Philosophica
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VERSIÓN DE ARCHIVO 2011


La pena de muerte

Autor: José Juan García

La preocupación por la compleja cuestión de la pena de muerte no es patrimonio exclusivo de nuestro tiempo. Sin embargo sigue concitando la atención, el debate intelectual y hasta la acalorada polémica. Es verdad que el siglo XXI que hemos comenzado a transitar es testigo de una sensibilidad creciente a poner límites a la aplicación de la pena de muerte, al menos para delitos comunes. Pero no menos es verdad que aún hoy más de sesenta Estados la sostienen y aplican en sus jurisdicciones. Argumentos a favor y en contra se suceden y aspiran a tener vigencia legal. Todos somos conscientes que la sociedad civil está llamada a administrar justicia, mediante sus magistrados, y no venganza, llevando así a la sociedad en su conjunto la paz, la seguridad y la armonía requeridas.

1. Una mirada a la historia

La pena de muerte ha sido un castigo contemplado en las costumbres y en los ordenamientos jurídicos de las distintas culturas desde los albores de la humanidad. En ella se ve la superación de la simple venganza, estableciendo los casos en los que el reo de un delito debe pagar sus culpas con la vida. Sin embargo, sólo en ámbito occidental —por estímulo del Cristianismo— han madurado una reflexión y un debate serios a nivel filosófico y teológico, que cuestionan su legitimidad y utilidad para la sociedad. Por esta razón, la exposición histórica del problema se centrará en aquellos aspectos que tienen relevancia para comprender la discusión ética sobre este tema de gran actualidad.

1.1. La pena de muerte en la antigüedad

Durante el tercer y el segundo milenio antes de Cristo, el derecho de aplicar la pena de muerte en las culturas del Antiguo Oriente casi no se discute, compartiendo tradiciones comunes, a excepción de Egipto [De Vaux 1958: 223-224]. Como se sabe, la tradición jurídica en el Antiguo Oriente se encuentra en las fuentes legales conservadas en textos cuneiformes. Los más conocidos son el Código de Ur-Nammu, de origen sumerio, del siglo XXI a C.; el Código de Lipit-Ishtar, también sumerio, del siglo XIX,; los acádicos Código de Eshnunna y Código de Hammurabi del siglo XVII; las Leyes Asirias también acádicas del siglo XVII; y las Leyes Hititas, del siglo XVIII. La comparación entre estos códigos permite observar ciertas semejanzas, si bien poseen elementos particulares. No estamos entonces frente a una legislación monolítica, aunque se observan no pocas similitudes entre sí.

En aquellas culturas se entendía que los actos gravemente culpables —tales como el incesto, la blasfemia, el bestialismo, la práctica de la homosexualidad, etc.— desencadenaban la ira divina sobre la sociedad bajo formas tales como la sequía, la plaga o la derrota en lo militar. Por ende, la sociedad se protegía a sí misma removiendo ese motivo de ira divina, a través de la ejecución o el exilio del reo [Rivas 2010: 61]. Otra categoría de actos graves tales como el homicidio, la violación, el adulterio, la injuria y el robo, la violencia contra el padre, preveían el pago de indemnizaciones y también el castigo máximo. «Un crimen fue concebido como un mal contra otra persona o contra el dios, frente al cual la víctima tenía derecho a la venganza. El papel del tribunal se limitaba a establecer un límite a la venganza humana y a impedir la venganza divina en la sociedad…Determinar el límite correcto de venganza fue la principal tarea de la jurisprudencia mesopotámica» [Westbrook 1992: 555].

Hammurabi (1728-1688) fue rey de Babilonia de la estirpe de los amorreos, sexto de la primera dinastía babilónica y sucedido por Samsu-lluna. El Código se presenta en una gran estela de basalto de 2, 25 m. de alto. En la parte superior, hay un relieve que representa a Hammurabi de pie delante del dios Asmas de Mesopotamia. Debajo aparecen las leyes, inscritas en caracteres cuneiformes acadios. La ley del Talión (latín: lex talionis,), que impone una pena idéntica por el crimen cometido, como criterio de justicia retributiva que pone límite a la venganza, está ya codificado por Hammurabi. Obviamente, la ley del Talión preveía la pena de muerte por el homicidio, pero esta se aplicaba también por otros delitos. En este Código la pena capital se aplicaba a 25 tipos de delitos, tales como el robo, delitos sexuales, daños a la propiedad, etc. En cuanto a la especificidad de las penas, la de muerte aparece como castigo de numerosos delitos, sin que se justifiquen los motivos para la elección del método. Así, por ejemplo, en el Código de Hammurabi, el ahogamiento aparece varias veces; la quema de personas, dos veces; y una, el empalamiento, lo mismo que en las Leyes Asirias [Código de Hammurabi: 108, 110, 129, 133, 143, 153, 155, 157; Leyes Asirias, Tabla A53].

Esta pena también se admitía en los códigos judío, griego y romano. Concretamente, en el derecho romano, eran castigados con la pena capital los crímenes que comportaban alta traición al Estado. Para los delitos cometidos contra privados se aplicaba, según el caso, la ley del Talión. Sin embargo, los ciudadanos romanos gozaban de especiales garantías ante los jueces: el derecho preveía que una condena a muerte de un ciudadano romano, dictada por un magistrado, no podía ser ejecutada sin haber dado al condenado la posibilidad de apelarse a los Comicios Centuriales por medio de la “provocatio ad populum”. Durante la república romana los abusos en contra de este derecho eran castigados duramente. Cicerón, ejerciendo su cargo de cónsul durante la conjuración de Catilina, mandó ejecutar condenas a muerte sin respetar este derecho. Por esta razón, al promulgarse la “Lex Clodia” fue condenado al exilio.

1.2. La tradición religiosa hebrea y la pena capital

El quinto precepto del Decálogo es explícito: “No Matar” (Ex 20, 13). Pero ya en el Génesis 9, 6 se da este principio general: «Quien derrama sangre de hombre, su sangre será desparramada por otro hombre, porque a imagen de Dios El hizo el hombre». El principio que dice que el homicidio es un acto que merece el castigo de la pena de muerte, domina la cultura y la praxis del pueblo hebraico. Éxodo 21, 12-14 establece: «Aquél que hiera mortalmente a otro, morirá; pero si no estaba al acecho, sino que Dios se lo puso al alcance de la mano, yo te señalaré un lugar donde éste pueda refugiarse. Pero al que se atreva a matar a su prójimo con alevosía, hasta de mi altar le arrancarás para matarle. El que pegue a su padre o a su madre morirá…». El delito de homicidio es castigado con la pena de muerte también en Números 35, 16-21, con detallada casuística: «…el homicida debe morir. Si le hiere con una piedra como para causar la muerte con ella, y muere, es homicida. El homicida debe morir…»

La pena de muerte estaba prevista también para los delitos de índole religiosa y moral, como la idolatría. Así Éxodo 22, 19: «El que ofrece sacrificios a otros dioses, será entregado al exterminio». También en Números 25, 5. La blasfemia era igualmente castigada (véase Levítico 24, 16). Similar castigo recibiría la profanación del sábado: «Guardad el sábado, porque es sagrado para vosotros. El que lo profane morirá...» [Éxodo 31, 14]. De igual modo los pecados contra los padres: «El que pegue a su padre o a su madre, debe morir» [Éxodo 21,15]. Los pecados que ofenden el patrimonio deben ser castigados, incluso con la muerte (véase Éxodo 22, 1).

Las sanciones no se justifican según la moderna teoría penal (retribución, defensa social, corrección, expiación) sino que hay que entenderlas casi únicamente en sentido religioso. Se castiga gravemente la falta a la Ley divina promulgada por Moisés. Por tanto, hay que sospechar de quien quisiera valerse hoy de textos veterotestamentarios para legitimar la aplicación de la pena capital. Sería apelar al texto bíblico sin apreciar justamente el contexto histórico-social en la cual se entiende dicha sanción penal. El nuevo Israel necesitaba de un orden, y Dios estaba allí, ordenando con sus profetas, al inicialmente nómada pueblo de Dios.

No es superfluo señalar que el “No matar” [Éxodo 20, 13] expresado en hebreo con el término “rasah”, ni viene nunca usado «para matar a los animales ni para expresar la matanza del enemigo en la guerra o la muerte decretada en obediencia a una ley divina» [Bonora 1987: 31-32]. Quizá por esto es que la mejor traducción del hebreo podría ser “no asesinar”, o también, “no gravarte con un delito de sangre”. El asesinato expresa no cualquier homicidio, sino aquél que viene perpetrado por odio, venganza, maldad contra una persona inocente y no contra un culpable. Por tanto, el mandamiento “no matarás al inocente o al justo” representa la concretización del “No matar”.

Debemos analizar sucintamente el texto más citado del Antiguo Testamento para justificar la pena de muerte, el ya citado Génesis 9, 6: «El que desparrama sangre de hombre, por el hombre su sangre será desparramada…». En primer término debemos decir que el versículo en sí mismo «no contiene ningún imperativo, sino que describe una situación» [Honecker 1978: 1769]. La situación es la de una sociedad donde existe la violencia, y por ende, la posibilidad de matar a su semejante y necesita de una pena ejemplar. James Megivern dice que este texto «por siglos ha sido tomado como un mandamiento divino, promulgado en la alianza con Noé, que impone la muerte para los asesinos» [Megivern 1997: 15]. Es claro que es instituida así la medida de la venganza de sangre o ley del Talión: quien esparce la sangre de alguien y muere, es digno de recibir el mismo castigo.

Históricamente la ley del Talión ha servido para encauzar la venganza privada e impedir que a un delito le siguiese una cadena de reacciones delictivas de mayores proporciones. En definitiva, este pasaje bíblico, ¿contiene una suerte de promulgación del derecho del hombre de condenar a muerte a un semejante? Parece que no se pueda negar esto, pero con tal de no olvidar que, aún cuando exista la autorización para aplicar una sentencia capital, nunca se podrá llegar a usurpar el derecho soberano e incondicionado de Dios sobre la vida humana[1]. Porque no podemos tampoco dejar de ver cómo en el Antiguo Testamento, ya desde su origen, se manifiesta una particular valoración del don de la vida humana. Después de que Caín cometió el homicidio de su hermano el justo Abel, recibe un castigo por ello, pero luego Dios dice: «Pero quien sea que quiera matar a Caín recibirá venganza por siete veces» [Génesis 4, 15][2].

Las múltiples instancias jurídico-religiosas de pena de muerte que se encuentran en la Biblia hebrea, sobre todo en el Pentateuco, fueron para la mayoría de los rabinos un vínculo muy fuerte, y también un peso. Por una parte querían expresar en sus legislaciones y debates la obediencia incondicionada al Dios de la revelación bíblica. No olvidemos que la concepción del derecho rabínico es teónoma [Herzog 1974]. Pero por otro lado, representaban también exigencias e ideales antropológicos. Los rabinos conocían la justicia inhumana de los ambientes de poder extrajudáicos e incluso la primitiva praxis legal saducea, en muchos casos contraria a la dignidad del hombre. Según L. I. Rabinowitz, de varios textos rabínicos se puede concluir que «en general la tendencia de los rabinos era ir hacia la completa abolición de la pena de muerte» [Rabinowitz 1971: 145-147].

1.3. La pena de muerte en las escrituras cristianas

En el Nuevo Testamento no se encuentra una prescripción específica acerca de la pena de muerte. Sin embargo, los sostenedores a ultranza de la pena de muerte buscan fundamentación en prescripciones mosaicas y algunos textos de Pablo, el cual no obstante, no afirma explícitamente la licitud de tal pena. El texto frecuentemente citado era Romanos 13, 4, el cual proclama que la autoridad «está al servicio de Dios para tu bien. Pero si haces el mal, teme, pues no en vano lleva la espada; pues es un servidor de Dios para hacer justicia y castigar al que obra el mal».

Con el símbolo de la espada, ¿se quiere indicar el poder de la pública autoridad de condenar a muerte? Se trata de una cuestión discutida, sobre la cual no hay opinión unívoca. El exegeta Giuseppe Barbaglio, por ejemplo, afirma: «La espada, más que el derecho de condenar a muerte, quiere probablemente indicar el poder de policía… El pasaje se interesa en las relaciones concretas que todo ciudadano tiene con la administración pública, en particular con la magistratura, la policía y los empleados del oficio de las tasas» [Barbaglio 1983: 483].

También el biblista Joseph Fitzmeyr, en su comentario a la carta a los romanos, dice: «La expresión ‘llevar la espada’ podría ser símbolo del poder de infligir la pena capital…, pero se debe recordar que los gobernadores de las provincias romanas gozaban de un poder limitado sobre los ciudadanos romanos que incluso tenían soldados en sus dependencias… La afirmación de Pablo parece tener una mirada más amplia, o bien podría ser una referencia a la policía» [Fitzmeyr 1999: 793.].

Como se puede apreciar, no se ve que Pablo argumente directa o explícitamente a favor de tal pena capital. O sea, el símbolo de la espada no lleva consigo y por sí mismo, el significado de la potestad de aplicación de la pena capital. Con todo, en aras de la honestidad intelectual, hemos de decir con R. H. Stein que «pocos de los originales lectores de Pablo podrían haber pensado que la pena capital no fuese incluida en el significado de esta metáfora» [Stein 1989: 335].

Sin embargo, podríamos decir que el Nuevo Testamento presenta una concepción personalista del hombre, al que reconoce en cada caso individual un valor pleno, que trasciende en ciertos aspectos a la sociedad misma. La persona humana no se ordena a la sociedad como a su fin último —concepción presente entre los griegos— si bien es parte intrínseca de ella y está a su servicio. Para Jesús, el delincuente es un ser humano a redimir y a ganar para la vida eterna. La férrea condena cristiana del delito y el pecado está prevista en función de la redención de la naturaleza herida[3].

1.4. Los primeros cristianos y la pena capital

En los primeros siglos de la era cristiana, la reflexión teológica de los Padres de la Iglesia y de otros escritores cristianos nunca ha afrontado directamente el problema de la pena de muerte. La sociedad romana en la cual el cristianismo se ha difundido en los primeros siglos, y toda la cultura de aquél tiempo, daban por descontada la legitimidad del poder público de llevar a la muerte a quien se manchaba de determinados delitos. Los mismos cristianos, al menos hasta el edicto del emperador Constantino del año 314, que les concedía a los cristianos libertad de culto, han tenido la experiencia de cuánto severas eran las leyes y lo fácil que era ser ajusticiado no sólo por delitos como el homicidio, sino también otros menos graves. El hecho de pasar de ser víctimas a potenciales jueces que dictaban penas capitales, dado el ingreso masivo de los cristianos en la vida pública y la conversión de muchedumbres, había ciertamente traído consigo un cambio de perspectivas.

Podremos esperar entonces en los primeros siglos reservas agudas e incluso críticas y rechazos hacia la pena de muerte, y en los siglos sucesivos una aceptación tranquila de la misma.

1.4.1 Período pre-constantiniano

Tertuliano vive en el tiempo de los emperadores Septimio Severo (193-211) y Antonino Caracalla (211-217), en un período crítico para Roma por la presencia de insurrecciones internas y guerras externas. No faltan persecuciones. Incluso en el propio Cártago se desata una persecución en el 197, probablemente por la llegada de un nuevo procónsul [Siniscalco 1984: col. 3414].

En un pasaje de su obra De spectaculis —escrito moral contra los juegos de circo, del estadio y del anfiteatro y prohibición de los cristianos de participar en ellos— dice: «Es un bien que sean castigados los culpables. ¿Quién negará esto, si no es el culpable? Pero no es necesario que los inocentes se alegren de los suplicios de los otros, más aún, sería justo que los inocentes sintieran dolor por el hecho que un hombre, su semejante, sea de tal modo culpable para ser sacrificado así tan cruelmente. ¿Y quién me garantiza, después, que sean destinados a las fieras, o a cualquier otro suplicio, siempre a los culpables, de modo tal que no quede herida la inocencia, o sea hecho por una venganza del juez o por la incapacidad del defensor o por la violencia de la tortura? Cuánto es mejor, por tanto, no saber cuándo los paganos sean castigados, así no se tampoco cuándo mueren los inocentes» [De spectaculis, 19 (PL I, 726). Cfr. De idolatria, 17 (PL I, 764)].

Como se ve, hay aceptación tranquila de la pena capital, y por otra parte se deja ver claramente dudas acerca del peligro de llevar a la pena última a un inocente. A la vez Tertuliano, invadido por la sensibilidad evangélica, hace una invitación a los cristianos de no alegrarse cuando alguno es ajusticiado.

Según testimonio de Eusebio y Jerónimo, Hipólito (170-236) era un obispo que se destaca por ser un escritor prolífico. Un texto suyo importante, de la segunda mitad del segundo siglo, es la Tradición Apostólica. En un pasaje dedicado a los oficios que pueden estar permitidos y lo que no, a quienes se presenten para ser catequizados y luego bautizados, se dice: «El soldado subalterno no mate a ninguno. Si recibe tal orden, no la seguirá y no prestará juramento. Se lo rechaza, no sea aceptado. Quien tiene el poder de vida o de muerte, o el magistrado de una ciudad, que viste la púrpura, debe dimitir o será rechazado. El catecúmeno o el fiel que quisiera enrolarse en el ejército, sean rechazados, porque han despreciado a Dios» [Tradición Apostólica, 16 (SC 11bis, 73)].

Hay interpretaciones varias de esta sentencia. Una de ellas nos dice que podría aludir «a la matanza de criminales en conexión con los juegos de gladiadores, las persecuciones, o simplemente la pena capital. Parece claro que la corriente de pensamiento antes y después es reglamentar el quitar la vida en combate, como su verdadero significado» [Helgeland 1985: 36]. De todos modos, se trata de una posición fuertemente radical. Esta posición reflejaría un cierto “extremismo” de la Iglesia de los primeros tiempos, cosa posible incluso porque eran pocos los cristianos que asumieran cargos públicos. Después, con Constantino, cuando la mayor parte de la población se bautiza, las actitudes cambiarán.

Más o menos del mismo período de Hipólito, Clemente de Alejandría (150-211) desarrolla su fecunda actividad. Autor de numerosas obras, entre ellas sobresale el Proteptico, el Pedagogo y los Stromata. En esta última obra, Stromata, en un pasaje interesante se muestra favorable a la pena de muerte con un argumento que será usado posteriormente por Santo Tomás de Aquino: «La ley, teniendo en cuenta aquellos que le obedecen, insta a una piedad estable hacia Dios, indica las cosas que hay que hacer y se aleja de todo pecado, imponiendo penas para los pecados que resultan menos graves. Cuando, después, uno ve que se comporta en modo tal de resultar incurable, lanzándose hacia una grave inmoralidad, entonces, teniendo en cuenta el bien de los otros, para no ser corrompidos por él, como cuando se corta una parte del cuerpo entero, así aquél que se encuentra en tal situación, con sabia decisión, viene condenado a muerte» [Stromata, I, 27 (PG VIII, 919)].

La pena capital se justifica por el así llamado posteriormente, principio de totalidad: por el bien del todo, la sociedad, es lícito suprimir una parte, o sea, un delincuente peligroso para la sociedad misma. Clemente configura la pena capital, puede decirse, como extrema ratio, después de que los intentos medicinales de rescatar al reo han fallado. Clemente sería el primer teólogo cristiano que justifica, en línea argumental directa, a favor de la pena de muerte.

En el mismo ámbito de los padres alejandrinos, Orígenes (185-254) parece dar casi por descontado el poder del Estado de condenar a muerte. Partiendo del Antiguo Testamento, muestra cómo el poder de condenar a muerte era legítimo y luego ello ha pasado al imperio romano y ahora es cosa normal en el Estado. Comentando en modo paralelo el pasaje de Levítico 25,15 (“Quien maldiga a su Dios, llevará la pena de su pecado”) y Mt 15, 4 (“Quien maldiga el padre y la madre será castigado con la muerte”), Orígenes se pregunta cómo, según la entidad de la pena, parece más grave la maldición hacia los padres que hacia Dios mismo, la cual no es castigada con la pena capital. El sostiene que llevar la pena del propio pecado es peor que ser muerto, porque con la condena a muerte se expía el pecado cometido. La muerte infligida por el pecado es una purificación del pecado mismo, de modo que el pecado es casi absuelto por la pena de muerte al reo [Homilía sobre el Levítico, XIV, 4 (PG XII, 551)]. El pecado que no es castigado con sanciones es peor, porque “queda” en el pecador sin ser lavado por la penitencia corporal.

Según la mente y los escritos de San Cipriano mártir, obispo de Cártago entre el 248 y el 258, para los cristianos convencidos y aún perseguidos, no fue lícito empuñar la espada para matar. Cuando fueron llevados ante la opción de morir o ser matados, no hubo ninguna ambigüedad en lo que la fe les exigía, según el valiente pastor de Cártago. Hay una carta de San Cipriano dirigida a Cornelio, en la que describe la persecución en la que los ‘soldados de Cristo’, quienes hicieron ver a sus perseguidores que «ellos no pueden ser conquistados, pero sí pueden morir, y esto los hace invencibles; ellos no tienen a la muerte. Ellos (los soldados de Cristo) no serán quienes avasallen a sus opresores, porque no es legal que los inocentes ni siquiera maten a los culpables. Pero ellos están dispuestos a entregar sus vidas ellos no pueden ser conquistados, pero sí pueden morir, y esto los hace invencibles; ellos no tienen a la muerte. Ellos (los soldados de Cristo) no serán quienes avasallen a sus opresores, porque no es legal que los inocentes ni siquiera maten a los culpables. Pero ellos están dispuestos a entregar sus vidas y su sangre desde que tal malicia y crueldad reina en el mundo, ellos tanto más rápido pueden retirarse de la maldad y la crueldad. ¡Qué espectáculo glorioso fue esto bajo los ojos de Dios!y su sangre desde que tal malicia y crueldad reina en el mundo, ellos tanto más rápido pueden retirarse de la maldad y la crueldad. ¡Qué espectáculo glorioso fue esto bajo los ojos de Dios!» [Epistola Cornelius 56, PL IV, 362].

Si bien los testimonios explícitos no son muchos, se puede afirmar que a la luz del mensaje evangélico, en general los padres prenicenos son adversos a la pena de muerte, así como a la guerra [Mejia 2003], al servicio militar, y a todas las formas de violencia legalizadas, incluso a los espectáculos circenses. Estas manifestaciones de violencia eran vistas por los Padres, como triste herencia del mundo pagano romano, que había que superar hacia formas nuevas de humanidad, con la luz inextinguible del evangelio.

1.4.2 Período post-constantiniano hasta San Agustín

En este período, después del edicto de Constantino (314) y sobre todo con el emperador Teodosio, cuando la religión cristiana llega ser religión oficial del imperio, algunos Padres y escritores cristianos parecen justificar incluso la pena de muerte para los herejes. Esto es totalmente novedoso y su herencia llegará a muchos siglos todavía.

Lentamente los cristianos fueron admitiendo el estado constituido y los testimonios contrarios a la pena de muerte decrecen. A partir de san Agustín, la aceptación de la licitud de pena de muerte se irá consolidando en las sociedades cristianas. El mismo Papa Inocencio I (401-417), preguntado sobre cómo se debe comportar respecto a aquellos que emitían una sentencia capital, de parte del Obispo de Tolouse, Exuperio, contesta: «Sobre este punto nada hemos leído transmitido por nuestros mayores. Es de recordar que el poder fue concedido por Dios, y para vengar los delitos fue permitida la espada, y que es ministro de Dios el vengador puesto para tal tarea (Rm 13,1-4)» [Epist. 6, c. 3, ad Exuperium, episcopum Tolosanum, (20 febrero del 405), PL 20, 499].

Por esta época se produjo un hecho de graves consecuencias: la ejecución del hereje español Prisciliano de Ávila y varios de sus seguidores, por orden del emperador Maximiano, en el 386, a causa de diferencias doctrinales. Los obispos más destacados de la época enjuiciaron este hecho muy negativamente, entre ellos san Ambrosio, obispo de Milán; por Martín, obispo de Tours, y por Siricius, obispo de Roma. Los tres condenaron el obrar de Ithacius, obispo de Ossonuba, por haber manipulado al emperador Maximiano, y además declararon fuera de la comunión a los obispos asociados a Ithacius [Chadwick 1976: cap. 3 (“Priscillian’s End and Its Consequences”)].

San Ambrosio, obispo de Milán, escribiendo una larga carta al magistrado Studius hacia el año 385, dice: «No se encuentran fuera de la Iglesia quienes se han creído obligados a pronunciar una sentencia de muerte, pero la mayor parte de ellos se mantienen apartados de la comunión eucarística y son por ello dignos de elogio. Yo sé que la mayoría de los paganos se sienten orgullosos de haber traído de su administración en las provincias una segur no ensangrentada: ¿qué tendrán que hacer, pues, los cristianos?». En Rm 13, 4 —dice Ambrosio— se reconoce al Estado el poder de ejecutar, pero nosotros tenemos que imitar a Cristo en su perdón a la adúltera, «porque puede ser que haya para el criminal una esperanza de mejorar: si no está bautizado, puede recibir el perdón; si está bautizado, la penitencia» [Ep. 25 ad Studium, PL 16, 1083-1086.].

S. Jerónimo (347-420) reconoce el poder coercitivo del Estado y distingue entre violencia del asesino y deber de la justicia: «Es propio del rey hacer justicia y juzgar y liberar con la fuerza, de la mano de los calumniadores a los oprimidos y llevar ayuda al peregrino, al niño y a la viuda, que fácilmente son oprimidos por los poderosos… En efecto, castigar los homicidas y los sacrílegos y los delincuentes no es desparramar sangre, sino realizar un servicio de la ley» [Comment. In Jeremiam IV, 22 (PL XXIV, 811)].

Aquí se evidencia un cambio significativo en la consideración de nuestro tema: matar al delincuente no es verdadero homicidio sino aplicación de la ley, la cual es buena porque proviene de la legítima autoridad y está al servicio de la sociedad.

1.5. San Agustín de Hipona

San Agustín de Hipona trata de la pena de muerte en muchos escritos. El primer texto que habla sobre la pena de muerte se encuentra en una obra juvenil, de corte filosófico De libero arbitrio, escrita entre el 388 y el 395. Aquí Agustín, mientras habla de la pasión y el deseo desordenado se pone el problema si matar es siempre un mal y dice: «Si el homicidio es matar un hombre, puede ser cometido en cualquier caso sin pecado; por ejemplo, el soldado mata el enemigo, el juez o su ejecutor al delincuente, aquél que por involuntaria imprudencia se le escapa un dardo de mano. Para mí, estos no pecan cuando matan a un hombre» [De libero arbitrio, I, 4 (PL XXXII, 1226)]. Es clara la referencia aquí a la muerte infligida sin culpa a un reo a la pena capital. Dicha sentencia es siempre en nombre del Estado y no a título personal.

En el Discurso 13, pronunciado como comentario al salmo 2, Agustín afronta la cuestión del juicio y de cuantos están en la necesidad de juzgar a los otros para ejercer la justicia. Los jueces deben estar animados del temor a Dios para ejercer rectamente. Luego, Agustín trae al tema el episodio de Jesús, llamado a juzgar a la adúltera (Jn 8, 10ss.) y afirma: «En el condenar, no llegar hasta la muerte, de modo tal que castigando el pecado, no haga perecer también al hombre. No llegar hasta la muerte, de modo que si uno se arrepiente, no sea puesto fuera…» [Discurso 13, 8 (PL XXXVIII, 110-111)]. Como se ve, Agustín se muestra aquí contrario a la pena de muerte. Será siempre posible imitar a Cristo que perdonó a la adúltera, aunque se desprecie su pecado.

Entre el 396 y el 399 Agustín recibe una carta de un tal Publicola, en la que le ponía dieciocho cuestiones. Una de ellas era la siguiente: «Si un cristiano se viese en el momento de ser matado por un bárbaro o un Romano, ¿podría matarlo él primero, para no ser matado por ellos?...» [Carta 46, 12 (PL XXXIII, 182)]. O sea, se pone el problema de la legítima defensa ante el agresor que entiende es injusto. Agustín responden de esta manera: «No me place el parecer por el cual uno puede matar a las personas para no ser asesinado por ellas, salvo que lo haga un soldado o quien es obligado al servicio público, salvo por tanto, que uno obre no por sí mismo sino en defensa de los otros o del Estado del que es parte» [Carta 47, 5 (PL XXXII, 186)].

No se habla aquí expresamente de la pena de muerte, pero Agustín reconoce una diferencia entre el uso privado de la fuerza y el uso por parte de la pública autoridad. En este caso, aparece como legítima.

Con motivo de una revuelta provocada por los Donatistas, durante la cual había éstos habían asesinado a dos sacerdotes católicos, Restituto e Inocencio, Agustín escribe una carta al juez Marcelino, invitándolo a tener clemencia y a no dejarse vencer por la voluntad de represalia, haciendo padecer a los culpables el mismo suplicio que ellos han causado: «No queremos que las torturas de los siervos de Dios sean vengadas con suplicios iguales a aquellos, casi según la pena de la decapitación… Una vez descubierto los culpables, non andar en búsqueda del ejecutor de la pena capital, desde el momento que para descubrir a los culpables no has querido hacer uso del torturador» [Carta 133, 1-3 (PL XXXIII, 509-510); Cfr. Carta 134, 2-4 (PL XXXIII, 511-512),Carta 139, 2 (PL XXXIII, 535)]. No se trataba, por tanto, sólo de herejes sino también de asesinos. Por tanto se les podría aplicar justamente el castigo último. Agustín prefiere la misericordia y la mansedumbre a la hostilidad y el castigo capital.

Parece ser que al principio de su ministerio episcopal Agustín estuvo en contra de reprimir violentamente a los herejes, pero a partir de su réplica a la carta de Parmeniano, en el año 400, lo aprobó. Más tarde dirá que su actitud inicial fue fruto de la inexperiencia («… no había experimentado aún a cuánta maldad se atrevía su impunidad…» [Retractaciones, lib 2, cap. 5]). Entre el 391 y el año 400, Agustín se opuso radicalmente a emplear la fuerza contra los herejes: «Mi primera sentencia era que nadie debía ser obligado a aceptar la unidad de Cristo; que había que obrar de palabra, luchar en la disputa, triunfar con la razón, para no convertir en católicos fingidos a los que conocíamos como herejes declarados» [Carta 93, cap. 5, n 17]. Pero luego, entre los años 400 y 405 empezó a cambiar su postura, paulatinamente inclinada hacia la aceptación de la violencia que el imperio imponía. Pues bien, a pesar de esa aceptación de la represión violenta, se oponía a la pena de muerte, haciendo uso con frecuencia de su autoridad moral ante los magistrados para que no condenaran a muerte a ningún hereje, por graves que hubieren sido sus delitos.

Hacia el año 413-414, en carta a un juez llamado Macedonio, escribe: «Me preguntas por qué decimos que pertenece a nuestro deber sacerdotal el intervenir a favor de los reos, sintiéndonos ofendidos cuando no lo obtenemos, como si hubiésemos fracasados en lo que tocaba a nuestra obligación… Y urges todavía con argumentos de más peso y afirmas… que pecamos contra la sociedad siempre que queremos dejar impune a quien es reo de culpa» [Carta 153, a Macedonio, cap. 1 n 1 (PL XXXIII, 658)]. Luego el obispo de Hipona argumenta desde el evangelio y concluye: «Útil es vuestra severidad, por cuyo ministerio se garantiza nuestra tranquilidad. Pero también es útil nuestra intercesión, por cuyo ministerio se templa vuestra severidad» [Carta 153, a Macedonio, cap. 6 n 19].

Sin embargo, en La ciudad de Dios concluye, «no violaron el “No matarás” aquellos que hicieron las guerras por orden de Dios, aquellos que ejerciendo pública autoridad según sus propias leyes —y esto es justísimo— castigaron con la muerte los criminales» [De Civitate Dei, I, 21 (PL XVI, XXXV)].

¿Qué idea final nos deja los gestos y las palabras del gran pastor de Hipona? En opinión de algunos autores como Alano de Lila [De fide católica, contra haereticos sui temporis libri quattuor, II, cap. 22 (PL 210, 596)] y Hurtado de Mendoza [Scholasticae et Morales Disputationes de tribus virtutibus theologicis, Salmanticae 1631, disc. 86, sect. I, pp. 752-755], San Agustín no cuestionó nunca la legitimidad de la pena de muerte. Si intercedió una y otra vez para que los reos no fueran condenados a la pena capital, no tanto porque lo merecieran, sino porque perdonándolos resaltaba más la paciencia de la Iglesia para con los pecadores [Schilling 1910; Noguer 1913]. Otros, en cambio, han defendido que la oposición del santo a la pena de muerte se realizó en el terreno de los principios [Combés 1927: 189-200; Coccia 1962]. Giuseppe Mattai expresa que «no es correcto considerar que la orientación no violenta de la primera tradición eclesial cedió siguiendo la preponderante autoridad agustiniana» [Mattai 1987: 38]. Incluso, podríamos agregar de buen grado, porque esta orientación no violenta no era unánime en la Iglesia preconstantiniana.

En la misma línea el ya citado Coccia sostiene que «No se ha podido encontrar en sus escritos la prueba de esta tesis (la aprobación de la pena de muerte) así como es enunciada de sus modernos fautores. En San Agustín hemos encontrado, al contrario, otro espíritu. El espíritu de una humanidad superior, como podía brotar del corazón de un gran obispo y de un alma iluminada y elevada por el evangelio» [Coccia 1962: 586].

Lo cierto es que San Agustín nunca trató la cuestión de la pena de muerte como lo haría un profesor de filosofía moral o de derecho penal, sino como un pastor, de forma ocasional cada vez que en el ejercicio de su ministerio episcopal se encontraba con la situación de que los jueces decretaran una sentencia capital, y en algunos de estos casos intercedía a favor del reo [Blázquez 1977: 207-210]. Fue San Agustín quien introdujo la figura jurídica de la intercesión episcopal (intercessio episcopalis). Con el pasar del tiempo se convirtió en un “verdadero derecho de intercesión”, que permitía al papa o al obispo del lugar interceder de oficio en favor de los condenados a muerte para obtener una conmuta de pena.

Por tanto, con toda tranquilidad se puede decir que Agustín ha sustancialmente aceptado la pena de muerte como derecho del Estado, y al mismo tiempo ha bregado por una humanización de las penas, por una cierta superación de la necesidad de la sociedad de recurrir a la pena capital. Lícita en principio, pero más bien de excluir a la hora de la praxis [García 2010: 117].

1.6. Santo Tomás de Aquino

En el siglo XII, época de grandes juristas y teólogos, es común la sentencia sobre la legitimidad jurídica de la pena capital. Santo Tomás de Aquino trata lo específico de la pena de muerte en la Suma Teológica. Aparece en el tratado de la fe, cuando habla de la herejía; en el tratado de la caridad, cuando habla de los cismáticos; y, sobre todo, en el tratado de la justicia, cuando habla del homicidio.

Refiriéndose a los herejes escribe:

«Si quienes falsifican moneda, u otro tipo de malhechores, justamente son entregados sin más a la muerte por los príncipes seculares, con mayor razón los herejes convictos de herejía podrían no solamente ser excomulgados, sino también entregados con toda justicia a la pena de muerte.

»Mas por parte de la Iglesia está la misericordia a favor de la conversión de los que yerran, y por eso no se les condena sin más, sino después de una primera y segunda amonestación (Tt 3, 10), como enseña el Apóstol. Pero, después de esto, si sigue todavía pertinaz, la Iglesia, sin esperanza ya de su conversión, mira por la salvación de los demás y los separa de sí por sentencia de excomunión. Y aún va más allá, relajándolos al juicio secular para su exterminio del mundo con la muerte. A este propósito afirma San Jerónimo y se lee en el Decreto: “Hay que remondar las carnes podridas, y a la oveja sarnosa hay que separarla del aprisco”» [Summa Theologica, II-II, q. 11, a. 3.].

Como se puede ver, el Aquinate defiende que, si la pena de excomunión no es suficiente para que los herejes se corrijan, deben ser entregados al poder secular. No precisa hasta dónde puede llegar el castigo que a éste se le imponga, pero podríamos interpretar que no excluiría la pena capital, pues dice: «Las penas de esta vida son medicinales; por eso, cuando no es suficiente una, se añade otra; al igual que los médicos recetan también distintas medicinas cuando una no es eficaz» [Summa Theologica, II-II, q. 39, a. 4.].

Y respecto a los que cometen delitos graves contra el cuerpo social, afirma que

«Si fuera necesaria para la salud de todo el cuerpo humano la amputación de algún miembro, por ejemplo, si está podrido y puede inficionar a los demás, tal amputación sería laudable y saludable. Pues bien: cada persona singular se compara a toda la comunidad como la parte al todo; y, por tanto, si un hombre es peligroso para la sociedad y la corrompe por algún pecado, laudable y saludablemente se le quita la vida para la conservación del bien común; pues, como afirma 1 Cor 5, 6, “un poco de levadura corrompe toda la masa”… Aunque matar al hombre que conserva su dignidad sea en sí malo, sin embargo, matar al hombre pecador puede ser bueno, como matar a una bestia, pues peor es el hombre malo que una bestia y causa más daño, según afirma el Filósofo» [Summa Theologica II-II, q. 64, a. 2.].

El principio que el Aquinate utiliza para justificar la pena de muerte es el de totalidad: por el bien del todo se puede sacrificar una parte. Hay una preeminencia del bien común sobre el bien de la sola persona. Se parte además, de la idea de que la autoridad pública tiene por fin el promover el bien de todos.

Como se puede apreciar, el Aquinate recurre al principio de totalidad, ya esbozado en la época de los Padres, asignándole singular preeminencia en el edifico social. Indiscutido por siglos, no faltan a fines del siglo XX, defensores [Dewan 2001] y críticos del mismo [Blázquez 1983; Blázquez 1994: 57-76].

1.7. La pena capital en la Modernidad y en nuestro tiempo

La Reforma protestante no llevó a un cambio substancial en la visión europea sobre la pena de muerte. Tanto Martín Lutero como Calvino seguían la doctrina tradicional en favor de la pena capital. Las “Confesiones de Augsburgo” (1530), que contienen la primera exposición oficial del credo luterano la defiende explícitamente. Sin embargo, algunas sectas protestantes heterodoxas, como los Menonitas se han opuesto a la pena de muerte desde su fundación.

A partir del siglo XVIII, surgen corrientes de juristas que impugnan su legitimidad, pero en modo alguno crean un clima adverso. De hecho, la licitud apenas si se cuestiona hasta fechas recientes. A ello contribuyó sin duda, la creciente seguridad que los Estados pueden tomar para la legítima defensa. En el mundo civil, la corriente abolicionista toma cuerpo con el notable jurista Cesare Beccaria: «La pena de muerte tampoco es útil por cuanto le ofrece a la sociedad, un ejemplo de crueldad. Cuando las inevitables guerras han enseñado a derramar sangre humana, las leyes cuyo objetivo es suavizar las relaciones sociales y crear un trato humano entre todos los ciudadanos, no deben repetir y multiplicar esos ejemplos de crueldad» [Dei delitti e delle pene, Livorno, 1764].

B. Voltaire (1694-1778) escribió un significativo comentario a la obra de Cesare Beccaria, que apareció junto a la publicación del escrito ―en 1766― del jurista italiano en su versión francesa. En 1762 tuvo lugar el caso de la ejecución del hugonote Jean Calas, en Toulouse. Voltaire lideró una campaña de prensa estridente. No solamente el tribunal real apuntó a revisar el caso, sino que el veredicto de los jueces fue una revocación de la condena de Calas tres años después de su ejecución [Megivern 1997: 219]. Todo lo que pudo hacerse después fue una indemnización a la familia, pero en la opinión pública europea se instalaba ya que la pena capital comenzaba a perder prestigio. La necesidad de la reforma penal empezaba a ser vista como imprescindible. Voltaire, usando una retórica inflamante, hacía una campaña abolicionista en toda Europa Occidental. «Los tribunales cristianos han condenado a la muerte a más de 100.000 así llamados brujos. Si Usted añade a estas masacres judiciales el infinitamente mayor número de herejes inmolados, esta parte del mundo será vista nada más que como un vasto cadalso lleno de ejecutores y sus víctimas, rodeados de jueces y espectadores» [Voltaire 1967: 554].

Voltaire intentó avergonzar a sus contemporáneos, reclamando que Francia estaba yendo más lejos que Inglaterra y Rusia en sus esfuerzos para corregir este sistema penal bárbaro. Recordaba a los franceses de su herencia orgullosa con sus raíces en el derecho romano: «Un ciudadano romano podría ser condenado a muerte solamente por crímenes que atentaran la seguridad del estado. Nuestros maestros, nuestros primeros legisladores, respetaban la sangre de sus compatriotas, mientras que nosotros profusamente perdemos la sangre de los nuestros» [Voltaire 1967: 554].

Actualmente existe un fuerte movimiento de opinión pública en los países occidentales a favor de la abolición de la pena de muerte. Las primeras naciones que abolieron la pena de muerte fueron Venezuela (1863) y San Marino (1865). Actualmente son 65 países que admiten la pena capital.

2. Posición de la Iglesia Católica ante la pena de muerte

A este respecto, la postura actualmente vigente de la Iglesia Católica está contenida en los números 2266 y 2267 de la segunda edición del Catecismo de la Iglesia Católica (1997):

2266 A la exigencia de la tutela del bien común corresponde el esfuerzo del Estado para contener la difusión de comportamientos lesivos de los derechos humanos y las normas fundamentales de la convivencia civil. La legítima autoridad pública tiene el derecho y el deber de aplicar penas proporcionadas a la gravedad del delito. La pena tiene, ante todo, la finalidad de reparar el desorden introducido por la culpa. Cuando la pena es aceptada voluntariamente por el culpable, adquiere un valor de expiación. La pena finalmente, además de la defensa del orden público y la tutela de la seguridad de las personas, tiene una finalidad medicinal: en la medida de lo posible, debe contribuir a la enmienda del culpable.

2267 La enseñanza tradicional de la Iglesia no excluye, supuesta la plena comprobación de la identidad y de la responsabilidad del culpable, el recurso a la pena de muerte, si esta fuera el único camino posible para defender eficazmente del agresor injusto las vidas humanas.

Pero si los medios incruentos bastan para proteger y defender del agresor la seguridad de las personas, la autoridad se limitará a esos medios, porque ellos corresponden mejor a las condiciones concretas del bien común y son más conformes con la dignidad de la persona humana.

Hoy, en efecto, como consecuencia de las posibilidades que tiene el Estado para reprimir eficazmente el crimen, haciendo inofensivo a aquél que lo ha cometido sin quitarle definitivamente la posibilidad de redimirse, los casos en los que sea absolutamente necesario suprimir al reo «suceden muy [...] rara vez [...], si es que ya en realidad se dan algunos» (Evangelium Vitae 56).

Las reflexiones de Juan Pablo II sobre la pena de muerte, contenidas en la Carta Encíclica de 1995 Evangelium Vitae, son la causa de que se haya añadido en la segunda edición del Catecismo el último párrafo del punto 2267. En efecto, la Evangelium Vitae, de acuerdo con la enseñanza tradicional de la Iglesia, no excluye la legitimidad de la pena de muerte, pero señala la tendencia a considerar no justificada su aplicación en las condiciones actuales:

En este horizonte se sitúa también el problema de la pena de muerte, respecto a la cual hay, tanto en la iglesia como en la sociedad civil, una tendencia progresiva a pedir una aplicación muy limitada e, incluso, su total abolición. El problema se enmarca en la óptica de una justicia penal que sea cada vez más conforme con el designio de Dios sobre el hombre y la sociedad [Evangelium Vitae, n. 56.1].

En el parágrafo segundo del nº 56 aborda la cuestión de la ‘medida’ y la ‘calidad’ de la pena, que deben ser valoradas atentamente, «sin que se deba llegar a la medida extrema de la eliminación del reo, salvo en casos de absoluta necesidad, es decir, cuando la defensa de la sociedad no sea posible de otro modo. Hoy, sin embargo, gracias a la organización cada vez más adecuada de la institución penal, estos casos son ya muy raros, por no decir prácticamente inexistentes» [Evangelium Vitae, n. 56, 2]. En este sentido Juan Pablo II había saludado como un signo de esperanza, en una mayor sintonía con la cultura de la vida, el difundirse a nivel de opinión pública, de una aversión a la pena de muerte, incluso como medio de legítima defensa social, “al considerar las posibilidades con las que cuenta una sociedad moderna para reprimir eficazmente el crimen de modo que, neutralizando a quien lo ha cometido, no se le prive definitivamente de la posibilidad de redimirse” [Evangelium Vitae, n. 27).

El tercer y último parágrafo del n. 56 reafirma la validez del Catecismo:

De todos modos, permanece válido el principio indicado por el nuevo Catecismo de la Iglesia Católica, según el cual “si los medios incruentos bastan para defender las vidas humanas contra el agresor y para proteger de él el orden público y la seguridad de las personas, en tal caso la autoridad se limitará a emplear sólo esos medios, porque ellos corresponden mejor a las condiciones concretas del bien común y son más conformes con la dignidad de la persona humana” [Evangelium Vitae, n. 56,3].

En el mensaje navideño de 1998, Juan Pablo II pedía que «la navidad refuerce en el mundo el consenso sobre medidas urgentes y adecuadas para detener la producción y el comercio de armas, para defender la vida humana, para desterrar la pena de muerte…» [Mensaje Urbi et Orbi en la solemnidad de la navidad, 25-12-1998]. En la misma línea, el discurso de Juan Pablo II en Saint Louis, EE. UU. en 1999: «Renuevo el llamamiento que hice en estas navidades, con vistas a un consenso que permita abrogar la pena de muerte, tan cruel como innecesaria» [Homilía en Trans World Dome, de Saint Louis (27-1-1999)].

3. Argumentaciones en el debate contemporáneo sobre la legitimidad de la pena capital

La solución a la cuestión de la legitimidad o ilegitimidad de la pena de muerte se encuentra en la persona humana, en su irrenunciable dignidad, en sus derechos. En efecto, la pena capital refiere directamente a la persona, como sujeto pasible de ejecución. De hecho, actualmente 65 Estados albergan en sus legislaciones la pena capital, siendo hoy China el país que numéricamente, más aplica la sanción: aproximadamente no menos de 2000 ejecuciones al año. Por tanto, en este apartado, vamos a enumerar cuáles ideas son las que sostienen la práctica de aplicación de la pena y cuáles se oponen a ella.

3.1. Argumentos a favor

1) Razón de Justicia: hay una igualdad natural de todos los hombres ante la ley. Por tanto, cuando un hombre comete un delito, se ha de retribuir al autor del delito con una pena equivalente al mal que ha ocasionado. El daño no puede, de ningún modo, quedar impune. Y a grandes males, grandes remedios.

2) La legítima Defensa: este argumento se basa en la idea de que el ciudadano, víctima del delito, no ha podido ejercer su Derecho a la legítima defensa, y por lo tanto, es la sociedad quien debe llevarla a cabo. La pena de muerte sería, entonces, el ejercicio proporcionado de la sociedad a través de un tribunal, de la legítima defensa. La pena de muerte «analógicamente hablando, no es otra cosa que una subrogación que hace la autoridad de la sociedad, la autoridad del Estado, para castigar a quien privó injustamente de la vida a una persona débil que no pudo defenderse» [Zepeda Coll 1997: 6].

3) Utilidad Social: según las teorías de la prevención general del delito, la ley ―en su función pedagógica― debe crear estímulos disuasorios en los transgresores potenciales. Dicho de otra manera, la pena tendría, en este esquema de pensamiento, un carácter real disuasorio e intimidatorio. Hay que otorgarle a este argumento su justo valor, pues todo sujeto pensante, en principio, hace un balance sobre las ventajas y desventajas de la comisión de un crimen.

4) Peligro de la fuga y de reincidencia del reo: un sentimiento de pánico o miedo lleva a apoyar por parte de la sociedad, la pena capital, pues se han dado sonados casos en los que el sujeto delincuente ha escapado de prisión y ha vuelto cometer delitos aberrantes. No podemos olvidar el nombre de Lombroso, quien introdujo la tipología del delincuente nato. Según éste, la reinserción social del delincuente no era posible y por tanto, la única política criminal viable era la eliminación del sujeto.

5) Menor riesgo de error judicial: en la actualidad, con los avances técnicos en las investigaciones, con la existencia de garantías jurídicas, tales como las apelaciones, la revisión obligatoria de la sentencia de muerte, etc., impiden el error de condenar a inocentes.

6) Ecuación costos-beneficios: la sanción capital es, en términos de costos económicos para la sociedad que mantiene las cárceles con sus impuestos, más rentable que las alternativas que se presentan a dicha sanción. En países con bolsones de pobreza, con bocas de niños no satisfechas, este argumento pesa más aún. Así lo piensa el filósofo argentino Alejandro Rozitchner: «estoy a favor de la pena de muerte. Si consideramos un caso de la violación de un menor seguida de muerte, ¿qué haríamos con quien cometió el crimen? ¿Conversar con él, hasta que acepte que hizo mal? ¿Tenerlo encerrado, alimentarlo a expensas del estado, de ese estado que no logra alimentar a los chicos pobres del país? Corresponde que pague con su vida. Hay cosas graves, que tienen consecuencias y no hay vuelta. Lo irreparable existe, apareció en el crimen y puede y debe aparecer nuevamente en la pena» [Rozitchner 2010].

3.2. Argumentos en contra

1) Razón de Justicia: al mal del delito, la sociedad le suma el mal de la pena. Giorgio Del Vecchio decía que la historia de las penas es, por momentos, tan deshonrosa para la humanidad como la historia de los delitos [Del Vecchio 1947: 43]. La muerte de la persona que delinque no es un remedio adecuado. Quizá, a veces, bajo el supuesto de realización de justicia, en realidad se esconda el deseo de venganza. Y ello no es justo.

2) Legítima y defensa: no siempre el sujeto agredido posee la voluntad o las intenciones —que no pueden ser demostradas— de aplicación de pena capital por el delito que ha sufrido. Incluso hasta podría ser posible que en vez de pedir ese castigo, pueda desear el perdón.

3) Utilidad Social: no está demostrado fehacientemente que la pena capital cumpla una función de prevención general negativa, o sea, de intimidación a eventuales infractores. Prueba de ello es que si así fuera, no existirían casi los delitos graves. Además, pensar que el delito es un acto racional en el que el sujeto evalúa las ventajas y desventajas, puede ser falso. Tantas veces se actúa por pasiones o bien el sujeto espera no ser descubierto o no ser castigado en un proceso judicial.

4) El sistema carcelario es hoy cada vez más seguro y con personal profesional (capellanes, psicólogos, médicos, etc.) que ayudan más eficazmente al sujeto a un cambio de actitud criminal.

5) Irreversibilidad de la pena capital respecto al error judicial. Si bien actualmente los errores judiciales son menos frecuentes, hay riesgo de condenar a un inocente. Con el agravante de que en el caso de la pena de muerte no se puede compensar al sujeto por error [Villalba 1999: 17].

6) Ecuación costos-beneficios: en los costos sobre la pena de muerte, no sólo hay que evaluar el costo que tiene en sí misma una ejecución sino todo el proceso judicial, o sea, apelaciones, jueces, costos sociales, etc. que esta implica. No siempre la ejecución resulta más rentable. Además, la vida o muerte de una persona no puede ser medida por este criterio economicista.

7) Limitar las arbitrariedades del poder: En los regímenes dictatoriales y terroristas, el derecho se convierte fácilmente en instrumento del poder de turno [Peregrina 2010]. La aplicación de la Justicia se vuelve funcional a la ideología, perdiendo su autonomía, como fue el caso de la Seguridad Nacional en países de América Latina en la década de los ‘70.

4. Análisis de la licitud y la oportunidad de su aplicación en nuestros días

En la concepción filosófica común y universalmente adoptada en Occidente en la actualidad, la persona humana es el sujeto, el centro y el vértice de toda la realidad social, cultural, política y económica. El hombre no es una cosa entre las cosas, y se resiste a la instrumentalización injusta.

Ahora bien, esto es así porque la persona humana ostenta una intrínseca dignidad que no la concede la sociedad, sino que es anterior a la misma. No la concede el Estado; es anterior al mismo. No la conceden las declaraciones de derechos por parte de asambleas políticas legítimamente constituidas; es anterior a las mismas. Dicha dignidad personal es fuente de los derechos que en numerosos documentos y declaraciones solemnes son reconocidos como inalienables, inviolables e imprescriptibles.

Entre esos derechos, se encuentra el de la vida, sin el cual ningún otro derecho podría existir. Ante ese don gratuito de la vida, porque de hecho nos descubrimos gozando de ese don, la persona ha de entenderse a sí misma no como dueña o propietaria absoluta, sino más bien como administrador responsable.

Si bien el valor de la vida humana no es absoluto —héroes y mártires han dado literalmente su vida por altos y nobles ideales— tampoco el hombre puede disponer de la propia vida y la de otros arbitrariamente. La sociedad está llamada a administrar justicia al malhechor, a través de sus magistrados. El derecho del Estado a aplicar la pena capital, en situaciones extremas, es parte de sus recursos de defensa legítima ante el injusto agresor. Queda como ultima ratio, para casos muy extremos.

Es innegable que todavía existen poderes antagónicos al orden y a la justicia, como el terrorismo internacional o el mismo narcotráfico, que pueden poseer un poder igual o mayor que el de un Estado. Por otra parte, no todos los países poseen un sistema carcelario tan evolucionado que pueda garantizar razonablemente que el reo no pueda volver a delinquir gravemente. Por eso, como expresa Rodríguez Luño, «estamos de acuerdo en que la evolución actual de la conciencia moral y jurídica, que querría limitar e incluso abolir la pena de muerte, es positiva, a condición de que venga liberada de algunas ambigüedades» [Rodríguez Luño 2008: 163]. La primera de ellas es afirmar claramente que la vida de quien es culpable de graves delitos no puede ser valorada al mismo nivel de respeto de quien es una persona inocente. Y otra ambigüedad también es que el Estado ha de cumplir su rol de protección de los ciudadanos. Un poder judicial que castigue con extrema levedad delitos aberrantes como los asesinatos o el terrorismo por ejemplo, y que en breve lapso dejen en libertad en no pocos casos a los reos para seguir delinquiendo, es un poder judicial irresponsable de la tutela de la vida y la seguridad a los que los ciudadanos tienen derecho.

No habría que tomar a la ligera la posibilidad existente de que el sistema jurídico pueda llegar a ser casi un sistema de protección del delincuente. Además, la objeción según la cual es contradictorio suprimir la vida en nombre de la dignidad de la vida, no convence demasiado. Si fuera así, no se podría castigar ningún delito privando de la libertad o de sus bienes al reo. En efecto, en nombre de la libertad de los ciudadanos honestos, el reo puesto en prisión es privado de su libertad; en nombre de la propiedad de los honestos, la propiedad de los culpables les es disminuida mediante multas, confiscas, etc. El gran valor de un bien justifica la diversidad de tratamientos respecto de los que respetan las leyes y lo que no [Rodríguez Luño 2008: 164].

Por tanto, podría ser adecuada la pena capital para delitos muy graves, por parte del Estado. Sin embargo, podemos preguntarnos todavía: ¿qué valores éticos estarían presentes en la fuerte tendencia a poner límites a la aplicación de la pena capital hoy?

Poner límites a la pena de muerte significaría [Surlis 2010]:

a) Que somos capaces de romper el círculo de la violencia que ha inaugurado quien delinque.

b) Que la sociedad puede ofrecer al reo propuestas más humanas y esperanzadoras para intentar reparar el daño que han causado a la sociedad y para alcanzar su rehabilitación.

c) La cultura del perdón introducida por el Cristianismo es superior a la cultura de la venganza. Es mejor perdonar y redimir sobrenatural y civilmente.

d) La no aplicación de la pena capital pondría de manifiesto mejor la convicción acerca del valor y la dignidad única de cada persona, a partir del instante de su concepción: un ser a imagen y semejanza de Dios. La vida humana es intangible e inviolable. Hay un derecho inalienable a conservar la propia vida recibida de Dios [González-Carvajal 2005: 103].

e) Alejaría completamente la posibilidad del error judicial irreparable.

En conclusión, podemos afirmar que la reflexión filosófica y teológica del primer milenio, con diversas posturas —presentes sobre todo en los primeros siglos— reconoce el derecho del Estado de poder servirse de la pena de muerte, invitando no obstante ello, a los cristianos a no alegrarse por su existencia, en lo posible a no tomar parte de las ejecuciones, e invitando a los magistrados y jueces a la clemencia. Es preferible la piedad a la horca o la hoguera en la mente de los Padres. Vimos cómo no pocos de ellos recurren para sus pedidos de clemencia al ejemplo de Jesús ante la adúltera [cfr. Jn 8, 1-11]. Siempre hay esperanza de conversión para el reo, hijo de Dios.

¿Hay un progreso en “humanidad” con el cristianismo en expansión, respecto a la consideración de los reos y su castigo? Pensamos que sí, claramente. Los datos históricos, los gestos y los textos nos muestran a teólogos, filósofos, obispos, pastores, monjes, insistiendo en la bondad y humanidad que significa la clemencia y la conversión.

En la reflexión y práctica del segundo milenio, las perspectivas cambiaron, ajustándose más bien a las razones de Imperio o Estado. Quien delinque gravemente y en reiteradas oportunidades, ofende gravemente a Dios y al cuerpo social. Merece por tanto el castigo capital. Se echa mano entonces del principio de totalidad. Pero a fines del mismo, nuevamente y con más razones, ha tenido lugar una posición más benévola o misericordiosa. El pensamiento filosófico personalista ontológicamente fundado, y una reflexión teológica renovada en las mismas fuentes bíblicas neotestamentarias, ha contribuido a ello.

Nuestro siglo es testigo de una sensibilidad creciente contraria respecto a la aplicación de la pena de muerte, al menos para delitos comunes. La actual cultura de la vida saluda con aprecio una perspectiva más humana y menos cruel. Es consciente que la sociedad civil está llamada a administrar justicia, mediante sus magistrados, pero nunca venganza. Hoy se ve con mayor nitidez el bien que significa utilizar en lo posible, medios incruentos para castigar delitos que afectan al bien común, sin dejar en el olvido que al Estado le asiste la razón en echar mano de la pena capital en circunstancias extremas, a fin de tutelar la vida y la seguridad de los ciudadanos honestos. Si el injusto agresor es colocado en real y constante situación de no agresión al cuerpo social, la autoridad debería limitarse a esos recursos.

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Notas

1 «Una comunidad está justificada en aplicar una pena de muerte sólo en la medida en que respeta el único derecho de Dios sobre la vida y la muerte y en la medida en que respeta la inviolabilidad de la vida humana que deriva de esto. La pena de muerte, llevada a término por los órganos del Estado, puede ser también asesinato. Cada violación de este límite, que esté basada en motivos nacionales, raciales o ideológicos, está aquí condenada» [Westermann 1984: 469.]

2 «Debemos asumir que el tratamiento de Caín por parte de Dios representa el modelo normativo del castigo, que combina la justicia penal por un lado y el respeto de la dignidad del ofensor por el otro» [O’Donovan 1998: 229].

3 En pleno siglo XX tuvo en ciertos ámbitos, influencia significativa la expresión de Karl Barth: «A partir del Evangelio no se puede decir nada, absolutamente nada en favor de la institución de la pena de muerte; todo, por el contrario, se opone a ella» [Barth 1965: 134]. Más moderado es el conocido teólogo italiano Lino Ciccone, que dice: «El problema de la pena de muerte en los términos que se ponen para nosotros, quedan como extraños a la palabra de Dios. De ellas por tanto, no es posible deducir ni una aprobación ni una condena explícita de la pena de muerte. Pero no es menos claro que de esas palabras emergen concepciones y consiguientes orientaciones que, sin ambigüedad, dirigen el pensamiento hacia un rechazo de la pena de muerte» [Ciccone 1984: 78].

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García, José Juan, La pena de muerte, en Fernández Labastida, Francisco – Mercado, Juan Andrés (editores), Philosophica: Enciclopedia filosófica on line, URL: http://www.philosophica.info/archivo/2011/voces/pena_de_muerte/Pena_de_muerte.html

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