Philosophica
Enciclopedia filosófica  on line

VERSIÓN DE ARCHIVO 2011


Ley Natural

Autor: Amadeo Tonello

1. Introducción

En la fundamentación de la ética, la idea de la existencia de una ley natural tiene una importante gravitación desde hace más de dos mil años. A pesar del descrédito de las éticas basadas en la naturaleza, este concepto continúa vigente, aunque no predominante, en el debate contemporáneo. Razones históricas y culturales explican esa sorprendente permanencia. Una de ellas es la necesidad de recurrir a principios éticos superiores a los ordenamientos legales positivos en ciertas circunstancias de la historia reciente, como los juicios de Nuremberg: los criminales de guerra nazis no podían ser juzgados sólo con las leyes vigentes internacionalmente en el tiempo de la Segunda Guerra Mundial. Otra razón, sin duda, es la Declaración Universal de los Derechos del Hombre, refrendada en el año 1948, que establece derechos fundamentales para todos los hombres, que no se pueden basar ni en la voluntad de personas individuales, ni de los Estados signatarios, ni de cualesquiera leyes meramente positivas.

Sin embargo, el concepto de ley natural es complejo, y recibe fuertes contestaciones desde diferentes ámbitos de la filosofía. A ello se suma el hecho de que es la Iglesia Católica quien lo utiliza con mayor frecuencia para sentar posición en ciertas cuestiones fuertemente debatidas en la cultura contemporánea —el aborto, la homosexualidad, la regulación de la natalidad, etc.— con lo cual frecuentemente se produce o se provoca la confusión de pensar que los argumentos basados en la ley natural son meramente teológicos y válidos sólo para los creyentes. Además, desde el punto de vista de la historia de la filosofía, hay varias teorías de la ley natural, y no todas tienen el mismo valor y consistencia.

El presente estudio seguirá los siguientes pasos: a) un breve rastreo del concepto “ley natural” en la Antigüedad; b) la síntesis de Santo Tomás de Aquino, que sigue siendo la más completa y fecunda presentación del tema; c) las derivaciones modernas; d) algunas perspectivas contemporáneas; e) las dificultades más frecuentes que enfrenta toda teoría de la ley natural; f) algunas tareas más urgentes para una renovada reflexión sobre la ley natural.

2. La ley natural en la Antigüedad

2.1. Las leyes no escritas

La idea de que existan leyes no escritas anteriores a las determinaciones jurídicas positivas se encuentra ya en la tragedia Antígona, de Sófocles (495-406 a.C). El hermano de Antígona, Polínices, muerto en guerra civil, es condenado por su rebeldía a permanecer insepulto. Pero Antígona, para cumplir sus deberes de piedad con el hermano muerto, apela «a las leyes no escritas e inmutables» contra la prohibición de sepultura pronunciada por el rey Creonte. A la recriminación del rey por haber violado su prohibición, ella responde:

No era Zeus quien me la había decretado, ni Dike, compañera de los dioses subterráneos, perfiló nunca entre los hombres leyes de este tipo. Y no creía yo que tus decretos tuvieran tanta fuerza como para permitir que sólo un hombre pueda saltar por encima de las leyes no escritas, inmutables, de los dioses: su vigencia no es de hoy ni de ayer, sino de siempre, y nadie sabe cuándo fue que aparecieron [Sófocles, Antígona 449-460].

Sin embargo, en la sofística griega contemporánea a Sófocles no existe propiamente el concepto de ley natural, sino más bien la contraposición entre sus dos elementos constitutivos: la phýsis y el nómos. Para algunos sofistas, como Protágoras (480-410 a.C.), el progreso de la sociedad es posible por la adquisición de ciertas virtudes que son por convención (nómos), en tanto que el estado de naturaleza (phýsis) es un dato inicial que debe ser superado. La leyes o nómoi son los medios de elevación de la vida humana por encima del nivel de las bestias. Ni el nómos ni las virtudes políticas son por naturaleza, y una vuelta a la naturaleza (estado “salvaje”) es lo último que se desea [Platón, Protágoras, 320c y ss.].

En otros casos, los sofistas sostienen que las leyes deben someterse a la naturaleza, pero entendida ésta en un sentido egoísta e inmoral. Así sucede con Trasímaco, que afirma que la justicia es el interés del más fuerte [Platón, República I, 336b y ss.]. Los que ejercen el poder dictan las leyes en vistas a su propio beneficio o conveniencia. Pero esto no tendría nada de reprobable, dado que el hecho de que los fuertes pretendan el poder sigue a la naturaleza humana. Análoga es la posición de Calicles, que Platón reporta en Las Leyes: la justicia es aquello que cada uno consigue imponer por la fuerza; la vida conforme a la naturaleza consiste en vivir dominando a los demás; la excelencia no pasa por el autocontrol y el respeto a las leyes. Al contrario, el placer, el desenfreno y el libertinaje, si están respaldados por la fuerza, constituyen la areté (excelencia) y felicidad. Platón resume así los argumentos de los defensores inmoralistas de la naturaleza: las cosas más grandes y bellas del mundo son obra de la naturaleza. Las artes y técnicas vinieron después; entre ellas sólo son útiles las que ayudan a la naturaleza. La política y la legislación tienen poco que ver con la naturaleza; por ello sus postulados están faltos de valor. Los dioses mismos sólo existen por nómos. Sobre la justicia los hombres entablan discusiones interminables. Por eso, señala Platón, los agitadores empujan a la juventud a la impiedad y a la sedición, instándolos a una vida “conforme a la naturaleza”, consistente en vivir dominando a los demás en vez de servir a los hombres conforme a las leyes [Platón, Las Leyes 889a-890a].

Pero hay otro tipo de crítica de la ley, que afirma que el hombre sabio debe guiarse no por las leyes establecidas, sino más bien por la ley de la virtud (areté). Se trata de una defensa altruista de la phýsis contra el nómos que da lugar a ideas de igualdad y cosmopolitismo, así como de unidad de la humanidad. De esta manera comienza a surgir el concepto de “ley natural”, dado que se habla de leyes “no escritas” que son conforme a la naturaleza y que sirven de criterio de juicio frente a las limitaciones y errores de las leyes positivas. En síntesis, la expresión “leyes no escritas” se aplica en primer término a ciertos principios morales tenidos por universalmente válidos (al menos para el mundo griego). Sus autores son los dioses, y ninguna infracción de estas leyes puede quedar sin castigo. Están estrechamente vinculadas al mundo de la naturaleza. En contraste con estas ordenaciones celestes, cada país tiene sus propios nómoi. Pero esas leyes no tienen fuerza en otros lugares y pueden ser alteradas. En general, es bueno y justo observar esas leyes, pero no tienen la misma fuerza que las leyes divinas o naturales.

Platón (427-347 a.C.) y Aristóteles (384-322 a.C.) retoman la distinción realizada por los sofistas entre las leyes que tienen origen en una convención o pura decisión positiva (thésis) y aquellas que son válidas por naturaleza. Las primeras no son ni eternas ni válidas en modo general y no obligan a todos; las segundas son admitidas por todos [Aristóteles, Retórica I, 10, 1368b]. Para Platón esto es posible en la medida en que se supere la idea estrecha de naturaleza que tienen algunos sofistas, reducida a su componente físico, como se ha visto poco más arriba. Aristóteles, por su parte, afirma:

Divido la ley en particular y en común: particular, la establecida para cada pueblo respecto de él mismo, y ésta es en parte no escrita, y en parte escrita. Común es la ley conforme a la naturaleza. Pues de acuerdo con esto existe algo comúnmente justo e injusto, lo cual todos adivinan, aunque no exista ningún acuerdo común entre unos y otros pueblos, ni pacto alguno [Aristóteles, Retórica I, 13, 1374b y ss.].

Sin desarrollar in extenso este concepto de ley natural, la ética aristotélica argumenta habitualmente desde la naturaleza. Por ejemplo, la visión aristotélica de la felicidad como ejercicio de la actividad contemplativa echa sus raíces en la naturaleza del hombre. De igual modo, las virtudes se atendrán al equilibrio o justo medio que corresponde tanto a la naturaleza del hombre en general así como a la naturaleza concreta de cada individuo [Aristóteles, Etica a Nicómaco I, 7; X, 7; y todo el libro II].

2.2. El cosmopolitismo estoico y el ius gentium romano

En el estoicismo el concepto de ley natural abre la puerta a un cosmopolitismo ético. Lo bueno y debido es lo que corresponde a la naturaleza, entendida en un sentido tanto físico como racional. Todo hombre, sea cual sea la nación a la que pertenece, debe integrarse como una parte en el Todo del universo. Debe vivir según la naturaleza. Este imperativo presupone que existe una ley eterna, un lógos divino, que está presente tanto en el cosmos, impregnándolo de racionalidad, como en la razón humana: pues en el hombre, ser de naturaleza racional, se manifiesta el lógos. Este se presenta como ley moral y jurídica rectora de la conducta humana, dado que las acciones se consideran buenas o malas de acuerdo con su conveniencia o no conveniencia con el eterno lógos. Las nociones de phýsis y nómos convergen en el lógos que se nos exhibe como recta razón que domina el universo. Así, la naturaleza y la razón constituyen las dos fuentes de la ley ética fundamental, que es de origen divino.

En Roma, estas ideas hallaron acogida en los escritos de Cicerón (106-43 a.C.). Su De legibus ofrece una sistematización de su concepción del derecho natural. El principio del derecho ha de buscarse no en el edicto del pretor ni en ninguna otra fuente positiva sino en la naturaleza del hombre, que nos muestra a éste como ser racional. Esta ley suprema e inmutable existe con anterioridad a toda ley escrita y a la constitución de cualquier Estado; es algo eterno, que gobierna la totalidad del universo con la sabiduría de sus mandatos y prohibiciones. La ley en última instancia se identifica con la razón recta y suprema que proviene de la voluntad divina y es inherente a la naturaleza. Esa razón se convierte en ley cuando reside en la mente humana; es eterna, inmutable, universal, y precede en el tiempo a todas las legislaciones escritas, que sólo pueden llamarse leyes en la medida en que son justas y concuerdan con aquélla. El fundamento del derecho es la tendencia natural que lleva a amar a los hombres, de la cual nacen las virtudes.

Con posterioridad a Cicerón, Gayo distinguió en el siglo II de la era cristiana entre el ius civile, propio de los ciudadanos romanos, y el ius gentium, derecho común a todos los pueblos, revelado por la razón. Este último correspondía la ley natural de los estoicos. Por último, en la centuria siguiente, Ulpiano diferenció al ius naturale del ius gentium; el primero no es privativo del género humano sino que es común a todos los animales y es revelado por el instinto, en tanto el segundo atañe únicamente a los hombres y está constituido por aquellos principios que éstos universalmente reconocen como válidos. La teoría de Ulpiano parece abrir una brecha en la orientación estoica llevada a Roma por Cicerón, que vinculaba estrechamente ley natural y razón. La visión de Ulpiano se reflejará posteriormente en las Instituciones del emperador Justiniano (siglo VI).

2.3. La tradición judeocristiana

Por lo que se refiere al judaísmo, si bien las “Diez Palabras” (cfr. Ex 20, 2-17; Dt 5, 6-21) son un elemento esencial de la singular experiencia religiosa de Israel, sus mandamientos se reconocen válidos de modo universal. En este sentido, al inicio de la Carta a los Romanos el apóstol Pablo manifiesta tanto la posibilidad de un conocimiento natural de Dios (cfr. Rm 1, 19-20) como la existencia de una ley moral no escrita exteriormente sino en el corazón de todos los hombres. Por ella aún los paganos, desprovistos de la revelación del Sinaí, son capaces de discernir el bien y el mal, de acuerdo con el testimonio de su conciencia (cfr. Rm 2, 14-15).

Ya en la época cristiana, los Padres de la Iglesia retoman ciertos elementos estoicos, en particular, la idea de que la naturaleza y la razón son puntos de referencia válidos para determinar los deberes morales del hombre. Sin embargo, no se limitan a adoptar la moral estoica sin cambios, sino que la completan con la idea bíblica del hombre como imagen de Dios, cuya plena verdad es manifestada en Cristo. El lógos eterno remite ahora a la trascendente sabiduría divina. Así puede decir San Agustín (354-430): «La ley eterna es la razón divina o la voluntad de Dios, que manda conservar el orden natural y prohibe turbarlo» [San Agustín, Contra Faustum, 22, 27]. Además, para Agustín de Hipona la ley natural está comprendida en el ámbito de una historia de la salvación que conduce a distinguir diversos estados de la naturaleza (naturaleza original, naturaleza caída, naturaleza redimida). En ellos la ley natural se realiza en modos diversos: como armonía de las potencias, dirigida por la razón [San Agustín, De Genesi ad litteram, 11, 1, 3], como dictamen que naturalmente indica el bien y el mal a pesar de las tendencias desviadas de la naturaleza [San Agustín, Enarrationes in Psalmos, 57, 1], como señal indicadora de las obligaciones del hombre, que sólo pueden ser cumplidas plenamente con la ayuda de la gracia [San Agustín, De spiritu et littera, 26, 44; Enarrationes in Psalmos, 118, 25, 4; Epístola 157, 3, 15].

2.4. Otras tradiciones morales de la antigüedad

También se encuentran elementos que corresponden a la ley natural en las diversas culturas no occidentales. A pesar de sus diferencias, sus tradiciones manifiestan la existencia de principios morales compartidos más allá de las fronteras geográficas o culturales. Más aún, dichos principios a menudo se fundamentan en la naturaleza misma del ser humano.

Las tradiciones hindúes reconocen un orden o ley fundamental (el dharma). Entre los preceptos de estas tradiciones hay varios que son afines a los mandamientos del Decálogo u otras prescripciones contenidas en la revelación veterotestamentaria. En el budismo encontramos reglas éticas que pueden ser reconducidas a la ley natural, como no matar, no mentir, no tener conductas sexuales desordenadas. En la civilización china es fundamental la búsqueda de la armonía con la naturaleza, que se obtiene con una ética que busca conscientemente el equilibrio de la vida. En las tradiciones africanas, profundamente vitalistas, la actitud ética pasa por favorecer las fuerzas naturales de la vida. En el Islam, aunque la ética es entendida fundamentalmente como obediencia a las leyes divinas positivas, algunas corrientes admiten que el hombre puede espontáneamente descubrir lo bueno y lo malo que se encuentra en la misma naturaleza [Comisión Teológica Internacional 2009, nn. 12-16].

3. La síntesis de Santo Tomás de Aquino

3.1. La ley natural en el conjunto de la moral tomista

Tomás de Aquino (1225-1274) alcanza una síntesis lograda de la tradición precedente en el tema de la ley natural. Sin embargo, para Tomás la ley natural no es el tema principal de la moral. En efecto, la “consideración moral” que abarca la extensa segunda parte de su Suma Teológica [S. Th.] no comienza (ni termina) con la ley. A la ley natural se dedica tan sólo una cuestión, entre los cientos que constituyen la Secunda Pars. Y además, dado que la moral se estructura en referencia al rico organismo de las virtudes, los preceptos de la ley son analizados siempre en relación a las virtudes correspondientes, a cuyo servicio se encuentran.

Conviene recordar brevemente la estructura de la moral tomista. La consideración moral comienza por el análisis del fin último, que en el hombre es lo que llamamos bienaventuranza o felicidad. Ella consiste esencialmente (aunque no exclusivamente) en la visión amorosa de Dios, que sólo puede darse por gracia en la vida eterna. El hombre, por ser imagen de Dios, tiene la capacidad de autodirigirse hacia esa bienaventuranza por medio de sus actos libres. El análisis de los actos humanos, de su valor moral, y de sus principios internos (el rico mundo de la afectividad que Tomás aborda en el tratado de las pasiones), constituye, entonces, una parte importante del estudio de la moral.

Pero el ser humano se perfecciona realizando actos que proceden de las virtudes. Ellas son objeto de una doble y amplia exposición: se las considera en general en la primera sección de la segunda parte de la Suma, y después, muy detalladamente, en la segunda sección. El pecado es el reverso del obrar virtuoso: corresponde también el estudio de sus formas y causas.

3.2. Ley eterna y ley natural

Si bien el hombre es autor de su propia conducta, es impulsado a conseguir su perfección por Dios, que nos instruye por la ley y nos ayuda por la gracia. Para Tomás la ley es una entidad analógica. Es decir, se trata de una realidad que se concreta de múltiples maneras, todas ellas relacionadas entre sí. La ley es siempre una ordenación de la razón, orientada al bien común, promulgada por quien tiene a cargo una determinada comunidad [Santo Tomás de Aquino, S. Th. I-II, 90, 4, c]. Dichos rasgos no se aplican solamente a las leyes humanas, en las cuales son fácilmente identificables, sino que corresponden a todo tipo de ley.

Entre los diferentes analogados destaca la ley eterna, que es la misma razón divina por la que el Creador gobierna el mundo. Y la ley natural no es otra cosa que la participación de la ley eterna en la creatura racional [Santo Tomás de Aquino, S. Th. I-II, 91, 2, c].

La ley eterna es como el proyecto en la mente del artífice; la ley natural es como ese proyecto o racionalidad intrínseca de la creación puesta en el mismo hombre. Ahora bien, no se trata simplemente de afirmar que el hombre tiene una “razón de ser” que se manifiesta en la armonía de sus potencias o en la maravilla de su complexión física. No es sólo la “racionalidad pasiva” que podemos ver en la belleza de una planta, en la armoniosa disposición de los miembros de un animal, o en la “sabiduría” de los procesos naturales. Se trata también de una “racionalidad activa” en la que el hombre, dotado naturalmente de razón, percibe espontánea y necesariamente (es decir, naturalmente) las líneas fundamentales de ese proyecto divino, y se inclina, también espontánea y necesariamente, hacia los bienes fundamentales de dicho proyecto.

La ley natural consiste en la captación de ciertos patrones de conducta como buenos e ineludiblemente obligatorios (y no meramente como indicativos) sin que en todos los casos se sepa claramente cómo y por qué, e incluso, hasta qué punto, el hombre está obligado por ellos. Por ello, para Tomás la ley natural está constituida por preceptos: es una obra de la razón práctica que incluye contenidos concretos. En ese sentido, no es un hábito, sino algo habitualmente tenido [Santo Tomás de Aquino, S. Th. I-II, 94, 1]. Según Santo Tomás, los preceptos de la razón práctica son conocidos por sí mismos y juegan el papel de primeros principios en el orden moral. Sin embargo, la evidencia de su conocimiento recibe cierta cualificación. Una proposición puede ser evidente en sí misma, pero si se desconoce (o distorsiona) el significado de los términos que la constituyen su evidencia queda oscurecida. Tomás afirma igualmente que hay un orden en la aprehensión de las cosas evidentes: lo primero que cae en el intelecto es el ente, y luego lo bueno; de estas dos captaciones fundamentales surgen respectivamente el primer principio especulativo (o sea, el principio de no-contradicción) y el primer principio práctico, es decir, “hay que hacer y perseguir el bien, y evitar el mal”, del cual dice Tomás:

Sobre él se fundan todos los otros preceptos de la ley natural; es decir, que pertenecen a los preceptos de la ley natural todas las cosas que se deben hacer o evitar en tanto que la razón práctica las capte naturalmente como bienes humanos [Santo Tomás de Aquino, S. Th. I-II, 94, 2, c].

3.3. Las inclinaciones naturales

El carácter de “precepto” del primer principio práctico viene de su fundamento, es decir, de la ratio boni. Lo bueno no es sólo naturalmente entendido, sino también naturalmente querido; la intelección de lo bueno incluye inseparablemente la inclinación natural de la voluntad al bien [Scola 1982: 190]. El hábito por el que son tenidos los primeros principios prácticos se llama “sindéresis” [Santo Tomás de Aquino, S. Th. I, 79, 12, c].

Tomás afirma también que los contenidos de la ley natural se disciernen por medio de las inclinaciones naturales. Todo aquello a lo que el hombre tiene una inclinación natural, pertenece a la ley natural [Santo Tomás de Aquino, S. Th. I-II, 94, 2, c]. Sin embargo, no se habla aquí de las inclinaciones naturales individuales, lo que cada individuo lleva como su configuración natural existencial concreta, dado que bajo ese punto de vista, cada uno está inclinado a cosas diversas, y además, algunas de esas inclinaciones pueden ser patológicas o perversas. Tampoco se habla de inclinaciones meramente “animales”: instintos que serían comunes al hombre y a los animales (aunque Tomás cite la definición de Ulpiano: «la ley natural es lo que la naturaleza enseñó a los animales»), y que en los seres humanos se encontrarían “sometidos” a la actividad racional. Se trata, más bien, de verdaderas inclinaciones humanas radicadas en la voluntad. Pues la voluntad humana está dotada de una inclinación natural radical hacia el bien en cuanto tal, y además se inclina naturalmente según un orden racional a todos los objetos de las potencias sensibles. En ello resulta clara la precedencia de la obra de la razón en la constitución de la ley natural, ya que la inclinación natural de la voluntad no puede menos que seguir a la concepción natural en el intelecto [Santo Tomás de Aquino, In IV Sent. d. 33, q. 1, a. 1, ad 9]. No parece correcto afirmar una estructura en la que de la razón de Dios se pasara a las inclinaciones, y sólo al final se reconociese la intervención de la razón para conocer la ley natural totalmente dada en las inclinaciones [Scola 1982: 191].

Además de la inclinación radical al bien, Tomás establece tres ámbitos de inclinaciones naturales: la inclinación a la conservación del ser, la inclinación sexual, y las inclinaciones a la vida social y a la búsqueda de la verdad.

En cuanto a la inclinación a la conservación del ser, no se trata simplemente del “instinto de conservación” por el que los animales rehuyen los peligros que atentan contra la propia vida; tampoco es un mero límite psicológico que fundamenta la prohibición moral del suicidio. La inclinación natural a la conservación del ser implica el impulso profundo que todo ser humano tiene a la plena realización de sí mismo en un continuo proceso de perfeccionamiento moral. No es sólo constitutiva de ciertas normas morales básicas (respetar la propia vida, cuidar la salud, evitar el consumo de sustancias nocivas, etc.), sino que constituye un llamado al desarrollo en plenitud de las semillas morales que cada uno tiene en su propia e irrepetible configuración psicológica, moral y social. Se trata, no sólo de “conservar” la vida, sino de “realizar el ser” que germinalmente está puesto en cada uno en el comienzo de su andadura moral.

Por su parte, la inclinación natural a la unión entre los sexos no es meramente un dinamismo biológico-fisiológico que ordena la unión sexual a la reproducción; ni tampoco un impulso instintivo sexual que se encuentra en la vida animal y que en el hombre es moderado y coloreado por la racionalidad y las costumbres sociales. La inclinación sexual es más bien una inclinación humana, que deriva de la razón y la voluntad, a la complementariedad personal entre varón y mujer, que incluye toda la riqueza de la complejidad psico-física de ambos. Por ello, la inclinación sexual está a la base de las normas que regulan la realización de las virtudes del amor matrimonial y familiar, y de la justicia. Incluye entonces toda una serie de bienes que se articulan escalonadamente: la apertura a la procreación, la complementariedad y ayuda mutua entre los cónyuges, la estabilidad y fidelidad; e incluso, para los cristianos, la capacidad de significar la alianza entre Dios y los hombres, entre Cristo y la Iglesia.

Todo esto aparece más claro en aquellas inclinaciones que para Santo Tomás son las más especificas del hombre: la inclinación a la búsqueda de la verdad sobre Dios y a la vida en sociedad. Ellas configuran germinalmente las virtudes de la vida social, de modo particular la justicia en todas sus formas, y las más altas realizaciones del espíritu humano en las ciencias, la filosofía y la cultura, así como su apertura a la trascendencia.

3.4. Ley natural y acción virtuosa

A partir de lo dicho es posible comprender una afirmación de Santo Tomás que expresa que todos los actos de las virtudes están incluidos en la ley natural [Santo Tomás de Aquino, S. Th. I-II, 94, 3, c]. Se puede decir que ésta incluye los actos virtuosos en el sentido en que establece una dirección y un impulso hacia la realización de los fines virtuosos ideales, en los que las diferentes potencias se actualizarán plenamente para realizar el bien de manera perfecta, fácil y habitual. Ciertamente, la ley natural, en tanto que establece una dirección inicial, no puede prescribir detalladamente todos los actos virtuosos. Además, corresponde no a la ley, sino a la prudencia, el componer la acción virtuosa correspondiente a cada situación concreta; pues la ley es una ordenación general que no puede prever la variedad y contingencia de las situaciones particulares en las cuales toca al hombre actuar. Pero el mínimo de la ley natural es un mínimo dinámico y orientado a la plena realización de los bienes auténticamente humanos, que son objeto de las inclinaciones.

3.5. Dinamismo y universalidad de la ley natural

Además, para Santo Tomás la ley natural es dinámica también bajo otro punto de vista: pues ella puede cambiar, no por sustitución o mutación de sus principios radicales, sino por adición [Santo Tomás de Aquino, S. Th. I-II, 94, 5, c]. Ello se entiende en el sentido de que puede y debe ser complementada por la ley divina y las leyes humanas, que trazan de manera más detallada, con arreglo a ciertas situaciones concretas, el camino que a los seres humanos conviene seguir para el pleno desarrollo de su ser moral. Es decir que no se debe esperar de la ley natural que nos dé el todo de la racionalidad moral, sino más bien las semillas de la plenitud humana. Para Tomás, dichas “semillas” son la ordenación de la razón y la voluntad a nuestro bien connatural, u otras veces, son los mismos preceptos de la ley natural [Santo Tomás de Aquino, In III Sent., d. 33, q. 1, a. 2, qla. 3, c; De Veritate q. 14, a. 2, c]. El cambio de la ley natural “por adición” está a la base de la continuidad entre ley natural y ley positiva.

Tomás se plantea también el tema de la unidad de la ley natural para todos los hombres [Santo Tomás de Aquino, S. Th. I-II, 94, 4, c]; o, dicho de otra manera, si la ley natural es naturalmente accesible a todos, ¿por qué no se da unanimidad en la aceptación de sus preceptos? ¿No es ello una objeción contundente contra la pretensión de validez universal de la ley natural?

Es posible responder a esta objeción desde tres perspectivas que se complementan entre sí. Ante todo, es preciso notar que en las disciplinas teóricas (sobre todo en las ciencias exactas) todos los que admiten las premisas y razonan lógicamente, llegan necesariamente a las mismas conclusiones. En cambio, en las disciplinas prácticas, como la ética, las conclusiones se refieren a acciones particulares y contingentes. No existe por lo tanto un solo camino a seguir en todos los casos; pues los principios permanecen siempre verdaderos, pero aun así siempre es necesario discernir si y cómo son aplicables al caso concreto. Tomás lo ilustra con el principio que nos manda devolver lo que hemos recibido en préstamo, que no debería aplicarse en el caso, por ejemplo, de que se trate de armas con las que sus dueños planean atacar nuestra patria. Sin embargo, la ley natural se mueve en el ámbito de los principios, que a un cierto nivel no pueden nunca ser violados y que por ello establecen un límite infranqueable que hace que ciertas acciones sean intrínsecamente malas; a un nivel radical, se dan entre ellos verdades absolutas.

Una segunda perspectiva sería la que se relaciona con el criterio que permite discernir los preceptos de la ley natural, o sea, las inclinaciones naturales. No todas las inclinaciones apuntan hacia bienes igualmente fundamentales de la existencia humana; y si bien la ley natural incluye diversos preceptos, no todos estos preceptos tienen el mismo valor. Es claro que el respeto de la vida humana es un bien más trascendente que el respeto de la palabra; por eso matar es más grave que mentir. Y ello se debe, en última instancia, a que la inclinación a la vida en sociedad (en la que se basan ambos preceptos) necesita más del respeto de la vida que del respeto de la palabra, sin que éste último, obviamente, deba ser dejado de lado. Ciertas inclinaciones corresponden a bienes que son menos evidentes como parte constitutiva de la plenitud humana, y por ello son menos intensas como inclinaciones y así el oscurecimiento de los preceptos correspondientes resulta relativamente más fácil. Ello es lo que fundamenta la distinción entre preceptos primarios y preceptos secundarios de la ley natural. Los primarios son universalmente accesibles, y corresponden aproximadamente al Decálogo [Santo Tomás de Aquino, S. Th. II-II, 122, 1, c]; los secundarios son ciertas derivaciones de los primarios, que no todos captan siempre.

Una tercera perspectiva es que en el conocimiento de la ley natural entra lo que en la tradición escolástica se llama “conocimiento por inclinación o connaturalidad” [Santo Tomás de Aquino, S. Th. I, 1, 6 ad 3; II-II, 45, 2]. En efecto, las inclinaciones naturales nunca se encuentran en estado puro en las personas, sino que están actuadas en determinadas direcciones, que son más o menos buenas. La actualización de las inclinaciones no es automáticamente buena. La inclinación a la conservación del ser puede cerrarse en soberbia y egoísmo; la inclinación sexual puede desembocar en la desintegración de sus diferentes componentes; la inclinación a la búsqueda de la verdad puede derivar en orgullo intelectual o afán de dominio; la inclinación a la vida social puede degenerar en manipulación e injusticia. Y ciertos bienes sólo pueden conocerse en la medida en que estemos “connaturalizados” con ellos: por la afinidad que genera el afecto dirigido hacia ellos. Y esto no se da sólo a nivel individual: es perfectamente posible que ciertas culturas se encuentren cerradas a algunos valores, en tanto han perdido toda connaturalidad con ellos.

Pese a esto, Tomás llega a una conclusión optimista: la ley natural nunca puede ser totalmente borrada de la inteligencia humana, al menos en sus indicaciones más universales y generalísimas [Santo Tomás de Aquino, S. Th. I-II, 94, 6, c]. Sin embargo, las conclusiones que derivan de esos principios generalísimos sí pueden ser desconocidas.

Por otra parte, es preciso recordar que la ley natural, para Santo Tomás, es solamente uno de los analogados de la ley. Dado su carácter germinal y muchas veces genérico, debe ser y de hecho es complementada por las leyes positivas, divinas y humanas, que establecen las conductas más adecuadas para los casos concretos. Además, desde el punto de vista teológico, existe una ley del pecado [Santo Tomás de Aquino, S. Th. I-II, 91, 6, c], por la que el hombre se ve inclinado de manera cuasi natural al mal, y una ley nueva, que es la gracia del Espíritu Santo dada por la fe en Cristo y que obra en nosotros por la caridad. La ley nueva está grabada en los corazones de los redimidos y representa la cumbre de la vida moral sobrenatural [Santo Tomás de Aquino, S. Th. I-II, 106, 1, c].

4. Algunas derivaciones modernas

4.1. La neoescolástica española del siglo XVI

En el contexto del Renacimiento español son importantes las figuras del dominico Francisco de Vitoria (1492, o según otros, 1483-1546) y del jesuita Francisco Suárez (1548-1617).

Vitoria considera que la naturaleza es la esencia de cada cosa, que goza de ciertas propiedades inmutables. Por su naturaleza el ser humano es persona, es decir, un ser racional, libre, moral, responsable de sus acciones. Por su alma inmortal está llamado a una finalidad ultraterrena que es la unión plena con Dios. La ley natural brota de la esencia o naturaleza humana, y goza de los caracteres de unidad, universalidad, inmutabilidad, indispensabilidad. Es imposible errar en los juicios morales naturales [Vitoria 1960: 1093-1094]. Dado que la naturaleza humana es compuesta de una parte material y otra espiritual, de ella brotan derechos naturales, que se refieren, algunos al cuerpo y otros al alma. Entre esos derechos naturales están el derecho a la vida, a la integridad personal, a la propiedad, a la libertad. Para Vitoria, nadie es esclavo por naturaleza. Los derechos naturales no se menoscaban ni se pierden ni por el pecado original, ni por los pecados personales, cualesquiera sea la gravedad de éstos. Sin embargo, para Vitoria los derechos no son ilimitados; el hombre, antes que sujeto de derechos, lo es de deberes, principalmente para con Dios, al que tiende como último fin. De donde resulta claro que en Vitoria las bases tomistas de la ley natural sirven para la fundamentación de un derecho natural, que, desarrollado bajo la forma de un derecho de gentes, hace posible el diálogo y la convivencia entre hombres de diferentes culturas. Ello resultaba especialmente oportuno ante las nuevas perspectivas abiertas por la colonización de América [Castilla Urbano 1992: 155-162].

Por su parte, Suárez entiende la ley eterna como la regla de los actos libres de Dios en su operación ad extra. La ley eterna se refiere a las reglas generales del gobierno divino, a diferencia de la Providencia, que dirige los asuntos particulares. La ley eterna es «fuente y origen de todas las leyes», pero se limita a las criaturas racionales, dado que no se puede en sentido estricto dar una ley a seres que por carecer de razón no pueden obedecer. Por su parte, la ley natural es la primera derivación de la ley eterna. Está escrita en el corazón de todos los hombres y se define como «luz natural del intelecto apta de por sí para ordenar lo que debe hacerse» [Suárez, Tratado sobre las leyes y Dios legislador 2, 5, 14]. La ley natural se distingue de la conciencia por varios modos. La ley natural es regla, la conciencia es aplicación práctica a un caso concreto; la ley natural no puede fallar, es siempre verdadera, la conciencia puede errar; la ley natural se refiere a un acto futuro, la conciencia a uno pasado. La ley natural es también fundamento del derecho natural, que es universal e inmutable, y que incluye tres tipos de preceptos: a) aquéllos generalísimos, como “hay que vivir honestamente”, “hay que vivir templadamente”; b) otros preceptos algo más concretos, como “es debido dar culto a Dios”; c) concreciones como “no matar”, “no robar”, etc. [Suárez, Tratado sobre las leyes y Dios legislador 2, 7, 5]. Suárez, en definitiva, subraya los caracteres objetivos de la ley natural (unidad, universalidad, inmutabilidad); se trata de una racionalización del concepto en el que se va perdiendo la flexibilidad que revestía en la síntesis de Santo Tomás de Aquino. Además, en la presentación del concepto desaparece el marco teológico que proveía la Suma Teológica, con lo que la ley natural va adquiriendo un matiz de suficiencia dentro del contexto de la ética que no responde a la visión del Aquinate.

4.2. El nacimiento del derecho natural moderno

La figura de Hugo Grocio (1583-1645) destaca igualmente en la constitución del iusnaturalismo moderno. Grocio, jurista de profesión, se ocupó de temas de derecho constitucional y derecho internacional, cuyo fundamento él ve en el derecho natural. Define a éste como

El dictamen de la justa razón que indica con respecto a cualquier acto, y según su conformidad o no conformidad con la propia naturaleza racional, que hay en él vicio moral o necesidad moral, y por lo tanto, que tal acto es prohibido o mandado por Dios, el autor de la Naturaleza. Las acciones sobre las que versa un tal dictamen son obligatorias o ilegítimas en sí mismas, y por ello necesariamente deben ser entendidas como mandadas o prohibidas por Dios [Grocio, De jure belli ac pacis, Libro I, cap. I, X].

De lo que se ve que Grocio no piensa que el derecho natural sea incompatible con la ley divina. Sin embargo, en los Prolegómenos de la misma obra (párrafo 11) afirma que el derecho natural tiene vigencia «aunque concediéramos —cosa que no se puede conceder sin cometer el mayor delito— que Dios no existe o que no se preocupa de lo humano», expresión que se popularizó en la forma abreviada (y algo distorsionada) «etsi Deus non daretur», aun si Dios no existiera. Con ello dejó abierta una puerta a la independización de la ley natural respecto del Legislador divino.

Dentro de la Ilustración alemana es de mencionar la figura de Samuel Pufendorf (1632-1694), que ocupó la cátedra de “Derecho natural y de gentes” en Heidelberg. Para Pufendorf, el derecho natural es una cuestión de razón: al ser universal por esencia, no puede basarse en la religión. Los contenidos de la ley natural se adquieren por la consideración intelectual de la naturaleza humana; la ley natural es un decreto divino tan inmutable como lo es la naturaleza humana en que se basa [Pufendorf, De jure naturae et gentium, 2, 3, párr. 14; 19-20]. Pufendorf estaba convencido de que se podía construir una ciencia del derecho que tuviera el mismo rigor que la ciencia física. De allí su amplia sistematización axiomática y científica de la doctrina del derecho natural [Pufendorf, Elementorum jurispudentiae universalis, praef.], si bien viciada por sus presupuestos racionalistas.

En síntesis, el paso de la idea de una ley natural o no escrita a las teorías modernas del derecho natural tuvo lugar en el contexto de una racionalización y abstracción, en el que se produjeron importantes recortes de sentido. La ley natural se considera fundada, ontológica y epistemológicamente, en la naturaleza humana abstracta, que es como un libro donde se lee nítidamente lo prohibido y lo permitido. Se la concibe desde el modelo exterior de una ley escrita. No se tiene mayormente en cuenta el influjo de las diferencias culturales y morales entre las personas y los pueblos. Además, como explica Maritain, en el contexto racionalista de la Ilustración frecuentemente se identifican como pertenecientes al derecho natural ciertas reglas de comportamiento social deducidas por una razón históricamente condicionada, como las que típicamente constituyen la moralidad convencional de Occidente en la época moderna. Ello produce el progresivo vaciamiento de la ley natural [Maritain 1986: 79ss.]. Este vaciamiento desemboca en el abandono de la ley natural en el ámbito jurídico tras el triunfo de las teorías positivistas y en su descrédito en el ámbito filosófico, pues en el S. XIX y gran parte del S. XX prevalecen otros esquemas de justificación y explicación de la experiencia moral: el utilitarismo, el emotivismo, la ética del discurso, las diversas variantes del nihilismo, el giro metaético propiciado por la filosofía analítica, etc.

5. Perspectivas contemporáneas

Sin embargo, en el Siglo XX reaparece el interés por la ley natural. Nos detendremos en algunos de los aportes más importantes al debate ético contemporáneo, conscientes de la imposibilidad de abarcar todas las posiciones.

5.1. La visión de Jacques Maritain

Jacques Maritain (1882-1973) es una de las figuras más destacadas del tomismo en el S. XX. Para Maritain, la comprensión de la ley natural se apoya en un presupuesto básico: aceptar la existencia de una naturaleza humana que es igual para todos los hombres. Dos dimensiones han de ser tenidas en cuenta: el hombre, por tener una naturaleza, debe reconocer una serie de fines esenciales que son iguales para todos y que están dados de antemano; pero, por ser racional, se determina a sí mismo hacia sus fines. Existe un orden que la razón humana puede descubrir en la naturaleza: ese orden es lo que se llama “ley natural”, y plantea un debitum ontológico. Así, el aspecto ontológico de la ley natural remite a un orden ideal que se refiere a la naturaleza humana y a sus necesidades inmutables. El debitum ontológico se transforma en un debitum moral cuando es reconocido por la razón práctica humana [Maritain 1986: 20-26].

Desde el punto de vista gnoseológico, en cuanto es conocida, la ley natural mide a la razón práctica, y ésta a los actos humanos. El primer principio se conoce natural e infaliblemente; sin embargo, es el preámbulo de la ley natural y no la ley natural misma. La ley natural es el conjunto de cosas que se deben hacer o evitar, que derivan del primer principio de una manera necesaria. No obstante, según Maritain, la ley natural no se descubre por medio de un conocimiento racional o conceptual, teórico o abstracto. La razón humana descubre las regulaciones de la ley natural bajo la guía de las inclinaciones naturales, esto es, por inclinación [Maritain 1986: 27; 40-42]. El “conocimiento por inclinación” no es un conocimiento claro como el que se obtiene por la vía de los conceptos o juicios, sino un conocimiento oscuro, no sistemático, vital, por modo de instinto o de simpatía, a través de lo que Maritain llama “el preconsciente espiritual” [Maritain 1986: 63]. Este conocimiento da lugar a “esquemas dinámicos de moralidad” cuyo desarrollo es diferente según los diversos tiempos y culturas [Maritain 1986: 188-189].

En una breve valoración, se puede decir que la posición de Maritain tiene algunos grandes méritos, como la superación de la rigidez de las presentaciones racionalistas, la recuperación de las inclinaciones naturales, y la consideración del conocimiento de la ley natural en relación con el desarrollo histórico y cultural de la humanidad. Sin embargo, no se alcanza a ver en él una unidad entre naturaleza y razón, que parecen yuxtapuestas; la naturaleza parece algo previo a la razón, cuyos datos ésta debe interpretar a posteriori, y por ello se corre el riesgo de entender la “naturaleza” a la que se refiere la ley natural como algo pre-racional, meramente físico o biológico [Tonello 2009: 21-50].

5.2. La teoría neoclásica de la ley natural

Germain Grisez, John Finnis y Joseph Boyle son las figuras más destacadas de la así llamada “teoría neoclásica de la ley natural” o New Natural Law Theory. El punto de partida de esta teoría está en la afirmación del carácter naturalmente práctico de la razón, cuyos primeros principios son específicamente suyos y no se derivan de ningún conocimiento especulativo [Grisez 1965: 175-178]. Es decir, según la teoría neoclásica, la ley natural se conoce con independencia del conocimiento especulativo que tengamos de la naturaleza humana [Grisez 1965: 191; Finnis 1980: 135-139; 157; 412; Finnis 1998: 20-23]. Para la teoría neoclásica, el conocimiento de la ley natural tampoco implica necesariamente un conocimiento de Dios [Finnis 1980: 32]. Según esta teoría, a la luz de las inclinaciones naturales, la razón práctica discierne los bienes humanos básicos, entre los cuales se encuentran la autointegración, la racionalidad práctica o autenticidad, la justicia y la amistad, la religión, la vida, el conocimiento de la verdad, etc. [Grisez 1983: 124]. Estos bienes deben ser respetados en toda acción humana y presentan un carácter absoluto. Como tales son inconmensurables, no se pueden valorar comparativamente como querrían algunas corrientes éticas inspiradas en el utilitarismo (consecuencialismo, proporcionalismo) [Grisez 1983: 151-154; Grisez-Boyle-Finnis 1987: 139-140]. De allí surge la prohibición de ciertos comportamientos que van contra algunos de esos bienes, comportamientos que por ello se configuran como intrínsecamente malos.

La teoría neoclásica de la ley natural ha despertado gran entusiasmo en algunos sectores, sobre todo por el hecho novedoso de reproponer la ley natural como concepto válido tanto en la ética como en la fundamentación del derecho. Sin embargo, no le han faltado severos críticos, que le cuestionan, entre otras cosas, la incapacidad de relacionar la ley natural con la naturaleza humana; el carácter aparentemente arbitrario de la lista de “bienes humanos básicos”, así como la dificultad de establecer una relación entre ellos, por su inconmensurabilidad; el excesivo hiato entre conocimiento especulativo y conocimiento práctico; el escaso valor que otorga a las virtudes [Di Blasi 2001; Gahl 1994; Hittinger 1987; McInerny 2002; Tonello 2009: 51-111; Veatch 1991].

5.3. El acento puesto en la razón

Martin Rhonheimer se propone mostrar cómo la ley natural sólo puede entenderse desde su relación con la razón práctica. Señala que la razón práctica juega un papel “constitutivo” de la ley natural [Rhonheimer 2001: 31-32; 81-103]. A partir de la experiencia del bien, la razón práctica se hace capaz de formular el primer principio práctico. Y desde las inclinaciones naturales, que «brotan de la constitución de la persona conforme al ser» [Rhonheimer 2001: 99], es posible fundar las reglas de la moralidad. Pero las inclinaciones por sí mismas no son regla, sino que están a la base de la regla. La regla la establece la razón.

Según Rhonheimer, la razón humana aprehende los fines de las inclinaciones naturales como bienes humanos. Esta aprehensión surge de una inclinación natural al fin y acto debidos, y la sede de esta inclinación es la voluntas ut natura, esto es, el acto de la voluntad dirigido por naturaleza hacia los bienes humanos fundamentales. Así, las inclinaciones naturales son captadas por la razón como pertenecientes a la persona y llegan a ser objeto de una tensión intelectiva de la voluntad. El precepto de la prosecutio del bien que resulta de la inclusión de las inclinaciones naturales y de su fin, es ya un precepto de la razón, y surge de una moción de la voluntad. Pero sobre la existencia de las inclinaciones naturales y de sus fines, la razón no tiene ningún dominio. El hombre no puede desembarazarse de ellas sin terminar en contradicción con su propia racionalidad [Rhonheimer 2001: 100-102; 171].

En una obra posterior, Rhonheimer define la ley natural como «el orden que la razón práctica del sujeto de acción produce ‘por naturaleza’ en las inclinaciones y acciones humanas». En una perspectiva de ética filosófica, el término “ley” termina siendo superfluo, dado que no nos hallamos ante un decreto positivo ni divino ni humano, sino ante el natural dinamismo de la razón práctica. Por ello, afirma Rhonheimer, «es suficiente de ahora en más hablar de principios prácticos o de los principios naturales de la virtud moral, en vez de “ley natural” o “ley de la naturaleza”» [Rhonheimer 2006: 231-232]. Cabe preguntarse si esta visión es coherente con la idea clásica de la ley natural.

La posición de Rhonheimer ha recibido ciertas críticas remarcables. Entre ellas, la de Brock, según la cual no queda claro qué son exactamente en su visión las inclinaciones naturales, y además, se minimiza el rol de la naturaleza en la constitución de la ley natural [Brock 2002: 312-313]. También la de Levering, que le reprocha no mantener adecuadamente la unidad hilemórfica de la naturaleza humana, pues Rhonheimer sostendría una “pura naturalidad” del cuerpo que haría de las inclinaciones un mero material pre-racional [Levering 2006: 171-176]. Sin embargo, Rhonheimer, al defenderse de críticas parecidas, integra lo “ontológicamente natural” en el orden moral en tanto no se lo considere abstractivamente separado del orden de la razón y le asigna un rol de “presupuesto” del orden de la razón que se expresa en la ley natural [Rhonheimer 2001: 120-138; Rhonheimer 2003].

5.4. Integración de naturaleza y razón

Ana Marta González destaca que el debate ético aparece planteado como una alternativa: la norma moral, ¿debe fundarse en la naturaleza o en la razón? [González 2006b]. Según González, para escapar de los acentos excesivos puestos en la primera, se ha exagerado un poco en el papel que compete a la segunda. González propone la superación de esta disyuntiva por medio de la integración de naturaleza y razón. Para ello será clave la consideración teleológica de la naturaleza, que se pierde en la Edad Moderna: sin la integración de la naturaleza con el bien y el fin, ella queda reducida a eficiencia fáctica [González 2006b: 78]. Aunque parece identificar las inclinaciones naturales con lo fáctico, González cuida de establecer que «la naturaleza en este sentido “fáctico” es una abstracción (...) en la naturaleza real, ambos aspectos – el más normativo y el más fáctico-biológico – son inseparables» [González 2006b: 86-87].

González subraya igualmente el papel de la razón en la constitución de la ley natural: la razón conoce naturalmente los fines que en último término convienen al hombre. Sólo que a estos fines ella no los determina, sino que los encuentra [González 2006a: 83]. En esto es importante el papel de la voluntas ut natura, que quiere naturalmente todo lo que conviene al hombre según sus diferentes potencias [González 2006b: 99]. Por su parte, el primer principio de la razón práctica se presenta en Santo Tomás bajo la forma de un gerundivo (y no de un imperativo), lo cual permite atribuirle valor veritativo [González 2006b: 127-128]. Según González, las inclinaciones descritas en S. Th. I-II, 94, 2 establecen una jerarquía de bienes, son como puntos de partida de las virtudes, establecen una suerte de programa de vida. Su jerarquía radica en que «los bienes de la primera y segunda inclinación han de referirse al contexto general de la vida humana, definido por los bienes propios de la tercera inclinación» [González 2006b: 152]. Sin embargo, el papel de las inclinaciones naturales parece ambiguo: aunque no se deba considerar sus objetos como bienes premorales, ellas preceden a la obra de la razón práctica que constituye la ley natural [González 2006b: 134].

5.5. Pluralidad de morales naturales

En su relectura de la ley natural tomista, Jean Porter afirma que es imposible que un sistema moral en la actualidad se imponga a todos y en todas partes, con normas específicas y universalmente vinculantes. Dice Porter que, por sorprendente que pueda parecernos, esto coincide con la visión de Santo Tomás, al que atribuye la apertura a un cierto pluralismo, basándose en lo dicho en S. Th. I-II, 94, 4 [Porter 2004: 266-267; Cunningham 2009: 56-57]. Las inclinaciones naturales proveen la experiencia desde la cual la reflexión racional puede establecer las normas, pero no son inmediatamente normativas; más aún, su carácter es pre-racional [Porter 2004: 72; Cunningham 2009: 76-78; 82], lo cual hace imprescindible la presencia de la prudencia, pues sólo ella determina un contenido normativo sustantivo [Porter 2004: 314]. En la visión de Porter, no hay dudas de que Santo Tomás afirme la existencia de una ley natural con preceptos universales, sin embargo, eso no significa que él considere que dichos preceptos son accesibles a todos fuera de un determinado marco teórico. Porter niega que la teoría tomista de la ley natural provea una base para un argumento que obligue a aceptar que una norma cultural alternativa es simplemente errónea (por ejemplo, una visión del matrimonio diversa a la del esquema occidental clásico). Según Porter, Santo Tomás abriría camino a la diversidad moral, dado que la ley natural, con sus principios generales y fundacionales, no es una ley moral en el sentido moderno de la expresión. De tal modo, los preceptos normativos son siempre especificados a través de un proceso comunitario, más o menos explícito y autoritativo, a través del cual los preceptos generales de la ley natural reciben significado concreto y fuerza. Pero en todo caso, los preceptos concretos son construidos, en y a través de este proceso común de especificación y determinación. No podemos decir que son descubiertos, porque antes de estos procesos, ni siquiera existen. En conclusión, Porter afirma que hay muchas moralidades naturales [Cunningham 2009: 86-91]. Esta visión le había merecido anteriormente las críticas de eclecticismo e historicismo [Dewan 2002: 275-309].

5.6. Legalidad y racionalidad

Stephen Brock ha subrayado el carácter legal de la ley natural. Según Brock, la ley natural es ley en un sentido más pleno que las mismas leyes positivas; para entenderlo mejor, es preciso prestar mayor atención a la ley eterna. La ley natural es ley en tanto participación de la ley eterna en la criatura racional a través de su misma racionalidad. Lejos de ceder a la tentación de dejar de lado al Legislador divino para hacer más “natural” la ley natural, Brock presenta una explicación cuidadosamente equilibrada de la acción legislativa divina, que no debe ser necesaria y explícitamente advertida por le hombre al percibir la fuerza vinculante de los preceptos naturales [Brock 1988: 99-122]. Un aporte especialmente significativo es su consideración de la racionalidad de las inclinaciones naturales, visión que permite defender mejor la unidad entre naturaleza y razón y el carácter natural y a la vez racional de la ley natural [Brock 2005: 62; Tonello 2009: 135].

5.7. El aporte de MacIntyre

La obra de Alasdair MacIntyre es un punto de referencia inevitable en el debate ético contemporáneo. MacIntyre propone entender la doctrina tomista de la ley natural en estrecha relación con su contexto. Si en “Tras la virtud” todavía criticaba la metafísica aristotélica por ser ahistórica y “biológica” [MacIntyre 2004: 163], críticas que al menos parcialmente alcanzaban a Santo Tomás, en “Tres versiones rivales de la ética” afirma que no se puede interpretar adecuadamente un precepto como “hay que hacer el bien y evitar el mal” sin una visión ontológica del bien, que enlaza con las cuestiones del fin último y la felicidad en la Suma [MacIntyre 1992: 166-186]. Asimismo, la ley natural no puede entenderse si no es desde un bagaje inicial de virtudes que se adquieren por medio de la educación [MacIntyre 2001: 179-181], virtudes que son su trasfondo y la finalidad a la que apuntan. Ello hace que no haya oposición entre ley natural (como conjunto de reglas generales fijas) y prudencia (como determinación discrecional de la regla concreta de la acción) [MacIntyre 2001: 197]. Otro rasgo destacable de la visión del pensador escocés es el vínculo necesario entre ley natural y teísmo. Afirma MacIntyre que el conocimiento de Dios nos es asequible desde el comienzo de nuestra experiencia moral, y que «al articular la misma ley natural, entendemos el carácter peculiar de nuestro propio “estar-dirigidos”» [MacIntyre 1992: 183; MacIntyre 2001: 191].

Es también importante la afirmación de que toda investigación racional es inseparable de una tradición social y cultural que la hace inteligible. Al desaparecer el contexto socio-cultural donde arraiga la moral clásica, su lugar es tomado por un pluralismo indefinido y creciente en el que se discute sobre cuáles son los bienes humanos y sobre si han o no de ordenarse jerárquicamente. Pero el tomista percibe también en la continua reapropiación de las normas, y en la resistencia a renunciar a ellas, la evidencia de la sindéresis, captación inicial de los preceptos primarios de la ley natural, a la que la degeneración cultural puede cegarnos parcial o temporalmente, pero que nunca puede ser eliminada [MacIntyre 1992: 240-243]. En esta perspectiva, los preceptos primarios de la ley natural equivalen a los principios básicos a los que todo agente racional debe conformarse para desarrollar una investigación moral comunitaria en búsqueda de la resolución de los conflictos morales prácticos [Cunningham 2009: 19-27]. Ello no significa que de hecho sean aceptados por todos. Por eso, en el debate moral contemporáneo no es posible una mera refutación de las posiciones contrarias a la ley natural, sino que es necesario enfrentar las premisas que sostienen dichas posiciones, mostrando las debilidades y confusiones que entraña su aceptación, como es el caso del utilitarismo en sus diferentes formas [Cunningham 2009: 52].

Otros aportes, prevalentemente en el ámbito de lengua inglesa, son los siguientes: Pamela Hall ha vinculado la visión tomista de la ley natural con la narrativa al estilo macintyreano [Hall 1994]. Anthony Lisska realiza un intento de reapropiación del concepto de “ley natural” desde la filosofía analítica [Lisska 1996]. Pauline Westerman critica la ley natural como un concepto en desintegración, que incluye aporías insalvables [Westerman 1998]. Fulvio Di Blasi propone recuperar la dimensión teológica de la ley natural [Di Blasi 1999]. Matthew Levering realiza una interpretación de la ley natural en clave netamente bíblica y teológica [Levering 2008]. Otras contribuciones al debate sobre la ley natural pueden hallarse en las obras de McInerny, Long, Hittinger, Flannery, citadas en bibliografía.

5.8. Veritatis Splendor y el debate teológico reciente

La encíclica Veritatis Splendor (VS) fue publicada por Juan Pablo II el 15.VIII.93. Su objetivo fundamental es hacer frente a la discrepancia entre la propuesta moral tradicional de la Iglesia y algunas posiciones teológicas, difundidas en algunos seminarios y facultades de Teología, sobre cuestiones de máxima importancia para la vida de fe de los cristianos [VS n. 4]. Una de esas cuestiones es la crítica y el abandono de la ley natural por parte de diversos teólogos, enrolados en las filas de una “nueva moral” que adoptó diferentes formas y nombres: teleologismo, consecuencialismo, proporcionalismo.

La propuesta de estas corrientes se apoya, entre otros fundamentos, en la distinción entre el plano óntico o premoral y el plano moral [Janssens 1972]. El primero se refiere a los bienes y males que la acción produce físicamente, en tanto que el segundo considera la intervención de la voluntad que decide realizar o no una determinada acción. A esta visión subyace un concepto físico de naturaleza, contrapuesto o al menos separado de la razón o la persona [Fuchs 1971: 429-430]. La moralidad de la acción se basaría en el balance o proporción de los bienes y males premorales que realiza, o que de ella se derivan como consecuencias [Knauer 1965], con lo cual no se podría hablar más de la existencia de acciones intrínsecamente malas. De esta manera, la ley natural queda prácticamente vaciada de contenido, dado que el plano propiamente moral viene a quedar reducido al ámbito de la intención de la voluntad al obrar; o, dicho de otro modo, la dimensión religioso-moral de los preceptos se sitúa en el nivel trascendental de las motivaciones y no en el plano categorial de las normas concretas [Fuchs 1971: 418]. Por el contrario, para Juan Pablo II, la ley natural es la respuesta originaria de Dios a la pregunta sobre el bien, respuesta inscrita en el corazón del hombre [VS n. 12]. La ley natural excluye una autonomía absoluta del hombre. En vez de ella, Juan Pablo II recoge la propuesta de una “teonomía participada”, lo cual no significa una total pasividad del hombre frente a la acción legislativa de Dios, puesto que «esta ley se llama ley natural, no por relación a la naturaleza de los seres irracionales, sino porque la razón que la promulga es propia de la naturaleza humana» [VS nn. 41-42; Catecismo de la Iglesia Católica n. 1955]. La Encíclica se hace eco de los cuestionamientos a la ley natural, en especial, al pretendido conflicto entre la naturaleza y la libertad, saliendo al paso de la objeción según la cual la ley natural se reduciría a leyes físicas o biológicas, que tendrían un valor meramente indicativo en el ámbito de la moral. Frente a esto, el Papa afirma que la consideración de los bienes de la naturaleza como “ónticos” o “premorales” introduce irremediablemente una división en el hombre, entre su naturaleza física y su racionalidad [VS nn. 47-48]. Afirma Juan Pablo II:

La ley moral natural evidencia y prescribe las finalidades, los derechos y los deberes, fundamentados en la naturaleza corporal y espiritual de la persona humana. Esa ley no puede entenderse como una normatividad simplemente biológica, sino que ha de ser concebida como el orden racional por el que el hombre es llamado por el Creador a dirigir y regular su vida y sus actos y, más concretamente, a usar y disponer del propio cuerpo [VS n. 50, cita de Donum Vitae, Intr., 3].

La Encíclica también reafirma vigorosamente los caracteres de universalidad e inmutabilidad de la ley natural [VS nn. 51-53]. Por lo demás, el uso de la ley natural es constante en el Magisterio de la Iglesia Católica para fundamentar ciertos principios morales invariables, como por ejemplo, sobre los medios lícitos e ilícitos para la regulación de natalidad [Humanae Vitae nn. 10-15], sobre diversas cuestiones de ética sexual [Persona Humana 3], sobre la fecundación artificial [Donum Vitae, Introd., 3; Dignitas Personae n. 5], sobre el aborto [Declaración sobre el aborto, nn. 8-18; Evangelium Vitae n. 62] y sobre la eutanasia [Declaración sobre la Eutanasia; Evangelium Vitae n. 65].

6. Algunas dificultades actuales de la ley natural

Conviene ahora reseñar brevemente algunas de las dificultades que se suelen plantear para aceptar el concepto de ley natural y el modo posible de resolverlas.

6.1. La acusación de intolerancia

Ante todo, quienes defienden la existencia de una ley natural válida para todos caerían bajo la acusación de intolerancia, pues pretenderían imponer a los demás sus propias posiciones [Hauerwas 1984: 63-64]. Ello resulta grave, dado que la tolerancia se ha convertido en uno de los más altos valores éticos. En efecto, solamente por medio de la tolerancia sería posible vivir la libertad en una sociedad democrática y plural, en tanto que la doctrina de la ley natural, con sus normas rígidas e inmutables, sería un resabio de épocas pasadas que ya no puede seguir imponiéndose al conjunto de la sociedad.

Sin embargo, es preciso desmitificar el valor absoluto que parece concedido hoy a la tolerancia y a la libertad. Hay males objetivos que nadie puede ni debe tolerar, justamente por el mismo respeto que merecen las personas. Parece importante, entonces, que el discurso de la ley natural en el contexto de una sociedad muy celosa de la libertad personal se presente como propuesta de diálogo sobre lo auténticamente humano más que como mera imposición externa. En efecto, muchas personas son capaces de ver sólo las “semillas” de los principios morales naturales, sin llegar a extraer de ellos todas las consecuencias prácticas. Esta presentación de la ley natural como “propuesta” de diálogo no significa convertir en “optativos” sus mandamientos; más bien implica encontrar los caminos a través de los cuales dichas prescripciones puedan ser comprendidas por todos. Es así que la doctrina de la ley natural debe situarse en una perspectiva de diálogo donde ella tiene la posición más ventajosa, pues defiende los auténticos valores humanos, que se descubren fundamentados en una consideración total, unitaria y armoniosa del hombre en toda su complejidad, evitando poner el acento sólo en la libertad o en una razón abstraída de la condición encarnada del ser humano. De tal modo, quitadas las exageraciones y deformaciones de los principios de tolerancia y libertad, la ley natural aparece, justamente, como la fundamentación última de la dignidad humana y por consiguiente de la misma tolerancia y libertad.

6.2. La oposición entre “naturaleza” y “persona”

En apariencia, la “naturaleza” como principio ético vale mucho menos que la “persona”; la defensa de la ley natural parece obedecer a un planteamiento de índole “naturalista”, en el que no queda muy claro cuál es el concepto de naturaleza que está a la base. La naturaleza parece asociada a lo fijo, a lo estático, a lo determinista; se vincula a la regularidad de lo estadístico, o a la impersonalidad de lo común. En tanto, la ética parece hallar desarrollos más atrayentes cuando promueve la realización de un proyecto personal de vida, o en la valoración de las relaciones interpersonales de respeto y amor, o bien en la respuesta personal a los desafíos y solicitaciones que a cada uno le vienen de su existencia concreta; la naturaleza sería materia prima que debe ser interpretada desde la persona [Mieth 1996: 144]. Por eso es preciso determinar con claridad cuál es la noción de naturaleza que permite hablar correctamente de una ley natural.

Para Santo Tomás de Aquino, la “naturaleza” a veces significa una fuente de dinamismo que no proviene de la razón y la libertad. La naturaleza, en ese sentido, sería para muchos lo que debe ser plasmado por la libertad del hombre o bien lo que debe ser superado por la racionalidad, para llegar a lo auténticamente humano. Pero el sentido genuino y último de naturaleza no es para Tomás el de un mero dinamismo irracional, o simplemente animal. La naturaleza humana es para el Aquinate el constitutivo último del ser y de la dignidad del hombre. Por ello la naturaleza aludida en la “ley natural” abarca necesariamente la razón y la libertad; se trata de un concepto inclusivo de naturaleza, que engloba lo corporal y lo espiritual, lo racional y lo biológico, lo físico y lo libre [Santo Tomás de Aquino, S. Th. I, 76, 1]. La ley se dice “natural” no meramente por referencia a la naturaleza física, pero tampoco prescinde de ella, porque la naturaleza física y sus dinamismos biológicos pertenecen, en este caso, a la integridad del ser humano y a la plena realización de su existencia. El hombre en su integridad unitaria, psico-física-espiritual: tal es la naturaleza que cualifica a la “ley natural”. De esta manera, la naturaleza no se opone a la persona. Antes bien, la persona sólo puede decirse (en el ámbito intramundano) por referencia a la naturaleza humana; no hay una contraposición o superación que haga que la realización personal anule los supuestos naturales.

6.3. La objeción de la dependencia de una metafísica superada

Según algunos, la metafísica que está a la base de la ley natural ha sido desacreditada por la filosofía contemporánea; el saber moral debería construirse con independencia de consideraciones metafísicas [Finnis 1980: 36].

Sin embargo, la metafísica viene a ser la visión última, global y (en cierto sentido no inmediato) normativa, que cada uno tiene de la realidad. Bajo este punto de vista, todo ser humano tiene una metafísica: en ella se fundamenta, aunque sea implícitamente, el enfoque y el alcance que cada uno da a sus conocimientos. Es cierto que para conocer la ley natural no es necesario hacer metafísica. Tampoco es preciso que la ética se deduzca silogísticamente de una serie de principios metafísicos fundamentales. Sin embargo, toda elaboración ética tiene una metafísica de fondo. Según Tomás de Aquino, lo primero que conoce el intelecto práctico es el bien, y de ello proviene que el primer principio práctico sea: “El bien ha de hacerse y buscarse”. Dicho principio práctico es conocido por el hombre común en la experiencia concreta que él tiene de bienes también concretos. Hay allí una metafísica, aunque no sea refleja; es la metafísica realista la que explica cómo se estructura dicha experiencia fundamental, como apertura al ser y al bien universales por parte de un ente finito. Dicha metafísica realista puede y debe abrirse, sin duda, a los aportes que pueden hacerle corrientes contemporáneas como algunas perspectivas de la hermenéutica o ciertos personalismos abiertos a la dimensión ontológica, como por ejemplo los de Wojtyla o Edith Stein. Con ello, la metafísica clásica puede salir enriquecida, aunque no radicalmente cambiada; y así el concepto de naturaleza humana que está a la base de la ley natural puede beneficiarse con nuevas perspectivas más afines a la cultura actual.

6.4. La recuperación de la “ética de la virtud”

Desde fines de la Edad Media hasta el Siglo XX tuvo un rol dominante en la filosofía moral la perspectiva de la ley. No obstante, últimamente se ha dado una fuerte recuperación de la ética de la virtud, que tiene como consecuencia, a veces, el rechazo de todo esquema basado en la ley moral. El “carácter” moral asume una importancia fundamental. Y la riqueza e interioridad de las virtudes viene a opacar las presentaciones de una moral legalista. Pero ello parece hacer superflua a la ley natural.

Sin embargo, ley y virtud aportan perspectivas complementarias, no opuestas, de la moral; la ley indica la configuración inicial y el encuadramiento social de la vida buena, que debe, sin duda, consistir en la transformación del hombre mediante la cualificación de todos sus apetitos, potencias y capacidades por medio de las virtudes. Por ello, si una ética de la virtud desconociera la doctrina de la ley natural correría el riesgo de disolverse en el perspectivismo de un “carácter” formado, que forjaría para cada situación una regla inmediata y tendería a perder la dimensión objetiva de la moral. Análogo cuestionamiento puede hacerse a las corrientes que hablan de “moral de actitudes”, pues esas actitudes se convierten en justificativos del menosprecio de las normas concretas y de las prohibiciones absolutas de ciertos actos. En cambio, una ley natural que se configura como un mínimo dinámico de moralidad, no detalla ciertamente todos los actos que se deben realizar, pero sí marca el punto de partida, tanto de la configuración del organismo virtuoso como del establecimiento de la normativa concreta que debe regir la vida de la sociedad.

6.5. La objeción de la “falacia naturalista”

El pensador inglés G.E. Moore (1873-1958) es quien sistematiza la que desde entonces se ha dado en llamar “falacia naturalista”. Del ser al deber ser, dice Moore, no hay consecuencia; pues “bueno”, que es el adjetivo fundamental con el que se califican las acciones morales, no se refiere a una propiedad natural de las cosas, sino a algo que deriva de una relación establecida por el sujeto que obra [Moore, Principia Ethica I, 16]. Por lo tanto, resultarían inválidas (por inconsecuencia lógica) todas las doctrinas morales que procuraran derivar las normas éticas de premisas factuales. Entre esas doctrinas la principal sería la ley natural, pues ella, desde la constatación de ciertas regularidades o constancias de la naturaleza humana, pretendería establecer deberes morales absolutos.

La “falacia naturalista” ha constituido una verdadera cruz para las diferentes formulaciones de la ley natural. En efecto, algunas de estas formulaciones, por su manera de concebir la naturaleza, caen efectivamente bajo la acusación de Moore: pues realizan una deducción de normas morales que se derivan de la naturaleza como mera regularidad fáctica de ciertos dinamismos humanos no racionales. Pero en cambio, otras formulaciones, por el temor de ser acusadas de caer en tal falacia, recurren a curiosos artilugios teóricos para evitar la fundamentación de la ley natural en la naturaleza humana. Entonces, se pretende basar la ley natural en el orden racional que la razón práctica establece o descubre entre los bienes humanos, sin aludir a la naturaleza; pero difícilmente se puede determinar cuáles son esos bienes sin algún tipo de referencia a la naturaleza.

¿Se fundamenta, entonces, la ley natural en la naturaleza humana? Sin duda, la respuesta es afirmativa. Pero es preciso aclarar bien el sentido de tal afirmación. La ley natural se constituye en el hombre merced al dinamismo natural de las potencias humanas, especialmente de la inteligencia, la voluntad y los apetitos sensibles. Tales potencias se dirigen necesariamente (o sea naturalmente) hacia ciertos bienes básicos, que por ello mismo son espontáneamente conocidos y queridos de manera inevitable, es decir, objetivamente obligatoria. Por esta razón, la transgresión de las normas que protegen esos bienes provoca el remordimiento de conciencia, a no ser que la conciencia se halle deformada u oscurecida por los malos hábitos. Entonces, la ley natural se constituye en la inteligencia y la voluntad humanas de acuerdo al proceso natural de su funcionamiento. Lo cual provee a la libertad su situación auténticamente humana, que no es absoluta, sino relativa a ciertos bienes esenciales que el hombre no puede dejar de reconocer como obligatorios.

De tal modo, no se trata de que las regularidades naturales, como meros hechos, determinen los preceptos de la ley natural, sino más bien que el hombre como ser unitario y complejo se halla situado en un dinamismo inevitable hacia un bien que lo trasciende, y que incluye ciertos bienes de manera necesaria. Es así que por su inteligencia y su voluntad se hace capaz de formular ciertas normas como necesariamente vinculantes. Ello se da, no obstante, de una manera general, dado que la ley natural no establece el detalle circunstanciado de las obras que hay que realizar, sino los bienes que se han de promover y las virtudes que han de perfeccionar las diferentes potencias humanas, trazando así el espacio de la libertad.

6.6. La objeción de la variedad de las culturas

Otra objeción importante contra la ley natural es la que afirma que la pluralidad antropológico-cultural parece excluir la existencia de normas universalmente válidas. En efecto, toda normativa humana se constituye y se descubre como vinculante en el contexto de unas determinadas prácticas sociales y morales; no sería posible, entonces, determinar normas morales válidas “a priori” para todos y cada uno de los momentos de la historia y para todas y cada una de las culturas humanas [Cunningham 2009: 53-95; Mieth 1996: 311-312].

La objeción parece tener un punto de verdad. Efectivamente, el ser humano no nace ni se constituye en sujeto moral a partir de una abstracta situación de vacío de su inteligencia y su voluntad; al contrario, el descubrimiento de las normas morales se hace en dependencia del “ethos” cultural, que puede dar relevancia a ciertos valores y excluir otros, proponer ciertas normas como absolutas y no considerar como tales a otras. Entonces, toda normativa sería relativa a la cultura en la que ha surgido y de la cual depende vitalmente, lo cual llevaría a la aceptación de criterios historicistas y perspectivistas en la moral. No habría normas absolutas; a lo sumo se podrían dar ciertos “absolutos” temporales o circunstanciales, que, con la evolución de la cultura, podrían cambiar. Es cierto también que una consideración racionalista de la ley natural ha llevado a “canonizar” ciertas normas que en realidad no eran más que concreciones de un determinado “ethos” cultural.

La respuesta a la objeción debe articularse en dos partes. La primera consiste en el desenmascaramiento de la falacia historicista. Pues es cierto que el hombre conoce la verdad y la expresa desde una situación histórico-cultural concreta; pero ello no impide el auténtico acceso a la verdad. Y prueba de ello es la inevitabilidad de la experiencia moral y de sus componentes básicos. El griego y el medieval, el moderno y el hombre del S. XXI experimentan la obligación, la libertad, la tendencia, el remordimiento, la sanción y la alabanza interiores, y otros elementos constitutivos de la experiencia moral. Darán explicaciones diversas de esas experiencias, pues las viven de diferente manera; pero son esencialmente las mismas experiencias. Si no fuera así, sería imposible el acrecentamiento de la cultura y el pensamiento humanos a lo largo de los siglos, pues la cultura y la filosofía no son otra cosa que el diálogo permanente y progresivo sobre las mismas experiencias fundamentales. En ese sentido, investigaciones antropológicas desapasionadas deberían reconocer que, más allá de las enormes y evidentes diferencias entre las diferentes culturas, hay ciertos valores y prácticas que permanecen constantes: el respeto por la vida humana, la colaboración social, la institucionalización de las relaciones hombre-mujer, etc. Y dichos valores, que son justamente los que constituyen la ley natural, no se basan en el consenso o el cálculo.

Y aquí nos encontramos con la segunda parte de la respuesta. La ley natural no es un código detalladamente formulado de manera rígida, sino que, por la peculiar forma de su conocimiento, está constituida por principios y valores que son como las semillas de la moralidad. Así llama Tomás de Aquino a los preceptos de la ley natural y a sus correspondientes inclinaciones naturales. Por eso, los valores son siempre los mismos, pero la manera de vivirlos, de formularlos y de defenderlos son diferentes. Es lo que vio Maritain al decir que la ley natural está constituida por “esquemas dinámicos” de moralidad que se van descubriendo y constituyendo de diferentes maneras según los tiempos, lugares y culturas [Maritain 1997: 109ss]. Con lo cual la ley natural incluye valores generales y fundamentales, pero dinámicos: es decir, no provee una detallada regulación de la vida humana, pero sí marca las direcciones inevitables de su auténtica realización. Dichas direcciones incluyen, dentro de su necesidad, un amplio margen de indeterminación que queda disponible para la libertad personal y la diversidad cultural.

6.7. La renovación cristocéntica de la moral

La última objeción proviene del interior de la fe cristiana: la renovación teológica propone un cristocentrismo normativo que no parece fácilmente conciliable con la doctrina clásica de la ley natural. El Concilio Vaticano II ha exhortado a una renovación de la teología moral, que debe nutrirse con mayor intensidad de la doctrina de la Escritura, mostrar la excelencia de la vocación de los fieles en Cristo, y su obligación de producir frutos en la caridad para la vida del mundo. Una ética natural “revestida” de citas bíblicas o de referencias teológicas accidentales no parece responder a ese modelo ideal. La renovación de la teología moral, sin embargo, es un proceso todavía en desarrollo, que no ha estado exento de dificultades y contramarchas. Aún así, las dimensiones complementarias de la imitación y del seguimiento de Cristo parecen fundamentales, y no se ve cómo se puedan conciliar con las normas inmutables y naturalmente accesibles a todos que constituyen el núcleo de la ley natural. Dice el teólogo suizo H. Urs von Balthasar (1905-1988):

Cristo es el imperativo categórico concreto. En efecto, Él no es sólo una norma formal universal de la acción moral, susceptible de ser aplicada a todos, sino una norma concreta personal [Urs von Balthasar 2000: 88].

Dicho “universal concreto” se configura como norma absoluta, dado que en Cristo el amor del Padre se ha manifestado de manera total, definitiva e irrevocable, pero a la vez implica una dimensión personal y concreta, nada abstracta, de la realización de la existencia moral.

La antinomia entre “ley natural genérica-abstracta” y “Cristo norma moral absoluta y concreta” es, sin embargo, aparente. Tomás de Aquino nos invita a considerar la ley natural como la dimensión natural y seminal de la moralidad, abierta al desarrollo de un compromiso ético más pleno, radical y definitivo. En ese sentido es que la ley natural no constituye la última palabra, sino más bien la primera; a partir de ella podemos descubrir y recibir el don de la vida nueva en Cristo como norma viva e interior, la nueva alianza que Dios anuncia por medio de Jeremías (Jer 31, 31-34) y que se escribe en los corazones, el cristocentrismo vital que ilumina y anima las opciones y las acciones particulares de los creyentes. La ley nueva, gracia del Espíritu Santo que habita en los corazones de los fieles y que obra por la caridad, es la plenitud de la vida moral y de la ley.

7. Tareas para una reflexión actual sobre la ley natural

A modo de conclusión, se puede señalar algunas tareas fundamentales que debe afrontar la reflexión actual sobre la ley natural.

Ante todo, una teoría de la ley natural que pretenda tener consistencia filosófica debe afinar el concepto de naturaleza humana que está a su base. Ello implica, ante todo, despojar a este concepto de sus adherencias racionalistas, que hemos visto presentes ya en el comienzo de la Edad Moderna y que se fueron acentuando con el tiempo tanto en las presentaciones filosóficas como teológicas de la moral. La naturaleza humana incluye la razón, la persona, la libertad, la cultura y la historia, porque la naturaleza no es una esencia abstracta, sino que su condición propia es ser precisamente racional, interpersonal, libre e histórica. Por lo tanto, no se trata de que la razón “lea” las normas en la naturaleza, sino más bien que la razón se descubra a sí misma como parte integrante de una naturaleza compleja que se realiza libre y temporalmente. Además, es preciso superar la vieja tentación dualista de la dicotomía entre alma y cuerpo, espíritu y materia. Ni la razón “lee” las normas en lo biológico, ni las establece autónomamente sin atender a lo físico. Es errado pensar que las normas éticas sean sólo cosa del alma (o de la razón), en tanto que el cuerpo quedaría como una realidad éticamente neutra o premoral. Por ello es legítimo y necesario integrar ciertos datos físicos y biológicos en la ética por medio de la ley natural, tal como sucede en la fundamentación de las normas de la moral sexual. Sin embargo, hay que recordar que la ley natural no es el todo de la moralidad, y que deja un amplio margen de indeterminación a la libertad humana y a la legislación positiva. Sin olvidar, por otra parte, que desde el punto de vista teológico necesita ser complementada por la gracia y la Ley Nueva.

Es preciso, además, establecer adecuadamente el estatuto epistemológico de la ley natural. No se puede pensar en una evidencia exacta, precisa e inmediata de todos sus preceptos, pero tampoco se puede negar que los valores humanos fundamentales están disponibles a la reflexión de todo hombre y de toda cultura, aún a pesar de las diferencias que existen en los distintos tiempos y lugares. Una tarea fundamental para los estudiosos de la ley natural será la de analizar las condiciones, posibilidades y límites de su conocimiento. El conocimiento por connaturalidad o por inclinación y los diferentes niveles de evidencia de la gnoseología tomista pueden ser especialmente valiosos al respecto [Santo Tomás de Aquino, S. Th. I, 1, 6, ad 3; II-II, 45, 2, c; De Veritate 10, 12; 14, 1].

Por otra parte, es preciso desmontar las falacias que están a la base de las denuncias nihilistas de la ley natural. El genealogismo nietzscheano ve en la moral clásica una máscara de la voluntad de poder. Pero, a la vez, el nihilismo radical (que abreva en Nietzsche) encubre su propia voluntad de poder, sus proyectos de dominación, sus compromisos políticos, sus lobbies mercantilistas. Frente a ello no se puede negar la responsabilidad, ni ocultar la propia identidad. Si, según el nihilista, los demás son hipócritas defensores de sus posiciones ventajosas, habría que descubrir qué defiende en realidad el mismo nihilista, quitadas las máscaras de una retórica que también sirve a intereses ocultos. Entonces se abre el camino para descubrir qué es lo propiamente humano, que es lo que intenta exponer la ley natural.

Además, es preciso que la inserción de la ley natural en la ética no se realice de acuerdo a un esquema “legalista”, en el que la tarea principal de la moral sea dar normas. Al contrario, como sucede en la moral de Tomás de Aquino, la ley debe insertarse en el conjunto dinámico en el que juegan un papel central las virtudes para la realización de una “vida buena” que permita al hombre la consecución de la felicidad. La ley es un elemento pedagógico que tiene fuerza sobre todo en el inicio de la vida moral, pero que debe integrarse siempre con otras motivaciones afectivas, sociales y culturales.

Según MacIntyre, en todo debate filosófico debería haber un acuerdo subyacente sobre lo que cuenta como argumento válido en la conversación. Pero este tipo de acuerdo no existe hoy en gran parte del debate moral. Por ello, quienes defienden los principios de la ley natural, deben tener a la vez la certeza de utilizar argumentos adecuados y la conciencia de que estos argumentos no serán convincentes para quienes no comparten sus presupuestos. En ese caso, se hace necesario llevar la discusión al nivel de esos presupuestos: ¿qué significa realmente “felicidad”, o “placer”, o “racionalidad práctica”, para las partes contendientes en el debate? La tarea resulta más imperiosa si consideramos que esos desacuerdos fundamentales se sitúan en un nivel no-reflexivo. Sin embargo, según MacIntyre, es posible mostrar la incoherencia que resulta de la negación de los principios de la ley natural [Cunningham 2009: 347-351].

Otro temas de importancia son: el análisis de la relación de la ley natural con la fundamentación y el buen orden de la sociedad civil, y la posibilidad de perfilar, en base a la ley natural, una ética de alcance universal [Comisión Teológica Internacional 2009].

Las líneas de estudio que se han indicado y otras más, pueden servir para continuar una fecunda reflexión sobre un concepto que ha iluminado el pensar moral durante siglos y cuya vigencia es signo de su profundo arraigo en el ser del hombre.

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Tonello, Amadeo, Ley Natural, en Fernández Labastida, Francisco – Mercado, Juan Andrés (editores), Philosophica: Enciclopedia filosófica on line, URL: http://www.philosophica.info/archivo/2011/voces/ley_natural/Ley_natural.html

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