteles no duda en señalar la naturaleza mimética de la poesía sin que ello signifique, como para Platón, comprometer su valor. Toda obra poética es imitación (μίμησις) y tiene su origen en la disposición natural de los hombres a imitar.

«Parecen haber dado origen a la poética fundamentalmente dos causas, y ambas naturales. El imitar, en efecto, es connatural al hombre desde su niñez, y se diferencia de los demás animales en que es muy inclinado a la imitación y por la imitación adquiere sus primeros conocimientos, y también el que todos disfruten con obras de imitación» [Poética 4, 1448 b 4-9].

La perspectiva mimética desde la que Aristóteles entiende la poesía y, más en general el arte y el placer que éste genera, parece ajena a su valoración estética y estar ligada, en cambio, sobre todo a su dimensión cognoscitiva. Esto lleva a pensar que la imitación propia de la poesía no deba quedar reducida a una simple reproducción icónica, a una superficial copia de los fenómenos, de las apariencias. No es tarea de la poesía reproducir lo ya conocido tal y como es conocido, sino presentar semejanzas que puedan provocar el placer del reconocimiento.

Todo esto resulta más claro en el análisis que Aristóteles hace de la tragedia.

«Es así, la tragedia imitación de una acción elevada y perfecta, de una determinada extensión, con un lenguaje diversamente ornado en cada parte, por medio de la acción y no de la narración, que conduce, a través de la compasión y del temor a la purificación de estas pasiones» [Poética 6, 1449 b 24-28].

Lo propio de la tragedia es, pues, la imitación de la acción humana, «de la vida, de la felicidad y de la desdicha» [Poética 6, 1450 a 17]. La tragedia no imita sucesos o hechos históricos, sino acciones que podrían verosímilmente suceder. Por eso para Aristóteles el corazón de la tragedia, su principio y su alma [Poética 6, 1450 a 40], es la trama —el μύθος—, mientras que los demás elementos resultan secundarios. A través de la trama el poeta (ποιητές) presenta lo que constituye la forma misma de la acción, de la vida humana, sin necesidad de narrar simplemente hechos que han sucedido. Precisamente porque el poeta se refiere a «lo que podría suceder y los acontecimientos posibles, de acuerdo con la probabilidad o la necesidad» [Poética 9, 1451 a 37-38], su trama se separa de la particularidad de los hechos, de la realidad empírica inmediata, alcanzando una dimensión universal, un superior nivel de verdad. «Por eso, la poesía es algo más filosófico y serio que la historia; la una se refiere a lo universal, la otra a lo particular» [Poética 9, 1451 b 5-7].

El argumento de la tragedia es algo particular, pero su fin es la representación de un universal. La representación de una realidad particular, de una acción, es la vía para representar verdades universales. Ésta es la importancia de la tragedia y su dimensión filosófica. La tragedia imita la vida, el actuar humano, y tiene por ello particular capacidad para expresar contenidos y verdades éticas; la tragedia es la imitación de una acción cumplida en la que se representa, según las leyes de la verosimilitud y de la necesidad, el inicio, el desarrollo y el fin de la acción humana. La sucesión no es, obviamente, sólo cronológica, sino casual y debe por ello respetar el sentido interno de la acción, su propia unidad, que no es solamente ni principalmente temporal. De este modo la tragedia presenta aquello que la vida y las acciones reales no pueden presentar, es decir, permite ver de modo sintético la unidad de la vida y de la acción humana. Se podría decir que es la representación máximamente racional del vivir humano. La tragedia representa, pone ante los ojos, aquello que en la vida y en el actuar hay de universal y necesario. De este modo el poeta permite con sus invenciones la contemplación teórica de algo eminentemente práctico. Por eso la tragedia satisface el deseo natural de conocer y genera un particular placer.

En su definición de la tragedia Aristóteles introduce la catarsis (κάθαρσις) —la purificación de las pasiones— como su efecto propio, como su placer específico.

«No se debe buscar en la tragedia un placer cualquiera sino sólo el que le es propio. Y, puesto que el poeta debe producir, por medio de la imitación, el placer que surge de la compasión y del miedo, es evidente que ello se ha de lograr en los acontecimientos mismos» [Poética 14, 1453 b 10-12].

El efecto de la tragedia es para Aristóteles positivo. Ésta no conduce, como pensaba Platón, a engaño, no aleja de la verdad, sino que al contrario permite purificar el ánimo del espectador, esto es aclarar e iluminar sus propias pasiones, elevarlas a un mayor nivel de conocimiento. De algún modo en la tragedia se hace presente el error (ἁμαρτία), el déficit de prudencia que ha llevado al desenlace desgraciado. De esta manera el espectador puede percibir algo de sí mismo y aprender a orientar mejor su propia existencia.

La Poética de Aristóteles ha sido un punto de referencia constante en la sucesiva reflexión sobre el arte y sobre la estética. Sin embargo, como se ha intentado señalar, para Aristóteles el valor de la poesía no residía en su belleza formal, en el placer estético que generaban sus obras, sino en su capacidad de hacer presente la verdad, dimensión para Aristóteles fuertemente ligada a la belleza y capaz de producir auténtico placer.

La Retórica de Aristóteles presenta algunas semejanzas con la Poética. En primer lugar porque se trata de otro tratado poiético, es decir una reflexión sobre el arte de construir discursos persuasivos. Su dimensión práctica es, sin embargo, más clara que la de la Poética. Aquí la intención de Aristóteles no parece otra que ayudar a formar buenos oradores, capaces de pronunciar en público el discurso adecuado en los tres ámbitos que señala: en la asamblea política, discursos deliberativos (συμβουλευτικός); ante el tribunal, discursos judiciarios (δικανικός); y en la alabanza o vituperio de algún hecho o personaje, discursos epidícticos (ἐπιδεικτικός) [Retórica I, 3, 1358 b 7-8]. Sin embargo en los últimos años, después de un período en el que la retórica había sido despreciada precisamente por su intención persuasiva y su falta de rigor demostrativo, los estudiosos han atribuido al tratado aristotélico una nueva dignidad a causa de la dimensión filosófica que se esconde en la peculiar racionalidad que Aristóteles propone. Aristóteles, en efecto, no pretende enseñar una técnica oratoria que, al estilo de los sofistas, pueda ponerse al servicio de cualquier fin. Aristóteles entiende la retórica como la expresión de un razonamiento realizado sobre cuestiones altamente variables, en un contexto y ante un público en cada caso diverso, de modo que, como sucede en el razonamiento práctico, no resulta posible establecer una serie de reglas lógicas que puedan ser aplicadas automáticamente. Con la ayuda de la técnica retórica, el orador tendrá que demostrar su capacidad práctica para captar el razonamiento más adecuado en cada ocasión particular, dando a los oyentes la motivación suficiente para que acepten o al menos consideren su propuesta.

Pero además la Retórica está ligada a la Poética en cuanto desarrolla y completa una de sus partes: la elocución, estudiada parcialmente en los capítulos 20 a 22 de esta obra. Además, la Poética misma reenvía explícitamente a lo expuesto en la Retórica al tratar de una de las partes de la tragedia, el pensamiento: «de las cuestiones relativas al pensamiento, se trate en la Retórica, pues tal argumento es más propio de esa investigación» [Poética 19, 1456 a 34-35].

Los dos primeros libros de la Retórica se ocupan de analizar los medios persuasivos (πίστεις) del discurso, es decir los recursos que otorgan al discurso su carácter convincente: «unos residen en el carácter del que habla, otros en poner en cierta disposición al oyente, otros en el mismo argumento, por lo que demuestra o parece demostrar» [Retórica I, 2, 1356 a 2-4]. Del pensamiento o argumento (λόγος) se ocupa el libro I y los capítulos 18 a 26 del segundo; del carácter moral del orador (ἤθος) el primer capítulo y los capítulos 12-17 del libro segundo; las pasiones del alma humana (πάθη), que el orador debe conocer y ser capaz de suscitar de modo oportuno son descritas en los primeros once capítulos del segundo libro. El tercer libro estudia la elocución (λέξις) y la acción oratoria (ὑπόκρισις) esto es el modo de articular el discurso, «porque no basta saber lo que hay que decir, sino que es necesario también dominar cómo hay que decirlo, lo cual tiene mucha importancia para que el discurso parezca apropiado» [Retórica III, 1, 1403 b 16-18].

Aristóteles inicia su tratado con estas palabras: «la retórica es correlativa de la dialéctica» [Retórica I, 1, 1354 a 1], dando a entender que se trata de un arte que perfecciona una capacidad natural, la que el hombre tiene de conocer la verdad. Al igual que la dialéctica, la retórica, aun cuando Aristóteles la limita a los tres géneros de discursos señalados, sería un arte útil para articular discursos persuasivos sobre cualquier argumento [Retórica I, 2, 1355 b 31-34]; y como en el caso de la dialéctica su punto de partida no serán proposiciones necesarias sino opiniones notables (ἔνδοξα) [Retórica I, 2, 1357 a 22-33]. Esto quiere decir que su ámbito propio no será el de la demostración científica —es decir, lo necesario— sino todo aquello que puede ser de otro modo, o sea, todo aquello que pertenece a la conducta humana, «cosas sobre las que deliberamos y sobre las que no existe un arte específico» [Retórica I, 2, 1357 a 2]. En efecto, en los juicios se examina si una determinada acción ha sido justa o injusta; en las asambleas deliberativas se decide sobre lo más conveniente para el futuro de la ciudad: «sobre los ingresos fiscales, sobre la guerra y la paz, sobre la custodia del país, de las importaciones y exportaciones y sobre la legislación» [Retórica I, 4, 1359 b 21-23]; en los discursos epidícticos se alaba o reprocha la conducta de una determinada persona [Retórica I, 3, 1358 b 13-29].

Ciñéndose a estos tres tipos de cuestiones, es evidente que el orador, además de la técnica propia del discurso, deberá estar provisto de un buen bagaje de opiniones notables sobre cuestiones políticas y éticas, que le permitan hablar ante la asamblea deliberativa; sobre la justicia, para hablar ante los tribunales; y sobre la virtud, para elaborar discursos epidícticos. Por este motivo el primer libro de la Retórica dedica algún espacio a la felicidad y sus partes, a las diversas formas de gobierno, a la justicia y a la virtud. Esto no significa, sin embargo, que el orador deba ser experto en cada uno de estos saberes.

El elemento mayormente persuasivo del discurso es, sin duda, la argumentación, el razonamiento, al que Aristóteles añade el talante moral del orador, que hace de él persona merecedora de crédito, y su capacidad de mover las pasiones del público del modo en que las circunstancias de cada caso lo requieran.

La capacidad argumentativa del orador debe amoldarse, sin embargo, a las peculiaridades propias del discurso público. No sería oportuna, por ejemplo, una argumentación tan prolija y detallada que al público le resultara difícil seguir. Por este motivo el razonamiento propio del discurso retórico, aunque se asemeje al razonamiento dialéctico, se distingue de éste; Aristóteles lo denomina entimema (ἐνθύμημα). Se tratará siempre de un silogismo que parte de opiniones notables pero que no puede perder de vista el contexto en el que se propone. Algunos intérpretes lo entienden como un verdadero silogismo dialéctico, pero formulado de modo abreviado, en cuanto el orador omite articularlo completamente, dejando a los oyentes la comprensión de todos los pasos, implícitos y en cierto modo evidentes, o incluso de la conclusión. Otros intérpretes consideran que la peculiaridad del entimema en cuanto silogismo no depende de las premisas de las que parte ni de la economía de su formulación, sino de la conexión sólo probable entre las premisas y la conclusión, de modo que la retórica admitiría razonamientos que desde un punto de vista lógico no serían concluyentes. Si así fuera, el orador no pretendería dar una razón ni necesaria ni suficiente para que el público acoja su propuesta, sino simplemente dar al público un motivo que lo persuada de que su propuesta merece ser tenida en cuenta.

Si el entimema en la retórica es comparable al silogismo en la dialéctica, la función del ejemplo es comparable a la de la inducción, «pues el ejemplo es una inducción, el entimema es un silogismo» [Retórica I, 2, 1356 b 2-3]. La diferencia entre entimema y ejemplo parece pues clara y es semejante a la establecida en los Tópicos entre el silogismo y la inducción: «y mostrar por muchas cosas y semejantes que es de tal manera, es allí inducción y aquí ejemplo; y que dadas ciertas proposiciones, otra de ellas resulte a su lado por existir ellas absolutamente o en la mayor parte de los casos, se llama allí silogismo, aquí entimema» [Retórica I, 2, 1356 b 14-18].

Siendo las opiniones notables el punto de partida del entimema, Aristóteles dedica bastante espacio a señalar sus τόποι propios, es decir, los lugares comunes que ayudan a identificar las opiniones más oportunas para fundar cada argumentación. Cuáles sean las opiniones más convenientes dependerá, obviamente, del género de discurso de que se trate y, en este sentido, estarán relacionadas con la felicidad, la política, la justicia o la virtud.

En el tercer libro, dedicado a la dicción y a la acción, Aristóteles trata de todo lo relativo al modo de pronunciar el discurso y a su composición según su género: elección de las palabras, cuidado del estilo, composición y articulación de los períodos, uso de imágenes y de metáforas, etc. De todas las cuestiones tratadas hay una particularmente interesante por su alcance filosófico, y que se encuentra también presente en la Poética: el uso de la metáfora y su capacidad de poner ante los ojos algunos aspectos de la realidad. Efectivamente en este punto Aristóteles manifiesta que si la retórica mira a persuadir, el mejor modo de hacerlo es precisamente provocar en quien escucha el ejercicio de la razón y el placer del reconocimiento, pues ni la metáfora ni el entimema se limitan a mostrar lo evidente ni a deducir conclusiones de opiniones ya sabidas. Los entimemas mejores, como las mejores metáforas, son precisamente aquellos que producen una enseñanza, que permiten conocer mejor, porque ponen ante los ojos (πρὸ ὀμμάτων) un determinado aspecto de la realidad antes desconocido [Retórica III, 10, 1410 b 20-28]. Y la capacidad de encontrar buenas metáforas, como la de construir buenos entimemas, no se aprende por enseñanza ni se reduce a simple capacidad técnica; Aristóteles la relaciona con la capacidad propia del filósofo de captar lo semejante entre realidades a primera vista muy distantes [Retórica III, 11, 1412 a 11-13].

IX. El pensamiento aristotélico en la historia

Puede decirse que el influjo de la doctrina aristotélica ha tenido un alcance histórico único. Un rápido repaso de la historia del pensamiento occidental posterior a Aristóteles es suficiente para darse cuenta de que su filosofía ha estado siempre presente. Paradójicamente, en los años inmediatos a su muerte, a causa de la extraña suerte que corrieron sus escritos, su pensamiento no encontró un gran eco. En la antigüedad tardía el pensamiento dominante es de matriz platónica y la influencia de Aristóteles se limita a algunos aspectos —sobre todo la lógica— de su pensamiento. Sin embargo, la aparición de los primeros comentadores de sus obras, precisamente en ese mismo periodo, primero en el mundo griego-romano y sucesivamente en al mundo árabe, permitirá el renacimiento del aristotelismo. Es sobre todo a fines del siglo XII, con la traducción al latín de sus obras, cuando el pensamiento de Aristóteles pasa a ocupar un primer plano. Con la escolástica Aristóteles se convierte, después de fuertes debates y controversias en las nacientes universidades europeas, en autoridad indiscutible, el Filósofo y, como escribe Dante en su comedia, «il maestro di color che sanno» (“El maestro de los sabios”) [Inferno, IV 131]. En los siglos posteriores, en particular a partir del siglo XVI, fue surgiendo un nuevo modo de entender la ciencia y la filosofía en abierta oposición al pensamiento aristotélico. Aristóteles, considerado como la máxima expresión de la tradición filosófica y autoridad indiscutible de un modo de pensar que se sentía necesario superar, se convierte en el centro de feroces críticas. Aunque nunca se interrumpió el estudio y la enseñanza de su pensamiento, sobre todo en ámbito neoescolástico, los filósofos más influyentes mostrarán una particular aversión por su filosofía de la naturaleza y sucesivamente por su metafísica. Por otra parte, al compás de los nuevos intereses culturales —científicos, estéticos, morales— se redescubre la riqueza de algunas obras hasta entonces menos conocidas y comentadas. Durante el siglo XIX, gracias al precioso trabajo de algunos filólogos, el conocimiento del corpus aristotelicum adquiere una mayor precisión; las numerosas nuevas ediciones, traducciones y comentarios de sus obras dan a los estudios aristotélicos una nueva vitalidad que todavía perdura.

El destino de su doctrina no se debe, sin embargo, a simples circunstancias históricas, ni al enciclopedismo de su obra, sino sobre todo a su riqueza y profundidad. Prueba de ello es que a pesar del giro copernicano de la filosofía moderna, las obras de Aristóteles han continuado ejercitando un enorme influjo. En la base del pensamiento de uno de los filósofos más importantes e influyentes del último siglo —Heidegger— se encuentra la obra de Aristóteles aparentemente menos amada por el pensamiento moderno, la Metafísica, si bien interpretada de modo personal, desde una perspectiva fenomenológica, y a veces poco fiel al pensamiento aristotélico. El pensamiento de quien fue considerado por algunos filósofos el principal adversario de la modernidad, ha sido paradójicamente recuperado precisamente para intentar superar las limitaciones demostradas por la modernidad. Tampoco se debe olvidar el influjo de la Ética a Nicómaco y del Organon aristotélico en el origen de la filosofía analítica y de la hermenéutica filosófica, la presencia de su dialéctica en la revalorización de formas de racionalidad más flexibles que la racionalidad científica, ni el resurgir de la ética de la virtud y, más en general, de la racionalidad práctica a partir sobre todo del nuevo interés por la Ética a Nicómaco [Berti 1992].

La filosofía griega alcanza con Aristóteles su plena madurez, consiguiendo una altura especulativa que en muchos aspectos nunca después ha sido superada. Esto no significa que la doctrina aristotélica no presente también numerosas aporías y no sólo por las lógicas deficiencias de muchas de sus observaciones de carácter astronómico, biológico y, más en general, físico. Además de las dificultades de unos textos con frecuencia oscuros, recibidos de modo parcial y abiertos a interpretaciones discordantes, Aristóteles no consigue dar una solución definitiva a la cuestión que más critica a su maestro Platón, la relación entre lo sensible y lo suprasensible. Su modo de concebir la existencia de un primer motor, acto puro, deja en la oscuridad la respuesta a la pregunta sobre el modo en que éste ejerce su causalidad sobre el mundo y el hombre. Si la doctrina del acto parece una respuesta oportuna a la trascendencia exigida por el primer principio, corrigiendo con ella la solución propuesta por su maestro, no sabe, sin embargo, dar completa razón de su múltiple presencia en el mundo sensible. Aristóteles demuestra una extraordinaria capacidad para analizar la realidad sensible, los fenómenos naturales y la conducta humana, pero no consigue explicar de modo claro su dependencia de un principio trascendente cuya existencia demuestra. Un ejemplo de todo esto es su doctrina del intelecto humano, punto de contacto entre la realidad suprasensible y lo sensible; la capacidad intelectiva parece exigir la presencia de un principio inmaterial en el alma humana, el νοῦς, también acto puro, sin conseguir explicar sin embargo su relación y dependencia del Νοῦς divino.

Aristóteles asume plenamente la tradición griega a la que pertenece y aprecia sobre todo la dimensión racional, inteligible del hombre y del mundo. Ciertamente es consciente de los excesos de sus predecesores y, por este motivo, da espacio a modos de ser y de pensar mucho más fluidos, menos fácilmente dominables por el pensamiento y el saber. Precisamente para superar el marcado intelectualismo de sus predecesores, Aristóteles introduce en su explicación de la conducta humana el elemento volitivo, pero no logra darle el alcance y la importancia que adquirirá en el pensamiento sucesivo; su consideración de la vida lograda fundamentalmente como contemplación, ejercicio de la inteligencia más que de la voluntad, es una muestra de ello. Algo semejante se puede decir de su comprensión de la naturaleza divina, entendida como pensamiento de pensamiento en la que apenas queda espacio para el amor.

Sin embargo, debe reconocerse en la filosofía de Aristóteles, por su profundidad y extensión, y también por los problemas que suscita, uno de los monumentos más extraordinarios del saber levantado por una inteligencia humana.

X. Bibliografía

1. Corpus aristotelicum

a) Ediciones

Aristoteles Opera edidit Academia regia Borussica, Berolini 1831-1870 (vols. I-II, Aristoteles Graece, I. Bekker; v. III, Aristoteles latine, AA. VV.; v. IV, Scholia in Aristotelem, C.A. Brandis, v. V, Aristotelis fragmenta, V. Rose; Index aristotelicus, H. Bonitz) (reimpresión corregida, O. Gigon, De Gruyter, Berlin 1960-1961).

Aristotelis Opera omnia graece et latine, cum indice nominum et rerum absolutissimo, A.F. Didot, vols. I-IV, Parisii 1848-1869; v. V Index, 1874.

Además, muchas de las obras de Aristóteles han sido publicadas individualmente en alguna colección de clásicos griegos y latinos, como por ejemplo: Bibliotheca Teubneriana; Collection des Universités de France; Oxford Classical y The Loab Classical Library. Citamos sólo algunas de las ediciones más conocidas de obras particulares:

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Waitz, Th., Aristotelis Organon, Leipzig 1844-1846 (reimpreso Aalen Scientia 1962).

b) Traducciones

La traducción castellana más completa de las obras de Aristóteles es la ofrecida, en 10 volúmenes, por la editorial Gredos (Madrid 1982 ss.), realizada por diversos autores. Existen también algunas ediciones bilingües, español-griego: Ética a Nicómaco, trad. de M. Araujo y J. Marías, Instituto de Estudios Políticos, Madrid 1970 (Centro de Estudios Constitucionales, Madrid 41985); Retorica, trad. de A. Tovar, Centro de Estudios Constitucionales, Madrid 31985; Política, trad. de M. Araujo y J. Marías, Instituto de Estudios Políticos, Madrid 1951.

En edición trilingüe, español-griego-latín, V. García Yebra ha publicado Metafísica de Aristóteles, Gredos, Madrid 21982 y Poética de Aristóteles, Gredos, Madrid 1974.

2. Estudios

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Yarza de la Sierra, Ignacio, Aristóteles, en Fernández Labastida, Francisco – Mercado, Juan Andrés (editores), Philosophica: Enciclopedia filosófica on line, URL: http://www.philosophica.info/archivo/2015/voces/aristoteles/Aristoteles.html

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